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Muchos soldados que jamás habían leído un periódico hacían ahora largas colas para leer la prensa, o formaban corrillos mientras el más instruido leía en voz alta las noticias que llegaban de la Península. En El Aaiún se supo demasiado tarde que el Gobierno español había vendido a Marruecos la mayor parte de la empresa de extracción de fosfatos Fos Bu Craa. Cuando la noticia se extendió entre los funcionarios, el deterioro de la vida pública era ya patente. En los cuarteles los oficiales apenas hablaban con la tropa sobre los graves acontecimientos y las revueltas independentistas que se producían en las calles. El robo en la iglesia y el asesinato del sacristán no hicieron más que romper la frágil estabilidad en que la comunidad saharaui se mantenía con los peninsulares.

A Santiago San Román, excepto la presencia del sargento Baquedano, había pocas cosas que le quitaran el sueño o lo inquietasen. De alguna manera aquella excitación que se vivía en los cuarteles contribuía a que se sintiera más eufórico. Con frecuencia las conversaciones sobre política le resultaban tediosas y difíciles de comprender. Los meses de abril y mayo se convirtieron en un ir y venir de tropas, carreras, órdenes de los mandos, contraórdenes, maniobras, salidas nocturnas. Muchas voces públicas culpaban al Polisario de los desmanes que se estaban produciendo; la profanación de la iglesia había sido la gota que colmó el vaso. En la prensa se definía como un acto terrorista. Pero el simple recuerdo de aquella noche le producía tanto miedo a San Román que procuraba con empeño no pensar en su participación. Trataba de lavar su conciencia no sumándose a las voces que gritaban proclamas en contra del Frente Polisario y de sus simpatizantes.

Guillermo vivía la situación de otra manera. Las obras del zoológico se interrumpieron, y la mayor parte de su compañía fue destinada a minar la frontera con Marruecos. Cuando las minas se acabaron, empezaron a colocar falsas minas de plástico tan reales que a veces provocaban errores mortales para quienes las manejaban.

Mientras tanto San Román conducía los Land-Rover, los coches oficiales, los camiones, las máquinas excavadoras y todo lo que tuviera motor y un volante. Cada día se cruzaba en las carreteras con batallones que salían de maniobras o que regresaban agotados a la capital. Al menos tres veces a la semana tenía que transportar tropas de vigilancia al yacimiento de fosfatos de Bu Craa. El miedo a los sabotajes había cundido no sólo entre los trabajadores de la explotación, sino entre los funcionarios de la empresa estatal que vivían en la ciudad. Apenas medio año antes, la cinta transportadora que daba salida a los fosfatos hacia el mar había sido incendiada por unos jóvenes trabajadores saharauis que ahora cumplían prisión en Canarias. Los soldados regulares y los legionarios pasaban horas sin fin bajo el sol plomizo del Sáhara, tratando de que no se acercara ni un zorro a la cinta o a las instalaciones del yacimiento. También en las oficinas y en la residencia los funcionarios vivían en situación de alerta.

En las calles se respiraba una tensión que a Santiago San Román le parecía absurda. Los soldados vigilaban el Instituto de Enseñanza Media a la hora de entrada y salida de clase, el Parador Nacional, el Gobierno General del Sáhara, el edificio del Estado Mayor. Con frecuencia tenían que patrullar con los Cetme o con metralletas cortas, mezclándose con la población y sospechando de todo lo que se saliera de lo ordinario. Pero para Santiago en El Aaiún todo se salía de lo ordinario. Cuando tenía que pedir la identificación a algún saharaui o detener un vehículo, miraba los papeles sin prestar atención, intercambiaba unos saludos en hasanía y dejaba irse a la gente entre sorprendida y molesta. Le incomodaban los cacheos y los controles en las intersecciones de las avenidas. Por el contrario, se sentía dichoso cuando le ordenaban dirigir una patrulla en el mercado callejero o en el zoco. Siempre iba pendiente por si se tropezaba con Andía, con su madre, con sus primas, con alguna de las mujeres de su familia.

No conseguía que Lazaar lo tomara en serio. El saharaui se echaba a reír en cuanto San Román le hablaba de su hermana. A Santiago le molestaba la frivolidad con la que su amigo trataba el asunto de Andía.

—¿Tú estás enamorado de Andía? Pero si es una niña.

—Tiene diecisiete años.

—¿Eso te ha dicho ella? —preguntaba sin parar de reír—. Tú te licenciarás, te irás a tu ciudad y no volverás nunca. Eso si no te has dejado ya una novia en Barcelona.

—Qué va, qué va. Tú estás loco, chaval.

Sin embargo, con la familia era otra cosa. Avergonzado, Santiago comprobó cómo la madre de Andía, las tías y las hermanas pequeñas hacían todo lo posible por agradarlo. La casa fue experimentando una transformación de la que San Román tardó en darse cuenta. Las paredes, que al principio carecían de adornos, empezaron a cubrirse de fotografías y láminas que el legionario no terminaba de entender. A veces eran recortes de periódicos de personajes célebres, o mapas de la Península; fotografías de Franco, de Carmen Sevilla en su visita durante la Navidad de 1957, de Fraga Iribarne inaugurando el Parador Nacional, almanaques de Julio Romero de Torres, de toreros, de futbolistas. Al principio no les dio mucha importancia, hasta que comprendió que todo aquello lo hacían para agradarlo. También empezaron a cambiar la música saharaui por pasodobles, o boleros de Antonio Machín. Santiago correspondía a su manera.

La red familiar era tan tupida y compleja que nunca estaba seguro de quiénes eran primos, cuñados, parientes lejanos o hermanos. A todos trataba de agradar en alguna medida. A los hombres de la familia les enseñaba a desmontar y limpiar el carburador de los coches, a reponer los manguitos, a reconocer las averías del motor por el sonido. Los hermanos pequeños de Andía iban detrás de él a todas partes. Pero el verdadero hombre de la casa, desde la muerte del padre, era Lazaar. No sólo la familia, sino también los vecinos sentían veneración por él. Todo lo que Lazaar decía era aceptado sin más. Por eso San Román sabía que, mientras el saharaui no lo tomara en serio, tenía poco que hacer con su hermana.

Andía, por su parte, se comportaba unas veces como mujer y otras como niña, pero a Santiago no le desagradaba la ambigüedad de la muchacha. En cuanto arañaba unas horas libres, subía al barrio de Zemla y se sentaba a tomar té con quien hubiera en la casa en aquel momento. La chica lo recibía con la mayor naturalidad, como si estuviera habituada a su presencia, pero rehuía sus miradas clandestinas, sus intentos de acercamiento o los piropos encubiertos que le dedicaba. Pasaba más tiempo hablando con la familia que con ella. A veces la chica se iba a otra habitación de la casa y ni siquiera acudía para despedirlo. Aquellas costumbres enfurecían a Santiago, que siempre juraba no volver más a aquella casa. Sin embargo, los regalos que Andía le daba de forma furtiva, las miradas escurridizas que le sorprendía, los detalles que tenía con él, o los nervios que mostraba cada vez que le hablaba el legionario lo hacían ilusionarse de nuevo y volver en cuanto tenía una oportunidad.

Cuando le contó a Guillermo lo que le estaba sucediendo con Andía, su amigo no supo si alegrarse o tratar de quitársela de la cabeza. Al menos ya no hablaba de Montse, ni le pedía que la llamara o que le escribiera cartas. Estaba convencido de que aquella relación con una saharaui no iba a llegar a ninguna parte, pero veía tan ilusionado a su amigo, que se sentía incapaz de ser sincero con él. A Guillermo, al contrario que a San Roman, le preocupaba la situación que se estaba viviendo en la provincia del Sáhara. Incapaz de tener criterio propio, se dejaba llevar por los comentarios de cantina, por rumores, por lo que veía en la calle. El trabajo de colocar minas le resultaba terrible. Tampoco los oficiales parecían saber muy bien lo que estaba sucediendo. En cuanto preguntaba sobre el futuro a algún sargento o a un simple cabo, le hacían callar o lo amonestaban. Pero la preocupación en los rostros de los mandos era evidente.

A San Román lo único que le preocupaba era su conciencia y el sargento Baquedano. Por eso se alegraba cuando tenía que participar en salidas de varios días, o cuando lo mandaban patrullar por las calles, o cuando lo destinaban con los reclutas al batallón de instrucción, a veinte kilómetros de la ciudad, junto al mar. Pero antes o después era inevitable cruzarse con él y cuadrarse y responder a su saludo. Y eso fue lo que ocurrió la mañana en que el sargento Baquedano entraba en el Alejandro Farnesio sobre el pescante de un camión. En cuanto vio a San Román dio un salto y se dirigió a paso ligero hacia él. El soldado lo saludó con marcialidad y se puso a sus órdenes.

—San Román, tengo algo para ti.

Santiago empezó a sudar, tratando de disimular el temblor de las piernas.

—A sus órdenes, señor.

—Quiero que te presentes a las pruebas de cabo.

—¿De cabo, señor?

—Sí, de cabo. ¿No sabes lo que es eso?

—Claro que sí, señor. Pero para eso hay que estudiar y saber hacer cuentas.

—¿Acaso vas a decirme que no sabes leer y escribir?

—No, señor. Digo, sí, señor. Leer y escribir sí, pero a mi manera. Y las cuentas es que no se me dan bien.

—No quiero oír excusas de marica. Tú eres un legionario, ¿me oyes? A ti no te hace falta ni leer ni escribir. Sólo necesitas dos cojones. Como éstos. ¿Acaso me vas a decir que no los tienes?

—No, señor. Quiero decir, sí, señor. Claro que los tengo.

—Entonces preséntate a esas pruebas, me cago en tu sombra. ¡Es una orden! Las pruebas son el sábado. No quiero que el viernes te emborraches, ni te vayas de putas. El sábado a las ocho te quiero en el pabellón de oficiales. La Legión necesita patriotas como tú.

Al lunes siguiente, Santiago San Román era ya cabo de la Legión. Los compañeros, incluso Guillermo, comenzaron a tratarlo de otra manera. Cuando se presentó en el pabellón de Tropas Nómadas, pretendía impresionar a Lazaar, pero el saharaui le miró los galones, lo miró a los ojos y sólo dijo, con ironía:

—Ahora sí que te van a salir novias de verdad.

Aquella frase le dolió como un golpe a traición. Tanto, que aquel día se negó a jugar de portero con los saharauis.

Pero todo había empezado a cambiar muy deprisa. A los pocos días, al volver de una misión de vigilancia, Lazaar lo estaba esperando en el campo de fútbol. Lo encontró serio, muy serio. Santiago se preocupó en cuanto le oyó la primera frase.

—Mira, San Román, no sé cómo decirte esto para que no te ofendas.

El cabo no sabía qué pensar. Por su cabeza pasaron los peores presagios, pero ninguno tan malo como la misma realidad.

—Vamos, Lazaar, habla, soy tu amigo. Di lo que sea.

—¿Eres mi amigo?

—Claro, soy tu amigo. Tú lo sabes. ¿Por qué preguntas eso ahora?

—Entonces sabrás que los amigos a veces tienen que hacer cosas que no les gustan, si son buenas para el otro.

—Pídeme lo que quieras: no voy a asustarme.

Lazaar miró a Santiago tratando de llegar hasta lo más profundo de los ojos. Le mantenía una mano cogida y la otra sobre el hombro.

—No quiero que vuelvas a mi casa. Al menos por ahora.

El cabo San Román tragó saliva. Le parecía que la sangre se le iba bajando a los pies.

—Claro, claro —dijo sin soltar la mano de Lazaar—. Es por tu hermana, ¿verdad?

—No, no es por Andía. Sé que ella te aprecia, aunque es una niña: sólo tiene quince años. Es por mí.

—¿Te he ofendido?

—Al contrario. Me siento orgulloso de ser tu amigo. Las cosas no son tan sencillas como parecen. Algún día lo vas a entender, pero yo no puedo explicártelo ahora.

Las palabras del saharaui desconcertaron a San Román. No podía creer que hubiera otra razón que Andía para que su presencia en casa de Lazaar no fuera grata. Nunca creyó que aquel joven pudiera provocarle tanto desasosiego. Tampoco pensó en ese instante que alguna vez comprendería el sentido de todo lo que ahora le estaba pasando. Simplemente se dejó llevar por la desolación.

En las dos semanas siguientes no volvió a la casa de Lazaar. Cuando patrullaba por la ciudad, levantaba la cabeza hacia las casas de piedra e imaginaba qué estaría haciendo Andía en aquel momento. Dejó de dormir bien; dejó de comer. De nuevo una mujer trastornaba su vida y terminaba por convertirse en una obsesión. Sus ratos libres los pasaba con los amigos de Tropas Nómadas, pero su relación con Lazaar no volvió a ser igual. Sentía una mezcla de admiración y celos por aquel saharaui. Mientras lo veía moviéndose entre los dromedarios le parecía un ser especial. Lazaar conocía los secretos del desierto, el lenguaje de los dromedarios; sabía tanto de la climatología y del terreno del Sáhara que parecía un anciano de veinte años. Y así en dos semanas su relación con él se enfrió hasta tal punto que apenas se quedó en un saludo de cortesía y algunas palabras de compromiso.

A principios del mes de mayo, sin embargo, ocurrió algo que salvó a San Román del bache por el que estaba pasando. Cruzaba el barrio de la Colomina en un camión que transportaba víveres. En el asiento del copiloto viajaba un soldado armado, y otro en el remolque. Santiago escuchaba la verborrea del soldado, cuando le pareció reconocer a Andía entre la gente que caminaba por la acera. Frenó y estuvo a punto de llamarla a gritos, pero la prudencia lo contuvo. Sabía que no podía abandonar el camión, ni salirse de la ruta que le habían marcado. El otro legionario se asustó cuando detuvo el vehículo.

—¿Qué pasa, cabo, qué has visto?

Santiago sacaba el cuello por la ventanilla, tratando de asegurarse de que era Andía. Era la primera vez que encontraba a la muchacha fuera de su barrio.

—No os mováis del camión. Creo que ahí delante pasa algo. No me fío.

El soldado raso se había puesto pálido. Miraba a todos lados, agarrado al Cetme y tratando de descubrir el peligro. El cabo San Román saltó del camión.

—Voy a asegurarme —le gritó con fingida autoridad—. No os mováis del camión a no ser que os disparen.

Santiago corrió por la acera, tratando de alcanzar a la muchacha. En cuanto la vio doblar la esquina, la abordó. Sintió un gran alivio al comprobar que no se había confundido. Andía iba con otra chica saharaui. Cuando vio al legionario, se tapó instintivamente el rostro con la melfa y comenzó a hablar en hasanía atropelladamente. Santiago no entendía nada. En realidad, las palabras iban destinadas a la amiga, que no paraba de reír mientras se tapaba también la cara. Después de un buen rato, la muchacha se puso seria y se quedó en silencio.

—¿Qué haces aquí, Andía? ¿Adónde vas? ¿Es una amiga tuya?

—Mi hermano me dijo que te habías ido a la Península, que te habían licenciado.

—No es verdad, Andía, yo no me iría nunca sin despedirme. Además, eres mi novia; no me iría sin ti.

La sonrisa volvió al rostro de la saharaui, y al de su amiga también. Santiago estaba tan nervioso que daba pequeños saltitos y no paraba de meterse y sacarse las manos de los bolsillos.

—No te voy a engañar: fue Lazaar quien me pidió que no volviera a tu casa. Dice que no es por ti, pero no me ha dado más explicaciones.

A Andía le costaba trabajo entender los motivos que habían llevado a Lazaar a hacer aquello. Arrugó la frente y se cogió a la mano de su amiga.

—Mi hermano es un entrometido. Me trata como a una niña; como si fuera estúpida.

Inmediatamente tiró de Santiago y lo hizo caminar a su lado. La amiga se puso en la otra parte. Cruzaron la calle y Andía le pidió que entrara con ella en un bazar saharaui. Era una tienda muy parecida a las del Hata-Rambla: el mismo olor, el mismo caos.

—¿Te gustan los dátiles? —preguntó la saharaui—. No, mejor las pasas. ¿Te gustan las pasas? No, no, eso no.

Le pidió una pipa con su funda al comerciante y luego se la puso entre las manos a Santiago.

—¿Te gusta esto?

—Mucho, Andía, me gusta mucho. Pero yo…

—Quiero que tengas un regalo mío.

La amiga le pidió las pulseras al comerciante y se las probó a Santiago. Eligió una que le entraba bien en la muñeca.

—Haibbila también quiere hacerte un regalo. Es mi mejor amiga.

Santiago no sabía cómo agradecer semejantes atenciones. Se sentía abrumado y confuso. Le sorprendía que aquellas dos chiquillas pudieran tener tanta iniciativa. Se despidió jurándole que iría a verla a su casa en cuanto Lazaar se marchara de maniobras. Aquella noche durmió con la pulsera y la pipa entre las manos.

Las maniobras a las que se refería Santiago San Román eran en realidad una misión especial en Amgala de una patrulla de Tropas Nómadas. Pero eso no se supo hasta algunos días después. Como casi todo en aquellos meses, los movimientos del Ejército se llevaban en un secreto que no era estricto aunque pretendía serlo. El lunes 5 de mayo, un día antes de partir, Lazaar fue a buscar al cabo San Román a la cantina del cuartel. Era la primera vez que lo veía pisar aquel lugar; por eso se sorprendió. Por eso y por las palabras que el saharaui parecía traer preparadas.

—Ya sabes que me voy mañana con mi patrulla —Santiago asintió con la cabeza, tratando de anticiparse al pensamiento de Lazaar—. No sé cuándo volveré. Quiero pedirte un favor.

—Pídeme lo que quieras.

El saharaui se tomó su tiempo antes de hacerlo.

—Quiero que cuides de mi hermana y de mi familia —hizo una pausa y estudió la reacción de Santiago—. Yo sé que no les va a pasar nada, y si tú los vigilas yo me quedo más tranquilo. Mis hermanos son jóvenes y tienen la cabeza en otras cosas. A veces no entienden bien lo que está pasando en el Sáhara.

—Hablas como si no fueras a volver.

—Claro que voy a volver. Pero la situación ahí fuera está peor de lo que nos cuentan. Marruecos va a saltar sobre nosotros como una hiena.

—Eso no pasará. Nosotros estamos aquí para impedirlo. Sois un pedazo de España.

—Eres el único optimista. Eso está bien. Aunque yo me quedo más tranquilo si sé que tú te harás cargo de mi familia, pase lo que pase.

—No tienes ni que pedirlo. Lo haré con mucho gusto. Pero sólo hasta que tú regreses.

—Claro, sólo hasta que regrese —dijo, sonriendo. Se abrazaron y se dieron la mano en un apretón largo, sin dejar de mirarse a los ojos.

Las palabras de Lazaar habían desconcertado al cabo San Román. Su sentido más profundo no pudo entenderlo hasta una semana después, cuando llegó la noticia a El Aaiún. Al principio los datos eran confusos, incluso contradictorios. Ni siquiera la prensa se hacía eco de los acontecimientos. Finalmente, los oficiales reconocieron delante de la tropa lo que había sucedido. El sábado 10 de mayo de 1975 una patrulla de Tropas Nómadas, con el nombre clave de «Pedro», se pasó al bando del Frente Polisario. Se llevaron además como rehenes a dos tenientes españoles, un sargento y cinco soldados. Los hechos ocurrieron en Amgala. Al día siguiente, ocurrió lo mismo con otra patrulla en Mahbes; pero en este caso hubo resistencia de los españoles y murieron un soldado y un sargento. Otros siete soldados fueron apresados y los llevaron al otro lado de la frontera argelina.

Como consecuencia de las escaramuzas y deserciones, la situación en El Aaiún se volvió más tensa. Los funcionarios tenían la sensación de que sus días en África estaban contados. Los más optimistas confiaban en los políticos de la Península y trataban de mantener sus hábitos y sus costumbres en la ciudad. Sin embargo, cada día aparecían nuevas pintadas en las calles a favor del Polisario, pidiendo la independencia o lanzando proclamas contra el Rey de Marruecos, que reivindicaba con fuerza en los foros internacionales la provincia española de África. A veces las revueltas se sofocaban por la fuerza. Tanto españoles como saharauis se encontraban divididos según los intereses de cada uno.

Santiago escuchaba las discusiones sin terminar de entender nada. Cada vez que Guillermo lo prevenía del peligro de subir al Hata-Rambla, terminaban discutiendo. En cuanto tenía una oportunidad se encaminaba a la casa de Andía. Pero tardó algún tiempo en comprender que todos en aquella familia eran simpatizantes del Polisario. Cuando uno de los tíos de Lazaar le preguntó a Santiago, delante de toda la familia, qué pensaba de lo que estaba pasando, el legionario se rascó la cabeza y trató de aclarar sus ideas en voz alta:

—Los españoles no nos metemos en política. Yo sólo quiero lo mejor para vosotros. Lo demás se lo dejo a los que saben más que yo.

Luego San Román demostró de muchas otras formas que sus palabras eran sinceras. Cuando se cerraban los barrios con alambradas para sofocar las revueltas, él se servía de su uniforme y sus galones para entrar y salir del barrio, traer noticias de fuera, buscar provisiones cuando escaseaban o pasar cartas de los soldados saharauis que permanecían encerrados en el cuartel en estado de alerta.

Muy de vez en cuando, sin poder evitarlo, le venía a la memoria la imagen de Montse. Era un fantasma que se le aparecía en los momentos más inoportunos. Una canción, el rostro de una chica bastaban para traerla a su memoria. Los recuerdos le hacían daño. A veces trataba de calcular el tiempo que le faltaba para dar a luz. Aquella idea lo torturaba durante unas horas y sólo conseguía arrancarla de su cabeza al encontrarse con Andía. La saharaui seguía tratándolo con indiferencia delante de su familia. Ella sabía bien que, si mostraba interés en público por un hombre, sus hermanos y su madre seguirían tratándola como a una niña. No conocía a ninguna mujer que exhibiera sus sentimientos delante de la gente. Un día le dijo a Santiago:

—¿Cuándo te irás a tu país?

—Éste es mi país, Andía.

Pero la muchacha sabía bien lo que estaba preguntándole.

—Al final te irás, ¿verdad?

—No, no me iré. ¿Acaso quieres que me vaya?

—La gente dice que los españoles nos queréis vender a Marruecos.

Santiago era incapaz de responder a aquello. Cuanto más escuchaba los comentarios de los oficiales, más confuso se sentía.

—Yo no me iré. Sólo si tú vienes conmigo. ¿Jaif?

—No, no tengo miedo. Pero sé que tienes otra novia en tu país. Te lo noto cuando me miras.

Nibguk igbala. Sólo te quiero a ti.

Andía fingió estar ofendida. Sin embargo, debajo de su gesto serio se dibujaba una sonrisa reprimida y un brillo muy especial en los ojos.