10

El camión se desliza sobre la hammada como una nave con ruedas a punto de naufragar. El trayecto desde el hospital de Smara hasta la daira de Bir Lehlu no es muy largo, pero a Montse se le hace eterno. Viaja en la cabina, entre el chófer y Layla. Detrás van tres muchachos, sujetando una cabra. El saharaui no ha pronunciado una sola palabra en todo el camino. Ahora, cuando está a la vista Bir Lehlu, cruza unas frases con Layla. La enfermera parece enfadada con él. El hombre, por el contrario, permanece indiferente a sus recriminaciones. Se diría más bien que disfruta al verla alterada. Montse no entiende nada, ni se atreve a preguntar.

El vehículo sube una pequeña pendiente y se detiene junto a un edificio de ladrillo y cemento, humilde, blanqueado con cal. Layla se baja del camión y ayuda a Montse. El chófer sonríe sin dejar de morder su pipa. La enfermera se despide con un portazo y una frase que suena a insulto.

—Es un cretino —le explica a Montse—. No quiere acercarnos a mi jaima. Dice que se le hace tarde para llegar a su casa. Es amigo de mi padre, pero no quise casarme con él cuando volví al Sáhara.

—No importa —la consuela Montse, divertida—. Este sitio es precioso.

En verdad, con la caída del sol, los barrios de Bir Lehlu parecen pintados con colores discretos sobre el ocre intenso del desierto. El pequeño montículo, sobre el que han construido un colegio de educación especial, hace las veces de modesta atalaya desde la que se puede dominar el desierto inmenso. Los techos de las jaimas rompen la monotonía del horizonte. Los depósitos del agua brillan intensamente con los últimos rayos de sol. Apenas se mueve un viento cálido que hace más agradable la vista de los barrios de la daira. De vez en cuando, el balido de una cabra rompe un silencio que parece sagrado. El verde azulado de las jaimas contrasta con las paupérrimas construcciones levantadas con adobe.

Montse respira hondo. Está fatigada. La belleza de un paisaje tan árido la hace estremecerse. El desierto y el cielo se funden en una línea apenas perceptible.

—Mira —dice Layla, extendiendo la mano—. Ahí abajo está mi casa.

Montse mira hacia donde ella le señala. Todas las jaimas le parecen iguales.

—Espera, quiero respirar este aire —dice Montse.

Layla se recoge la melfa y se sienta en el suelo. Montse hace lo mismo. Junto a uno de los barrios del campamento se levanta un muro de barro, cubierto casi por la arena, que rodea dos o tres hectáreas de árboles y tomateras. A Montse le sorprende encontrar aquel oasis en mitad de un desierto tan hostil.

—Ese huerto lo hicimos nosotros. Parece que está pintado, pero es de verdad. El agua es muy salada, pero da tomates y alguna lechuga.

—¿Y este colegio? —dijo, señalando al edificio de ladrillo.

—Es para niños enfermos. Bueno, retrasados.

—Y, si habéis levantado hospitales y colegios, ¿por qué seguís viviendo en esas tiendas después de veinticinco años?

Layla sonríe. Parece que tuviera la respuesta ya preparada.

—Podríamos excavar cimientos, construir edificios, trazar calles, hacer alcantarillados. Pero eso significaría que nos hemos dado por vencidos. Nosotros estamos aquí de forma provisional, porque nuestro país está ocupado por los invasores. Cuando la guerra termine, volveremos. Y todo esto se lo tragará el desierto. Ahora mismo se pueden desmontar las tiendas en dos días, y antes de una semana estaríamos con todo otra vez en nuestro país.

Montse no sabe qué decir. No había imaginado que detrás de una mujer en apariencia tan frágil pudiera surgir de repente un coraje y una decisión tan firmes. Le hace un guiño y le coge la mano. Layla adopta de nuevo su gesto habitual de dulzura.

—Anoche volviste a hablar en sueños —dice la saharaui, colocándose la melfa por detrás de las orejas—. No tienes que temer ya nada. Seguramente esa mujer no es más que un espejismo. Si hubiera existido, nuestros soldados habrían dado con ella. Los muertos no desaparecen tan fácil en el desierto, aunque pueda parecer lo contrario. Además, la picadura del escorpión provoca alucinaciones.

Montse mira fijamente la línea de las jaimas allí abajo.

—Tienes razón. Yo también quiero creer que es una alucinación. Pero no tengo ninguna respuesta para la pesadilla de Tindouf. Eso sucedió de verdad. Y ahora me siento tan estúpida…

Finalmente la extranjera había accedido a cubrirse la cabeza para salir a la calle. Pero en cuanto empezó a caminar, la mujer de la casa se fue detrás y no se separó de ella a pesar de que Montse quería estar sola para buscar un teléfono. La argelina tenía el gesto adusto y parecía molestarle que saliera de su casa sola. A veces la situación le resultaba tan absurda que le daban ganas de reír. Otras, tenía que hacer esfuerzos para no romper a llorar en mitad de la calle. También los niños caminaban detrás, a unos pocos pasos. Si Montse se detenía, la mujer hacía lo mismo. Si arrancaba a caminar deprisa, la mujer apretaba el paso. Las dos parecían contrariadas y molestas. Había decidido no dirigirle más la palabra. La argelina apenas hablaba francés, y Montse no era capaz de articular más de una docena de frases mal pronunciadas.

Después de haberse detenido en cada una de las esquinas, buscando una cabina de teléfonos o un locutorio, le pareció escuchar a alguien que maldecía en español. Se dio la vuelta. Junto a un surtidor de gasolina había un camión repostando. Era un camión viejo, con el remolque cubierto por una lona agujereada. Sin pensarlo dos veces, se encaminó hacia el surtidor. Las voces de la argelina no la intimidaron esta vez. Un hombre con restos de muchos uniformes militares hablaba con el gasolinero. Frisaba los sesenta años. Una barba canosa le cubría el pecho, y en los dos brazos no le cabían más tatuajes. Montse reconoció la gorra de la Legión y una bandera de España cosida en ambas mangas. Se acercó al hombre como la náufraga que busca una tabla a la que agarrarse en mitad del mar. «¿Es usted español?» El hombre se volvió con la expresión del que no termina de creer lo que está oyendo. Montse se quitó el pañuelo de la cabeza. Miró a la mujer de arriba abajo y colocó las dos manos sobre la hebilla del cinturón. Tardó un rato en responder. «Por el amor de Dios, ¿de dónde ha salido usted?» Montse estaba tan emocionada que sus explicaciones no tenían ningún sentido. Trataba de contarle todo a aquel desconocido y no era capaz de expresarse con coherencia. Desde el otro lado de la calle, la argelina contemplaba la escena sin dar crédito a lo que estaba viendo, ni atreverse a cruzar. «Necesito hablar por teléfono. Tendrían que haber venido a recogerme al aeropuerto ayer, pero no se presentó nadie. Tengo la maleta en la casa de aquella mujer, y no me dejan salir de allí». El español miró hacia donde Montse le indicaba. En cuanto la argelina comprendió que estaban hablando de ella, se cubrió el rostro y se alejó a toda prisa. «No tema usted, señora, que conmigo no corre peligro. Yo soy un legionario auténtico. Ha tenido usted mucha suerte al encontrarme. Créame que ha tenido mucha suerte». A pesar del fuerte olor que despedía aquel hombre, Montse sentía ganas de abrazarlo. «¿Me dirá dónde puedo encontrar un teléfono?» «Haré algo mejor que eso. La voy a llevar ante el cónsul de España y él se hará cargo de todo». Montse no podía creer que después de tanta angustia las cosas pudieran resolverse así de fácil. Se pellizcó mentalmente para convencerse de que no estaba soñando. «Mi maleta está en casa de esa señora que acaba de irse —insistió Montse—. Yo sé llegar hasta allí, pero le agradecería mucho que me acompañara. No entiendo qué quieren de mí». «¿Lleva cosas de valor en la maleta?» Montse se quedó pensando antes de responder. Su instinto la hizo ser cauta. «No he traído nada de valor. Apenas traigo dinero, y el pasaporte lo llevo encima». El hombre se quedó pensando. Le pagó al gasolinero con unos billetes sucios y arrugados y le dijo algo en francés. «Móntese en el camión, señora. Nos vamos ya». Montse subió a la cabina y enseguida empezó a comprender que las cosas no iban a ser tan sencillas como le habían parecido.

En cuanto el anacrónico legionario puso las manos sobre el volante, subieron a la cabina otros dos hombres. Eran musulmanes, con turbante y botas militares. Por el ruido, Montse se percató de que estaban montando otros en el remolque. «Son gente buena, señora. Patriotas de verdad», dijo, refiriéndose a los argelinos. El camión arrancó, y la mujer quedó aprisionada entre el chófer y los otros dos hombres. El olor era nauseabundo. A pesar del ruido del motor, se escuchaban los gritos de los que viajaban detrás. «La casa está al final de esta calle, a la izquierda. Aquellas construcciones de bloques grises», le explicó Montse. El legionario se puso un puro apagado en la boca y lo mordisqueó sin dejar de mirar al frente. Cuando se pasaron la calle de largo, Montse se alarmó. «Es ahí detrás, en aquellas casitas». El legionario sonrió. «No se preocupe, señora: no merece la pena entrar en ese barrio. Ahí vive gente de la peor calaña: ladrones y putas, con perdón. No hay nada más ahí dentro. Si no tiene cosas de valor en la maleta, es mejor que se olvide de ella. Hágame caso».

Conforme iban quedando atrás las últimas casas de Tindouf, los sentimientos de Montse se iban volviendo contradictorios. Por una parte se alegraba de alejarse definitivamente de aquel infierno; por otra le parecía que tal vez no debía haberse montado en el camión sin asegurarse antes de que aquel hombre era de confianza. Mientras se sumía en un estado de sospecha, el legionario no paraba de hablar. Parecía que disfrutaba lanzando bravuconadas de soldado viejo. Los otros dos hombres permanecían callados, fumando, impasibles. Montse aprovechó un instante en que el legionario dejó de hablar, para preguntarle: «¿En qué ciudad hay consulado de España?». El legionario tardó en responder. A Montse le parecía que trataba de ganar tiempo. Luego dijo un nombre en árabe que ella no pudo entender. «¿Y está muy lejos de Tindouf?» «En el desierto, señora, nunca se puede saber lo que está lejos y lo que está cerca. Todo depende de con qué se compare. ¿Y dice usted que viene de Madrid?» «No, yo no he dicho eso». «Ah, bueno. Me había parecido». «Vengo de Barcelona».

El legionario fue tratando de averiguar detalles del viaje de Montse. Poco a poco ella se puso en guardia mientras veía que las preguntas se convertían en un auténtico interrogatorio. Trató de contar la verdad sólo a medias, pero aquel hombre era muy astuto y la fue haciendo caer en contradicciones. Finalmente Montse optó por responder sólo con monosílabos o fingir que no podía escucharlo con el ruido del motor.

Resultaba difícil saber si llevaban dos o tres horas viajando. El asfalto había dado paso a una pista seca y polvorienta que a los pocos kilómetros se fue borrando. El camión avanzaba ahora sobre otras rodadas de coches, o cortaba por la tierra virgen. Cada vez parecían estar más alejados de todo. Pero cuando más agobiada estaba Montse, le pareció ver una población a lo lejos. Las manchas de color oscuro contrastaban con el ocre del desierto. La intensidad del sol del mediodía no le dejaba distinguir con claridad, pero estaba segura de que en la línea del horizonte se veían vestigios de civilización. Le pareció incluso distinguir los tejados por los destellos del sol. «¿Es allí?», preguntó Montse, más animada. «Sí, señora, allí mismo. Dentro de cinco minutos podrá usted descansar».

Conforme se acercaban a aquel espejismo, Montse fue sintiendo que la sangre se le subía a la cara. Apenas faltaba un kilómetro, cuando comprendió que aquello no era ni ciudad, ni poblado, ni nada parecido. El color oscuro y el brillo provenían de miles de coches amontonados como chatarra en mitad del Sáhara. Había tantos que entre ellos se abrían calles con sus intersecciones, formando un monstruoso cementerio.

Montse no pudo decir nada. Su mente comenzó a adelantarse a los acontecimientos. Cruzó los brazos y los apretó, tratando de aferrarse a algo que no existía más que en su imaginación. Cuando los hombres salieron del camión ella se bajó aterrorizada, intentando no bloquearse por el miedo. Reunió fuerzas de donde pudo para decir: «Usted me aseguró que me llevaría al consulado». «Todo a su tiempo, señora, todo a su tiempo. En cuanto solucionemos un par de asuntos, la llevaré con el cónsul». «Mi marido debe de haber llegado ya a Tindouf. Seguramente estará preguntando a la policía argelina». Las palabras de Montse sonaban como las mentiras de una niña desesperada. Con una maniobra rápida, el legionario le metió la mano en el bolsillo a Montse y sacó unos papeles. La mujer intentó zafarse, pero dos hombres la sujetaron con fuerza por los brazos y la inmovilizaron. Trató de gritar, pero se le quebró la voz. Un tercero le metió las manos en todos los bolsillos y sacó una cartera y el pasaporte. Se lo dio al legionario como el perro que entrega la pieza cobrada. Lo ojeó y lo guardó en uno de los numerosos bolsillos del remiendo de uniforme. «Ahora no vayas a hacer ninguna tontería. Aunque te dejáramos libre, no podrías llegar andando a ninguna parte. Antes morirías de sed y de hambre».

El legionario echó a caminar y los dos hombres arrastraron a Montse detrás de él. Entre los coches desguazados había una caseta paupérrima, con una ventana cerrada con tablones cruzados. Abrió los dos candados que cerraban la puerta y los mercenarios empujaron a Montse al interior. Cayó de bruces al suelo y se golpeó las narices. «Y ahora da igual que grites lo que quieras. Aquí nadie va a oírte». Ahogó un grito de dolor. Estaba segura de que la resistencia física no le iba a servir de nada, pero ni siquiera era capaz de gritar. Dejó escapar un quejido lastimero y levantó la cabeza. La nariz le sangraba. «Por favor, por favor, por favor», suplicó en un tono apenas audible. Se cerró la puerta. Montse se incorporó y comenzó a pedir ayuda en susurros, con miedo a levantar la voz. Enseguida se dio cuenta de que no estaba sola. Aunque había poca luz, distinguió en la penumbra a tres mujeres sentadas en el suelo. Sin duda la miraban con la misma cara de sorpresa que ella debió de poner. De repente se sintió inexplicablemente avergonzada. Trató de mantener la dignidad, pero no podía dejar de lloriquear. Se convenció de que los gritos y las patadas contra la puerta no le iban a servir de nada. Miró a las mujeres. Poco a poco sus rostros fueron tomando forma. Vestían como las que había visto en Tindouf. También estaban asustadas, a pesar de la dureza de sus gestos. Montse trató de hacerse entender en español. Probó después con cuatro palabras en francés, pero no encontró respuesta. Una de las mujeres le hizo señales para que se sentara. Ella se dejó caer de rodillas y se cubrió el rostro con ambas manos. Pensaba si, después de todo lo que le estaba pasando, podría ocurrirle algo aún peor. Lloró desconsoladamente durante mucho tiempo hasta que se fue quedando sin lágrimas y sin fuerzas. Cuando trataba de hacerse a la idea de que la situación ya no podría enderezarse, sintió cómo una de las mujeres se sentaba a su lado y le ponía una mano en el hombro. «Toma», le dijo en castellano. Levantó la cabeza como si hubiera oído alguna revelación. La mujer le tendía un cazo lleno de agua. «Llevas casi una hora perdiendo agua. Si no bebes, te vas a deshidratar». Montse cogió el cazo y se lo puso en los labios. Le dio un trago. El agua estaba salada y despedía un olor nauseabundo. «Bebe —insistió la mujer—; es mejor tener diarrea que deshidratarse». Lo bebió todo y trató de disimular el gesto de asco. «Gracias». La mujer volvió a su sitio y permaneció en cuclillas. «¿Habláis español?» «Ellas no». Enseguida Montse se dio cuenta de que las ropas de aquella mujer eran diferentes a las de las otras dos. «¿Eres argelina?» «Saharaui». Montse se sentó a su lado tratando de disfrutar de unos breves instantes de alivio. «¿De los campamentos de refugiados?» «¿Has estado allí?» «No, no he podido. Tuve problemas al llegar a Tindouf». Montse comenzó a contarle a aquella desconocida todo lo que le había sucedido. La saharaui escuchaba sin pestañear, haciendo chasquear la lengua en cada pausa. Cuando terminó de contar su historia, se sintió mucho mejor. La mujer no apartaba los ojos de su rostro, como si después de haber oído el relato tratara de comprender hasta el final el sentido de cada una de las palabras. «Me llamo Montse», dijo, rompiendo el silencio. «Yo soy Aza». «¿Y cómo has llegado hasta aquí?» Aza hizo un gesto de desesperación. La saharaui llevaba dos días encerrada en aquel cementerio de chatarra, junto a las dos argelinas. Había ido a Tindouf para llamar por teléfono a España y comprar bolígrafos. De vuelta a los campamentos, el todoterreno tuvo una avería. Los dos muchachos que la acompañaban decidieron hacer a pie los veinte kilómetros hasta su wilaya. Ella se quedó en el vehículo, esperando a que volvieran con ayuda. Tenía agua y comida, así que no debía temer nada. Pero pasó el camión del español y se ofreció a llevarla. El resto de la historia era fácil de suponer. «¿Y qué crees que harán con nosotras?», preguntó Montse ingenuamente. Aza puso cara de preocupación y se tapó el rostro con la melfa. No dijo nada.

Dentro de aquella caseta el tiempo se había detenido. Los dos primeros días se hicieron tan largos que parecía que nunca fueran a terminar. Oían a los hombres hablando fuera, pero no podían ver nada por las rendijas de la ventana. Montse tuvo que salir fuera varias veces, porque la descomposición de estómago la obligaba. Ver el sol y respirar el aire limpio era el único lujo que tenían. Aza y las otras dos musulmanas llevaban el cautiverio mucho mejor que ella. Podían pasar horas enteras en silencio, sin moverse, sin beber agua, sin comer. Montse se aferró a la presencia de la saharaui para no perder los nervios. Hacía todo lo que Aza le decía: beber el agua infecta, comer la fruta en descomposición, tratar de no moverse en las horas de mucho calor. Le parecía que el aguante de aquellas tres mujeres superaba lo estrictamente humano. Cuando sentía que se iba a venir abajo, procuraba hablar con Aza. Por eso supo que su fuerte acento caribeño se debía a los años que pasó en Cuba estudiando. Pero, cuando Montse trataba de averiguar detalles de su vida, la saharaui parecía cerrarse y cambiar de conversación. «¿Quiénes son esos hombres, Aza?» «Mala gente, mi amiga, mala gente». «¿Y qué pueden querer?» «No lo sé, mija, y no quiero pensarlo hasta que no llegue el momento». Luego chasqueaba la lengua y se espantaba las moscas con una extraordinaria elegancia.

Al tercer día el motor del camión volvió a rugir. Las cuatro mujeres se pusieron alerta, creyendo que los hombres iban a dejarlas solas. Pero enseguida se abrió la puerta y las condujeron hasta el remolque. A pesar de las pésimas condiciones, aquel viaje era un lujo en comparación con los días de encierro. Montse contemplaba conmovida la inmensidad del Sáhara, a través de las tablas que no cubría la lona. El viaje duró más de tres horas. Cuando se detuvo el camión, estaban junto a un pozo rodeado de unos pocos árboles. Era la única vida que habían visto en muchos kilómetros. Las piedras despedían fuego.

Layla está muy seria, concentrada en las palabras de Montse. Después de un rato en silencio chasquea la lengua y mira hacia las jaimas que ya apenas se ven.

—¿Por qué haces eso? —pregunta Montse.

—¿El qué?

—Ese chasquido con la lengua.

—Es una costumbre.

—Es el mismo ruido que hacía Aza con la boca. Es imposible que sea un delirio.

—No, no parece un delirio. Pero ahora vámonos, se está haciendo de noche.

Entre una jaima y otra hay una distancia considerable. No forman calles. Las construcciones de barro no tienen ningún rasgo que las identifique: todas son iguales. Layla se mueve en la oscuridad igual que si fuera pleno día. Caminan muy despacio. Al llegar a su jaima, Layla comienza a dar voces. Se asoma una mujer que a su vez comienza a gritar. Parece enfadada. Montse se sobresalta.

—Es mi tía, no temas. Me está riñendo por lo tarde que llegamos. Se cree que todavía soy una chiquilla.

Entran en la tienda y el mundo que se abre ante los ojos de Montse la deja deslumbrada. Los hombres y las mujeres están sentados o en cuclillas sobre unas alfombras de colores muy vivos. Del centro de la jaima cuelga un tubo fluorescente conectado a una batería de camión. Hay algunos niños. Los colores de las melfas de las mujeres y de los vestidos de las niñas son como manchas que se rompen contra la luz. Montse siente que el corazón se le encoge. Se quita las botas y comienza a saludar. Casi todos hablan castellano, con fuerte acento árabe. Los niños quieren tocarla y sentarla a su lado. Entretanto, Layla hace las presentaciones. La extranjera no puede retener los nombres en su memoria más que unos segundos. Trata de quedarse con la expresión de los ojos, con las sonrisas, con los gestos. Se siente fatigada. Finalmente se sienta.

Layla habla en su nombre. A Montse le gusta oírla hablar en hasanía. Alguien le ofrece un vaso de té. Lo acepta con gran placer. No paran de entrar niños de las otras jaimas. La tía de Layla trata de echarlos como si fueran gallinas, pero los niños se resisten. Un anciano les grita y, por fin, se van a regañadientes. Se quedan sentados en la arena, a escasos metros de la puerta. Montse no es capaz de agradecer las atenciones de tanta gente. Por momentos se siente desbordada. En cuanto Layla la mira, comprende que está muy fatigada. La enfermera se pone en pie y empieza a hacer gestos. Sin duda está pidiendo que se vayan. Montse trata de impedirlo, pero Layla está decidida. Todos se levantan sin oponer resistencia. Uno a uno, los hombres le dan la mano a la española y van saliendo. Las mujeres salen las últimas. La tía de Layla se queda rezagada. No para de darle instrucciones a su sobrina. Cuando se quedan las dos solas, Montse está abrumada.

—No debiste echarlos. Yo estoy encantada.

—Hablan mucho. Si los dejas, se quedan toda la noche aquí. No tienen prisa. A veces han estado cuatro días seguidos charlando y tomando té sólo porque había una visita de otra daira.

En la sonrisa de Montse se refleja el cansancio. Layla saca dos mantas de un armario. Las extiende sobre la alfombra.

—Esta noche no te va a molestar nadie.

—No, Layla, no me molesta nadie. No me irás a decir que vas a mandar a tu tía fuera.

—Ella estará bien en cualquier parte. Tú eres mi invitada.

Montse no tiene fuerzas ni ánimos para discutir. Observa impasible a Layla, que busca algo entre los trastos del armario. Al cabo le muestra unas tijeras de costurera. Se sienta al lado de la extranjera y le hace agachar la cabeza.

—¿Qué quieres hacer?

—Cortarte el pelo. ¿No es eso lo que querías?

Montse le sonríe. Trata de sentir la misma paz que Layla refleja en su rostro. Le acerca la cabeza y se deja hacer. La saharaui va cortando mechones y formando un pequeño montoncito en la alfombra. El sonido acompasado de las tijeras y las manos de Layla le producen sueño. Pero Montse no quiere perderse ni un solo instante. Lucha por mantenerse despierta.

—Layla.

—¿Qué?

—Te mentí —Layla no dice nada—. Bueno, no te mentí, aunque tampoco te dije la verdad.

Aunque Montse se queda callada, la enfermera no quiere parecer curiosa.

—Es verdad que tengo una hija. Pero murió en agosto del año pasado.

Es la primera vez que Montse habla de su hija desde su muerte. Se siente aliviada. Layla chasquea la lengua y sigue en silencio.

—Fue en un accidente de moto. Tenía diecinueve años y se llamaba Teresa, como mi hermana.

Después sólo se escucha el sonido de las tijeras y el viento golpeando contra la lona de la jaima. Lo último que oye Montse antes de quedarse dormida es la voz de Layla:

—Gracias.