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NOLA PARKES
Año 2050

Francis a los quince años había mejorado poco con relación al Francis de nueve o de doce años. No saqué mucho en claro de las conversaciones con Kovacs, pero sí advertí que el muchacho había superado su amor infantil por el hombre: lo denunciaban leves toques de resentimiento, inconscientes facetas de su actitud. Sospeché también que el afecto hacia su madre se había apagado y que amaba pocas cosas más allá de sí mismo y de los libros que yo atesoraba. Tuve que recordar que su vida doméstica debía transcurrir en aislamiento y que su vida social sería confusa y estaría dominada por el temor a los infra y a lo infra.

Raramente demostraba mucha sagacidad, pero podía desenvolverse con eficiencia cuando estaba agobiado; siempre se las ingeniaba para evadirse si se encontraba entre dos partes contendientes o implicado en algún litigio. Así que supuse que actuaba forzado por las circunstancias el día que me hizo su natural, lógica y, estuve segura, deshonesta propuesta.

Un viernes por la noche se entretuvo, finalizada nuestra sesión de contabilidad, en lugar de correr como solía hacia los estantes de mi biblioteca.

—¿Necesitas algo, Francis?

Se había ido convirtiendo en un chico guapo, que sería un nombre apuesto y con lo que llaman cara de póker. Era capaz de encantadoras sonrisas, pero las racionaba. En aquel momento me ofreció el esbozo de una, el apunte de una sonrisa en proceso de formación. Muy atractiva. Desperdiciada conmigo, sin embargo, porque no conseguía agradarme. Francis continuaba a mi servicio debido a su talento y a su silencio, que él sabía bien cuánto valían para ambos y que a mí se me habían hecho indispensables.

—Hay algo, sí, señora… Si pudiera… Es sólo que…

Su actitud adolescente estaba mal pergeñada, sus dudas eran demasiado artificiosas para dar la imagen del pobre jovenzuelo que conoce su posición pero confía en la severa y madura dama. Para aprender no contaba sino con los pésimos guiones de los seriales del triv, según los cuales el titubeo debía ir seguido de un torrente de palabras. Así fue.

—He estado pensando, señora, que yo podría serle de mayor utilidad si formara parte de su personal fijo. Si viviese en las Dependencias. Podría usted llamarme cuando le conviniera, en vez de tener que guardarlo todo para el viernes.

También a mí se me había ocurrido la idea algunas veces. Me permitiría devolver ciertos favores y cumplir con algunos compromisos cultivando exteriormente su talento en pequeñas y bien controladas operaciones, en calidad de propinas y agradecimientos. Le había mencionado la idea a Kovacs, quien se mostró nervioso ante la perspectiva de intervenir en áreas supra que desconocía; presto él personalmente al juego, pero asustado por el muchacho si alguna maniobra fallaba.

—¿Has hablado de esto con el señor Kovacs?

La pregunta, al parecer, no encajaba en el diálogo que había preparado. Abrió y cerró la boca. Al final sacudió negativamente la cabeza, lo bastante astuto como para ser franco allí donde yo podía detectar una mentira.

—¿Por qué quieres marcharte de casa?

Respondió al instante:

—Porque detesto aquello. —Bajó los ojos y la voz, insinuando una humilde renuncia a comentar asuntos personales—. Mamá tiene ahora a Billy. Todo el tiempo. Como un marido, quiero decir. No les interesa que yo ande por allí.

Yo sabía que Kovacs se había trasladado a su casa, y él mismo se había mostrado jocosamente abierto con respecto al asunto cuando me referí a ello como recordatorio de que no le quitaba ojo de encima. Al pretender extender mi curiosidad a la situación de su esposa, replicó bruscamente:

—Me cuido de ella y de los chicos. Les quiero a todos. Pero en la cama, después de veinticinco años, no puedes fingir. Tienes que ser honesto.

¡Honesto! Billy el Libertino tenía encanto y era tan común como la inmundicia. Yo podría haberle contado a la presumiblemente satisfecha señora Conway que esparcía pródigamente su simiente en el curso de sus actividades de RP y era conocido en los barrios bajos como Billygoat[2]. Poseía la moralidad de un adolescente mezclada con una genuina capacidad para amar (a su manera) y un respeto por sus responsabilidades. Ciertamente, su gozo de vivir decapitaba las leyendas sobre la miseria y la resignación de los infra.

Pero ¿quién conoce los corazones de los habitantes de las torres? Preferimos no conocerlos. Yo comprendía el apuro de Francis porque, igual que cualquiera que se encuentre en el secreto filo de la navaja, compartía su miedo a caer al abismo.

Con cierta sequedad, dije:

—No pareces un chico abandonado, Francis.

—Oh, me dan suficiente de comer y todo eso… Es sólo que ya no les importa en absoluto lo que hago. Ni siquiera lo preguntan. —¡Tonto! Debería haber sospechado que Kovacs lo preguntaba con frecuencia. Y luego vino la previsible apostilla—: No se darán ni cuenta de que no estoy allí.

Merecía que le despachara con un tirón de orejas, no por su ingratitud, pues la mayoría de los niños son mucho más ingratos de lo que sus padres esperan, sino por su descarado intento de utilizarme. Pese a todo, podía haber ciertas ventajas… Automáticamente, en línea con los procesos mentales de muchos años, busqué un posible compromiso y lo encontré.

—Puedes unirte al personal como aprendiz de interventor del almacén. —El Servicio de Empleo protestaría, pero podía ser neutralizado. El rostro del muchacho tenía una expresión memorable: no se le había ocurrido que su traslado a mis Dependencias necesitaría la creación de un verdadero puesto de trabajo—. Habrá tiempo para que continúes tu trabajo especial; y para ir a la escuela.

Había esperado que la palabra escuela enfriaría su fiebre, pero su rostro indicó que aprobaba la palabra.

—¿Tú quieres estudiar?

—Sí, señora.

—¿Para qué?

—Para ir a la universidad, señora.

Me había sorprendido.

—Podría arreglarse, en su momento. Pero ¿con qué fin? ¿Para graduarte en qué especialidad?

Sacudió la cabeza, sin saber qué contestar, y con un punto de desesperación dijo:

—Tiene que haber alguna.

—¿Alguna que sea esencial?

Asintió atemorizado, consciente de que yo adivinaba sus intenciones.

—¿Alguna profesión tan necesaria que te salve para siempre de caer entre los infra?

Decirle aquello fue cruel, porque nada podía objetarse a su motivo, ¿pero era ésta razón suficiente para las mentiras y la ingratitud?

Me permití aún una ironía injusta:

—Según la tendencia actual, el planeta entero será infra dentro de poco. —Evidentemente, él no admitía semejante posibilidad: era impermeable al mundo que le rodeaba. Intenté hacérselo notar—: Puedes trasladarte a las Dependencias la semana próxima, pero… —¡cómo levantó la cabeza, temeroso de las condiciones!—, pero no consentiré que abandones a tu madre y al señor Kovacs. Pasarás los fines de semana en tu casa.

Era evidentemente un revés, pero el chico tenía sentido común suficiente para no protestar ni hacer comentarios. Estaba tan trastornado que, cuando finalmente le despedí, olvidó llevarse un libro como siempre hacía.

Yo lamentaba de veras necesitarle. El joven bruto no había pronunciado una sola palabra sobre el futuro de su madre y de Kovacs, probablemente ni siquiera había pensado en ellos, pero estaba resuelta a ocuparme de la cuestión haciendo que se encontrase con que sus responsabilidades le perseguían mientras subía por la escalera de escape. Con deducciones en sus vales aumentaría la participación de Kovacs, que no tenía intención de eliminar. Francis debería pagar por su egoísmo.

Todos pagamos por nuestro egoísmo.