Lo que yo pensaba de los adultos ya no volvió a ser lo mismo después de aquella noche. Estaba consiguiendo cosas que Mamá y Billy no tendrían sin mí, y todo cambia cuando ves que ellos son débiles y tú fuerte.
Había cumplido sólo nueve años. Los adultos subestiman a los niños.
Los primeros años que siguieron fueron tranquilos, como si una época de reajustes hubiera terminado. No había altibajos ni aventuras. No hice verdaderos amigos en la escuela, y los viernes por la noche Billy y yo nos íbamos a casa de la señora Parkes (al poco tiempo ya fui capaz de ir solo) a ganar nuestros lujos. Esto fue casi todo.
El hogar donde vivíamos era más confortable, aunque no podíamos arriesgarnos a exhibir nuestras ventajas. El hecho de mantenernos aparte de los vecinos probablemente excitó más su curiosidad que el proceder opuesto, pero nuestro único visitante habitual era Billy, cuya presencia tenía las lenguas a raya, y Mamá se aseguró de que la pareja de ancianos no viniera nunca a nuestra mitad de la casa. Me decía que los contactos de aquella índole no harían sino rebajar nuestro nivel social; yo creo, sin embargo, que los vecinos nos habrían protegido de la cruda codicia si hubiéramos compartido con ellos algo de nuestra suerte.
Entonces no alcanzaba a dar forma a algo que empezaba a percibir, y era que cuando el abismo entre ricos y pobres es grande y en medio se refugia una especie en peligro, el esnobismo es una defensa contra el terror. Los supra necesitaban creer en su superioridad o admitir que arrancaron sus posesiones de los dedos de los infra.
Y esto hicimos. Bien podríamos admitir que éramos animales luchando por lo que pudiéramos conseguir. Mantén los ojos abiertos, aguza el oído y siempre habrá una ocasión de ganar dinero, influencia y seguridad. Lo que tú no cojas, otro lo cogerá: así me lo habían enseñado los negocios de Billy en el campo de la RP. Mamá decía que era un buen hombre que procuraba desenvolverse lo mejor que podía en circunstancias muy difíciles, pero de hecho era un parásito con una única virtud: cuidaba de sus amigos.
Teddy no existía. Si yo le mencionaba, Mamá declaraba que no quería hablar de él. Tenía que ser muy dura para no desmoronarse, pero le sangraba el corazón.
Otra de las pocas cosas que recuerdo de aquel tiempo es que Peter Pan fue mi libro favorito. La señora Parkes me autorizó a quedármelo. Hablaba de volar a un mundo donde la vida era aventura y cada adversidad terminaba por ser una ocasión de alegría y triunfo. Embriagador sustento para un muchacho solitario que vivía al borde de los vertederos de la escoria de su cultura.
Yo tenía once años cuando Billy empezó a quedarse por las noches y a dormir en el cuarto de Mamá. Allí guardaba también algunas ropas, porque a veces llevaba, a la hora del desayuno, una camisa limpia y sus prendas colgaban con las nuestras en el tendedero. La anciana pareja no decía nada: estaban demasiado atemorizados. Para mí no significaba nada. No sentía ninguna curiosidad por las relaciones entre las personas; incluso el significado de los chistes escabrosos que se explicaban en la escuela me resultaba remoto, no más real que los cuentos de hadas. Vi, efectivamente, que habían conseguido una nueva clase de intimidad, una conversación privada que se interrumpía cuando yo entraba en la habitación, pero a mi imaginación le faltaba lascivia. Debo de haber sido un chico considerablemente limitado.
Yo sabía lo que ocurría, de una manera nebulosa, pero no me causó ningún efecto hasta que Mamá delegó en Billy el «trabajo de hombre» de explicarme «las verdades de la vida», y él serpenteó por el catálogo sexual entre desconcertantes vaguedades. No encontré nada nuevo en ello, sólo una conexión con las disparatadas bromas y especulaciones del patio de la escuela; las inscripciones de las paredes de los retretes encajaron en un esquema. La masturbación, al parecer, era más una cosa insatisfactoria que prohibida y, después de todo, no me impediría crecer.
Fue una prueba más de que Billy, por mucho éxito que tuviera en la RP, era también torpe e inepto. Mamá lo habría hecho mejor, pero había empezado a trabar conocimiento con otras personas en los comercios de la Periferia y a contagiarse de la actitud escrupulosa de quienes no eran del todo infra y se aferraban a la elegancia ficticia de su posición perdida y a unas normas de conducta que definían una «esfera femenina» y una «responsabilidad masculina». Ella se reía de su moralidad de clase media sin ver que, cada vez más, era la suya.
Las visitas a la señora Parkes perdieron emoción, se convirtieron en una forma de rutina. Otros hicieron ofertas por mi talento, pero a muy pocos se les permitió utilizarme ocasionalmente. Ella y Billy tuvieron el buen sentido de no ser ambiciosos allí donde demasiados contactos podían dejar huellas detectables por los ordenadores que «hablaban» unos con otros y seguían el rastro de unas anomalías que podían conducir a la cárcel.
Como era imposible que mi presencia pasara inadvertida en la casa, por lo menos para los sirvientes y para algún que otro visitante inesperado, e incluso para los empleados del hovertranvía, me convertí en un presunto sobrino lejano por quien ella había tomado un interés filantrópico con el fin de que mi familia, que atravesaba tiempos «desalentadores», no se sintiera abandonada e ignorada. En realidad, había gente que sí aplacaba su conciencia supra representando el papel de Dadivoso Señor o Dadivosa Señora, y la delicadeza social de la época impedía que se preguntase sobre mi persona y mi situación más que de una manera superficial.
Lo que me ilusionaba, lo que acariciaba en mis sueños, era estar en el camino ascendente, alejándome de las nauseabundas y temibles residencias comunitarias. En su momento, volvería de nuevo a ser completamente supra.
Los niños se adaptan tan deprisa a los cambios que olvidan que el mundo no ha sido siempre como es en el momento que ellos viven.
Se produjo un cambio que aterrorizó a Mamá y a muchas otras personas y provocó muchos apaños improvisados en las operaciones de Billy. En respuesta a pavorosas mutaciones en la estructura económica mundial, el Estado congeló las cuentas bancarias, permitiendo sólo a las firmas comerciales efectuar transacciones financieras, y únicamente sobre el papel. Se anunció que sería meramente una medida temporal; hasta que la liquidez nacional fuera restaurada. Por un tiempo, los que ganaban algún dinero debían limitarse a vivir de sus ingresos.
Esto apenas afectó a los infra, que vivían de cupones y vales, pero representó una enorme diferencia para Mamá, que había mordisqueado cada mes una cuenta bancaria que súbitamente ya no existía. Nadie creía que el Estado pudiera o quisiera devolver lo que se había quedado. Tampoco lo creía yo. Muchos periféricos que no habían caído del todo en la condición infra se precipitaron ahora de cabeza en ella, y no pocos supra se suicidaron, enfrentados a la extinción social.
Mamá y Billy fueron afortunados teniéndome a mí: la señora Parkes se aseguró de que no padeciéramos. Yo sabía cuánto representaba en mi casa, pero no me atrevía a valorarme a mí mismo. Billy me habría despellejado a azotes, ahora que era prácticamente mi padrastro.
Más por asociación que por aplicación, yo había aprendido las fórmulas características de las transacciones de valores, la evasión de impuestos, los ingresos no declarados, la compra de divisas internacionales y el resto del lenguaje del fraude, y entendía vagamente que el dinero como tal estaba perdiendo significado en un mundo adaptado a la pobreza.
Antes de que yo naciese, el Tercer Mundo (un concepto cuyo sentido se había perdido) había delegado la financiación en Occidente (otro término equívoco) y enterrado el dinero en una situación no productiva, por lo cual el Tercer Mundo tuvo que ser sostenido financieramente por Occidente porque era su mercado de excedentes más rentable. La idea de vender a unas personas que compraban con el dinero prestado por el vendedor para que no se colapsara el sistema era más que necia; fue la autocrítica final de un sistema que sólo podía existir gracias a la expansión, y cuando la expansión cesara por falta de mercados, debía devorar su propio cuerpo.
Esto era únicamente parte de lo que ocurría en el mundo, pero era la parte más visible y urgente. En realidad, la riqueza estaba en manos de unos pocos y los gobiernos daban caza a los secuestradores de la riqueza antes de que éstos dieran caza a los gobiernos. La única estrategia del poder era colocar a la totalidad de la población planetaria en una posición de malas relaciones, nutrida con lo que podía salvarse de las necesidades del equilibrio de armamentos y del mantenimiento de una tecnología desmigajada en la que la investigación y el desarrollo se estancaron cuando se hicieron demasiado costosos. Y en determinada época llegó a haber incluso un «programa espacial».
Sobre este panorama de desesperación gravitaba una burla monstruosa; la voracidad de las industrias bélicas, regurgitando incesantemente unas armas que ya eran obsoletas en las mismas pantallas de diseño y debían ser reemplazadas por otras en el momento de la producción… destinadas a una guerra que nadie se atrevía a desencadenar por temor al peligro nuclear sin que, por otra parte, nadie se atreviese tampoco a detener la industria.
El Estado australiano, como el resto del mundo, pretendía ganar tiempo. ¿Tiempo para qué? Las respuestas sólo ofrecían presuntos remedios momentáneos.
Yo tenía quince años cuando el sistema monetario se hundió en el mundo entero.
Aquello, dicho en una sola frase, certificaba la defunción de uno de los sistemas fundamentales inventados por el hombre: el capitalismo del sector privado. Murió porque había llegado a sus límites. Los pobres, es decir, la mayoría de las personas, podían comprar únicamente artículos de primera necesidad, y la catástrofe se abatió sobre los fabricantes cuando la primera necesidad se convirtió, inexorablemente, en lujo. El vertedero del Tercer Mundo ya no rendía ni un beneficio miserable.
El dinero no se desvaneció de verdad, pero pasó a ser un conjunto de promesas y acuses de recibo y reconocimientos de deuda y créditos retenidos en las entrañas de las nuevas unidades moleculares de almacenamiento. Los mercantilizados supra habían pasado meses preparándose para la transformación de lo que podía preservar un cierto nivel de vida o conducir al caos final. Yo supongo que este país se salvó (otros países cayeron en condiciones peores que la mendicidad), pero esto puede significar simplemente que nos habíamos acostumbrado a estar en la trayectoria de la pobreza. El dinero efectivo se fue como una comezón pasajera. Con olvidadiza rapidez se hizo conveniente presentar la tarjeta de asignación en un Almacén Estatal de Distribución, hacerla verificar por ordenador para evaluar el saldo de la respectiva provisión-reserva, ser informado de a qué parte del género disponible se tenía derecho, efectuar la selección y después empezar el delicado cálculo de cuánto podía uno permitirse gastar del resto en la sección de elección libre. La logística doméstica (el cálculo de suministros, primeras necesidades y limitados placeres) se convirtió en el nuevo juego de los infra que poseían elementales nociones de aritmética.
Recuerdo a Mamá explicándole a Billy que Rusia había adoptado un procedimiento similar unas décadas atrás y predijo que el resto del mundo acabaría imitándolo. Él preguntó, atónito:
—¿Esto es comunismo, entonces?
«Comunismo» era la peor de las palabras obscenas.
—¡Cielos, no! —exclamó ella—. Comunismo es sólo una idea que nunca se ha llevado a la práctica… excepto por los primeros colonos ingleses que llegaron a Norteamérica con el «Mayflower», y por muy poco tiempo; y los colonos se alegraron muchísimo de abandonarla apenas hubo dinero efectivo disponible.
A pesar de su hambre de lecturas, había muchas cosas que Billy ignoraba: mi madre tuvo que explicarle qué era el «Mayflower» y quiénes eran aquellos colonos.
Mi preocupación principal la constituía la situación de la señora Parkes, pero ella había hecho sus propias estimaciones cuando vio que el cambio se aproximaba, y quizá tuvo además información confidencial, pues sus redes llegaban mucho más arriba que las de Billy y no eran menos ilícitas. Con el cambio se movió lateralmente, por decirlo de algún modo, desde la propiedad de una firma de importación y exportación a la dirección de un subdepartamento estatal que manejaba los mismos productos. Fue una maniobra mansa y discreta, que algunos otros, no sólo ella, consiguieron también llevar a término. El Estado contribuyó, conocedor de quiénes eran sus valedores, probablemente conocedor asimismo de quiénes le robaban y presto a dar preferencia a la eficacia con «deducciones por bonificación» antes que a la ineptitud honrada.
Mis cálculos cambiaron de efectivo a especies, de una complejidad frustrante cuando el valor se establecía en función de la demanda del consumidor y no de su capacidad de pago. Saber lo que valía una cosa requería más arte que conocimientos; el uso de términos monetarios, que continuaba, era un puro ejercicio de abstracción.
El Estado cometía errores absurdos, generalmente por fallos de programación. Billy contaba historias terroríficas, la mayoría de segunda mano, sobre comunidades infra que morían de hambre por culpa de un ordenador: el Servicio de Distribución les había suministrado toneladas de sal en lugar de proteínas condensadas, o cualquier otra barbaridad por el estilo. Los noticiarios recogían a veces estos sucesos, pero únicamente si tenían un lado cómico y no arrastraban consecuencias graves.
Los tiempos fueron magros para muchos, mientras el sistema planchaba sus arrugas. En épocas precedentes tales situaciones habrían estado marcadas por protestas masivas, huelgas, tumultos y sangre en los barrios bajos, pero ahora nadie creía en un futuro mejor; más valía hacer frente a la vida desde un nivel de estricta subsistencia que morir por haberse lanzado a una violencia inútil. Esto puede parecer una conclusión retrospectiva, pero, de hecho, a los quince años yo consideraba ya el pragmatismo como la vía sensata de resolver los problemas sociales. Todavía lo considero así.
El control total que ejercía el Estado comportó pocas diferencias para Mamá y para mí. Ambos estábamos redescubriendo nuestras vidas personales y esto es siempre lo que más importa a cualquiera de nosotros. Crecíamos aparte. Está muy bien hablar de afecto natural y amor y todas esas cosas, pero el comportamiento se reduce al fin a condicionamiento y ventaja. Una vez reconoces la motivación egoísta, empiezas a ver las cosas como son: lo que hacemos «por los demás» lo hacemos porque nos conviene, porque nos da placer o porque estamos obligados. Al final, todo es cuestión de pérdidas y ganancias personales. El amor (en el sentido romántico de la palabra) puede hacerte olvidar todo lo que aprendiste con respecto a los seres humanos, y cuando más tarde te encuentras sumido en un necio pozo de desdichas, miras atrás y ves cómo te dejaste hundir en él por el amor, porque olvidaste que éste, tanto para quien ama como para el amado, es el egoísmo total, el último exijo.
Tuve unos cuantos amoríos de patio escolar, pero poco bien me hicieron: la moralidad estaba entre los supra en uno de sus ciclos de estricta virtud. Algunas muchachas de la Periferia eran menos reprimidas, o quizás estaban más hartas de la monotonía gris de la vida periférica, y con ellas aprendimos recíprocamente las lagrimosas reglas del juego. He olvidado la mayoría de sus nombres, y me sorprendería que ellas recordasen el mío.
Mamá y Billy dejaron de disimular. Cuando él se instaló en casa permanentemente, me habría gustado saber cuál sería la situación de su esposa y su familia en la torre. ¿Les dedicaba él su tiempo libre, como había hecho con nosotros? Era un tipo contradictorio, un sentimental sin pautas morales, combinación óptima para la sexualidad independiente.
Yo había pasado ya la edad de la adoración al héroe y estaba inmunizado contra él; le tenía por un buen compañero a su manera medio sensata, pero de criterio limitado. Sus desordenadas lecturas eran un simple picoteo de migajas culturales; su mentalidad y visión del mundo eran puramente infra. Cómo se había liado Mamá con él, no lo sé; los placeres de la cama no lo justifican. Y yo no podía preguntar a este respecto: lo que ellos compartían me estaba vedado.
Billy empezó a cobrar parte de su comisión de la señora Parkes en vinos y licores de calidad, y él y Mamá bebieron juntos una noche. No se embriagaron, Billy jamás se habría arriesgado a ello, pero fue un episodio más de su relación amorosa y algo más en lo que yo no pude participar. Y no porque quisiera compartir su cariño: les contemplaba cada día con menos ilusión y pronto con menos afecto. Comprendí cómo Teddy había podido marcharse y no volver nunca. Vi a Mamá como realmente era: una mujer de buen corazón, valiente a su manera pero, en última instancia, débil. ¿De qué otro modo, si no, habría aceptado a Billy?
Más allá de la falacia de la RP, él era simplemente un criminal. Robaba en cuanto tenía ocasión y estaba implicado en la «desaparición» de personas a quienes calificaba de «malos tipos» y que posiblemente no eran sino competidores de los que le convenía deshacerse. No puedo decir que en ningún momento me desagradase realmente: estábamos mejor con él que sin él, pero sus patéticos esfuerzos por «ser un padre» para mí me resultaron embarazosos.
Yo crecía hacia arriba, mientras que Mamá crecía hacia abajo: hizo de sí misma una infra cuando se unió a un hombre infra. Lo vi con claridad el día que la señora Kovacs vino a rugir en defensa de sus derechos.
Tenía el cabello gris, era gorda, fea y brava como una gata de tejado cuando está hambrienta. No se podía culpar a Billy porque hubiese preferido a Mamá.
Abrí la puerta delantera cuando llamó, y allí estaba, brazos carnosos, monstruosa en su sucia ropa de trabajo y sus sandalias, con ojos malignos y coléricos. No dijo nada, simplemente me empujó a un lado y casi me pasó por encima (debía de pesar cien kilos o más), y entró en la habitación-sala, donde rompió a chillarle a Mamá en una jerga infra que a duras penas pudimos seguir y con la cual se calentaba para pasar a la violencia. Fue pura suerte que alguien hubiera avisado a Billy, de modo que se presentó apenas medio minuto después que ella. La mujer no le temía, cosa que proclamó con toda la fuerza de sus pulmones; él tuvo que echarla a la calle luchando a brazo partido y terminó con heridas y magulladuras en la cara.
Después de aquello, simplemente, yo tenía que cortar en seco y liberarme. Si me quedaba en aquella casa, la mera presión del entorno bastaría para hundirme a su nivel. Era un peligro para mí.
Otro elemento influyó en mi decisión, aunque fue una cosa comparativamente pequeña.
Desperté una mañana durante los meses de «invierno» y sentí frío. La electricidad se había cortado, lo cual no era insólito: podía fallar si había una pizca de sobrecarga, aunque también cuando no la había. Se hablaba de nuevas plantas generadoras, pero siempre estaban en construcción, nunca en funcionamiento. ¡No había dinero! Así que nos tocaba sufrir cuando bajaba el termómetro. La señora Parkes tenía una piscina climatizada…
Mi vejiga me sacó de la cama, para descubrir que el retrete estaba atascado y apestaba. (Trabajo para Billy: a él no le importaban estas cosas). Tendría que recurrir al jardín trasero. En zapatillas y bata, temblando, salí por detrás y me encontré con algo nuevo y extraño. La tierra, las plantas, la hierba, estaban recubiertas de una película de escarcha, como la comida guardada en el congelador del frigorífico.
Había oído hablar de la escarcha natural, aunque no la había visto nunca. Era bella en cierto modo, pero atemorizante; daba gusto fundirla con el tibio chorro de la orina. Ningún gusto daba, en cambio, el aire que te helaba la nariz y los dedos.
La casa estaba fría y Mamá preparaba el desayuno en un apestoso hornillo de petróleo, una chatarra que Billy había encontrado en alguna parte, y yo acerqué los dedos al fuego para calentármelos.
—Antes siempre había escarcha en invierno.
Mamá lo decía como si hubiera sido un placer especial; se había aficionado a recordar los «viejos tiempos», cuando, de un modo u otro, todo era mejor, aunque sonaba a peor.
Billy entró en mangas de camisa, con la apariencia de alguien a quien el frío no importuna, y yo le dije:
—Tenía entendido que iba a hacer cada vez más calor.
—Así es. El promedio mundial ha subido cuatro grados y medio desde 1990. —Ésta era la trivial exactitud que sacaba de sus lecturas, el deleznable alimento que un pájaro encuentra picoteando en la calle—. Es el Efecto Invernadero —añadió, como si nadie lo hubiera llamado así antes.
—Recuerdo… —empezó Mamá, y se interrumpió, como si notara que aquellas palabras le salían con demasiada facilidad, con demasiada frecuencia—. Eso era muy discutido. Unos decían que la temperatura no podía subir más de dos grados porque entonces el aire quedaría saturado; otros, que subiría hasta catorce grados y fundiría el casquete polar austral.
—El casquete polar ya ha empezado a fundirse. No toda el agua que hay al fondo de la calle viene de las inundaciones.
Yo objeté que se necesitarían más de cuatro insignificantes grados para fundir los hielos polares y él dijo que allí tenían diez grados más. No podía explicar por qué: había siempre una laguna en sus lecturas que impedía que lo que sabía fuera útil. De todos modos, las estaciones meteorológicas afirmaban que los océanos habían subido treinta centímetros por doquier.
Entonces me tocó a mí el turno de empezar con «Recuerdo…» y no continuar. Lo que recordaba eran los millones de infra nadando enloquecidos, y me detuve porque se me ocurrió que la mayoría de los Grandes Supra vivían en terrenos altos, muy por encima de la línea de costa y del río. ¿Sabían cosas que nosotros ignorábamos, tenían datos que no se mencionaban ni en los noticiarios ni en los seriales del triv?
Y allí estaba aquel frío matinal. Si la temperatura subía, ¿cómo…? Billy había picoteado la respuesta en alguna parte: un volcán había entrado en erupción a 5000 kilómetros de distancia y llenado la atmósfera de cenizas, por cuyo motivo se produciría un enfriamiento temporal.
En la escuela, la calefacción estaba apagada, aunque volvió a funcionar a mediodía, cuando ya no tenía utilidad alguna. En la mansión de la señora Parkes debió de funcionar constantemente…
Pensé cuán doloroso era entrar en su casa y ver no sólo cosas bellas, sino cosas limpias, cosas nuevas, cosas que no estaban rotas. Lo que teníamos en casa era un espacio angosto, desagües obturados y la andrajosidad de los vecinos y de la vecindad en sí. Y ahora el mar subiendo por la calle. Yo podía asomarme a la cerca y verlo en la distancia, ver cómo llegaba hasta las viviendas comunitarias antes de refluir hacia la bahía. Muy próximo, más próximo. ¿Y si un día el agua ya no se retirase?
Era hora de escapar de la sucia y peligrosa Periferia.