Desde los tejados del barrio saharaui de Zemla, la ciudad parecía un barco a punto de hundirse en un mar de arena. De la zona moderna de El Aaiún llegaban hasta allí los ecos de la confusión. Muy poca gente sabía bien lo que estaba ocurriendo; por eso todos se movían con desconfianza, tratando de sortear los obstáculos de una evacuación que estaba resultando caótica.
El sentimiento que había en el Hata-Rambla era de consternación. Nadie podía siquiera imaginar lo que iba a suceder con la gente que se quedaba en la ciudad. Sin asumirlo del todo, la población sospechaba que una gran catástrofe los sacudiría antes o después. Los saharauis de los barrios de la periferia buscaban vehículos para salir de la ciudad con urgencia. Los más derrotistas, viendo el peligro de invasión, se lanzaban al desierto con un carro tirado por un borrico, en el que apenas cargaban el avituallamiento imprescindible para sobrevivir unos días. Quien tenía un vehículo era un privilegiado. La Policía Territorial patrullaba en las entradas y salidas de la ciudad, especialmente en la carretera de Smara, y obligaba a volverse a todo el que trataba de escapar. No obstante, el desierto era difícil de vigilar y, en mitad de la noche, la desbandada alcanzaba límites dramáticos.
Santiago San Román pasaba las mañanas sobre el tejado de la casa de Lazaar. Se sentía como el pájaro que se posa sobre su jaula. El barrio era una auténtica prisión adonde costaba mucho trabajo entrar y salir. Aunque no había ningún hombre saharaui que no se las ingeniara para moverse por la ciudad o burlar los controles, los del barrio de Zemla no querían irse de allí dejando a su suerte a las mujeres y a los niños pequeños. Las noticias que llegaban por la televisión marroquí eran inquietantes. Aunque la invasión del Sáhara por los marroquíes se había anunciado como pacífica, quienes venían del norte traían noticias desconcertantes. Más de diez mil soldados estaban ya dentro de la provincia española, extendiéndose como una mancha en dirección a la capital.
Sid-Ahmed encontró a Santiago sentado en lo alto de la casa, con las piernas descolgadas sobre la fachada y fumando un cigarrillo. Desde su regreso, el legionario no había vuelto a comportarse como antes. Mostraba poco interés por las cosas y parecía no entender del todo lo que estaba ocurriendo. Pasaba los días sobre el tejado, oyendo lo que ocurría en la calle. El comerciante se sentó a su lado y encendió la pipa.
—Te necesito, amigo —le dijo Sid-Ahmed—. Tú eres la única persona que puede ayudarme.
San Román sonrió al recordar la última vez que había necesitado su ayuda. Sin embargo, no le dijo lo que pensaba; siguió callado, mirando hacia el desierto.
—Quiero que nos saques en tu coche a mi padre y a mí esta noche.
—Puedes cogerlo cuando quieras. Ya sabes dónde están las llaves.
El saharaui buscaba las palabras adecuadas, pero no sabía cómo comenzar.
—Lo sé, amigo, pero no quiero tu coche. Quiero que nos lleves tú. Luego podrás volver.
—¿Tú no vas a volver?
—No, no; claro que no voy a volver. Me voy para siempre.
—Entonces puedes quedarte el Land-Rover para siempre —le respondió, lacónico, Santiago—. No creo que al Ejército le importe mucho.
—No, no me has entendido. Quiero que regreses después a la ciudad con el coche. Mis hijos y mi mujer se van a quedar aquí. Necesito que cuides de ellos. No puedo explicarte más por ahora.
Santiago salió de su ensimismamiento. Las palabras de Sid-Ahmed le parecieron sinceras. De repente volvió a la realidad. El saharaui estaba serio, muy serio. Pocas veces lo había visto así. Por primera vez no se sintió en desventaja ante él.
—¿Adónde quieres ir?
—Todavía no lo sé. Sólo quiero que nos saques de El Aaiún. Luego te diré dónde vas a dejarnos. Por la mañana estarás otra vez aquí. Lo he hablado con mi familia y con la de Andía. Ellos están de acuerdo. Aquí no puedo hacer nada, y mi pueblo me necesita.
—¿Tu pueblo?
—Sí, amigo, mi pueblo. A mí no me dejarán salir, pero si voy con un legionario no habrá problemas. ¿Comprendes?
Santiago San Román lo comprendía. Aquella misma noche rellenó el agua del radiador, comprobó que aún quedaba gasoil en el depósito y se dispuso a sacar a Sid-Ahmed y a su padre de la ciudad. Esperaron a que fuera noche cerrada y se despidieron de toda la familia. La esposa del saharaui lloraba, tratando de no hacer ningún ruido. Andía se abrazó a Santiago, y el legionario tuvo que hacer un esfuerzo para separarla. A pesar de la seriedad de su gesto, se sentía feliz al ver a la muchacha tan emocionada. Fue una despedida breve y contenida.
Al cabo San Román no le costó mucho trabajo salir del barrio. Los soldados que custodiaban las alambradas tenían la mente puesta en otras cosas. A pesar de las órdenes, su celo en la vigilancia no era muy estricto. En cuanto vieron los galones del cabo, no pusieron muchas trabas al paso del vehículo. En lugar de dirigirse a la carretera de Smara, Santiago siguió las instrucciones de Sid-Ahmed. A pesar de lo que le había dicho en un primer momento, parecía que el saharaui sabía bien adónde ir. Buscaron el cauce de la Saguía y lo siguieron en dirección contraria a la corriente. El río apenas traía agua. Con la luz de la luna se podía distinguir el color rojizo de las charcas. El saharaui conocía todos los senderos, los vados, las pistas.
—Si vamos a ir muy lejos, nos quedaremos sin gasoil —le advirtió Santiago.
Sid-Ahmed no se preocupó por aquella advertencia. Santiago siguió conduciendo durante dos horas sin saber bien por dónde iba. No había carretera ni pista. El Land-Rover avanzaba por mitad del desierto, unas veces siguiendo viejas rodadas, otras abriendo surcos entre los pedregales. Santiago, que siempre había admirado la forma de orientarse de los saharauis en la oscuridad de la noche, estaba dejándose llevar ahora por esos mismos caminos, sin diferenciar el norte del sur. Pero la seguridad con que lo guiaba Sid-Ahmed le daba confianza.
A unos treinta kilómetros de El Aaiún, el vehículo se quedó sin combustible.
—¡Te lo advertí, hostias, te lo advertí! Se acabó el viaje.
Sid-Ahmed seguía impasible, sentado a su lado, sin parar de mirar hacia una imprecisa línea en el horizonte.
—Tranquilo, amigo, no te va a pasar nada. Dios nos ayudará.
San Román había oído muchas veces aquella frase, pero nunca le sonó tan vacía como en aquella ocasión. Trataba de no mostrar el desconcierto. El silencio era aterrador. No se levantaba ni una sola ráfaga de viento. El saharaui ayudó a bajar del coche a su padre. Lo sentó junto a una acacia y fue a buscar algo en el coche. Volvió con una tetera, vasos, azúcar y agua. Ante aquello, el legionario tuvo que rendirse una vez más al carácter de los hombres del desierto. Viendo el modo en que Sid-Ahmed preparaba los utensilios para hacer té, comprendió que nada malo iba a ocurrirles en aquel lugar tan inhóspito. Empezaba a hacer mucho frío. El saharaui se alejó unos metros y arrancó las ramas secas de unos arganes. Cortó después las espinas blancas de la acacia. Hizo un agujero en el suelo y encendió fuego. Mientras el agua hervía y el anciano trataba de entrar en calor, Sid-Ahmed comenzó a hablar de fútbol. Santiago no sabía si reír o empezar a gritar.
Bebieron tres tés, y habrían seguido bebiendo si una luz no hubiera brillado en lo alto de una loma. El legionario se puso en pie, alterado, y alertó a los dos saharauis.
—No te levantes. Quédate ahí, amigo, no pasa nada.
San Román obedeció. No podía hacer otra cosa. Las luces se duplicaron. Al cabo de un rato empezaron a distinguirse bien los faros de dos vehículos. Sin duda habían visto el fuego. Se acercaron muy despacio, deslumbrando con la luz larga. Sid-Ahmed no se movía ni decía nada. Los vehículos se detuvieron junto al Land-Rover de Tropas Nómadas. Bajaron tres o cuatro hombres y caminaron muy despacio hacia la acacia. Conforme avanzaban iban recitando la retahíla del saludo, y Sid-Ahmed les respondía con naturalidad.
—Yak-labéss.
—Yak-labéss.
—Yak-biher. Baracalá.
—Baracalá.
—Al jamdu lih-llah.
De repente, cuando estuvieron cerca del fuego, Santiago sintió que el corazón le daba un vuelco. El que iba delante de todos era Lazaar. Vestía de militar, pero no era el uniforme de Tropas Nómadas. El saharaui sonreía generosamente. El cabo San Román no fue capaz de ponerse en pie. Lazaar saludó con mucho respeto al anciano, le puso la mano en la cabeza y después ayudó a Santiago a incorporarse. Le dio un abrazo largo.
—Amigo. Sabía que volvería a verte. Gracias.
—¿Por qué gracias?
—Por cuidar de mi familia. Me lo han contado todo.
—¿Contado? ¿Qué te han contado?
—Sé que estuviste preso por colaborar con nosotros. Andía está muy orgullosa de ti.
—¿Andía? ¿Cómo sabes tú lo que piensa Andía?
—Me escribe. Ella me lo cuenta todo. Además, Sid-Ahmed nos tiene muy bien informados.
Santiago desistió de seguir preguntando ante el temor de parecer más estúpido. Sid-Ahmed seguía tranquilo, como si aquel encuentro fuera la cosa más natural. Empezó a preparar de nuevo el té. Nadie tenía prisa aquella noche, excepto Santiago, que se desesperaba al ver la parsimonia de aquellos hombres. Durante horas estuvieron hablando del frío, del viento, de los zorros, de los pozos, de las cabras, de los camellos. Y por primera vez Santiago se sintió reconocido al comprobar que no lo hacían en hasanía sino en español. El padre de Sid-Ahmed dormía mientras tanto, ajeno a la conversación. El frío empezó a ser muy intenso, pero nadie se quejaba. Cuando parecía que ya todas las conversaciones estaban agotadas, Lazaar se dirigió a Santiago San Román.
—Si has venido hasta aquí, no es sólo para traer a Sid-Ahmed y a su padre. Yo fui quien le pedí que vinieras con él.
Santiago, a esas alturas, sabía que hacer cualquier pregunta significaba retrasar cualquier respuesta. Por eso no lo interrumpió, a pesar de la curiosidad que sentía por todo.
—Tengo que pedirte una cosa, San Román: quiero que saques a mi familia de El Aaiún y los lleves a Tifariti. Estamos reuniendo allí a toda la gente que podemos —el legionario siguió aguantándose las preguntas que le surgían—. Nos están invadiendo por el norte y, si nuestras noticias son ciertas, los mauritanos también quieren entrar en el territorio.
—¿Quieres que los lleve a Tifariti? ¿A todos?
—Sí, amigo, a todos. A mi madre, a mi tía y a mis hermanos. También a la esposa de Sid-Ahmed. Sus hijos ya están con nosotros.
A Santiago le venía grande aquella misión. Por primera vez le pareció que lo de la guerra iba en serio. Las ideas se apelotonaron en su cabeza y sintió como si estuvieran descargando sobre sus hombros un peso demasiado grande.
—Ni siquiera sé si voy a ser capaz de volver. El tanque del gasoil está vacío —dijo con ingenuidad.
Lazaar no dejó de sonreír ni un instante.
—Eso lo vamos a solucionar.
—¿Y sabré llegar a Tifariti?
—Dios te ayudará.
—¿Estás seguro?
—Claro. Si no lo estuviera, no te pediría nada.
Al amanecer el legionario no había conseguido pegar ojo. Tenía el frío metido en los huesos. Mientras aquellos saharauis lo recogían todo con la mayor tranquilidad, él tenía los nervios agarrados al estómago. Le llenaron el depósito del Land-Rover, pasando el gasoil con una goma desde el tanque de los otros vehículos. Cuando llegó el momento de la despedida, Santiago procuró ser franco, a pesar del miedo a parecer un ser inútil.
—Creo que no voy a encontrar el camino de vuelta. Todos los arbustos me parecen iguales. Además, anoche no se veía nada.
—Olvídate de anoche —le dijo Sid-Ahmed—. Hemos venido por un atajo, pero tú puedes regresar por el río.
—¿Qué río? Aquí no hay río.
—Mira, ve hacía aquella loma. ¿La ves? Pasa al otro lado y ve en dirección al sol. Verás un cauce seco. ¿No sabes reconocer un cauce seco?
—Claro, claro.
—Síguelo hacia el norte. No te salgas de él. A los diez kilómetros encontrarás un poco de agua. Luego va a parar a la Saguía. Sigue la corriente y no tienes pérdida.
—¿Y Tifariti? ¿No me perderé en el camino?
Lazaar cortó una rama de la acacia y colocó dos piedras en el suelo. Le trazó una línea y le indicó la dirección.
—No cojas ninguna carretera. Siempre a través del desierto. Si vas hacia el este, no te perderás. Busca siempre la dirección de Smara, y en cuanto tropieces con rodadas que se desvían al sudeste las sigues. Siempre detrás de las rodadas. El desierto está marcado por la gente que huye a Tifariti. Todo el mundo huye hacia allá. Dentro de tres días nos veremos allí. Y no cruces por ninguna población, aunque te parezca pequeña: podría estar ocupada ya y sería muy peligroso.
Santiago se alejó en el Land-Rover sin apartar la mirada del espejo retrovisor. En cuanto perdió de vista los otros vehículos, se concentró en la loma. Ni siquiera cuando lo sorprendieron con los explosivos estuvo tan asustado como en aquel momento. Siguió sin convencimiento las indicaciones de Sid-Ahmed, tratando de conducir con la misma seguridad con que lo hacían los saharauis. Le parecía excesiva la confianza que aquellos hombres habían depositado en él. Pero al ver a lo lejos, después de dos horas de viaje, las casas blancas de El Aaiún y los tejados de medio huevo pensó que ya nada le impediría llegar a Tifariti con la familia de Lazaar.
Lo recibieron como si hiciera meses que no lo veían. Santiago contó con detalle el encuentro con el hermano mayor. La madre de Lazaar y su tía lo escucharon sin parpadear. Cuando supieron que debían marcharse, empezaron a preparar la huida. En la habitación principal se acumulaban cajas con alimentos, ropas, utensilios que San Román no sabía para qué podían servir. La esposa de Sid-Ahmed se trasladó a la casa. El legionario trató de organizar la marcha como si fueran maniobras militares. Primero hizo un repaso de la tropa. Tres mujeres adultas, cuatro niñas y seis muchachos. La niña más pequeña tenía unos tres años, y el mayor de los hermanos pasaba de los dieciocho. Catorce personas eran muchas para viajar en un solo vehículo. Se lo dijo a Andía, tratando de no dramatizar, pero la muchacha no le dio demasiada importancia a un detalle tan pequeño.
Santiago decidió bajar a la ciudad para robar un coche. Lo acompañó el mayor de los hermanos. Sin embargo, no le resultó tan fácil moverse por las calles. Había legionarios formados en las aceras, como si esperasen para desfilar. La Policía Territorial detenía los vehículos en los que viajaban más de dos personas o iban excesivamente cargados. Circulaban pocos automóviles por las avenidas y ni siquiera había coches aparcados en las aceras. Algunos tenían los parabrisas rotos, o las cerraduras forzadas. Otros habían sido despojados de repuestos y enseñaban sus motores moribundos bajo el capó abierto. En un cruce de dos avenidas Santiago se detuvo en seco y obligó al saharaui a retroceder contra la pared. A unos metros de allí, en un control, estaban cacheando a unos saharauis a los que habían hecho bajar de su vehículo. Los soldados españoles, con los Cetme en bandolera, los tenían contra la pared, abiertos de brazos y piernas. Pero lo que le hizo detenerse fue la voz de un sargento que le resultó dolorosamente familiar. Era Baquedano. En un segundo se le removió la conciencia y sintió miedo. El sargento estaba fuera de sí. Les gritaba a los saharauis como si fueran animales peligrosos. De repente le dio una bofetada al más joven de los detenidos y lo tiró al suelo. El muchacho trató de huir, pero Baquedano le puso un pie sobre la cara y comenzó a patearlo. Santiago San Román deseó con todas sus fuerzas tener un arma cargada. Del miedo pasó a la rabia.
—Voy a matarlo —le dijo al hermano de Andía, pero el saharaui lo detuvo.
—Tienes que llevarnos a Tifariti. Nosotros solos no podemos salir de aquí.
Volvieron al barrio de Zemla, dispuestos a partir al día siguiente en cuanto anocheciera. El equipaje de toda la familia superaba en volumen al vehículo.
—No podemos llevar todo eso. No cabe en el Land-Rover. ¿Dónde vamos a meternos nosotros?
—En el techo —le dijo Andía con la mayor naturalidad—. Nos apretaremos.
Santiago sabía que aquello era imposible, pero temía desilusionarlos. No dijo nada, aunque pasó aquella noche sumido en una terrible pesadilla en donde las personas, el equipaje y los animales entraban y salían por la ventanilla del coche en un juego que no acababa nunca. La mañana siguiente la pasó tratando de conseguir gasoil. Le costó trabajo, pero pudo llenar tres bidones a cambio de una cabra. Sin embargo, los problemas no habían hecho más que empezar. Al principio fueron rumores confusos que llegaban de la parte nueva de la ciudad. Después, los vecinos lo confirmaron. Una vez más El Aaiún había sido cerrado a cal y canto. Aquel primero de diciembre se descubrió una carga explosiva en el Parador Nacional. Aunque en el primer momento se pensó que el Polisario estaba detrás de todo aquello, finalmente se supo que el atentado fallido era cosa de un comandante español y un sargento artificiero. La carga explosiva, en realidad, apareció junto a unas botellas de butano en un patio del Parador. De ahí trascendió la noticia de que los mandatarios de Marruecos y Mauritania estaban hospedados allí, dispuestos a tomar el relevo de la administración del territorio. Se extremaron las medidas de seguridad. Las detenciones eran indiscriminadas una vez más. Aquel día de diciembre resultaba imposible circular por El Aaiún sin ser detenido y cacheado por una patrulla. Santiago reconoció delante de toda la familia que no era posible salir de la ciudad.
El plan del legionario era escapar a pie, durante la madrugada, cruzando el río. Con un poco de suerte podrían pasar todos, incluso los niños pequeños. Luego él regresaría para tratar de salir de la ciudad en el Land-Rover, con el uniforme de cabo. Procuró hacerles comprender que, si lo veían cargado con todas aquellas cajas y con gente sobre el techo del vehículo, no le iban a dejar salir. Pero la madre de Lazaar tenía tanta fe en el soldado, que no dudó que pudiera conseguirlo. Después de la noticia del atentado, sin embargo, la huida se hizo imposible. San Román no tuvo otro remedio que esperar un momento más oportuno para salir. Sabía que si lo intentaba entonces no iba a conseguirlo de ninguna manera. De cualquier forma ya era imposible cumplir el plazo para llegar a Tifariti.
Los días se sucedieron en una incertidumbre angustiosa. Todos preguntaban al legionario qué esperaba para marchar, y a pesar de que sus precauciones estaban justificadas no terminaban de entender por qué Santiago no cumplía su palabra. El 10 de diciembre, uno de los rumores que corrían por todo el barrio se convirtió en realidad. Desde la radio mauritana se escuchó con claridad la noticia: el Ejército de Mauritania estaba invadiendo la provincia española del Sáhara por el sur. El Aaiún, finalmente, se convirtió en una ratonera. En cuanto se lo contaron a Santiago, abrió el capó del Land-Rover y comenzó a hablarle al motor como si se tratara de una persona. Revisó una y otra vez los manguitos. Limpió los bornes de la batería. Comprobó el nivel de los líquidos del aceite y del radiador. Le quitó presión a las ruedas. Luego salió a dar un paseo por la ciudad. Regresó antes de la medianoche. Entró alterado en la casa y les dijo a todos que era el momento de partir. Nadie estaba durmiendo. Parecía que los saharauis hubieran adivinado lo que iba a suceder.
—Tiene que ser muy deprisa. Todos al coche. Vamos a salir en el Land-Rover.
—¿Y la vigilancia?
—No hay vigilancia. La ciudad está abierta. Algo grave está pasando.
Cuando Santiago vio el modo en que el equipaje y los viajeros se habían encajado en el vehículo, no terminó de creérselo. En la cabina montaron las tres mujeres mayores y dos niñas pequeñas. Detrás iban Andía y sus tres hermanas. Los bultos ocupaban el resto del espacio. Las niñas iban inmovilizadas contra los cristales. Los seis chicos subieron al techo y se agarraron con fuerza a los hierros de la baca y al resto del equipaje. El mayor hacía tope por delante para que no salieran disparados sus hermanos en los frenazos, y el segundo cumplía la misma función en la parte de atrás. El legionario no dijo nada, a pesar de que le parecía una locura viajar en aquellas condiciones. Se montó y, cuando fue a girar la llave del contacto, sintió que algo se movía en sus pies. Estuvo a punto de gritar. Eran dos gallinas. A los pies de las mujeres vio un bulto que parecía un perro. Enseguida reconoció la cabra. La madre de Lazaar le sonrió al legionario con una tranquilidad impropia de las circunstancias.
—Sin comida no podemos salir de la ciudad.
No puso más objeciones Santiago. El coche comenzó a moverse con mucho trabajo. El legionario estaba seguro de que se pararía antes de llegar al final de la calle. No fue así. Luego salieron por un camino desierto, lleno de piedras, y fueron rodeando el barrio. En efecto, no había ni rastro de los soldados españoles. El Land-Rover renqueaba echando un humo muy negro. Buscó la carretera de Smara para salir de la ciudad con los faros apagados. Avanzaban tan despacio que casi se podía caminar al mismo paso que el vehículo.
San Román recordó la advertencia que le hizo Lazaar de no seguir nunca la carretera. En cuanto el terreno se hizo llano se alejó hacia el desierto. Los neumáticos pasaban sobre las piedras como sobre cuchillas afiladas, pero el vehículo no se detenía. Conocía bien aquel camino, al menos hasta el cruce que continuaba en dirección a las minas de fosfatos de Bu Craa. Aunque la carretera se perdiera de vista, Santiago se guiaba por las crestas de las lomas. Había recorrido muchas veces aquel trayecto, e incluso le resultaban familiares los escasos árboles y el perfil del horizonte. Tardó más de tres horas en llegar hasta el cruce en donde se separaba la carretera de Smara. Era, no obstante, una distancia que en otras condiciones se podía recorrer en poco más de media hora. El vehículo avanzaba muy despacio. Por las rodadas abiertas resultaba evidente que muchos saharauis habían decidido antes alejarse también de la carretera. A pesar de la lentitud de la marcha, Santiago no podía apartar ni un instante la vista del terreno. Cualquier vado de arena podía ser una trampa insalvable. Si por evitar las piedras cortantes rodaba sobre la arena, el vehículo comenzaba a hundirse y los neumáticos patinaban. Entonces los muchachos saltaban del vehículo y comenzaban a empujar o a quitar arena con las manos delante de los neumáticos. Nadie decía una sola palabra. Todos miraban al horizonte como si con la mirada pudieran avanzar más deprisa. En el cruce de Edchera hacia Gaada, Santiago decidió tomar la carretera y dejar los pedregales. De otra manera consideraba que era muy fácil perderse. Tenía la sensación de que por el desierto avanzaba en un angustioso zigzag. Si seguía así, no tendrían suficiente gasoil para cubrir los casi cuatrocientos kilómetros hasta Tifariti. El Land-Rover, inexplicablemente, seguía su marcha a pesar de la sobrecarga.
La carretera parecía un cementerio de vehículos. Cada pocos kilómetros encontraban un coche o un camión abandonado, todos en dirección a Smara. Santiago, sabiendo el valor de los repuestos, se detenía siempre. Sin embargo, los coches habían sido desguazados por sus propietarios o por otros conductores que tuvieron antes la misma idea. Si les quedaba alguna rueda era porque estaba reventada. Los depósitos no tenían combustible. Les habían quitado las baterías, los carburadores, los faros, incluso el volante. Los que se quedaban sin vehículo, lo despojaban y seguían a pie. A lo largo del camino se veían pequeños grupos acampados a cierta distancia de la carretera, reponiendo fuerzas para seguir caminando. A veces los adelantaba algún camión o una furgoneta, pero ninguno circulaba por la carretera. Se veían familias con sus pertenencias cargadas en un borrico, la cabra detrás. San Román, sin embargo, no se atrevía a salirse de la carretera. Cada hora detenía el vehículo y dejaba el capó abierto para que se enfriase el motor.
En diez horas no habían avanzado más de cincuenta kilómetros. Antes del mediodía, Santiago se convenció de que no podrían llegar así a Tifariti.
—Tenemos que dejar cosas en el camino. El Land-Rover está a punto de reventar.
La esposa de Sid-Ahmed negó con la cabeza. A Santiago le exasperaba la sordera de toda la familia, incluida Andía. Trató de rellenar el radiador del vehículo con agua, pero uno de los chicos le aconsejó que no lo hiciera.
—Si echas agua al coche, moriremos de sed. Es mejor que muera el coche.
—Pero si el coche muere, nosotros también moriremos.
Tuvo que discutir con todos para que le permitieran echar apenas medio litro. Finalmente decidió que aquella mañana no se podía avanzar más. Hacía demasiado calor. La chapa del coche despedía fuego y las ruedas se estaban empezando a reblandecer, a pesar de que estaban en diciembre. La visión de los coches abandonados en la cuneta terminó de convencerlos. Se alejaron un kilómetro de la carretera y se instalaron detrás de una loma. Mientras Santiago revisaba los neumáticos, la familia improvisó un toldo. Parecía que cada uno sabía bien lo que debía hacer. Santiago sudaba más que ninguno. Cuando vio la forma en que el agua escapaba de su cuerpo, decidió que no volvería a rellenar el motor sin asegurarse antes de que hubiera un pozo cerca.
Enseguida comprendió que la cabra era un seguro de vida. Con la leche del animal y los dátiles que traían, comió todo el grupo. Luego se tumbaron en la sombra, tratando de no moverse ni desgastar sus energías. Ni siquiera el sonido del viento perturbaba la paz del descanso. Santiago se quedó profundamente dormido.
Se levantó un viento muy ligero que alivió el calor y trajo un sonido desconcertante. Los saharauis alertaron a Santiago de aquel ruido. Prestó atención.
—Son camiones —dijo San Román.
Subió a la cresta de la loma y se quedó cuerpo a tierra, tratando de averiguar de qué se trataba.
Desde Gaada bajaba una columna de vehículos militares. En cuanto los vio supo lo que estaba ocurriendo.
—Van hacia El Aaiún. Vienen del norte. No pueden ser más que marroquíes.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Andía, que se había tumbado a su lado.
—No podemos movernos. En cuanto nos vean, nos hacen volver. Eso si no nos cogen prisioneros.
Esperaron sin moverse hasta bien avanzada la noche. De madrugada desmontaron el campamento y reemprendieron el camino. Ahora no había más remedio que ir por el desierto. La carretera era demasiado peligrosa.
Tardaron seis días en recorrer los doscientos veintidós kilómetros hasta la ciudad sagrada de Smara. Milagrosamente, el vehículo no pinchó más que una vez. Cuando la ciudad estaba a la vista, Santiago respiró aliviado. Ahora su preocupación era otra. Debía continuar hacia el sudeste, en dirección a la frontera mauritana. Su temor era encontrarse con los vecinos invasores del este, los mauritanos. De vez en cuando algún vehículo los adelantaba, o se tropezaban con familias que huían a pie. Algunos hacía más de un mes que habían salido de El Aaiún. Cada vez que se producía un encuentro, se detenían, improvisaban los toldos, preparaban té y se ponían al corriente sobre los rumores que iban de un lugar a otro del Sáhara. Mientras tanto Santiago paseaba nervioso, indeciso, preocupado. En su mente crecía el remordimiento por no haber cumplido su palabra. Le había prometido llevar a su familia a Tifariti en tres días, y a ese paso ya no iba a quedar nadie en la plaza militar cuando llegasen.
Pero lo peor estaba aún por llegar. En mitad de la noche, luchando contra una tormenta de viento, Santiago perdió de vista el rastro de las rodadas. De repente se encontró ante una colina imposible de bordear. Volvió por el mismo camino y se perdió otra vez. Ya no encontraba ni sus propias huellas para seguirlas. Además, el terreno se empezó a volver más escarpado. Cuando comprendió que debían parar, ya era demasiado tarde. El corazón se le sobrecogió al escuchar un sonido muy peculiar en el motor del vehículo. Lo oyó a pesar del viento. El radiador se estaba quedando sin agua. Bajó, pero la arena lo cegaba. No podía abrir el capó, y cuando lo hizo la arena cubrió todas las piezas del motor. Cayó de rodillas al suelo y empezó a repetir una plegaria árabe que había aprendido de memoria de tanto escucharla.
La tormenta no cesó hasta media mañana. Al menos no hacía demasiado calor. El Land-Rover estaba casi sepultado por la arena. Las mujeres se dispusieron una vez más a montar el improvisado campamento, y los muchachos hicieron acopio de ramas secas para el té. Llevaban más de dos semanas alimentándose de la leche de cabra y de dátiles. El hermano mayor de Lazaar se quedó junto al legionario para ayudarlo con el vehículo.
—No podemos rellenar el radiador.
—¿Por qué?
—Hay una fisura en alguna parte. Aunque echáramos toda el agua que nos queda, volvería a perderla.
—Sin coche, sin agua. No, no podemos, amigo.
Santiago desistió, derrotado, y se dejó caer al suelo. Andía, a su lado, le limpiaba el sudor de la frente. La muchacha estaba segura de que el legionario los sacaría de aquel lugar. A juzgar por su sonrisa, no le cabía ninguna duda.
Lo primero que hizo, cuando se recuperó del cansancio, fue tratar de orientarse. Los muchachos echaron a caminar y él trataba de seguirlos. Les costó trabajo, pero finalmente encontraron las rodadas de otros vehículos. Se habían alejado cuatro o cinco kilómetros. San Román trató de no perder la calma. Aún les faltaban varios días para llegar a Tifariti. Decidió que descansarían y se pondrían en marcha, abandonando el equipaje. A esas alturas estaba convencido de que la cabra era su única posibilidad de supervivencia. Caminando podrían llegar tal vez en una semana. Demasiado tiempo para los niños pequeños. Mientras pensaba en la forma de proponérselo a la familia, le vino una idea a la cabeza. Llegó al campamento, buscó una de las garrafas de gasoil que ya estaban vacías y empezó a orinar en ella. La madre de Lazaar se puso muy seria, pero los chiquillos no paraban de reír, como si el legionario se hubiera vuelto loco. Luego les pidió a todos que orinaran y llenaran la garrafa. Al principio su idea pareció un disparate, pero conforme la fueron comprendiendo, estuvieron de acuerdo en que el español sabía lo que estaba haciendo. En una hora recogió la orina de catorce personas, y con un embudo rellenó el radiador del coche. Afortunadamente no se había vaciado del todo. Por eso calculó aproximadamente a qué altura podría estar la fisura. Todos los chicos, como si fuera un juego, comenzaron a observar el motor por abajo hasta descubrir el punto exacto. Fue fácil. En el suelo se fue formando un solo charco, justo en el punto por donde se escapaba el líquido. Santiago sacó una pastilla de jabón casero y se metió debajo del vehículo. Nunca creyó que pondría en práctica aquella locura que había oído contar a los saharauis de Tropas Nómadas. Empezó a frotar el jabón en el radiador hasta que se fue formando una pasta.
Estuvo casi dos horas pasando una y otra vez la pastilla, hasta que los dedos se le escocieron por la sosa cáustica. Luego lo aplastó todo con la palma de la mano. Salió al sol y se tumbó. Estaba exhausto. Los saharauis lo contemplaban como quien ve un espectáculo que no puede comprender.
—Ahora hay que dejar que se seque durante varias horas. Y después todo el mundo a mear.
Tardaron dos días en rellenar el radiador hasta el tope. Si no bebían mucha agua, no podían orinar mucho. Finalmente Santiago metió la llave en el contacto, la hizo girar y el motor comenzó a sonar. Esperó hasta asegurarse de que no perdía líquido. Andía no paraba de reír y de gritarle a Santiago frases en hasanía. En menos de una hora el campamento estaba desmontado y el vehículo cargado de nuevo.
Cinco días después, el paisaje comenzó a cambiar. El número de vehículos y de gente que avanzaba a pie anunciaba que Tifariti no estaba muy lejos. Llegaron el 24 de diciembre, después de trece días del viaje más duro que Santiago jamás había hecho. Se había retrasado casi un mes. Muchos kilómetros antes de Tifariti, las tropas del Frente Polisario trataban de poner orden en aquel caos. Recogían con camiones a los que llegaban a pie, apartaban de la carretera los vehículos averiados, daban agua a los que no les quedaba y les indicaban hacia dónde debían dirigirse. Santiago San Román dejaba que fuese la madre de Andía quien se entendiera con los soldados. Estaba convencido de que su pelo casi al cero y la condición de legionario no iban a levantar simpatías entre los polisarios.
La plaza de Tifariti había sido abandonada por el Ejército español. Los barracones de los soldados y el zoco estaban tomados por los saharauis. Alrededor, a lo largo de muchos kilómetros, se iban asentando los recién llegados. Los nómadas de la zona habían ofrecido sus jaimas para que se instalase la gente. Cada familia procuraba organizarse de la mejor manera posible. Se improvisaron corrales para los animales. Se montó un hospital muy precario para los niños más pequeños. A cada momento llegaban camiones y vehículos de todo tipo. Los soldados se veían incapaces de ofrecer asilo a tanta gente. A pesar de las noticias tranquilizadoras que se intentaba sembrar entre los recién llegados, los saharauis que ya llevaban dos meses allí iban saliendo poco a poco en dirección al este, buscando al otro lado de la frontera la seguridad de la inhóspita hammada argelina.
La tarde en que Santiago llegó a Tifariti se levantó una tormenta de arena como jamás había visto él en un año que llevaba en el Sáhara. Los remolinos que producía el viento arrancaban las jaimas y levantaban violentas nubes de polvo hacia el cielo. El improvisado campamento se desarmó en apenas unos minutos. Las mujeres abrían un agujero en la arena, metían a los niños y se ponían encima, tratando de cubrirse con las melfas. No se podía ver nada a más de tres metros de distancia. Santiago se quedó dentro del Land-Rover, con Andía. El viento y la arena se colaban por todos los resquicios. La falta de vapor de agua era tan grande que comenzó a sentir que el globo del ojo se le secaba. Era una sensación muy desagradable. Aunque unas veces trataba de parpadear, y otras procuraba mantener los ojos cerrados, le parecía que se había quedado sin lágrimas. Se lo dijo a Andía, muy apurado. La muchacha le lamió los párpados para aliviarlo, pero al momento volvían a secársele. Por un momento Santiago llegó a pensar que se estaba quedando ciego. La sequedad era inaguantable. Andía trató de calmarlo. Cuando finalmente cesó el viento, al amanecer, Santiago no podía abrir los ojos. Se tumbó bajo el toldo que habían montado los muchachos y se quedó quieto, muy asustado, sin dejar de sentir ni un solo momento la mano de Andía apretándole el brazo.
Los hermanos de Lazaar buscaron al primogénito por todas partes, pero no estaba allí. Durante tres días dieron vueltas de un sitio a otro. Era realmente difícil dar con una persona en aquel lugar. Cada día era mayor el número de saharauis que llegaban al campamento. Aunque resultaba imposible hacer un recuento, los refugiados se acercaban a los cincuenta mil. Por el día el calor abrasaba la arena, y en las horas del amanecer un frío seco se metía en los huesos de los que tenían que dormir casi a la intemperie. El Ejército conseguía agua de los pozos que no habían sido envenenados, pero la comida era escasa. En aquellas circunstancias todo lo que había sido transportado en el Land-Rover era considerado ahora como un tesoro. Los escasos huevos que ponían las dos gallinas y la leche de la cabra sirvieron para alimentar a la familia. El té también fue útil, hasta que empezó a escasear, igual que el azúcar.
Cuando Santiago se recuperó de la vista, estaba muy debilitado. Era el único a quien el agua de los pozos le provocaba terribles diarreas. Andía no se apartaba de él. Hasta mediados de enero su cuerpo no se adaptó a la rigurosidad del desierto. Y, cuando ya estaba convencido de que no volvería a ver a Lazaar, el saharaui se presentó una fría mañana, acompañado de sus hermanos, llevando un viejo Kaláshnikov colgado del hombro. Besó a su madre y enseguida le dio un gran abrazo a Santiago.
—Me han contado que has estado enfermo.
—Qué va, qué va. El agua de estos pozos y el viento, que no estoy acostumbrado.
Lazaar miró a su hermana sin parar de sonreír.
—¿Te cuida bien Andía?
Santiago estaba realmente emocionado. Sus ojos se llenaron de lágrimas que le escocían.
—Mejor que nadie… —se quedó con la palabra en la boca—. No pude cumplir mi promesa. Tu país no tiene tan buenas carreteras como tú piensas.
Lazaar lo abrazó de nuevo.
—Mira quién está aquí.
Santiago tuvo que hacer un esfuerzo para reconocer a Sid-Ahmed. Su vista no era tan precisa como antes. El comerciante llevaba una cámara fotográfica colgada del cuello.
—¿Vas a hacerme una foto, Sid-Ahmed?
—Ahora mismo si quieres.
—Sid-Ahmed trabaja ahora para el Polisario. Su misión es contar todo lo que está pasando, para que el mundo se entere.
—Colocaos ahí, delante del coche.
Los dos amigos se pusieron donde les indicó Sid-Ahmed, delante del Land-Rover. El viento removía a sus espaldas las pieles de las tiendas de los beduinos. Santiago se arregló la derraha azul celeste y se deshizo el turbante, dejándolo suelto sobre los hombros. Se alisó el bigote que se había dejado crecer en el último mes. Luego le quitó el Kaláshnikov a Lazaar y lo levantó con la mano izquierda. El saharaui levantó a su vez la mano haciendo el símbolo de la victoria. Cada uno echó un brazo por encima del hombro del amigo y pegaron sus cabezas, sin parar de sonreír, como si temieran salirse del encuadre.
Aquella noche, refugiados bajo el toldo que hacía las veces de jaima, le contaron a Lazaar y a Sid-Ahmed con todo detalle el angustioso éxodo que habían sufrido. Lazaar puso a la familia al corriente de la situación en que se encontraban ahora. La población saharaui huía en desbandada hacia el desierto de Argelia. Mucha gente lo hacía a pie. Se tenían muy pocas noticias de los que se quedaron en las ciudades, pero nadie los envidiaba, a pesar del sufrimiento del éxodo.
Cuando el viento dejó de soplar, un silencio estremecedor se apoderó de todo el campamento. No se oían ni las cabras ni los perros. Alguien dijo, mucho tiempo después, que aquel silencio parecía un presagio de lo que iba a suceder. Pero lo cierto fue que aquella noche nadie podía imaginar lo que el nuevo día iba a depararles.
A las nueve de la mañana del lunes 19 de enero, nada hacía pensar en Tifariti que el día fuese muy diferente para los que habían tenido que abandonarlo todo. Excepto por la ausencia de viento, aquella mañana era igual que tantas otras de los últimos meses. La noche había sido muy fría y desapacible hasta que cesó el viento. Los hermanos de Lazaar ya estaban buscando agua y ordenando la improvisada jaima. Santiago dormía aún abrazado a Andía, tratando de darle calor. La muchacha estaba despierta, pero le gustaba quedarse así, quieta, hasta que el legionario se despertara. Pero de repente escuchó algo que la hizo sacudirse bajo la manta. Santiago se despertó.
—¿Qué te pasa, Andía? ¿Quieres levantarte ya?
—No, no. Escucha, Santi.
San Román no sabía bien a lo que se refería. Sólo se escuchaba el ruido de la tetera y de los vasos. De vez en cuando, alguna cabra rompía también el silencio. Pero Andía estaba segura de lo que había oído. Conocía bien el sonido de los aviones.
—Estoy oyendo un avión muy lejos.
Santiago prestó atención sin éxito. Sólo se dio cuenta de la gravedad del asunto cuando uno de los hermanos de la saharaui llegó gritando a la jaima.
El ataque se produjo por el norte. Los aviones llegaron por detrás de las rocas, donde nadie podía verlos hasta que estuvieron encima. Ni siquiera realizaron un vuelo de reconocimiento. Al parecer sabían bien adónde tenían que dirigirse. San Román salió corriendo e hizo visera con las manos para verlos. Eran tres Mirage F1 franceses. Los conocía bien: los mejores aparatos del Ejército marroquí. Se acercaron como una punta de flecha, descargando su carga mortal con precisión. En cuanto cayeron las primeras bombas, el pánico se apoderó del campamento. El napalm y el fósforo blanco empezaron a barrer las jaimas y los pabellones como si fueran de papel. Al ruido de las explosiones siguió el fogonazo de las llamaradas y una corriente de aire muy caliente que iba arrasando todo lo que encontraba por delante. En una sola pasada abrieron una brecha en el campamento como una terrible cicatriz de fuego y destrucción. Pero todos sabían que aquellos aviones iban a volver. Cada uno corrió hacia donde pudo. Los agujeros de las bombas en el suelo eran tan grandes que podía meterse dentro una persona de pie. El fuego cortaba a veces la huida. Santiago buscó a Andía a su alrededor, pero no estaba allí. A cien metros vio varias lonas ardiendo. De repente comenzó a hacer mucho calor. El olor a quemado era nauseabundo. Corrió en dirección contraria y entonces fue cuando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Los aviones volvían a descargar el napalm sobre Tifariti. Quienes estaban cerca de las explosiones morían en el instante, pero muchos metros más allá las melfas de las mujeres se prendían por la temperatura del aire. Algunos, quemados de arriba abajo, conseguían correr unos metros antes de caer sin vida, carbonizados por el fósforo. No se sabía bien hacia dónde había que correr. Tropezaban unos con otros. En mitad de la confusión Santiago se detuvo y se quedó mirando al cielo. Apenas sintió que el suelo se movía a sus pies. Luego la onda expansiva de una explosión lo lanzó por los aires. Cayó boca arriba, pero no pudo incorporarse. Le pesaba mucho el cuerpo. Sabía que tenía abrasada la cara. Las voces se fueron apagando en su cabeza hasta quedarse sordo del todo. Notó que el brazo izquierdo le quemaba mucho. Se volvió para mirar y vio una masa de carne y sangre. Le faltaba la mano y la mitad del antebrazo, pero no le dolía apenas. Comprendió lo inútil que sería ponerse en pie y tratar de correr. El cielo se volvió rojo por el fuego. Enseguida sintió que alguien lo sujetaba por el cuello intentando incorporarlo. Era Andía. Su rostro era la expresión del horror. Estaba llorando y no paraba de gritar, aunque él no podía oírla. Le dijo que la quería, que no se preocupara, y sus propias palabras resonaron en el pecho como en una caja hueca. Andía pegó la cara contra su pecho y se abrazó a él como si tratara de sujetarlo en el borde de un precipicio. Después Santiago San Román ya no sintió nada.