Di un grito sofocado.

Me paralicé.

Un escalofrío bajó por mi espalda.

La tapa se abrió lentamente otra pulgada.

Los ojos me miraban fijamente. Eran unos ojos fríos, diabólicos, milenarios.

Quedé boquiabierto, y antes de que me diera cuenta empecé a gritar.

Grité con todas mis fuerzas.

Mientras gritaba, incapaz de retroceder, de correr o de moverme, la tapa se abrió por completo.

Lentamente, como en un sueño, una figura oscura se levantó del fondo del féretro y saltó.

—¡Sari!

Una amplia sonrisa hinchó su cara. Sus ojos brillaban de júbilo.

—Sari, eso no fue gracioso —logré decir con una voz chillona que rebotó contra las paredes de piedra.

Pero ella se reía demasiado fuerte para oírme, con una risa insolente.

Yo estaba tan furioso que busqué frenéticamente algo para lanzarle, pero no había ni siquiera una piedrecita en el piso.

Mirándola, con el pecho todavía agitado por el susto, sentí que la odiaba. Me convirtió en un tonto, me hizo temblar como un bebé. Sabía que ella no me dejaría en paz.

—Tu cara —exclamó, cuando finalmente dejó de reírse—. Me hubiera gustado tener una cámara.

Yo estaba demasiado furioso para replicar.

Solamente refunfuñé.

Saqué el amuleto de mi bolsillo de atrás y empecé a darle vueltas en mi mano. Juego con él cuando estoy enojado, y generalmente me ayuda a calmarme.

Pero ahora sentía que no me iba a calmar nunca.

—Te dije que había encontrado un sarcófago vacío ayer —dijo, quitándose el cabello de la cara—. ¿Recuerdas?

Refunfuñé de nuevo, me sentía un perfecto idiota.

Primero había caído con el estúpido disfraz de momia de su padre, y ahora esto.

En silencio, juré que se lo haría pagar, aunque fuera la última cosa que hiciera en mi vida.

Ella se reía aún de su fantástica broma.

—¡La cara que tenías! —volvió a decir agarrándose la cabeza.

—A ti no te gustaría que yo te asustara —dije disgustado.

—Tú no podrías asustarme —replicó—. Yo no me asusto tan fácilmente.

—¡Ahh, sí, claro!

Eso fue lo mejor que pude decir. No era muy ingenioso, lo sé, pero estaba demasiado furioso para ser ingenioso.

Me estaba imaginando que agarraba a Sari y la metía en el sarcófago, la tapaba y la encerraba, cuando oí unos pasos que se acercaban por el túnel.

Observando a Sari, vi cómo cambiaba su expresión, pues ella también los había escuchado.

En segundos, tío Ben apareció en el cuartito. A pesar de la escasa luz pude notar que estaba verdaderamente furioso.

—Pensé que podía confiar en ustedes dos —dijo, apretando los dientes.

—Papá… —empezó Sari, pero él la interrumpió tajantemente.

—Confié en que ustedes no se moverían sin avisarme. ¿Saben lo fácil que es perderse en este lugar? ¿Perderse para siempre?

Papá… —empezó nuevamente Sari—, yo sólo estaba mostrándole a Gabe la cámara que descubrí ayer. Íbamos a regresar enseguida, de verdad.

—Hay cientos de túneles —dijo tío Ben con ira, ignorando la explicación de Sari—, quizás miles. Muchos de ellos no han sido explorados nunca. Nadie antes había estado en esta sección de la pirámide. No tenemos ni idea de los peligros que encierra. No saben lo frenético que me puse cuando vi que se habían ido.

—Perdón —dijimos Sari y yo al unísono.

—¡Vámonos! —dijo Ben, señalando la puerta con la linterna—. Su visita a la pirámide terminó por hoy.

Lo seguimos por el túnel, pero yo me sentía realmente muy mal. No solamente había caído en la estúpida broma de Sari, sino que también había enfurecido a mi tío favorito.

Sari siempre me ha metido en problemas, desde que éramos pequeñitos, pensé amargamente.

Ahora caminaba delante de mí, al lado de su papá, diciéndole algo al oído. De pronto ambos estallaron en risas y se volvieron a mirarme.

Sentí que me poma rojo.

Sabía lo que le estaba contando.

Le estaba diciendo que se había escondido en un sarcófago y me había hecho gritar como un bebé asustado. Y ahora ambos se reían de lo bobo que era yo.

—¡Felicitaciones a los dos! —grité amargamente. Eso los hizo reír más fuerte.

Pasamos la noche en el hotel del Cairo. Vencí a Sari en dos juegos de Scrabble, y eso no me hizo sentir mejor.

Ella se quejaba todo el tiempo de que sólo tenía vocales, y que así el juego no valía. Finalmente guardé el Scrabble en mi cuarto y nos sentamos a ver televisión.

A la mañana siguiente tomamos el desayuno en la habitación. Yo ordené panqueques, pero no sabían como los que yo conocía. Eran duros y grumosos, como si estuvieron hechos de cuero de vaca o algo así.

—¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó Sari a tío Ben, que bostezaba y se estiraba aún después de tomarse dos tazas de café negro.

—Tengo una cita en el Museo de El Cairo —nos dijo mirando su reloj—. Esa dos cuadras de aquí. Pensé que les gustaría dar una vuelta por el Museo mientras estoy en mi reunión.

—¡Ay, temblores y escalofríos! —dijo Sari con sarcasmo, sirviéndose otra cucharada de Zucaritas. La cajita de Zucaritas estaba escrita en árabe, y el Tigre Toño decía algo en árabe. Hubiera querido guardarla y mostrársela a mis amigos, pero temía que Sari se burlara de mí si se la pedía, y por eso no lo hice.

El museo tiene una colección de momias muy interesante, Gabe —me dijo tío Ben, tratando de servirse otra taza de café, pero la jarra estaba vacía—. Te va a gustar.

—Mientras no salten de sus sarcófagos… —dijo Sari.

¡Qué chiste tan malo! ¡Verdaderamente malo!

Le saqué la lengua. Ella me lanzó una cucharada de Zucaritas húmedas por encima de la mesa.

—¿Cuándo regresan mis padres? —le pregunté a tío Ben. De pronto me di cuenta de que los extrañaba.

Iba a responderme cuando sonó el teléfono. Se dirigió a la habitación y contestó. Era un teléfono negro, viejo, con disco en lugar de teclas. Mientras hablaba, la preocupación se reflejaba en su cara.

—Cambio de planes —dijo unos minutos más tarde, cuando regresó a la sala.

—¿Qué pasa papá? —preguntó Sari retirando su taza de cereal.

—Es muy extraño —replicó, rascándose la nuca—. Dos de mis trabajadores se enfermaron anoche de un mal extraño.

—Su expresión era preocupada. —Los trajeron al hospital, aquí en El Cairo.

Empezó a tomar su billetera y otras pertenencias. —Creo que mejor me voy ya— dijo.

—¿Y nosotros? —le preguntó Sari, mirándome.

—Solamente estaré afuera una hora más o menos —replicó su papá—. Quédense aquí en el cuarto, ¿de acuerdo?

—¿En el cuarto? —gritó Sari, como si fuera un castigo.

—Bueno. Pueden ir a la entrada si lo desean. Pero no salgan del hotel.

Se puso su chaqueta de safari, se aseguró de que tenía su billetera y sus llaves, y se apresuró a salir.

Sari y yo nos miramos molestos. —¿Qué quieres hacer?— pregunté, mientras pinchaba los panqueques fríos con el tenedor.

Sari se encogió de hombros. —¿No hace calor aquí?

Asentí con la cabeza.

—Sí. Creo que estamos cerca de los cuarenta grados.

—Tenemos que salir de aquí —dijo, poniéndose de pie y estirándose.

—¿Y bajar a la entrada? —pregunté, despedazando los panqueques con el tenedor.

—No, ¡debemos salir de aquí! —replicó. Se dirigió al espejo de la entrada y comenzó a cepillar su cabello negro y liso.

—Pero tío Ben dijo… —empecé.

No iremos lejos —dijo, y añadió rápidamente— si eso es lo que te da miedo.

Le hice muecas, pero no me vio; estaba ocupada admirándose en el espejo.

De acuerdo —le dije—. Podríamos ir al museo. Tu papá dijo que quedaba sólo a dos cuadras de aquí.

Estaba decidido a no ser más el juicioso. Si ella quería desobedecer a su papá y salir, no me importaba. Desde ahora yo decidiría, sería el macho.

Lo de ayer no se repetiría nunca más.

—¿Al museo? —dudó un poco—. Bueno, de acuerdo —dijo mirándome.

—Después de todo, ya tenemos doce años. Ya no somos unos bebés, ahora podemos ir adónde queramos.

—Sí, claro que podemos —dije—. Voy a escribirle una nota al tío para decirle a donde vamos, en caso de que regrese antes que nosotros.

Fui al escritorio y tomé un lápiz y una hoja de papel.

—Si estás asustado, Gabey, podemos dar una vuelta a la manzana solamente —dijo con voz fastidiosa, mirándome y esperando ver mi reacción.

—En absoluto —dije—. Vamos al museo, pero si tienes miedo…

—En absoluto —dijo, imitándome.

—Y no me llames Gabey —agregué.

—Gabey, Gabey, Gabey —murmuró, sólo para fastidiarme.

Escribí la nota para tío Ben. Luego tomamos el ascensor para bajar a la entrada. En la recepción preguntamos a una joven dónde quedaba el Museo de El Cairo. Nos dijo que dobláramos a la derecha y camináramos dos calles. Sari dudó un poco cuando dimos los primeros pasos bajo la brillante luz del sol.

—¿Estás seguro que quieres hacer esto?

—¿Y qué puede salir mal? —repliqué.