El sol, alto aún en la tarde temprana, relumbraba sobre las aguas tranquilas. No soplaba brisa alguna; sólo la estela de la embarcación turbaba la placidez de la bahía. La carta de navegación del piloto mostraba en líneas de puntos, directamente debajo de donde estaba la quilla, el antiguo lecho de un río, pero ninguna corriente fluía por la superficie: el Yarra desembocaba ahora a cierta distancia hacia el norte, al pie de los Dandenongs, donde la Ciudad Nueva se resguardaba entre lomas y árboles.
El joven piloto había perdido su inicial temor reverente a la Ciudad Vieja y a la vasta extensión de ruinas sumergidas que había por debajo; este viaje ya era para él mera rutina. En el transcurso del año transportaba a centenares de historiadores, arqueólogos, submarinistas y simples turistas. Sus actuales sensaciones eran simplemente de placer porque el sol tuviera vigor suficiente como para que mereciese la pena quitarse la ropa y gozar de su caricia sobre la piel.
No eran frecuentes los días así, ni siquiera en pleno verano, y por otra parte el viento del sur provocaría escalofríos antes del anochecer. Goza mientras puedas, pensó; aférrate al instante. Si la idea se acercaba al hedonismo más de lo que era propio en un cristiano practicante, amén. Él creía más en el perdón de los pecados que en la posibilidad de su propia perfección.
Cuando aquella ciudad sumergida había alcanzado su índice máximo de población y desesperación, mil años antes, el sol brillaba a lo largo de las cuatro estaciones, pero aquellos tiempos pasaron y nunca volverían. El Largo Verano había terminado y el Largo Invierno (acaso cien mil años de invierno) lo sustituyó. El frío viento del sur al anochecer, cada anochecer, reafirmaba su presencia, y el piloto se alegraba de vivir precisamente entonces, no antes ni después.
No todos los muros ni todas las torres de la Ciudad Vieja yacían en el fondo de la bahía. La fusión del casquete glacial de la Antártida se había frenado ya cuando la atmósfera contaminada reequilibró sus elementos y se disipó el manto global de calor; la cota total de elevación del nivel del océano había sido previamente calculada, pero no se hizo con antelación suficiente para preservar del desastre a las ciudades costeras del planeta. Al norte y al nordeste de la posición de la lancha se encontraban las islas que antaño fueron los puntos más elevados de los barrios periféricos de Melbourne, ahora cubiertas de bosques y herbazales, reservas inagotables de historia.
Las otras ruinas, las otras reservas históricas, sumergidas en parte, eran agrupaciones de las gigantescas torres edificadas (con la ciega persistencia de quienes no podían creer en la inmediatez del desastre) en las zonas más bajas de la desparramada ciudad. Había diez Enclaves, cada uno de ellos formado por un grupo de torres casi idénticas cuyo diseño había variado muy poco en cuanto a la imprudente ligereza de su construcción. El Enclave al cual se aproximaba en aquellos momentos la lancha motora era uno de los mayores, un bosque de veinticuatro gigantes regularmente espaciados en un área de unos cuatro kilómetros cuadrados situada frente a lo que en aquellos lejanos tiempos fuera la desembocadura del Yarra. Estaba señalado en la carta del piloto con el nombre de Newport Towers y con la indicación de Corrientes Erráticas, indicación común a todos los Enclaves. Aquellos vetustos muros, con sus flancos de más de cien metros, generaban flujos, reflujos y remolinos cada vez que cambiaba la marea.
Marin sabía que lo que se veía era sólo el armazón inferior de unos edificios que se habían alzado hasta el cielo. Su codiciosa altura no había soportado la erosión marina ni los ciclones desencadenados por la desestabilización de las condiciones climáticas. Ninguno se había conservado entero; la mayoría eran meros muñones de su antigua grandeza, astilladas raíces de dientes rotos. Resultaba difícil imaginarlos en su repelente apogeo: veinticuatro conejeras humanas, de cincuenta a setenta pisos de altura cada una, donde rebullía como caterva de gusanos la humanidad de la Cultura de Invernadero.
Él vivía en un mundo donde la arquitectura se sometía a la preocupación por el entorno, donde las escaleras eran consideradas inconvenientes y las viviendas de dos plantas constituían una rareza. Si razones funcionales exigían ocasionalmente una altura excesiva en determinados edificios industriales, éstos se hallaban limitados por restricciones de diseño y ubicación. (Se estimaba que en la Antigua América algunas estructuras se aproximaron al kilómetro de altura, y no cesaban todavía los debates a propósito de las presiones que produjo semejante extravagancia).
A Marin, los Enclaves, como tales, le aburrían; parecía haber en su silencio de catacumba poco más que descubrir, pese a que se diría que los pasajeros de hoy los consideraban merecedores de una vida entera de estudio. Y si no todos los pasajeros, sí una en particular.
Por encima del hombro preguntó:
—¿Torre Veintitrés, doctora? ¿Cómo siempre?
—Como siempre —asintió ella.
La motora era grande, y los dos pasajeros situados a popa estaban lo bastante apartados como para dialogar normalmente sin que él los oyera, pero Marin poseía la habitual sensibilidad de los humanos para percibir que se hablaba de ellos y notar la leve alteración del timbre en los susurros de la conversación.
El hombre preguntó:
—¿Siempre usa las mismas formalidades? Será ya la décima vez.
—Siempre. —La historiadora sonreía divertida—. Los cristianos son gente puntillosa, siempre educados pero conscientes de su santidad; no declaradamente separados, pero tampoco integrados del todo en el rebaño común.
—¡Insultante!
—No, sólo defensivo. Se consideran a sí mismos una minoría en rápida regresión, mientras que las filosofías contemplativas orientales ganan terreno. Y no faltan ciertamente los imbéciles que se mofen de ellos.
—¿Y te extraña? Quienquiera que crea que puede trazar una línea divisoria entre el bien y el mal, en el mejor de los casos se equivoca, y en el peor está loco. Los cristianos, según yo los veo, quieren salvar a la humanidad del pecado sin antes haber comprendido ni qué es el pecado ni qué es la humanidad.
Ella le dedicó su peculiar sonrisa.
—¿Eso es algo que crees, o se trata del borrador de un epigrama para la obra que escribes?
Debido a que ella había acertado a tocar uno de sus puntos débiles, el actor-comediógrafo se contentó con un enigmático encogimiento de hombros. La mujer tenía una puntería certera cuando se trataba de pequeñas vanidades, y en las veinticuatro horas que hacía que se conocían se lo había hecho notar sobradamente. Por ejemplo, la cuestión de su pretendida ascendencia vikinga, fundada únicamente en su nombre, Andra Andrasson, a pesar de que una vigorosa vena aborigen le marcaba con un inconfundible color de piel. La oscuridad de su piel le obligaba a usar un copioso maquillaje de hombre blanco en la mayoría de papeles que representaba, y en consecuencia era frecuente que el público no le reconociera por la calle. «¿A quién le gusta que le asedien los admiradores?». Había preguntado; y casi pudo oír la respuesta que ella no llegó a articular: A ti te encantaría. Porque le habría encantado, en efecto.
Era una forma de establecer la relación profesora-alumno, sin duda. Y mejor era esto que el interés predador hacia un joven bien parecido (treinta, ejem, y cinco era una edad bastante joven); en las fiestas de las noches de estreno Andra había acumulado un saludable temor a las mujeres liberadas y maduras. Ésta, en cualquier caso, era totalmente pedagógica y locuazmente desinteresada, cuando no solícitamente informativa.
Lenna Wilson, de hecho, no se sentía desinteresada del todo, sino simplemente vacía de estímulos; o dicho con más precisión, un poco decepcionada. Se había animado convenientemente cuando una de las más destacadas personalidades de la escena contemporánea requirió su asesoramiento, y su buena presencia y su natural apostura la excitaron no poco. Luego, ya en su primera excursión, él había aprovechado la ocasión para tomar el sol, y el proceso de desmagnetización comenzó de inmediato. Desnudo, él era curiosamente informe (ella le describió en su fuero interno como tubular); daba la impresión de que sus formas fueran creación de su sastre, y al moverse mostraba escasa gracia. Sin embargo, en el escenario podía hipnotizar con un gesto, adquirir majestad, hundirse en la payasada o convertirse instantáneamente en un anónimo hombre de la calle.
Bien, cada cual tenía talento para cosas distintas, y ella lo tenía para la historia. Era tan respetada en su posición como Andra Andrasson en la suya (aunque aproximadamente diez mil veces menos conocida), y él había confirmado su conocimiento del hecho por las influencias que movilizó hasta obtener su asentimiento a la propuesta de asesorarle durante una única y muy ocupada semana.
Ella dijo:
—No esperes mucho de esto. Es fácil desalentarse a la primera ojeada.
—Yo espero horrorizarme.
—¿De unas habitaciones vacías?
—De unos fantasmas.
—Para ello necesitarías un conjuro.
Él enderezó la espalda y habló en tono más alto:
—Los conjuros son parte de mi oficio. Antes de escribir una obra de teatro tengo que invocar unas cuantas visiones.
El piloto miró por encima del hombro, como esperando captar un gran gesto teatral del cual sonreírse, pero vio únicamente la tranquila faz de un hombre que se tomaba en serio su trabajo y elegía expresarse en metáforas.
Andra le dedicó una mueca y añadió para él:
—Entre tanta ruina, algunos fantasmas deben quedar en espera de que alguien los llame.
—Fantasmas sucios y malolientes; hacinados, obscenos y violentos. —Su activo cristianismo espoleaba al muchacho más allá de lo prudente—. Era gente perversa.
—A pesar de todo —intervino Lenna—, fueron la materia de que está hecha la historia.
Marin, competente en su trabajo, era también un joven culturalmente ambicioso; sus formalismos en el trato con Lenna no indicaban respeto, sino sólo distanciamiento. Con el aplomo de los ignorantes, insistió:
—Fueron perversos. Ellos y todos los que se les parecían arruinaron el mundo para quienes vinieron después. Repudiaron la historia, doctora.
—Quizá sí —replicó ella apaciblemente—, pero si la historia debe registrar la ascensión del hombre, también ha de recoger las etapas de su caída.
Oh, amigo mío, ahora iremos a parar al Jardín del Edén.
Pero el piloto no era estúpido y se percató de que había extremado el dogmatismo. Esbozó una sonrisa.
—Dentro de unos minutos, artista, podrá usted mismo interrogar a los fantasmas.
No era gran cosa como broma, pero sirvió para poner fin a la discusión. El muchacho giró con ímpetu la rueda del timón y la embarcación viró suavemente frente a dos monstruos de acero y cemento melancólicamente derrumbados. Los restos de muros rotos que sobresalían del agua un par de desolados pisos estaban ennegrecidos por siglos de mugre, horadados por la fricción y por un millar de agentes corrosivos; en ellos bostezaban unas cuantas ventanas sin vidrios ni armazón.
—Veintitrés —anunció Marin, deslizándoles hacia la sombra de la torre que se erguía como un centinela en el ángulo noroeste del Enclave.
El edificio, según juzgó Andra, tenía unos cien metros cuadrados, y en aquel lugar el agua (echó una mirada al cuadro de indicadores del piloto) alcanzaba una profundidad ligeramente superior a los treinta metros, de manera que lo que quedaba, con únicamente tres pisos más o menos completos por encima del nivel del mar, era un pobre fragmento de la que un día fue colosal estructura. Cada piso estaba completamente rodeado por una galería estrecha, hoy desmantelada, y de una de las galerías colgaba una especie de pasarela que descendía hasta una plataforma flotante. Marin condujo hasta ésta la embarcación y la amarró en paralelo.
—Mejor que se abrigue, artista —sugirió, enfundándose él mismo en un mono de trabajo—. Dentro hace mucho más frío.
—Gracias.
Andra se puso camisa y pantalones, mientras que Lenna, completamente vestida porque consideraba los baños de sol una ocupación aburrida e improductiva, saltó de inmediato a la plataforma, que se balanceó al recibir su peso.
—Esto no soportaría ni una tormenta ligera —observó Andra.
—El Departamento de Historia ha destinado un vigilante a cada Enclave. Se ocupa de los flotadores de acceso cuando es necesario.
—Después de tanto tiempo, ¿todavía estudiáis estas ruinas?
—No terminamos nunca. Los submarinistas descubren cosas nuevas y raras, las innovaciones en las técnicas de investigación exigen el escrutinio constante de los restos, y si se llega a interpretaciones inéditas es preciso revisar a fondo los edificios. Permanentemente.
Él estaba impresionado.
—Me han dicho que los trabajos que ahora tenéis en curso descartan conclusiones anteriores.
Súbitamente situada en su papel de profesora, ella le corrigió:
—Intentan modificar algunas conclusiones anteriores sobre las relaciones sociales en la Cultura de Invernadero. Pensamos que la separación entre supra e infra fue menos completa de lo que se había supuesto.
—Eso parece el género de información que necesito.
—¿Para escribir tu obra?
—Para interrelacionar los personajes. Habría sido difícil presentar dos estratos totalmente separados.
Con su metódico espíritu docente, ella dijo:
—Comentaremos eso más tarde. —Y al iniciar el ascenso por la pasarela, recuperó su entusiasmo de exploradora—: Vamos adentro. Es absolutamente fascinante.
No era ésta la palabra que él habría elegido para calificar el hormigón desnudo del diminuto apartamento en que entraron por la ventana de la galería. Las habitaciones vacías siempre parecen pequeñas, constreñidas, pero para Andra aquéllas eran claustrofóbicas. Había tres, cada una de aproximadamente tres metros por dos y medio, comunicadas una con otra, más dos cuartitos de la mitad del tamaño en un extremo. Pensó que derribando algunos tabiques aquello podía convertirse en un cobijo para pasar la noche, pero nunca en un lugar donde vivir. Preguntó al azar:
—¿Un pisito para dos personas?
A su espalda, Marin rió sin alegría. Lenna dijo:
—Estaba destinado a una familia de cuatro, pero jamás había espacio suficiente y pronto no hubo tampoco dinero para edificar. Lo corriente eran siete u ocho personas, a veces más.
—¿Aquí? ¡Vivirían como animales!
Las palabras le habían salido abruptamente.
—Los animales sí tenían más espacio, porque eran preciosos. Piensa en esto: la torre completa tenía setenta plantas y estimamos que vivían en ella 70 000 personas.
Él inspeccionó dubitativo el cajón que era una de las habitaciones. Lenna añadió entonces:
—Si restamos el espacio que ocupan los patios de luces, los huecos de los ascensores y las escaleras, quedan menos de cuatro metros cuadrados de espacio vital para cada individuo y sus muebles y enseres.
Andra se resistía a creerlo. Trató de imaginar ocho camas, con sillas, mesas, armarios, anaqueles… La cabina de un avión era más holgada.
—¡Qué pobreza!
Marin habló como quien no ve motivo para sorprenderse:
—En el curso de la historia, la pobreza ha sido el sino del hombre común.
Lenna le miró con ligera curiosidad.
—Cierto, tendemos a olvidar eso. Contemplamos los monumentos y no pensamos en los millones que pasaron hambre para levantarlos.
Andra se estremeció, aunque no de frío.
—Por lo menos eso lo hemos eliminado del mundo.
—El dato estadístico interesante —dijo secamente Lenna— es el número de milenios que nos costó aprender a hacerlo, pese a que siempre fue fácil y siempre lo supimos.
Les precedió, desde el apartamento, por un pasillo oscuro que discurría a todo lo largo del edificio. La única luz que llegaba hasta él procedía de dos ventanas, una en cada extremo, con excepción del tramo donde ellos se encontraban: allí había sido instalada una lámpara alimentada por una batería, que iluminaba una extensión de unos treinta metros. A la luz de esta lámpara Andra vio que las resquebrajadas, rotas y escamosas paredes habían sido pintadas en una u otra época: débiles trazos y sugestiones de color, más débiles aún, se percibían en cada centímetro de la superficie.
Titubeando, escrutando las muestras, Andra preguntó:
—¿Murales?
Lenna dijo:
—De cierta clase.
Y Marin:
—Ya verá.
Ella se adelantó en dirección a la ventana del extremo occidental.
—Examinándolas con rayos equis asistidos por computadora hemos logrado restaurar una sección de la decoración de las paredes. Trae la lámpara, Marin, por favor.
El joven trasladó la lámpara hasta la última puerta del pasillo, donde dio brillo a una docena de metros de colorido y confusión.
—Usaban pinturas, carbón, lechada de cal, aerosoles de laca y cualquier cosa capaz de adherirse al tabique, y después trazaban sus dibujos unos sobre otros. Aburrimiento creativo.
Era así, ciertamente. Andra no consiguió reconocer nada por entero, sólo percibió indicios de figuras que emergían de un caos de formas y trazos y manchas y desmembrados fragmentos de letras. Estudió éstas, tratando de extraer alguna palabra, pero fue en vano.
—El idioma ha cambiado —le recordó Lenna.
Él replicó con irritación.
—Estudié inglés medio tardío para leer los originales de Shakespeare, y aquí no reconozco nada.
—La pobreza, Andra. La educación fue uno de los lujos que hubo que descartar. La inmensa mayoría de los últimos infra no sabían leer ni escribir. Los que sabían apenas entendían el significado.
El motivo más generalizado en los graffiti del mundo entero aparecía una y otra vez con flagrante crudeza y absoluta falta de destreza artística; pero el mejor ejemplo, dibujado encima de todo lo demás, y en este caso con fidelidad prístina, adornaba la puerta del apartamento del rincón. En un blanco brillante e impertinente, un enorme pene cubría casi toda la altura de la puerta, equilibrado por un par de testículos gargantuescos.
—Extrañamente —dijo Lenna—, sabemos que esto fue una broma infantil. Los retazos de información que nos llegan son a veces asombrosos. Conocemos bastantes cosas del hombre que vivía aquí.
—Que era lo bastante fanfarrón como para tener decorada así su puerta, por ejemplo.
—No sabemos lo que opinaría del adorno. Éste es uno de los problemas de la reconstrucción histórica: sabemos qué y usualmente por qué, pero muy raramente cómo pensaba la gente respecto a lo que fuera.
—Testimonios escritos —protestó él.
—No contienen pensamientos, sino más bien reflexiones, ideas posteriores, y generalmente se nota. —Lenna empujó la puerta para abrirla—. Hemos tratado de reconstruir este apartamento a partir de fragmentos de información recogidos en una docena de grabaciones y archivos, pero seguimos sin saber lo más importante de la familia Kovacs: cómo pensaban sus componentes en cada momento. Sólo podemos extrapolar, es decir, establecer hipótesis.
Invitó a Andra a que entrase, y la inmediata reacción de éste fue la idea de que nadie en aquel entorno podía pensar absolutamente nada. En la primera pieza había dos camas individuales y entre ambas una mecedora fabricada toscamente; a un lado, entre los pies de una cama y la pared, se encontraba una mesita que podía desplegarse hasta una anchura de un par de metros y, apoyados detrás de ella, cuatro asientos plegados, planos. El suelo estaba cubierto por un material lustroso, adornado con diseños, que Andra se agachó para tocar.
—¿Qué es?
—Lo llamaban linóleo plástico. Hemos tenido que fabricar un sustituto; se desgasta rápidamente.
Detrás de él, junto a la puerta, una pantalla gris de metro y medio llenaba todo el espacio disponible; debajo había una serie de botones y terminales rotulados con abreviaturas que no pudo descifrar.
—¿Televisión?
—Ellos lo llamaban un triv: era un centro de comunicaciones de uso general. No habían desarrollado la proyección por red de cristales. Ésa es una de las pocas cosas que nosotros hacemos mejor que ellos.
Marin saltó con viveza:
—Nosotros lo usamos todo mejor que ellos; nosotros vivimos mejor y pensamos mejor.
Andra habló sin volverse a mirarle:
—Sé buen chico y deja que tu bilis descanse un poco.
Pasó a la habitación siguiente. Allí había dos literas dobles con una silla en medio y sendas taquillas en los extremos. En las paredes bailaban ilustraciones de tebeos y dibujos animados: gatos, perros y ratones antropomórficos, y un oso grande, barrigudo, inefablemente bonachón.
—¿El cuarto de los niños?
—Seguramente. En este apartamento vivían once personas, la mayoría de ellas niños. Se supone que dormían aquí, dos en cada cama.
Se echaba de menos algo esencial.
—¿Dónde guardaban la ropa?
—La primera réplica a eso sería: ¿qué ropa? Tenían poco más que lo imprescindible. Probablemente, por la noche, doblaban sus prendas de vestir y las utilizaban como almohadas.
Él se estremeció de nuevo, incapaz de dominar la piedad y un irracional y humillante pudor. Al propio tiempo, su mente creativa estaba ya concibiendo una escenografía: un apartamento en toda su anchura, con alguna sección del siguiente y, en el extremo contrario, la galería exterior; tabiques movibles y plegables; todo ello rotatorio, con la pared del edificio en el reverso y un efecto óptico por red de cristales para dar profundidad y perspectiva; todo ello palpitante de vida, de una vida intranquila, miserable, desesperada… con un estimulante olfativo para dar el toque discreto de sudor animal en los momentos de atropellada actividad…
La tercera habitación era comparativamente lujosa: una cama doble, una silla, un pequeño aparador, una mesa y, sorprendentemente, una estantería con libros.
—Ésta era la única concesión que se permitían: un cuarto privado donde refugiarse.
—¿Quién?
—Kovacs. Billy Kovacs. Era el Jefe de Torre, un hombre de gran autoridad, temido y amado.
Andra fue a examinar los libros.
—Enciclopedias, diccionarios, un atlas, manuales de enseñanza primaria. ¿Para educar a sus hijos?
—Para educarse a sí mismo. Era un hombre culto, a su manera; en otros tiempos más antiguos pudo haber sido un personaje del Renacimiento. —Andra tendió la mano para tomar un viejo y grueso volumen—. No, déjalo. Todos son maquetas. Sus libros auténticos se convirtieron en polvo quién sabe cuándo; ya eran antiguos, ya estaban anticuados en su época.
Su activo mecanismo interno de acotación le previno: «Bien, ahí tienes un personaje que tú podrías interpretar: un visionario visceral, alto, duro… no, evasivo, ligeramente cargado de espaldas, con ojos ávidos… no, procura no ser tan obvio, déjalo para más tarde…».
Los dos cuartitos del fondo eran respectivamente una pequeña cocina y una instalación de ducha con un retrete.
—No hay lavadero —comentó, antes de percatarse de que decía una estupidez.
Lenna hizo con las manos acción de restregar.
—El fregadero de la cocina. Jabón tosco y trabajo manual.
—Ya tengo suficiente. Querría salir. Volveré a echar una mirada dentro de dos o tres días.
Marin dijo:
—Trate de imaginar el olor de once cuerpos mugrientos, de la comida que se está cociendo y del desagüe del retrete embozado. El ruido de los niños que chillan y de los adultos que vociferan con los nervios de punta.
Andra abandonó el lugar sin detenerse y regresó directamente a la lancha motora. En la densidad de la visión que su creatividad había conjurado, él mismo se sentía bañado en sudor maloliente, empujado por oscuras necesidades, y, además, culpable ante los 70 000 fantasmas de la Torre Veintitrés.
La universidad fue construida mil metros más arriba, en las laderas más avanzadas de los Dandenongs, con las fachadas orientadas al sur mirando hacia las estribaciones por donde la Ciudad Nueva extendía su confortable pulcritud hacia las islas que habían sido las afueras de la Ciudad Vieja y, más allá, hacia las aguas que eran su tumba. La universidad, disimulados sus bajos edificios por los árboles, era casi invisible de día, pero ahora, con el sol descendiendo en el horizonte occidental, sus rayos buscaban los cristales de las ventanas y se la descubría por los brillantes reflejos que aparecían entre las hojas verdes.
En el apartamento de Lenna, situado en el límite meridional del campus, Andra bebía café de importación (Highland mutado procedente de Nueva Guinea, de elevado consumo) y dejaba vagar la mirada por las islas y la bahía. Después de la calma de la tarde, ésta aparecía visiblemente agitada, incluso a aquella distancia de veinte kilómetros, gris, veteada y amenazadora; más cerca, frente a la ventana panorámica, las ramas se doblaban y los arbustos se abatían bajo el azote del viento meridional de una galerna que, al morir el día, hundía el sol en el océano antes de aplacarse en la silenciosa noche.
—¿Es normal? ¿Ocurre siempre?
Lenna, cuarentona, perezosa y rechoncha, se complacía en tomar su café reclinada en un diván.
—Casi siempre. En invierno, ahora, las galernas duran más y son más frías.
—¿Una tendencia?
—Posiblemente. Los meteorólogos no quieren comprometerse. Puede ser un ciclo climático de menor importancia, limitado, pero hará falta una década de mediciones y observaciones para que estén seguros.
—He visto unos animales nadando en la bahía cuando regresábamos. Marin ha dicho que eran focas.
Ella sonrió ante su falta de decisión para hacer la pregunta obvia.
—Sí. Vienen cada vez más al norte, con las corrientes polares que se acercan a la costa.
—He leído… —titubeó él, con la inseguridad del lego ante una mente educada con mayor precisión—, he leído que la Edad del Hielo podría caer sobre nosotros rápidamente.
—En términos históricos eso es cierto, pero para un historiador rápidamente puede significar un par de siglos. —Andra se mostró ridículamente aliviado, pensó ella, como si hubiera sospechado que el hielo le atraparía antes de la hora de acostarse—. Probablemente habrá una sucesión de cortos períodos fríos, muy súbitos y muy fríos, que durarán aproximadamente una década cada uno, antes de que termine la etapa interglaciar y el hielo se afiance. Las posibilidades de que tú alcances a verlo son escasas.
—Ni me interesa. Me gusta el mundo tal como es.
Pero la visita a las grandes torres le había afectado profundamente, y más aún el sentimiento del inmenso pasado que yacía treinta o cuarenta metros por debajo de la quilla de la lancha, encarado en su creativa imaginación con la vastedad de los cambios que habían metamorfoseado un planeta tan estúpidamente como las erupciones cósmicas destruían y creaban estrellas.
Lenna dijo:
—Sabemos que este período interglaciar se acaba. El Invernadero derritió los polos y los glaciares, que no se restablecerán de la noche a la mañana, pero las condiciones que finalmente los recrearán habrán helado los huesos del planeta mucho antes.
—Y la humanidad que acaba de salir penosamente de una segunda Edad Media volverá a encontrarse con la espalda contra la pared.
—No dramatices la historia. Estamos muy bien equipados para soportar un millón de años de frío. Nuestros antepasados aguantaron una Edad del Hielo refugiados en cuevas y cubiertos con pieles de animales, cazando con venablos de punta de pedernal. Me sorprendería que nosotros no saliéramos razonablemente bien parados con la tecnología del aislamiento y la energía nuclear. Por otra parte, la zona ecuatorial es casi seguro que se mantendrá templada y libre de hielos. Una Edad del Hielo no es una gran tragedia; de hecho, es el estado normal del planeta. Tenemos los conocimientos adecuados y los Centros de Planificación del Futuro. Haremos que el cambio sea suave.
Fuera, el sol se había puesto y el viento amainaba perceptiblemente. El cielo se oscureció. En los contrafuertes, el alumbrado público trazó súbitamente la pauta de las calles.
Andra hizo un gesto dramático, breve y ensayado, en dirección a las torres de los Enclaves que se perdían en la oscuridad.
—Tal como yo lo entiendo, y si he seguido correctamente la línea histórica, ellos sabían lo que iba a ocurrir tan bien como nosotros sabemos lo que nos espera. Sin embargo, no hicieron nada para evitarlo.
—Desembocaron en la destrucción porque no podían hacer nada para evitarla. Habían iniciado una secuencia que debía seguir su curso desequilibrando el clima. Además, estaban atrapados en una telaraña de sistemas entrecruzados, finanzas, gobierno democrático, lo que llamaban alta tecnología, estrategias defensivas, política de amenazas, mantenimiento de un estado crítico constante que les precipitaba de crisis en crisis a medida que cada problema resuelto se convertía en nido de nuevos problemas. Existe un cuento infantil sobre un niño que taponó con el dedo un escape en un dique, creo que todavía lo cuentan en los jardines de infancia. Bien, en los siglos veinte y veintiuno, el planeta entero estaba taponando con los dedos los diques que la propia gente había construido hasta que el mar inundó su embrollado statu quo. Literalmente. —Señaló con un ademán—. Está todo ahí si quieres leerlo.
Andra dejó su taza de café y se aproximó a la mesa baja (ébano macizo, observó con envidia de coleccionista) sobre la cual se encontraban once grandes y gruesas carpetas tituladas: Estudio preliminar de los factores que influyeron en el colapso de la Cultura de Invernadero en Australia.
¡Preliminar! Había allí por lo menos 5000 páginas, un millón de palabras. ¿Quién podía extraer datos escénicos de semejante río? Según los términos de su permiso de investigación disponía sólo de una semana… Calculando cómo iba a exponerlo esto a Lenna sin ofenderla, preguntó para ganar tiempo:
—¿Era la situación de Australia distinta de la de otros continentes?
—Posiblemente era mejor en muchos aspectos. Elegí Australia como muestra de laboratorio porque yo estaba aquí y porque abarcar todo el mundo en un análisis comparativo me habría ocupado la vida entera. Otros contrastarán mis trabajos con las observaciones que se hayan efectuado en distintos lugares.
Andra dijo tímidamente, ejerciendo a conciencia su capacidad de seducción para disimular su cautela ante el orgullo profesoral:
—Pues mucho temo que leer todo eso ocuparía por entero mi semana de investigación.
Quizá cansada de su indolente posición, Lenna hizo un esfuerzo por levantarse conteniendo la risa.
—Cielos, hombre, ni se me ha ocurrido que lo leas. Es un trabajo de especialista; necesitarías una base general histórica y técnica para sacar de esto algún provecho. —Escogió una carpeta determinada—. Aquí he marcado unos pasajes que pueden serte útiles, pero no tiene objeto que ataques la obra entera.
Agradecido, él escudriñó el subtítulo, de por sí prohibitivo: El Estado en equilibrio bajo la dicotomía Supra/Infra; pero por lo menos sabía qué significaban las palabras.
—¿Empiezo esta noche?
Ella volvió a tomar de sus manos la carpeta.
—Quizá más adelante. Hay otra cosa que preferiría que leyeras primero. —Se mordió el labio, como si le faltaran palabras, como si sus posiciones se hubieran invertido misteriosamente y fuera ella quien titubease ante la especialización y la experiencia profesional de él—. Es una exposición… menos formal.
¡Dios de la sensatez! Habrá escrito una maldita obra teatral y quiere que yo la lea. Años de atroces engendros de autores aficionados desfilaron por su memoria. Pero ¿cómo podría negárselo a su concienzuda asesora?
—En realidad —añadió ella—, es una especie de novela.
Mejor, mucho mejor. Así no tendría que explicarle que su amada obra era irrepresentable y de imposible arreglo. (Además de que se proponía escribir la obra teatral él mismo).
Ella prosiguió, todavía cohibida:
—La cuestión es que me gustaría tener una audiencia popular. No he dedicado doce años de mi vida a esto para verlo enterrado en un archivo en espera de que algún estudiante lo desempolve en busca de datos para una posible tesis. Quiero rectificar el concepto que tiene el público de cómo eran nuestros antepasados. Lo único que se conoce son estampas folklóricas, hipótesis y estúpidas farsas baratas que no aciertan ni en el vestuario.
Él estaba de acuerdo en esto. Había representado algunas de aquellas farsas antes de convertirse en el Andra Andrasson que podía elegir y seleccionar sus papeles, exigir la reposición de Shakespeare y conseguirla… y hacerla rentable.
Con automático entusiasmo, dijo:
—¡Exacto, así es! Me gustaría leerla. —No importaba lo mala que fuese con tal que de ella pudieran extraerse detalles precisos y exactos—. Has dicho que es una especie de novela.
—Me refiero a que no es enteramente una obra de ficción, sino el resultado de determinadas investigaciones. Todos los personajes vivieron y hay información sobre ellos en grabaciones y bancos de datos. Existen descripciones, incluso fotos y fichas policiales que proporcionan detalles.
Un relato verídico. El «beso de la muerte» del artista. El terror de los lectores y asesores editoriales. Ella dijo:
—El apartamento que hoy hemos visto… —se interrumpió, vacilante, y lo intentó otra vez—: He escrito sobre el Jefe de Torre, Billy Kovacs.
—¿De veras?
La vehemencia de él casi la sobresaltó. No sospechaba la marejada de imágenes latentes en su fantasía, a la espera del nombre que las liberase.
El personaje del Renacimiento criado en el lumpen.
Amado y temido. Gobernante de una nación emparedada de 70 000 fantasmas dolientes, desde un cuchitril abarrotado en el seno de un hormiguero.
Instruyéndose a sí mismo con viejos libros mientras los críos chillaban y retozaban entre sus pies.
Luchando por… ¿Por qué? ¿Por un poco de decencia y orden mientras subían las aguas del océano?
Un símbolo.
—¿Dónde está ese texto? —Lenna se encontraba de pronto ante un hombre consumido por la necesidad—. ¡Dámelo!
De nuevo en su habitación, sus preparativos se redujeron a quitarse los zapatos y amontonar almohadones en la cama para leer con comodidad. Una vocecita en el fondo de su conciencia le acusaba de haberse comportado con excesiva altanería, descortés y precipitado al escapar con su presa; pero seguramente la mujer comprendía lo que era la devoción a una idea. ¿No había dedicado doce años a la suya? En cualquier caso, le decía otra voz más apremiante, tenía el texto y podía dedicarse después a curar sentimientos heridos.
El texto estaba en un cartucho de grabación no mayor que la palma de su mano, lo cual significaba presumiblemente que era ya la versión definitiva; sin duda había llegado justo a tiempo de interceptarlo. Deslizó el cartucho en la abertura correspondiente, debajo de la pantalla, tomó el control remoto, se instaló en la cama y puso en funcionamiento el selector. La pantalla se ennegreció y aparecieron en amarillo mate las primeras letras:
El Mar y Verano
Una Reconstrucción Histórica
por Lenna Williams
Ningún alarde de títulos académicos. Quitó la página inicial y la lista de Agradecimientos, pasó rápidamente el Contenido (principalmente nombres propios escasamente informativos), situó en la pantalla la primera página de texto y amplió la imagen hasta que pudo leerla fácilmente a cinco metros.
Era un lector reflexivo, más que rápido; un visualizador que podía pasar un día entero ante el texto de una obra teatral, creando cada escena y cada situación conforme el diálogo ponía en acción a los maniquíes del autor. Una novela era, para él, una obra de teatro con indicaciones más explícitas para la puesta en escena.
El primer capítulo, breve, cumplía la función de crear una atmósfera; bastante bueno como introducción, porque arrullaba al lector para agudizar su receptividad específica. Bajo forma dramática desaparecería totalmente, sustituido por música, iluminación y estímulos subliminales.
El segundo capítulo entraba inteligentemente en materia. Reconoció el uso de una técnica basada en la pantalla, selectiva más que consecutiva. Parecía estar presentado con mucha sencillez…
… hasta que sin previo aviso un párrafo introdujo una actitud mental, ni anunciada ni explicada, que desbarató su comprensión inmediata. Meditó sobre ello. Carece de sentido decir que no tenemos diferencias sociales, porque sí las tenemos, aunque tienden a ser laterales más que verticales, una separación entre iguales. Esta división entre Supra e Infra es difícil de admitir, demasiado drástica, demasiado artificial, pero parece determinante en la Cultura de Invernadero. Creyó verlo más claro cuando apareció la mención de la Periferia, una transición entre señores y siervos. La Periferia no figuraba en el folklore al uso, que se concentraba en las brutalidades de la división. El público, reconoció con amargura, quería que le simplificaran las sutilezas; quería comprender sin necesidad de pensar.
Abandonó la cama y fue en busca de las plumas y el bloc que suponía le habrían suministrado; los encontró en un escritorio que se desplegaba de la pared, regresó a la cama y tomó nota: ¿Cómo se produjo esta división? ¿Por qué no hubo una revolución?
Leyó lentamente durante dos horas, llenando varias hojas de bloc con preguntas para Lenna. A aquella velocidad de caracol tardaría dos días en ingerir la novela, cuya extensión era simplemente normal, parándose, reanudando la lectura y después visualizando con enorme detalle.
Cuando su concentración empezaba a fallar, desconectó el aparato. La visualización era el gran obstáculo. Debía estudiar fotos de archivo de las casas de la Periferia, suponiendo que las hubiera, obtener detalles fidedignos sobre formas de vestir, y explorar de nuevo y de cerca aquellas decrépitas torres; quizá tendría que bucear hasta el nivel de las calles. Sólo con un buen acopio de información lograría que Kovacs se moviese en medio de la agobiante mugre y la violencia latente de su época.