Se rió hasta que le salieron lágrimas. Sari me agarró el brazo.

—Él trabaja para Ahmed —susurró, apretándome la muñeca—. ¡Hemos caído en una trampa!

—¿Qué qué? Sentí una puñalada de terror en el pecho.

Pensé que Sari estaba equivocada. No podía estar en lo cierto. Pero yo no sabía qué más pensar.

Abrí la manija de la puerta y empecé a salir del taxi. Pero el conductor levantó una mano, indicándome que me detuviera.

—¡Vamos, Gabe, sal! —Sari me empujó con fuerza.

—¿Hotel Central de El Cairo? —preguntó de pronto el taxista, secándose las lágrimas. Luego señaló con el dedo a través del parabrisas: Hotel Central de El Cairo.

Sari y yo miramos en esa dirección.

Ahí, enfrente, estaba el hotel. Empezó a reírse de nuevo, agitando la cabeza.

—Gracias —grité y salté afuera. Sari saltó detrás de mí con una amplia y aliviada sonrisa.

—No creo que fuera tan risible —le dije. El taxista tiene un extraño sentido del humor.

Nos volvimos. El taxista nos miraba todavía sonriendo.

—¡Vamos! —me dijo Sari, arrastrándome—. Tenemos que contarle a papá lo de Ahmed.

Pero, para nuestra sorpresa no había nadie en la habitación del hotel. Mi nota todavía estaba sobre la mesa donde la había dejado. Nada había sido movido.

—No ha regresado —dijo Sari, agarrando mi nota y arrugándola en forma de pelota.

—Ahmed mintió en todo —me dejé caer pesadamente en el diván.

—Quisiera saber qué está pasando —dije con preocupación—. No entiendo.

Sari y yo gritamos cuando la puerta de la habitación se abrió.

—¡Papá! —gritó Sari y corrió a abrazarlo.

Yo estaba contento de que fuera tío Ben y no Ahmed.

—Papá, qué cosa más extraña… —empezó Sari.

Tío Ben la terna abrazada. Cuando se acercaron al diván, vi que mi tío estaba aturdido.

—Sí, es extraño —murmuró, agarrándose la cabeza.

—Mis dos trabajadores…

—¿Están bien? —preguntó Sari.

—No, en realidad no —replicó tío Ben sentándose en el brazo del sillón, mirando al frente con la vista perdida.

—Ambos están en estado de shock. Supongo que así se dice.

—¿Tuvieron un accidente en la pirámide? —pregunté.

—Realmente no lo sé —dijo tío Ben, rascándose la calva—. No pueden hablar. Ambos están mudos. Creo que alguien o algo los aterrorizó de tal manera que los dejó sin habla. Los doctores están confundidos. Dicen que…

—¡Papá, Ahmed trató de secuestramos! —interrumpió Sari, apretándole la mano.

—¿Qué? ¿Ahmed? —Cerró los ojos, y preguntó confundido—. ¿Qué quieren decir?

—Ahmed, el muchacho de la pirámide. El del traje blanco y el pañuelo rojo en el cuello, el que siempre lleva un portafolio en la mano —explicó Sari.

—Nos dijo que tú lo habías enviado a buscamos —dije—. Vino al museo…

—¿Al museo? —tío Ben se puso de pie.

—¿Qué estaban haciendo en el museo? Yo pensé que les había dicho…

—Temamos que salir de aquí —dijo Sari, poniendo su mano en el hombro de su papá, tratando de calmarlo.

—Gabe quería ver momias, por eso fuimos al museo. Pero Ahmed vino y nos subió en su auto.

Dijo que nos íbamos a encontrar contigo en el hotel.

Pero conducía en la dirección equivocada —continué la historia—. Así que saltamos del auto y corrimos.

¿Ahmed? —tío Ben repetía su nombre como si no pudiera creerlo—. Se presentó con excelentes referencias y credenciales —dijo—. Es criptógrafo, estudia egipcio antiguo y está muy interesado en los murales escritos y en los símbolos que descubrimos.

—Pero entonces ¿por qué hizo eso? —pregunté.

—No lo sé —dijo tío Ben—. Pero lo averiguaré —dijo, abrazando a Sari.

¡Cuánto misterio! —continuó—. ¿Los dos están bien?

—Sí, estamos bien —repliqué.

—Tengo que ir a la pirámide —dijo, soltando a Sari y caminando hacia la ventana—. Les di el día libre a los trabajadores. Pero tengo que llegar al fondo de todo esto.

Unas nubes taparon el sol; de pronto la habitación se oscureció.

—Voy a ordenar que les traigan algo a los dos —dijo tío Ben, con una expresión pensativa—. ¿Estarán bien hasta que regrese esta noche?

—¡No!, gritó Sari, —¡no puedes dejarnos aquí!

—¿Por qué no podemos ir contigo? —pregunté—. ¡Sí, vamos contigo! —exclamó Sari, antes de que el tío tuviera oportunidad de protestar.

Movió la cabeza.

—Es demasiado peligroso —dijo, entrecerrando los ojos y mirándonos primero a mí y luego a Sari—. Tengo que averiguar qué les pasó a los dos trabajadores…

—Pero papá, ¿qué pasa si Ahmed regresa? —gritó Sari. Parecía realmente aterrorizada—. ¿Y si viene aquí?

Tío Ben frunció el ceño.

—Ahmed —murmuró—. Ahmed.

—¡No puedes dejamos aquí! —repitió Sari.

Tío Ben miró el cielo oscuro a través de la ventana.

—Creo que tienen razón —dijo finalmente—. Tengo que llevarlos conmigo.

—¡Sí! —gritamos Sari y yo, aliviados.

—Pero tienen que prometerme que permanecerán muy juntos —dijo con severidad tío Ben, señalando con el dedo a Sari—. ¿Está claro? Nada de separarse, nada de bromas.

Estaba viendo un aspecto completamente nuevo de mi tío. Aunque era un científico muy re conocido, siempre había sido el bromista de la familia.

Pero ahora estaba preocupado. Realmente preocupado.

Nada de bromas hasta aclarar el tenebroso misterio.

Comimos unos sandwiches en el restaurante del primer piso del hotel, y luego fuimos en auto a través del desierto hasta la pirámide.

Pesadas nubes cubrían el sol, y a medida que avanzábamos formaban sombras azules y grises sobre la arena.

La enorme pirámide surgió en el horizonte y se agrandó a medida que nos acercábamos por la autopista vacía.

Recordé la primera vez que la había visto, sólo unos días antes. Una visión impresionante. Pero ahora, mirándola a través del parabrisas, sólo, sentí espanto.

Tío Ben estacionó el auto cerca de la entrada baja que había descubierto en la parte posterior de la pirámide. Cuando nos bajamos del auto, el viento soplaba hacia el piso, agitando la arena, que se arremolinaba entre nuestras piernas.

Tío Ben levantó una mano para detenernos, a la entrada del túnel.

¡Tomen! —dijo. Buscó en su paquete de herramientas y sacó equipo para Sari y para mí. Abróchense esto— y nos pasó a cada uno un beeper.

—Sólo hay que oprimir el botón para llamarme —dijo, mientras me ayudaba a asegurarlo al cinturón de mi jean.

—Es como un dispositivo de orientación. Si oprimes el botón, envía señales eléctricas a la unidad que yo llevo, entonces puedo localizarlos siguiendo los niveles del sonido. Por supuesto, espero que no tengan que utilizarlo, ya que van a estar junto a mí.

Luego nos dio unas linternas.

—Caminen con cuidado —nos indicó—, orienten la luz hacia el piso, unos metros adelante de ustedes.

—Ya sabemos, papá —dijo Sari—, ya lo hemos hecho antes, ¿recuerdas?

—Solamente sigan las instrucciones —dijo tajante, y se volvió hacia la oscura entrada de la pirámide.

Me detuve en la entrada y saqué la mano de la momia, sólo para asegurarme de que la tenía.

—¿Qué haces con eso? —preguntó Sari, haciendo un gesto.

—Es mi amuleto —le dije, deslizándolo en mi bolsillo.

—Se burló y me dio un empujoncito hacia la entrada de la pirámide.

Minutos más tarde, estábamos de nuevo bajando por la escalera de cuerda hacia el primer túnel angosto.

Tío Ben nos guiaba moviendo hacia adelante y atrás el amplio círculo de luz de su linterna. Sari iba algunos pasos detrás de él y yo seguía a ella El túnel parecía esta vez más estribo aún y más bajo. Supongo que era por mi estado de ánimo.

Agarré firmemente la linterna y mantuve la luz orientada hacia el piso. Me concentré en evitar las salientes del bajo techo.

El túnel daba vuelta hacia la izquierda, luego descendía hasta el pie de una colina en donde se abría en dos senderos; seguimos el de la derecha. El único ruido que oíamos era el de los zapatos que crujían sobre el piso arenoso y seco.

Tío Ben tosió.

Sari dijo algo, pero no pude oírlo. Me había detenido a iluminar un montón de arañas en el techo y los dos se habían adelantado unos metros.

Siguiendo la luz, a medida que se movía en el suelo, vi que mi zapato se había desamarrado de nuevo.

—¡Oh, no!, ¡otra vez!

Me detuve para amarrármelo, dejando la linterna en el piso.

—¡Hey, esperen! —grité.

Pero ellos habían iniciado una discusión sobre algo y no me oían. Yo podía escuchar el eco de sus voces en el largo y tortuoso túnel, pero no podía comprender sus palabras.

Rápidamente hice un doble nudo en el cordón, agarré la linterna y me puse de pie.

—¡Hey!, esperen —grité ansiosamente.

¿Adónde se habían ido?

Me di cuenta de que ya no podía oír sus voces.

«¡Esto no puede sucederme otra vez!», pensé.

—¡Hey!, —grité, formando un altavoz con las manos.

Mi voz hizo eco en el túnel, pero ninguna otra me respondió.

«Esperen» —pensé.

Ellos estaban tan enfrascados en su discusión que se olvidaron de mí.

Estaba más disgustado que asustado. Tío Ben había hecho un discurso sobre la necesidad de permanecer juntos y ahora él se adelantaba y me dejaba solo en el túnel.

—¿Dónde están? —grité.

Nadie contestó.