Yo había esperado un rechazo, preveía que tendría que intentarlo una y otra vez hasta conseguirlo; incluso el éxito condicionado fue, pues, un triunfo. La señora Parkes reconocía que para ella yo valía mucho; el resto eran ideas convencionales sobre la familia. Y su benevolencia era distante, más una cuestión de buenas maneras que de buenos sentimientos: lo que realmente pensaba permanecía oculto.
Cuando llegué a casa, Billy había salido, lo cual me resultó conveniente.
Era difícil mentirle. No intentaba cogerme en falta, sino que, simplemente, me miraba y se marchaba, pero yo quedaba humillado y avergonzado incluso cuando decía la verdad.
Conté a Mamá que la señora Parkes había decidido incorporarme a su personal, cosa que significaba promoción y mayores ingresos… y que yo tendría que vivir en sus Dependencias.
Se quedó casi impasible. Sólo movió un poco los labios para decir:
—Así que mis dos hijos han triunfado.
El reproche oblicuo me afectó tanto que confesé inmediatamente lo que habría querido reservarme hasta que hubiese reflexionado sobre ello: que la Señora me permitía pasar los fines de semana en casa.
Se serenó, como la persona que se ha asustado de un fantasma.
Había perdido parte de la buena figura y de la complexión de sus días de supra, aunque tenía mejor apariencia que muchas de las pequeñas supra grises de la oficina principal de la Señora en el Centro Urbano; estaba engordando y se volvería rechoncha, su cutis perdía finura y pronto se le notarían las arrugas. Sin embargo, no era blanda, no estaba desvalida y tenía a Billy.
Después del instante de incómoda rigidez, sonrió y dijo:
—Debes seguir tu propio camino, pero no te marches de casa.
—Algún día, cuando sea mayor…
—Hasta entonces hay tiempo de sobra. Pero todavía no, Francis. Todavía no.
Su dulzura hizo tambalear mi determinación; en aquel momento el futuro pudo haberse resuelto de diferente manera. Pero yo sabía que debía mantenerme firme, o estaba perdido. Le di un beso y me fui a la cama, dejando que ella se lo contase a Billy.
Esperaba de Billy duras preguntas cuando compareció a desayunar por la mañana, a medio vestir como siempre y menos que someramente lavado. Me había acostumbrado ya a su desaliño, pero en aquel momento volvió a parecerme repelente, vil y barriobajero: podría degradar a Mamá, pero no a mí.
Lo único que dijo fue:
—Has conseguido un ascenso ¿eh?
—Sí. Pero representa más trabajo.
—Y las ventajas que encontrarás en las Dependencias.
—Quizá. No lo sé.
Sirviéndose té junto al hornillo, dijo:
—Es lo que querías.
—En cierto modo.
No recordaba haber dicho nunca lo que quería, pero la intuición de Billy podía ser embarazosa.
Si me estaba sondeando, Mamá le cortó al decir:
—Para vivir en dos sitios necesitará más ropas.
Él sorbió el té con el audible chupeteo que nunca dominaba.
—Eso es asunto de la Señora. Si es su empleado, que le equipe. —Me miró con dureza—. ¿Correcto?
Yo no había pensado en ello.
—Supongo que sí.
—Ya que te vendes, procura cobrar un buen precio.
Venderse era amargo; tuve la sensación de que me estaba poniendo a prueba, sin saber para qué, pero me conforté a mí mismo recordando que Billy tenía por costumbre desconfiar de cualquier cosa hasta que la entendía del todo.
La mañana del lunes en que me marché para iniciar mi primera semana en las Dependencias de la Señora, me dijo:
—Nos veremos el viernes por la noche, entonces.
Mi sentimiento de culpa me hizo sospechar que era una ironía.
No se me ocurrió que Billy, cuya única relación con la Señora era recoger la entrega semanal, y raramente la veía, hablase con ella de vez en cuando dentro de lo que él consideraba su responsabilidad como segundo padre. De haberlo sabido no me habría atrevido a llevar a la práctica mi plan. Siempre tuve miedo de Billy, incluso cuando le apreciaba.
Un miembro del servicio de la casa me acompañó a mi cuarto en las Dependencias, compacta combinación de dormitorio y sala de estar con un triv grande y un equipo completo de terminales y accesorios, un pequeño frigorífico y utensilios para preparar bebidas y comidas ligeras: lujo para el cuerpo, intimidad para la mente.
El empleado, un pequeño adulador nato carente de interés, dijo:
—Un chico de la Periferia que ha tenido suerte, ¿eh?
No se me había ocurrido que todos ellos conocerían mi procedencia, y le repliqué rápidamente:
—El chico de la Periferia no ha tenido suerte. Se ha ganado su oportunidad.
Él cruzó las manos con burlona admiración. Comentó:
—Ah, vamos a prosperar en el mundo, ¿verdad?
Y se apresuró a marcharse para informar a sus compañeros de la altanería del chico nuevo. Era un mal comienzo, pero no me preocupó: tenía otras satisfacciones con las que entretenerme.
… El inicio de una nueva vida que yo mismo me había forjado… un ambiente sano e inteligente… una educación que no habría conseguido como chico de la Periferia incapacitado para pagársela (de hecho, incapacitado para revelar la existencia de unos medios con que pagarla)… una amable Señora y un sencillo trabajo para cubrir las apariencias… lujo, posición social, protección a cambio de unas pocas horas de servicio por semana…
En buena parte me equivocaba: durante los tres años siguientes trabajé como un caballo de tiro.
El «trabajo para cubrir las apariencias» era un auténtico trabajo. Pasaba cuatro horas diarias en el almacén, aprendiendo la logística de los suministros gubernamentales mientras una parte secreta de mi cerebro sumaba una infinidad de veces dos más dos para descubrir cómo la Señora operaba su red de sustracciones y contabilidades. Pasaba seis horas diarias en la escuela, en clases de tutoría especial instituidas por la Señora para sus propios hijos y para una minoría selecta del personal joven. Allí fue donde encontré a Lottie Parkes, que era unos meses menor que yo. Pero contaré más cosas de ella en el lugar adecuado. Debía también mantener mi cuarto inmaculado y cumplir mi turno en las tareas reglamentarias de las Dependencias, como limpiar las habitaciones de uso comunitario.
Trabajaba una jornada de doce horas antes de tener un momento mío, y la primera semana me llevó al borde de las lágrimas, pero con el tiempo el ritmo se convirtió en una rutina practicable y los días se hicieron tan manejables como si toda la vida me hubiera dedicado al comercio. Al final de aquella primera semana, sin embargo, me faltó tiempo para correr a casa y gozar de dos días de ocio y descanso.
Mamá y Billy encontraron en mi fatigado relato motivos de risa y hablaron de «afrontar la realidad» hasta que estuve a punto de escupirles a sus estúpidas caras. Su falta de sensibilidad glorificaba por contraste mi nido privado en las Dependencias. Cuando partí el domingo por la noche me llevé unas cuantas cosas personales, no demasiadas para no despertar sospechas, suficientes para probarme a mí mismo que estaba liberándome del vacío pasado.
El fin de semana siguiente me llevé unas cuantas más.
El quinto fin de semana me quedé en las Dependencias. La ruptura se había consumado.
Muchos miembros del personal carecían de hogar fuera de las Dependencias, por lo que las comidas se servían los fines de semana igual que los demás días: no perdería nada no yendo a casa. La señora Parkes no lo habría aprobado, pero raramente se acercaba al ala de personal en días no laborables. Al final, se enteraría, pero con suerte esto podía no ocurrir hasta que la separación se hubiera consolidado. Sólo necesitaba comportarme con discreción.
Lottie fue precisamente quien me descubrió. Yo ignoraba que estaba adiestrándose para suceder a su madre y que una de sus tareas de aprendizaje consistía en inspeccionar las despensas y el servicio de comidas el fin de semana. Me vio desayunar el sábado, pero no me prestó atención, y yo no volví a pensar en ello.
Lottie, a los quince años, estaba en su fase de crisálida: demasiado gordita, un poco sabihonda y seria, entregada a ejercicios extenuantes con la esperanza de conseguir la figura que más adelante se hizo elegante por sí sola, pero de tonta no tenía un pelo. Aprendía rápidamente, tenía un don personal para la música y no la impresionaban mis acrobacias aritméticas. En clase nos llevábamos bien; es posible que la Señora le hubiese dicho que me ayudara a no sentirme extraño.
Yo no necesitaba ayuda de nadie para no sentirme extraño, pero Lottie era una chica de trato confortable y charlábamos en los intervalos de descanso, aunque socialmente estuviéramos a muchos peldaños de distancia; así pues, me sorprendió, ya entrada aquella mañana, responder a una llamada a mi puerta y encontrarla a ella en el umbral. Sin preámbulos, preguntó:
—¿Sabe mi madre que estás aquí? No figuras en la lista.
El golpe era directo. Sacudí la cabeza con dificultad.
—Se pondrá furiosa cuando se entere —añadió Lottie.
Yo lo sabía ya, pero inquirí:
—¿Por qué furiosa?
—Porque prometió a aquel hombre que los fines de semana te irías a casa.
No había mostrado intención de entrar, y yo estaba demasiado turbado para ser cortés.
—¿Qué hombre?
—Creo que es un infra. —Sonreía como alguien que oculta un secreto—. No se lo digas a mi madre, pero a mí me parece atractivo. A su manera tosca. —¡Buen Dios!—. No imaginaba que los infra fueran así.
—Y no lo son —le dije—, ni él tampoco lo es. Mira, no se lo diré a tu madre si tú no le dices que estoy aquí.
Dudo que por parte de ella fuera necesario el compromiso, pero, todavía medio niña y medio mujer, le gustó la idea de una pequeña intriga. Dijo:
—¡Secretos!
Se llevó un dedo a los labios y se marchó.
Naturalmente, se lo contó a su madre. No enseguida, pero tampoco tardó mucho.
La señora me mandó llamar un lunes por la mañana.
—No has ido a casa el fin de semana.
No me atrevía a descararme con ella. Respondí tímidamente:
—No, señora.
—Ni los tres fines de semana anteriores.
Me di cuenta, y con cierta pena, de que no estaba asustado.
—No, señora.
—¿Por qué no?
Con la sensación de que iba a dar un paso hacia el abismo, me preparé para la caída reuniendo todo mi coraje.
—No he querido ir, señora. No quiero volver allí jamás.
Ella me contempló con un aire extraño, no como si yo hubiera hecho algo malo, sino como si viera su propia obra y se culpase a sí misma por el resultado; y fue a sí misma, más que a mí, a quien dijo:
—Nada se ganará obligándote. —Luego preguntó—: ¿Eres feliz aquí?
—Sí, señora.
Mi respuesta era, naturalmente, sincera. Me sentía henchido de felicidad, y más entonces, cuando presentía que ella no iba a destruirme.
La Señora jugueteaba con los objetos que tenía sobre el escritorio, alineándolos al azar; suspiró y dijo:
—Vuelve a tu trabajo.
Yo estaba ya en la puerta cuando añadió:
—Estás rechazando y desperdiciando el amor. ¿Sabes qué significa eso?
Podía arriesgarme a la osadía, pensé.
—No, señora. En aquella casa no hay amor.
—¿Es eso lo que crees? —Me pareció percibir un ligero disgusto en su tono, pero todo lo que dijo fue—: Eres ingrato.
—No, señora, no lo soy. —Tenía que adoptar una posición u otra—. Pero ¿he de mostrarme constantemente agradecido mientras dejo pasar mis oportunidades?
Pareció que me miraba sin verme y que sus pensamientos iban y venían, salían y entraban, daban vueltas y vueltas.
—Quizá —dijo al fin— será mejor que te quedes aquí, donde yo pueda vigilarte. Para que no cometas errores ridículos.
Fijó nuevamente la vista en la superficie de su escritorio. Era su manera de indicarme que me retirase.
Más tarde, ya con la cabeza más fría, se me ocurrieron otras ideas a propósito de su última observación. La escena no podía ser alterada ni interpretada de distinto modo: encerraba una advertencia contra algo que yo no alcanzaba a identificar.
Lottie vino a verme. Había estado llorando.
—No quería decírselo. No se lo dije, Francis, pero de alguna manera ya lo había averiguado, y además aquel hombre estaba allí.
Si Billy me quería de nuevo en casa, no había conseguido cazarme. ¿Por qué querría que volviese? ¿Quizá porque Mamá le fastidiaba pidiéndoselo?
Bien, se había acabado, y Lottie se preparaba a llorar otra vez sobre su infortunada traición. Necesitaba consuelo y yo me sentía generoso. Además, ella me gustaba y su encanto empezaba a florecer.