LA GENTE DEL OTOÑO
Segunda parte

Andra despertó temprano, lo cual, según sus experiencias personales, significaba que su mente había entrado en actividad y le ordenaba que continuase persiguiendo su obsesión; el sueño vendría cuando fuese necesario, cuando la fatiga le sumiese de nuevo en él.

Había dejado descorridas las cortinas y desde la cama podía ver un rectángulo de cielo, del cielo gris de la mañana, con sólo una promesa de azul, sembrado de jirones de nubes cuyos bordes orientales estaban levemente teñidos de rosa. Los colores se hicieron más cálidos y profundos mientras miraba.

En la semioscuridad grisácea del dormitorio dio forma a su obsesión, a la armazón en torno a la cual construiría la trama de su obra. Su forma era la de un hombre haraganeando en la penumbra de una esquina, mascando lentamente, sonriendo familiarmente, desafiando la nada y el vacío. Andra le quitó la ropa, se esforzó en ver su cuerpo, en descubrir qué músculo podía adherirse a los huesos y cubrirse con un mínimo de grasa, en observar el entramado resultante de las venas superficiales, en manipular su postura y mantener la columna vertebral y la pelvis girando en equilibrio para obtener un movimiento natural. Una vez seguro de cómo el hombre se sostenía y se movía, volvió a colocarle la ropa y se entretuvo en estudiar cómo le sentaba, cómo se le ajustaba, y finalmente cómo se arrugaba.

La cara era difícil. ¡Cara de rata! La nariz insistía en ser demasiado larga y tendía a fruncirse en su dirección y husmeaba por encima de unos dientes demasiado afilados. Una muy laboriosa visualización.

El trance fue roto por la pantalla fija en la pared, que emitió un chirrido para llamarle la atención. Se sentó en la cama, murmurando maldiciones porque ya su figura mental se desvanecía, y tanteó en busca del control remoto para cortar el chirrido y rechazar la llamada. Pero ésta volvió a sonar enseguida, ahora con la voz de Lenna superpuesta a la señal:

—No desconectes, Andra. Contéstame, por favor.

Él gritó a la pantalla:

—¿Siempre te levantas de madrugada?

—Son más de las siete. Pensaba que…

Cierto, y en plena luz del día, con el sol temprano que entraba resplandeciente en la habitación: el tiempo había volado mientras su mente construía un hombre con retazos de sombra.

—Sí, sí, está bien. Me has sorprendido trabajando.

—Lamento interrumpirte.

—Yo también lo lamento —dijo él mezquinamente, porque necesitaba una pequeña venganza—. ¿Qué puedo hacer por ti?

En medio de todo, se alegraba de que ella no hubiera optado por la comunicación visual. ¿Qué aspecto tendría a aquella hora, antes de que el disfraz del día, moldeado y pulido, estuviese a punto? El de una tutora muy dueña de sí misma, por descontado: sólo los actores guapos parecían fetos al amanecer.

En tono claramente conciliador, no demasiado doctoral, ella dijo:

—Podríamos desayunar juntos. Tendrás preguntas que hacerme.

—Muchas, pero había pensado en que nos reuniéramos más tarde.

—Me temo que no sería antes de esta noche. He de dar mi clase habitual y cumplir con mis deberes tutelares y administrativos. A partir de hoy no estaré tan ocupada.

Le estaba diciendo, sin innecesario énfasis, que accedía a concederle su tiempo en aquel momento y que él podía tomarlo o dejarlo. Acostumbrado a su propia autocracia, Andra se sometió de mala gana y recurrió a una pizca de seducción histriónica para adornar su voz:

—Muy amable de tu parte. Por favor, perdone mi intemperancia. Normalmente me levanto tarde, y cuando lo hago no estoy en mi mejor forma.

—¿Y quién lo está? ¿Dentro de media hora, pues?

—Sí.

La oyó tomar aliento antes de preguntar, volviendo a la timidez que la afligía cuando se trataba de sus escritos:

—¿Cuánto has leído?

—La primera parte, hasta el momento en que esa bestia de niño se marcha de su casa. —Probablemente esperaba más, le agradaría algo alentador—. Extraño. Interesante. Evocativo.

Con aquello tendría suficiente para media hora.

—Ah.

La pantalla se desconectó con un discreto eructo. En la penumbra de su esquina, Billy Kovacs hizo revolotear la mano para cubrirse la boca con sus dedos huesudos, imitando torpemente los buenos modales que nunca dominaría. Aquello requeriría trabajo, so pena de provocar risas entre el público en momentos inadecuados.

Pulsó los mandos para saber la temperatura exterior: nueve grados, moderada para la primera hora de la mañana en aquellos veranos que se enfriaban y decaían; veintidós más tarde, prometía la previsión. Chaqueta y pantalones gruesos, decidió.

Como le sobraba un cuarto de hora, dio un rodeo por los prados, y el aroma matinal de arbustos y flores, en el aire límpido, le asaltó la memoria. Muy raras veces se levantaba tan temprano y, por descontado, nunca salía a aquella hora: la frescura del mundo le retornó a la infancia.

Aquel extremo meridional del campus estaba comunicado por la escalera mecánica de South Hill, que bajaba cuatrocientos metros hasta la orilla del río. El precipicio brindaba una extensa panorámica de la ciudad, que todavía conservaba parches brillantes de niebla nocturna en sus oquedades, con las islas del intrincado delta del Yarra más allá, y más allá todavía el mar verdiazul y una suave línea de bruma en el horizonte.

Una solitaria figura, en el tramo ascendente de la escalera, creció hasta convertirse, sorprendentemente, en Marin, vestido sólo con pantalones cortos y una camisa ligera, como si la temperatura fuese una preocupación de razas inferiores; los no cristianos, por ejemplo. Andra, que se preparaba a soportar su peculiar carácter y a tratar su insolencia con distante buen humor, recibió en cambio el saludo de un muchacho jovial (¿tendría diecinueve años?, ¿veinte?), que se empeñó en acompañarle y mostrarle el campus, y a quien decepcionaron sus pocas ganas.

—Quizá después del desayuno, Marin. Con el estómago vacío soy incapaz del menor entusiasmo.

—Tampoco será capaz de mucho después del desayuno de la doctora. ¡Café y un mendrugo! Podríamos ir al Comunal y comer como Dios manda.

Sorprendido, Andra preguntó:

—¿Tú también desayunas con la señorita Wilson?

—Sí, me ha llamado para que subiera. Tiene una proposición que puede interesarle a usted. —Tomó familiarmente el brazo de Andra, aunque al hablarle seguía respetando el protocolo (¡extraño personaje!)—. Mire hacia allá, artista.

Señaló un punto situado más lejos que la Ciudad Nueva, más lejos que las islas, en un promontorio todavía borroso en la atmósfera de la mañana, que distaría unos veinte o treinta kilómetros. Tras un silencio, explicó:

—Es el único Enclave edificado a suficiente altura para que el agua no lo haya inundado nunca. Está arruinado y maltrecho por las tormentas y la erosión, y probablemente por prácticas de construcción apresuradas, pero los pisos bajos se encuentran más o menos intactos, con sus divisiones interiores. También se conservan los paseos. Se puede andar de verdad por la calle, entre las torres.

Lo decía con evidente pasión. Andra le miró por el rabillo del ojo y descubrió genuino candor en la expresión del muchacho.

—La doctora sugiere —agregó éste— que las visitemos esta mañana. O a primera hora de la tarde, si es más conveniente. Piensa que debería usted verlas.

—Entonces supongo que debo verlas.

¿Y qué sería de sus necesidades, sus rutinas, sus hábitos de trabajo? Ella diría con su sonrisa doctoral: Todo a su debido tiempo, Andra; ahora, ante todo, debes… Porque él había solicitado un permiso de investigación, ¿no?

—Esta tarde —dijo, tratando de no mostrarse ni sumiso ni rebelde.

—¿Enseguida después de almorzar? ¿Le parece a la una? ¿En la lancha? Valdrá la pena. Hay pasajes del libro que se comprenden mejor teniendo en mente la realidad.

—¿Pasajes del libro?

—De la novela. Ella me ha dicho que usted la empezó anoche.

—¿Te lo ha dicho?

—Por eso me ha invitado a desayunar.

—Ya veo. —No veía nada en absoluto, pero pensó que las cosas se aclararían en su momento—. ¿Tú también la has leído?

—Naturalmente.

¡Naturalmente!

—¿Qué efecto te causó?

—Yo no soy un juez en literatura, artista.

Era una suerte que la cristiandad tuviera poco que decir sobre crítica literaria.

—Pero ¿te gustó?

El talante juvenil de Marin cedió ante la consabida actitud moralizante:

—Propone una visión indulgente de la gente del Invernadero, y sin embargo no hay en el relato una sola acción, o casi, que no sea, por lo menos, venal.

—Ah.

—Pero capta la atención. Es una debilidad de la carne que… —su cambio de tono anunció una contundente muestra de pronunciamiento moral—… que a uno le fascine la contemplación de la perversidad.

—Sí, ciertamente. —Andra se abstuvo con prudencia de sugerir que una relación más íntima que la contemplación producía una fascinación todavía más fuerte. Cautelosamente, porque no estaba seguro de que podía herir el puntillo del muchacho, preguntó—: ¿Sería indiscreto saber por qué la señorita Wilson te dio a leer el libro?

No parecía ser una intrusión.

—Creo que quería ampliar mis horizontes mentales, como suele decirse. —Extendió el brazo para abarcar el conjunto de la Ciudad Vieja y la Nueva—. A ella le gustaría que contemplase todo esto desde distintos puntos de vista. En una ocasión describió el cristianismo como una rendija demasiado estrecha para ver el mundo.

—Me inclino a coincidir con ella.

—Supongo que profesionalmente, sí. Su profesión, artista, refleja el mundo, pero no lo explica.

Andra contuvo el impulso de pegarle, admitiendo para sus adentros que una confrontación terminaría para él, probablemente, con sangre y cardenales: los cristianos nunca habían sido una casta pacífica. ¿No había provocado su fundador un tumulto en un templo esgrimiendo un látigo? ¿Y no dijo que no traía «la paz, sino la espada»? (Bonita nota, ésta).

—La doctora opina también —prosiguió el muchacho— que comprender el mal es necesario para verlo a través de los ojos de quien lo hace. Algunas partes de su libro son un intento de conseguir esto. Muy instructivo.

Andra reflexionó que el terreno se hacía demasiado peligroso.

—Ya es hora de que vayamos a desayunar.

El desayuno de Lenna consistía realmente en café y un mendrugo (bien, de hecho se trataba de una tostada untada con algún tipo de viscosidad dietética y sin azúcar), pero para sus invitados tenía huevos y fruta cocida y recipientes de sal y azúcar, que ella no tocó.

Andra no pudo abstenerse de comentar que Marin no hacía la ofrenda.

—¿Cómo lo sabe, artista? La oración en voz alta no es un distintivo de virtud.

Lo tengo merecido. No hables de lo que no sabes.

—Dispongo de poco tiempo —dijo Lenna—. ¿Tienes preguntas urgentes, Andra?

—Varias docenas que pueden esperar el desarrollo de los acontecimientos, una que querría plantear antes de seguir. La división radical entre supra e infra me desconcierta.

—Nunca fue completa, como verás en capítulos posteriores.

—Existía la Periferia, pero parece haber sido una zona destinada a amortiguar los choques.

—La intención fue exactamente ésa. Cada Enclave estaba rodeado de una Periferia y de una franja de parque abierto, y cada Enclave tenía en su seno un potente centro militar.

—Así pues, ¿era una tiranía?

Marin sugirió:

—¿Una relación amo-sirviente? ¿Mantener a los infra en su sitio y hacérselo entender? No era precisamente así.

Lenna le dedicó su actitud más doctoral:

—Si has captado todo eso…

Con evidente cautela, el muchacho dijo:

—He leído otras cosas al margen.

—Entonces cuéntame qué conclusiones has sacado.

Marin, pensativo, se concentró en su desayuno como si previera complicaciones. Pero finalmente respondió:

—El objetivo no era la opresión, sino la preservación. Los supra, instruidos, y en conjunto el sector más competente de la población, con la proporción normal de oportunistas, eran necesarios para administrar el Estado. Tras el colapso del comercio y de toda la industria, excepto la esencial, los infra se convirtieron en una carga para la economía y resultó más fácil y barato mantenerlos si estaban concentrados en áreas reducidas.

—¿Quieres decir —preguntó Andra— que construyeron los Enclaves y encerraron en ellos a los desempleados?

—No, no. Todo se produjo casi por accidente. Los cambios de gran alcance siempre ocurren sin previa planificación; el aprovecharlos viene después. Al finalizar el milenio, la situación del empleo era tan mala que los gobiernos se vieron obligados en todos los países a levantar edificios de apartamentos de gran altura para acomodar allí a las personas sustentadas por el Estado. Sabían que aquel tipo de edificios era socialmente una solución pésima: el medio siglo anterior lo había demostrado, pero con dos tercios de la población viviendo de pensiones o subsidios la situación financiera era desesperada. Además, la población aumentaba incesantemente y no se la podía dispersar por los campos. La tierra productiva ha de producir, y Australia nunca ha sido un país fértil. Por lo tanto, los Enclaves crecieron. Al acabar la segunda década ya se los reconocía como una forma de existencia y el Estado se reorganizaba en torno a lo que se había convertido en un hecho vital.

Marin miró a Lenna, no preguntando explícitamente: ¿Qué tal lo hago?, pero sí alentado por su gesto afirmativo. Andra pensó que aquello sonaba a discurso preparado: ¿estaría presenciando un examen oral? Dijo:

—¿Todos consideraron que era una buena idea y se instalaron apaciblemente? ¿Un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio?

—Al principio no, artista. Las cuestiones humanas no son tan simples. Los supra no representaban un problema para el Estado: sabían que la Cultura de Ordenador estaba ya saliendo de la historia y que la disrupción del clima y de la agricultura que comportaba el Invernadero era el golpe final. Sabían que las ventajas de que gozaban dependían de que respetaran cualquier norma que el Estado decretase, y el Estado jugó con su miedo a la pobreza. Los supra pasaron a ser una especie de aristocracia escalonada desde la servidumbre al poder. —Añadió, a manera de resumen—: La cultura morbosa de la descomposición.

—¿Y los infra?

—Ellos no querían tener nada que ver con los supra. Los despreciaban.

—Eso necesita una explicación.

Marin sacudió la cabeza.

—Yo mismo no estoy seguro de entenderlo. ¿Doctora?

Lenna dejó su taza de café y apoyó las manos en un atril invisible.

—En una sociedad sin clases, o por lo menos sin castas, parece una actitud irracional, pero en el curso de la historia ha constituido un refugio psicológico para los pobres, desde el cual denigrar a sus llamados «mejores», satirizar sus excesos y sus maneras y su conducta y pretender que ellos estaban por encima de aquella existencia tan artificial. Los infra pensaban de sí mismos que eran las verdaderas personas y sublimaban su envidia disfrazándola de desdén. Pretendían no tener nada que ver con los supra y la vida en el Enclave garantizaba precisamente esto. Al cabo de un par de generaciones, los infra habían fundado una nueva cultura, basada en la necesidad, la autopreservación y la falta de información.

Andra empujó un trozo de cáscara de huevo en derredor de su plato.

—No tiene sentido. Debió haber ira y envidia.

—Naturalmente. Ira, envidia, amargura. El desprecio era una excusa, un escudo para hacer la pobreza soportable, incluso honorable, y permitir un sentimiento de orgullo. En la historia es un lugar común. Debería usted consultarlo con un psicólogo.

—No, no será necesario. —Pero lo consultaría—. ¿Y cómo fue que no surgiera un líder que los sacara de los Enclaves y borrase del mundo a los supra? Habrían sido como una marea humana.

Marin ofreció uno de sus ramalazos de sabiduría gnómica:

—Las revoluciones empiezan en las universidades; las calles sólo engendran disturbios.

—No me fío de los aforismos, muchacho.

Lenna dijo:

—Pero es un punto a considerar, y que se acerca lo suficiente a la verdad para que las excepciones no cuenten. Las revoluciones, por lo general, han estado incubándose durante décadas antes de estallar; las dos grandes revoluciones del período Medio Tardío, la rusa y la francesa, se cocieron a lo largo de un siglo de debates intelectuales antes de que los demagogos se levantaran y empezasen las matanzas. Sin intelectuales que les inciten, los pobres tienden a aceptar su condición e inventar filosofías que la hagan tolerable. Sólo tensiones ocasionales provocaron brotes de violencia, dominados con facilidad porque eran principalmente incidentes descentralizados que no respondían a ningún plan.

—Dominados con facilidad —señaló Marin— porque allí estaba el destacamento militar con toda su potencia de fuego y el ejército entero esperando a la puerta. Era también posible devolver a los revoltosos a sus casas esparciendo desde el aire productos, digamos, molestos. Y los parques abiertos hacían visiblemente estúpido cualquier intento de que un número nutrido de personas pasara al territorio supra. Creo que a los parques los llamaban zonas de fuego.

—Y aún dices que no era una tiranía.

Marin lanzó a Lenna una mirada pidiendo ayuda, y ella explicó:

—La fuerza casi nunca era necesaria. El deterioro de la capacidad del Estado para dar a las torres el servicio adecuado causó la rebelión de los Jefes de Torre. Éstos fueron al principio pura y simplemente gangsters, pero unos pocos hombres lúcidos alcanzaron autoridad en algunas torres y establecieron un régimen de pequeños estados dentro del Estado. La policía y los directivos de la Seguridad Política se percataron de la validez del sistema y lo favorecieron abriendo las corruptas líneas de comunicación sobre las cuales debiste leer la pasada noche. Dieron a los infra un cierto grado de satisfacción dejándoles manejar sus propios asuntos hasta donde fuera posible. La otra cosa que hicieron, con excelente sentido de gestión política, fue convencer a los Jefes de Torre de que sólo una condición de statu quo podía salvar aquella civilización que estaba al borde del colapso. Su frase predilecta era: «No rompáis la armonía». Cincuenta años antes pudo haber sido un buen consejo, pero los hombres que llevaban más tiempo preservando la paz sabían que ya era demasiado tarde. La única suposición que hoy podemos hacer es que persistían con la esperanza de que ocurriera un milagro.

Desde el amarradero, en una de las confusas vías del delta, el Enclave era al principio impresionante, majestuoso para las personas que no consideraban la gran altura una necesidad imperativa de la construcción. De la torre más próxima habían quedado más o menos once pisos, llenos de mordeduras que se dibujaban contra el fondo del cielo y hendidos en dos lugares por sendas grietas que llegaban hasta el suelo. Mirando ladera arriba, desde la lancha motora era imposible no valorar aquella enorme reliquia en términos de poderío y de eternidad y desde la infinita tristeza del silencio.

Marin encabezó la marcha por un sendero lleno de malezas y arbustos. Era evidente que los árboles habían sido aclarados para permitir la abrumadora vista desde más abajo, y que además habían sido eliminados del ruedo de cemento de unos cien metros que bordeaba la primera torre, así como de las calles contiguas. El resto del Enclave había sido abandonado a la avidez de la selva. Andra contó diecinueve muros gigantescos que se alzaban entre los árboles, y probablemente había otros varios, más dañados todavía por el tiempo, que no rebasaban la altura de las copas. En conjunto, los Enclaves inundados se habían conservado mejor, pues sus bases se hallaban protegidas de los ciclones y de la contaminada agua de lluvia.

La energía de las cosas vivas confundía la imaginación. En aquellos claros abiertos por el hombre la tierra superficial que se había formado o depositado era muy escasa, pero las calzadas habían prácticamente desaparecido bajo matorrales, arbustos, árboles, hierba y plantas diversas. El recio manto de cemento tendido como un escudo en torno a la base del edificio se había llenado de prominencias, orificios y resquebrajaduras, por donde los árboles se abrieran paso vigorosamente en busca de la luz del sol, y plantas tan frágiles como las flores silvestres habían hendido y triturado el material para instalarse en las grietas.

Sin embargo, una ruina es una ruina, un resto caído, y su último testimonio es el de un fracaso. En el esfuerzo de Andra por imaginar el Enclave en su antigua condición, con el brillo del sol en las ventanas, envuelto en el zumbido de la vida en la calle, esta imagen duró sólo un momento y se precipitó en la más lastimosa decadencia. Rápidamente todo se tornó feo, monótono, simple piedra muerta.

Fisgoneó con interés la planta baja de la primera torre, que se conservaba limpia de escombros para facilitar la inspección; fue de acá para allá, estudió la disposición de escaleras y corredores, los pozos de los ascensores, los patios de luces y las varias dependencias de mantenimiento. Un ámbito desoladoramente angosto. Los arquitectos no sólo no habían desperdiciado espacio, sino que en éste habían situado más elementos de los que su parquedad permitía. El interior de la torre era claustrofóbico.

Aquellos edificios debieron ser autosuficientes en medida sorprendente. Marin identificó el eliminador de basuras, la instalación de tratamiento de aguas residuales, el acondicionador de aire y otros servicios, a partir de los fragmentos de maquinaria todavía visibles.

—La mayor parte del metal se lo llevaron para refundirlo cuando empezó la nueva era tecnológica. Cogieron todo lo que podía servirles.

Andra pensó en que la historia se repetía.

—Sus antepasados… nuestros antepasados desmantelaron gran parte del Coliseo romano para levantar casuchas.

—Sin embargo, todavía existe, y lo nuevo prácticamente no, aunque en realidad poco puede salvarse de una masa de cemento.

—¿Te interesa la historia?

—Cierta historia, artista. Pienso escribir la historia de las iglesias cristianas.

Andra se sobresaltó: el tema monomaniaco esperaba agazapado detrás de la más inocente y ajena observación.

—La doctora me ayuda —continuó Marin.

—¿Eres estudiante?

—A tiempo parcial.

—Explícame, por favor, la razón de que una profesora de alta categoría académica se dedique a ayudar a un estudiante a tiempo parcial.

Él había tenido que luchar con uñas y dientes contra toda clase de obstáculos para obtener los limitados servicios de Lenna; y sólo gracias a su reputación profesional, que en su esfera era tan alta como la de la doctora, había conseguido audiencia.

—La profesora Wilson es mi tía abuela.

El nepotismo florecía. Andra, celoso, dijo:

—Eres afortunado.

—Sí, artista —dijo Marin con presunción, consciente de su privilegio—. No se ocupa mucho de mí, en realidad, porque tengo otro tutor fijo, pero localiza referencias oscuras en el Banco de Datos que me son útiles, y me hace escuchar grabaciones del período Medio Tardío. Y me explica teoría de la historia. Y me dejó leer su novela.

—Que está lejos de ser una historia cristiana, imagino.

Terminada ya la visita a la torre, dieron la vuelta para descender al punto donde habían dejado la lancha. Andra se alegró de tener los viejos monstruos a su espalda: la inspección había sido provechosa, pero el silencio de las ruinas resultaba, al final, opresivo. Cualquier detalle adicional que necesitase para estructurar su obra podía obtenerlo de hologramas y reconstrucciones.

—Me parece —dijo Marin, todavía inmerso en su tema favorito— que la doctora subvertiría mi fe si pudiese. —Como un hecho estricto, como si no fuera un desafío a los poderes terrenales, declaró—: Pero yo conozco mis fuerzas.

En cualquier caso, decidió Andra, crees en ellas por poco que las conozcas. Le incitó:

—¿La novela?

—Ella quería hacerme ver que la virtud puede existir sin una base religiosa.

—¿Y bien?

—Percibo ciertas virtudes en sus personajes y recuerdo que sus acciones eran las de personas reales. La mayoría de ellos, en aquella época, eran nominalmente cristianos, pero paganos de corazón, de modo que sus virtudes no lograban nada porque no estaban enraizadas en la fe. Sus virtudes se convertían en vanidades por falta de humildad.

—No observo mucha humildad en ti —dijo Andra; y se habría tragado las palabras, pero se sintió mejor después del pequeño desahogo.

—Como usted diga, artista.

Cautelosamente distante en su respuesta, Marin guardó silencio mientras bajaban por la ladera. Andra iba pensando en qué clase de rama de olivo podía ofrecerle a aquel espinoso muchacho.

Pero la curiosidad del propio Marin le ahorró la molestia:

—¿Respecto a su obra de teatro, artista? —preguntó vacilante.

—¿Sí?

—¿Tiene ya en mente algo concreto?

—Todavía no. Concreto, no. Sólo una cosa: Kovacs. Un hombre con muchas facetas. Una obra necesita por lo menos un personaje que sea completamente original.

Unos pasos más allá, Marin dijo con apacible inocencia:

—Habría supuesto que un artista se daría cuenta de que todas las personas somos completamente originales.

Pago equitativo. Andra retuvo una sonrisa: dejaría que el chico se apuntase el tanto.

—Me gustaría representar el papel de Kovacs.

Marin, que caminaba delante, dio un traspié y se volvió a mirarle.

—Difícilmente podrá hacer eso.

Andra le ofreció a cambio una frialdad que helaba el aire, el genuino hielo del experto desafiado en la esencia de su ser.

—¿Y por qué no?

El eco de una arrogancia que se equiparaba a la suya tuvo su efecto en el muchacho.

—Quiero decir, artista, que… bueno, ¿cómo explicárselo? Las condiciones físicas son diferentes.

Andra, adivinando el problema, cedió un poco en su frialdad. No mucho.

—¿Por lo tanto?

—Kovacs fue un hombre delgado, usted es corpulento. Tenía la cara estrecha y una nariz larga y puntiaguda, que buscaba, que husmeaba. A través de la carne se le notaban los huesos.

—¡Mira!

Con las palmas de las manos, Andra se apretó las orejas contra el cráneo, tirando hacia atrás de la piel del mentón y las mejillas. Abatió los hombros y los inclinó hacia adelante, con lo que redujo su anchura en más de diez centímetros. Con los ojos entornados, el rostro tendido al frente y las mejillas chupadas para destacar los pómulos, recitó con voz lisonjera y taimada:

—Ese Casio tenía una expresión mezquina y codiciosa…

Y así la tenía él, en plena luz del día, sin el distanciamiento del escenario, sin maquillaje, sin la engañosa cobertura de la ilusión.

Marin murmuró:

—Le presento mis excusas, artista. Usted puede representar cualquier papel.

—Cualquier papel humano —le dijo Andra, y tropezó dolorosamente con una piedra como castigo a su vanidad.

El condenado Dios cristiano de Marin, pensó, estaba a la escucha.

A través de la ventana de Lenna, un crepúsculo rojizo derramaba su encanto sobre el campus y la ciudad mientras Marin daba su versión de la visita de aquella tarde; versión no muy significativa para Andra, quien encontraba embarazoso presenciar cómo el entusiasmo juvenil se trocaba, frase tras frase, en fanática moralidad, hasta terminar con:

—Es fácil compadecerse de ellos, pero en suma fueron una gente perversa que llevó su mundo a un final perverso.

Lenna, todavía envuelta en su áurea de academicismo gris, sugirió amablemente que, enfrentados a lo insuperable, aquellos hombres habían hecho lo que mejor pudieron.

—¡Coraje sin virtud! No les bastó, ¿verdad? —replicó Marin. Miró por la ventana, prescindió de la historia y exclamó que el día casi había terminado y debía aún ocuparse de limpiar y poner la lancha a punto—. Adiós, tía Lenna. —Ante la sorpresa de Andra, la besó—. Seguro que volveremos a vernos, artista.

Y se marchó a la carrera para aprovechar la última luz.

Andra dijo:

—Es la primera vez que le he oído dirigirse a ti familiarmente.

—A veces olvida su reserva. Sobre todo, teme que otros piensen que debe sus estudios a mi protección.

—¿Y no es así?

—No del todo… Es un buen estudiante, aunque admito que le ayudo.

—Tarde o temprano tendrá que elegir entre moralidad y realidad.

Ella rió.

—Eso se dice pronto, pero; ¿qué es una cosa y qué es otra? ¿Te apetece una taza de té?

—Sí, muchas gracias. Esta tarde me estaba preguntando si Dios permite a tu sobrino que persiga a las chicas.

Lenna volvió a reír.

—Con entusiasmo.

—Celebro oírlo. ¿No hay en eso conflictos entre moralidad y realismo?

Ocupada con la tetera y el agua caliente, ella dijo:

—No le he preguntado qué pasa por las noches a bordo de la motora. No querría ser causa de una sagrada esquizofrenia.

Abajo, la disminuida figura de Marin trotaba en dirección a la escalera mecánica; por lo demás, el campus, lleno de actividad cuando ellos habían subido del río, estaba desierto: la galerna nocturna no era tan intensa que implicase peligro, pero sí lo suficiente para desaconsejar la exposición innecesaria. La ciudad se retiraría tras de las puertas durante la turbulenta media hora. Mientras Andra miraba, un resplandor, como un velo luminoso en la lejanía del océano, anunció la proximidad del fenómeno, y en el exterior de la ventana las ramas se agitaron con el primer y todavía suave balanceo.

—Pues yo —dijo él— prefiero sus dilemas morales a los de los dos impíos hijos de Alison Conway. Aquellas deserciones, ¿ocurrieron en realidad?

—Sí. Ella llevaba un diario que se conservó en una de las cápsulas del tiempo.

—Una pareja repulsiva.

—Deberías cambiar de opinión sobre los chicos… Era producto de la época. Los lazos familiares se habían estado aflojando durante tres generaciones antes de que ellos nacieran, de esto hay evidencia sobrada.

—¿Desaparición del amor en una cultura pragmática?

—No, no en absoluto. —Sacó las tazas y unas pequeñas galletas—. Un cambio de significado, quizás. Amor fue siempre una palabra que cubrió mucho territorio, desde amar a una esposa hasta amar un deporte o la justicia abstracta, y los traficantes de emociones, en los espectáculos populares, lo presentaban siempre como imperecedero y exclusivo. En una cultura sometida a tales tensiones, la verdad no podía ser disimulada bajo plumajes sentimentales. La gente del Invernadero aprendió a apreciar el amor sin glorificarlo. —Hizo una pausa, y sus ojos buscaron distraídamente por la mesa algo que no le venía a la memoria—. ¡Azúcar, claro! Tu veneno.

Andra agradeció a la fortuna que su vida no estuviera dominada ni por Dios ni por la dieta. Con amor y tensiones se encontraba en mejores términos.

—En tu novela se echa de menos una tensión determinada, una tensión que alguien tan egocéntrico como Francis debió percibir con mucha intensidad. Me refiero a la amenaza de guerra nuclear.

Lenna sirvió el té. Dijo:

—Cuando se edificaron las torres ya nadie creía en serio en esa amenaza.

—¿Es una tesis tuya o un principio de historia aceptado?

—Un principio aceptado. Nuestra literatura popular, o los seriales del triv, le dan mucha importancia, pero el hecho es que desapareció del pensamiento contemporáneo a principios del tercer milenio.

—Sin embargo, uno la imagina como una sombra proyectada para siempre sobre el mundo.

—Siempre fue una posibilidad, pero no un miedo importante. Las masas, simplemente, dejaron de pensar en ella. Todos hacemos lo mismo, ¿no? Suprimimos la noción del pecado, la conciencia de que somos mortales, la posibilidad de un accidente, la incomodidad de las incógnitas del mañana.

—¿Una filosofía fatalista?

—Más bien una especie de complacencia. Las mayores potencias nucleares, Estados Unidos y la Unión Soviética, admitieron una estabilidad inherente a su condición de custodios de una energía que creaba problemas mayores que los que podía resolver. Mantuvieron una pugna de un siglo sobre los motivos de cada parte, y en retrospectiva vemos hoy que ambas potencias reconocían que mientras hablaban, por muy duro que fuera su lenguaje, ellas y el planeta entero estaban razonablemente a salvo. Sin necesidad de un acuerdo formal, las dos se oponían a que los países pequeños y los grupos terroristas tuvieran acceso a las armas nucleares y los mantenían más o menos bajo control con intrigas que los dividían y por medio de coacciones financieras.

—¿Más o menos?

—Más que menos. Hubo intentos de utilizar bombas de fisión con fines terroristas o de simple extorsión. Quienes lo intentaron fueron eliminados. Sin piedad. Quedaron reducidos a sucesos de un día en los noticiarios. El armamento nuclear se convirtió en una técnica de disuasión y aplazamiento, solución tan buena como cualquier otra en una cultura básicamente neurótica. La física nuclear no desaparecía, pero la guardaron en el estante de arriba, fuera del alcance de los niños. El mundo siguió adelante con sus problemas de egoísmo e inanición general.

Andra objetó que la descripción era demasiado simplista.

—¿Y por qué no ha de ser buena una respuesta simple? —replicó ella—. La amenaza nuclear nunca estuvo ausente de las negociaciones internacionales, pero dejó de ser noticia. Y todavía se perdió más de vista cuando los programas espaciales se acabaron por mera falta de financiación. Se alcanzó un nivel tecnológico a partir del cual el más mínimo avance implicaba costes astronómicos. El peligro que presentaban los satélites declinó hasta desaparecer.

—Pero debió haber una conciencia subyacente…

Lenna cortó con brusquedad:

—Claro que la había. Sencillamente, se acostumbraron a ella. ¿Te preocupa a ti el Largo Invierno?

Sorprendido por el cambio de dirección, él reflexionó unos instantes.

—¿Debería preocuparme? Está muy lejos de nosotros.

—¿Y por ello deja de tener importancia? ¿Realmente está lejos? Nuestras galernas al anochecer pueden ser el primer signo, ¿quién sabe? Algunos dicen que el Invierno puede llegar de súbito: una serie de olas de frío, y aquí estará para quedarse.

—Todo son «puede ser», «puede llegar». Hay equipos de planificación…

—¿A nivel gubernamental? —Lenna parecía disgustada con él—. Son cuestiones que atañen a otros. Así, ¿por qué preocuparse? ¿Es eso?

—¿Qué ganaría preocupándome? No soy un hombre de ciencia. —De pronto, se vio a sí mismo enojado, blandiendo en dirección a Lenna su taza de té medio vacía: un actor que había olvidado su papel e improvisaba con torpeza. Depositó cuidadosamente la taza sobre la mesa y mudó de escenario—: ¿Cuál te parece que debería ser mi actitud?

Ella le contempló con aire burlón.

—La actitud de un artista absorto en sí mismo que utiliza su vanidad para deleitar al público. —Rápidamente, impulsada por el dolido asombro de Andra, prosiguió—: Mantente lo mejor que puedas al nivel de la información científica y serás capaz de pensar de forma útil si llega el momento de pasar a la acción. Si no, vive como quieras. Sé como los infra, consciente pero despreocupado.

Lenna pensó que si él miraba fijamente su taza era porque, irritado por su sarcasmo, tramaba en silencio la venganza. De hecho, Andra estaba preocupado por una consideración técnica que los conocimientos históricos no resolverían: la supresión de la amenaza nuclear haría más manejable el flujo dramático en su proyectada obra, porque significaba una tensión menos, y muy penetrante, que incorporar; pero la imagen que modernamente se tenía de aquel período, fomentada por los románticos, era distinta. ¿Cómo, entonces, explicar aquello a los espectadores en un fragmento de diálogo encajado en el curso de la acción, sin darle especial énfasis, no recurriendo a sacarlo del contexto a manera de paréntesis, sino haciendo que surgiese naturalmente del desarrollo de una escena?

—Necesito pensarlo mejor —murmuró.

—¿Pensar en tu actitud?

Con la atención muy lejos de Lenna, él dijo:

—No, en la de ellos. —Abandonó la taza de té y se levantó para marcharse—. Seguiré leyendo tu libro, a ver qué me sugiere. Buenas noches, Lenna.

Su despedida no era descortés, sino sólo súbita. Él ya se había marchado cuando se encerró en sus pensamientos; el resto consistía simplemente en que su cuerpo le había seguido.

Lenna se preguntó si también ella se comportaba de aquel modo cuando estaba inmersa en su trabajo. Probablemente sí. Claro que resultaba un poco enervante verlo en otra persona.