12

Aquella noche las pastillas no le habían hecho efecto. Estaba intranquila, como si tuviera una preocupación que no podía recordar. Además, el té en casa de Ayach terminó de desvelarla. Pero era una excitación distinta a la que padecía en los últimos meses. Estuvo dando vueltas en la cama hasta las dos de la noche. Luego se levantó y se puso frente a la pantalla del ordenador. Los recuerdos del último día se mezclaban confusos, conectándose con imágenes y detalles que en su momento le habían pasado desapercibidos.

A las ocho de la mañana del día de Reyes, la ciudad estaba aún dormida o a punto de echarse a dormir. Bajó caminando por el Paralelo hacia el puerto. Se deleitó con el placer de las calles vacías y en silencio. El cielo estaba cerrado y había mucha humedad. Por primera vez en su vida cruzó la Plaça del Portal de la Pau por el centro. Y finalmente se detuvo en el muelle. Desde el muelle de enfrente, al otro lado de la pasarela que los unía, llegaban los ecos de la música de los bares. Se podía distinguir a la gente que salía en retirada, agotados, tambaleándose algunos. Más allá, la niebla se pegaba al mar como si fuera trozos de algodón que cayesen del cielo. Le pareció hermoso el paisaje de aquel amanecer. Había pasado horas sentada frente al ordenador, buscando información sobre los campamentos saharauis de Tindouf. Ante sus ojos se sucedieron innumerables fotografías del desierto, de los campamentos de refugiados, de El Aaiún, de Smara. Tanta información bullía ahora en su mente y contrastaba con la mancha azulada del mar y la luz plomiza de las primeras horas del día que tenía ante los ojos.

Para Montse, Santiago San Román llevaba muerto casi veinticinco años. Ésa era la realidad. Desde el momento en que alguien le había dado la noticia. Ahora se preguntaba por qué creyó entonces lo que le decían unos desconocidos. ¿Habrían cambiado las cosas si se hubiera molestado en averiguar más? Estaba convencida de que no. Ahora trataba de recordar cuánto tiempo había tardado en olvidarlo. Poco: quizá unos meses. Las tensiones en su familia, en aquellos días, la obligaban a mirar hacia delante y no pararse en la nostalgia que a veces la invadía. Las cartas de Santiago que ella no había leído en su momento le parecían, con el paso del tiempo, una jugarreta del destino. Pero su brillante Alberto había tapado todos los huecos que Santiago hubiera podido dejar. O quizá no había ningún hueco que cubrir. No podía asegurar que su amor por Santiago habría durado mucho si el muchacho hubiese vuelto a Barcelona. De repente empezó a atormentarla la idea de que Santiago creyese que tenía un hijo en España. Mencionaba al niño en cada una de las cartas que le mandó desde El Aaiún. Tal vez aquello era lo único que le interesaba de ella. Sin embargo, Santiago no le parecía el modelo de padre que Montse tenía en su mente. ¿Lo era acaso su magnífico Alberto?

El griterío de la gente que salía de los bares la devolvió a la realidad. Le pareció muy temprano para presentarse en casa de Ayach. Caminó por el muelle hacia la Barceloneta. La noche sin dormir le comenzaba a pasar factura. Le temblaban las piernas y notaba el estómago removido. Sin pensarlo demasiado se introdujo en las calles de aquel barrio que en otro tiempo fue un descubrimiento en su propia ciudad. Ahora las ventanas estaban cerradas y no se oía la música en el interior de las casas. Podía recordar incluso el olor de los guisos que inundaba las calles al mediodía. Se detuvo frente a un estanco. Estaba muy cambiado. Entró. Los estantes viejos de madera habían sido sustituidos por cristaleras amplias. El mostrador era más bajo y más corto. Además, vendían periódicos y chucherías para los niños. Compró un paquete de Chesterfield. No había vuelto a fumar aquel tabaco desde que tenía dieciocho años. Sintió un escalofrío al pensarlo. El dueño era un hombre joven. Estuvo a punto de preguntar por la mujer que llevaba el estanco en el 76 o en el 77, pero se arrepintió. Era como excavar en una fosa de cadáveres. Encontró un cartel en la pared donde aparecía la farmacia de guardia más cercana: en la Plaça de la Font. Le preguntó al dueño si estaba cerca, y él le indicó el camino.

En cuanto llegó a la plaza le pareció que aquel lugar la había estado esperando durante los últimos años. Ahora estaba llena de coches, pero había cambiado poco. Se estremeció. Una anciana caminaba con su perro, envuelta en una bata rosa, por la acera. Probablemente aquella mujer viviera allí veintiséis años antes. Y, si no ella, alguno de los vecinos que pronto empezarían a salir a la plaza. Era probable que aquella mujer hubiera estado en aquel mismo lugar una noche de finales de agosto del año 74, en una verbena muy humilde a la que acudió todo el vecindario. Recordaba el lugar donde estaba el escenario. Incluso le vino a la cabeza el nombre del grupo musical: Rusadir. Siguió caminando en dirección a la mujer del perro. Pasó por su lado. La saludó. La mujer respondió a su saludo.

—¿Hay una farmacia por aquí? —preguntó Montse, tratando de escuchar la voz de aquella mujer.

—Ahí mismo, enfrente.

Montse le dio las gracias. La mujer se alejó, quejándose en voz alta de la basura que habían dejado los jóvenes en la plaza.

—Todos los días de fiesta pasa lo mismo. No les importa que nos coma la mierda. Claro, luego se van a sus barrios, que estarán tan limpios.

Tal vez aquella mujer no pudiera recordar que veintiséis años atrás ella también estuvo en una verbena, en aquella plaza; y que, cuando acabó el baile y los músicos recogieron, la plaza quedó hecha un asco, seguramente igual que estaba ahora.

Había sido en los últimos días de agosto. Santiago San Román le preguntó a Montse: «¿Quieres bailar?». Y ella le respondió: «Claro. ¿Vas a llevarme a una discoteca?». «El sábado hay una verbena en mi barrio. No es gran cosa, pero como me dijiste que me avergonzaba…» Fue la primera vez que Montse se puso unos zapatos de tacón y salió a la calle con los labios pintados. En su cuarto, cuando no había nadie en casa, lo había hecho muchas veces. Pensaba que nunca llegaría el momento de demostrar todo lo que había aprendido delante del espejo. Se puso un vestido que su madre llevaba en algunas fotos de juventud. Era un vestido color crema, con escote de barco, ajustado a la cintura. La falda de raso le caía hasta las rodillas, abriéndose en pliegues que mostraban el estampado de flores. Parecía que se lo hubieran cortado a medida. Se echó por los hombros una rebeca de punto amarilla. En el cuello se puso un collar de perlas con dos vueltas, a juego con los pendientes. Le cogió también a su madre el bolso de charol blanco y los zapatos de charol cerrados con una tira en el talón. Se recogió el pelo en una cola con un pasador. Con los labios rojos la transformación era total. Ella misma se quedó parada cuando comprobó ante el espejo el resultado. Dudó. No se atrevía a empolvarse la cara. A pesar de haberlo soñado durante mucho tiempo, finalmente le daba mucha vergüenza salir así a la calle.

Cuando Santiago San Román la vio, no supo qué decir. De repente se sintió como un niño. La chica parecía ahora mayor que él. Santiago se había puesto la camisa blanca del primer día, pantalones de campana beiges y zapatos marrones de piel con la punta muy fina. Ella se dejó besar en la mejilla para no mancharlo de carmín. En el último momento se había echado un poco de rímel y sombra de ojos. «Pareces una novia», le dijo Santiago. Y aquel detalle le entusiasmó a la chica. «¿Te apetece que vayamos andando? Es que quiero que todo el mundo vea lo guapa que vas». Montse sabía que Santiago no tenía dinero para el autobús ni para el metro, por eso se resignó a aceptar la invitación como un cumplido.

Aquella noche no hubo otra pareja más elegante que Montse y Santiago. La muchacha no podía apartar los ojos de él. Estaba más moreno que nunca, con el pelo peinado hacia atrás, fijado con brillantina. Nunca había visto a un chico tan guapo como aquél. Sabía que otras chicas la observaban con envidia, y aquello le agradaba. En cuanto Santiago miraba para otra parte, ella le cogía la mano con suavidad, y el muchacho sonreía. «Tú también estás muy guapo. El más guapo del baile». Montse tuvo que imponerse para que Santiago la dejara invitar a unas cervezas. Se notaba que bebía incómodo, avergonzado quizá. Cada vez que alguien saludaba a Santiago, a Montse le parecía que la repasaban con la mirada. En otras circunstancias aquella actitud le hubiera molestado, pero esa noche se sentía halagada. «Dime una cosa, Santi, ¿tú me quieres?» «Claro, claro; si no te quisiera, no estaría contigo». A Montse le desconcertaba que el chico lo viera todo tan sencillo. Pero era aquella sencillez lo que más la atraía de él. «¿Y si me quieres por qué no me lo dices nunca?»

El grupo Rusadir tocaba las canciones del verano. Ninguno de los dos le prestaba atención a la música. Montse siempre había sentido empalago por aquellas chicas que tenían cogida siempre a su pareja, que le limpiaban la comisura de los labios con la punta del dedo, que apoyaban las dos muñecas en los hombros de él, rodeándole la nuca con las manos. Y ahora estaba haciendo aquello de lo que tantas veces se había burlado. «¿Quieres bailar, Santi?» «Pues es que soy muy patoso». A Montse le gustaba que fuera patoso. Los chicos bailongos le parecían poco masculinos. Era ella la que pedía la cerveza. Le había dado su monedero a Santiago para que pagara, y cada vez que el chico tenía que abrirlo sentía como si las monedas le quemaran en la mano. El grupo comenzó a tocar el pasodoble Las Corsarias. A San Román le corrió un gusanillo por el estómago. Allá por la tierra mora, / allá por tierra africana, / un soldadito español / de esta manera cantaba. Los más jóvenes se retiraron, y empezaron a bailar, agarradas, las parejas de más edad. Como el vino de Jerez / y el vinillo de Rioja / son los colores que tiene / la banderita española. «Ahora sí quiero bailar», dijo Santiago en un impulso. «¿Quieres bailar esto? Pero si es la Banderita.» «¿Y qué? Es un pasodoble. Es lo único que sé bailar. A mi madre le gusta mucho». Montse se dejó llevar hasta el centro de la plaza. Y el día que yo me muera, / si estoy lejos de mi patria, / sólo quiero que me cubran / con la bandera de España. Ella se sentía el centro de las miradas; sin embargo Santiago parecía ajeno a todo, canturreando la letra. Cuando estoy en tierra extraña / y contemplo tus colores / y recuerdo tus hazañas / mira si yo te querré. «¿Cómo has dicho?», le había preguntado ella con los ojos clavados en los suyos. «Mira si yo te querré —le susurró Santiago al oído, y ella le había rozado los labios con un beso—. Mira si yo te querré, mira si yo te querré, mira si yo te querré. Ahora no puedes decir que nunca te lo digo». «Otra vez». «Mira si yo te querré». «Otra». «Mira si yo te querré». Cuando acabó la canción y los jóvenes volvieron a copar el baile, Santiago y Montse se besaban en el centro, ajenos a la música, al ruido, a las miradas. Al abrir los ojos, el suelo se les dejó de mover.

Poco a poco la plaza se fue quedando vacía. La suciedad había terminado de adueñarse de todos los rincones. Montse no quería separarse de Santiago. «Quiero que vengas a dormir a casa esta noche». El chico se puso tenso. Montse lo captó enseguida. «¿Qué pasa? ¿No quieres venir a mi casa?» «Qué va, qué va; no es eso. Bueno, sí». «Explícate, Santi, hace un momento estabas diciendo que me querías y ahora…» «Es por la criada». «Entraremos sin hacer ruido. Duerme muy lejos de mi cuarto. Cuando salga mañana a misa, te vas». «Me conoce —le confesó, azorado—. Conoce a mi madre. No quiero que te metas en un lío por mi culpa. Si tu padre se entera… Tú me dijiste que si tu padre…». Montse le selló los labios con un beso. «Eso te lo dije hace un siglo. No me importa que se entere mi padre. Además, no tiene por qué enterarse. Mari Cruz sabe que no puede irse de la boca. Conmigo, no». Santiago aceptó con un gesto.

Caminaron por la Barceloneta buscando el Paseo de Colón. Montse estaba muy cansada. Le dolían terriblemente los pies. Se sentaron en un portal. «Estos zapatos me están matando. No tengo costumbre». «Descansa hasta que quieras». «No, mejor vamos a buscar un taxi». La calle estaba mal iluminada. Los depósitos del puerto, detrás de los edificios, le daban un aspecto tétrico a la noche. «Aquí no vamos a encontrar un taxi —le advirtió Santiago—. Si no salimos a buscarlo a la avenida, no hay nada que hacer». «No puedo dar un paso más, Santi». «Entonces iré yo, pero no tengo ni un duro». «Yo no me quedo aquí sola». Santiago San Román tuvo una idea. Había visto una bicicleta encadenada a una farola. «Déjame el pasador del pelo». Montse se lo dio, sin comprender lo que pretendía. Santiago abrió el candado de la bicicleta y se la llevó. Montse empezó a pellizcarle para que la devolviera. «¿No dices que te duelen los pies?» «Estás loco. ¿Quieres que nos metamos en un lío?» «Qué va, qué va. Mañana la traigo y la dejo ahí mismo. Verás qué alegría le da al dueño cuando la vea otra vez». Montse montó detrás, resignada. Por un instante trató de imaginar el aspecto que tendría allí sentada, con su vestido y su collar de perlas, y no pudo hacer otra cosa que reír.

La doctora Montserrat Cambra entró en aquel piso de la Barceloneta mucho más decidida que el día anterior. Había estado haciendo tiempo hasta las once de la mañana. En la casa sólo estaban las dos mujeres saharauis.

—Ayach salió esta mañana para llamar por teléfono desde la Delegación —explicó Fatma mientras la invitaba a entrar.

—No importa, en realidad he venido a ver al niño. ¿Cómo ha pasado la noche?

Fatma le sonrió.

—Llorando, pero ha dormido algo.

Montse entró en la habitación de las mujeres. El niño estaba lloriqueando. Sacó del bolso todo lo que había comprado en la farmacia y lo dejó encima de una mesita.

—Vamos a calentar un biberón y le pondremos estos anises. Tiene que beber mucho líquido —le quitó el pañal—. Y le vamos a poner esta pomada para curar esa irritación.

Las saharauis asentían a todo sin titubear. Montse estuvo con el niño casi una hora, hasta que se quedó callado y, finalmente, se durmió. Cuando dijo que se iba, no se lo permitieron. La llevaron al salón y comenzaron a preparar té. Aquello la revivió. No la dejaron marcharse antes de que volviera Ayach Bachir.

—Ayach dice que va a tratar de saber más cosas del hombre de la foto. Bachir Baiba conoce a todo el mundo.

—¿Quién es Bachir Baiba?

—El padre de Ayach. Trabaja en los ministerios, en Rabuni. Conoce a todo el mundo. Fue soldado español.

Cuando llegó, el saharaui se alegró de verla. Había hablado con los campamentos de Argelia. Lo llevaba todo apuntado en un papel.

—Ese hombre se llama Santiago San Román, aunque ahora le dicen Yusuf. Mi padre está seguro de lo que dice; no se equivoca.

—¿Y por qué me aseguraron que había muerto?

—No lo sé. Es la distancia de cuatro dedos.

Montse no entendía lo que quería decirle. El saharaui sonrió.

—Eso es lo que decimos en mi país. Entre lo que sale por la boca y lo que entra por el oído sólo hay cuatro dedos, pero a veces esa distancia parece más grande que el desierto del Sáhara.

Montse escuchaba expectante las explicaciones de aquel hombre. Las dos saharauis no perdían detalle.

—Ese Santiago San Román se casó con la tía de mi esposa. Mi padre la conoció. Se llamaba Andía. Dice mi padre que era una muchacha muy hermosa. Murió hace tres o cuatro años.

—¿Santiago?

—No, su esposa. Él está vivo. Mi padre lo vio hace un año en Ausserd. No está muy bien de salud, por lo que cuenta. Ese hombre es especial. Según mi padre, a Santiago estuvieron a punto de fusilarlo en El Aaiún por sacar explosivos de un cuartel. Me contó una historia que parece una película. Mi padre le está muy agradecido por su complicidad. Se portó bien con los saharauis.

Montse se quedó en silencio. Le costaba imaginar que Santiago pudiera tener la misma edad que ella, que hubiera envejecido también. Hacía demasiados años que lo había desterrado de su mente. Pensó en aquella Andía de la que sólo conocía el nombre. Una sensación de celos de adolescente se apoderó de ella. Le dio risa sentirse así. Fatma no le quitaba los ojos de encima.

—¿Fue tu novio ese hombre?

—Ese muchacho. Para mí sigue siendo un muchacho. Sí, fue mi novio. Bueno, para mí era algo más que un novio.

—Eso se recuerda siempre —dijo Fatma muy convencida.

—No, no. Hace muchos años que no pienso en él. Es curioso: estuve a punto de tener un hijo de él, y sin embargo a veces me cuesta recordar su cara. Cometimos muchas estupideces los dos, pero ninguna tan grande como las que cometí luego yo sola. Me pregunto qué estaría haciendo él mientras yo dejaba pasar la vida como si fuera a comenzar de nuevo cuando yo quisiera.

Montserrat Cambra se puso el vaso de té en los labios. Fatma la miraba en silencio, sin atreverse a estorbar en sus pensamientos. Montse se fijó en los ojos oscuros de la saharaui. Era muy hermosa. ¿Sería tan hermosa Andía? De nuevo los celos, inexplicablemente, la hicieron sentirse bien y sonreír.