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FRANCIS CONWAY
Años 2041-2044

I

El año 2041, la población del planeta rebasó el hito de los diez mil millones. Mi vida ha estado marcada por las interrelaciones y progresiones de números, y si aquella cifra se me quedó grabada fue porque se había alcanzado una década antes de lo que las previsiones hacían esperar y porque infundió el temor suficiente para que mis padres comentaran el cómo y el porqué, y probablemente para que lo comentaran países enteros, angustiosamente conscientes de que su mundo terminaría con ellos. Pero el cómo y el porqué estaban más allá de mi comprensión, y por otra parte eran ajenos a las preocupaciones de un niño de seis años.

Teddy, que tenía tres años más, fingía entenderlo, pero Teddy siempre fingía entenderlo todo y yo no le creía. Dado el curso que tomaron las cosas debí haber prestado mayor atención a su jactancia.

Aparte mi sexto cumpleaños (los cumpleaños eran entonces acontecimientos importantes) y mi primera visión del mar (que en cierto modo no fue un acontecimiento), el recuerdo más destacado de aquel año es la vergüenza que pasé en la escuela cuando el talento particular que me diferenciaba de los otros niños fue puesto en ridículo y se demostró que no servía para nada, que era inútil. Diré más a este respecto en el lugar oportuno, pues tiene mucho que ver con el rumbo que tomaría mi vida.

Pero me referiré primero a lo que no fue un acontecimiento: el mar, que entonces significaba tan poco y que hoy es el abismo en cuyo borde nos tambaleamos.

2041 fue un año de oro. Papá diría que las cosas nunca habían estado peor, que la maldita raza humana caminaba en bloque hacia la destrucción, pero a Seis Años le bastaba con ver el césped bañado por el sol para saber que aquello era sólo la manera de hablar de Papá, como las quejas sobre la ración de carne eran la forma de hablar de Mamá.

Tales quejas eran misterios, anomalías, porque Mamá era toda alegría y risas y Papá tenía un empleo y en el mundo todo marchaba bien. Papá tenía un empleo… así que nosotros éramos supra. No grandes supra, apenas una especie de supra medios, pero ciertamente no infra. Nadie sabe cómo ni cuándo estas dos palabras se colaron en el lenguaje. Nosotros, los chicos, nacimos ya con la noción de que los supra tenían empleos y ganaban dinero, mientras que los infra vivían de la beneficencia del Estado. Incluso los criados menospreciaban a los infra. De hecho, muy pocos niños supra de aquella época habían visto una persona infra; las fronteras del gueto estaban firmemente trazadas cuando nosotros nacimos. Nueve de cada diez habitantes de Australia eran infra, y muchos otros países estaban en peor situación. Viviendo familiarizados con estos conceptos, su horror se nos hacía imperceptible: eran la condición normal del mundo.

Infra era sólo una palabra. Lo real era nuestra vida, segura frente al destino. Teníamos nuestra propia casa de cuatro habitaciones en nuestro propio bloque estándar, con una franja de dos metros de césped delante y tres metros de jardín trasero y una participación en la antena comunitaria. Éramos iguales a cualquiera en nuestro barrio y más iguales que la mayoría porque Papá tenía coche.

Los hovercrafts a baterías, los aerodeslizadores, o cualesquiera otros vehículos particulares modernos pertenecían exclusivamente a los supra muy importantes, pero Papá era miembro de los Coleccionistas y adoraba el Old Bomb que había heredado de su padre, quien a su vez lo había adorado durante cuarenta años. (En tiempos de mi abuelo, decía Papá, todo el mundo tenía coche, cosa difícil de imaginar). Era una adoración cara. Papá dedicaba casi todo su tiempo libre a ajustar el motor, pulir la pintura o recorrer los mercadillos en busca de viejas piezas de recambio; su coche fue fabricado en 1986 y era uno de los pocos centenares de vehículos de gasolina que había en todo el país. Lo conducía una sola vez al mes porque la gasolina no existía en el mercado abierto y la compraba de contrabando a auténticos precios de amante; además, en Melbourne había un único lugar donde reparaban y recauchutaban laboriosamente los neumáticos, y ninguno donde los vendieran. Mamá refunfuñaba del coste de aquella salida mensual, pero gozaba con el pequeño margen de superioridad que le otorgaba sobre los vecinos.

El día de mi cumpleaños se me permitió elegir el sitio adonde iríamos a celebrarlo y yo, sin duda pensando en algún programa de triv reciente, pedí una excursión a la playa. Nadie mostró el menor entusiasmo, y Teddy dijo en tono de apenada condescendencia:

—No existe ninguna playa.

Por una vez, yo estaba mejor enterado.

—La he visto en el triv.

—Debía de ser en otra parte. En Port Phillip no hay ninguna.

Papá intervino:

—La elección ha sido de Francis, así que iremos a la bahía.

Tampoco él parecía ilusionado por la perspectiva.

Teddy decidió quedarse en casa.

—No hay nada que ver. Ya he estado allí. Lo sé.

Siguió su pauta habitual de no prestar atención, pero todos sabíamos que cambiaría de opinión y se sometería desganadamente a los deseos de su hermano menor. Yo no abultaba lo suficiente para arriesgarme a pegarle.

Lo usual era que nuestras excursiones nos llevaran a los montes Dandenongs, en los límites de la ciudad, donde desde media altura podíamos distinguir completa su vasta extensión, sin percibir en absoluto la intensidad de vida y movimiento oculta en sus cañones de hormigón. Los diversos Enclaves de los infra eran fácilmente visibles, torvos bloques cuya inquietante altura dominaba todo lo demás, diez grupos de monolitos estrechamente agrupados que husmeaban el cielo con sus hocicos romos. Nunca me pregunté entonces cómo el noventa por ciento de los diez millones de habitantes de la ciudad podían comprimirse en la décima parte de su superficie.

Aquel día, Papá condujo el coche en dirección opuesta. El pavimento de las carreteras era todavía razonablemente bueno en los suburbios supra y llegamos a la bahía relativamente temprano. Vi enseguida por qué nunca antes habíamos ido allí: como Teddy dijo, no existía ninguna playa.

El triv mostraba de vez en cuando playas de dorada arena en suave pendiente hacia las aguas color azul brillante, donde los niños jugaban mientras sus padres estaban tendidos al sol o bajo alegres toldos. En el mar había embarcaciones con velas de colores, y bañistas en las acogedoras olas.

Lo que yo tenía delante era una calle de casas como la nuestra, salvo que uno de los lados de la calle lo formaba simplemente un muro de hormigón que se extendía hasta perderse de vista en ambas direcciones. Papá señaló unos escalones que conducían a lo alto del muro y yo salí del coche oyendo que Teddy reía disimuladamente. El muro tenía arriba un par de metros de anchura y por el costado que daba al mar descendía oblicuamente cuatro metros o más. Era un baluarte. Había al pie aproximadamente un metro de arena húmeda y grisácea entre rocas y gravilla y cascajo y sucios fragmentos de algas. Más allá estaba el agua.

En la distancia el mar era azul, pero en la línea costera era gris, de aspecto desagradable, y estaba sembrado de más restos de algas, que se agitaban en el oleaje como cosas no del todo muertas. Y todo ello apestaba. Mi desencanto fue demasiado grande; grité mi rabia al cielo:

—¡Huele mal!

A espaldas mías, Teddy dijo:

—Como una cloaca estancada.

No era exactamente así. Una vaharada, en realidad, un olor evanescente, pero las cloacas formaban parte de él. Mis padres se nos habían acercado; Papá murmuraba y se restregaba las manos como solía hacer cuando las cosas estaban tan torcidas que ya no había modo de enderezarlas.

—Lo siento, chico, pero era mejor que lo vieras por ti mismo.

En mí persistía el brote de obstinación.

—Sin embargo, hay playas. En el triv.

—En el triv —concedió él—, aunque no cerca de las ciudades. La playa decente más próxima está a dos horas de aquí.

No lo hubiese admitido, pero no se podía confiar en que el coche nos llevara tan lejos.

Mamá me sorprendió cuando dijo:

—Esto es Elwood, y efectivamente había una playa; yo venía a bañarme aquí. Después las aguas subieron, siguieron los años de tempestades y polución, y el agua quedó demasiado sucia…

Se interrumpió al darse cuenta de que yo no captaba el significado de lo que contaba, pero Teddy continuó como si lo supiera todo al respecto:

—El efecto Invernadero.

—Sólo en parte —le corrigió Papá. Siempre corregía a Teddy, como si le importara que las cosas se expresaran con precisión, o como si mi hermano fuese alguien especial—. La temperatura del globo no había subido tanto como para causar todo eso, aunque el casquete de hielo antártico había empezado a derretirse y provocado una ligera subida del nivel del mar, pero los cambios en las condiciones del clima nos habían dejado desprotegidos ante fortísimas tormentas… —Perdió el hilo de lo que estaba diciendo, y pasó de una cosa a otra—: Recuerdo cuando la tempestad más fuerte lo único que hacía era enviar unas pocas olas por encima de la carretera. Los diques no eran necesarios. Y había una playa…

Yo he podido siempre recordar lo que no entendía y rememorarlo más tarde para adecuarlo a nuevos conocimientos; he podido recordarlo con absoluta precisión, si era algo que valía la pena. Todavía puedo. Los números y la memoria han sido mi salvación y mi ruina.

Papá se recuperó ágilmente de su lapsus:

—Un día, el casquete de hielo se fundirá del todo y las aguas cubrirán todas las costas del mundo. La mayor parte de Melbourne quedará a una profundidad de sesenta metros.

Lo decía a manera de comentario sobre algo que no le afectase. No lo entendí, pero sonaba grandioso y memorable. Lo recordé.

—No en nuestra época.

Era Teddy, con el aplomo de siempre.

Esta frase ha constituido la obsesión de nuestras vidas. Ha sido el grito de la gente y de sus políticos y de los científicos que calcularon la inminencia del desastre y a continuación buscaron las razones por las cuales no iba a ocurrir enseguida. En la negativa a creer está nuestra seguridad de que el desastre no puede ocurrir; en cualquier caso, no hoy. Y en cualquier caso ocurre.

Fue Mamá quien dijo:

—Debe de ser terrible, allí en Newport, cuando el río se desborda. —Papá hizo una mueca, porque los Enclaves infra no se mencionaban mucho en la sociedad educada: sabías que existían, y basta. Pero Mamá prosiguió—: Una marea alta cubre el nivel del suelo de las casas.

Parecía compadecerse de los infra, y Papá replicó:

—Por favor, Allie.

Era su forma de decir: Ya basta.

A través de la bahía yo veía las torres de Newport, aunque no con demasiada claridad debido a la reverberación del calor: tres kilómetros de obeliscos grises. Teddy se preguntó en voz alta qué harían los infra cuando el agua subiera más arriba de sus cabezas, pero Papá había declarado cerrado el tema y no respondió. Quizá no tenía respuesta.

Yo traté de imaginar las torres asomando por encima de sesenta metros de agua maloliente y a millones de infra anegados nadando como locos, pese a que en realidad no sabía qué aspecto tenían los infra. Como el nuestro, supuse, sólo que serían más feos y más sucios, según salían en el triv.

Después de aquello nos encaminamos a las colinas y tomamos pasteles helados y refrescos de frutas y contemplamos una actuación de los animales amaestrados en el Centro de Espectáculos y mi cumpleaños se salvó. Pero el decepcionante mar se quedó conmigo como la realidad que había detrás de un mito jolgorioso; y más tarde como el destino que esperaba al acecho su terrible oportunidad.

II

Teddy no me gustaba, pero tampoco podría decirse que le odiase. Me arrastraba a arrebatos de cólera impotente, pero pasaban. Nos tolerábamos. Supongo que entonces no se molestaba ni en disgustarse conmigo, que sólo me veía como una cruz con la que había que cargar, un desafío a su serenidad de chico de nueve años. Lo peor de su carácter, desde mi punto de vista, era su determinación de monopolizar a Mamá, de establecer su propiedad. A Papá me lo dejaba a mí; la percepción objetiva de Teddy captó su debilidad antes que yo la notase. El Viejo me acogió con calor.

Era diseñador industrial, diseñaba componentes de maquinaria en la pantalla de un ordenador. Hoy en día resulta difícil imaginar que un trabajo así se dejase a la falibilidad humana, pero es cierto. Su ocupación estaba calificada como de competencia media y las posibilidades de promoción eran escasas, según decía Papá, con el noventa por ciento de la nación (del mundo, de hecho) en desempleo, y no compensaba el tener demasiadas aspiraciones. Los recuerdos de él se me han debilitado. Le veo únicamente como un hombre calvo y preocupado que encontraba tiempo para ser conmigo un camarada afectuoso.

Mamá era el elemento más vivaz de la familia. Aunque la quisiera menos que a Papá, confiaba más en ella; era a ella a quien Teddy y yo acudíamos en busca de decisiones y permisos y de un paño de lágrimas. Le gustaba cantar y llenaba la casa con los colores de la alegría; consolaba a Papá en sus horas melancólicas enseñándole pasos de baile en el pequeño porche trasero, hasta que la torpeza de él les obligaba a detenerse, trastabillando, entre amor y risas.

A Teddy le molestaba su alegría si ésta no era exclusivamente para él; volvía la espalda a la felicidad de nuestros padres, la rechazaba. Pienso que ello les entristecía, pero nunca lo mencionaron si podíamos oírles.

¿Y les entristecía realmente? Teddy era el niño mimado. Un detalle: él siempre fue «Teddy», y yo, el más formal, «Francis». Había heredado la resplandeciente belleza de Mamá. Y la melancolía de Papá. Yo le aburría. Cuando se producían nuestras raras disputas abiertas, hacía con el dedo el gesto de atornillarse la sien, me llamaba «chiflado» y se marchaba, dejándome furioso y sintiéndome oscuramente despreciable.

No se me ocurrió que su desdén enmascaraba los celos que le provocaba mi talento singular, la incapacidad de soportar que yo le sobrepasara. Me daba cuenta, sí, de que su propensión a aguijonearme estaba dirigida a motivarme para que le explicase cómo se hacían ciertos cálculos; creía que yo guardaba deliberadamente el secreto ante él, y sin embargo era tan incapaz de explicárselo entonces como lo sería ahora.

¿Cómo se le describe el sonido a un sordo, la luz a un ciego? Los números tienen forma, invisible pero aprehendible por la mente. Sitúa esta forma contra aquélla y juntas darán una forma diferente, una forma de producto. Las respuestas son siempre correctas porque, cuando la mente las ve, resulta imposible equivocarse. ¿Ustedes lo entienden? Yo tampoco.

Parecía un talento inútil. Toda persona adulta tiene su calculadora de pulsera para obtener respuestas instantáneas o puede usar su terminal de triv para las matemáticas más complejas; sólo los viejos recuerdan cómo se hacían las operaciones con lápiz y papel. Papá no era tan viejo, pero sí sabía calcular sobre el papel, lo cual fue una suerte para mí: hizo posible mi futuro. Mi talento miniatura (miniatura porque no estaba desarrollado) pasó inadvertido al principio, incluso para mí. Yo suponía que todos los niños podían hacer lo mismo que yo, si querían.

La revelación se produjo una noche, cuando a Papá se le cayó al suelo la calculadora de pulsera, la pisó y aplastó el microchip. Se había traído a casa algún trabajo; pudo haber utilizado el triv, pero prefirió llamar a Teddy y usar su calculadora escolar. Cantaba las sumas y Teddy las efectuaba. Eran sumas simples (una calculadora escolar infantil sirve únicamente para la aritmética), y yo estaba sentado en la alfombra del salón, volviendo la cabeza a Papá a Teddy y preguntándome por qué Papá necesitaba ayuda y por qué Teddy tenía que pulsar teclas tratándose de sumas tan fáciles.

Al final, Papá anunció:

—Total de uno hasta ocho.

En un impulso, quizá por hacerme notar, dije:

—Treinta y seis.

Teddy todavía no había pulsado ni una tecla. No me prestó atención y emprendió el cálculo, pero Papá me miró y pareció a punto de decirme algo, aunque cambió de idea. Ahora sé que podía hacer aquellas sumas mentalmente (lo cual es terriblemente lento) y que si no lo hacía era porque quería una comprobación, porque no confiaba en acertar siempre.

Fue Teddy quien habló primero cuando terminó de teclear, y dijo:

—Lo has adivinado.

—No.

—Entonces, ¿cómo lo sabías?

Yo ignoraba el cómo. Murmuré:

—Lo he mirado.

Se burló despectivamente de mi obvio intento de salir del aprieto con una mentira, pero Papá dijo:

—Suma de tres a nueve, Francis.

—Cuarenta y dos —respondí enseguida.

Mi padre ordenó a Teddy:

—Compruébalo.

Y eran cuarenta y dos, efectivamente. Supongo que mi hermano me habría sometido en aquel momento a toda clase de torturas: no soportaba lo que no era capaz de emular.

Papá preguntó:

—¿Y simplemente miras las respuestas?

Asentí, mientras los labios de Teddy formaban en silencio la palabra «mierda» que no se atrevió a pronunciar. Papá no mostró sorpresa: el don no es único, y él tenía cultura suficiente como para conocerlo por referencias. A continuación me dio otras varias sumas fáciles. Teddy se negó a cooperar, y mi padre le ignoró. En un determinado momento me dijo:

—De uno hasta veinte.

Allí me abandonó mi habilidad. Me lamenté:

—No logro verlo.

La cuestión era que yo no tenía entonces la concepción mental de una cifra igual o superior a cien (pocas personas pueden, de hecho, percibir en su totalidad más de seis o siete objetos de una sola mirada), y la respuesta correcta, que es 210, no la habría percibido ni viéndola. Papá sacudió la cabeza como si hubiera esperado algo similar y me preguntó si podía hacer multiplicaciones y divisiones, pero yo no sabía ni lo que eran.

—Mañana por la noche te las enseñaré. Veremos entonces lo que puedes hacer.

Mamá habló desde el otro lado de la sala:

—Es sólo un niño, Fred. No le fuerces.

—¿Forzarle? Allie, a él no le cuesta ningún esfuerzo.

Ella se mordió los labios y evitó discutir delante de nosotros, pero la discusión se produjo después de acostarnos. Mamá dijo con obstinación que aquello «no le gustaba». Luego se cerró la puerta y no oímos más.

Mi madre era también, lógicamente, el elemento social de la familia, y tenía en cuenta a los vecinos cuando se oponía a que Papá me enseñara. Teddy era «listo», lo cual resultaba aceptable siempre que no le diéramos demasiada importancia, pero la aptitud para los números entre unas gentes incapaces de repasar la cuenta de la compra sin ayuda de la calculadora sería considerada una monstruosidad, o una «altanería», algo, en cualquier caso, intolerable. Sin embargo, Papá tenía su decisión tomada y sabía cómo actuar. Mamá fingió no enterarse y Teddy se desentendió totalmente del asunto, así que me fue posible aprender. Las personas débiles consiguen sus propósitos gracias a la tenacidad.

Una vez hube captado la idea de que multiplicación y división eran sólo maneras distintas de organizar las formas, las eventuales dificultades desaparecieron. El problema de los «números grandes» lo resolvió Papá presentándomelos como productos de otros números menores y más accesibles. Fue difícil visualizar las fracciones, con excepción de las más sencillas, y todavía quedo encallado a veces si las cifras de los quebrados son muy largas, pero los decimales fueron pan comido y me llevaron inmediatamente a la tabla de logaritmos que, en cuanto me la explicaron, yo mismo establecí.

Todo esto nos ocupó unas cuantas semanas maravillosas, con Papá amable y cariñoso en nuestro mundo privado poblado de números. La desaprobación de mi madre se moderó cuando mi comportamiento no se transformó en algo socialmente peculiar. Sólo Teddy castigaba mi orgullo. Cada noche, cuando nos habían apagado la luz, murmuraba palabras que habrían sido inconcebibles en presencia de nuestros padres. En voz suficientemente alta para envenenar mi entrada en el sueño pronunciaba sus buenas noches: «Jodido caganúmeros».

Me estaba diciendo que a su lado yo no era nada y nunca sería nada. Yo lloraba, pero me aceptaba a mí mismo como persona de nivel inferior.

Pese a todo, albergaba la ilusión, común a todo niño, de ser un día el foco de la atención general, y esto me condujo a la ruina. En aquel sexto año de mi vida dejé el parvulario para entrar en la escuela graduada, donde había que asistir a clase y aprender en lugar de absorber moralidad social restregando unas personalidades contra otras en situaciones de juego. Descubrimos los mapas y el tamaño, enormemente falto de significado, del mundo. Fuimos introducidos en los silabarios, aunque la mayoría sabíamos leer, a nuestro modo, a copia de descifrar los títulos y rótulos del triv. Aprendimos los tediosos ganchos y conexiones de la escritura manual, pese a que pocos adultos, excepto los que se dedicaban a tareas especializadas, la utilizaban para otra cosa que no fueran anotaciones ocasionales. (Salió a relucir, como anécdota, que los hogares infra no tenía procesadores de textos activados por la voz, y nos preguntamos cómo se las arreglarían para desenvolverse sin ellos. Sobre los infra circulaban muchas leyendas mezquinas que se nutrían de pequeñeces como aquéllas).

A continuación conocimos la calculadora escolar, la primera y muy sencilla que aprendían a manejar los niños. La lección inicial consistió en una explicación del significado de la suma, seguida por una sesión práctica en la que nuestros dedos demostraban sobre las teclas que dos y dos eran siempre, misteriosamente, cuatro. La vanidad se sobrepuso al instinto gregario de no destacar: anuncié que yo no necesitaba la calculadora y que podía hacer las sumas «antes de que vosotros toquéis las teclas».

La respuesta inmediata fueron las risitas burlonas de mis condiscípulos y la exigencia de que probase lo que decía, y nuestra aturdida profesora dictaminó que aquella baladronada debía ser confirmada o castigada. Probablemente sus estudios no habían ido más allá de la enseñanza básica, y se vio perdida cuando yo justifiqué lo que había anunciado: se necesitaba la colaboración de personas con mucha más experiencia para atender a semejante genio.

Durante una hora de gloria fui presentando al personal docente superior, para el cual sumé y resté, multipliqué y dividí tan deprisa como se me entregaban los ejercicios. Me aplaudieron con tensas sonrisas, a través de las cuales mi inocencia no me permitía leer. ¿Cómo iba yo a imaginar que aquellos invencibles adultos, arropados en su sabiduría, eran todos Teddys, que odiaban que se les arrebatase el protagonismo, o que nadie, literalmente nadie, aprendiese a calcular mentalmente? Cuando mencioné los logaritmos, la exhibición se colapsó en medio de un tétrico silencio y se me dijo, en un brote de realismo, que ahora debía regresar a la clase y aprender el manejo de la calculadora como los demás.

En el patio de juegos, a la hora del almuerzo, los otros chicos me pagaron el precio completo por haber sido el único hombre justo en un mundo de pecadores vengativos.

Y luego, en casa… Teddy, en su clase, había oído contar lo que él calificaba de mi «espectáculo», y me obligó a soportar la humillación de sus comentarios sarcásticos, subrayados por un burlón:

—Te han puesto en tu sitio, ¿verdad?

Chasqueado más allá de toda prudencia, ciego de autocompasión, me precipité contra él, sólo para encontrarme con un imperturbable izquierdazo que me hizo caer sentado en medio de las verduras del huerto de Mamá.

Mamá murmuró sombríamente que nadie escuchaba sus consejos, y cuando Papá regresó a casa le enfrentó con el trágico resultado de su intromisión. A las palabras gruesas siguió una sesión sentimental en la cual yo protesté feliz entre los brazos de mi padre y él me contó que el mundo estaba lleno de gente que quería hacerte bajar a su nivel. Aprendí a contener mi ingenua lengua, pero siempre he sido un manazas con las teclas de la calculadora: me confundo constantemente al pulsarlas, simplemente por falta de interés en aquella máquina que opera tan despacio.

Durante los dos años siguientes pocas cosas ocurrieron en aquel pequeño mundo de mi infancia. Viviendo en el nido almohadillado de nuestro «cuatro habitaciones, independiente, barrio elegante, triv 2,5 metros», no nos percatábamos de que habíamos nacido en la que un antiguo maleficio chino consideraba «época interesante».

Hasta qué extremo era interesante se puso de manifiesto cuando mi padre fue «jubilado».

III

Debo reconstruir lo esencial del año de mi noveno aniversario porque 2044 fue un año pivote para los Conway. Que Australia se encontrase en situación mucho peor de lo que podía juzgarse por la suerte de una oscura familia no tiene trascendencia: un niño no alcanza a comprender los desastres impersonales. Los sufrimientos de mi país en el potro de la historia no alteraron mi confortable juventud.

Había sido en 2033 cuando la presión de las grandes potencias mundiales, desvalidas frente al imparable aumento de la población, nos obligó a ceder un tercio de los territorios despoblados de Australia a aquellas hordas de hombres-hormiga expulsadas de los arrozales de Asia por su pululante fecundidad.

Los supra adultos, con sus cómodas vidas a merced de la política planetaria, no osaron protestar contra la coerción de las grandes potencias, y de este modo buen número de terratenientes desposeídos, no indemnizados por una Tesorería en bancarrota, se desvanecieron entre los infra y nunca más se volvió a hablar de ellos. Los infra, que creían que las cosas sólo podían ir mucho peor desde que de una vez para siempre habían dejado de ir mejor, mostraron escaso interés. Muy pocos de ellos habían visto un campo en su vida, por no hablar de las llanuras del interior. Desierto, sequía, moscas, ¿no era así? Pues que se los quedaran los viets, los chinos, los indios. No eran lugares para el hombre blanco.

Tampoco eran lugares para el hombre amarillo, sin embargo: dos tercios de Australia habían sido inhabitables durante milenios, y en aquellas regiones le admitimos. Se propuso convertirlas en habitables y en cierta medida lo consiguió. Concentró las técnicas de control climático que se habían acumulado en cautelosos experimentos durante los treinta años anteriores y produjo un programa de lluvias torrenciales que alteró el clima de todo el planeta hasta que la protesta internacional le impuso moderación. Entonces vertió megatoneladas de acondicionador de suelos y de fertilizantes en la tierra, y en un intervalo sorprendentemente corto contaminó no sólo los ríos costeros y el agua potable, sino también las reservas de los pozos artesianos. El agua potable se hizo tan rara en Australia como en aquellas otras partes del mundo donde el costoso remolque de icebergs y las plantas de desalinización conducían a las economías desesperadas al borde del colapso.

En 2044 aceptamos las restricciones como parte de la vida; fuimos criados entre suministros intermitentes de agua y electricidad y de cualquier alimento que no pudiera cultivarse en el jardín trasero de la casa. Nuestros padres se acostumbraron a constantes privaciones, y nosotros, los chicos, no supimos que hubiera tanto contra lo cual protestar.

Cualquier referencia a un pasado reciente sin privaciones había desaparecido de los textos escolares y muy raramente aparecía en otro material impreso (de todas formas, se había perdido la costumbre de consultar fuentes impresas), y por supuesto nunca en los expurgados programas del triv. Yo conocía el problema de la superpoblación, naturalmente; todos lo conocíamos. Pero un incremento anual del 175 por ciento no parecía mucho, incluso cuando te dabas cuenta de que significaba doblar la población aproximadamente cada cuatro décadas.

¿Qué vas a pensar cuando tienes nueve años y gozas de lo mejor de la vida?

En lo que concierne a la «jubilación» de mi padre, se utilizaba este término porque «cesado» y «despedido» habían adquirido un significado demasiado terminal. La mentira de que la automatización continuaría creando indefinidamente nuevos empleos murió mucho antes de que se notaran de lleno sus efectos, pero la automatización proliferó como el único medio de mantener la competitividad; luego, con el noventa por ciento del planeta reducido a nivel de subsistencia, ¿dónde estaba el público comprador de lo que la competitividad producía? La cultura del ordenador estaba en un callejón sin salida, pero la minoría que tenía un puesto de trabajo, la minoría asalariada, no se atrevía a mirar la grieta abierta en la pared. ¡Quien tenía un empleo era supra!

Cierto día, Papá vino a casa temprano y sin ganas de hablar; no nos dirigió la palabra y fue directamente a la cocina donde nuestra madre preparaba el té. Y cerró la puerta.

—Algo pasa —dijo Teddy.

Se quitó los zapatos y yo le imité y le seguí por el corredor. Solo, no habría osado espiar, pero se necesita poco valor cuando hay un líder. Lo que escuchamos a través de la puerta de la cocina nos enseñó algo sobre nuestro mundo.

Nuestro padre se lo explicaba a Mamá, con una voz monótona que vacilaba y se apagaba y callaba de vez en cuando. Le explicaba cómo el progreso, el mágico progreso, le había expelido de sus engranajes porque las nuevas técnicas eliminaban el elemento humano del diseño creativo. Dada una pauta base y la correspondiente especificación, los nuevos ordenadores ofrecían millones de alternativas para escupir en cuestión de minutos la forma óptima del nuevo componente de una máquina. Aquel día había sido «jubilado» un Departamento entero; en lugar de ochenta hombres y mujeres, dos pantallas de procesador se alzaban ante las mesas de trabajo vacías. En otras épocas, la palabra «jubilación» tenía estrecha relación con las pensiones. Ahora ya no.

Papá parecía incapaz de callar; hablaba y hablaba como si por primera vez viera cosas que en toda su vida habían existido. Se embrollaba sobre la manera en que, en todo el mundo, miles de hombres y mujeres eran arrojados cada hora al mercado de trabajo. Y éste era un mercado de compradores. Nadie buscaba un empleo: el infalible Centro de Datos destinaba a los candidatos afortunados a las escasas plazas vacantes con desinteresada precisión. Eran poquísimos los que en todo el curso de su vida conseguían desempeñar dos empleos.

El privilegiado diez por ciento (no necesariamente los mejores, sino aquellos cuyas capacidades coincidían con las necesidades del momento) eran supra. Para toda la vida, si su suerte no fallaba. Los no afortunados tenían el Sub (Subsidio Estatal) como escueto recurso para seguir vivos… en las viviendas infra. Ningún gobierno del planeta proporcionaba algo mejor en aquellos días de colapso automatizado; muchos no proporcionaban nada.

Mi padre estuvo diciendo estas cosas hasta que se le vació la cabeza de ellas. En todo aquel tiempo Mamá no habló, y era terrible que no encontrase nada que decir. Más terribles aún eran las lágrimas que se adivinaban en la voz de Papá. Yo no sabía entonces que las personas mayores llorasen.

Y sin embargo, hubo algo peor: la expresión del rostro de Teddy. No tenía compasión de Papá, sólo se mofaba de las flaquezas ajenas.

Mi madre habló por fin, en tono tan bajo que no conseguimos oír lo que decía. Escapamos a la carrera cuando Papá salió de la cocina dando un traspié y se encerró en el dormitorio dando un portazo.

Teddy se atrevió a algo que yo no hubiera hecho nunca, que fue entrar en la cocina y preguntar:

—Mamá, ¿ocurre algo malo?

Pero lo dijo como si se tratara apenas de un pequeño incidente cotidiano, y mi madre continuó preparando el té, moviéndose abstraída, y seguramente ni siquiera le oyó.

Regresamos a la sala de estar. Lo que Papá había dicho de los infra no había hecho mella en mi mente. Se refería a otras personas, no a nosotros. Estudié el rostro inexpresivo de Teddy y me pregunté por qué odiaría tanto a nuestro padre.

Al cabo de un rato Mamá nos llamó con firmeza:

—Chicos, venid a tomar el té.

Luego la oímos llamar a la puerta del dormitorio y, transcurrido un instante, repetir la llamada.

Teddy dijo:

—Estará enfurruñado.

Mamá debía de haber entrado ya en el cuarto, así que la seguimos de puntillas para fisgar lo que estaban haciendo. No hacían nada. Mamá temblaba inconteniblemente a los pies de la cama donde Papá yacía en medio de un revoltijo rojo de sábanas, mantas y sangre que manaba de su cuello rebanado.

El tiempo se retardó, casi se detuvo mientras yo me esforzaba en captar el sentido de aquella cosa nueva: la muerte. Mi conciencia se empantanó en torno a un espacio mental que estaba todavía vacío. Entre tanto Teddy avanzaba cautelosamente hacia Mamá, quien tendió hacia él una mano que parecía tantear el aire. Teddy la asió, se inclinó sobre mi padre con aquella expresión en la cara y chilló como un demonio:

—¡Podrido cobarde!

Por única vez en su vida, creo yo, Mamá le pegó; fue un golpe salvaje, violento, con toda la potencia de la aflicción y del amor perdido. Teddy cayó al suelo, se dio de cabeza contra la pared y allí se quedó, ardiendo de rabia. La rabia era contra mi madre, algo que yo nunca hubiera imaginado, pero ella pareció olvidarle enseguida y se sentó y se puso a mirarse las manos como si leyera un invisible mensaje en sus dedos. En la furia de Teddy descubrí algo que había estado en el fondo de mi mente sin tomar forma, y era que su amor por Mamá respondía únicamente a su afán por hacerse notar: Teddy únicamente amaba a Teddy.

Cuando volví inseguro mis ojos hacia la sangre, rompí a sollozar. Mi madre dijo, en un tono normal y tranquilo:

—Cállate, Francis.

Tuve la sensación de haber interrumpido el curso de sus pensamientos o agravado su dolor de cabeza, u otra nimiedad parecida. Ella levantó la vista, fijó la mirada en el vacío; contemplaba una visión que estaba más allá de mis alcances. Miraba, supongo yo ahora, hacia el futuro.

Por la mañana habló muy poco, pero había dejado el estupor atrás. Durante la noche debió de serenarse y decidir lo que debía hacer.

Nos envió a la escuela, probablemente para que no interfiriéramos y sin pensar que la noticia de la catástrofe podía habernos precedido, dada la fulminante rapidez con que en la vecindad se transmitían los chismes. Fue así: mi madre había informado al Departamento de Empleo y Finanzas, como ordenaba la ley; ellos informaron a su vez a las subsecciones de Servicios Esenciales, y en alguna etapa del proceso se dio la circunstancia de que el Supervisor de Datos que estaba de servicio era un vecino. La noticia fue al instante de dominio público.

Nadie en la escuela la mencionó abiertamente; las convenciones sociales de los supra se basaban en un refinamiento de la delicadeza llamado «respeto decente», pero los niños tienen sus propios métodos crueles para evidenciar sus intenciones. Lo importante no era el suicidio (hecho perfectamente comprensible), sino que Papá hubiera perdido su empleo. Las implicaciones del hecho eran caramelos para el chismorreo: ¡los Conway se estaban hundiendo! La flagrante evidencia del caso lo hacía caliente y visible.

Según las normas del «respeto decente» no era adecuado expresar simpatía. La pérdida era asunto privado. Una familia podía simplemente caer y desvanecerse: no se debía imponer a vecinos y amigos el dolor (el temor) del fracaso. Códigos y maneras hacían indoloras las desgracias ajenas. Nosotros sufríamos el desprecio general de un silencio erizado de espinas.

Cuando volvimos a casa, Papá ya no estaba, el dormitorio aparecía escrupulosamente limpio y Mamá se hallaba preparada para hablar de nuevo. (¿Cuándo lloraba, se dolía, se desesperaba? Nunca lo supimos). En el tono de discreto interés que utilizaba para nuestros pequeños asuntos preguntó:

—¿Cómo ha ido el día?

—Bien —dije yo, porque no tenía palabras para explicar la incomodidad impalpable ni el escarnio inaudible.

Pero Teddy sí tenía siempre palabras:

—Nadie nos ha llamado infras. Todavía no.

Mamá dijo:

—Sentaos. —Y cuando nos sentamos habló en un tono duro al que no tardaríamos en acostumbrarnos—: Esta familia no es infra ni lo será. No podemos quedarnos en esta casa, pero no nos veremos reducidos a vivir en los edificios comunitarios. Decídselo a todos.

Los chicos habrían considerado aquello una baladronada imperdonable; para ellos tú eras supra o eras infra. Teddy fue directo al fondo de la cuestión:

—Responderán que, si no somos infra, ¿por qué nos vamos?

Mamá sabía lo que no se mencionaba: que tanto los vecinos como sus hijos podían resultar infinitamente desagradables.

—No volváis a esa escuela. Yo lo arreglaré.

Y así lo hizo.

Al día siguiente, en el Centro de Cremación, vimos cómo aquella cosa humillada y envuelta en plástico negro desaparecía por las puertas automáticas; sonaba una música impersonal, reproducida por una cinta que necesitaba reclarificación. Asistieron unos parientes insignificantes, pero ningún amigo; los amigos podían alegar «respeto decente», aunque de hecho ya se habían distanciado, como si nuestra condición fuera contagiosa.

Después de aquello, los acontecimientos se sucedieron deprisa. Una vez se le hubo asignado a Mamá un lugar donde vivir, todo pudo resolverse mediante llamadas por triv a los Departamentos adecuados. Ventas y Alquileres readquirió la casa al precio de mercado calculado, lo cual puso a Mamá de pésimo humor porque se le descontaron varias pequeñas reparaciones que, según afirmaron, Papá debería haber hecho.

—En lugar de dedicarse a pulir la pintura del coche —dijo Teddy, imprudentemente, y la mirada de nuestra madre le hizo callar durante horas.

Por el coche sí consiguió ella un buen precio llamando a los Coleccionistas, quienes de antemano conocían su valor. Lo compraron unos desconocidos; los amigos codiciosos no se acercaron. Cuando Teddy los criticó por su deserción, Mamá se puso de su parte diciendo que uno debe vivir en la sociedad tal como es; que, según el dicho, no se puede tocar betún y no mancharse.

—Son supersticiosos, eso es todo —sentenció Teddy.

—No, están asustados —replicó ella—. Cualquiera de ellos puede ser el próximo. Procuran no pensarlo y que nada se lo recuerde.

He aquí otra frase que ha constituido la obsesión de nuestras vidas. La lista de desastres en que no queremos pensar es uno de los principales elementos que han configurado la historia.

Nuestro nuevo hogar nos fue asignado por el ordenador de Alojamiento, basándose en lo que Mamá declaró que podía pagar, y ella se quedó muy pensativa cuando supo donde se encontraba. No se quejó, porque los ordenadores daban el mejor ajuste posible entre las necesidades y la capacidad de pago, pero la información le preocupó:

Nos dijo:

—Queda más cerca de las viviendas comunitarias de lo que me habría gustado. —Era como si su nueva dureza hubiera sido penetrada por una aguja de duda—. Está en Newport.

Yo recordé el día en la playa y Newport en la lejanía y lo que ella había dicho sobre las inundaciones. No sería aplicable a nosotros, sin embargo. Era sólo un problema de los infra.

Tuve la sensatez suficiente para no manifestar la excitación que en secreto sentía. Los chicos murmuraban mucho a propósito de los infra, pero en realidad no sabían nada de ellos, y la idea de aquella proximidad (una proximidad sin riesgo, por descontado) tenía en sí un toque de aventura. Yo no me daba cuenta del significado que para Mamá tenía el desastre social ni de en qué pozo de terror había caído su vida. Igualmente, sin embargo, no podía menos que observar que su luz y su alegría se habían apagado. Nunca más volverían a encenderse.

IV

Nos mudamos antes del amanecer. El personal del hovercamión probablemente cobró un precio abusivo por trabajar tan temprano, pero Mamá dijo que no estaba dispuesta a dar un espectáculo para que los malévolos vecinos, fingiendo cuidar de sus jardines y mirando por el rabillo del ojo, participaran de la emoción de una nueva ruina. Nosotros viajamos en la trasera del camión porque lo que antes había sido sólo dinero era ahora un valor que atesorar.

Recorrimos un largo trayecto en la oscuridad antes de que nos envolviese la luz del día. Luego, mirando al exterior entre cajas y muebles, vi enormes torres grises alineadas a cada lado. Nuestra ruta atravesaba el corazón de un Enclave infra. Contuve el aliento, fascinado por el miedo y la curiosidad, a la expectativa de horrores, pero allí sólo había calles vacías donde no se movía nada, edificios que se clavaban en el cielo y cuyas ventanas estaban a oscuras, excepto alguna luz ocasional, como una estrellita colgada en el muro de hormigón, y un silencio de tumba. Los millones de infra sin trabajo dormían, puesto que no tenían nada mejor que hacer.

Desde el Enclave cruzamos el río y pasamos a un distrito de clase media muy parecido al que habíamos dejado. En la claridad del alba vi, no lejos, los palacios del Centro Urbano, que no eran monolitos repetidos docenas de veces, como los comunitarios, sino misterios de colores y formas iluminados por la aurora. Algún día, me prometí, visitaré el Centro Urbano, lo más grandioso de los alrededores. (Cosa que eventualmente hice para descubrir que los palacios eran bloques de oficinas y ajetreadas colmenas sin corazón). Pero entonces pasamos sin detenernos.

El viaje parecía no tener fin, y era pleno día, un día resplandeciente, cuando vimos nuestra calle. No se parecía a nada que yo conociese. Las casas eran todas distintas. En nuestra antigua calle cada casa tenía sus toques peculiares de color y decoración, pero todas habían sido edificadas con arreglo a un plan coherente; esta calle era en cambio un revoltijo. Muchas de las casas estaban hechas de lo que luego supe se llamaba «ladrillo» y tenían una pared común en lugar de una cerca de separación, mientras que otras eran de planchas de madera superpuestas, en las que la pintura se había resquebrajado o descolorido. Había tejados de pizarra, que yo veía por primera vez, y de unas cosas que también supe más adelante que se llamaban «tejas», y otros de unas increíbles láminas de hierro ondulado, torcidas, sueltas, oxidadas allí donde la pintura había saltado. En lugar de marquesinas había galerías, también con tejado de hierro, y algunas asomaban directamente a la calle, sin un palmo de jardín.

Como si leyera mis pensamientos, Mamá murmuró:

—Esta parte de Melbourne es muy antigua. Algunas casas tienen más de cien años.

Estaba disculpándose. Porque era deprimente, en efecto. Se veían muy pocos árboles y, en la calle, ni rastro de vegetación. El piso era de asfalto (también visto por primera vez), irregular y sembrado de baches, con grandes losas más o menos cuadradas en la acera. Todas las ventanas eran estrechas y sigilosas, y toda la calle y cuanto había en ella tenía un aire miserable y desaseado, como si hubiera perdido la dignidad.

Nuestra nueva casa era de ladrillo, con las dos mitades separadas por un pasillo y la puerta de entrada en medio. A nosotros nos correspondería una de las mitades (tres habitaciones y parte de la cocina y del cuarto de baño), y la limitación de los espacios la hacía parecer, en comparación con aquello a lo que estábamos acostumbrados, menor de lo que en realidad era. Delante tenía una galería de suelo de madera, cuyas tablas estaban rotas en diversos puntos, y una franja de jardín descuidado e invadido por las malas hierbas.

Los propietarios, una pareja anciana, nos contemplaban desde la galería con aquel aire de desaliño que con tanta frecuencia adquieren injustamente los viejos. Intercambiaban palabras que no alcanzábamos a oír, inexpresivos los rostros, disimulando el hecho de que nos estaban evaluando para ver si podían exprimirnos algún dinero extra.

Teddy, como de costumbre, encontró la definición:

—Es un barrio hediondo.

No era exactamente esto, pero sus días estaban contados: a dos manzanas de distancia las torres comunitarias hendían el cielo. Habíamos escapado del mundo infra por el emocionante grosor de un cabello. ¿Emocionante? El país del horror infra era también el país de los seriales de aventuras del triv, del cual los bravos policías o los bravos y jóvenes científicos o los bravos y musculosos futbolistas rescataban a bellísimas muchachas retenidas allí en cautividad con propósitos nunca del todo explicados.

Cuando los hombres de las mudanzas descargaban nuestras pertenencias en la acera, vi el primer infra vivo y real de que tengo memoria.

Estaba apoyado en la cerca de estacas, inmóvil, salvo sus mandíbulas, que se movían lentamente. Aparentaba la edad de Papá, cuarenta y tantos años, pero era alto y flaco, los huesos se le marcaban debajo de la piel; no parecía desnutrido, sino más bien como si su cuerpo retuviera sólo lo que le era útil. Tenía los rasgos angostos (la cara, la nariz, el mentón puntiagudo) y absolutamente faltos de expresión; miraba, simplemente, y no parecía importarle si veía algo o no, y mascaba. Las convenciones de los seriales del triv le identificaban como un «mascador», adicto a un vicio que no se mencionaba en los barrios respetables; y según las leyendas del mundo escolar, mascar le ponía a uno la piel de color amarillo, le volvía ciego y le secaba el pene.

El hombre no era ciego ni amarillo y no daba la impresión de que se le hubiese secado nada, pero su camisa, sus pantalones y su viejo calzado de cáñamo estaban tan sucios que Mamá los habría tirado. Iba sin afeitar, el cabello castaño le caía en desorden sobre la frente y el cuello, y posiblemente olía mal.

Asimismo (terrorífico detalle) llevaba un cuchillo al cinto, y esto, según las convenciones del triv, hacía de él el jefe de una banda local. (Curiosamente, ello era cierto a medias). Pero ¿por qué estaba allí? La norma del triv era que los infra entrasen en territorios supra únicamente como bandas de merodeadores, y sin embargo yo no distinguía ninguna banda. Nuestra casa estaba en una esquina y me asomé a mirar la otra calle para estar seguro.

El hombre escupió un fragmento de una sustancia gris que, atravesando la calzada, cayó sobre las losas de la acera, y así fue como vi por primera vez, masticado y semidigerido, el «narcótico de los sucios», y mi cándido pecho hirvió de excitación ante semejante perversidad. (Más tarde me decepcionaría descubrir que aquella mascadura era un hipnótico muy suave y casi inofensivo, con muy pocos efectos secundarios).

Teddy me siseó:

—¡Deja de mirarle! ¡Apesta!

A cinco metros de distancia no podía olerle, pero le volvió la espalda con desdén.

El mascador tenía el oído fino; sus ojos se pusieron alerta al instante y su estrecha boca se entreabrió en una sonrisa que también traslucía su propio y recíproco desprecio. Luego, en mi éxtasis, observé que me guiñaba un ojo y me dedicaba una mueca feroz, conspiratoria, fascinante.

Mamá me llamó entonces para que ayudase a transportar unas cuantas cosas a la casa; el personal del camión amontonó dentro los pesados muebles y nosotros inspeccionamos nuestro nuevo hogar.

Mi madre no dijo nada, pero yo habría llorado si no hubiese temido los sarcasmos de Teddy. No había alacenas ni estanterías de obra, las paredes estaban sucias y el techo agrietado; el suelo cedía bajo los pies y el triv era un modelo antiguo, de tamaño mediano, deslucido por el paso del tiempo. Comparado con nuestros ventanales de cristales dobles y nuestra pintura inmaculada, aquello era una cárcel. Por las tres habitaciones se hallaban dispersos pilas de colchones, muebles varios, sillas y mesas desmontadas, canastos rotos y paquetes reventados, y en medio de ellos yacía mi aflicción.

Mamá pagó a los hombres; el hovercamión se marchó sibilante y nos quedamos solos con nuestro destino. No completamente solos: en la galería, la anciana pareja rondaba a la espera de una escena que sabían que todavía se había de representar y de la humillación que para nosotros comportaría.

Sin embargo, la primera humillación fue para ellos, cuando el mascador se movió al fin para mirarles por encima del hombro y, con absoluta falta de énfasis, en tono apagado, decirles:

—Lárguense.

Ambos se precipitaron hacia su casa, sin apenas tiempo de jadear al unísono:

—Sí, señor Kovacs.

Mamá había tenido todo el rato conciencia no sólo de la presencia de aquel hombre, sino de lo que era y de por qué esperaba, pero rehusó mirarle. Ahora sí le miró, con firmeza, aunque yo noté que estaba asustada. (Cuando somos niños, nos desconcierta mucho descubrir que los invulnerables adultos comparten nuestras vergonzosas debilidades).

El mascador se apartó de la cerca y, a pesar de su salvaje suciedad, no mostró la misma apariencia que los infra asesinos de los seriales del triv. Su apariencia era la de un hombre delgado, fuerte, bastante corriente, que necesitaba un baño. Se acercó con indolencia a nosotros, exiliados en tierra extraña, dos niños a quienes su madre rodeaba los hombros con los brazos, y movió afirmativamente la cabeza, como si confirmara alguna conclusión secreta, y dijo:

—Usted no sabe nada, ¿verdad, señora Conway? No sabe absolutamente nada.

Los dedos de mi madre me oprimieron la carne, pero no replicó, ni siquiera para preguntarle cómo sabía su nombre.

Él añadió:

—Soy Billy Kovacs. Me conocerán bien. RP.

Con una especie de coraje desesperado, y con el tono que usaba para referirse a cosas innobles, Mamá dijo:

—Relaciones Públicas.

Él negó con la cabeza, sonrió y su rostro experimentó un cambio. Supe que era un buen hombre.

—Red de Protección, señora Conway. Llamemos a las cosas por su nombre y nos evitaremos confusiones.

Su modo de hablar era lo que se habría calificado de «vulgar», pero no el infra que usaban los actores del triv.

—Entrad en casa, chicos —dijo mi madre.

Pero Kovacs objetó:

—¿Por qué no entramos todos? —Y agregó, al ver que Mamá titubeaba—: Señora Conway, tenemos que hablar en serio y es mejor que los chicos lo oigan. Lo que escuchen es posible que les sirva para seguir vivos mucho tiempo. Y a usted también.

Aquél fue el primer indicio de que los cuentos que se contaban en la escuela podían encerrar algo de verdad. Mamá contuvo un poco el aliento, pero asintió, y el hombre nos siguió al interior de la casa. Mi madre le odiaba porque era una amenaza y Teddy le despreciaba como despreciaba a quienquiera que no le mimase, pero yo ya sentía la incitación a la adoración al héroe ante aquel duro y sucio Billy Kovacs que con un guiño se había abierto camino directamente hasta el corazón de una criatura.

En la habitación-sala, Teddy y yo nos sentamos en el sofá, que había sido depositado en mitad del espacio libre. Mamá se quedó de pie junto a la estrecha y polvorienta ventana, inquieta y acongojada, y Kovacs se instaló sobre una canasta, con las piernas cruzadas debajo del cuerpo, extraña posición si uno no está acostumbrado a ella. Se me ocurrió en aquel momento que quizá los infra tenían en sus hogares muy pocos muebles, por lo cual se sentaban en el suelo de aquel modo. Y ahora que estaba cerca, efectivamente olía a mascadura, a sudor y a simple suciedad.

Señaló con el pulgar nuestros enseres amontonados y dijo:

—Demasiadas cosas. —Mamá no había querido dejar nada y tendríamos que esforzarnos mucho para encontrar huecos por donde movernos entre sillas, cómodas y mesillas—. Debería haberlas vendido. ¿Sabe por qué? —Dejó la pregunta pendiente hasta que nuestras bocas se abrieron en la espera—. Porque los infra, que son las gentes como yo, señora, viven justamente calle abajo. Se enterarán de que tiene usted todas estas preciosidades y pensarán en la manera de venderlas ellos. A costa de acuchillarle a usted las tripas si es necesario.

No se anduvo por las ramas: aquello sucedía cada día, tan regularmente como la salida del sol. Mamá miró por la ventana, simulando no estar asustada, pero su voz la traicionó:

—Me resisto a creerlo. Esto es la Periferia, pero no territorio infra. Lo que usted pretende es subir el precio.

¿Precio? ¿Más costumbres infra?

—Pues debería creerlo, señora. Su precio fue fijado antes de su llegada. Sé lo que tiene en el banco y lo que puede pagar. —Aquello la sobresaltó; y se le demudó el rostro cuando él mencionó con exactitud el saldo de su nueva cuenta corriente—. De modo que puede usted pagar su cuota durante un par de años, quizá tres o cuatro si es cuidadosa.

Mamá se esforzó por no llorar.

—¿Cómo puede saberlo? Los bancos…

La boca de Kovacs se abrió en una sonrisa, como la de un tiburón amistoso que se dispusiera a engullirnos con la mejor voluntad del mundo.

—Es fácil intervenir las cuentas si se tiene las conexiones adecuadas. Con la policía, por ejemplo.

El franco reconocimiento de la corrupción, a veces insinuada en los seriales del triv, me pareció emocionante, pero para mi madre fue como si a sus pies se abriera un abismo. Siempre había dicho que los guionistas lo exageraban todo.

—Llámelo cooperación, señora. Usted tenía protección policial mientras pagaba impuestos, pero ahora no tiene rentas, cobra el Sub, y para la policía esto hace de usted una infra. —Mamá rechazó aquello con súbita ira y Teddy, a mi lado, emitió un extraño gruñido, pero yo habría dicho que Kovacs se mostraba tan duro para que no olvidásemos ciertas cosas—. Los infra no pagan impuestos, de modo que la policía no los conoce; salvo que cometan una imprudencia, como unirse a una protesta contra el precio de los alimentos o los cortes de fluido eléctrico o se dediquen —hizo una pausa y, como si acabara de ocurrírsele, añadió—: a la prostitución de menores. Incluidos niños varones. —Yo no sabía muy bien a qué se refería, pero mi madre tenía la cara deformada por el terror—. Los infractores se hacen notar, y acto seguido sus sesos aparecen esparcidos por la acera de la calle. Ni ellos ni los otros, sin embargo, reciben protección contra el robo, la violencia, la violación; para esto hay que acudir a la mierda de las cloacas, o sea, a mí.

Teddy gritó:

—¡No le hable así a mi madre!

Para hacerle justicia hay que reconocer que siempre era valiente, aunque entonces estaba congestionado y tembloroso.

Kovacs fingió sorpresa.

—¿Que no le hable de qué modo, hijo?

—Con palabras como…

Calló bruscamente y yo no pude contener una risita al ver que había estado a punto de caer en la trampa de pronunciar la palabra él mismo.

Mi madre comprendió que debía tomar una posición. En el tono que reservaba para los visitantes a quienes no conocía demasiado bien, dijo:

—No tiene importancia, Teddy. El señor Kovacs intenta ayudarnos. A su manera. Sin embargo —por fin le miró directamente—, no me parece imprescindible usar el lenguaje infra en nuestro hogar.

Otra persona se habría disculpado, pero Kovacs le dio una sorpresa realmente extraña:

—Mierda no es una palabra infra. Usted no entendería el auténtico lenguaje infra si lo oyera: lo que les echan en los seriales del triv está pulido y adornado. Pero mierda[1] es puro inglés; procede del alemán medio schitten, y anteriormente…

Mamá estaba tan furiosa que le interrumpió:

—He oído decir que no hay peor patán que un patán instruido.

Él extendió brazos y piernas, agitándolos como alguien que aplaude un chiste extraordinario, o como una araña enorme estallando en risas por tenernos a los tres en su tela. Luego volvió a doblar sus largas piernas debajo del cuerpo, apoyó en las rodillas sus grandes manos huesudas y la risa cesó.

—No soy un patán, señora Conway, aunque me conviene fingir que lo soy, ni tampoco estoy enseñado… instruido. —Llegaríamos a familiarizarnos con su hábito de autocorregirse, sus esfuerzos por ser lo que no era—. Fui a la escuela cuando todavía había auténticas escuelas para los niños infra, no las pocilgas que hay actualmente. De modo que aprendo… aprendí a leer. Quizá los infra que saben leer sean uno de cada diez, los más viejos. Tengo libros, como diccionarios, enciclopedias y cosas así; si quiere saberlo, los robé. Y los leo porque ciertos conocimientos son útiles para mi trabajo.

Sin embargo, pensé yo, los «conocimientos» que pudiera necesitar se encontraban todos en la Central de Datos; entonces, ¿para qué los libros? Y al pensarlo observé algo que no había notado antes, algo tan intimidante como perderse en la oscuridad: el viejo triv no tenía terminal Info. No estábamos conectados con la Central de Datos. Nunca sabríamos nada.

—¡Trabajo! —exclamó mi madre con valeroso desdén—. ¡Extorsionar a los desvalidos!

Kovacs no se inmutó.

—Extorsionar es una palabra más sucia que mierda, y yo doy algo a cambio del dinero. Esto es lo que había empezado a decirle antes que el pequeño Galahad se enfadase y se empeñara en batirse conmigo, o así me lo pareció.

Le había tomado la medida a Teddy desde el principio. Nunca he llegado a aclarar si Billy poseía una inteligencia entorpecida por el entorno o era simplemente un bandido con ocasionales ramalazos de perspicacia.

Continuó:

—Le estaba hablando de asaltos y violaciones. —Mamá murmuró de nuevo que exageraba, pero lo que hacía en realidad era atestiguar otra vez su propia valentía—. ¿Lo cree así, señora? Pues ocurre cada día. Los adolescentes son los peores. Las gentes mueren lo mismo en las torres que en las calles de la Periferia, como ésta, y no es la vejez lo que las lleva a morir a patadas, acuchilladas por las hojas atadas a la punta de los zuecos. Mejor será que crea esto. —Su tono era duro, aunque no por la carga de horrores que exponía, sino para vencer la resistencia de nuestra ignorancia—. Los noticiarios no se lo contarán, ¿por qué? Porque los supra no quieren saberlo y al Estado le gusta que los infra sigan siendo como son. Por otra parte, ¿a quién preocupa lo que les pasa a los infra?

Había asomado un odio auténtico, una especie de odio negro hacia la realidad de una existencia inconcebible para nosotros.

—Los infra no son nada porque no hacen nada porque no hay nada que ellos puedan hacer. Al Estado le cuesta dinero simplemente mantenerlos vivos. ¿Cuánto puede durar esto? Un día el Estado empezará a matarlos porque no tendrá recursos para soportarlos más. Serán borrados de todos los registros y los respetables supra no habrán de esconderse, ni siquiera de su propia culpa.

Su voz infundía temor, pero lo que decía estaba fuera de mi alcance; la vida supra había cercado el mundo que yo conocía. Supongo que para Mamá aquello no era nuevo; en su caso, se trataba de que saber una cosa no es lo mismo que entenderla. Pienso también que Kovacs la había impresionado de una forma que él mismo no previo, porque de pronto la oí decir con suavidad:

—Nos iba a contar algo de su trabajo.

Sus palabras y su entonación sugerían que había un ámbito de entendimiento en el cual no contaban ni supra ni infra. Esto le pilló por sorpresa y los músculos de su oscuro rostro se relajaron en un esbozo de amabilidad.

—Ciertamente. —La amabilidad desapareció tan deprisa como había aparecido. Kovacs volvió a representar su papel—. Es mi discurso de bienvenida a los chicos que ingresan en la Universidad Infra.

Quizá su gentileza no había desaparecido del todo; quizás el tono sarcástico sólo le ayudaba a dar una impresión nueva y extraña de un mundo que no era sarcástico en modo alguno.

—Con respecto a la pasma, a la policía. El Estado está en quiebra. Usted lo sabe. Casi todo el mundo está en quiebra. —Tuve que cumplir todavía varios años más antes de comprender la simple y obvia manera en que aquello se había producido, pero Mamá y Teddy parecían estar al corriente—. ¿Cómo mantener el orden cuando no se puede pagar a la pasma? Bien, tenemos un gran ejército inútil, igual que los demás países tienen un gran ejército inútil; ésa es una de las razones por las cuales están en quiebra. Para que sirva de algo, una parte del ejército es enviada a los campamentos de instrucción en los Enclaves, donde los militares pueden pisar fuerte si hay disturbios y ahorrar al Estado los sueldos de la pasma. No hay un solo puesto de policía en los Enclaves, ¡ni uno! ¿Me sigue señora? Sólo hay soldados que simulan adiestrarse en el combate callejero y que, en efecto, a veces consiguen un buen adiestramiento: cuando los infra inician una revuelta, o una protesta, o lo que sea. Pero ¿la policía, la pasma? Bien, la ley protege la propiedad, así que la pasma cuida de quienes tienen propiedades, que son los supra. La policía no actúa en las torres, sólo existe la bota del soldado que a veces acierta a pegarle en la tripa al navajero. Pero esto también lo sabe usted.

Estaba desafiando a Mamá para que reconociera que, en su aislamiento supra, ella no sabía nada. Entonces yo no había captado aún la utilidad de ignorar deliberadamente algo, de mantenerlo fuera del alcance de la mente o de contemplar los hechos bajo una luz especial que eliminase el salvajismo. Únicamente ahora, años después, puedo interpretar el asalto directo de Billy como una estrategia destinada a aleccionarnos antes de que la ignorancia nos perdiese. Entonces no podíamos concebir que todo aquello, viniendo de una especie de vigilante sucio y maloliente, estuviera precisamente inspirado por una forma de amor.

—Usted lo sabe, pero para usted nunca ha significado nada. Violación, robo, asesinato, forman parte de la naturaleza infra. ¿A quién le importa lo que los infra se hagan unos a otros, con tal de que no anden sueltos entre los supra?

Me llamó la atención que los infra fueran «ellos» para él. Proclamaba que era un infra, pero en su fuero interno era otra cosa. ¿Qué cosa? ¿Un hombre dividido?

—¿Ve ahora el cuadro? No, no lo ve, porque esto es sólo la mitad del cuadro. Los infra son sucios, son violentos, son ignorantes, pero no todos están podridos. La mayoría lo están. No les gusta vivir entre patanes, la palabra es suya, señora, que roban y aterrorizan, pero no tienen elección, no pueden elegir ni su pequeña Periferia. Y aquí intervenimos nosotros. Los RP. Nosotros mantenemos un cierto orden, pero sobre todo cuidamos de quienes no pueden cuidar de sí mismos. Hay mucha más gente desvalida e ingenua de lo que podría usted imaginar. En consecuencia, los RP corren riesgos, arriesgan sus vidas y las vidas de sus familiares. Por ello cobran dinero. No la despellejaremos, señora, pero cobraremos algo y les protegeremos, especialmente a los niños. El sistema funciona bien, vaya, todo lo bien que podría esperarse, y le costará diez dólares por cabeza cada lunes.

A mí no me pareció mucho, pero a Mamá le sentó como un golpe en el estómago. Tener que pagar por vivir segura en una ratonera ruinosa, exprimiendo una cuenta bancaria que cualquier día se desvanecería… Pero todo lo que dijo fue:

—O de lo contrario usted me enviará a sus matones recaudadores. Él replicó con sorprendente suavidad:

—Nosotros nos interponemos entre usted y los matones de toda clase. Si usted no quiere, nos vamos. Al cabo de una semana de habernos ido no tendrá ni una silla donde sentarse, ni una cama donde dormir, ni un hijo virgen.

En su cara huesuda se dibujaba una sonrisita triste, que se habría dicho dedicada a mi boca abierta y a la mirada fija de Teddy, mientras Mamá abría el bolso que todo el rato había estado al alcance del hombre. Él tendió su largo brazo para coger los billetes, y vi que ella titubeaba ante los dedos romos y las uñas roídas.

Kovacs hablaba aún, explicando:

—Ustedes, los de la Periferia, que ya no son supra y todavía no son completamente infra, dan mucho más trabajo, porque no saben nada ni creen nada de lo que se les dice, y porque viven en casas separadas en las que los ladrones entran sin ruido. Esto nos obliga a patrullar, y es caro. Muchos hombres. Mucha RP.

Guardó el dinero en un bolsillo interior del cinto de sus pantalones, detrás de la vaina del cuchillo. El cuchillo significaba que tampoco él podía confiar en su propia seguridad personal. Mamá hizo un intento desesperado:

—Tiene que haber policía en la Periferia. No es… no es…

—¿No es territorio supra? Está lo bastante cerca. Existe un acuerdo. La pasma no entra en las torres si no es con una escolta de soldados; si los guardias entraran solos, los asesinarían. Pero les soplamos cosas que ellos pueden manejar mejor que nosotros, como, por ejemplo, si queremos que se destruya y se expulse una mala banda; entonces vienen con la tropa. De este modo consiguen buena imagen ante el Estado, y quizás un pequeño espacio en las noticias: «¡Los sucios infra metidos en cintura!». Así que nos informan de ciertas cosas que necesitamos, como el saldo de su cuenta. No les gustamos, ellos no nos gustan, pero es un sistema. —Se retorció para levantarse de la canasta, y cuando estuvo en pie añadió—: Más tarde vendré a echar una mirada para ver cómo se desenvuelven.

Esperó por si Mamá tenía algo que decir, pero ella se volvió hacia la ventana como si allí fuera estuviese la libertad. El rostro de Kovacs se contrajo en una mueca que quizás era de compasión. Pensó en algo más:

—¡Y vosotros, chicos! ¡No os acerquéis para nada a las torres! Si os metéis en algún lío, gritad llamando a Billy Kovacs. No llaméis a nadie más, sólo a mí. Yo soy vuestro segundo padre, y no lo olvidéis. —Sonrió a espaldas de Mamá como un niño travieso—. Y también el de usted, señora.

Mamá continuó inmóvil, como si no le hubiera oído. Esto no le preocupó; lo que borró su sonrisa fue lo que dijo Teddy:

—Usted no es mi padre, Cara de Rata.

Mi madre exclamó:

—¡Teddy!

Se situó instintivamente entre los dos, aterrorizada. Yo también me asusté, pero no pude menos que pensar que Cara de Rata era un apelativo absolutamente correcto: todos los huesos de su cráneo se centraban en la larga y puntiaguda nariz.

Él se limitó a mirar de arriba abajo a Mamá, con su sonrisa indiferente.

—Tiene temple el chico —comentó. Yo me sentía ignorado. Como si el insulto no se hubiera producido, dijo a Teddy—: Tú debes de estar por los doce años. ¿Te han hecho ya el Test?

La opción de Teddy por el odio era definitiva: le volvió la espalda. Mi madre dijo cansadamente:

—Ha cumplido los doce. Le han hecho el Test.

Yo no creía que esto fuera importante, porque sólo a los chicos que prometían ser extras se les aplicaba el Test. ¿Cómo había sabido Kovacs que Teddy figuraba entre los seleccionados?

—¿Se ha recibido ya la carta? —preguntó.

—Todavía no.

Sin entusiasmo, dijo a la espalda de mi hermano:

—Buena suerte, chico.

Fue típico que la arrogancia de Teddy se impusiera a su resentimiento para intentar rebajar a Kovacs:

—El Test no es cuestión de suerte. O eres extra o eres carne de infra.

Kovacs dijo entonces lo único que le había oído decir con despecho:

—Hay muchas cabezas extras con corazones infra.

E inmediatamente se marchó.

Mamá habló a Teddy en un tono de amenaza que emanaba directamente del miedo:

—¡No vuelvas a insultarle nunca!

—¡Le odio!

—Le necesitamos. Por un tiempo, al menos. —Las palabras parecían escaldarle la lengua—. Intenta ayudarnos.

—¡Por dinero! ¿Qué pasará cuando el dinero se acabe?

Sin duda, ella había pensado en lo mismo, pero sólo pudo decir:

—Ya nos preocuparemos entonces. Alegrémonos de tener protección mientras dure. Quizá sea un mal hombre, pero insisto en que le necesitamos.

Teddy se volvió hacia mí.

—Francis no le considera un mal hombre. A Francis le gusta. —Teddy tenía una atemorizante capacidad de penetración—. Cree que Cara de Rata es un héroe magnífico.

Como siempre, tenía razón.

Y también, en cierto modo, la tenía yo. Pero éste es un juicio retrospectivo. En aquellos momentos yo estaba mucho más trastornado por lo que le había ocurrido a Mamá: en media hora se había hecho vieja.

V

Habían ocurrido muchas cosas, y, sin embargo, no eran aún las nueve de la mañana. Mamá se encerró en su dormitorio, todavía por instalar; para ella debió de haber sido horrible ver que todos sus temores se materializaban y todas las insuficiencias salían a la luz.

Aquello nos dejó a los dos hermanos sin nada que hacer y largas horas por delante, y la ociosidad nos condujo a la más temible experiencia de mi vida. Aquel primer día, cuando todavía sonaban a mis oídos las advertencias de Kovacs, me codeé con la catástrofe.

Por un rato exploramos la inhóspita casa, observando que las ventanas estaban cerradas con clavos, que faltaban elementos en la instalación eléctrica, que los grifos perdían hilillos de agua herrumbrosa. No habían limpiado ni barrido nuestras habitaciones antes de que llegáramos, y la cocina retrataba a sus dueños, que nos parecían sucios, decrépitos e indefiniblemente canallescos. En realidad eran, simplemente, viejos desilusionados y asustados ante la vida.

Un pequeño jardín trasero contenía un parche cuadrado de césped y unos cuantos geranios polvorientos. Teddy dijo:

—Repugnante.

Luego guardó un silencio caviloso, que hacía de él pésima compañía. Yo regresé al interior y atravesé la casa para asomarme a la verja delantera. La calle era ancha y en la esquina había restos de semáforos de tráfico, así que en otra época debió de haber en ella bastante tráfico, pero en el curso de media hora sólo pasó un hoverfurgón comercial. El estado del suelo habría hecho añicos el coche de Papá. En nuestro antiguo barrio, el Consejo local la habría repavimentado mucho antes. Pensé que acaso no hubiera Consejo en Newport (y no lo había).

Transitaba muy poca gente. ¿Para qué había de transitar? Era demasiado temprano para salir de compras y nadie que tuviese que ir al trabajo viviría allí. Las personas que vi eran pulcras, pobretonas, pero parecían sacar el mejor partido de lo poco que tenían. Absolutamente nadie vino de la dirección de las torres. La población de la ciudad podía haber estado extinguiéndose, aunque las noticias del triv decían que crecía de forma demencial.

Me deslicé al exterior para espiar desde la esquina y averiguar qué se veía de las torres comunitarias que se alzaban a no más de dos manzanas de distancia, guarida de brutos y horrores fabulosos. No me habría atrevido a acercarme, pero podía avanzar un poco más porque las casas de las dos manzanas intermedias eran Periferia, como la nuestra.

Por lo tanto avancé un poco más, arrastrado por el misterio de lo desconocido, un poco más y otro poco más, sin encontrar a nadie; hasta que me encontré en la última esquina segura y el primer monstruo de hormigón se cernió sobre mí, a cien metros, al otro lado de la calle. Lo contemplé sin arriesgarme a continuar.

En torno a la base de la inmensa torre había un ruedo de cemento gris, sin nada, de modo que el edificio se alzaba en su propio espacio vacío y duro. A primera vista no resultaba amenazador, sólo ordinario y decepcionante. Unos pocos personajes harapientos deambulaban por la desnuda superficie de cemento, y se oía el golpeteo de sus zuecos de madera; aparte de esto, sólo era perceptible un vago y apagado zumbido, como si la vida hirviera en alguna parte sin manifestarse.

El aburrimiento me habría devuelto a casa, de no ser porque entonces oí también el rumor de niños que jugaban, riendo y llamándose, lejano pero cada vez más próximo. No tardé en verlos.

Venían a la carrera, alrededor de una docena, todos más o menos de mi edad, todos sucios y zarrapastrosos. No llevaban zapatos ni zuecos; sólo sus voces producían sonidos mientras se acercaban en grupo, veloces, al centro de la calle, bordeando el cemento. Era una forma u otra del juego de perseguirse. El chico que iba delante corría agitando desordenadamente brazos y piernas, y el grupo casi le pisaba los talones, en particular un muchacho más alto que los demás, patilargo, que estaba a punto de atraparle.

La presa lanzó un chillido cuando el patilargo alcanzó a golpearle la cabeza con el puño cerrado y le derribó de un puntapié. No se trataba de un juego, sino de una cacería: mi introducción a la violencia como diversión.

Me quedé helado viendo cómo el fugitivo desaparecía bajo un torbellino de cuerpos que pateaban, cómo los chicos se amontonaban y se empujaban unos a otros para tener ocasión de golpearlo. Un chillido abominable continuó sonando hasta que el patilargo saltó sobre el vientre de la víctima, y entonces cesó.

Yo esperaba que a continuación escaparan, horrorizados de lo que habían hecho, pero simplemente se pusieron a pasear camino de la zona de cemento, parloteando excitados. Ninguno de ellos volvió la mirada hacia el chico que se retorcía en la calle. El juego había terminado. ¿Qué vendría ahora?

Lo que venía se hizo evidente cuando el más alto me descubrió y, lo oí claramente, dijo:

—¡Jodío supra!

Mi ropa, por supuesto. Yo llevaba encima calidad suficiente para alimentar al grupo entero durante una semana. Con una voz más tosca y más llana que las imitaciones de los actores del triv, gritó algo que sonaba a:

—¿Cómo te llamas, mona?

Inmediatamente saltó a la cuneta, y mi garganta petrificada pudo apenas tragar saliva cuando el grupo se precipitó en pos de él lanzando alaridos de caza. Comprendí que iba a morir.

Mi estupor se deshizo y di media vuelta para echar a correr.

Y me fui de cabeza contra un cuerpo duro y una mano que me retuvo mientras yo me estremecía, sumido en un terror nuevo y más urgente, y que luego me obligó a volverme para hacer frente a mis perseguidores. Pensé que sería entregado a la muerte ahora sin remedio. Pero la cacería se había interrumpido en mitad de la calle.

Indecisos, los chicos harapientos miraron a su líder, en tanto que éste trataba de mostrarse como un capitán sensato que calcula el riesgo. En realidad, todo era teatro… Con un gesto que le convirtió de fiera vulgar en mocoso, sacó la lengua al gigante de hierro que me había apresado. Después, él y sus seguidores dieron media vuelta, fanfarroneando, simulando no estar vencidos ni asustados.

Por encima de mi cabeza, el desconocido gruñó:

—’stupio enano ba’tardo… ¿Qué hase aquí? ¿’stas maharra?

Esto fue lo que me pareció entender de su extraño modo de hablar. Tenía la cara de rata de su padre y su cuerpo de hueso y músculo, pero no su áspera y dura amabilidad. Me zarandeó y me hizo daño, y luego volvió a gruñirme:

—¡En la caye con esa gala!

Añadió otras cosas en su espantosa jerga infra. Me estaba diciendo que vistiera con pobreza, que no llevara zapatos y que ahora me fuera a casa y me quedase allí. (Más adelante descubrí que no hablaba siempre de aquel modo, que Billy le había instruido lo suficiente; que aquello era lo que él llamaba «color local»).

Al principio enmudecí de gratitud. Como un dios, había mostrado la faz, y el enemigo emprendió la fuga. Luego le dije entre sollozos, con alivio y horror, que la pandilla había matado al otro chico.

—Na. El ba’tardo’sta bien. Lo dedo de lo pie na hiere. Na yevaba sueco.

Efectivamente, el muchacho apalizado estaba a gatas, moqueando y gimiendo, arrastrando una pierna, pero vivo.

A continuación, el dios retiró su mano libre, que tendía oculta a la espalda, y guardó un cuchillo en la vaina del cinto. RP o no, había evitado exponerse indefenso a la ferocidad de aquellos andrajosos. De ello se desprendía una lección: los mayores pueden temer a los pequeños. El chico perseguido tenía la suerte de seguir vivo. Yo también. El dios me empujó, y no con gentileza, en dirección a nuestra casa, y juró que su padre me medio mataría cuando le contase lo estúpido que era yo, y con ello aportó un nuevo terror a mi jornada.

Aquel dios era Alian, el hijo mayor de Billy, asesinado dos años después cuando trataba de impedir una violación colectiva, recién cumplidos los veinte.

En casa no dije una palabra. Teddy me habría zaherido con su desprecio, Mamá se habría alterado. Pasé una hora temiendo la llegada de Billy Kovacs y su capacidad de castigo, hasta que mi madre apareció y nos ordenó que la ayudáramos a arreglar las habitaciones. Al cabo de un rato tuve la esperanza de que Kovacs quizá no volvería aquel día, y quién sabe si al siguiente, con lo que el desastre aplazado podría quedar en nada.

Pero sí vino, después del té, y aunque me refugié en la sombra del jardín trasero, él me siguió. En lugar de quitarse el cinto para darme un azote, me pasó los dedos por el cabello y dijo:

—Has tenido suerte, ¿eh? —Por supuesto, me eché a llorar, abrumado por la vergüenza—. Pues no fue suerte, Francis. Alian estaba allí porque yo le ordené que rondase por los alrededores; porque los niños tontos dan más disgustos que los adultos tontos. —Con la cara congestionada apretada contra su estómago, noté que algo no era como había sido, pero mis sensaciones cesaron cuando me exigió—. ¡Basta de lloros!

Dejé de llorar en seco. Billy causaba aquel efecto cuando quería.

—¡Nunca más te acerques a las torres! ¡Nunca más!

—No, señor Kovacs.

Lo dije convencido. Tenía el arraigado propósito de no volver a acercarme jamás a los infra o a sus guaridas. Si mi educación social se resentía, mi pellejo seguiría entero.

Me rodeó con su largo brazo de araña. Su aliento olía levemente a la entre agria y ácida mascada. Dijo una cosa rara:

—Tú puedes ser especial. No extra, pero… Según tu mamá, tienes la cabeza llena de números.

Yo murmuré, regodeándome en el perdón:

—Sí, señor Kovacs.

—Bien, ya veremos, quizá.

No pregunté qué sería lo que veríamos; estaba concentrándome en mi anterior asomo de percepción. Con el descaro que sólo a un niño se le toleraría, dije:

—Usted ya no huele mal.

Le sacudió una risa silenciosa, hasta que entre tartajeos consiguió replicar:

—Un hombre no tiene por qué oler mal siempre. Simplemente, el mal olor ayuda a enseñarle a la gente a qué sitio ha llegado.

No fue aquél el último ejemplo de hasta dónde podía ir para ganar sus dólares semanales.

Entonces observé que llevaba el cabello bien peinado, la cara, más huesuda que nunca, pulcramente afeitada, la remendada ropa recién planchada.

Nunca más volvimos a ver su completa y maloliente personalidad infra, a pesar de que tomó por costumbre aparecer por casa cada día. Mamá se ablandó y aprendió a confiar en él, pero Teddy le detestaba. Yo encontré en Billy Kovacs un buen segundo padre. ¿Cuántos chicos tienen un héroe a mano?

VI

Los días transcurridos se convirtieron en una quincena y Mamá no mencionó que hubiéramos de ir a la escuela. Fingíamos regocijo, pero de hecho estábamos hartos de nuestras pequeñas disputas, siempre encerrados en casa. Lo cierto era que ella no tenía idea de dónde buscar. No se le ocurrió preguntárselo a Billy; su insólito conocimiento de la etimología de la palabra «mierda» no bastaba para calificarle como una autoridad en materia de educación.

Había unos pocos comercios en la parte de nuestro distrito de la Periferia que limitaba con el área supra, la parte más alejada de las torres, y en las horas tranquilas de la mañana se nos permitía salir a comprar una hoja-noticiario, en la que Mamá leía, con disimulada nostalgia, cosas de su mundo perdido, que era el único mundo para las columnas de noticias. Los infra no generaban noticias. La explicación que Billy daba a esto era:

—Una paliza es igual a otra paliza. Los asesinatos infra no tienen clase. No merece la pena molestar a la gente guapa con esas porquerías.

Existía además otra hoja hecha por ciertas personas que habían caído en la Periferia y ahora se pasaban la vida quejándose de ello. La dejaban subrepticiamente en el umbral de las puertas durante la noche y publicaba cosas como: «Más de 100 asesinatos infra sin denunciar cada semana… Los niños mueren de hambre porque otros niños mayores les roban la comida… ¡o adultos sin corazón!». Resistiéndose a creerlo, Mamá preguntaba:

—¿Es verdad eso?

Billy, que se comportaba como un profesoral amigo de la familia, aunque seguía cobrando sus dólares, le decía que sólo era la mitad de la verdad.

—Pues estoy segura de que podría remediarse. Los soldados…

Ella no conseguía entender que las guarniciones acuarteladas en tierra infra se componían de malhechores, no de policías.

Billy le preguntaba con su sonrisa más feroz:

—¿Remediarse cómo? —E insistía en la lección que mi madre se negaba a aprender—: Hay demasiada gente y los recursos no son suficientes para darle a cada uno una parte aprovechable, ni aquí ni en ningún otro lugar del mundo. Y cuanto más pobres son las personas, más personas nacen, ¿y qué se puede hacer? ¿Eliminar la pobreza? ¿De qué modo? Es más fácil eliminar a las personas.

Mamá ignoraba deliberadamente la monstruosidad de aquel código.

—Un reparto igualitario…

—¡Igualitario narices, señora! De nada hay lo suficiente para repartir. Partes iguales significaría que todos serían igualmente pobres… hasta que alguien redescubriría el comercio y se adueñaría del mercado de alimentos. Las cosas empeoran, no mejoran.

—¿Y cuando no puedan empeorar más?

—Empezará la matanza. —Dijo aquello con tanta calma, tal como si fuera un futuro que todo el mundo conocía, que parecía realmente inevitable—. ¿Se acuerda de los canguros? ¿De cuando los cazadores los mataban para limitar su número? Lo llamaban selección. Luego resultó que no había alimento suficiente para nosotros y para los canguros, y los seleccionaron del todo. Pues lo mismo. Cuando no haya alimentos suficientes serán seleccionadas las personas. Sus hijos podrán verlo.

Sus agudos ojos tenían una mirada pensativa, pero la «selección» era una aberración de su mentalidad práctica y nosotros no queríamos discutir en torno a un mañana distante. Otras mentes mejor dotadas que las nuestras tampoco presentaban atención a las enormidades futuras; si no mirabas, se borraban del horizonte. No sabíamos que mentes más lúcidas aún habían estudiado los problemas de la alimentación, del índice de natalidad y de la pobreza a lo largo de las tres últimas generaciones y encontrado únicamente soluciones monstruosas.

Y si lo hubiéramos sabido, ¿qué? Nosotros teníamos comida suficiente.

Aquel período de inercia terminó con una carta cuyo sobre llevaba, espectacularmente destacado en negro, el membrete del Consejo de Educación Avanzada. Mamá la dejó sobre la mesa y Teddy no se atrevió ni a tocarla; su contenido lo mismo podía embriagarle de gozo que matarle en el acto.

—Siento náuseas —dijo al fin; y cogió la carta y salió.

Mi madre me preguntó en un tono extremadamente frío:

—¿Tú sabes lo que significa ser extra?

—Que vas a una Escuela Especial.

Como alguien que leyera un texto teatral, tensa y concentrada, ella dijo:

—Extra es una palabra latina que significaba «fuera». Un extra tiene una inteligencia fuera de lo común. —Una nota de desolación se introdujo en su voz—. Teddy podría ser extra.

Mi hermano nunca me había parecido tan inteligente como eso. Listo sí, si ser listo contaba para algo. Pero guardaba tantas cosas para sí que no había modo de estar seguro.

—¿Y en ese caso volvería a ser supra? —pregunté.

Demasiado tarde pensé que mi madre me iba a replicar con enojo: «No somos infra Francis»; pero lo único que dijo fue:

—Sí, supra para siempre.

Mi cólera interna protestó:

—¡Pero si ni siquiera sabe sumar!

Ella consiguió forzar una risa apagada.

—Hacer sumas no es muy extra. Es un talento, no una… una superioridad.

Teddy reapareció con el rostro totalmente inexpresivo.

—Pasé el Test —dijo—. Soy extra.

Por un momento, ni Mamá ni él encontraron nada que añadir. Luego, ella inquirió:

—¿Cuándo has de marcharte?

—El próximo lunes. —Teddy raramente bromeaba, pero en aquella ocasión lo intentó—: Te ahorrarás diez dólares cada semana.

Mi madre asintió como si fuera una gran idea (perdería, en contrapartida, la parte de subsidio correspondiente a Teddy), y dijo que no creía que a Billy le importase. Después continuó el silencio.

Lo rompió mi hermano:

—Voy a presentarme a la Escuela de Reclutamiento del Servicio de Investigación Policial.

Mamá le miró con incredulidad, pero mi egocéntrica inocencia vio enseguida que una especie de superpolicía podría ser un buen puntal de la futura prosperidad de la familia. Podríamos tener «apaños» como los de Billy.

Hubo un momento tenso cuando Billy se enteró del resultado del Test de Teddy. Estábamos todos en la habitación-sala y mi hermano, rehusando como siempre reconocer la presencia de Kovacs, se entretenía con un puzzle que sostenía sobre las rodillas. Mamá anunció la noticia, vacilando entre el orgullo que sentía por su hijo y el temor supersticioso que le infundía su suerte en una profesión que ninguno de nosotros comprendía.

—Servicio de Investigación Policial… —repitió Billy, con una especie de ironía afirmativa; y ni siquiera el papel que solía representar pudo dar calor a sus palabras—: Felicidades, chico.

Teddy levantó la vista sin romper su silencio; su cara irradiaba un desprecio que, de haber hablado, no habría sido más evidente.

Pero Billy captó el mudo mensaje, asintió con la cabeza y respondió:

—Te equivocas, chico. Yo sí importo. Todos los infra importan. Algún día lo descubrirás.

Teddy partió el lunes sin ninguna alharaca. Mamá estaba inquieta porque iba a estar en régimen de internado y no vendría a casa por las noches, pero él, que tanto había insistido en ser el centro del afecto familiar, no quería ahora ningún tipo de efusiones; incluso cuando mi madre hizo el gesto instintivo de sacudirle una invisible mota de polvo del hombro, él rehuyó el contacto. Comprendí lo que le rondaba por la mente y no se atrevía a expresar: Por fin me marcho de este lugar degradante.

El hoverbús del Consejo, que en la parte delantera llevaba escrito con brillantes letras escarlata el lema «Saber es poder», flotó sobre el maltrecho pavimento y se detuvo ante nuestra casa. Su puerta plegable se abrió. A través de las ventanillas, los rostros juveniles de los chicos admitidos aquel mes inspeccionaron a Teddy, evaluándole celosamente.

Su rígido adiós fue casi como emprender el vuelo, pero no pudo evitar el abrazo y el beso de Mamá.

—No te olvides de escribir.

—Claro que no.

Sus ojos estaban fijos en el hoverbús.

—Y ven siempre que tengas ocasión. —Mi madre recordaba que en nuestro antiguo barrio el hijo de la satisfecha señora Urquhart la visitaba hasta dos veces al mes—. Queremos que nos expliques todo lo que hagas.

—Claro que sí.

Devolvió apresuradamente el beso y corrió al vehículo. Por lo que respecta a mí, fue como si no hubiera estado presente. Cuando el hoverbús se levantaba sobre su colchón de aire, Teddy agitó un poco la mano, pero su vista estaba fija en la lejanía.

No escribió; no vino.

Mamá esperaba y no se quejaba; desde la muerte de Papá se había refugiado en el interior de una armadura cuyos resquicios raramente eran visibles. Ella sí le escribió… y volvió a escribirle. Pronto llegó un sobre oficial.

«… abismo psicológico entre el nivel de instrucción de Edward Conway y sus infortunadas circunstancias familiares… tensiones sociales implícitas en su conciencia de depender económicamente del Sub… mantener el adecuado equilibrio a través de nuevas amistades… nuestras exigencias de reorientación del niño son severas y los lazos familiares deberían, para que seamos justos con él, pasar a segundo término…».

A mi madre debió de parecerle que, en nombre del celo profesional, se estaba destrozando su vida.

En lo que a mí concierne, debo admitir que la ausencia de Teddy no me deprimió en absoluto.

Ella mostró la carta a Billy, único confidente que tenía. No hablaba con ninguno de los vecinos; éstos, de todos modos, tampoco solían relacionarse con nadie, y los dos espantajos que ocupaban la otra mitad de la casa apenas osaban dirigir la palabra a alguien que estaba con Kovacs en términos tan amistosos. La influencia de Billy, por entonces, era para nosotros un misterio, pero se ponía claramente en evidencia cuando había que hacer las cosas.

De él oí un único comentario sobre la carta:

—No llore por el chico. Ha colocado usted a un hijo en el paraíso supra, así que no ha desperdiciado su vida. Y él no es estúpido. Al final, tomará personalmente la decisión respecto a quién ve y a quién no ve.

Aquel consuelo tan rudo semejó ayudarla, por lo menos a fijar un propósito a su espera.

Billy no pudo ayudarme a mí cuando pregunté cómo vivían los extras: la vida intelectual estaba fuera del alcance de su imaginación; pero sí tuvo una opinión que ofrecer en respuesta a mis dudas sobre qué era lo que el Estado querría de ellos.

—¿De los supermuchachos? Garantías. Saber algún día a quiénes no hay que matar. El paraíso es un lugar muy exclusivo.

Mis oídos, sin embargo, se habían autocondicionado para cerrarse automáticamente cuando él se embarcaba en el delirante tema de la «selección».

VII

Fue finalmente Billy quien importunó a Mamá a propósito de mi asistencia a la escuela, diciéndole en su típico tono resuelto que el hecho de tener un intelectual en la familia no justificaba el dejar que el otro hijo no pasara de ser un infra ignorante.

Ella no pudo preguntar sino:

—Pero ¿a dónde lo llevo?

Debió haber supuesto que Billy se habría ocupado de aquello antes de plantear el tema. Imagino que mi madre tenía sus propias ideas acerca del motivo por el cual él nos prestaba tan amorosa atención, como normalmente hacía, y habría deducido que se trataba de un galanteo paciente, pero fue su oportunismo a largo plazo lo que le indujo a continuar mi educación.

Sus complicados contactos habían localizado una escuela en nuestra área de la Periferia, una pequeña institución privada al servicio de aquellos supra de bajos ingresos que fácilmente podían ser borrados de su inestimable situación, pero que resistían como si el mañana no hubiera de llegar. Cuando Mamá inquirió sobre tarifas, él se mostró vago, diciendo que seguramente podría «negociar un arreglo».

El arreglo, por supuesto, ya había sido negociado; Billy no vio la necesidad de explicarle a mi madre que el artículo (yo) sólo iba a ser presentado para su tasación.

El día que me llevó a la escuela había optado por la facha infra. No olía realmente mal, pero iba sin lavar, sin afeitar, y evidentemente se había peinado con los dedos. Pese a sus ropas arrugadas y grasientas, estaba mejor que la sucia araña del primer día, aunque peor que el aprendiz de caballero que procuraba ser en nuestra habitación-sala. Vi con sorpresa que no era exactamente el hombre alto y amenazador que yo había aceptado que era, sino que su altura superaba en poco la media y que su apariencia enérgica se daba o no según las necesidades. La de aquel día correspondía a un tipo astuto con cara de rata; en un serial del triv, yo le hubiese identificado enseguida como un estafador y un ladrón.

Después de tantos años, su personalidad todavía se me escapa: todas sus simulaciones, excepto las buenas maneras deliberadas, parecían reales cuando representaba un papel. Quizá lo eran; algunos actores aseguran que el papel «se apodera de ellos».

La escuela estaba a veinte minutos de casa, al borde de un decoroso suburbio supra, en un edificio de dos pisos, bastante grande, ornado por los balcones de hierro forjado de otra época. Pude oír que unos niños jugaban en la parte de atrás, fuera de la vista.

Mi sentido de las convenciones sociales se alarmó cuando Billy, ataviado de infra, se dirigió a la puerta principal, y le sugerí que buscáramos una puerta trasera. Él me dedicó su sonrisa de estafador.

—La entrada de servicio, ¿eh? Pues yo no soy un sirviente, chico. Soy el patrón. Ya verás.

Y golpeó la puerta con la aldaba de pulido bronce.

La señora que abrió era supra, delgada y gris y severa, pero bajo su severidad apuntaba la castigada cautela que aprendí a reconocer en los pequeños supra cuando sus esperanzas morían. Le dijo a Billy, con el disgusto de una mujer decente:

—Podía al menos haberse lavado. Y llega tarde. La señora Parkes ha estado esperándole diez minutos.

—Entonces es diez minutos más vieja por culpa de este menda. Aquí tiene a Francis Conway. Francis, ésta es la señora Pender, tu directora. Adentro, chico.

La señora Pender nos precedió. Yo la seguía con los escalofríos del alumno neófito, pero la gran mano de Billy me confortaba al tiempo que me urgía a avanzar.

En el despacho, ante las ventanas, estaba sentada una mujer que debía ser aquella señora Parkes que esperaba: cortante, mediana edad, ojos fríos, con una capa de sensatez recubriéndolo todo. Supra-extra-zorruna, decidí yo, lo cual era injusto. Era una mujer simpática que se daba la circunstancia de que regentaba un negocio, no demasiado correctamente; necesitaba para ello de su dureza profesional.

A su lado se encontraba en pie un hombre que tenía que ser un Auténtico Gran Supra: seguro de sí, trajeado como una joya, carnes blandas pero con maligna dureza debajo. La mujer me examinó con interés informal. El hombre gruñó:

—Tiene el mismo aspecto que cualquier otro rapaz.

Billy, que se había quedado junto a la puerta, dijo:

—Eso es parte de su valía.

Había usado el tono rasposo que los actores del triv utilizan para representar a un infra, pero el hombre no dio señales de haberle oído. Algunos supra empezaban a creer que los infra no eran realmente personas. O quizás aquel hombre distinguía a un falso infra cuando le oía y no se dejaría engañar por el juego.

Billy se apoyó en la pared, desde donde podía vernos a todos sin parecer que participaba en la reunión. Me hizo un guiño rápido, pero la señora Parkes lo notó y dedicó un momento a estudiarle.

La señora Pender no parecía tener función ninguna; permanecía sentada ante su escritorio y escuchaba.

El Auténtico Gran Supra se adelantó y me tomó por debajo del mentón para que levantase el rostro hacia su altura.

—Así que haces cálculos mentales, ¿eh? —dijo. Y no esperó la respuesta antes de acusarme—: Crees entonces que realmente eres alguien, ¿eh?

Ante una pregunta a la que había que decir que sí y otra a la que había que decir que no, me quedé sin habla. Él se inclinó hacia mí, oliendo peculiarmente a rosas y a cuero aromático, y susurró:

—¿Cuánto es 1274 dividido por 17? ¿Eh?

Aunque me asustó, aquello era demasiado fácil; mi reflejo numérico estaba exclamando, antes de que el hombre cerrara la boca:

—74,9411764705882352 y se repiten todas las cifras a partir de la coma decimal.

Dominó su sorpresa, pero yo la noté.

—Escríbelo.

La señora Pender me dio una hoja de papel y una pluma, y anoté los números mientras él comprobaba la operación en su calculadora de pulsera y de mala gana reconocía que era correcta.

Billy dijo al aire:

—Pruebe algo que le obligue a esforzarse, jefe.

Los otros le ignoraron. (Billy sabía hacer cálculos aritméticos con lápiz y papel, según él porque eran necesarios para un negociante infra; el Auténtico Gran Supra probablemente no sabía).

El Supra leyó en voz alta dos cifras de diez dígitos cada una para que yo las multiplicase; pero sus conocimientos quizá no bastaban para que me plantease operaciones más complejas. La señora Parkes sacudía la cabeza con irónico asombro ante aquella criatura que eructaba a toda velocidad sus mordientes respuestas, pero me di cuenta de que ella no iba a humillarme, particularmente cuando le hizo a Billy un discreto signo de aprobación, reconociéndole como una persona real participante de lo que sucedía. Y cuando me sonrió a mí, deseé fervientemente complacerla: las sonrisas habían sido escasas desde que Papá murió.

Luego rompió a hablar, y el Auténtico Gran Supra enmudeció, y vimos claramente quién mandaba allí; quizá con excepción de Billy, porque él tenía siempre ideas propias sobre los niveles jerárquicos.

Me dio operaciones de otra clase. Por su estilo y por las largas secuencias que debían confrontarse en una única respuesta supuse que se trataba de artículos o mercancías y precios. Era importante la habilidad para recordar y llevar la cuenta, no el cálculo en sí, que no ofrecía dificultades. Ella ya tenía las respuestas anotadas y verificó cada paso.

Al final, dijo:

—Necesité seis horas de trabajo para calcular esto por escrito.

Una pregunta obvia me vino a la mente, pero Billy miró con dureza en mi dirección y ello me indujo a cerrar la boca. La señora Parkes añadió que yo era muy bueno.

—Suficientemente bueno —precisó. Y preguntó a continuación—: ¿Trabajarías para mí una hora por semana?

¿Qué tenía aquello que ver con asistir a la escuela? No sabiendo qué decir, miré a Billy. A su cara de rata asomó la sonrisa más afectuosa que yo hubiera visto nunca, y con aquella horrenda falsificación del acento infra me dijo:

—Puedes negarte si no quieres hacerlo.

Me conocía lo bastante para saber lo que contestaría: yo habría pasado noches enteras haciendo cálculos a cambio de una sonrisa y una palmadita cariñosa. Por supuesto, dije que sí.

Su sonrisa se torció un poco y después desapareció de su boca. Yo no podía saber que le estaban acometiendo incómodas dudas de última hora, ideas pesimistas con respecto a sus callados designios, y que casi deseaba que alguna indicación mía le indujese a cambiar de opinión y renunciar a un juego potencialmente peligroso. Yo le había cerrado la puerta de escape con una sola palabra que me arrancaron la gentileza y la bondad.

—’sta bien —dijo Billy—. Ya e zuyo.

La señora Parkes habló como si estuviera tratando asuntos corrientes:

—Por favor, olvídese de ese desagradable dialecto, señor Kovacs. Los contactos que me han localizado por encargo suyo me han contado todo lo que necesito saber respecto a usted. Y el detalle de no lavarse era innecesario. —Sonrió levemente—. Pero aprecio la minuciosidad. —Dado que él se limitaba a mirarla con ojos carentes de expresión, tuvo que azuzarle con una pregunta—: ¿Lo que vende usted es la mente del chico, o es su alma, o son ambas cosas?

—Ni una ni otra. —El sonido de su voz normal restó al ambiente mucha de su teatralidad—. Nunca veo… he visto un alma, y yo no vendo personas. Él vende una pizca de su talento durante una hora a la semana… siempre y cuando quiera hacerlo.

—¿Y usted?

—Yo quiero juego limpio y paga justa. Sé el valor que tiene para usted con suficiente precisión como para fijar el precio.

El Auténtico Gran Supra intervino:

—Por el amor del Estado, Nola, es sólo un delincuente infra con un arrapiezo gorrón.

Billy replicó explosivamente:

—¡No!

Sin embargo, la señora Parkes no prestaba atención a ninguno de los dos. Movió un dedo para llamarme a su lado, me miró a los ojos y me volvió de cara a Billy.

—¿Qué es él para ti, muchacho?

Yo nunca había pensado en ello: un niño no piensa en lo que son las personas. Buscando apresuradamente una respuesta, dije:

—Es mi segundo padre. —Mis palabras hicieron a la mujer enarcar las cejas y tensar los labios y arrancaron un gruñido de disgusto del Auténtico Gran Supra. Para salvar el espíritu del día agregué—: Cuida de Mamá y de mí.

Aquello produjo una impresión más moderada, pero igualmente errónea.

—¿Lo hace, de veras? No es de mi incumbencia… —La señora Parkes se interrumpió para preguntar—: ¿Quieres al señor Kovacs?

—Naturalmente. Es mi segundo…

—Sí, sí. —Miraba a Billy. Cuando yo le miré también, ya era tarde: había adoptado su expresión vacía. Ella se echó a reír—. ¡Pues no me extrañaría que a fin de cuentas sí fuese un padrastro chocho!

Él me dijo secamente, como si de alguna manera le hubiera traicionado:

—Lárgate, Francis. Espera fuera. Tenemos que hablar de negocios.

La señora Pender hizo su única contribución:

—Será mejor que me lleve a Francis a su clase —dijo con discreta elegancia; y me sacó del despacho antes de que empezase lo más interesante.

Cuando me recogió al término de la jornada escolar, Billy no habló mucho. Le pregunté:

—¿Qué tendré que hacer?

—Ser un colegial —respondió.

Su tono, habitualmente tan directo, era inseguro, y sospeché que habría algo no del todo correcto en el convenio establecido. Esto le añadía un aura atractiva, romántica, como de aventura.

En cuanto a la escuela, no creo que académicamente fuera gran cosa, pero permanecí en ella varios años y no aprendí nada que me perjudicase. Fue después del horario escolar cuando los hechos fascinantes se introdujeron en mi vida.

Caía una ligera lluvia, lo que Mamá habría llamado llovizna escocesa, mientras caminábamos de regreso a casa aquella tarde. En la calle residencial no había ningún resguardo, pero la forma en que caía el agua no era para preocuparse.

—Empeorará —predijo Billy—. El río venía un poco alto esta mañana.

La noche anterior el triv había mostrado escenas de inundaciones, con ganado anegado y personas subidas a los tejados de las casas y agua hasta los aleros, pero ocurrían en la campiña de algún paraje lejano. Rechazando la conexión entre los acontecimientos, yo dije:

—Pero no era nuestro río.

—Lo era. El mismo, corriente arriba.

Mis recuerdos saltaron a aquel día de mi cumpleaños en que Mamá habló de Newport, donde algún día los infra nadarían enloquecidos.

—¿Llega alguna vez el agua a los pisos bajos?

—Alguna vez, sí. ¿Dónde has oído eso?

Lo expliqué, y como no lo veía del todo claro pregunté:

—¿No hay un muro?

—Un trozo de muro. Debieron pensar que ya era bastante alto. O necesitaban el dinero para otra cosa.

—¿Huele mal? —insistí.

La pregunta podía parecer irrelevante, pero Billy asintió:

—Cuando el nivel del agua baja, el lodo apesta. Como letrinas sucias.

—Nunca he visto el río. ¿Es grande?

—No sé decirte, chico. No conozco otro para compararlo.

Estaba diciendo que había pasado toda su vida allá abajo, en las torres, sin ver nada más. Pero tenía que haber encontrado un camino de salida. Seguramente había un camino.

Aquella conversación pudo haber tomado un cariz informativo si él no me hubiera agarrado del brazo.

—¡Escucha! —Se oía un murmullo distante, como el que emite un gato ronroneando en sueños—. ¡El muy bastardo ha subido más!

Me llevó medio corriendo, medio a rastras, hasta que llegamos a nuestra calle. El ronroneo se había convertido en un profundo rugido que venía de la hondonada de la colina, al otro lado de las torres.

—¿Es eso el río?

Él asintió.

Entonces se levantó el viento y empezó a caer una lluvia mucho más fuerte, penetrante y fría. En unos segundos quedamos calados. Billy me empujó hasta nuestra puerta.

—Dile a tu madre que tengo que irme a casa.

Echó a correr. Yo le grité:

—¡Entre y séquese!

Hizo un gesto negativo con la mano, sin volverse ni detenerse. La camisa y los pantalones, empapados, se le pegaban a los huesos.

Cuando se lo conté a Mamá, ella me dijo que el río debía estar desbordándose y que Billy tenía que ocuparse de su familia. La familia era algo de lo cual no hablaba nunca; tenía sus asuntos en compartimentos separados, un tipo de vida aquí, otro allá.

—¿Dónde está el río?

—Al fondo de la calle, a más de un kilómetro.

—¿Podría subir hasta aquí?

—No. —Mi madre rectificó rápidamente—: Todavía no. Algún día, quizás. —Y en tono fatigado—: Todo en el mundo es «quizás».

Llovió durante horas, y todo el tiempo estuve preguntándome si el agua habría alcanzado el piso de Billy, dondequiera que se hallara situado. (No lo alcanzó: vivía en un piso más alto; y la «familia» de la cual debía ocuparse constaba de 70 000 miembros).

Compareció por la noche, muy tarde. Yo estaba ya en la cama, pero oí a Mamá decir:

—Séquese los pies con esto. No tenía por qué haber vuelto. Francis me ha contado lo de la entrevista.

La respuesta de él no me llegó; su voz sonaba opaca y fatigada.

Mi madre inquirió:

—¿Está a salvo su familia?

De nuevo un murmullo.

Cuando entraron a verme, sus ropas aparecían embarradas, llevaba los zapatos colgados del cinturón y los pantalones arrollados hasta las blancas y huesudas rodillas. Supuse que el agua no había subido mucho, que los infra no estarían nadando. Se sentó al borde de mi cama, oliendo levemente a mascada, mientras Mamá se inclinaba sobre mí, protectora y aprensiva; y él me dijo lo que el instinto ya me había sugerido: que los acontecimientos de aquella mañana eran secretos.

—No le cuentes nada a nadie sobre la señora Parkes. ¡A nadie!

—No sabría qué contar.

—Lo sabrás. Te llevaré con ella el viernes por la noche. ¡Y no hables de ello! Sobre todo no lo menciones a los demás chicos de la escuela. ¿Has comprendido?

No había comprendido demasiado, pero dije:

—Sí.

Él insistió:

—¿Sabes por qué no debes hablar? —Tuve que sacudir negativamente la cabeza—. Pues porque no creerán lo que les digas y se burlarán de ti. O quizá lo repetirán en casa y sus padres causarían problemas.

—¿Sobre lo que yo hago con los números?

Tendió un largo brazo para arroparme, mientras decía:

—Porque son incapaces de tolerar que haya personas mejores que ellos. —Yo había dejado de pensar en Papá, pero aquello lo devolvió a mi memoria—. Tú vas a subir, Francis, y esto no les gustará. Te fastiadarán tanto como puedan.

Me revolví para verle la cara.

—¿Subir? —Él estaba, sin embargo, observando a Mamá—. ¿Quieres decir salir de aquí?

Todavía observándola a ella, Billy asintió.

—Pero no enseguida; todavía tardarán un tiempo.

—¿Lejos de los infra?

—Algún día. —Quizá notó el salto de mi corazón—. ¿Esto tiene mucha importancia para ti?

—Sí, Billy —dije.

—Entonces harás bien en no hablar. ¡Nunca! —Me levantó el rostro—. Te apuntaste un tanto con la señora Parkes.

—Sólo dije que le haría sumas.

Mamá estaba muy excitada, cosa insólita en ella.

—Confío en que esto… No querría que él…

Billy le dedicó la sonrisa especial que utilizaba para salirse con la suya.

—Ni yo permitiría que ocurriese.

Lo que decía causaba siempre un efecto positivo en mi madre, incluso cuando ella sospechaba que no era del todo verosímil, y con frecuencia no lo era. Le había entregado toda su confianza.

Yo hice entonces la pregunta que se me había ocurrido durante la entrevista:

—¿Por qué perdió seis horas haciendo aquellas operaciones? Debería tener una calculadora.

La respuesta a aquello fue una lección sobre la tortuosidad del mundo, y me introdujo en la noción de un Estado que quitaba el dinero a sus dueños con el pretexto de impuestos, aranceles, tasas y contribuciones. Billy no dijo que esto fuera injusto, pero me coloqué de parte de la señora Parkes, quien quería evadir aquellas imposiciones y había sido cariñosa conmigo.

—Pero los pasmas del Grupo de Finanzas pueden seguir la pista de las operaciones de calculadoras y ordenadores, incluso reconstruirlas cuando han sido borradas, de manera que siempre saben el dinero que tienen las personas. Esto hace muy difícil llevar dos contabilidades separadas sin que te atrapen. Pero si alguien tiene una calculadora que le dé las respuestas sin que intervengan una tecla ni un chip, puede anotarlas en trozos de papel. ¿Y quién busca hoy en día anotaciones hechas en trozos de papel? Además, las notas pueden ser microfilmadas y ocultadas… ocultadas como puntos en cualquier libro viejo. Así que únicamente la señora Parkes y tú sabréis lo que hay en los trozos de papel. —Fingió darme un puñetazo en la mandíbula—. ¿Lo has pescado?

Dije que sí, pero estaba aturdido. Con el correr del tiempo lo entendí perfectamente, pero en aquel momento me preocupaban más mis perspectivas personales. Un bello porvenir a plazo más o menos largo estaba muy bien, pero…

—¿Me hará un regalo o algo así?

—Algo así, y más.

Después de su partida, Mamá murmuró:

—Lo siento, Francis.

—Yo no —respondí.

A ella le oprimía el corazón la idea de haber vendido a su hijo a unos explotadores de trabajo infantil. ¡Por una hora a la semana! Esto la inquietaba más que cualquier asomo de ilegalidad.

Cuando Mamá se hubo ido a la cama, reflexioné sobre las imágenes de las inundaciones que había visto en los noticiarios y que nunca mostraban la ciudad, sólo el campo. Era verdad, y en cierto modo siniestro, que las noticias raramente mencionaban a los infra.

Me puse los zapatos y me deslicé sigilosamente hacia el jardín trasero; en una esquina podía escalar la verja y ver calle abajo hasta más allá de las torres. La luna estaba alta y brillaba como plata en un espejo que podía haber sido la calle en la zona del Enclave. Pero el espejo se agitaba. Lo que veía era agua que había subido del río y se encontraba a no más de una manzana de distancia. La pendiente de la calle era suave y no parecíamos estar muy por encima de la inundación.

Pasé largo rato vigilando, esperando que de un momento a otro el agua subiría por la calzada y entraría por nuestra cerca, pero no se acercó más y el sueño me venció al fin.

Por la mañana pude distinguir la calle en toda su extensión, y el agua había desaparecido. Mamá me contó que había inundaciones fulminantes que se retiraban con tanta rapidez como se habían presentado, pero el triv no dio sobre ello ninguna información.

—Pobre Billy —dijo ella quedamente.

Y el pobre Francis, ¿qué? Yo estaba comprendiendo el triunfo de Teddy al escapar, y se reafirmaba mi determinación de nunca caer más cerca de los infra de lo que aquella casa, en su esquina dudosamente segura, se encontraba. El instinto me decía que la señora Parkes tenía la llave de mi futuro y que Billy me había elevado más alto de lo que él mismo suponía.

VIII

Aunque Billy hablaba razonablemente bien cuando se lo proponía, nunca se mezclaba con los supra. Ante todo, ellos no le habrían dejado ni acercarse; consideraban a los infra mendigos y delincuentes, cosa que no estaba lejos de la realidad. Por lo tanto, lo que dolorosamente ignoraba era mucho, y lo demostró con creces cuando vino a buscarme para ir a casa de la señora Parkes.

Traía consigo un paquete de ropa y utilizó mi dormitorio para cambiarse.

—No podía ponerme estas cosas allá abajo… Medio Newport me habría espiado para saber qué iba a hacer.

Al reaparecer, ataviado para las calles supra, incluso yo me di cuenta de que se había equivocado por completo. Mamá preguntó:

—Pero ¿de dónde ha sacado esas ropas?

Interpretándola mal, él dijo bruscamente:

—Las robé.

Ella estaba sin duda riéndose por dentro, pero evitaba ofenderle.

—¿Por qué clase de supra quiere que le tomen?

—Un supra pequeño. Un trabajador, como un jardinero o alguien así.

Era imposible no decírselo:

—Billy, la camisa de algodón gris está francamente bien, pero todo lo demás no.

Él replicó a la defensiva:

—Tuve que coger lo que encontré. —Enfadado como un chico jactancioso—. Además ¿por qué no está bien?

—Para empezar, la chaqueta.

—Todo el mundo lleva chaquetas de cuero. Se ve constantemente en el triv.

Mamá dijo con afectuosa suavidad:

—El triv es engañoso. Los trabajadores llevan chaquetas de plástico que imitan el cuero; la suya es de cuero auténtico y está muy bien confeccionada. Costaría dos semanas del salario de un obrero corriente. Sólo es adecuada para asistir a un acontecimiento deportivo.

Billy se sentó, incapaz de discutir.

—¿Qué más?

—Los pantalones. Los trabajadores los usan de tejidos más recios y con cinturón, no con la cintura entallada. Y esos zapatos verdes sólo servirían para bailar. Puede usted ponerse una gorra para ir al trabajo, pero por la noche llevará una boina azul o negra.

Él dijo con desaliento:

—Pues sí que la he jodido.

Mamá titubeó respecto a algo que habría preferido no decir y que al final dijo:

—Fred… mi marido… tenía aproximadamente su talla. Un poco más grueso… Guardo algunas de sus ropas para los chicos, para más adelante.

Pensé que iba a echarse a llorar, pero si lo hizo fue en su cuarto, donde en un baúl guardaba las cosas de nuestro padre. Regresó con unos gruesos pantalones que él se ponía los días húmedos, una chaqueta de plástico que yo recordaba de las salidas al campo, un cinturón también de plástico y la vulgar boina con que se tocaba cuando pulía la carrocería del coche.

—Simple sentimentalismo —dijo mi madre—. Es mejor que lo tenga usted.

Las prendas eran ligeramente holgadas para el enjuto cuerpo de Billy, pero cuando cuadró los hombros le quedaron pasablemente bien. Los zapatos de Papá eran, en cambio, pequeños para sus grandes pies. Mamá pintó con Plastinte de color castaño aquel par de horrores verdes y concluyó que, de noche, soportarían cualquier examen.

Él farfulló unas palabras de orgullo herido y resentido agradecimiento, pero Mamá se burló abiertamente de él y dijo que, si él la había obligado a hacer frente a tantas verdades amargas, ¿qué tal le sentaba su propia medicina? Billy rió también y replicó que no le gustaba, y las cosas volvieron a enderezarse hasta que a Mamá se le ocurrió otra idea:

—¿Qué pasará si algún policía desconfía o se siente intrigado, y quiere interrogarle? ¿Lleva usted un cuchillo? —Como viese que él se palpaba el sobaco, tendió la mano y le ordenó—: Déjelo aquí.

—No, señora. Oh, no.

—Llevar oculta un arma es un delito, sobre todo en territorio supra.

—Eso lo sé de sobra. Sólo que… —No parecía saber qué decir, pero terminó—: Un hombre está desnudo sin su cuchillo.

Mi madre perdió momentáneamente la calma.

—¡Eso son manías infra! Usted pretende pasar por un supra. ¿Qué historia contará si le interrogan, con un cuchillo debajo de la camisa y acompañado de mi hijo?

Era una sorpresa ver a Mamá enfrentándosele. Pero él se desabrochó la camisa, desprendió la vaina y arrojó vaina y cuchillo sobre la mesa. Y no fue de ello de lo que habló a continuación:

—No me gusta que piense de mí que soy un infra. Intento no serlo, ¿no?

Mi madre, entonces, se sonrojó: el suyo fue el rubor del esnobismo puesto en evidencia.

—¡No pienso eso de usted, Billy!

Por supuesto que lo pensaba. ¿Cómo habría podido no pensarlo? Y él lo sabía.

—Sí lo piensa. —Vino hacia mí y me tomó de la mano—. Vámonos ya, joven Francis, hay dinero supra esperándonos.

La escena me turbó. Un Billy obligado a contemporizar porque no sabía vestir las ropas adecuadas, y amargado cuando una mujer se había reído de él, no era exactamente el héroe que yo veneraba. No bajó de su pedestal aquella noche, pero su posición en lo alto se hizo insegura.

Cuando al cabo de un cuarto de hora de andar tomamos un hovertranvía y pagó los billetes, dijo «yo y el chico» en lugar de «uno y medio», y a continuación se armó un lío con el nombre de la calle a la que nos dirigíamos, de modo que el conductor tuvo que descifrar que se refería a Cholmondeley Street. Al sentarse, Billy murmuró para sí:

—Chumley.

No parecía creer que hubiese diferencia entre esta palabra y la que llevaba escrita en un pedazo de papel.

Yo tenía la esperanza de que atravesaríamos el mágico Centro Urbano, pero nuestra ruta lo rodeaba y todo lo que mis ojos captaron fue un horizonte de edificios como fichas de dominó donde los puntos eran ventanas iluminadas. Habría llorado de frustración.

Billy aproximó la boca a mi oído para murmurar:

—¿Nunca habías estado aquí? Yo tampoco. Nunca me había alejado tanto de las torres desde que era niño.

Estaba tan extasiado como yo, cosa increíble. Mi amado Billy nunca había visto el mundo con el cual pretendía hacer juegos malabares. Pero peor fue cuando dijo:

—Estate atento al nombre de la calle. Se escribe así. —Me dio el pedazo de papel donde el nombre aparecía escrito con desmañadas mayúsculas—. No ando muy bien de vista últimamente.

Estaba nervioso: cometía errores de lenguaje y no los corregía.

Le pregunté, irritado porque percibía en él imperfecciones, a qué obedecía que no usara gafas, y él respondió con la versión triste de su sonrisa, que siempre calmaba mi enfado, inquiriendo a su vez si yo sabía lo que costaban. No lo sabía, y me sentí mezquino, pero pensé qué sería lo que Billy haría con el dinero que cobraba de sus protegidos. (La verdad era que iba a parar a su indecentemente numerosa familia).

Cuando nos apeamos en Cholmondeley Street, estábamos en la clase de mundo que yo había vislumbrado desde el coche de Papá cuando viajábamos hacia las colinas, un mundo de grandes casas rodeadas de jardines que habrían acogido una docena de nuestras manzanas de viviendas de supra trabajadores, casas de dos plantas y no prefabricadas como las casas corrientes, casas resplandecientes de luces, tanto en su interior como en el exterior.

La de la señora Parkes era inmensa. Conté doce ventanas alineadas en la planta baja, todas iluminadas tras las cortinas, y me pregunté qué haría con tantas. En vez de dirigirnos a la entrada principal, tomamos un sendero lateral al margen del camino particular de la mansión, y yo quise saber por qué en esta ocasión utilizaríamos la puerta de servicio.

—Porque esta vez somos sirvientes.

Todo conspiraba aquella noche para demostrar que Billy no era el perpetuo jefe que aparentaba ser y para revelarme a mí que no se puede confiar en los ídolos.