La doctora Belén Carnero entró en la cafetería del hospital y enseguida vio a Montse sentada al fondo, junto a una ventana. La venía buscando. Se acercó, salvando los obstáculos, y se sentó a su lado.
—¿Por qué has tardado tanto? Ya me iba, Belén.
—Ha sido una operación larga. Y lo peor de todo es que ese pobre hombre casi se queda en el quirófano por tu culpa.
La doctora Cambra levantó las cejas e hizo un gesto de incredulidad.
—¿Cómo dices eso? ¿Por mi culpa?
—Sí, Montse, me dejaste tan intrigada con esa historia que se me fue la mano con la anestesia…
Montse estaba a punto de gritarle cuando vio la sonrisa socarrona de la doctora Carnero. No era la primera vez que le hacía algo parecido.
—Pero ¿qué te pasa? Has perdido el sentido del humor, mujer.
Montse se tapó la cara con las dos manos.
—No sé si he tenido sentido del humor alguna vez, chica.
—Claro que lo tienes. ¿Ya no te acuerdas de lo que nos reíamos?
—Tienes razón. Pero ha pasado tanto tiempo que ya casi no lo recuerdo.
Permanecieron un instante mirándose a los ojos, como si trataran de adivinarse el pensamiento.
—Mira, vamos a hacer una cosa —dijo, al rato, la doctora Carnero—. Te vienes a casa y me sigues contando por donde te habías quedado.
—No me da tiempo. Tengo que ir a casa, ducharme y…
Belén aguardaba con el ceño fruncido.
—¿Es lo que estoy imaginando? —preguntó la anestesista.
—Pues sí, para qué te voy a decir otra cosa. He quedado con Pere para cenar.
—El soltero de oro. Bueno, eso no es de mi incumbencia, de manera que termina de contarme lo de ese Santiago San Romo.
—San Román.
—Pues eso. Me estabas diciendo lo del embarazo. Tú tenías… diecinueve años.
—Dieciocho. Dieciocho flamantes años. No tiene más misterio. Además, eran otros tiempos, y tú ya sabes cómo ha sido siempre mi familia.
—Pues sí. Por eso me tienes intrigada. No te imagino delante de tu madre, contándole que te habías quedado embarazada de un chico del que apenas sabías nada.
—En realidad sabía todo lo que tenía que saber.
—Me estabas contando que lo viste con una rubia.
La doctora Cambra rebuscó en el bolso y sacó un paquete de Chesterfield. Encendió un cigarrillo. Belén la observaba sin decir nada.
—¿Por qué me miras así?
—No sabía que fumaras. ¿Eso es una novedad?
—Una estupidez más, diría yo. No había vuelto a probarlo desde que tenía dieciocho años.
—Chica, eres una caja de sorpresas. No me extraña que Pere pierda el sentido por ti.
Montse le echó el humo a la cara. Belén empezó a toser y a reír.
Montse recordaba aquel mes de octubre como uno de los más amargos de su vida. La ilusión con que su padre vivió el ingreso de su hija mayor en la universidad contrastaba con el desánimo y la apatía que se habían apoderado de la muchacha. El recuerdo del verano le resultaba ahora un sueño de princesa. La vuelta a los horarios de la familia, al control de su madre, las separaciones prolongadas de Santiago se le hacían inaguantables. Su hermana Teresa vivía en otro mundo. Con frecuencia Montse se sentía inferior a su lado. La hermana pequeña tenía su vida propia. Parecía la mayor. Teresa soportaba mejor las exigencias del padre, los reproches de la madre, el control agobiante de los dos. Le resultaba imposible entenderse con ella. Unas veces la veía como a una niña, otras le parecía demasiado avanzada para su edad. En realidad tenía miedo de averiguar qué pensaría su hermana si supiera todo lo que ella estaba viviendo en el más estricto de los secretos.
Cuanto más tiempo pasaba sin ver a Santiago, más trabajo le costaba quitárselo de la cabeza. Ahora se veían sólo los sábados por la tarde y los domingos. Montse no podía volver a casa después de las diez, y Santiago no tenía nada que hacer más que estar con ella. Cuando le contó que a final de año tenía que irse a Zaragoza para cumplir el servicio militar, la chica trató de mostrar indiferencia, como si aquello fuera la cosa más natural del mundo. Pero en su casa veía pasar los días en una cuenta atrás angustiosa. Sin embargo, Montse estaba muy equivocada al pensar que su situación no podría ya empeorar.
El mayor revés lo sufrió una desapacible tarde de otoño. Acompañaba a su madre, igual que en otras ocasiones, a casa de sus tías. Era una obligación ineludible. Nada le aburría a Montse más que pasar dos horas sentada en una mesa camilla, oyendo a su madre y a las tías hablar de cosas insustanciales, de gente que ya había muerto, de personas a las que no conocía, de anécdotas que le resultaban de lo más anodino. Pero aquella tarde algo la hizo salir de la rutina. Al pasar ante una cafetería, Montse miró a la cristalera, con un gesto coqueto, para arreglarse el pelo. Se quedó helada. Junto a la puerta, sentado ante una mesa, vio a Santiago fumando con la mayor naturalidad. A su lado había una muchacha rubia que reía como si acabaran de contarle algo muy gracioso. Fueron apenas dos o tres segundos, pero los suficientes para estar segura de que se trataba de Santiago. El corazón le dio un vuelco a Montse. Se apretó al brazo de su madre e intentó adaptarse a su paso. Se había puesto colorada. Le quemaban las mejillas. Temió que su madre se diera cuenta. No quería mirar atrás, pero aquella imagen se le había quedado grabada. Las ideas se atropellaban en su mente. Sin tiempo para pensarlo bien, se excusó con su madre y le dijo que siguiera a la casa de las tías. Ella había olvidado algo en casa. La madre continuó el camino sin dejar de refunfuñar.
Montse no podía controlar sus actos. Se aseguró de que fuera Santiago el chico a quien había visto y luego se apostó al otro lado de la calle, sin apartar la mirada de la puerta de la cafetería. Estaba temblando. A veces se veía a sí misma y le resultaba ridículo lo que estaba haciendo. Cruzó para entrar en la cafetería, pero se arrepintió en el último momento. Por primera vez en su vida no le preocupó no tener ninguna excusa convincente para justificar ante su madre su extraño comportamiento. El tiempo pasaba demasiado despacio.
Santiago San Román salió de la cafetería acompañado de aquella muchacha rubia. Quizá ella tuviera diecinueve o veinte años, pero por la forma de vestir parecía mayor. A Montse, a pesar de la distancia, no le cabía duda de que era teñida. Hablaban como dos amigos de siempre. Santiago la hacía reír sin parar. Aquello irritó más a Montse. Los fue siguiendo a distancia, desde la otra acera. Tal vez lo que realmente quería Montse fuese que Santiago la descubriera al otro lado de la calle, pero el chico sólo miraba a la rubia. Montse no apartaba la vista de ellos por si se cogían de la mano o él le echaba el brazo por encima del hombro. Pero no hicieron nada sospechoso. Pasearon hasta la parada del autobús. Se quedaron de pie durante diez minutos, la chica sin parar de reír. Era imposible que Santiago fuera tan gracioso de repente. Montse estuvo a punto de marcharse en más de una ocasión, o de acercarse, pero algo se lo impedía. Finalmente llegó el autobús y la chica esperó a que subiera todo el mundo. En ese instante los vio cogidos de la mano. Era más bien un cogerse y soltarse, como nervioso, hasta que la chica le puso las manos en el cuello a Santiago y lo atrajo hacia ella. Se besaron. Aquello no parecía un beso de despedida. Santiago no hizo ningún amago de apartarse de la muchacha. Se separaron cuando el autobús estaba a punto de salir. San Román se quedó clavado en la parada mirando a la chica, que buscaba un hueco en el autobús. Siguió parado allí, mirando al infinito, cuando el vehículo había desaparecido ya de su vista.
Montse no acudió a su cita del siguiente sábado. Cuando Santiago la llamó, haciéndose pasar por un compañero de la universidad, ella no quiso ponerse. Tardó tres días en decidirse a coger el teléfono y, cuando lo hizo, fue para decirle: «Mira, Santi, no quiero volver a saber nada de ti. ¿Me entiendes? Absolutamente nada. Hazte a la idea de que estoy muerta». Y colgó. Santiago no obtuvo explicación hasta el tercer día, cuando abordó a Montse en la acera de su casa. Montse iba con los libros bajo el brazo, con el tiempo justo para coger el autobús. Santiago se puso delante y le cortó el paso. Estaba enfadado, pero cuando vio la cara de Montse se puso pálido. «Ahora vas a contarme lo que te pasa». Su voz era insegura. Montse cambió de dirección y siguió andando. El chico fue detrás, tratando de arrancarle alguna palabra, pero ella no le daba ninguna oportunidad. Por fin, harta de aquella farsa, Montse se detuvo. «Escúchame, guapito. Yo no sé a qué estás jugando, pero te aseguro que conmigo no lo vas a hacer». «Primero tendré que saber de qué me hablas. Si no te explicas mejor…» «¿Quieres que me explique? Tú eres quien tiene que explicarse. Por ejemplo, explícame quién es esa rubia de bote con la que te besabas el otro día en la parada del autobús». Montse no despegó los ojos del chico hasta que vio que se ponía muy serio y empezaba a ruborizarse. Sin embargo, Santiago no se amedrentó. «Si son celos lo que tienes, no padezcas más. No es nadie importante». La muchacha se puso roja de rabia. «¿Nadie importante? ¿Y yo soy alguien importante?» «Claro, lo más importante de mi vida». «Pues te has quedado sin lo más importante de tu vida. Ahora que te consuele esa rubia, o lo que sea». Echó a andar muy decidida, mientras Santiago trataba de darle alcance. «Mira, guapita, esa rubia no es nadie. No sé a qué vienen esos celos. ¿Acaso tú no has tenido algún novio antes?» «Sí, muchos —mintió—. ¿Y qué?». «Pues entonces lo entenderás, porque no es más que eso, una novia de hace tiempo». «Vaya, ¿y te vas besando así con todas las novias de hace tiempo?» «Pues no, la verdad. Pero nos encontramos por casualidad, tomamos un café…» «¿Te invitó ella?» Santiago se quedó con la palabra en la boca. Montse le había dado donde más le dolía. Guardó silencio y se fue quedando retrasado. Por fin Montse se detuvo, se dio la vuelta y le soltó: «Estoy embarazada. Sí, embarazada. No me preguntes si estoy segura porque te mando a la… Así que ya lo sabes. No quiero volver a oírte, no quiero volver a verte, no quiero saber ya nada de ti. Bastante tengo con lo que tengo». Santiago se había quedado con el gesto descompuesto, clavado sobre la acera, sin apartar los ojos de Montse mientras la veía alejarse sin mirar atrás. Entonces se dio cuenta de que la gente se había parado a escuchar la discusión como si fuera un espectáculo callejero.
A la doctora Cambra hacía mucho tiempo que le dejaron de impresionar los restaurantes de lujo y las atenciones masculinas. La sofisticación le aburría, aunque se sentía cómoda. Dejó que Pere Fenoll, el traumatólogo, eligiera el restaurante, el vino y la ubicación de la mesa. Había algo en aquel hombre que la conmovía, y otras cosas que le rechinaban. En realidad, no era capaz de hacer balance entre lo bueno y lo malo. Se sabía hermosa, pasados los cuarenta, capaz de seducir a un hombre, pero sentía mucha pereza cuando debía utilizar sus armas. Además, Pere no jugaba muy bien. Hablaba del trabajo, de su especialidad, de los problemas de la sanidad. Cuando Montse conseguía desviarlo del tema, él se volvía demasiado trascendente, como si el hecho de llevarse una cuchara a la boca fuera el resultado de innumerables procesos de una importancia difícil de comprender. Era un hombre atractivo, con buen gusto, de modales exquisitos. Aquello le gustaba a Montse tanto como le molestaba. De vez en cuando jugueteaba con él: dosificaba la seducción en los momentos en que veía a Pere más receptivo.
La doctora Cambra suponía que esa noche iba a terminar en la cama de aquel hombre que ahora tenía enfrente y cuya imagen le llegaba filtrada a través del vino de la copa. Se sentía agradablemente mareada por la bebida. Dejó a propósito las pastillas en su casa y se puso el mejor vestido. Le parecía que cuando Pere estaba callado ganaba mucho. No era un buen amante, pero tampoco era eso lo que ella necesitaba. Lo recordó en calzoncillos y no pudo evitar una sonrisa delatora.
—¿Te hace gracia lo que te estoy diciendo?
En realidad hacía rato que Montse no escuchaba nada de lo que le contaba el traumatólogo. Tenía mucha facilidad para desconectar de las conversaciones sin que se le notara la falta de interés.
—La verdad es que no. Es más bien la forma que tienes de contarlo —trató de justificarse.
Pere se sonrojó. Montse le mantuvo la mirada hasta que él la desvió hacia la copa.
—Perdóname —se excusó el traumatólogo—. Estoy toda la noche hablando y casi no te he dejado decir una palabra.
—Es muy interesante todo lo que dices. No quiero interrumpirte. Además…
Pere Fenoll levantó la cabeza y buscó, expectante, el final de la frase en los ojos de Montse.
—¿Además?
—Además, creo que el vino se me ha subido a la cabeza y no quiero decir tonterías.
—Vaya, pues no lo hubiera pensado. Parece que acabas de levantarte de la cama.
Montse sonrió y se quedó pensativa. Habían acabado de cenar y sabía que antes o después Pere preguntaría si deseaba tomar algo en su casa. Ella tenía ganas de hablar. Se le hacía dura la idea de volver a casa y encontrarse con el silencio de las paredes y los recuerdos.
—¿Nunca has pensado dejar el trabajo por un tiempo? —le preguntó Montse—. Pongamos tres meses, seis meses, un año.
—¿Una excedencia?
—Sí, algo así.
—No, no lo he pensado. Quizás más adelante, cuando sea más…
—¿Viejo? ¿Ibas a decir viejo?
—Cuando esté más cansado: eso es lo que iba a decir.
Montse se apartó el pelo de la cara. Realmente el vino le estaba provocando una euforia que ya creía olvidada.
—Pues a mí sí me gustaría. Tres meses, medio año. No sé. Quizá la pida.
—¿Y qué harías en ese tiempo?
—Un millón de cosas. Leer, pasear, viajar. Viajar fuera de temporada es fantástico.
—¿Sola?
—¿Vendrías conmigo? —preguntó enseguida ella, como si hubiera estado esperando precisamente aquello.
Pere le sonrió. Volvió a ponerse colorado.
—Depende. Si me lo pidieras… ¿Vas a pedírmelo?
—No, no voy a hacerlo. Tranquilo. Por ahora no es más que algo muy lejano que pasa por mi cabeza.
Pere Fenoll aprovechó la sinceridad de la mujer para enlazar la pregunta que traía preparada.
—¿Quieres venir a mi casa a tomar una copa?
Montse le sonrió, tratando de que su gesto pareciera espontáneo. Afirmó con la cabeza, pero no fue capaz de mostrar sorpresa ante la pregunta.
Después de pagar la cuenta apenas cruzaron palabra. Salieron algo tensos y montaron en el coche del traumatólogo. Hacía frío. Montse se subió el cuello de su abrigo y se escurrió en la tapicería de cuero. Deseaba que el trayecto fuera largo, para entrar en calor mientras escuchaba a Wagner.
—¿Estás cansada?
—No. Es el vino, Pere, de verdad. Estoy muy bien.
Había mucho tráfico a esas horas. Montse iba mirando distraída a la gente que caminaba por las aceras mientras Pere hablaba una vez más del trabajo. De repente le pareció ver a Fatma. Caminaba sola, con el cabello cubierto por una melfa roja.
—Para un momento, Pere, por favor. He visto a una amiga.
—Pero ¿aquí?
—Es un momento. No hace falta que aparques.
Pere se apartó a un lado. Estaba molesto. Aquella reacción repentina de Montse le pareció un capricho fastidioso. Ella bajó del coche y se cruzó en el camino de Fatma. La saharaui se sorprendió al verla. En realidad habían estado juntas tres días antes. Se besaron y se quedaron cogidas de la mano. Se preguntaron por sus cosas, como si hiciera tiempo que no se veían.
—¿El niño sigue bien?
—Bien, muy bien. Es un niño muy bueno.
Las dos mujeres no parecían tener prisa. Entonces Pere Fenoll, impaciente, comenzó a tocar el claxon. Cuando Fatma se dio cuenta de que alguien esperaba a Montse, se sintió violenta. Pensó que estaba entreteniéndola. Se despidió. Quedaron en verse pronto.
Pere estaba serio cuando Montse montó en el coche. La doctora Cambra parecía contrariada. Se contuvo para no recriminarlo por su comportamiento.
—Vaya, Montse —dijo en tono irónico—, no sabía que tuvieras amigas tan exóticas.
Montse se mordió el labio.
—¿Exóticas? ¿Te molesta que tenga amigas exóticas?
—No, no. Al contrario. Me parece que uno debe relacionarse con gente de todas las clases.
A Montse no le gustó el tono con que lo había dicho. Antes de que el coche iniciara la marcha, abrió la puerta. Se bajó y dijo:
—Mira, Pere, nunca pensé que le diría esto a alguien, pero tampoco pensé nunca que me acostaría con alguien como tú. Vete a la mierda.
Pere Fenoll se quedó con la palabra en la boca. Sabía que lo había echado todo por tierra, pero ya era demasiado tarde para rectificar. Permaneció en el coche, escuchando a Wagner, mientras Montse se alejaba por la acera, a paso ligero, probablemente maldiciéndolo.