18

Sin duda Alberto era la última persona con la que le hubiera gustado encontrarse en los pasillos de administración del hospital. Montse salió del despacho del director convencida de que había tomado una decisión muy importante. Ahora sabía que su conciencia iba a tratar de volverse contra ella, pero estaba acostumbrada a aquellas disputas. Se sentía bien, como si acabara de soltar lastre y empezara a sentir la ingravidez de sus pensamientos. Por primera vez en muchos meses se sintió optimista frente al futuro. Tal vez ésa fuera la boca del pozo de la que tantas veces había oído hablar. Hizo planes: entrar en una churrería, desayunar como una reina, llamar a su hermana, mirar sin prisas los horarios de trenes, hacer una lista de cosas imprescindibles para viajar y, por último, buscar un destino. Le parecía estar entrando en un edificio del que sólo conocía la fachada, pero que la atraía como un canto de sirena. Entonces un oscuro pensamiento cruzó su mente. Los fantasmas iban y venían con frecuencia, y ya estaba acostumbrada. Pero aquel fantasma era real.

Alberto, su marido, salía del ascensor con un maletín en una mano y un teléfono móvil pegado a la oreja. Cuando vio a Montse le sonrió, sin parar de hablar por el teléfono. Ella sintió que todo su optimismo se le caía a los pies. El corazón se le aceleró. Siempre había sido lenta en sus reacciones. Tuvo el impulso de darse la vuelta y volver por donde había venido, pero sólo de pensarlo se avergonzaba. Era demasiado tarde. Tenía que haber previsto que aquello podía suceder. Alberto caminaba ahora hacia ella, despidiéndose de alguien por teléfono. Traía una sonrisa descorazonadora. Vestía impecable, como siempre. Besó a Montse en la mejilla con absoluta naturalidad. Ella se dejó besar, tratando de que él no percibiera su alteración. Sólo quería que aquel encuentro terminara rápido para volver a su estado anterior: sentir la ingravidez, imaginar la boca del pozo. Pero Alberto no se daba cuenta, o no quería darse cuenta, del mal trago que estaba pasando Montse. Cruzaron frases de cortesía. Ella trataba de sostenerle la mirada, pero le costaba trabajo. Tenía que reconocer que era un gran seductor, aunque ella conociera ya todos sus trucos. Cuando Alberto le preguntó qué hacía en la administración, Montse trató de sondear la fortaleza de quien todavía era su marido.

—Acabo de comunicar en Personal que he solicitado una excedencia.

Alberto no se inmutó. Ensayó su mejor sonrisa.

—Vaya, Montse, eso sí es una novedad. ¿Estás cansada del trabajo?

—Al contrario: estoy demasiado descansada. Necesito experiencias más… enriquecedoras.

—Ya, ya. Quizá sea una buena idea. No creas que no lo he pensado más de una vez. A lo mejor sigo tu ejemplo. ¿Vas a viajar?

—Sí, eso es lo que había pensado.

—Viajar fuera de temporada es fantástico.

A Montse aquella frase le sentó como un golpe en la nuca. Le molestaba pensar lo mismo que Alberto, tener las mismas ideas, que le robara los pensamientos, incluso las frases. Era algo que él había hecho desde que se conocieron. Durante mucho tiempo ella llegó a pensar que era Alberto quien la influía hasta el punto de no ser dueña ni de sus propias palabras. Se despidió de él precipitadamente, sabiendo que estaba a punto de perder el control, de derrumbarse. Alberto era como una pantalla que no le dejaba ver la realidad.

El trayecto en ascensor se le hizo interminable. Empezaba a faltarle el aire. Salió casi corriendo para respirar en la calle. Llevaba las pastillas en el bolso, aunque se resistía a tomarlas por culpa de aquel encuentro. Tenía ganas de vomitar. Se apoyó en un coche. A pesar del frío, estaba sudando. No amaba a aquel hombre; estaba segura. Muchas veces dudaba haberlo amado alguna vez. Pero ella misma había creado una relación de dependencia con su marido que iba mucho más allá de los límites del amor. Alberto tenía una influencia inexplicable sobre las personas de su entorno. La tuvo sobre los padres de Montse, sobre su hermana Teresa. La tuvo sobre su hija. La tuvo, sin duda, sobre las amantes que pasaron por su cama mientras ella buscaba explicaciones imposibles cuando descubría indicios de los engaños. Nadie había influido tanto en la vida de Montse como su marido. Nadie la había manipulado tanto, ni le había hecho tanto daño como él.

Alberto siempre pareció mayor de lo que era en realidad. Montse lo conoció en el primer año de carrera, cuando Alberto era un becario del último curso en el departamento del que era catedrático el doctor Cambra. Su padre jamás había llevado alumnos a casa. Pero Alberto era diferente. Con veinticuatro años hablaba como un profesor experimentado y seguro de lo que decía. Era guapo, elegante, educado y culto. Se ganó el corazón del doctor Cambra y de su esposa. Incluso a Teresa le brillaban los ojos cuando el becario aparecía por casa. Alberto tenía atenciones con todos, pero especialmente con Montse. Era tan diferente de Santiago San Román, que todo lo que veía en él le servía para enterrar para siempre el recuerdo del muchacho muerto.

La noticia de la muerte de Santiago había sido más dolorosa que el encierro en Cadaqués y el silencio de sus padres después del aborto. Montse reinició los estudios en la universidad sin poder centrarse en lo que hacía. Se había propuesto no confesarles el embarazo a sus padres hasta que fuera imposible ocultarlo más. No le costó trabajo negarle a Santiago el perdón que trataba de obtener de ella. Estaba tan rabiosa que no sabía bien qué estaba haciendo. En diciembre, cuando cesaron las llamadas, se quedó tranquila. Imaginó que durante el año que durase la mili iba a olvidar al muchacho. Pero su situación empeoró cuando no pudo disimular el crecimiento de sus caderas, del vientre y de los pechos. Cuando sus padres se cercioraron de que Montse estaba embarazada, la casa se cubrió de un luto que ni siquiera permitía tener las cortinas abiertas. Montse lloró menos de lo que había imaginado. Ya no le quedaban apenas lágrimas. Presionada por su padre, confesó que había conocido a un chico en el verano y que se había enamorado. El doctor Cambra quiso saber más, pero ella no soltó prenda. Se imaginaba a su padre hablando con Santiago San Román y se ponía enferma. No quería una boda de compromiso: sabía que sus padres jamás aceptarían al muchacho. Antes de la Navidad, Montse se trasladó a Cadaqués para pasar el invierno y la primavera lejos de Barcelona. La acompañó Mari Cruz, la sirvienta. Fue la Navidad más amarga de su vida, todos la hacían sentirse culpable, incluso la sirvienta. Los estudios quedaron aparcados. El doctor se inventó para Montse un viaje a Alemania que justificara la ausencia, y las mentiras en la familia fueron tomando dimensiones incalculables.

Entretanto, el invierno junto al mar transcurría lento, monótono, gobernado por el hastío. La familia venía a Cadaqués cada fin de semana, pero Montse estaba deseando que llegara el lunes para estar sola. Pensaba en Santiago, en su silencio. Ahora se sentía culpable de no haberle dado otra oportunidad para explicarse. A veces se ilusionaba pensando que hubiera llamado a casa, pero nadie le traía noticias ni cartas. Cuando trataba de averiguar si la habían llamado a Barcelona, Teresa no quería saber nada del asunto. Parecía que su hermana se hubiera puesto también en contra de ella.

En febrero comenzó a tener contracciones y a manchar. Su padre vino desde Barcelona con un médico de su confianza. A los dos días Montse tuvo que ser intervenida y el niño no sobrevivió. Todo fue muy doloroso, pero ella se sintió aliviada. La familia guardó un rencoroso silencio. Montse se quedó en Cadaqués hasta Semana Santa. Cuando regresó, repuesta aunque muy decaída, la mayoría de la gente pensó que venía de Alemania, de asistir a las clases en la universidad. Trató de retomar los estudios, pero apenas salvó alguna asignatura en junio. Aquel verano la familia no viajó a Cadaqués. Mientras Montse trataba de prepararse los exámenes de septiembre, los demás se movían por la casa como si hicieran guardia para que la niña trabajara sin que la molestasen. Cada llamada de teléfono era un sobresalto. Montse estudiaba por miedo, sin ganas, sin ninguna ilusión. Los libros y las láminas eran losas que amenazaban con aplastarla. Pero tenía tanto miedo a sus padres que hubiera hecho cualquier cosa por agradarlos. Poco a poco la imagen de Santiago se fue deformando. Pasaba de la añoranza al odio, del odio a la melancolía, de la melancolía a la desesperación. Ya estaba convencida de que el chico se había olvidado de ella. Soñaba a veces con él y se despertaba sudando, nerviosa, asustada. Constantemente trataba de imaginar qué estaría haciendo él en ese preciso instante. Aquel ejercicio la angustiaba aún más. Hasta que llegó octubre.

Alberto apareció con el otoño. Su presencia fue un revulsivo a la tristeza de la casa. Incluso el carácter del doctor Cambra cambiaba cuando los visitaba el joven. Tenía un don especial para ganarse a la gente. También Mari Cruz, la sirvienta, fue una víctima más de su seducción. Cuando Alberto venía a comer, se esmeraba en la cocina, sacaba sus mejores recetas y ponía el servicio más lujoso en la mesa. A Montse no conseguía ganársela tan fácilmente. Tal vez fuera aquello lo que hizo que Alberto pusiera más interés en la muchacha. Ella era esquiva ante sus atenciones, no mostraba interés en las cosas que contaba el becario, se mantenía distraída cuando él estaba presente. Siempre que podía buscaba excusas para marcharse a su cuarto. Tanta indiferencia dañó el amor propio de Alberto. Por eso tal vez se fue obsesionando con Montse. El doctor Cambra lo vio con muy buenos ojos, pero su mayor preocupación era que Montse comenzara el nuevo curso sin que nada la distrajera.

A finales de año, Santiago San Román seguía dando vueltas aún en la cabecita y en el corazón de Montse. Ella sabía que antes o después tenía que volver licenciado a Barcelona. En más de una ocasión estuvo tentada de ir al estanco de su madre, en la Barceloneta, pero sólo de imaginar que Santiago se enterase le provocaba una terrible vergüenza. Durante los dos primeros meses del año 76, Santiago seguía sin dar señales de vida. Aquello enfrió mucho a Montse. Con frecuencia lo comparaba con Alberto y se daba cuenta de que había estado ciega durante más de un año.

Tardó tiempo, pero no pudo resistirse a visitar el estanco de la madre de Santiago. Fue una decisión costosa de tomar. No estaba segura de lo que iba a decir. En el último momento se inventó una excusa: devolver el anillo de plata que el chico le había regalado. Si realmente era de su abuela, sin duda tendría un valor sentimental.

Desde el primer momento supo que algo había cambiado. La puerta del estanco era nueva. Entró, indecisa. Aunque observó algunos cambios, lo que la trajo a la realidad fue que la madre de Santiago no estaba detrás del mostrador. En su lugar había una pareja que frisaba los cincuenta: bonachones, entrados en carnes. Montse se quedó parada, sin saber qué decir.

—Estoy buscando a la dueña del estanco.

La mujer se puso alerta, pensando que trataban de venderle algo.

—Yo soy la dueña. ¿Qué quieres?

—Verá, yo buscaba a una señora que tenía el estanco hace… Bueno, antes.

—Sí, sí. La hija del Culiverde. Estaba enferma. Murió.

Montse trató de no mostrar sorpresa. No contaba con aquello.

—¿Y su hijo? Tenía un hijo que se llamaba Santiago. Seguramente habrá vuelto de la mili hace uno o dos meses. Estaba en Zaragoza. Verá, es que tengo que devolverle algo que es de su familia.

Montse le enseñó el anillo en la palma de la mano. El hombre salió al otro lado del mostrador para ver mejor a la muchacha. Se había puesto serio. Entró un cliente en el estanco.

—¿Santiago se llamaba? —dijo el estanquero—. Sí, me parece que se llamaba así.

—Una desgracia —intervino la mujer—. Se mató en un accidente en el Sáhara.

—¿En el Sáhara?

—Sí, cuando la Marcha Verde. ¿Verdad, Agustín?

Agustín era el cliente que acababa de entrar.

—¿De quién habláis? ¿Del hijo de la Culiverde?

—Sí. Es que esta joven pregunta por él.

—Pobre chaval. Le pilló todo el fregao de Hasan el año pasado. Le estalló una granada, dicen.

—No fue una granada —le corrigió el estanquero—. Fue un tanque de ésos; le pasó por encima.

—Fue una granada. Pero si dicen que salió en los periódicos y todo.

—Bueno: una granada, un tanque, ¿qué más da? —zanjó la cuestión la mujer—. El caso es que esta chica preguntaba por él.

Montse lo había escuchado todo como si hablaran desde muy lejos. No sintió nada. No dijo nada. Se quedó con la mano extendida, con el anillo sobre la palma.

—A ver, hija, déjame ver.

La estanquera cogió el anillo de plata y se lo puso a la altura de los ojos. Lo examinó cuidadosamente. Cuando vio que tenía tan poco valor, se sintió decepcionada. Se lo devolvió a Montse. Mientras la chica salía, los tres se quedaron enzarzados en una discusión sobre las causas de la muerte de Santiago San Román.

Fue entonces cuando Montse comenzó a mostrarse más receptiva hacia las atenciones de Alberto. Sin embargo, tardó dos años en dejarse convencer para salir a cenar con él. La carrera del joven fue fulminante. Sacó una plaza en el hospital a una edad en que la mayoría de los médicos seguían estudiando espesos manuales para presentarse a la plaza. El doctor Cambra no vio con buenos ojos que abandonara la universidad, donde podía forjarse un futuro brillante. Pero trató de no demostrar públicamente su enfado. Aquel muchacho sería sin duda brillante en cualquier campo.

Ayach Bachir tocó en el telefonillo del edificio y, enseguida, Montserrat Cambra lo hizo subir. El saharaui llegó sonriente. Le dio la mano como siempre, dejándola floja y ligeramente inclinada. Como si fuera ya un rito que le agradaba, Montse le preguntó por el trabajo, por la familia, por Fatma, por el bebé, por el automóvil, por la avería del frigorífico. Ayach le hizo también preguntas, sonriendo en cada respuesta. En realidad hacía sólo dos días que se habían visto. Montse le ofreció un té de bolsita, pero Ayach prefirió un café.

—Estuve buscándote en el hospital —dijo el saharaui—. Creía que estarías de guardia, pero me dijeron que no irías a trabajar en los próximos días.

—En los próximos meses, Ayach. He pedido una excedencia.

La doctora Cambra siguió preparando el café mientras Ayach hablaba de cosas intrascendentes. Estaba segura de que el hombre había venido para decirle algo importante. Pero sabía bien que no tenía prisa: primero debía recibir las atenciones de su anfitriona, tomar un café, fumar un pitillo. Después diría lo que tuviera que decir. Era una forma de actuar que la divertía y la irritaba al mismo tiempo; pero se adaptaba bien a aquella costumbre.

—Tengo que decirte algo con urgencia —explicó finalmente Ayach.

Montse no pudo hacer otra cosa que reír. Viendo aquella escena comprendió por qué había leído en alguna parte que entre los saharauis el índice de infartos y anginas de pecho era anormalmente bajo.

—Te escucho. ¿Qué es eso tan urgente?

—Verás: dentro de cinco días sale un vuelo de Barcelona a Tindouf. Si quieres te puedo guardar una plaza. Aún quedan tres.

Montse se sacudió en el sillón. Una vez más el destino la ponía a prueba.

—¿A Tindouf? ¿Yo?

—Sí. Tindouf es una ciudad segura. Está muy lejos de Argel. Allí no llega el terrorismo. En una hora puedes estar en los campamentos saharauis.

Montse se había quedado paralizada. Por primera vez en mucho tiempo se le pusieron los ojos vidriosos. No estaba segura de nada. Ayach Bachir respetó su silencio. La miró fijamente a los ojos. Por fin Montse sonrió.

—¿Eso que acabas de decir es en serio?

—Claro; no voy a venir hasta tu casa para gastarte una broma así. ¿Qué me dices?

—No sé qué decirte.

—¿Tienes el pasaporte en regla?

—Sí.

—Entonces tú decides. Yo sólo necesito tus datos para el visado. Nada más.

Montse sintió que el suelo se movía bajo el asiento. Se levantó y salió del cuarto. Volvió con el pasaporte en la mano. Ahora estaba alterada. Efectivamente, no había caducado. Lo dejó sobre la mesa, después se lo guardó en el bolsillo. Ayach Bachir sonreía, tratando de no parecer irrespetuoso.

—Si te decides, mañana hablaré con mi padre. Él tiene que salir para Libia en tres días. Cosas de política. Pero mandará a alguien para que te recoja. Mi hermana puede ofrecerte su jaima. Es modesta, aunque estará muy orgullosa de tener una invitada como tú.

—No estoy segura, Ayach. No sé qué decir.

—A Yusuf le gustará verte. Seguro que no ha podido olvidar a una mujer como tú. ¿O debo decir Santiago?

—Eres un cielo, Ayach. Pero sólo pensarlo me da pánico.

—¿Tienes miedo de que no te recuerde?

—No, claro que no. Él no me recuerda, estoy segura. ¿O sí? No lo sé… Déjame pensarlo.

El saharaui se sirvió un poco más de café. Trató de no forzarla a tomar una decisión; pero cuando Montse le preguntó, fue sincero.

—¿Tú qué harías en mi lugar, Ayach?

—Yo iría. Si Dios quiere que lo encuentres, lo encontrarás aunque te quedes aquí y te escondas en el último rincón de la Tierra. Y si Él no quiere…

Montse sacó el pasaporte y buscó papel y bolígrafo en un cajón.

—¿Qué datos necesitas para el visado?