¡Papá!

Sari se abalanzó hacia su padre y se arrodilló a su lado. Pero Ahmed se adelantó rápidamente, dirigiendo la antorcha hacia ella y con la daga lista, forzándola a volver atrás.

A la luz de la antorcha se veía un hilo de sangre resbalando por la cara de tío Ben, que se quejaba, pero no se movía.

Miré rápidamente las momias dispersas en la habitación. Era difícil creer que pronto seríamos como ellas.

Pensé en saltar sobre Ahmed y tratar de golpearlo. Me imaginé agarrando la antorcha, lanzándosela, forzándolo contra la pared para que nos dejara escapar.

Pero la hoja de la daga brillaba, como advirtiéndome para que permaneciera atrás.

«Soy solamente un niño», pensé.

Era una locura pensar que yo podía vencer a un hombre que tenía en las manos un cuchillo y una antorcha.

Era una locura.

Toda la escena era loca y aterradora. De pronto me sentí mal. Mi estómago se contrajo y una oleada de náuseas me invadió.

—¡Déjanos ir ahora! —le gritó Sari a Ahmed.

Para mi sorpresa, él reaccionó moviendo hacia atrás la antorcha y lanzándola a través del cuarto.

Cayó con un suave plop en el pozo de brea. Instantáneamente la superficie de brea se incendió. Las llamas se extendieron, saltando hacia el techo de la cámara, hasta que se incendió todo el cuadrado.

Miraba anonadado cómo la brea estallaba y formaba burbujas bajo las llamas anaranjadas y rojizas.

—Debemos esperar a que hierva —dijo Ahmed con calma. Las sombras producidas por las llamas se reflejaban en su cara y sus ropas.

El ambiente de la cámara se puso pesado. Sari y yo empezamos a toser.

Ahmed se agachó, pasó las manos bajo los hombros del tío Ben y empezó a arrastrarlo por él

—¡Déjalo! —chilló Sari, corriendo frenéticamente hacia él.

Vi que iba a tratar de golpearlo.

La agarré por los hombros y la retuve.

No íbamos a pelear contra Ahmed. Ya había dejado inconsciente a tío Ben. Ni pensar en lo que nos haría a nosotros.

Mientras retenía a Sari, lo miré fijamente. ¿Qué planeaba hacer ahora?

No me tomó mucho tiempo descubrirlo.

Con una fuerza sorprendente, levantó a tío Ben del piso y lo llevó hacia uno de los sarcófagos abiertos, que descansaban contra la pared.

Después lo alzó y lo dejó caer dentro del sarcófago. Sin perder el aliento en absoluto. Ahmed cerró la tapa sobre mi tío inconsciente. Luego se volvió hacia nosotros.

—Ustedes dos, ¡entren en aquél! —señaló un enorme sarcófago que estaba sobre un pedestal, al lado del de tío Ben. Era casi tan alto como yo, y tenía por lo menos tres metros de largo. Debió ser construido para contener una persona momificada y todas sus pertenencias.

—¡Déjanos ir! —insistió Sari—. ¡Déjanos salir de aquí! No le vamos a contar a nadie lo que sucedió. ¡De verdad!

—¡Por favor!, entren al sarcófago —insistió pacientemente—. Debemos esperar hasta que la brea esté lista.

—¡No, no entraremos ahí! —dije.

Me temblaba todo el cuerpo. Sentía el palpitar de la sangre en mis sienes. No me daba cuenta de lo que estaba diciendo. Estaba tan aterrado que ni siquiera me oía a mí mismo.

Miré a Sari. Ella permaneció de pie, desafiante, con los brazos cruzados rígidamente sobre el pecho. Pero a pesar de su valiente actitud, podía ver que su barbilla temblaba y que estaba a punto de llorar.

—¡Al ataúd! —repitió Ahmed—, a esperar su destino. Khala no puede seguir esperando. La antigua maldición debe cumplirse en su nombre.

—¡No! —grité con furia.

Me paré en la punta de los pies y escruté dentro del enorme sarcófago. Tenía un olor tan agrio que estuve a punto de vomitar.

La caja era de madera. Estaba llena de manchas y pelada en el interior. A la luz vacilante, vi cientos de insectos que se arrastraban en su interior.

—¡Entren en la caja! ¡Ahora! —ordenó Ahmed.