13

Mucho antes del amanecer se escuchan ruidos de vehículos que circulan entre las tiendas del campamento. La extranjera sabe que es un día especial: el de la Pascua musulmana. En el extremo de la jaima, sobre un aparador de madera que parece salvado de un naufragio, están cuidadosamente ordenados los vestidos de los niños de la familia de Layla. Son tantos chiquillos que no ha sido capaz de aprender sus nombres. Tampoco distingue bien a los hermanos ni a las hermanas de la enfermera. Los reconoce por un cierto parecido. Las mujeres apenas hablan castellano, aunque lo entienden.

La noche anterior, la jaima estuvo llena de gente hasta muy tarde. La mayor parte eran soldados de la familia que venían con permiso de una semana para celebrar la Pascua. Algunos llevaban diez meses sin ver a sus hijos y a sus esposas. Montse tuvo que convencer a Layla, como una niña, para que la dejara acostarse más tarde. Le divierte el maternalismo con que la trata la enfermera.

Cuando se despierta, Layla ya está fuera, organizando la casa y dirigiendo a los sobrinos. A pesar de haber dormido poco, Montse se siente muy descansada. La luz que se cuela por la cortina le llega hasta los pies. Se despereza como no lo ha hecho desde hace años.

Cuando se asoma al pequeño corral, Layla la reprende por haberse levantado tan pronto.

—Hace un día muy hermoso para estar acostada —se justifica Montse—. Además, quiero ir contigo a ver la celebración.

—No, yo no iré. Te llevarán Brahim y mi hermana. Yo tengo que preparar la comida y ayudar en una circuncisión.

Montse asiente con un gesto y trata de poner paz entre los niños que se pelean por cogerse de su mano.

Brahim tiene los dientes manchados por el té y los ojos colorados por el viento del Sáhara. Se expresa muy mal en español, pero no para de hablar durante todo el trayecto. Conduce con las dos manos muy pegadas en lo alto del volante y lleva colgada de los labios una pipa como la de la mayoría de los saharauis. Sonríe sin parar. Montse apenas entiende lo que dice, pero le hace gracia la verborrea de aquel joven. No sabe si es hermano o cuñado de Layla. La hermana va sentada entre los dos, sin decir nada. Montse le pregunta a Brahim si ella es su esposa, y el saharaui sonríe desconcertado, como si no entendiera la pregunta. En la parte descubierta de la furgoneta viaja una docena de niños de la casa y de la vecindad. Mantienen el equilibrio con maestría y no paran de saludar a todos los vehículos a los que adelantan. En diez minutos están en el lugar de la celebración. Un kilómetro antes, el desierto se convierte en una mancha metálica de coches y camiones. Miles de personas se reúnen en un círculo enorme. El color azul y negro de los turbantes destaca sobre el ocre del desierto.

Montse va vestida con ropas de Layla. También le prestó una melfa azul, que le sirve para no llamar la atención. Los hombres se amontonan, rezan, charlan en voz baja. Las mujeres se quedan a un lado, en silencio. Brahim y la hermana de Layla se separan. Montse se coloca con las mujeres. Imita todo lo que ve. Se sienta en el suelo y hace visera con la mano para no perder detalle de lo que está ocurriendo allí. Enterrado entre la multitud, alguien recita el Corán ayudándose de un megáfono que lanza los versículos de la sura hacia el cielo intensamente azul de la hammada. Montse trata de no destacar entre las mujeres, pero las saharauis la miran con cierta curiosidad. Nadie, sin embargo, le pregunta nada. A pesar de que la ceremonia está ya comenzada, no paran de llegar vehículos.

Al cabo de media hora el megáfono queda en silencio y la gente empieza a hablar en voz alta. Montse aguarda para hacer lo mismo que la hermana de Layla. En ese instante, cuando está incorporándose, ve entre la multitud un rostro de mujer que la deja helada. Son apenas unos segundos, porque la mujer le da enseguida la espalda y camina entre la muchedumbre. A Montse le parece que es Aza. Ha sido una idea fugaz que pasa por su mente y le acelera el corazón. Va a llamarla, pero ahoga el grito en el último momento. No quiere ponerse en evidencia, ni parecer una histérica.

—Vuelvo enseguida —le dice a la hermana de Layla, ayudándose de gestos, y echa a caminar deprisa.

Ahora no ve a la mujer, pero tiene guardada en la memoria el color de la melfa y el punto exacto en donde la vio. Los hombres, en corros o cogidos de la mano, le impiden avanzar más deprisa. Montse sigue en línea recta. El sol la deslumbra. La muchedumbre se abre a su paso y se la traga como una nave en el mar. Se detiene. Gira sobre sus pasos. Da vueltas. Todas las mujeres se parecen a Aza. Tiene miedo de que su mente le esté jugando una mala pasada. Busca un hueco para respirar. Sin darse cuenta se adentra entre los vehículos que están aparcados. Trata de serenarse. Está segura de que aquella mujer se parecía a Aza. Durante mucho tiempo ha visto aquel rostro en sueños. De pronto, sin saber cómo, piensa que es martes y que ella está en mitad del Sáhara. Aquello la hace sentirse bien. Ya está dispuesta a olvidarse de Aza, cuando ve un camión aparcado entre los todoterreno. De nuevo su corazón sufre un vuelco. Instintivamente se agazapa entre los coches. El infierno de Tindouf vuelve a reproducirse en su interior. Aquel camión le parece el del legionario español, Le Monsieur, como le decían las argelinas. Tiene tanto miedo que ni siquiera respira con normalidad, para no hacer ruido. Ve grupos de gente entre los coches, y eso la tranquiliza. Tiene miedo de que Le Monsieur se encuentre cerca.

Cuando Montse, Aza y las dos argelinas bajaron del camión, las piedras despedían fuego. La idea que Montse tenía del desierto no se parecía a lo que se extendía ante sus ojos. Más que arena, el desierto era piedra dura y muchas rocas. Era la primera vez que veían vegetación: alguna palmera, acacias y arbustos muy poco poblados. Aquello podía considerarse un oasis, aunque parecía más bien un estercolero. En el centro se abría un pozo muy profundo. Los hombres del legionario ocupaban la escasa sombra del mediodía. Tres horas sobre el camión habían sido suficientes para acabar con las pocas fuerzas que le quedaban a Montse. Trató de suplicar que la llevaran a Tindouf, pero apenas le salía la voz del cuerpo. Aza la sujetó de la mano para que se callara. Las llevaron a una caseta de bloques y ladrillo desnudo con un tejado de uralita que absorbía todos los rayos del sol. Abrieron la puerta y las empujaron adentro. El espacio era mayor que el último lugar en donde habían estado encerradas, pero allí había otras diecisiete mujeres que habían corrido la misma suerte que ellas. El olor era nauseabundo. No había más que una ventana, cegada con el capó de un coche sujeto con alambres. La cara de miedo de las mujeres que estaban allí encerradas se tornó en sorpresa al ver a una mujer occidental a la que trataban igual que a ellas. Ninguna dijo nada. Dejaron un hueco para que pudieran sentarse en el suelo. Aza se quedó en cuclillas, cubriéndose el rostro con las dos manos para ocultar su desesperación.

Estuvieron encerradas más de una semana, sin salir más que para hacer sus necesidades. Al segundo día, Montse ya no sintió el olor de aquel lugar. Les entraban dátiles por la mañana y por la tarde. Los probó con mucho asco. Rezumaban un líquido blanco que le hizo temer una infección de botulismo. Aza la animaba a comer. El barreño de agua infecta lo rellenaban sin vaciar los posos que iban quedando. Los hombres, fuera, charlaban y se peleaban a todas horas. A veces se oían disparos, como si alguno hubiera perdido el juicio. Por la mañana el legionario salía con un grupo en el camión y dejaba a dos o tres de sus mercenarios vigilando a las mujeres. Eran argelinas y sólo hablaban árabe y un francés muy primitivo. Mostraban un respeto hacia Montse que ella confundió con desconfianza. Una de ellas le ofreció su albornoz algunas noches después, cuando las temperaturas bajaron en extremo durante la madrugada.

Aza trataba de averiguar cualquier cosa sobre aquellos mercenarios, pero las mujeres no se ponían de acuerdo. Cada una contaba una versión diferente de lo que les estaba sucediendo. Montse preguntaba, pero no obtenía respuesta a tantas preguntas. «A ese hombre le dicen Le Monsieur. Es lo único cierto —le explicó Aza—. Unas dicen que vende y compra prisioneros a Mauritania y Marruecos. Otras creen que busca mujeres para la prostitución». «Tenemos que salir de aquí, Aza. Como sea. Mejor muertas que estar así». Aza no decía nada. Parecía que sus pensamientos estaban en otra parte. Cuando los mercenarios se quedaban dormidos, Montse hablaba con Aza sin parar. La aliviaba contarle todo lo que pasaba por su cabeza. Aza la escuchaba como si estuviera leyéndole un libro. Poco a poco le fue revelando a la saharaui secretos que no había confesado a sus amigas más íntimas. Cuando Aza supo el motivo por el que aquella mujer había viajado hasta Argelia, se quedó mirándola como si fuera el personaje de una película. Tenía mucha curiosidad por conocer detalles. Sin embargo, su discreción le impedía hacer preguntas. Montse le habló de su marido, de su juventud, de su trabajo, de Santiago San Román. A veces se callaba por miedo a resultar pesada, pero Aza mantenía la atención, apremiándola con la mirada.

El día se hacía muy largo, y había tiempo para pensar en todo. Poco a poco Montse se fue acostumbrando a reconocer cada uno de los ruidos que se producían en el oasis. Sabía cuándo sacaban los hombres agua del pozo, cuándo trasteaban en el motor de los vehículos, cuándo se alejaban para disparar a las rocas, cuándo dormían o cuándo estaban rondando la caseta. Al décimo día se dio cuenta de que el silencio era absoluto en el oasis. Aunque se podía ver un vehículo a través de las rendijas de la parte más baja de la puerta, no se oía a ningún hombre. Al mediodía estuvo segura de que las habían dejado solas. Se lo dijo a Aza: «Voy a tratar de escapar. Mira esas tablas de la puerta. Se pueden romper de una patada». Aza puso cara de angustia. Hizo su gesto característico de taparse el rostro con las manos. «No podrás. Aunque estuvieras huyendo tres días, te encontrarían en menos de una hora». «Me iré en ese coche. Si nos vamos varias, tendremos más posibilidades de escapar». «No, así no se puede». «Díselo a ellas». Aza les habló a las argelinas. Enseguida pusieron un gesto de horror. Todas hablaban al mismo tiempo, tratando de decirle a Montse que estaba loca si creía que iba a escapar de allí. «¿Y tú no vendrías conmigo?» Aza le respondió sin titubear: «No, yo no. Y si estás en tu sano juicio no debes ni siquiera intentarlo». «Si me quedo aquí mucho tiempo es cuando voy a perder el juicio de verdad. No tenía que haber salido de mi casa. Maldita sea». «Has tenido mala suerte», dijo Aza con una serenidad incomprensible.

Ahora las imágenes se le agolpan a Montse en la mente. Aquel camión aparcado entre los vehículos le ha despertado recuerdos amargos. Cuando la gente comienza a montar en los todoterreno y en las furgonetas, se da cuenta de que no está en peligro. El camión sigue allí clavado como una nave encallada. De repente alguien le toca por detrás; Montse da un salto. Está a punto de gritar, pero logra controlarse. A Brahim se le apaga la sonrisa de los labios. Ahora parece tan asustado como ella. La hermana de Layla viene detrás del saharaui. Tampoco parece entender lo que está ocurriendo. Montse la abraza en un impulso de alivio. Trata de justificarse, pero ellos no entienden nada. Entonces mira al camión, desafiante, y ni siquiera le parece estar segura de que sea el de Le Monsieur.

Para los musulmanes la Pascua es también el día del perdón. Durante toda la fiesta los saharauis visitan a los parientes, especialmente a los ancianos. Es el momento de pedir perdón por aquellas faltas que hayan podido ofender a los demás. Montse escucha con atención las explicaciones que le da Layla sobre esta costumbre. Mientras la enfermera prepara el banquete del mediodía con la ayuda de las mujeres de la casa y los hombres recogen los despojos del animal sacrificado, Montse aprovecha para pasear con las sobrinas de la saharaui. Brahim las vigila desde lejos, como si aquél fuera su trabajo. Las chicas llevan los mejores vestidos ese día. Algunas se ponen zapatos por primera vez en muchos meses. Caminan con dificultad, enfundadas en el cuero o el charol. Los chicos las miran con envidia, porque la española se deja llevar por ellas. La llevan a los corrales de los camellos, a ver las cabras. Se sientan en lo alto de una pequeña elevación, sobre unas piedras en círculo. A pocos metros, un niño tuerto contempla la escena. Está clavado sobre la tierra como si fuera un árbol. Montse lo llama para que se acerque, pero el chico no responde. Ni siquiera sabe si es de la familia de Layla.

Después del cuscús y del postre, Montse se siente llena. No recuerda un banquete como aquél. Ha comido hasta su límite. No es capaz de negarse a probar todo lo que le ofrecen. A veces sonríe con la boca llena, porque no puede comer más. Todos están pendientes de ella; especialmente Brahim. Le llena el vaso de agua o de refresco, le acerca los platos, le ofrece pan, servilleta, más carne. Layla sonríe sin parar. Entonces Montse le pregunta sin levantar la voz:

—Dime, Layla, ¿Brahim es tu hermano o tu cuñado?

La enfermera abre mucho los ojos y se aguanta la respiración. Parece turbada por la pregunta. Clava la vista en la comida, tratando de que no se le note. Montse no entiende nada. Vuelve a repetir la pregunta, creyendo que no ha entendido.

—No, no; no es nada de eso.

—¿Entonces?

—Es mi prometido. Nos casaremos después del verano.

A Montse se le hace un nudo en la garganta. Está a punto de reír, pero la seriedad de Layla la disuade.

Después del banquete, los hombres salen a la arena y se sientan sobre esterillas, alrededor de un infiernillo de butano. A Montse le parece que las mujeres de la casa andan nerviosas. Lo hacen todo deprisa, se dicen las cosas cuchicheando. Se diría que les molesta que los hombres tarden tanto en salir de la jaima. Enseguida entiende lo que está ocurriendo. La tía de Layla abre la cómoda y saca un televisor pequeño. Lo coloca al fondo y lo conecta con un trozo de cable que sin duda está unido a una antena. Enchufa el televisor a la batería de un camión. Cuando descubre el misterio, Montse no puede evitar sonreír. Llegan algunas vecinas que no tienen televisor. Hay más de veinte mujeres sentadas frente a la pantalla.

—Es una telenovela —le explica Layla—. Es mexicana, pero aquí se coge por la televisión argelina. Si quieres salimos fuera.

Montse no quiere perderse el espectáculo.

—Espera; antes quiero ver un poco.

La telenovela mexicana doblada al árabe es un espectáculo que deja perpleja a Montse. Las mujeres guardan el más sagrado de los silencios. Cuando sale el galán lo jalean como si fuera un héroe, y lo llaman por su nombre. A Montse le cuesta trabajo creer lo que está viendo. Cada vez que intenta decirle algo a Layla, las mujeres la recriminan con la mirada. Finalmente la enfermera y ella salen fuera. Enseguida las niñas se le agarran a las manos y se pelean entre ellas. Montse ya conoce los nombres de algunas. Es un placer pasear muy despacio entre las jaimas, sintiendo cómo se levanta un viento cálido. En todas las viviendas hay más movimiento de lo normal. Entran y salen familiares que vienen de visita. Las derrahas de los hombres están limpias y parecen almidonadas. Las mujeres se han puesto sus mejores melfas. Layla y Montse se alejan de las jaimas paseando.

—Es increíble que entre el dolor del destierro de tu pueblo pueda surgir tanta belleza —dice Montse. Layla sonríe. Sabe que el desierto suele cautivar al forastero—. Tengo la sensación de haber estado encerrada durante los últimos años.

—Es la misma sensación que tiene aquí mi familia. Yo he tenido la suerte de pasar fuera mucho tiempo. Pero algunos llevan aquí veintiséis años, encerrados en un lugar que no tiene muros ni puertas.

Se detienen. Montse se ha quedado retrasada.

—¿Qué te pasa?

—Dime, Layla, ¿conoces a ese niño?

La enfermera mira al lugar adonde le señala su amiga. A cierta distancia, casi paralelo a ellas, camina un niño al que le falta un ojo. Tiene la cabeza afeitada, llena de pequeñas heridas. Layla lo mira, haciéndose visera con la mano.

—No. No lo conozco. Seguramente habrá perdido el ojo de una pedrada. Aquí es muy frecuente.

—No, no es eso lo que me llama la atención. Esta mañana lo vi también en los corrales de los camellos. Me sigue a todas partes, pero no se acerca.

Layla sonríe:

—No sé de qué te extrañas; eres una mujer muy guapa. A Brahim le has gustado mucho.

Montse se siente azorada. No termina de entender el comportamiento de los saharauis con las mujeres. No quiere hacer preguntas. Todo le resulta extremadamente curioso.

—Esta noche estamos invitadas a una fiesta —le dice Layla—. Una compañera del hospital quiere invitarnos a todas.

—¿A mí también?

—Claro. Me insistió en que fueras.

La tarde se hace larga. Brahim lleva a la familia de Layla, en su vehículo, a las dunas. El atardecer es un espectáculo inigualable. Desde la cresta de la duna más alta el sol se ve a ras del desierto. Al otro lado parece que se ha hecho de noche. Montse se deja caer por la catarata de arena como una niña. Los chiquillos la imitan. Mientras tanto, los hombres preparan el té y unos bocadillos.

De vuelta a la jaima, Montse se siente cansada, pero en estado de euforia. Le gustaría acostarse y escuchar el viento golpeando contra la lona, aunque no quiere perderse ni un instante de todo lo que está viviendo. A solas en un pequeño cuarto de adobe, Montse y Layla se lavan, se asean y se cambian de ropa. Se perfuman y se ponen otra melfa más oscura. Cuando ya es noche cerrada, se despiden de la familia y se alejan entre las calles del campamento.

La casa de la compañera de Layla está en otro barrio de la misma daira. A Montse le resulta asombroso cómo pueden diferenciarse los barrios, las calles, las jaimas. Todo le parece igual. Camina con torpeza en la oscuridad mientras Layla le va indicando el camino. La saharaui se ha puesto unas botas negras y lleva un bolso colgado del hombro. Camina con tanta elegancia como si lo hiciera sobre una pasarela.

Cuando están cerca de la casa, Montse se lleva un sobresalto. Layla no ha tenido tiempo de avisarla. Muy cerca de la vivienda, un hombre en cuclillas hace sus necesidades. Al ver a las dos mujeres echa a correr, con sus vergüenzas al aire y la derraha recogida en la cintura.

—No te asustes. Es un anciano. El pobre está mal de la cabeza. Hace sus necesidades en cualquier sitio, como si fuera un niño.

Montse camina con cuidado para no pisar los excrementos.

La casa de la enfermera no es una jaima, sino que está construida con adobe. En cuanto asoman por la puerta, la compañera de Layla se levanta para recibirlas. Montse la reconoce enseguida del hospital, aunque no recuerda su nombre.

—¿Te acuerdas de Fastrana?

—Claro. Ahora sí que me acuerdo.

La mayoría de las mujeres son enfermeras. Apenas hay hombres. Montse pasea la mirada sobre la gente y enseguida descubre a Brahim sentado en un rincón, sonriéndoles. Aquello la divierte y la desconcierta al mismo tiempo.

—No me dijiste que tu prometido iba a venir —dice Montse con ironía.

—Con los hombres nunca se sabe —se disculpa Layla, apurada.

Suena música de Bob Marley en un radiocasete. Montse se acomoda entre las enfermeras. Cree reconocer a la mayoría. Las mujeres hablan en un español cubano, y los hombres en hasanía. De repente irrumpe un hombre en la habitación, gritando. Es el mismo que la había asustado en la oscuridad. Se coloca delante de Montse y le habla como si ella pudiera entenderlo:

—Musso mussano? Musso mussano?

Montse se tranquiliza cuando ve a Fastrana sonreír.

—No te asustes. El pobre viejo está loco.

—¿Y qué es lo que grita?

—Pregunta si todo va bien —le aclara Layla.

—Dile que sí, que todo va bien —le pide Montse—. Pregúntale cómo se llama.

—Le decimos El Demonio —explica Fastrana—. Se lo pusieron los niños. El hombre no tiene adónde ir. Mi madre lo recoge por las noches y lo deja dormir en la cocina, cuando se queda vacía.

El Demonio coge el plátano que le tiende Fastrana. Luego la enfermera le hace gestos para que salga de la habitación. Se va dando saltos como un bufón.

A cada momento entra y sale gente de la casa. Montse es incapaz de saber quién es cada uno. Se deja pintar las manos con henna. La labor dura horas.

Cuando se despiden finalmente, es muy tarde. Brahim se queda tomando té y charlando con las enfermeras. Layla y Montse están cansadas. Un cielo salpicado de estrellas ilumina todo el campamento. La noche es muy fría.

—¿Cuánto tiempo hace que conoces a Brahim?

—Cinco meses. Pero me quiere. Le gusta ponerme celosa. Piensa que así voy a quererlo más.

—¿Y tú lo quieres? —pregunta Montse, y enseguida se arrepiente de sus palabras.

Layla sonríe. Los dientes resaltan sobre su tez morena. Realmente es una mujer muy hermosa.

—Mira —dice Montse, deteniéndose—. ¿No es ése el niño al que le falta un ojo?

—Sí. Es él. Parece que le has gustado.

—¿Cómo está levantado a estas horas? ¿No tiene que ir al colegio mañana?

—Tienen diez días de vacaciones.

—Llámalo. Pregúntale cómo se llama.

Layla le hace un gesto con las manos, tratando de no gritar.

—Esmak? Esmak?

El niño las observa a distancia, pero no dice su nombre.

—Eskifak?

Cuando Layla trata de acercarse, el chiquillo echa a correr y desaparece entre las jaimas. Montse está muy cansada. Nota el corazón acelerado por efecto de tanto té.

—Ese niño no es de esta daira. De lo contrario lo habría visto antes —afirma Layla con mucha seguridad.