Cuando yo era niña y asistía al jardín de infancia teníamos las glorias anuales del mar y el verano. Nosotros, los rapaces (a aquella edad éramos todos rapaces con sonrisas angelicales que ocultaban propósitos demoníacos), chapoteábamos en la playa de Elwood mientras el sol clavaba brillantes astillas en la bahía verdiazul.
¡Verano! Época paradisíaca de bebidas frías y ensaladas multicolores, poca ropa y juegos bajo el chorro de la manguera del jardín, días a la orilla del mar con quemaduras del sol y medusas, arena y algas y voluptuosas olitas del agua acariciante. ¡Jugar sin parar!
Pero cada año llegaba un final llamado invierno con nubes pesadas como el plomo y tempestades en la bahía, camisetas de lana y mañanas frías, lluvia en los cristales de la ventana y el miedo de que el verano pudiese no volver.
El verano volvía siempre. Era el invierno el que desaparecía imperceptiblemente de la ronda de las estaciones del planeta, mientras que el mágico verano se hacía lluvioso y amenazador y tropicalmente húmedo. Hubo inviernos suaves, después inviernos cálidos, después inviernos cortos que se diluyeron en otoños prolongados ya sin ningún invierno auténtico. El aguanieve, el granizo y la escarcha se convirtieron en recuerdos «de antes» y su ocasional y alarmante presencia nos perturbaba, amenazando el nuevo orden de verano perpetuo, vacaciones perpetuas.
En nuestros jardines se produjeron gratos cambios cuando las falsedades del clima engañaron a las plantas y algunas adquirieron extraordinario tamaño. Rosas como girasoles, dientes de león de medio metro, ¡pensamientos como platos de terciopelo! Es el exceso de CO2, explicaba el sabelotodo de la vecindad; alimenta unas plantas, pero mata otras. ¿Qué otras? No veíamos ninguna otra: habían muerto y desaparecido. Se contaba también que el CO2 era una calamidad para la agricultura, que la franja del cultivo del trigo se desplazaba hacia el sur y se constreñía a la costa, y que los antiguos campos eran ya una cuenca polvorienta, con lo cual pueblos enteros se veían forzados a emigrar y dejar atrás ciudades fantasmas que susurraban en un paisaje vacío.
¿No sabían ellos lo que iba a ocurrir? Oh, sí, «ellos» lo sabían; ya en la década de 1980 se les advirtió, pero «ellos» estaban muy ocupados. «Ellos» tenían la amenaza nuclear y la superpoblación mundial y el problema mundial del hambre y los brotes de terrorismo y las huelgas y la corrupción de las altas esferas estrechándole la mano al crimen de las capas bajas, y el interminable trajín de, simplemente, tratar de conservar el poder; cuestiones todas que debían ser atendidas urgentemente. Y que sin embargo tampoco fueron atendidas: «ellos» lo intentaron, pero los conflictos eran demasiado grandes, estaban demasiado bien cohesionados para ser tratados, fuera por la razón o por la fuerza; y los conflictos que iban a emerger en la década siguiente tenían que ser dejados a un lado hasta que hubiera tiempo, hasta que se pudieran efectuar los estudios correspondientes y los problemas se contemplasen en el contexto adecuado y se encontrase la apropiada financiación…
Súbitamente, la década siguiente llegó con la urgencia de nuevos desastres y sin el menor síntoma de que se remediaran los viejos. No se podía culpar de todo al CO2, pero sin duda contribuyó al nivel de saturación. Contribuyó a hundirnos en la desdicha y la necesidad.
Qué maravilloso sería ahora despertar una mañana con la temperatura rozando el cero y un viento invernal anunciando el retorno del viejo mundo… En lugar de ello tenemos el mar y el verano. El mar cubre las playas del mundo entero; las ciudades costeras van a morir ahogadas. Día tras día el agua asciende por las calles desde riberas y ríos; nuestro viejo y plácido Yarra hace tiempo que rebasó sus márgenes a causa de las crecientes mareas. Las carreteras de la costa ya no existen y los pisos inferiores de las casas son inhabitables.
La mujer madura tiene lo que de niña deseaba: el mar y un verano eterno.