Aquella noche, en el despacho privado de mi casa, la primera impresión de encanto juvenil se deslustró. El chico parecía ahora falto de personalidad; su talento se convirtió en lo único interesante que tenía. Era un niño de nueve años, enjuto, de buenas maneras y bien cuidado, aunque receloso e introvertido y que respondía con mucha timidez al afecto. Resultaba difícil comprender por qué Kovacs, un infra correoso, gastaba su cariño con él, salvo que lo considerase su gallina de los huevos de oro.
Francis se había obviamente engalanado con sus mejores ropas. Un error: a aquella edad se está más distendido si uno va un poco zarrapastroso y desaliñado. En la escuela se había animado porque se exhibía; aquí se mostraba nervioso, inseguro, porque la exhibición había dejado de ser un juego.
En el conjunto de la transacción existía un punto débil: la habilidad del pequeño Francis, o su falta de habilidad, para contener la lengua. A este respecto tenía que confiar en la vigilancia y la autoridad de Kovacs. Mis logros continuados en posición e influencia dependían diariamente del silencio de unos subordinados cuya subsistencia dependía a su vez de mi patrocinio. Los pocos que sabían podían arruinarme, lo mismo que yo podía, con una simple despedida, enterrarlos para siempre en las torres infra. Había otra cosa, además, y era que el colapso de mi pequeño imperio arrastraría consigo el de otros mucho mayores. El comercio era una red de fraudes, de pactos secretos y de francos engaños. Los auditores del Estado no lo ignoraban, pero ¿qué podían hacer, a menos que desmantelasen los últimos bastiones de un sistema económico ya moribundo?
Yo confiaba en Kovacs porque estaba obligada a ello y porque mis investigadores le avalaban de forma notable. Un camaleón, informaban, un hombre ignorante atiborrado de conocimientos inesperados, lector de enciclopedias, coleccionista de trivialidades. Por otro lado, un intrigante, un táctico y, cuando era necesario, un bandido. Asimismo, un devoto cabeza de familia y un pertinaz libertino. No obstante, quizás a causa de todo ello, gozaba entre los infra de una reputación de hombre responsable y estrictamente honesto. En esto, cosa singular, la policía coincidía.
¿Cuál sería la apariencia física de un hombre semejante? ¿César Borgia en harapos infra?
No, en absoluto. Aquella noche era una delicia, una extravagancia, adornado evidentemente con plumas ajenas y simulando baladronadas para demostrar que tenía el control de la entrevista. A los ojos de una veterana que sabía cómo funcionaban hombres y mujeres, estaba fuera de ambiente. Decidí ignorarle por un rato, procedimiento que rebajaría su vanidad.
—Buenas noches, Francis —dije, sonriendo con toda la franqueza que pude a fin de aliviar el embarazo del muchacho.
—Buenas noches, señora Parkes —murmuró él, y podía muy bien haber dicho: No me gusta esto.
—¿Cómo estás?
—Estoy muy bien.
—¿Y tu madre? Está bien, supongo.
¡Qué insensatez! Su tensión se me estaba contagiando.
Con un deje de displicencia, el chico dijo:
—Está bien.
Capté apenas el rápido apretón de la mano de Kovacs apoyada en su hombro, pero Francis reaccionó con precisión y se apresuró a añadir:
—Quiero decir que está muy bien, señora.
El segundo padre había transmitido su mensaje: ¡Cuida tus modales!
¿Y luego, qué? ¿Ofrecer unos bombones?
Con súbita inspiración, y como si fuera un giro lógico de la conversación, dije al chico:
—12 598 entre 73.
Más que responder, empezó de inmediato a soltar números:
—172,575… —Era la táctica adecuada: con la atención vuelta hacia sí mismo, se había relajado—: …342…
—¡Basta, Francis, basta! —Calló obedientemente, sonriendo con manifiesta presunción ante lo que consideraba mi incapacidad de competir con él. Le dije—: Nunca más de tres decimales, a no ser que yo los pida. Me inundarás de números.
Lo entendió mal:
—Puedo recordarlos por usted, señora.
—Eso sería útil. ¿Estás dispuesto a empezar el trabajo?
—Sí, señora.
Se comportaba ahora como si tuviéramos una broma o un chiste en común. De modo que era eso: el Francis que actuaba era tu igual, mientras que el Francis niño era una circunspecta y encogida criatura.
—Siéntate en el sillón grande —le dije.
Los dos lo miramos, y yo observé que el ladrón que había en Kovacs lo valoraba en secreto: armazón de madera, cuero auténtico, de una opulencia indecente, muy caro.
—Prefiero estar de pie —anunció Francis. Y explicó—: Como si contestara preguntas en la escuela.
Kovacs se alejó silenciosamente del muchacho, a desgana, entre contento y taciturno.
—¿Por qué no ocupa usted el sillón, señor Kovacs? Serán diez o quince minutos.
El rostro de roedor se iluminó por un instante, y luego Kovacs fue a sentarse en el borde del sillón. Yo habría apostado a que nunca en su vida se había sentado sobre tanto lujo.
En doce minutos y unos pocos segundos hicimos el trabajo de una semana, separando la realidad de mi negocio de la ficción sujeta a impuestos.
—Eso es todo, Francis.
Al oír estas palabras quedó decepcionado, como si hasta entonces apenas hubiera estado calentándose, pero se fue hacia Kovacs, quien le rodeó posesivamente con un brazo.
Un sentimiento genuino. Extraño personaje. Ahora le llegaba el turno.
—Señor Kovacs, tengo que hablar con usted.
La cara de rata se enderezó, entre atenta y desdeñosa.
—Sí.
Era la primera palabra que había pronunciado. Yo señalé la puerta.
—Por ahí, Francis, encontrarás libros. Elige algo y lee un rato.
El chico no ocultó su alegría, ¡bien!, pero pidió permiso a Kovacs con la mirada, permiso que le fue concedido con un pequeño gesto. Desde la puerta dijo:
—Me gustan los libros antiguos, sobre la época en que había aventuras.
¡Aventuras! Desaparecieron juntamente con los bosques devastados y los animales exterminados. Ahora teníamos supervivencia, acción y riesgo en la bolsa de valores, pero no aventuras. Lo novelesco se había esfumado. Mi mente retrocedió a los paseos por frondas lujuriantes, hoy convertidas en astillas, a los baños en el agua azul de las bahías que ahora era gris y maloliente, a ser joven en un mundo de maravillas sin el presentimiento de que se estaba desmoronando a tu alrededor… para conservarse sólo en las viejas novelas.
Kovacs preguntó:
—¿Qué desea, señora?
Debí haberle contestado: El ayer.
—Necesito asegurarme del silencio del muchacho. Y del suyo.
No era más que un tanteo, la vaga esperanza de que él tuviera algo que ofrecer, pero su ofendida mirada indicaba que yo le había decepcionado con una necedad.
—No hay manera de asegurarse de eso, señora. Todos corremos los mismos riesgos si el terreno es resbaladizo.
—Supongo que así es —dije, consciente de mi torpeza.
Nadie puede garantizar el silencio de otro: los psicofármacos son capaces de extraer cualquier conocimiento de cualquier mente. Era un riesgo cotidiano que se nos había hecho familiar, pero no por ello quedaba descartado; un esqueleto en cada festín para recordarnos la muerte.
Kovacs se puso de pie, y su actitud transmitió el mensaje de que hablábamos de igual a igual; por un segundo vi lo que sus enemigos temían de él. No era un hombre corpulento, pero proyectaba una energía animal; mejor alimentado, mejor alojado, mejor tratado en un mundo mejor, pudo haber sido un personaje poderoso. Tal como era, tenía el físico de un hurón y, según me decían, una mente equiparable.
—Yo nunca falto a mi palabra, señora. Por ello sigo vivo. No se trata de honestidad natural, sino simplemente de hacer bien los negocios.
Le creí al instante, pero estábamos psíquicamente cruzando nuestras espadas y mi insistente y fundamental conciencia de clase no podía tolerar el desafío de un inferior. Era necesario que comprendiese la naturaleza del poder.
—Si tuviera razones para dudarlo… —dije, y dejé que el silencio expresara las implicaciones.
Él preguntó con ejemplar cortesía:
—¿Qué haría usted, señora? ¿Nos haría matar? Suena como esas historias del triv, pero apuesto a que ya ha ocurrido. —Había sido, más que torpe, estúpida. Efectivamente había ocurrido, aunque no por mi intervención; se contaban desagradables historias sobre el encubrimiento de explosivas intrigas. Él era un hombre sumamente paciente y explícito—: Señora, usted no tiene las entrañas tan duras como para hacerlo. —Y evidentemente no las tenía—. A mí pueden matarme cualquier día en el curso de mis negocios, me preocupa lo mínimo… —Tuve un sorprendente atisbo sobre sus pretensiones cuando frunció el entrecejo y rectificó—: No me preocupa lo más mínimo. —No me atrevía a sonreír; creo que me habría gustado darle una palmadita y decirle: Correcto—. Supongamos —prosiguió— que confiamos uno en otro, de modo que ninguno de los dos se preocupe tanto como para cometer una imprudencia. Por otra parte, como negociante que soy me compensará protegerla a usted.
Aquél era el razonamiento básico que debió haberme aconsejado prudencia antes de empezar. Ahora me brindaba la ocasión de desviar la conversación de las embarazosas lecciones que me estaba dando.
—E imagino que el negociante querrá el pago en efectivo. El crédito no le sería a usted de ninguna utilidad.
Un documento de crédito en manos de un infra despertaría inmediatamente la sospecha de que los había robado.
—Los infra no tienen crédito, señora, ni aunque sea para fines honestos. —Se las había ingeniado para dar el último toque antes de cambiar de tema—. Tampoco tienen mucho dinero en efectivo, salvo que se lo quiten a alguien.
—La señora Conway…
—Ella conserva todavía la clasificación supra de crédito que corresponde a su cuenta bancaria, pero si Datos indica que no tiene ingresos no puede hacer nuevos depósitos.
—Bien, ¿entonces?
—Especies, señora. Cosas para comer, vestir o usar de alguna manera que no se note. Puede usted pagar las cuotas escolares del chico, como bondadosa dama que se apiada de niño de la Periferia, más algún dinero suelto, por ejemplo como gastos de desplazamiento para llegar hasta aquí. Lo demás, en especies.
Desplegó una hoja de papel y me la tendió. Era una lista escrita con letra rara pero legible; muy pocas personas de su clase podían escribir algo más que sus nombres.
Mi sorpresa no le pasó inadvertida. Añadió:
—En otros tiempos los infra tenían escuelas decentes, ¿recuerda? Claro que entonces no les llamaban infra.
Probablemente no era tan viejo como yo, y la diferencia entre nosotros se me hizo patente con un sobresalto de culpa. Involuntariamente, porque las palabras semejaron brotar de mi interior, exclamé:
—¿Cómo habremos llegado a esta atrocidad en una sola generación?
Él se tomó la cuestión en serio.
—No ha sido así, señora. Venía de muy lejos, de más de un siglo atrás. De eso que los políticos llamaban Síndrome de Codicia, del cual culpaban a los demás mientras ellos tenían las manos metidas en el pastel.
Había sido la consigna más destacada tres décadas antes: la búsqueda de la riqueza, la supervivencia del lobo; el deterioro del sistema monetario a medida que el hambre aumentaba, y el aumento del hambre a medida que la población se incrementaba desmesuradamente y los alimentos pasaban a ser el campo de operaciones del soborno y la extorsión de alcance internacional; la impotencia de estadísticas, filósofos y disidentes frente al exijo, ¡exijo!, mientras los recursos del planeta eran saqueados para mantener la ilusión de una economía en continua expansión. Ideas e ideales florecían en los foros intelectuales, pero de nada servían contra el exijo, que un día se convirtió en debo tenerlo para sobrevivir.
Tres milenios después de su invención, el dinero se había convertido en un tigre del que no se podía descabalgar sin caer en la bancarrota.
—¿Algo está mal, señora?
Yo había mantenido fija la mirada en la lista, sin verla.
—No. —Leí unas líneas y pregunté—: ¿Esto es en serio?
—No es una broma, señora.
—¡Comestibles, dentífricos, lápices, pizarras, blocs de apuntes, jabón. Jabón! —Su tranquila mirada parecía considerarme una excéntrica ignorante—. ¿Realmente no pueden ustedes conseguir estas cosas?
—Algunas sí, pero no son suficientes. Son lujos.
—¿Como el jabón?
—Como el jabón. No se da usted cuenta, ¿verdad? Usted tiene esto —con un ademán lo abarcó todo, la casa, la ciudad, la gente como yo—, y por lo tanto no lo sabe, ni siquiera lo piensa.
—Me avergüenza usted.
Lo dije sinceramente, pero su réplica fue genial:
—No necesita avergonzarse. Si renunciase a todo lo que tiene no haría ni una mínima mella en la pobreza. No podemos cambiar nada, así que nos súmanos al juego de la codicia, tanto usted como yo. Usted participa ya tan a fondo que no puede detenerse, y yo sigo el juego para conservar la vida. Soy tan malo como usted.
No había dicho: Usted, la supra rica, es tan mala como yo, el infra miserable. La inversión, asumiendo que yo era corrupta por naturaleza, era peor que el insulto directo. Yo soy una persona corrupta; es algo con lo que me he encarado hace tiempo. Pero duele que te lo digan.
Le devolví la lista.
—Lápices, pizarras, blocs de notas. ¿Para qué?
—Tengo cinco hijos entre tres y doce años, aparte de otros mayores. —¡Buen Dios, la proliferación de los infra!—. Intento educarles. Necesito libros, para aprender yo, quiero decir, y luego enseñarles a ellos; pero no puedo robar todos los libros que necesito, no me es posible acercarme a los lugares donde hay libros sin que alguien empiece a hacerme preguntas.
La simpatía me conmovió hasta casi hacerme derramar lágrimas de compasión y respeto por tanto coraje inútil.
—Conseguiré todo lo que necesita. No robe nada. No haga nada por lo cual le puedan atrapar. Por lo menos —aquí quise distanciarme del sentimentalismo— mientras yo siga necesitándole. —Aquello rozaba su espíritu pragmático, y noté que habíamos llegado a un punto de mutuo respeto—. ¿Cómo le entregaré estas cosas? No creo que pueda llevárselas en un paquete.
—Hay maneras. Ahora que he visto este distrito ya me inventaré algo. Se lo comunicaré la próxima vez. —Titubeando, reveló en parte su método—: Tengo conexiones con algunos supra pequeños, repartidores, transportistas, gente así.
Era interesante, pero prefería no saber demasiado al respecto. Supuse que había una cierta mezcolanza de castas en los niveles inferiores de quienes tenían ingresos, por ejemplo, en familias con parientes en ambos lados de la línea divisoria.
—No ha pedido nada para el chico.
—Se lo consultaré a su madre. Primero debía conocer la situación. La próxima vez.
—Pero sí ha pedido cosas para usted y los suyos.
—Pequeñeces. Para poner a prueba el sistema de entrega.
—Un general y un planificador. ¿Eso es todo?
—Todo por ahora, señora.
Me hubiera gustado persuadirle de que se quedara y me hablase de su extraño mundo, pero la nuestra era una asociación de negocios. Llamé:
—¡Francis! —El chico vino en el acto, apretando un libro contra su pecho—. ¿Qué tienes ahí, muchacho?
Con reticencia, quizá temeroso de que se lo quitase, me mostró la cubierta: Peter Pan. Una antigua edición ilustrada que me dieron como premio en la escuela. Por escribir un ensayo en otro mundo, en otra cultura.
—¿Te gusta?
—Sí, señora. —Con un esfuerzo superó sus dudas y reservas—. ¿Podré terminarlo cuando venga de nuevo?
—Llévatelo a casa. Tráelo la semana próxima.
Se desató en él, de pronto, una inesperada y excitada vivacidad, y las expresiones de agradecimiento le brotaron entre un torbellino de palabras. Para calmarle, pregunté:
—¿Te gustaría llevarte a casa algo para tu madre?
Su reserva reapareció. Murmuró:
—No lo sé. —Mientras yo pensaba en algún obsequio lo bastante pequeño para que le cupiese en el bolsillo, su actitud sufrió un sorprendente cambio. Dijo atropelladamente—: ¿Cómo voy a saber lo que quiere? ¿Y por qué no se lo da a Teddy? Él es el extra.
Kovacs saltó:
—¡Francis!
A despecho de su dureza como negociante, era un hombre emocionalmente simple; con un rebaño de hijos como el suyo, debería de haber reconocido la rivalidad entre hermanos cuando estallaba ante sus ojos, pero solamente le había sobresaltado la erupción de malos modales. Por mucho que a él se le cayera la baba, yo decidí en aquel momento que no me gustaba Francis. Y no he cambiado de opinión en los años transcurridos desde entonces.
—No tiene importancia —dije. Y a Kovacs le sugerí—: Una mujer aprecia la buena ropa interior. Incluso aunque no la vea nadie más.
No mordió el anzuelo, pero con todos aquellos hijos embarullando su vida doméstica habría sido sorprendente que un hombre de su reputación no estuviera encontrando en Alison Conway un solaz externo. He leído que la pobreza genera códigos morales muy puritanos para defender la solidaridad de la familia, pero no acabo de creérmelo.
Cuando él se marchó, me sentí mentalmente magullada, disminuida por el obstinado esfuerzo de ver las cosas con claridad. Pero por lo menos sabía y respetaba aquello con lo que estaba tratando. Podríamos relacionarnos en igualdad de condiciones.