Desde Al-Jizah regresamos a El Cairo en un divertido autito que mi papá había alquilado en el aeropuerto. El trayecto no fue largo, pero a mí me pareció eterno. El auto era apenas un poco más grande que algunos de mis autitos de control remoto, y a cada brinco mi cabeza se golpeaba contra el techo.

Llevaba mis juegos, pero mamá no me permitió usarlos porque así podría admirar el Nilo cuando la carretera pasara por su ribera. El río era muy ancho y oscuro.

—Eres el único estudiante de tu clase que podrá ver el Nilo en esta Navidad —dijo mamá.

El aire caliente que entraba por la ventana del auto soplaba su oscura cabellera.

—¿Puedo jugar ahora, mamá? —pregunté. Para mí un río no es más que un río.

Aproximadamente una hora después, llegamos a El Cairo y atravesamos sus estrechas y sinuosas callejuelas. Mi papá tomó un camino equivocado y fuimos a dar a una especie de mercado. Estuvimos atrapados cerca de media hora en un callejón, detrás de una manada de cabras. No pude beber nada hasta regresar al hotel. Para entonces mi lengua tema el tamaño de un salami y me colgaba hasta el suelo, como la de Elvis, el Cocker Spaniel que tenemos en casa.

Hay una cosa buenísima de Egipto: la Coca Cola sabe tan bien como en casa. La Coca Cola Clásica, no la otra, y te la dan con mucho hielo, que a mí me gusta triturar con los dientes.

En el hotel teníamos una suite con dos habitaciones y una especie de salita. Desde la ventana se veía un altísimo rascacielos de cristal, como los de cualquier ciudad.

En la salita había un televisor, pero todos los programas eran en árabe. De todas maneras no parecían muy interesantes, pasaban sobre todo noticias.

Apenas estábamos comenzando a decidir el sitio dónde iríamos a cenar, cuando sonó el teléfono. Papá contestó, minutos después llamó a mamá y luego los oí discutir sobre algo.

Hablaban muy bajo, por eso imaginé que terna que ver conmigo y no querían que escuchara.

Como de costumbre, tenía razón.

Los dos salieron de la habitación unos minutos después; parecían preocupados. Lo primero que pensé fue que mi abuelita había llamado para decir que algo le había sucedido a Elvis en casa.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Quién llamó?

—Tu papá y yo tenemos que ir a Alejandría ahora mismo —dijo mamá, sentándose al lado de mí, en el diván.

¿Cómo? ¿Alejandría? ¿No estaba programado que iríamos allí el fin de semana?

—Son los negocios —dijo papá—. Un cliente importante quiere vemos mañana a primera hora.

—Tenemos que tomar un avión que sale en una hora —dijo mamá.

—¡Pero yo no quiero! —les dije, saltando del diván—. ¡Quiero quedarme en El Cairo y ver a tío Ben. Quiero ir a las pirámides con él!. ¡Ustedes lo prometieron!

Discutimos un ratito. Ellos trataban de convencerme de que en Alejandría podría ver muchas cosas interesantes, pero no cedí.

Finalmente mamá tuvo una idea. Llamó a alguien desde la habitación. Minutos más tarde regresó con una gran sonrisa.

—Hablé con tío Ben —anunció.

—¡Qué bien! ¿Hay teléfono en la pirámide? —pregunté.

—No. Lo llamé al albergue donde se aloja en Al-Jizah —respondió—. Dijo que podría cuidarte, si quieres, mientras tu papá y yo vamos a Alejandría.

—¡Bravo! La estadía empezaba a sonar estupenda. Tío Ben es uno de los tipos más simpáticos que he conocido. A veces me costaba creer que fuera hermano de mamá.

—Tú decides, Gabe —dijo, mirando de reojo a mi papá—. Puedes venir con nosotros o quedarte con tío Ben hasta que regresemos.

¡Qué decisión! No lo pensé ni una centésima de segundo:

—Me quedo con tío Ben —declaré.

—¡Ah!, otra cosa —dijo mamá, en tono de burla—. Tienes que pensarlo bien.

—No me importa lo que sea —insistí—. Escojo al tío Ben.

—Sari también está de vacaciones. Está con él.

—¡No! —grité. Me arrojé sobre el diván y empecé a dar puñetazos a los cojines.

Sari es la hija de tío Ben. Mi única prima. Tiene mi edad, doce años, pero se cree mucho. Asiste a un internado en los Estados Unidos mientras su papá trabaja en Egipto.

Es muy bonita, y lo sabe. Es astuta, y la última vez que la vi me llevaba casi tres centímetros de altura. Eso fue en la última Navidad, creo. De verdad se creía la gran cosa porque podía llegar hasta el último nivel del Super Mario Land. Pero no era justo porque yo no tengo el Super Nintendo sino el Nintendo normal y por eso nunca puedo practicar.

Creo que eso es lo que más le gusta de mí, que puede ganarme en juegos y otras cosas. Sari es la persona más competitiva que conozco. Es la primera y la mejor en todo. Si todos están por tener gripe, ella la contrae primero.

—Deja de golpear el diván de esa manera —dijo mamá. Me agarró del brazo y me hizo poner de pie.

—¿Eso significa que cambias de opinión? ¿Vienes con nosotros? —preguntó papá. Lo pensé un momento.

—No, me quedo con tío Ben —dije decidido.

—¿Y no te vas a pelear con Sari? —preguntó mamá.

—Ella es la que pelea conmigo —dije.

—Tu mamá y yo tenemos prisa —dijo papá.

Se fueron enseguida a la habitación a empacar. Yo encendí el televisor para ver un programa de concurso en árabe. Los participantes se reían muchísimo. No pude imaginarme por qué. No sabía una palabra de árabe. Al rato, mis padres salieron con las maletas.

—No llegaremos a tiempo al aeropuerto —dijo papá.

—Hablé con Ben —me dijo mamá, mientras se cepillaba el pelo—. Estará aquí en una hora o una hora y media. Gabe, no te importa quedarte solo aquí durante una hora, ¿verdad?

—¿Eh?…

No era una gran respuesta, lo admito, pero su pregunta me tomó por sorpresa. Quiero decir, nunca me había ocurrido que mis propios padres me dejaran solo en un gran hotel, en una ciudad extraña donde ni siquiera conocía el idioma. ¿Cómo podían hacerme esto?

—No te preocupes —dije—. Estaré bien, solamente voy a ver televisión mientras llegan.

—Ben ya está en camino —dijo mamá—. Él y Sari llegarán dentro de poco. También llamé al conserje y dijo que estará pendiente de ti.

—¿Dónde está el botones? —preguntó papá, paseándose nerviosamente hasta la puerta—. Llamé hace 10 minutos.

—Quédate aquí y espera a Ben, ¿de acuerdo? —me decía mamá, detrás del sofá. Se inclinó y me apretó las orejas. No sé qué le hace pensar que eso me gusta—. No salgas ni nada. Espéralo aquí. Se agachó y me besó en la frente.

—No me voy a mover —le prometí—. Me voy a quedar en el sofá, no iré ni siquiera al baño.

—¿Puedes hablar en serio alguna vez? —preguntó, meneando la cabeza.

Golpearon a la puerta. Era el botones, un hombre mayor, encorvado, que parecía incapaz de levantar una almohada de plumas. Había llegado a llevarse el equipaje.

Mamá y papá parecían muy preocupados; me abrazaron, me dieron algunas instrucciones finales y me dijeron otra vez que me quedara en la habitación. La puerta se cerró detrás de ellos y de repente todo se quedó muy tranquilo.

Encendí el televisor solamente para tener un poco de ruido. El programa de concurso había terminado y ahora un hombre vestido de blanco leía las noticias en árabe.

—No estoy asustado —dije en voz alta. Pero sentía una presión en la garganta.

Caminé hasta la ventana y miré hacia afuera. El sol ya casi se ocultaba. La sombra de los rascacielos se extendía por la calle hasta el hotel. Agarré mi Coca Cola y tomé un sorbo. Estaba aguada e insípida. De pronto me di cuenta de que tenía hambre.

Servicio a la habitación —pensé—. Luego abandoné la idea. ¿Y si llamaba y sólo hablaban en árabe?

Miré el reloj: Siete y veinte. Deseaba que llegara el tío Ben. No estaba asustado, solamente deseaba que llegara. Bueno, quizás estaba un poquito nervioso.

Me paseé un momento. Traté de jugar Tetris en el Game Boy, pero no podía concentrarme y la luz no era buena. «Probablemente Sari es una campeona en tetris» —pensé con amargura. Pero ¿dónde estaban?

¿Por qué tardaban tanto?

Empecé a tener pensamientos horribles y macabros. «¿Y si no logran encontrar el hotel? ¿Y si se confunden de hotel y se van a otro? ¿Y si tuvieron un terrible accidente de automóvil y murieron? Me quedaría absolutamente solo en el Cairo durante muchos días…».

Claro que eran ideas tontas, pero ésa es el tipo de cosas que uno imagina cuando está solo, en un sitio desconocido, esperando que alguien venga.

Bajé la vista y me di cuenta de que había sacado la mano de momia del bolsillo de mi jean.

Era pequeña, como del tamaño de la mano de un niño, una manecita envuelta en gasa marrón. La había comprado en una venta de garaje años atrás y siempre la llevaba como amuleto.

El chico que me la vendió la llamaba Invocador. El que llama, el que convoca. Me dijo que la usaban para llamar a los malos espíritus o algo así. No me importó eso, solamente pensé que era una estupenda ganga por dos dólares.

Quiero decir, fue muy bueno encontrarla en una venta de garage, ¡y quizás era auténtica!

Me la pasaba de una mano a otra mientras caminaba por la sala. El televisor me estaba poniendo nervioso y lo apagué. Pero la quietud me puso más nervioso. Golpeé la palma de mi mano con la de la momia y seguí caminando.

¿Dónde estaban? ¿No debían estar aquí ya? Empezaba a pensar que había tomado una mala decisión. Quizás debería haberme ido con mis padres a Alejandría.

Entonces oí un ruido en la puerta. Pisadas. ¿Eran ellos?

Me detuve en medio de la salita y escuché, mirando fijamente hacia el pasillo.

La luz estaba apagada, pero vi que el pestillo se movía. «¡Qué extraño!», pensé. «El tío Ben habría golpeado antes, ¿verdad?».

La manija dio vuelta y la puerta empezó a abrirse.

—¡Oigan! —traté de decir, pero la palabra se me atragantó.

El tío Ben habría golpeado. No irrumpiría así.

La puerta se abrió muy lentamente y me quedé helado en medio de la habitación, incapaz de gritar.

En la entrada apareció una sombra alta.

Tragué saliva ante la figura que avanzaba. La vi claramente; aún en la penumbra pude distinguirla: Era una momia.

Me miraba con sus ojos redondos y oscuros, a través de los espacios de sus viejísimas vendas.

Era una momia que se acercaba con pasos vacilantes y los brazos extendidos, como si fuera a agarrarme.

Abrí la boca para gritar, pero no pude emitir ningún sonido.