19

Al mediodía se ha levantado un viento fuerte que sacude las jaimas y pone a prueba su solidez. La arena se cuela por todos los resquicios. A Montse le resulta sorprendente la transformación del paisaje. Los perros ladran furiosos, como enloquecidos por el viento. Ha pasado toda la mañana en la cocina, ayudando a la tía de Layla. Cuando sale, tiene que cubrirse la cara con un pañuelo y cerrar los ojos. La arena traspasa a veces la ropa, se cuela por las narices, en las orejas. A pesar de tener la boca cerrada, siente la arena en el paladar y entre los dientes.

Después de comer, la jaima se llena de vecinas que vienen a ver la telenovela. Montse no quiere perderse el espectáculo. Se coloca detrás de todas y no pierde detalle de la reacción de las saharauis. Layla duerme en mitad del bullicio, echada en posición fetal y con la cara tapada por su melfa. A Montse aquella imagen le parece de una gran belleza. De repente cesa el viento y le llama poderosamente la atención el silencio que hay en el exterior. De nuevo se escucha en la calle el balido de los animales. Poco a poco el sopor se va apoderando de ella. Nota que las piernas se le aflojan y que le pesan mucho los párpados. Le parece estar oyendo la voz de su hija Teresa. La escucha a lo lejos, como si estuviera en otra habitación. Sabe que no es más que el fruto de su imaginación. Su recuerdo, ahora, no le duele como otras veces. A Teresa le hubiera gustado conocer aquel lugar. Piensa vagamente en las cosas que le faltaron por conocer a su hija. El sonido del televisor le envuelve los pensamientos. Oye un silbido muy lejano. Es una cancioncilla popular. No la identifica del todo, pero la ha oído muchas veces. Ese soniquete forma parte de su adolescencia. Sin darse cuenta, va despertando de su letargo. Ahora se sobresalta. El silbido no es cosa de su vigilia. Lo está escuchando de verdad. No proviene del televisor tampoco. Alguien silba en la calle. Trata de reconocer esa musiquita. Es un pasodoble: está segura. Cuando reconoce el estribillo, el corazón le da un vuelco. Las mujeres no han reparado en los silbidos. Están abstraídas en la programación argelina. Layla duerme ajena a todo.

Montse se incorpora y sale de la jaima. Nadie se percata. No hay gente fuera. No sopla el viento. No se escuchan ya los silbidos. En el aire flotan aún las partículas de arena como si fueran nubes o una niebla seca. El cielo está cubierto. El calor es seco y asfixiante. Montse no puede entender por qué está nerviosa de repente. No consigue estarse quieta. Decide dar un paseo. A lo lejos, sobre una ligera elevación, se adivina la escuela para disminuidos. Se dispone a acercarse hasta allí dando un paseo. La primera vez que vio Bir Lehlu fue desde allí arriba, la vista le pareció muy hermosa.

Camina con los ojos clavados en el suelo, pendiente de sus pies. Por eso no se da cuenta de que a lo lejos hay un hombre agachado, de espaldas. Cuando lo ve se detiene. Duda entre acercarse o pasar de largo. Piensa que tal vez esté rezando. Pero de pronto el hombre se incorpora y Montse se asusta. Lleva la derraha recogida con una mano hasta la cintura. El saharaui no la ha visto. La piel blanca de sus glúteos contrasta con el color oscuro de los de su raza. Le avergüenza que aquel hombre pueda descubrirla allí, mirándolo. Cuando decide darse la vuelta ya es tarde: el hombre la ha visto y camina hacia ella. Se detiene a cinco metros.

—Musso mussano? Musso mussano?

Enseguida lo reconoce y se tranquiliza. Es El Demonio. Ahora no le parece tan anciano. Está quemado por el sol y tiene los labios llenos de ampollas.

Le bes, Le bes —le responde Montse—. Estoy bien.

Cuando el saharaui la oye, abre mucho los ojos. Lleva la derraha retorcida como si fuera un camisón.

—¿Española? —pregunta con gran acento saharaui.

—Sí, española.

—Yo muchos amigos. Españoles muchos.

Viéndolo ahora, a Montse le parece inofensivo. A no ser por la expresión de los ojos, no hubiera dudado de la cordura de aquel hombre. El saharaui le dice algo en hasanía. Parece que esté recitando algún verso. Montse lo interrumpe para preguntarle cómo se llama.

—No recuerdo. Olvido cosas. Españolas muy guapas.

Montse le sonríe. Teme hacerle un feo a aquel hombre si le da la espalda. El saharaui se sube la derraha con torpeza. Montse cree que sólo quiere exhibirse desnudo: siente apuro. Sin embargo, se equivoca. El saharaui busca algo en el bolsillo y luego se acerca a la extranjera. Le tiende una piedra en la mano. Montse la coge. Entonces se da cuenta de que le falta un brazo. Ve su muñón asomando por la derraha casi a la altura del codo. Trata de no mirarlo con fijeza. Montse sostiene en la mano una piedra muy bella. Es una rosa del desierto.

—Para española —dice el hombre.

Shu-crán —le da las gracias Montse—. Es muy bonita.

—Españolas bonitas.

El saharaui deja la mirada perdida. Montse se da cuenta de que no la está mirando a ella. La mente del hombre está en otro sitio. Por un instante se siente insegura. Sujeta la rosa del desierto con las dos manos.

—Es muy hermosa —dice algo forzada.

El saharaui se da la vuelta y se va sin decir nada. Ahora puede verlo mejor. Le resulta imposible adivinar su edad. Trata de hacerse una idea de lo difícil que debe de ser para un enfermo mental sobrevivir en un medio tan hostil. Aún tiene grabada en su mente la imagen del muñón asomando bajo la ropa. Montse mira el regalo que le ha dejado aquel desconocido. Continúa su camino en dirección a la escuela.

Entonces, como si estuviera sumida aún en un sueño, vuelve a escuchar los silbidos que oyó poco antes en la jaima. Pero ahora los escucha con claridad. Mira a su alrededor y no ve a nadie. A pesar del calor, siente un escalofrío que le recorre todo el cuerpo. Aquella musiquilla tan antigua, silbada torpemente, la traslada a una noche de agosto, muchos años atrás: una plaza llena de gente, un grupo tocando sobre una tarima de hierros y unos ojos oscuros y hermosos que no paran de mirarla. La mirada más bella de todas las miradas posibles.