Como Ahmed tenía los ojos clavados en mí a través del espejo retrovisor, me entretuve con el cinturón de seguridad; fingí ajustarlo. Mientras hacía esto, me acerqué a Sari y le susurré al oído:

La próxima vez que se detenga…

Al principio no me entendió, pero después me di cuenta de que había captado.

Ambos nos sentamos tensos, con los ojos puestos en las manijas de las puertas, esperando en silencio.

—Tu papá es un hombre muy inteligente —decía, mirando a Sari por el retrovisor.

—Lo sé —le replicó Sari, con voz débil.

El tráfico se hizo lento, luego se detuvo.

—¡Ahora! —grité.

Ambos agarramos las manijas de las puertas. Empujé, abrí mi puerta y salté vacilando del auto.

Las bocinas sonaban adelante y atrás, sin embargo pude oír los gritos de sorpresa de Ahmed.

Dejé el auto abierto, me volví y vi que Sari ya estaba también en la calle. Me miró mientras cerraba de un golpe la puerta. Sus ojos estaban desorbitados de terror.

Sin decir una palabra empezamos a correr.

Las bocinas de los autos parecían más fuertes a medida que nos internábamos en una estrecha calle. Corríamos uno al lado del otro, a lo largo de una calle de ladrillo que zigzagueaba entre dos hileras de altos edificios revestidos con estuco blanco.

«Me siento como una rata en un laberinto» pensé.

La calle se hacía aún más estrecha y luego desembocaba en una plaza circular ocupada por un pequeño mercado lleno de puestos de frutas y flores.

—¿Nos está siguiendo? —gritó Sari, unos pasos detrás de mí.

Me volví y lo busqué, mis ojos escrutaban a través de la multitud que compraba en el mercado.

Vi varias personas que llevaban amplios trajes blancos. Dos mujeres vestidas de negro entraban en el mercado arrastrando una canasta llena de plátanos. Un muchacho en bicicleta trataba de avanzar entre las dos.

—No lo veo —le grité a Sari.

Pero seguimos corriendo sólo por si acaso.

Nunca había tenido tanto miedo en mi vida.

«¡Por^ favor!, ¡por favor!», rogué silenciosamente, «no permitas que nos siga, no permitas que nos alcance».

Al dar vuelta en una esquina nos encontramos en una avenida muy ancha y llena de tráfico. Un camión pasaba llevando atrás un furgón lleno de caballos. Las aceras estaban atestadas de compradores y de gente de negocios.

Sari y yo nos dirigimos hacia ellos, tratando de escondemos en la multitud.

Finalmente, vinimos a detenemos a la entrada de lo que parecía ser una gran tienda de departamentos. Respiré profundamente, apoyando mis manos en las rodillas, tratando de recuperar mi aliento.

—Lo perdimos —dijo Sari, mirando en la dirección por donde veníamos.

—Sí, sí, estamos bien —dije feliz, y le sonreí, pero ella no me respondió la sonrisa.

Su cara reflejaba una gran inquietud. Sus ojos seguían mirando hacia la multitud. Su mano estiraba nerviosamente un mechón de su cabello.

—Estamos bien —repetí—. Nos vamos.

—Sólo hay un problema —dijo suavemente. Sus ojos todavía miraban hacia la multitud.

—¿Un problema?

—¡Estamos perdidos! —replicó finalmente, ¡no sabemos dónde estamos!—. ¡Estamos perdidos Gabe, no sabemos dónde estamos!

De repente sentí un agudo dolor en la boca del estómago. Ya iba a dar un grito de terror, pero me esforcé por contenerlo y por convencerme de que no estaba aterrorizado.

Sari había sido siempre la valiente, la ganadora, la campeona, y yo el débil. Pero ahora me daba cuenta de que estaba realmente asustada.

Ésta era mi oportunidad de ser el tranquilo, mi oportunidad de demostrarle quien era de verdad el campeón.

—No hay problema —le dije—. Vamos a pedirle a alguien que nos oriente hacia el hotel.

—¡Pero si nadie habla nuestro idioma! —gritó, a punto de llorar.

—Bueno… —le dije menos animado—. Estoy seguro de que alguien…

—¡Estamos perdidos! —repetía abatida, moviendo la cabeza—, totalmente perdidos.

En ese momento vi la solución a nuestros problemas, estacionada en un andén. Era un taxi, un taxi libre.

—Ven —le dije y la arrastré hacia el taxi. El taxista, un hombre joven, delgado, con un amplio bigote negro y cabello negro pegajoso que sobresalía de una gorra pis, se volvió sorprendido cuando Sari y yo subimos al asiento de atrás.

—Al Hotel Central de El Cairo —dije, mirando a Sari con un aire de seguridad. El chofer me miró desconcertado, como si no entendiera.

—¡Por favor!, llévenos al Hotel Central del Cairo —repetí lenta y claramente.

Movió la cabeza, abrió la boca y empezó a reírse.