7
TEDDY CONWAY
Años 2044-2045

I

Me aplicaron el Test, que era escrito y oral, durante dos días consecutivos. ¡Preguntas fáciles! Preguntas fáciles para mí, porque estaba lleno de confianza. Otros chicos balbuceaban y se inquietaban temiendo que las respuestas obvias ocultasen trampas, dudaban y se equivocaban en la elección. Teddy no era los otros chicos.

El nudo de la cuestión no residía en ser o no ser extra: yo había sabido siempre que lo era. Lo que contaba era escapar a las Escuelas Especiales, donde podría olvidar que mi familia existía. Los otros chicos tenían padres y hermanos, pero yo tenía un diseñador industrial de segundo nivel y Francis. Papá era débil como un muñeco, siempre gimiendo porque las cosas iban de mal en peor mientras él malgastaba nuestro dinero en aquel coche inútil. Mamá no podía remediarlo a pesar de que le doblaba en energía e inteligencia. ¡Y Francis! Una mierdecilla, un embustero, un ladronzuelo, un mocoso, ¡siempre pegado a Papá como si él pudiera llevarle a alguna parte! Cuando descubrió su talentito (cómo contar sin usar los dedos), parecía que fuera Einstein, y de hecho era tan torpe que si manejaba una calculadora equivocaba todos los resultados.

Yo no les odiaba. No odias aquello a lo que estás acostumbrado, lo toleras, pero yo sabía que no llegaría a ser nada si no les dejaba atrás.

Mamá no era tan deficiente. Es decir, no lo era hasta la noche en que Papá se rebanó el cuello y ella se mostró tan inútil como Francis cuando las cosas venían mal dadas. Se afligía por el hombre que nos había arruinado porque fue incapaz de conservar su empleo, y cuando yo expuse la fría realidad, ella me pegó.

No dije nada mientras nos trasladábamos a Newport y nos instalábamos en aquel barrio miserable, porque confiaba en que pronto llegaría el resultado del Test. Después, ¡adiós!

Quien finalmente ahogó en mí la buena voluntad fue Kovacs. Entre los bastardos de ínfima calaña, él era algo nuevo; era un animal sin carne dotado de un rostro hiriente, capaz de abrir en ti agujeros, y de unos ojos suaves y pardos que intentaban disimular que lo que asomaba a ellos no era el alma de una rata. Extorsión, asesinato, robo: podías apostar a que en estos deportes se había proclamado campeón local. Transpiraba vileza desde su ropa de segunda mano hasta aquella voz infra que pretendía disfrazar de habla humana para que no se le notase el acento barriobajero.

Mamá ni siquiera intentó oponérsele: cuando se la ponía a prueba era tan débil como mi padre. Kovacs entró en casa y se acomodó y se puso a ronronear, y ella le dejó. En cuanto a Francis, le tomó una afición al tipo que a mí me revolvía el estómago, y le seguía a todas partes con unos ojos como estrellas.

Me negué a dirigirle la palabra a aquel animal infra si no era absolutamente imprescindible, y él nunca intentó trabar amistad conmigo, ni mucho menos imponérseme. Era de esas gentes sin auténticas agallas, y yo, sin embargo, demasiado pequeño para aprovecharlo.

Ya ven, pues, cómo eran y por qué tenía que marcharme.

Lástima que también hayan descubierto cómo era yo.

El bastardo de Kovacs intentó burlarse de mi éxito, porque le era imposible admitir que alguien se librara del cepo de su clase social. Pero tuvo el buen sentido de no acercarse por casa la mañana en que partí.

Pese a todo, sentí un tirón interno al separarme de Mamá, aunque no había ya nada que hacer. ¿Qué podía ella ofrecer que Kovacs no hundiera y degradase? En Francis ni siquiera pensé.

El hoverbús estaba lleno de chicos que no se conocían unos a otros y trataban de entablar conversación. La niña sentada a mi lado dijo:

—Hola.

—Hola —dije yo.

Eso fue todo. Yo quería estar a solas con mi sensación de alivio y mis visiones del futuro. ¿Qué esperaba? Una entrada espectacular en un salón de actos lleno de adultos sonrientes que nos daban la bienvenida a la vida intelectual, un jovial discurso de acogida por parte de algún dignatario, y a continuación… ¿Qué?

No hubo salón de actos ni discurso de bienvenida. El hoverbús no llegó a atravesar el Centro Urbano, sino que se dirigió a un gran tinglado metálico, tan antiguo que la herrumbre se comía el hierro a través de la pintura, cuyo suelo de cemento tenía empotradas varias líneas de raíles paralelos. Uno de los chicos murmuró que era una vieja cochera de tranvías eléctricos, pero ninguno de nosotros recordaba tranvías que circularan sobre raíles.

En el lugar se concentraron otros hoverbuses con aproximadamente 300 chicos. Unos escritorios se alineaban paralelamente a una pared y en cada uno de ellos había un adulto que no sonreía y a quien no parecían importarle un comino nuestros intelectos, que no tenía preparado ningún discurso de bienvenida y que sólo quería deshacerse de nosotros lo antes posible. Preguntas, comprobación de datos y entrega de una bolsa grande y pesada que llevaba estampado un número.

—Éste es el número de tu grupo y éste el de tu hoverbús. Busca tu bus y quédate en él. Si necesitas ir al lavabo, díselo al conductor. ¿Alguna pregunta?

—¿Sobre qué?

Mi grupo de noventa y seis cerebros brillantes, pero momentáneamente ofuscados, comenzó a formarse a partir de pequeños subgrupos. Inevitablemente, había extraños a quienes ningún grupo quería o que no querían aún unirse a un grupo; a mí seguía apeteciéndome estar solo. Habría tiempo de entablar amistades una vez explorado el terreno.

Una de las chicas se acercó al conductor, que esperaba al volante; supongo que querría ir al lavabo. No alcanzamos a oír lo que hablaron, pero vimos que ella perdía bruscamente su temblorosa timidez y se marchaba en la dirección que el conductor le había indicado obviamente encolerizada. Cuando regresó, una ráfaga de escándalo se expandió por el grupo como sólo el escándalo se expande.

—¡Apenas ha entendido lo que le decía el conductor! ¡Es un infra!

Me resulta raro recordar hoy nuestra reacción ante aquel retazo de información, que fue desde la indignación mojigata a la emocionada curiosidad. ¡Un infra auténtico! Domesticado, era de esperar.

Su presencia, sin embargo, era un enigma. Un infra desempeñando un empleo representaba una flagrante contradicción; no podíamos explicárnosla. (Era una trampa, por supuesto, una cuña hincada en nuestras ideas: las Escuelas no hacían nada sin un propósito).

Cuando finalmente nos colocaron en nuestros asientos, cada hoverbús partió en una dirección distinta. Evité preocuparme respecto a cuál sería mi destino; todo consistía en aceptar lo que viniese con el aplomo propio de una mente extra. Y lo que vino después de una carrera de dos horas fue un gran campo de rastrojos de hierba parda que se extendía hasta una distante agrupación de tiendas de lona. Nos reunimos fuera del vehículo según las instrucciones que el conductor impartía en su jerga infra, procurando que pareciese que en realidad no obedecíamos órdenes de una escoria, y como un rebaño, alicaídos bajo el ardiente sol, nos adentramos por una senda solitaria entre incontables hectáreas de campiña desnuda.

Pronto salió a relucir que ninguno de nosotros había pasado nunca una noche bajo una lona. Lo que afrontábamos era un impacto cultural.

A través del campo, que a nosotros se nos antojaba una especie de erial, un hombre caminaba calmosamente a nuestro encuentro. Al aproximarse agitó la mano y en tono amistoso dijo al conductor:

—Puedes irte, Larry.

Larry retrocedió hacia el hoverbús y se marchó, llevándose la civilización consigo.

El hombre solitario nos sonrió como un tiburón presto a morder.

—Bienvenidos a casa.

Miramos hacia las tiendas y guardamos silencio. El hombre añadió:

—Yo soy vuestro Supervisor de Grupo… vuestro jefe de estudios, si lo preferís. Os dirigiréis a mí llamándome señor Nikopoulos y me llamaréis Nick a espaldas mías siempre y cuando yo no os pesque diciéndolo. Ahora, cargad con vuestros equipajes y seguidme.

Éste es el lugar adecuado para decir algo sobre Nick, a reserva de posteriores explicaciones más complicadas.

Era griego, por descontado, pero Australia había sido el hogar de emigrantes griegos desde hacía más de un siglo; como nación, nosotros teníamos tantas sangres mezcladas que no merecía la pena identificarlas. En cualquier caso, ya no se podía distinguir la estirpe inmigrante de la remota población convicta original, porque el mestizaje se había equilibrado y generalizado. Nick se diferenciaba porque era australiano de tercera generación, sin apareamientos mixtos en su genealogía, un griego puro de cabello negro, ojos pardos y el cuerpo macizo de sus antepasados campesinos.

Sin embargo, para mí, en aquel día crítico, era sólo un patán malévolo, supermusculado, dotado de una autoridad a la que había que someterse. Formaba parte de nuestra transferencia a un escenario bárbaro que arruinaba todas las esperanzas que el Test había hecho surgir en nosotros, y por vía instintiva se convertía en culpable de ello.

Encarnaba la autoridad sin explicación ni razón. Nosotros habíamos leído cosas sobre las antiguas Juntas militares, los nazis, el Kremlin rojo y los rumores de que tales sistemas todavía operaban en nuestro mundo moderno: formaban la corriente subterránea de sospechas que dividían a las naciones y derivaban hacia el patriotismo la necesaria defensa de la libertad. (A los doce años no pones en cuestión este tipo de historias). La asunción de indiscutible autoridad por parte de Nikopoulos removía aquellas lecturas en nuestra memoria; traducíamos su benigna orden por: Yo soy aquí el jefe, y os digo: ¡en marcha! Nunca nos habían tratado así en nuestras escuelas psicológicamente esterilizadas.

También era, aunque no lo descubrimos sino mucho después, un oficial del Servicio de Investigación Policial a quien aquellas inconfortables obligaciones tutelares ofendían tanto como a nosotros.

A mí me desagradó a primera vista; me desagradaron su faz atezada, su físico animal, su acento australiano neutro e inidentificable: un tipo tan obviamente griego no tenía derecho a hablar como uno de nosotros. El desagrado se trocó rápidamente en animosidad. Aquello cambió con el curso del tiempo, pero el proceso fue lento.

Las tiendas estaban a un kilómetro largo de la senda, un kilómetro particularmente infernal. Debe recordarse que ninguno de nosotros tenía más de doce años, que acarreábamos la pesada bolsa que nos habían dado en la cochera, más nuestro propio equipaje, y que en casi todos los casos éste contenía aproximadamente el doble de lo que estipulaban las instrucciones escritas. Las ofendidas madres vieron sólo ineptitud en unas instrucciones que recomendaban una sola muda de calcetines y ropa interior y ninguna camisa ni calzado adicionales e indicaban que se nos suministrarían los artículos de tocador. Uno de los chicos llevaba una manta arrollada; otros varios, trivs portátiles. Muchos tenían dos maletas en lugar de la única requerida, con lo que la bolsa de la cochera representó para ellos un serio engorro.

Hubo un movimiento general para dejar aquellas bolsas en un montón, con intención de volver a por ellas más tarde, pero Nikopoulos lo impidió. Con gran cortesía, como si no fuese una broma pesada, dijo:

—Me doy perfecta cuenta de que unos padres concienzudos pueden ser un problema, pero ahora sois vosotros quienes debéis resolver el problema, aquí mismo y solos con vuestro equipaje. Recordad que la bolsa reglamentaria contiene monos de trabajo y las prendas esenciales y que no hay tiempo estipulado para que volváis a este punto. Debéis tomar vuestras decisiones al instante. Seguidme.

Echó a andar y no miró atrás ni una sola vez.

Allá fuimos, pues, maleta en mano, otra maleta pequeña apretada incómodamente bajo el sobaco izquierdo, la bolsa en la mano derecha y otros artilugios dispuestos según el ingenio de cada cual, tambaleándonos a través de los rastrojos. Bajo un sol furioso.

El grupo se descompuso por sí solo en noventa y seis sofocadas unidades distribuidas irregularmente a lo largo de un centenar de metros, desde los vacilantes líderes hasta los quejumbrosos rezagados. Yo tenía la suerte de llevar una sola maleta (aunque pesaba bastante por la cantidad de tonterías que había considerado imprescindible) y de ser fuerte para mi edad. Estaba seguro de cubrir la distancia, aunque no con comodidad.

Muy al principio pasé junto a la chica a quien había desairado en el bus. Había abierto sus maletas e intentaba comprimir en una el contenido de las dos. Era sencilla, vestía modestamente, probablemente no estaba en mejor posición que los Conway, y le dije:

—Si quieres, puedo meterme unas cuantas cosas en los bolsillos.

Me replicó chillando y sin mirarme:

—¡Ocúpate de ti! ¡No necesito ayuda!

Obstinada en su frustración, estaba a punto de llorar, de modo que dejé que se las arreglase sola.

La senda se convirtió en un rastro de pertenencias abandonadas, maletas enteras, trivs portátiles, la manta arrollada, prendas de vestir y hasta un muñeco.

Nikopoulos se paseaba, consciente de la suelta de lastre y de los apuros, pero sin volver la cabeza. Esperó junto a las primeras tiendas hasta que estuvimos todos reunidos. Se necesitó bastante tiempo. Después dijo:

—Quienes se han desprendido de las cosas de que podían prescindir han demostrado tener capacidad de decisión en una situación en que elegir era necesario. Los que han luchado para traerlo todo han demostrado tenacidad. En un mundo irracional los extras necesitan ambas cualidades.

Uno entre los noventa y seis, una chica, dijo quedamente, pero con claridad:

—So bastardo.

—¡Bien, ese lenguaje no es propio de una dama! ¿Quien lo ha dicho quiere identificarse, o prefiere el anonimato que dicta el buen sentido?

Atrapada hiciera lo que hiciese.

—Lo he dicho yo.

Era la chica que me había rechazado. Estaba furiosa y había llorado. Su voz, su acento, eran diferentes de los que yo estaba acostumbrado a oír; no supe situarlos.

Nikopoulos le dedicó su sonrisa de tiburón.

—¿Prefieres la valentía al buen sentido?

—No hace falta valentía para replicarle a usted.

—No hace falta valentía. —La corrección fue vejatoria para la niña, pero a mí me permitió clasificarla socialmente. Desclasada, habría dicho un supra: demasiado tiempo en la Periferia, deslices ocasionales en las normas de conducta—. Sin embargo —prosiguió Nikopoulos—, se necesita más rabia que lógica. La cobardía, según como se mire, puede ser una cualidad para la supervivencia. —Y a continuación, tras haber convertido delicadamente el enfrentamiento en una lección positiva, dijo—: Ahora os vais a distribuir, cuatro en cada tienda. Para ello tenéis cinco minutos, tiempo que os ahorrará tonterías innecesarias sobre quién se coloca con quién. Terminado el plazo sonará una sirena y vuestros estómagos os enseñarán otra cualidad útil para sobrevivir. —Señaló una tienda de gran tamaño plantada a cierta distancia. (Todo allí, descubriríamos, estaba a cierta distancia.)— ¿Preguntas?

Alguien inquirió:

—¿Cuándo podremos recoger las cosas que hemos dejado?

—Desechado. ¿Para qué queréis lo que habéis desechado?

Para entonces me había irritado ya tanto que di un paso al frente para decir:

—No tenemos que dar explicaciones de por qué queremos lo que es de nuestra propiedad.

Él asintió afablemente.

—No, no tenéis que darlas. Pero ¿cuándo encontraréis tiempo? Vuestra jornada ha sido programada al minuto. —Alzó la mirada al cielo—. Aquí no ha llovido en dos años y sería muy raro que lloviese hoy, ni tampoco está previsto que sople el viento, así que vuestros pertrechos pueden seguir donde los habéis tirado hasta que encontréis tiempo, ganéis tiempo o inventéis tiempo para recogerlos. Os aseguro que nadie robará nada. Y ya sólo os quedan cuatro minutos para elegir vuestras tiendas.

Barahúnda. Tras cuatro minutos de caos una sirena aulló como alguien que estuviera muriéndose, y el hambre nos acometió de golpe; pero todos habíamos ya colocado nuestras pertenencias en una parte u otra.

Nos sirvieron una comida civilizada y muy abundante, y cuando regresamos a las tiendas, los equipajes antes depositados en confusión habían sido recogidos, ordenados y dispuestos de manera que fuera fácil identificarlos. Primero la lección, después el pastelillo de mermelada: métodos elementales que a nadie consiguieron apaciguar.

Mucho, mucho tiempo después deduciría yo que el propósito del ejercicio de aquella mañana fue la preparación mental para toda clase de aparentes irracionalidades que terminarían por tener alguna razón. Habían estado diciéndonos que el mundo no es el lugar que nosotros pensamos que es. No es racional ni justo.

II

Pasamos doce meses en aquel campamento. La instrucción y las clases producían el efecto de un aturullamiento de trabajos duros, pero eran de hecho un sistema para poner de manifiesto y evaluar nuestros potenciales latentes. Se parecía mucho a la instrucción militar, sin armas, sobre todo en su aspecto físico. Nos levantábamos cada día con el alba y trotábamos cinco minutos hasta el arroyo donde nos lavábamos; a lo largo de la jornada hacíamos tanto ejercicio físico como trabajo escolar, con especial énfasis en los juegos de equipo. Algunas noches, cosa sorprendente, había estudios de arte dramático. Si yo detestaba los días, amaba en cambio las noches de Shakespeare, Ibsen, Brecht, (ningún autor moderno, como puede notarse), los debates sobre personajes, significados, técnicas. Parecía irrelevante y no lo era.

Nuestros tutores, hombres y mujeres, nos organizaban en grupos de seis, de modo que la enseñanza era intensiva y personal. Eran personas amistosas, pero distantes; nos brindaban el convencional «acude a mí si tienes problemas», y, sin embargo, sus tiendas estaban plantadas tan lejos que la cuestión había de ser condenadamente urgente para que sacrificáramos el tiempo necesario para encontrarles.

Fuera de las horas lectivas quedábamos en libertad. En completa libertad. Nadie inspeccionaba las tiendas ni nos sermoneaba ni nos dictaba normas de conducta, nadie ordenaba «fuera luces» ni se preocupaba si nos saltábamos un baño matinal en el arroyo.

El resultado fue al principio tumultuoso. Nosotros éramos extras, superiores y conscientes de serlo. Las tiendas se convirtieron en focos de tensión, donde cada uno pretendía ser el más inteligente y los más débiles caían en crisis de autocompasión. Día y noche florecían vociferantes competiciones, y muchos chicos desertaban airados de sus tiendas para dormir en el suelo, antes que verse mezclados con cerdos pseudointeligentes, lágrimas de rabia y alguna que otra pelea. Unas veces interrumpíamos las peleas, otras azuzábamos a los contendientes, y las chicas no eran mejores que los chicos. Ni yo era mejor o peor que los demás.

Durante diez días no vimos a Nikopoulos. A los tutores no parecía interesarles cómo nos comportábamos fuera de clase; los únicos delitos eran llegar tarde y no prestar atención.

El décimo día los grupos se reunieron en la zona de profesores (la mayoría de las clases se daban al aire libre) y se nos dejó allí esperando; cuando empezamos a hablar se nos ordenó guardar silencio. Esperamos media hora.

Nikopoulos apareció, deambulando, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, nos lanzó una ojeada general y dijo:

—He visitado vuestras tiendas. Vivís como animales. He oído el ruido que hacéis por las noches. Los animales demuestran mayor conciencia social que vosotros. Os comportáis según la idea que tenéis de los infra. Pero ellos tienen cierta excusa.

Luego se alejó dando un paseo y el resto del día transcurrió como siempre.

Ninguna amenaza, sólo un despectivo golpe al esnobismo y los temores en que habíamos sido criados. Nuestros estudios sociales habían empezado con un examen de conciencia.

A partir de entonces, Nikopoulos solía vagar en torno a los grupos de alumnos, escuchaba un rato y luego intervenía con su personal inyección de lo inesperado, amarrando a uno u otro de nosotros con sus nudos, para después proseguir su paseo, consumada la destrucción.

Un día me eligió a mí y lo que ocurrió fue extraordinario, aunque sólo yo supe hasta qué punto. Me sorprendió en uno de aquellos momentos en que mi mente erraba por los vericuetos de alguna digresión personal, y cuando pronunció mi nombre acudí a la carrera, pero no había oído su pregunta.

Con apreciable gentileza dijo:

—Presta un poco de atención, muchacho. Preguntaba por qué los ingenieros del siglo veinte construyeron un sistema tan bueno de carreteras y después permitieron que se estropearan.

Enfadado porque me había pillado en las nubes, le repliqué secamente:

—No permitieron que se estropearan. Eso lo hicimos nosotros.

Pensé que iba a responderme en un tono parecido, pero sólo dijo:

—Es cierto, lo hicimos nosotros. Dejamos que se perdieran sus magníficas y carísimas carreteras. ¿Por qué, Conway?

Quité importancia a la cuestión:

—¿Para qué necesitamos carreteras si usamos aerodeslizadores?

Mi tono había sido francamente rudo. Aquellas clases al aire libre me parecían primitivas, me resultaban incómodas, me hastiaban.

—Podrían aprovecharlas las bicicletas.

La observación tenía que ocultar alguna trampa, no era seria. Las únicas personas que se desplazaban en bicicleta eran unos pocos supra campesinos que se tambaleaban de acá para allá montados en herrumbrosos armazones, sobre ruedas macizas fabricadas a partir de desechos y chatarra; a veces se les veía en las comedias del triv. Un ciudadano sirviéndose de aquellos artilugios era inimaginable; un hombre en bicicleta perdía la dignidad o carecía del sentido del ridículo.

Mi rostro debió traslucir la mayor parte de lo que pensaba, porque Nick se tornó irónico.

—¿No hay bicicletas? Nuestros padres circulaban en bicicleta.

Su mirada exigía un comentario. Yo era aquel día la víctima propiciatoria.

Pero la vanidad y el resentimiento forman una combinación destructiva. Dije:

—Hemos progresado desde entonces.

Él no podía saber que la palabra padres había conjurado la imagen del mío montado en una de aquellas máquinas, incompetente, prominentes los codos, la cara enrojecida por el esfuerzo, bombeando con las rodillas.

—¿Es progresar perder algo útil?

¿Cuántos de nosotros hemos identificado posteriormente aquella pregunta como una palanca aplicada bajo nuestra ignorancia del mundo? Yo me lancé a ciegas hacia la respuesta:

—Ellos eran unos incultos. Además, la gente tenía automóviles. —La confusión se había colado por alguna parte, impulsada por la sombra de mi padre; la lógica se perdía en un laberinto de reacciones—. Tenían todo lo que no necesitaban. Con sus coches se mataban unos a otros; con ellos mataban a centenares de personas cada día. Lo sé. Mi padre tenía un coche.

Mi memoria era un caos de escollos, con mi padre en el centro, siempre lamentándose de que antes todo era mucho mejor… Sentí frío bajo el sol caliente, porque estaba perdiendo el control además de la lógica y notaba como si el grupo desapareciera de mi entorno. Nick no pareció notarlo, preocupado sólo por el hilo del diálogo.

—Quizá tu padre pensaba que el transporte privado tenía sus ventajas. ¿Te dijo esto alguna vez?

Una parte de mi ser desapareció como desaparecía el grupo, y de pronto pude captar mi propia ira y oír mi voz quebrada que gritaba:

—¿Qué importa lo que dijese? ¡Todo era mierda! ¡No tenía cojones para vivir en el mundo real! ¡Se suicidó!

En medio del silencio, a lo lejos, un martín cazador emitió su risa, que era posiblemente la apostilla justa, pero el grupo permaneció callado y con los ojos fijos en el suelo. Aquellos chicos habían visto dónde subí al hoverbús, en Newport, y ahora observaban la valía de una estratificación social inteligente: se necesitaba un prófugo de la Periferia para crear una situación más allá del protocolo y los buenos modales. Pensé en aquello mientras mi incontrolada lengua hacía su último comentario, añadía una coda improvisada destinada al recuerdo:

—Había sangre por todas partes.

Nikopoulos fue inhumano. Continuó como si Edward Ellison Conway no existiera, simplemente trasladó su interrogatorio a otra víctima y siguió aplicando su propósito de trastocar la visión que el grupo tenía de la historia y de los avatares de la humanidad.

Esperé por si el pájaro reía de nuevo. Me habría sumado a él para burlarme de los problemas de un extraño en una tierra imprevista. De uno de tales problemas acababa en aquel momento de librarme. Había asumido la pesadilla de Papá y la había expulsado de mí para siempre.

III

Al final de la segunda semana hubo tres días de asueto para visitar a la familia. Yo permanecí en el campamento. ¿Qué objeto habría tenido volver atrás? Nunca estaba solo, nunca me faltaban recursos internos.

A la autoridad escolar no le gustó, pero no se opuso con excesiva firmeza, e incluso pareció comprenderlo a su manera distante. Finalmente, con mi consentimiento, se escribió una carta. Fue una carta deshonesta, pero su significado era claro. Una ruptura limpia causa menos dolor.

¿Menos dolor a quién?

IV

Cada día, a partir de la primera quincena, media docena de alumnos eran convocados a una entrevista privada con Nick, y las cosas que aquel bastardo de hombre había indagado sobre nosotros bastaban para hacerte creer en el mal de ojo.

Una de sus obligaciones era la preparación de informes sobre el progreso de cada uno de los noventa y seis pupilos. Muchos años después, cuando yo podía ya mirar atrás sin sobresaltarme, tuve ocasión de examinar mi propio historial y grabar algunos extractos (ilegalmente), para averiguar, aunque fuera parcialmente, cómo un vulgar intelectual de doce años llegó a ser, si no un hombre de bien, por lo menos un hombre que llevaba consigo sus ignominias personales en calidad de experiencias instructivas.

He aquí una de las grabaciones de Nick sobre mi progreso, hecha dos meses después de mi admisión y dictada en el tono llano y cansado de un hombre que se esfuerza por mantener la emoción al margen de una actividad emocional.

10 agosto 2044.

Sujeto: Conway, Edward Ellison. Clasificación: Extra, Grado B. Progreso-Resumen y comentario nº 2.

General: Pocos cambios evidentes. Presuntuoso, reservado, entabla relaciones pero no amistades. Trabajo en equipo, deficiente; busca reconocimiento personal, necesita aplauso, luego simula ignorarlo. Solitario, falto de compañía, aunque no lo admita ni siquiera ante sí mismo. El Departamento Psicológico advierte que las relaciones familiares son cruciales para la estabilidad de su desarrollo; para comentarios, ver Apéndice.

Físico: Constitución corporal robusta, musculoso. Inadecuado para proezas atléticas, ideal para actividades de resistencia. Puede desarrollar un buen físico de combatiente.

Educativo: Deficiente en matemáticas. (¿Rechazo fraternal del insólito talento de su hermano?). Visión romántica de la ciencia: disfruta con extrapolaciones y predicciones fantasiosas; pero tendencia e interés escasos por la investigación. Excelentes dotes de expresión verbal; fuerte interés en literatura y teatro. Repito, teatro.

Preferencia declarada: Operaciones de Investigación Policial. Una elección más romántica que racional, aunque es posible prepararle con éxito. Sus tendencias personales también hacen posible que fracase totalmente.

Apéndice del Supervisor: Considero que el breve período de residencia en la Periferia endureció sus incipientes actitudes y su concepto del mundo. El diagnóstico evidente es una profunda insatisfacción consigo mismo de la que no se ha percatado aún. El Departamento Psicológico sugiere que le persuada para que visite su casa con regularidad, pero él opone dura resistencia; su disposición a colaborar en aquella engañosa carta a su madre no fue una nimiedad. Desearía que el Departamento se ocupase de persuadirle, no yo. El rechazo de madre y hermano puede ceder con el tiempo y bajo presiones, pero Kovacs es un obstáculo inamovible. El informe policial sobre Kovacs resulta interesante. Es un Jefe de Torre con inteligencia y habilidad y la sensatez suficiente para operar sin salirse de sus límites. Algunas contradicciones: un hombre hogareño y libertino, un extorsionador con tendencia a la generosidad, un ladrón y un estafador y probablemente un asesino que protege su torre con una moralidad pragmática que incluye la información a la policía sobre elementos de la oposición. Lucharía, pero prefiere conspirar. Intentos de autodidactismo. ¿Un tardío condottiero del Renacimiento (un bandolero inteligente), señor del reino de la chusma? Apariencia física no atractiva, pero intenso hechizo sexual. Para Conway representa todo lo que hay de despreciable en la condición infra, pero tiene una sólida posición junto a la señora Conway como amigo de la familia. ¿Qué hacer para que el chico vaya a casa… voluntariamente?

1. ¿Sacar a Kovacs de su territorio? Fuera de discusión: es demasiado valioso como Jefe de Torre.

2. Trasladar a los Conway a otra Periferia. Demasiada oposición de los departamentos estatales afectados, con eventual rechazo por razones políticas.

3. ¿Conseguir la ayuda de Kovacs con el chico? Pero ¿cómo? Delicado, espinoso.

4. Desmontar el concepto del mundo que tiene el muchacho y reconstruirlo.

Los puntos 3 y 4 son los más arriesgados y difíciles, pero también los más prometedores con vista a la eventual carrera del muchacho.

Un proyecto a largo plazo podría ser conseguir la participación activa de Kovacs; este tipo de alianza con los infra es resbaladizo en términos sociológicos y psicológicos, pero podría ensayarse como objetivo lejano. Habrá que considerarlo.

Mi principal problema con este chico es su personalidad difícilmente integrable, con muy pocas aperturas a la simpatía. Es desdichado, pero se cierra completamente. Resulta muy duro querer ayudarle.

¡Con cuánta antelación planificaba Nick, y con qué tortuosidad! Yo no sabía que su rango fuera el de capitán en el Servicio de Investigación ni que su destino como instructor fuera considerado una prebenda, casi una especie de vacaciones. Una broma entre colegas, supongo.