El cabo San Román se pasó la noche en blanco, mirando las sombras del techo y la luz que llegaba del aeródromo. En la última semana apenas había dormido una hora o dos cada día. El ambiente del barracón que hacía las veces de improvisado calabozo le oprimía el pecho y deformaba su percepción de la realidad. De una pared a otra apenas había seis pasos. La letrina despedía un olor nauseabundo. Cuando finalmente estaba a punto de caer rendido por el cansancio, se le metía en la cabeza el goteo machacón del grifo en el silencio de la noche; se obsesionaba y ya no podía dormir. Más de una semana oyendo aquella gota sobre el cemento, interminable gota que le crispaba los nervios y lo desesperaba.
Tras la visita inesperada de Guillermo, se sintió más inquieto. Sabía que jamás volvería a ver a su amigo. Ahora se arrepentía del trato que le había dado en los últimos tiempos. Sin duda, Guillermo no se merecía tantos desprecios. Pero ya era tarde para casi todo.
Trataba de quitarse de la cabeza el recuerdo de Andía. La imagen de la saharaui era una tortura peor que la gota del grifo. Se sentía traicionado, y aquella sensación le resultaba amargamente familiar. Incluso con los ojos cerrados seguía viendo el rostro de la chica, su sonrisa; escuchaba su voz de niña, su risa de adolescente. Sólo conseguía apartarla de sus pensamientos cuando pensaba en Montse. Su recuerdo lo tranquilizaba. Había intentado escribirle una carta, pero era incapaz de hilar dos frases. Las palabras no fluían de su mente. Jamás creyó que fuera tan difícil expresar los sentimientos. Luego trataba de imaginar a Montse con el niño recién nacido, su hijo, y de nuevo el desconcierto y la angustia se apoderaban de él. Los recuerdos que ya había conseguido dominar se volvían entonces caprichosos y se instalaban en su memoria como una llama que no lograba apagar del todo. De repente se acordó de su madre. Muy pocas veces pensaba en ella. Ahora, sin embargo, le obsesionaba la idea de que Montse se hubiera enterado de su muerte. Le parecía improbable. Pero a veces quería creer que tal vez la muchacha, movida por el arrepentimiento, había llevado al bebé al estanco para que lo conociera su abuela. Si hubiera sido así, sin duda ya sabría que ella había muerto. Por un instante imaginó a su madre con el vestido negro, sobre la cama, con las manos cruzadas sobre el pecho y la cara muy pálida, color de cera. Se sintió culpable: culpable de estar lejos, culpable de no haber ido al entierro, culpable de haber creído que viviría siempre, a pesar de su enfermedad.
Había sido Guillermo quien le comunicó la noticia de su muerte. Fue a finales de mayo. Lo llevaba buscando toda la mañana, hasta que dio con Santiago en el pabellón de Tropas Nómadas. Se lo dijo sin rodeos, como la cosa más natural del mundo. Santiago lo miró sin entender muy bien el fondo de sus palabras. El pasado, incluida su madre, estaba muy dormido en su memoria. Sólo la había llamado dos veces desde que llegó a El Aaiún. Ahora era ya demasiado tarde para hacerse reproches.
La situación crítica que se vivía en la provincia del Sáhara impedía que las noticias que llegaban de la Península parecieran reales. Cuando el comandante Panta llamó al cabo San Román a su despacho, él ya conocía la noticia que iba a darle: la muerte de su madre. Lo escuchó sin parpadear, muy serio. El comandante creyó que aquel muchacho no podía reaccionar por el impacto de la noticia, pero Santiago en realidad tenía la cabeza en otra parte. «Los acontecimientos aquí son muy graves, cabo. Usted lo sabe tan bien como yo —le explicó el comandante, tratando de aliviar el peso del soldado—. Pero el Ejército se hace cargo de que el dolor por la muerte de su madre supera todos los problemas que pueda tener aquí». Santiago asentía con gestos, sin moverse apenas. El comandante sacó unos papeles y finalmente se los tendió a San Román. «Por eso y, aunque en estas condiciones están suspendidos todos los permisos, vamos a hacer una excepción con usted. Tiene quince días para ir a Barcelona y estar con su padre, con sus hermanos, en fin, con su familia. La pérdida de una madre es irreparable, pero sin duda las penas compartidas son más llevaderas». A Santiago no se le pasó por la cabeza ni por un instante confesarle al comandante que no tenía padre, ni hermanos, ni familia. Sacó el pecho y se cuadró en señal de agradecimiento. «Mañana sale un avión hacia Gran Canaria —le explicó el comandante, interpretando los papeles que acababa de darle—. Allí cogerá un enlace con la Península. Tiene usted quince días para estar con su familia. El 15 de junio debe estar aquí de vuelta. Puede retirarse». «A sus órdenes, mi comandante».
Santiago San Román salió a la luz cegadora, aturdido y confuso. No conocía a ningún soldado que no hubiera pagado todo lo que tuviera por conseguir un permiso como aquél. Sin embargo, la idea de montar en un avión y volver a Barcelona medio año después de su marcha le resultaba angustiosa. El 24 de mayo, el Gobernador de la colonia, el general Gómez Salazar, había puesto en marcha la Operación Golondrina, para evacuar a la población española del Sáhara. Las clases en algunas escuelas y en el instituto se habían suspendido un mes antes del final del curso. Aunque muchos funcionarios se iban llorando de aquella ciudad que consideraban su patria, eran muchos los que salían sin mirar atrás, conscientes de lo que se avecinaba.
Las manifestaciones de saharauis a favor de la independencia del Sáhara eran cada vez más frecuentes. Se aprovechaba cualquier ocasión para sacar las banderas y lanzar proclamas a favor del Frente Polisario. Las patrullas de la Policía Territorial y los legionarios cerraban con alambradas los barrios más conflictivos en cuanto se producían los primeros altercados. Pero las noticias que llegaban de las otras ciudades no eran alentadoras para los peninsulares. La cárcel civil de El Aaiún empezaba a quedarse sin espacio para tanto detenido.
Santiago hizo el petate al día siguiente y se encaminó hacia el parque móvil donde le habían dicho que un vehículo se disponía a salir hacia el aeródromo. Iba absorto en sus pensamientos, repasando mentalmente todo lo que había planeado. Por eso no vio a Guillermo, que trataba de darle alcance, hasta que lo tuvo encima. «¿Te vas sin despedirte?» Santiago lo miró como a un extraño. «Pensé que estarías de patrulla —mintió—. Pregunté por ti y me dijeron…». Guillermo lo abrazó y apretó con fuerza sin dejarlo terminar. «Déjame, anda, que van a pensar que somos maricones». Guillermo le sonrió. Después de la noticia de la muerte de su madre, no le pareció extraño el comportamiento de su amigo. Le deseó suerte y se quedó mirando mientras Santiago se alejaba. El cabo San Román se palpó el bolsillo en donde había guardado el dinero y el permiso. La idea de abandonar el Sáhara ahora le resultaba angustiosa; pero sus planes eran otros. Poco a poco fue cambiando el rumbo y en vez de dirigirse hacia el parque móvil encaminó sus pasos hacia la puerta de salida. Mostró el permiso y salió del cuartel muy decidido. Una hora más tarde, entraba en la tienda de Sid-Ahmed, vestido de saharaui, tratando de ocultar el bulto del petate con su uniforme dentro.
Santiago pasó en la casa de Andía los quince días de permiso. La muchacha no podía disimular su emoción. El legionario no salió del barrio en dos semanas. A veces se paseaba por las calles del Hata-Rambla, o pasaba las veladas con Sid-Ahmed en su tienda, filmando y bebiendo té. Nadie se extrañaba de su presencia; los vecinos lo trataban como a un pariente de Lazaar. Pero cuando los hombres se reunían en casa, Santiago se sentía marginado. Él no podía gozar de la familiaridad que había entre ellos. Permanecía en silencio, ofreciendo té, escuchándolos discutir. No podía entender casi nada. Hablaban en hasanía, y cuando se dirigían a él en castellano era para decir cosas intrascendentes, más bien de compromiso. Santiago estaba seguro de que entre ellos hablaban de política. No le cabía duda de que simpatizaban con el Polisario, pero a pesar de todo lo que había hecho por algunos de ellos se veía muy lejos de conseguir su confianza. Cuando se quedaba a solas con Sid-Ahmed, el saharaui le contaba algunas cosas, pero San Román seguía teniendo la sensación de que no se lo decía todo.
Dos días antes de que se cumpliera el plazo de su permiso, Santiago le confesó a Andía que no pensaba volver al cuartel. La muchacha lo miró entusiasmada y corrió a contárselo a su madre. La madre se lo dijo a las tías de la muchacha y antes de una hora se presentó Sid-Ahmed, alterado, en la casa. Por primera vez parecía haber perdido la amabilidad con la que siempre trataba al legionario. «¿Qué es eso de que vas a desertar?» «No voy a desertar, es sólo que no pienso volver». «Eso es desertar, amigo». «¿Y qué?» «¿Tú sabes lo que puede pasarte cuando te encuentren?» «No van a encontrarme. Nadie sabe que estoy aquí». Sid-Ahmed sonrió con un sarcasmo que desarmó al legionario. «Todo el mundo sabe que estás aquí. Todo el mundo, menos tus amigos —las palabras del saharaui fueron tan rotundas que Santiago no dudó ni un instante que fueran verdad—. Nuestra gente sabe todo lo que ocurre dentro y fuera de los cuarteles. ¿Acaso piensas que somos unos estúpidos?». San Román se sintió desvalido. En ese momento se arrepintió de no haber aprovechado la ocasión para viajar a Barcelona. «Si de verdad quieres a esa niña —dijo, refiriéndose a Andía—, mañana te presentarás en el cuartel. De lo contrario la acusarán a ella y a su familia de dar cobijo a un desertor. ¿Sabes lo que podría pasarles?». Santiago no tenía argumentos contra aquello. Las palabras de Sid-Ahmed habían tenido un efecto demoledor en su ánimo. Agachó la cabeza y se sintió avergonzado. Aquel hombre le estaba dando una lección sin proponérselo. Asintió con un gesto. El saharaui cambió entonces su tono amenazador y volvió a ser el de siempre. «Andía está encaprichada contigo. Tú te has portado como uno de los nuestros. No lo estropees ahora». Aquel hombre había sabido conquistar su corazón. Era la primera vez que alguien se tomaba en serio los sentimientos que él tenía hacia Andía. Se dieron la mano y tomaron té en silencio, sin volver a tratar el asunto. Aquella noche la casa se llenó de hombres. Estuvieron charlando y tomando té hasta el amanecer. Cuando se fueron, San Román le dijo a Sid-Ahmed: «A pesar de todo, los saharauis parecéis siempre felices». «No siempre, amigo, no siempre. Pero esta noche teníamos razones para estarlo. Nuestros hermanos han triunfado en Guelta».
Santiago no comprendió el sentido de las palabras de Sid-Ahmed hasta el día siguiente, cuando se acabó su permiso y tuvo que incorporarse a su puesto. La situación dentro del cuartel era de caos contenido. Entre tanto descontrol, nadie se percató de que Santiago no había utilizado su permiso para viajar a la Península. Las noticias sobre el Polisario iban de boca en boca, acrecentadas por los rumores y el silencio de los oficiales. La retirada del Ejército en Guelta se vivió como un paso más hacia la retirada definitiva del Sáhara. Durante las dos primeras semanas de junio, la cárcel se había llenado de saharauis detenidos en las manifestaciones y alborotos callejeros. El destino de Santiago en su primer día fue de vigilancia en la cárcel civil. El edificio, apenas utilizado hasta unos meses antes, estaba ahora saturado por hombres que se hacinaban sin espacio apenas para dormir por la noche. Se encontraba al final de una gran recta en la salida de Edchera. Desde lejos se podía ver ya el enorme despliegue de vigilancia que había organizado el Ejército español. La mayor parte de los detenidos tenía que permanecer día y noche en el patio. Se sucedían órdenes y contraórdenes de sargentos que no sabían bien cómo abordar una situación tan crítica como la que se les presentaba día a día. Los teléfonos no paraban de sonar. Los soldados iban de un sitio a otro, cumplían órdenes que minutos después eran dictadas en sentido contrario. Entre tanto caos, Santiago no tardó en ver rostros conocidos de los saharauis. Habló con algunos, tratando de que ningún soldado lo viera. En una mañana se había comprometido a hablar con una veintena de personas para dar noticias de los familiares detenidos.
Aunque todos los permisos se habían suspendido definitivamente, a Santiago no le resultaba difícil llegar al Hata-Rambla. En cuanto los vecinos supieron que muchos de sus familiares seguían detenidos en El Aaiún, comenzaron a enviarles mensajes por medio de San Román. Aquel ir y venir de noticias se convirtió en algo cotidiano. Mientras se seguía repatriando a los funcionarios, aquel verano se convirtió en el más triste de los últimos años. En julio muchos de los bares cerraron por vacaciones. La población sospechaba, como luego se confirmó, que aquellas vacaciones serían de muchos años. Cerró El Oasis. No se abrió el cine de verano. Cada vez se veían menos niños por la ciudad. En el mes de agosto no quedaba más que la mitad de la población. Se notaba en los barrios: muchas casas estaban cerradas a cal y canto. Se cerraron tiendas, negocios. La gente caminaba con prisas por unas avenidas con poco tráfico. El mercado semanal era un reflejo de la desconfianza y desolación que estaba apoderándose de la ciudad. Aunque la evacuación era más ordenada que en primavera, todos tenían prisa por arreglar sus asuntos: vender los automóviles, los televisores, cobrar las deudas, solucionar los problemas de alquiler.
Las noticias sobre la enfermedad del Caudillo no hacían más que aumentar la incertidumbre. Aunque muchos se negaban a creer que Franco fuera a morir, incluso los oficiales de alto rango trataban de tener noticias de primera mano por medio de telegramas y conferencias a la Península. Pero la suma de todas las informaciones no era más que una continua contradicción que acrecentaba el número de los escépticos.
Fue a mediados de octubre cuando un rumor que venía circulando entre los más informados se convirtió en noticia. Por el televisor de la cantina, una hora antes de la cena, apareció la imagen del Rey de Marruecos dirigiéndose a su pueblo. Su voz sonó clara. Casi nadie le prestaba atención, pero Santiago se quedó hipnotizado por la gravedad del rostro de Hasan II. No podía entender nada, sólo palabras sueltas que no tenían demasiado sentido. Antes de que terminara aquel discurso, le dijo a Guillermo: «Está ocurriendo algo grave, Guillermo, mira». El amigo miró a la pantalla del televisor sin ningún interés. No entendía los problemas de Marruecos ni del Sáhara. «No sé lo que es, pero algo está pasando», dijo el cabo San Román. Se levantó y caminó a buen paso hacia el pabellón de Tropas Nómadas. La vigilancia dentro y fuera del cuartel se había doblado. En cuanto entró, supo que su sospecha no era infundada. Los saharauis tenían el televisor encendido, pero ahora nadie le prestaba atención a la publicidad marroquí. En vez de eso, hacían corro alrededor de un aparato de radio muy antiguo. Ninguno se percató de la presencia del legionario hasta que preguntó lo que estaba sucediendo. «Nada, cabo, nada». «No me trates como a un gilipollas. Sé que está pasando algo». Los soldados lo conocían bien. Muchos de ellos mandaban mensajes a sus familias por medio del cabo legionario. Hacía muchos meses que jugaba al fútbol con ellos. Conocía a las futuras esposas de algunos, a sus padres; había estado en la casa de muchos de ellos. Por eso se mantuvo firme. «¿Qué ha dicho Hasan por la televisión?», insistió el cabo, ahora molesto. «Dice que quiere recuperar el Sáhara para Marruecos invadiéndolo». San Román no entendía del todo el significado de aquello. «No puede: nuestro Ejército es superior al suyo», dijo el cabo ingenuamente. «Está pidiendo voluntarios civiles para entrar en el Sáhara. Dice que va a ser una invasión pacífica. Está loco».
San Román se quedó junto a los saharauis hasta el toque de retreta. Cuando se acostó en su litera, no podía pensar en otra cosa. Estuvo despierto, sin moverse sobre el colchón, hasta el toque de diana. Aquel día el cuartel parecía un polvorín. Los camiones no paraban de entrar y salir. Las órdenes eran confusas y a veces se contradecían. Los rumores se extendieron más deprisa que nunca. A veces daba la sensación de que se estaban preparando para marchar a la frontera del norte. Otras, parecía que los iban a evacuar de África ese mismo día. Entre tanto desorden, Santiago San Román se las arregló para salir del cuartel el último viernes del mes de octubre. Lo tenía todo planeado para entrar en el barrio de Zemla. Pero llegó con mucha dificultad.
La situación en el barrio era tan confusa como en el resto de la ciudad. La gente hacía acopio de comida en las casas. Las tiendas estaban casi desabastecidas. Lo primero que hizo fue visitar a Sid-Ahmed. El saharaui trató de calmarlo, pero también mostraba un nerviosismo que no era normal en él. Fueron juntos a la casa de Andía. La muchacha no parecía consciente de todo lo que estaba ocurriendo. Se mostró esquiva y enfadada con el legionario por no haber ido a verla en casi tres semanas. Tomaron té durante más de una hora. Cuando llegó el momento de despedirse, San Román notó que la familia trataba de dejarlo solo con Andía. Era la primera vez que se mostraban tan complacientes; por eso no se percató de lo que en realidad estaba ocurriendo. La muchacha se sentó frente a él y se dejó coger las manos. «Cuando pueda irme de aquí, voy a llevarte conmigo a Barcelona. Te va a gustar mucho. Mucho». Andía sonrió. No era la primera vez que Santiago le hacía promesas. «¿Y qué harás con la novia que tienes allí?» Santiago fingió enfadarse. Sabía que aquello era un juego que solía practicar Andía. «No hay ninguna novia esperándome. Te lo juro». Finalmente, como siempre, ella sonrió satisfecha. «Quiero pedirte algo, Santi. Es un favor para mí, sólo para mí». «Claro, claro; lo que quieras». Ella metió la mano bajo la melfa y sacó un sobre. «Esto es para Bachir Baiba. Le dices que es de su hermana Haibbila. Puedes leerlo si quieres». San Román le sonrió. Conocía bien a Bachir. Había estado en su casa, conocía a su familia. Su hermana Haibbila era muy amiga de Andía; en una ocasión le regaló una pulsera a Santiago. No quiso sacar la carta del sobre, aunque estaba abierto. Le pareció una grosería. Además, tenía la seguridad de que estaría escrita en hasanía. Ésa fue la última vez que había visto a Andía, a pesar de prometerle que iba a volver al día siguiente.
La carta llegó a Bachir Baiba. Fue lo primero que hizo el cabo San Román en cuanto entró en el cuartel. El saharaui la leyó delante de él. Santiago no sospechó del gesto serio del soldado. Se despidió, pero Bachir le dijo que esperara un rato. Estuvieron tomando té y fumando. Bachir Baiba se mostró amable, pero distante. Cuando finalmente Santiago tuvo que irse, el saharaui le preguntó: «¿Cuándo volverás a casa?». San Román sabía bien lo que quería decir. «Quiero subir mañana, pero lo de los pases está muy crudo». «Ya —dijo, tratando de encontrar una solución—. Nosotros no tenemos manera de salir de aquí. Nos han retirado el armamento y no hay permisos». «Lo sé». «¿Harás algo por un amigo?» «Dime». «Cuando consigas salir, vienes a verme. Tengo algo para mi madre: ropa sucia y cosas así». Santiago sabía bien lo que trataba de decir con aquellas palabras. No puso objeciones.
El viernes 31 de octubre, al llegar a la barrera de salida, Santiago llevaba un petate que pesaba más de quince kilos. Su ingenuidad le hizo pensar que nadie iba a reparar en un cabo que salía a pie del cuartel, como tantas otras veces. Por eso no se dio cuenta de que, desde el momento en que se acercó al registro de salida, un teniente y dos sargentos no hacían más que mirarse y mover la cabeza nerviosos. «¿Qué lleva ahí, cabo?» La pregunta le cogió desprevenido. Se puso rojo y le tembló la voz. «Tengo permiso para salir», se justificó el legionario. El teniente ni siquiera miró el papel que le tendía. «No le estoy preguntando eso. Le estoy preguntando qué lleva en ese petate». «Ropa sucia y cosas así». En cuanto lo dijo, comprendió que se estaba metiendo en un lío. Aquel petate pesaba demasiado. Al dejarlo en el suelo produjo un ruido sospechoso. Antes de conseguir abrirlo, se sintió encañonado por uno de los sargentos. Cuando mostró el contenido, el teniente se puso pálido y estuvo a punto de tirarse cuerpo a tierra. Entre la ropa sucia aparecieron granadas, detonadores y explosivos que pasaban de los quince kilos. En menos de una hora, la noticia había corrido por todo el cuartel como el más oscuro de los presagios.
El insomnio y las pulgas hacían que aquel calabozo pareciera más bien una mazmorra. Además, la falta de noticias del exterior le provocaba un terrible desasosiego al cabo San Román. Se sintió solo, muy solo; una sensación que nunca antes había tenido. Podía imaginar el alboroto que se respiraría en los cuarteles desde que se conociera la muerte del Caudillo. Pero a él lo único que le preocupaba era su situación. Aquel día comió con normalidad, a la hora en que era habitual. Pero nadie quiso darle explicaciones de lo que estaba ocurriendo. Cada ruido, cada movimiento en el exterior lo ponían alerta. Esperaba que de un momento a otro vinieran a recogerlo y llevarlo a Canarias o a la Península. Aunque lo peor de todo era el cansancio. Le escocían los ojos y le dolía todo el cuerpo como si tuviera fiebre.
A media tarde se abrió la puerta y apareció Guillermo con el uniforme de servicio y el Cetme. Sólo dijo:
—Hora del paseo, cabo.
Y le franqueó el paso. Santiago salió, conmovido. Caminó en dirección al extremo del aeródromo, igual que había hecho otras tardes. Guillermo iba unos metros más atrás, sujetando el Cetme con las dos manos.
—Guillermo, quiero pedirte perdón. Necesito saber que me perdonas por todo —dijo sin volverse a mirar a su amigo.
—No quiero oírte hablar, cabo; ni una palabra.
San Román estaba llorando. Las lágrimas le escurrían por las mejillas. Era una sensación agradable.
—Siento mucho no haber sido un buen amigo, siento…
—Si te oigo otra palabra más, te pego un tiro.
Santiago sabía que no hablaba en serio. No volvió a decir nada más. Cuando llegaron al final de la pista, Guillermo se alejó unos metros. Se quedó de espaldas, mirando a las dunas, ajeno a todo. Santiago echó a correr en dirección a los Land-Rover. Sentía que iba ganando la libertad a cada paso que daba. Montó en uno de los Land-Rover, buscó la llave bajo el asiento del copiloto y arrancó a toda prisa. Guillermo comenzó a disparar al aire. Nadie reaccionó, nadie se dio cuenta de lo que estaba pasando. En pocos minutos, el vehículo se alejaba por la carretera del aeródromo dejando a su paso una estela de humo negro.
Nunca creyó que llegaría a ver tanta desolación en aquella ciudad. Las calles estaban casi desiertas. No había tiendas abiertas. Algunos barrios habían sido desalojados casi por completo. En otros, por el contrario, las alambradas impedían la salida. El uniforme y el coche militar no llamaron la atención en medio de tanto despliegue de fuerzas. No le costó trabajo entrar en el barrio de Zemla. Llegó hasta la casa de Andía y se bajó del coche sin parar siquiera el motor. Sólo estaban las mujeres en el interior de la casa. Lo primero que hizo Santiago fue preguntar por Andía. Alguien salió a llamarla. La muchacha llegó sofocada. Al ver al legionario rompió a llorar. Se tiró al suelo de rodillas y comenzó a mesarse los cabellos. San Román estaba asustado. No esperaba aquella reacción. Las mujeres trataron de calmarla.
—Creí que estabas muerto, Santi —decía la saharaui entre sollozos—. Me dijeron que iban a fusilarte.
Santiago nunca había oído a nadie llorar de aquella manera. Se le olvidaron todos los reproches que traía preparados. Acudieron los vecinos a los gritos. El legionario salió a la calle, desconcertado. No sabía qué hacer. Trataba de no ablandarse por el comportamiento de Andía. Alguien había ido a avisar a Sid-Ahmed. El comerciante llegó corriendo. Cuando vio a Santiago trató de abrazarlo, pero él lo rechazó.
—La culpa es mía, no de la muchacha. Ella es una niña, no puedes culparla.
—Yo creí que eras mi amigo.
—Lo soy. Soy tu amigo. Por eso confié en ti. Tú tienes la baraka, amigo, tienes la baraka. Ahora eres de los nuestros.
Santiago trataba de no dejarse embaucar, pero las palabras del saharaui quebrantaban su firmeza. Finalmente se dejó abrazar.
—Nos están invadiendo, amigo. ¿No lo sabes? No tenemos tiempo de discutir entre nosotros.
—Sólo tenías que habérmelo pedido. Sólo eso. Yo hubiera hecho por vosotros lo que fuera. Lo que fuera. No necesitabas engañarme.
Sid-Ahmed lo cogió del brazo y tiró de él hacia la casa. Andía reía y lloraba al mismo tiempo. Se abrazó como una niña al legionario y empezó a decirle cosas en hasanía. Santiago no podía fingir más su rabia. Bebió el primer vaso de té, aceptó un cigarro y se acomodó contra la pared. Andía no se apartaba de su lado. Los ojos del legionario se fueron cerrando. De repente el cansancio de los últimos días se manifestó en todo su cuerpo. Le pesaban los párpados, le pesaban los brazos. No tenía fuerzas para hablar. Y poco a poco fue cayendo en un sueño pesado.