—Vamos por aquí —dije, protegiéndome los ojos del sol con la mano.
—¡Hace mucho calor! —se quejó Sari.
La calle estaba atestada y era ruidosa. No podía oír nada más que las bocinas de los carros.
Los conductores aquí se pegan a las bocinas desde el instante en que arrancan los autos y sólo dejan de pitar cuando llegan a su destino.
Sari y yo caminamos juntos por la acera, en medio de la multitud. Pasaba todo tipo de personas: hombres con trajes de corte americano al lado de otros que llevaban trajes que parecían holgados pijamas blancos.
Vimos mujeres que llevaban, como en cualquier calle de Estados Unidos, coloridas medias, faldas clásicas, pantalones, jeans, junto a otras con trajes largos o vaporosos vestidos negros con la cara cubierta por un pesado velo negro.
—Esto no se parece a mi país —exclamé, gritando por encima del ruido de las bocinas.
Estaba tan fascinado con la gente interesante que encontrábamos a nuestro paso en la estrecha acera, que olvidé mirar los edificios. Casi sin damos cuenta estábamos frente al museo: una estructura alta de piedra tallada que se alzaba sobre la calle, tras unos oblicuos y empinados escalones.
Subimos las escaleras y entramos por la puerta giratoria del museo.
—¡Oh! ¡Qué silencio! —exclamé en un susurro. Era agradable estar lejos del ruido de las bocinas, de las aceras atiborradas y de la gente ruidosa.
—¿Por qué tendrán que usar tanto la bocina? —preguntó Sari, tapándose las orejas.
—Me imagino que es una costumbre —repliqué.
Nos detuvimos y miramos a nuestro alrededor. Nos encontrábamos en el centro de un enorme salón. A derecha e izquierda subían unas enormes escaleras de mármol. Dos columnas blancas enmarcaban una gran puerta que daba directamente al interior. En la pared de la derecha había un enorme mural que representaba una vista aérea de las pirámides y el Nilo.
Permanecimos en medio del salón, admirando el mural durante un rato. Luego caminamos hasta el fondo, y preguntamos a una mujer en la recepción dónde quedaba el salón de las momias.
Nos ofreció una amable sonrisa y nos dijo, perfectamente bien en nuestro idioma, que subiéramos por la escalera, a la derecha.
Nuestras zapatillas resonaban sobre el brillante piso de mármol. La escalera parecía interminable.
—Esto es cómo subir una montaña —me quejé a mitad de camino.
—A ver quién llega primero arriba —dijo Sari burlándose, y emprendió la carrera antes de que yo tuviera oportunidad de protestar.
Obviamente, me ganó como por diez peldaños.
Esperaba que me dijera lento, caracol o algo por el estilo. Pero cuando llegué ya estaba mirando lo que había delante de nosotros.
Era un salón oscuro, de techo altísimo, que parecía extenderse hasta el infinito. Una urna de cristal, en el centro de la entrada, exhibía una detallada maqueta en madera y arcilla.
Me acerqué para ver mejor. La maqueta mostraba miles de trabajadores que arrastraban sobre la arena enormes bloques de piedra caliza, hacia una pirámide parcialmente construida.
En el salón adyacente había enormes estatuas de piedra, grandes sarcófagos, muestras de vidrio y cerámica, y urnas y más urnas con artefactos y reliquias.
—¡Creo que éste es el sitio! —exclamé feliz, apresurándome ante la primera vitrina.
—¡Oh! ¿Qué es eso? ¿Una especie de perro gigante? —preguntó Sari, señalando una enorme estatua contra la pared.
La criatura tenía cabeza de perro feroz y cuerpo de león. Sus ojos miraban al frente y parecía dispuesta a abalanzarse sobre quien se le acercara.
—Ponían criaturas como ésa delante de sus tumbas —le dije a Sari—. ¿Sabes?, era para proteger el lugar, para alejar a los ladrones de sepulturas.
—Como perros guardianes —dijo Sari, acercándose unos pasos a la antigua escultura.
—¡Hey!, ¡hay una momia en este sarcófago! —exclamé señalando el féretro de piedra—. ¡Mira!
Sari se acercó hacia mí sin dejar de admirar la enorme escultura. —Sí, es una momia, muy bien —dijo sin impresionarse. Me imagino que ella había visto muchas más que yo.
—Es tan pequeña —dije, mirando las vendas de lino amarillento que envolvían tan cuidadosamente la cabeza y el delgado cuerpo.
—Nuestros antecesores eran enanos —replicó Sari—. ¿Crees que era hombre o mujer?
—Miré la placa situada a un lado del féretro: —Dice que es un hombre.
—Me imagino que no hacían ejercicio en aquellos tiempos —dijo Sari, riéndose de su propia ocurrencia.
—Pero eran formidables envolviendo —dije, examinando lo cuidadosamente forrados que estaban los dedos de las manos de la momia, cruzadas a su vez sobre el pecho—. El pasado Halloween me disfracé de momia y a los diez minutos mi disfraz estaba completamente desbaratado.
Sari hizo un ruido con la boca.
—¿Sabes cómo hacían las momias? —pregunté, dando la vuelta alrededor de la momia para verla mejor desde el otro lado—. ¿Sabes qué era lo primero que hacían? Les sacaban el cerebro.
—¡Puaj! ¡Basta! —dijo, mostrándome la lengua y haciendo una cara de asco.
—¿No sabes nada de esto? —pregunté, disfrutando el hecho de que yo tenía una información verdaderamente truculenta que ella no poseía.
—Por favor, basta —dijo, levantando una mano, como para protegerse de mí.
—No, esto es interesante —insistí—. El cerebro tenía que salir primero. Ellos utilizaban una herramienta especial, una especie de garfio largo y delgado. Lo introducían por la nariz del cadáver hasta llegar al cerebro y luego lo meneaban fuertemente hasta ablandarlo.
—¡Para! —rogaba Sari, tapándose los oídos.
—Después tomaban una cuchara larga —continué alegremente— y sacaban a cucharadas el cerebro, poco a poco.
Hice un movimiento, como cuchareteando con la mano. —Hurgaban y hurgaban el cerebro a través de la nariz. Algunas veces sacaban un ojo y hurgaban a través de la cuenca del ojo—. Gabe, ¡por favor! —gritó Sari.
De verdad parecía a punto de desmayarse. ¡Estaba verde! Eso me encantó.
Nunca había pensado que Sari tuviera un punto débil, pero estaba logrando ponerla mal de verdad.
«¡Magnífico!» —pensé.
Definitivamente tenía que recordar esta técnica.
—Todo esto es cierto —le dije, incapaz de ceder terreno.
—¡Ya cállate! —murmuró.
—Claro que algunas veces no sacaban el cerebro por la nariz. Simplemente cortaban la cabeza y dejaban escurrir los sesos por la nuca, y luego volvían a poner la cabeza en el cuerpo. Luego le colocaban unas vendas, supongo.
—Gabe…
La había estado observando todo el tiempo para ver su reacción. Parecía cada vez más asqueada. Su pecho se agitaba, respirando con dificultad. Pensé que iba a vomitar el desayuno.
Si llegaba a hacerlo, me encargaría de recordárselo toda la vida. —Eso es indecente, de verdad— dijo. Su voz sonaba rara, como si saliera de debajo del agua o algo así.
—Pero es cierto —dije—. ¿Nunca te ha contado tu padre cómo hacían las momias?
Negó con la cabeza: —Él sabe que no me gusta…
—¿Y sabes qué hacían con los intestinos? —pregunté, divirtiéndome con la cara que hacía.
—Los colocaban en vasijas y…
De pronto me di cuenta de que Sari no me estaba mirando a mí.
Miraba por encima de mi hombro.
—¡Eh! —me volví y supe por qué de pronto parecía tan sorprendida.
Un hombre había entrado en el salón y estaba de pie justo enfrente de la primera vitrina. Tardé algunos segundos en reconocerlo.
Era Ahmed, el extraño y silencioso egipcio de cola de caballo negra, que nos había saludado de un modo poco amable en la pirámide. Vestía igual, llevaba los mismos pantalones y camisa blancos y anchos, y un pañuelo rojo alrededor del cuello. Su expresión era igual de antipática, quizás hasta enojada.
Sari y yo nos alejamos del sarcófago y Ahmed, pasando sus ojos de uno a otro, dio un paso hacia nosotros.
—¡Gabe, viene hacia nosotros! —susurró Sari. Cuando Sari me agarró del brazo, sentí su mano fría como el hielo.
—Vámonos de aquí —gritó.
Yo dudé. «¿No deberíamos detenemos a saludarlo?».
Pero algo en la severa y decidida expresión de la cara de Ahmed me decía que Sari tenía razón.
Dimos la vuelta y empezamos a caminar rapidísimo, tratando de alejamos de él. Sari iba unos pasos adelante de mí. Miré de reojo y vi que Ahmed corría detrás de nosotros. Nos gritaba algo, con voz furiosa y amenazadora, algo que no pude entender.
—¡Corre! —gritó Sari.
Ahora corríamos a toda velocidad, nuestros zapatos golpeaban fuerte el pulido piso de mármol.
Dimos vueltas alrededor de una enorme vitrina que contenía tres magníficos sarcófagos. Luego corrimos por el ancho pasillo, en medio de esculturas, antiguas piezas de cerámica y reliquias de las pirámides.
Ahmed gritaba furioso, detrás de nosotros:
—¡Regresen, regresen!
Parecía muy enojado.
Sus zapatos golpeaban contra el suelo produciendo eco en la vasta y vacía sala del museo.
—¡Nos está alcanzando! —le grité a Sari, que todavía iba unos pasos adelante de mí.
—Tenemos que encontrar una salida —contestó ella, casi sin aliento. Pero inmediatamente me di cuenta de que no había ninguna. Estábamos cerca de la pared del fondo; pasamos frente a una esfinge gigante y nos detuvimos.
No había salida.
Solamente una compacta pared de granito.
Nos dimos la vuelta para ver a Ahmed con los ojos crecidos por el triunfo.
Nos tenía arrinconados.