16

Cuando la extranjera se despierta, no queda nadie en la jaima. Una vez más siente vergüenza por levantarse la última. La tía de Layla está cociendo algo en la cocina. Se saludan en árabe. Cada día aprende más deprisa. Desayuna leche de cabra con café, pan con mermelada y una naranja. Toda aquella comida la revive. La saharaui trata de explicarle a Montse que Layla está en los corrales que hay en las afueras de Bir Lehlu. Lo entiende sin dificultad. Los niños corren por todas partes, aprovechando sus vacaciones. En cuanto ven a la mujer, acuden a saludarla. El sol comienza a calentar con fuerza esa mañana.

Montse tiene ganas de caminar. Se cubre la cabeza con un pañuelo para protegerse del sol. Los chiquillos juegan al fútbol. Algunos se pelean por montar en la única bicicleta. De repente llama su atención un niño que está sentado solo, a cierta distancia de los demás. Al principio no le da demasiada importancia, hasta que reconoce al chico tuerto del día anterior. El muchacho está mirándola. No se mueve del sitio. Ella se acerca despacio, como si fuera el camino de su paseo. Cuando está cerca lo saluda. El niño no responde. Tiene la cabeza marcada por las pedradas. No quiere que el niño salga huyendo; por eso se queda a cierta distancia. Las sobrinas de Layla se alejan corriendo. Parecen asustadas por la cercanía del niño. Montse le pregunta su nombre, pero no obtiene respuesta. Finalmente decide dejarlo tranquilo. Sin embargo, cuando se ha alejado unos pasos, lo oye decir algo:

—¿Española? ¿Española?

Se vuelve y se queda en el sitio mirándolo.

—Española, sí. ¿Tú, saharaui?

El niño se pone en pie y se acerca a la mujer. Viéndolo de cerca y contemplando la cuenca vacía de su ojo, Montse comprende por qué han salido corriendo las niñas. El chiquillo se mete una mano en el bolsillo y le tiende un papel. Ella lo coge y, en ese momento, el saharaui echa a correr y desaparece de la vista. Montse está tan intrigada que casi rompe el papel al desdoblarlo. Es una hoja de libreta cuadriculada: sin duda, de un cuaderno escolar. La caligrafía es barroca y muy cuidada.

Estimada amiga:

Doy gracias a Dios por haberte conservado la vida. La noticia me colma de alegría. He viajado hasta aquí sólo para verte. Tengo noticias que pueden ser de mucho interés para ti. Creo que tu español sigue entre nosotros. Mohamed te dirá dónde encontrarme. Es hijo de mi hermana. No le hables a nadie de mí, te lo ruego.

Aza

A Montse le tiemblan las manos. Apenas puede terminar de leer aquella nota. Cuando levanta la vista del papel, no ve al niño. Lo llama por su nombre. Camina en dirección al lugar por donde lo ha visto desaparecer. Hay niños por todas partes, pero ninguno es Mohamed. Va errante entre todas las jaimas hasta que se da por vencida. Se guarda el papel después de leerlo varias veces. Lo mantiene en el bolsillo sin soltarlo de la mano. Se dirige, sin dudar, hacia los corrales, en busca de Layla.

La enfermera se percata del nerviosismo de Montse en cuanto la ve. Le enseña el papel y lo lee muy despacio. Mira a la extranjera, luego vuelve a mirar la nota y la lee de nuevo. Se pasa la mano por la frente y al cabo hace un chasquido característico con la lengua.

—No era ningún sueño, Layla. Te dije que Aza existía de verdad.

La enfermera no dice nada. Mira alrededor para comprobar si alguien las está observando. Están solas. Montse parece ahora más tranquila.

—Pero el sobrino ha desaparecido. No sé si voy a encontrarlo, Layla.

La enfermera sonríe. La normalidad de su rostro contrasta con los gestos de Montse.

—Yo no estaría tan segura. O mucho me equivoco, o es aquel que se esconde tras esas piedras.

Montse mira hacia donde le señala, pero no ve nada. Layla comienza a llamar a Mohamed y a gritarle frases en hasanía. El niño aparece al rato. Estaba justo en el sitio donde había dicho la saharaui. Mohamed se acerca avergonzado. Layla le enseña el papel y cruza unas palabras con él. Parece contrariada. Montse le pide que le traduzca rápidamente.

—Sí, es verdad. Su tía es Aza. Está en Edchedeiría.

—¿Dónde está eso?

—No está lejos. Es una daira de Smara —le señala un punto hacia el horizonte, donde no se ven más que piedras y arena—. Hay un largo camino a buen paso.

—Acompáñame, por favor.

—¿A pie? Ni lo sueñes. Llegarías deshidratada.

Brahim conduce con las dos manos en lo alto del volante. Lleva la pipa colgada de los labios. Montse viaja en el centro y Layla junto a la puerta. Mohamed va en la parte de atrás de la cabina. Se ha negado a ir entre las mujeres. Brahim intercambia frases con Layla. Parece enfadado. Montse le pregunta a la enfermera si está molesto por el compromiso de llevarlas, pero ella lo niega.

—No, nada de eso. Está encantado de llevarnos, pero le gusta renegar. Si los hombres no reniegan por todo, no son hombres de verdad.

Montse ríe con todas sus ganas. Brahim la mira ahora con una sonrisa; no entiende nada.

No hay diferencia entre Edchedeiría y Bir Lehlu. El paisaje de las jaimas y de las casas de adobe es idéntico. Mohamed salta de la camioneta y echa a correr. Brahim lo sigue sin replicar. Debe tener cuidado con los niños que salen de todas partes corriendo detrás de un balón de plástico. Finalmente se detiene delante de una vivienda de adobe. Las dos mujeres entran y se descalzan. Layla va delante, saludando a todas las mujeres que hay en la casa. Aza se levanta, se cubre la cara con las dos manos, se golpea la frente, se lleva una mano al corazón y se abraza a Montse. Parece que está rezando. Sus palabras suenan a una letanía lastimera, como el rezo por la muerte de alguien.

—Amiga, amiga —dice en castellano—. Tienes la baraka, amiga. No tengo ninguna duda.

Las presentaciones ocupan casi una hora. Aza le presenta a toda la familia de Edchedeiría. Montse le presenta a Layla. Las dos mujeres hablan largamente en hasanía. Brahim se queda fuera. Enseguida se enreda en una charla con los vecinos. Parece que conoce a todo el mundo. Las mujeres de la casa le ofrecen té a Montse. Le dan perfume para que se refresque las manos y la cara. Las chicas le regalan collares, pulseras, anillos de madera decorados bellamente. Ella se deja agasajar. Layla habla ya con todo el mundo como si los conociera desde hace años.

—No me contaste que habías tenido un novio legionario —dice Layla después de haber escuchado con mucha atención.

—No me lo preguntaste —bromea Montse y rompe a reír—. Eso no es importante, la verdad.

Aza y Layla sonríen. Montse siente que ha llegado el momento de hablar de Santiago San Román. En realidad, ahora se siente avergonzada de que todo el mundo conozca su historia. Después de tantos avatares, todo lo que se refiere a Santiago le parece muy lejano.

—Creo que he encontrado al hombre del que me hablaste —le explica Aza, y espera la reacción de la extranjera—. Aquí vinieron otros españoles como él, pero la mayoría ha muerto ya, o se ha pasado a Mauritania.

—Me parece que esa historia te ha calado. Después de tanto sufrimiento, veo que no se te olvidó nada de lo que te conté.

—Absolutamente nada. Mi madre me ha ayudado. Es muy mayor, pero tiene una memoria buena. Ella fue quien me dio la pista.

—No estoy segura de que quiera verlo ahora.

Layla y Aza se miran decepcionadas por aquella reacción de la española.

—Tú has perdido el juicio —la recrimina la enfermera—. Ahora tienes que saber si se ha acordado de ti en todo este tiempo.

Montse sonríe. Tiene la sensación de que las dos saharauis están viviendo aquello como una telenovela.

—De acuerdo —asiente finalmente Montse—. Cuéntame lo que sepas.

—En Ausserd hay un español que escapó con los refugiados. Era un soldado. Vive en La Güera, como yo.

—¿Sabes su nombre?

—Su nombre verdadero no lo sé. Pero ahora creo que se llama Yusuf o Abderrahmán, no estoy segura.

—¿Lo has visto?

—Yo lo conozco, pero no sabía que era español. Parece uno de los nuestros. Hace mucho tiempo que no lo veo. Sus hijos fueron a mi escuela.

—¿Eres maestra?

—Sí.

—¿Cuántas sorpresas más me tienes preparadas?

Aza se queda en silencio y sonríe. Layla chasquea la lengua.

Mientras viajan por una hammada sin caminos ni pistas, Montse trata de averiguar qué puede mover a un hombre que no ha nacido en el desierto a quedarse tantos años anclado en aquel rincón de la Tierra. Le parece que la belleza del paisaje y el carácter generoso y hospitalario de los saharauis no son motivos suficientes. Ni siquiera el amor.

Brahim conduce en silencio, con las manos en lo alto del volante. Las tres mujeres se han apretado en la cabina de la camioneta. El viaje se hace largo por la dureza del terreno. La Güera no es diferente al resto de los campamentos. En el centro de las dairas se ven los edificios blancos de las escuelas. Parecen naves varadas en el fondo de un mar sin agua. Aza le indica a Brahim cómo llegar a su casa. El recibimiento es muy parecido al que tuvieron en Edchedeiría. La madre de Aza es una anciana casi ciega. Habla español como si lo rescatara de su memoria. Al momento lo dispone todo para agasajar a los recién llegados. Brahim se enzarza enseguida en una charla con los hombres. Montse sabe que tendrá que esperar a que se cumpla el rito de la hospitalidad para preguntar por el español de La Güera. Por eso no dice nada.

Comen con toda la familia. A Brahim lo han invitado en la jaima de los vecinos. A lo largo del banquete, Montse conoce algo más de Aza y de su familia. Su padre había sido alcalde de la antigua Villa Cisneros. Fue diputado en las Cortes Españolas. Cuando la invasión marroquí y mauritana, fue hecho preso por los mauritanos. Aza era muy pequeña. Allí pasaron más de diez años. Finalmente los dejaron ir junto al resto del pueblo saharaui a la hammada argelina. La madre de Aza recuerda con emoción contenida a su esposo muerto. Le vuelve a explicar a su hija cómo encontrar al hombre al que buscan.

Montse está muy alterada. Tiene la comida aún en la garganta. A ratos siente que todo aquello es un sueño. Ha imaginado un posible encuentro con Santiago San Román de muchas formas. Sin embargo, ahora sabe que aquello no se parece a ninguno de sus sueños. De repente, entre un grupo de hombres que hablan con Aza, un saharaui le tiende la mano a Montse y la saluda en un español con fuerte acento árabe. Viste turbante negro y derraha azul. Su piel es tan oscura como la de cualquier saharaui. Tiene los ojos enrojecidos como ellos, los dientes manchados por el té. Su mirada es tan penetrante como la de los hombres del desierto. Su edad es indefinida, como la de la mayoría de los hombres que han pasado de los treinta. Montse siente que aquella mano que ahora aprieta la suya le quema. Aza le habla en español, y él contesta unas veces en hasanía y otras en castellano.

—Sí, he sido legionario —le dice a Montse—. Pero hace muchos años de eso.

Montse está casi segura de que aquel hombre no puede ser Santiago San Román, pero cuando lo mira fijamente a los ojos duda durante algunos segundos.

—Me llamo Montse. Me hablaron de usted y no quería irme sin saludarlo.

El hombre se siente muy halagado. Sonríe sin parar. Se extraña del capricho de aquella mujer. Invita a las tres a su casa, a tomar té. Layla se disculpa. Le explica que tienen que regresar a Smara. El hombre insiste. Ahora Montse está convencida de que no es él. Pero no puede aguantarse una pregunta.

—¿Conoció usted a un chico que se llamaba Santiago San Román? Era también militar, como usted.

El español se queda pensando. Se echa el turbante ligeramente hacia atrás. Entre la tela aparecen unos cabellos canos.

—Puede que sí. Allí había miles de soldados como yo. Seguramente regresaría a su casa cuando se licenció. Yo me quedé.

—Él también se quedó.

—Algunos murieron o fueron hechos prisioneros —explicó el hombre sin dejar de sonreír.

Montse sabe que sus pesquisas van a ser infructuosas. En el fondo se siente aliviada al saber que no está frente a Santiago San Román. Es una sensación contradictoria.

De regreso, Brahim conduce más despacio. Aza se ha quedado en La Güera. Montse ha prometido visitarla en su escuela al cabo de unos días. Las dos mujeres van calladas. Tienen el sol a la espalda. Poco a poco el cielo se va tiñendo de un rojo intenso que hace que Montse se quede boquiabierta. Cuando se están acercando a Smara, le pide a Brahim que reduzca la velocidad. Trata de retener en sus pupilas la belleza de aquel atardecer. Layla mira el paisaje con indiferencia. De repente le señala algo a Montse. A poca distancia de las rodadas de los vehículos hay un dromedario muerto. Es un espectáculo que impresiona a la extranjera. Le pide a Brahim que se detenga. El saharaui lo hace sin replicar. Entiende lo que aquella imagen puede provocar en una europea. Muy a lo lejos se ven las jaimas de Bir Lehlu.

El cuerpo de un dromedario muerto en el desierto es como una pincelada roja sobre un lienzo blanco. Montse no puede apartar la vista del animal. No hay moscas, no hay aves carroñeras. Brahim fuma apoyado en la camioneta mientras las dos mujeres se quedan paradas a unos metros del cadáver. Ni siquiera el viento profana el silencio de aquel atardecer. Layla trata de adivinar qué es lo que llama tanto la atención de su amiga. Montse levanta los ojos hacia el horizonte. A lo lejos, sobre una modesta elevación, sobresale el perfil de algunas piedras.

—¿Qué es aquello, Layla?

—El cementerio. Allí enterramos a los nuestros.

Montse siente que la muerte en el desierto forma parte de la naturaleza, como el viento, como el sol. Se acercan dando un paseo hasta el perímetro de los enterramientos. Las tumbas no son más que piedras colocadas a los pies y a la cabeza de los muertos. No hay marcas que las diferencien. La luz es muy pobre. Pronto comenzará a anochecer. Montse siente un escalofrío. Va a volverse hacia la camioneta cuando ve, de repente, un bulto a cierta distancia. Se sobresalta. Al principio piensa que es un perro, pero el gesto de horror de Layla la aterroriza. La enfermera da un grito y se aprieta contra Montse. De la tierra, a medio enterrar, se levanta un saharaui. A pesar de que hay poca luz, se dan cuenta de que está casi desnudo. Coge su ropa y, con el turbante puesto, echa a correr. Brahim ha llegado corriendo, alarmado por el grito de Layla. Cuando ve lo que está pasando, comienza a tirarle piedras a aquel loco.

—¿Qué hacía ahí ese hombre? —le grita Montse a Layla.

—No lo sé. Yo tampoco lo había visto.

Brahim le dice algo a su prometida. Layla se lo traduce a Montse.

—Dice que es el pobre viejo que vimos anoche. El Demonio. El hombre no está en sus cabales.

—Vámonos —le pide Montse, nerviosa—. Está empezando a oscurecer.