La ciudad se había convertido en un atasco de automóviles que colapsaban todas sus arterias. Los semáforos resultaban inútiles. La Guardia Urbana era incapaz de poner orden en medio de tanto caos. Por todas partes ríos de niños tiraban de sus padres tratando de abrirse paso hasta la cabalgata de los Reyes Magos. Parecía que los comercios estuvieran en el último tramo de una carrera contrarreloj. A la doctora Montserrat Cambra el ir y venir de la gente y el entusiasmo de los chiquillos no le producían más que vértigo. Había tardado casi una hora en encontrar un taxi libre y, cuando finalmente montó en uno, tuvo que dar un rodeo de muchos kilómetros para llegar hasta la Barceloneta. Una vez allí sintió que la saliva se le espesaba y que el estómago se le iba encogiendo. Aunque conocía los síntomas, se asustó como si fuera la primera vez.
Años atrás la ciudad terminaba en la Estación de Francia. La telaraña de acero que dibujaban las vías del ferrocarril hacía las veces de un frío y desolador telón tras el que se adivinaban los almacenes en ruinas, los enormes depósitos y tal vez el mar. Ahora le parecía estar caminando por otra ciudad. Conocía bien el Carrer de Balboa, pero la angustia que le oprimía el pecho le impedía encaminar hacia allí sus pasos. En lugar de eso, entró en el Palau del Mar. La única vez que había estado en el edificio fue nueve años antes, cuando la inauguración, entonces la acompañaron su hija Teresa y Alberto, su marido: la familia perfecta. Teresa no había cumplido aún los diez años. Ahora le pareció estar viéndola correr entre las mesas del restaurante. Aquella imagen le hacía daño, mucho daño. Tomó el ascensor hasta el último piso. Conforme subía, la presión en el pecho era mayor. Tenía ganas de vomitar. Se sentó frente a la entrada del Museo Histórico, tratando de controlar las arcadas. Procuró respirar pausadamente y no dejarse llevar por el pánico que la invadía. Cerró los ojos, pero enseguida los abrió porque se mareaba. Se le aceleró el pulso. Tuvo miedo de perder el sentido. Abrió el bolso y sacó un frasco de pastillas. Se echó dos a la boca y se las tragó con ansia.
Al otro lado de un enorme ventanal, la Barceloneta se mostraba como en una pantalla de cine. Montserrat Cambra abrió los ojos y trató de rehacer los restos del paisaje de su memoria. Veintiséis años atrás, aquel edificio no era más que las ruinas de un almacén a punto de desmoronarse sobre el mar. No era difícil tropezarse con ratas enormes que no se asustaban de las personas. Desde las casas de la Barceloneta llegaba entonces el eco de los transistores y el canturreo de las mujeres. Las azoteas eran una maraña de antenas desvencijadas y de ropa tendida.
De repente le pareció ver otra vez a su hija saliendo del museo junto a Alberto. La imagen era tan real que cerró los ojos para no verla. Necesitaba respirar aire fresco. Montse salió del edificio sumida en una crisis de ansiedad. El frío de enero la devolvió a la realidad. Llegó hasta el paseo y se encaminó a la casa de Ayach Bachir. A pesar del enorme cambio del barrio, todo le resultaba familiar. Encontró la dirección sin dificultad. Aprovechó que alguien salía del edificio y entró en el portal. El olor le devolvió muchas imágenes. Aquellas casas se seguían pareciendo unas a otras. Se sentó en las escaleras y esperó a que se apagara la luz. Luego apoyó la cabeza entre las rodillas y recordó, sin esfuerzo, la primera vez que estuvo en aquel barrio.
Una mañana Santiago San Román se presentó sin coche a la cita en la esquina de la zapatería. «Hoy me apetece pasear», le dijo a Montse. La chica no puso objeciones. Se apretó contra los libros y caminó junto a Santiago sin replicar. El muchacho estaba serio por primera vez en muchas semanas. Ella no se atrevía a preguntar, pero sospechaba que algo lo atormentaba. Al pasar junto a una papelera, arrojó la carpeta y los libros. Santiago la miró como si hubiera cometido un crimen. «¿Qué haces?» «Se acabaron los estudios». Lo cogió de la mano y siguieron Vía Layetana adelante. «Voy a pasar unos días con mis padres en Cadaqués —mintió Montse—. Tienen muchas ganas de verme». Santiago frunció el ceño y se detuvo. «¿Cuándo?» «El sábado. Mi padre vendrá a recogerme». San Román no fue capaz de reaccionar. Su gesto de desconcierto era el reflejo de su pensamiento. Parecía un ser desvalido. «¡El sábado! ¿Te irás el sábado? ¿Y hasta cuándo?» Montse se hacía de rogar. «No lo sé: hasta septiembre. Ya veremos». Santiago abrió los ojos tanto como pudo. Estaba a punto de sufrir un ataque. «A no ser…», continuó Montse. «¿A no ser qué?» «A no ser que me cuentes la verdad». San Román se desinfló como un globo. Se ruborizó. Ahora le temblaban el pulso y la voz. «¿Qué verdad?» Montse apretó el paso, y el muchacho fue detrás de ella tratando de adaptar sus zancadas a las de la chica. «Espera, mi niña, no me dejes así. Te juro que no sé de lo que me estás hablando. Yo no te miento…» Y se quedó callado cuando ella se detuvo y le clavó una mirada rabiosa.
Tomaron la última cerveza del verano en la terraza de un bar. Era el último billete de cien pesetas que le quedaba a Santiago. Se lo dio al camarero como si le entregara su vida. «¿Vas a ser sincero?» Santiago se miró las uñas y luego le dio un trago a la cerveza. «Bueno, tienes razón. No trabajo en un banco, ni nada de eso. Me lo inventé». «Eso ya lo sabía —apostilló Montse—. Lo que quiero que me digas es en qué trabajas. Porque yo ya estoy empezando a pensar que todos esos coches son robados». Santiago se soliviantó. «No son robados. Te lo juro por mi madre. Son del taller. Los cojo por la mañana y los dejo cuando te quedas en tu casa». «¿El descapotable blanco también?» «También». «Así que trabajas en un taller». Santiago dejó caer el peso de sus hombros y bajó el tono de voz. «Trabajaba». Montse siguió tirando de la madeja. «¿Has cambiado de trabajo?» «Más o menos. Bueno, no: me han echado». Era el momento de darle una tregua. Le cogió una mano y lo besó con mucha ternura. Santiago siguió hablando como si todo aquello le quemara dentro. «Ayer volvió el jefe y se dio cuenta de que faltaba un coche. Lo tenía yo, claro. Me estaba esperando en la puerta del taller. Dice que me va a denunciar, y no quiere pagarme todo lo que me debe. Ese tío es un cabronazo. No he cobrado desde enero». «¿Y el dinero que llevabas encima?», preguntó Montse, intrigada. «Yo sé buscarme la vida, ¿qué te crees? Arreglo piezas del desguace y las dejo como nuevas. Son cosas viejas que ya no se encuentran en ninguna parte. El hijoputa del Pascualín se fue de la lengua». «¿El Pascualín también trabaja contigo?» «Natural». «Ya me pareció que no tenía pinta de banquero», dijo Montse, tratando de arrancarle una sonrisa. «¿Banquero? Ése no sabe más que hacer cuatro cuentas y mal hechas. Le contó al jefe lo de los coches. Le dijo que yo llevaba un montón de tiempo sin aparecer por el taller más que para llevarme los coches y traerlos por la noche». «¿Y el jefe no había ido al taller en todo ese tiempo?» «¡Qué va, qué va! El cabrón compra coches robados, los desmonta y los vende por piezas en Marruecos. Menuda vida se pega en Tánger con la grifa y las putas». Santiago comprendió que estaba hablando de más. Ahora era Montse la que se había quedado seria. Quería creer a ciegas a Santiago, pero toda aquella historia se apartaba demasiado de su mundo. «¿Qué pasa? Me dijiste que te contara la verdad. Ésa es la verdad». Montse trató de reaccionar. «Me da igual todo eso. Yo lo único que quería era estar contigo. Pero me duele que seas un mentiroso». San Román se metió las manos en los bolsillos. Se sentía arrepentido, pero pensaba que tal vez ya fuera demasiado tarde. «¿Te irás a Cadaqués el sábado?» La chica trató de sacar partido de su ventaja. «Depende de ti. Si me demuestras que estás arrepentido, me quedaré aquí contigo». «Dime cómo quieres que te lo demuestre». «Preséntame a tus padres». San Román enmudeció. Aquello era lo último que hubiera esperado. Montse se puso en pie, ofendida por el silencio del muchacho. «Me lo imaginaba. De boquilla pareces mucho más de lo que eres en realidad». Echó a andar deprisa. Estaba tan ofendida, que se sentía capaz de cualquier cosa. San Román salió corriendo detrás de ella y la detuvo sujetándola por los hombros. «Espera, guapa, aún no he dicho que no». Montse se cruzó de brazos y miró desafiante al chico. «Pues tampoco te he oído decir lo contrario. Además, tu cara es un poema». «Vale. A mi padre no te lo puedo presentar, porque no lo he visto nunca. Creo que se murió. Vamos, no lo sé. Te llevaré a donde mi madre. Pero mi madre no está bien: padece de los nervios y se le olvidan las cosas».
Era la primera vez que Montse cruzaba al otro lado del telón que suponía la Estación de Francia. Si no hubiera sido por Santiago, jamás habría sentido la curiosidad de adentrarse en aquel barrio que parecía otra ciudad. Los transistores echaban a la calle las canciones de Antonio Molina. El olor de los cocidos se mezclaba con el gasoil de los almacenes y las algas putrefactas que se amontonaban en la Dársena del Comercio. Santiago no la cogió ni una sola vez de la mano. Por primera vez lo vio caminar cohibido, metiendo la cabeza entre los hombros y siempre un paso por delante de Montse. Respondía a los saludos con desgana.
La madre de Santiago San Román tenía un estanco muy cerca de la Calle de Balboa. Desde allí los depósitos de la Fábrica de Gas y Electricidad estrangulaban la vida del barrio. Era un estanco pequeño y muy descuidado, con losetas de barro salpicadas de mellas. El mostrador y los estantes eran muy antiguos, oscurecidos por capas y capas de barniz que los habían ennegrecido. Los cristales de la puerta estaban mal ajustados. Santiago le dio un beso a su madre y dijo con desgana: «Mire, mama, ésta es la Montse». La mujer miró a la chica como si lo hiciera desde lo más profundo de un pozo. Luego miró a su hijo. «¿Has comido, Santi?» «No, mama, que todavía son las doce. Ya comeré». Santiago cogió un paquete de Chesterfield y se lo guardó en el bolsillo. Montse trataba de hacerlo con disimulo, pero no podía apartar la mirada de aquella mujer de aspecto enfermizo y enlutada de los pies a la cabeza. La madre de Santiago se sentó junto a una mesa camilla y cogió unos moldes y una madeja de lana. El muchacho le hizo un gesto a Montse para que lo aguardara y se perdió en la trastienda. Ella estaba tensa. No sabía qué hacer ni qué decirle a aquella mujer que tricotaba sin levantar la vista de los puntos. Se quedó quieta, miró los paquetes de tabaco apilados. El tiempo pasaba muy despacio. De repente la muchacha dijo: «Hoy parece que no va a hacer tanto calor». La madre de Santi levantó la cabeza, dejó los moldes sobre la mesa y se puso en pie. «Perdona, no te había oído entrar —dijo la mujer como si fuera la primera vez que viera a Montse—. ¿Qué querías?». La chica se quedó helada. Tardó en reaccionar. «Nada, no quiero nada. Soy Montse, la amiga de Santi». La mujer la miró, tratando de reconocerla. «Ah, Montse, sí, claro. Santi no ha llegado aún. Está en el taller. Si quieres, al mediodía le digo que has estado aquí». Montse asintió con la cabeza. La mujer volvió a sentarse y a retomar el punto. Enseguida apareció Santiago con una mano en el bolsillo. Le dio un beso a su madre. «Mama, que me voy». Ella le dijo adiós sin levantar la cabeza.
En la calle, Montse trató de sonreír. «Es muy guapa tu madre». «Pues tenías que haberla visto hace unos años. Yo tengo fotos de cuando llegó a Barcelona y conoció a mi…» El gesto de Santiago se ensombreció. Sacó la mano del bolsillo y le mostró un anillo de plata. Le cogió la mano a Montse y se lo colocó en el dedo en que mejor le entraba. Montse le regaló una sonrisa. «¿Es para mí?» «Claro, claro. Es un anillo de familia. Pasó de mi abuela a mi madre, y ahora es para ti». Montse le agarró las dos manos a Santiago. «¿Qué le pasa a tu madre, Santi? ¿Está enferma?» «No lo sé. El médico dice que es cosa de los nervios. Yo siempre la he visto así. Ya estoy acostumbrado». Santiago estaba nervioso, daba pequeños saltitos sobre las puntas de los pies. «Vámonos; en este barrio hace mucho calor», le dijo a Montse.
Cuando Santiago San Román abrió los ojos, el sol ya daba en el balcón del dormitorio de Montse. Le costó trabajo recordar dónde estaba. Se sobresaltó al sentir el cuerpo de la muchacha a su lado. Enseguida sintió un sabor dulce en la boca. El olor de Montse estaba empapado en las sábanas y en la cabecera. Respiró profundamente para atraparlo. Estaba tan hermosa, dormida, que le dio pena despertarla. Se escurrió fuera de la cama y se vistió sin dejar de mirarla. Había un silencio total en toda la casa. Aún era muy temprano. Santiago sabía que, tras su día libre, la asistenta no volvería hasta las diez de la mañana, después de ir al mercado. Deambuló por los pasillos mirando los cuadros y los muebles como si se tratara de un museo. Era la primera vez que estaba en una casa con alfombras. El salón olía al cuero de los sillones y al terciopelo de las cortinas. Se entretuvo en un despacho en donde los libros cubrían una pared, y los títulos y diplomas la otra. De repente se sintió fuera de lugar. Recorrió los pasillos de nuevo, buscó la puerta de salida y corrió escaleras abajo. En la calle se metió las manos en los bolsillos: sólo tenía seis pesetas. Siguió la avenida adelante hasta detenerse en una papelera. Metió las dos manos y rescató los libros y la carpeta de Montse.
Cuando abrió la puerta, la chica tenía los ojos de haber llorado. Miró a Santiago como si fuera un fantasma. «Eres un hijo de puta», le dijo, apoyando la cabeza en el marco de la puerta. Santiago no sabía lo que le pasaba a Montse. Le enseñó los libros. «Esto es tuyo. No quiero que mi mujer sea una ignorante como yo». Montse se estremeció. Lo cogió de la mano y tiró de él hacia dentro. «Anda, pasa, que tenemos que desayunar antes de que venga Mari Cruz».
El ruido de la cerradura los sorprendió en la cocina, calentando un cazo con leche. Montse levantó las orejas como un perro de caza. A Santiago le dio un vuelco el corazón. «¿Es la criada?» «Sí —dijo la chica, tratando de transmitir serenidad—. Pero es demasiado temprano. Aún son las nueve». No les dio tiempo a más. Enseguida apareció Mari Cruz con una capaza en la mano y sudorosa. Se quedó clavada en el umbral, sin apartar los ojos de Santiago. «Mira, éste es Santiago, un compañero de la academia. Ha venido a recogerme porque tomamos el mismo autobús». Mari Cruz dejó su carga sobre la mesa y no dijo nada. Luego salió de la cocina. «No se lo ha tragado», dijo el chico. «Me da igual. Ella no puede decir nada, créeme». Cuando Montse fue a terminar de arreglarse, entró la criada. Parecía que estaba esperando detrás de la puerta. «Yo te conozco», dijo Mari Cruz en tono amenazador. «Qué va, qué va. Yo es la primera vez que vengo». «Ya, pero te conozco del barrio». Santiago contuvo la respiración sin atreverse a apartar la mirada. «¿Tú no eres el nieto del Culiverde?» El chico pensó en echar a correr sin dar explicaciones, pero algo lo tenía paralizado. «¿Tú no eres hijo de la Maravillas la del estanco?» «Qué va, qué va. Yo no sé quién es ésa». Mari Cruz se atravesó en la puerta, poniendo los brazos en jarras. «Mira, nene: yo no sé lo que estás desarrollando aquí, pero ya me lo imagino, ya. Tú lo que buscas son zagalicas con perras donde meter el pajarico. Pero aquí te vas a esfarrar. En cuanto te cantees una miaja así, te denuncio. ¿Me oyes? Esto es una casa decente. Más te valdría estar ayudándole a tu madre, que buena falta le hace». Mari Cruz se calló en cuanto escuchó los pasos de Montse en el pasillo, a su espalda. La chica cogió los libros y la carpeta de la mesa de la cocina y le hizo un gesto a Santiago para que la siguiera. Se despidió de la sirvienta. «Adiós, señorita. ¿Tampoco hoy vendrá a comer?» «Tampoco. Comeré en casa de Nuria».
La doctora Cambra sintió un sobresalto cuando se encendió la luz del portal. Levantó la cabeza y abrió los ojos. Una mujer mayor se acercó con muchas precauciones.
—¿Se encuentra usted bien, señora?
Montserrat Cambra se puso en pie y trató de mostrar normalidad.
—Gracias, estoy bien. Espero a alguien.
La anciana comenzó a subir las escaleras con mucha dificultad, agarrándose al pasamanos. Por la forma de respirar, Montse dedujo que era asmática. La angustia había desaparecido. Aunque sabía de memoria el piso de Ayach Bachir, miró una vez más la dirección que tenía guardada en el bolso.
El saharaui era un hombre delgado, de facciones marcadas y piel morena. Llevaba el pelo muy corto y una barba de dos días. Rozaba los veinticinco años. Iba vestido de una forma muy corriente, con unos tejanos y un jersey de lana pasado de moda. Le dio la mano a Montse sin apretarla apenas. Luego la invitó a pasar. Era una casa modesta, de suelos muy antiguos y paredes desnudas. Entraron en un salón amplio en donde apenas había muebles: un sillón, dos sillas, una mesa baja, un mueble de pared de los años setenta, una lámpara más antigua que el resto del mobiliario. El suelo estaba cubierto por una alfombra muy grande, de colores llamativos. El cuarto daba a un pequeño balcón. La ventana, demasiado pequeña, no tenía cortinas. El salón parecía amueblado con retales de otras casas. El mueble de pared estaba vacío, como si se estuvieran trasladando. En el centro del salón había un infiernillo de butano y una bandeja con vasos de cristal pequeños y una tetera. Cuando entraron había un muchacho mirando a la calle. Era más joven que Ayach y mucho más delgado. Se lo presentó, pero Montse fue incapaz de entender su nombre. Ella se sentó en el sillón y Ayach Bachir en una silla. El muchacho se sentó en la alfombra y, sin mediar palabra, encendió el infiernillo y puso una tetera a hervir. Desde el primer momento Montse estaba escuchando el llanto desconsolado de un niño. Parecía que estuviera al otro lado de la pared.
Después de unas frases de cortesía, Montserrat Cambra sacó la foto y se la dio a Ayach. El saharaui la miró sin pestañear. Luego le pasó los dedos por encima, como si tratara de percibir sobre el papel el roce de su esposa. Montse guardó un silencio respetuoso. No sabía por dónde empezar.
—Verá, no le conté todo por teléfono porque quería esperar a hablar con usted sobre la fotografía. La verdad es que ahora no sé cómo decirlo.
Ayach la miró confuso. El otro saharaui seguía en la tarea de preparar el té, ajeno a las palabras de Montse.
—No entiendo —dijo el saharaui.
—Intentaré explicárselo sin dar muchos rodeos. Yo conocí hace tiempo a ese hombre de la fotografía, el de la chilaba.
—Sí, el de la derraha.
—Pero ese hombre murió hace muchos años en el Sáhara. Fue en la Marcha Verde. Al menos eso es lo que me dijeron. La otra noche, cuando el accidente de su mujer, encontré esa fotografía por casualidad entre sus cosas. Desde el primer momento no he dudado que fuera él. La fecha de atrás es posterior a la de su muerte, si es verdad lo que me contaron. Pero yo sé que los muertos no resucitan.
Montse se arrepintió de la torpeza de sus palabras. Ayach Bachir se dio cuenta enseguida de su apuro. Se miraron sin decir nada, hasta que el saharaui volvió a mirar la fotografía.
—Este hombre no está muerto —dijo con rotundidad—. Yo lo conozco: estuvo en mi boda hace tres años.
Montse respiró profundamente y le pidió a Aya Bachir que volviera a mirar la fotografía. Lo hizo.
—Sí, es tío de mi mujer.
—¿De Mamía Salek?
Él agradeció con una sonrisa que se acordara del nombre de la difunta. Parecía conmovido.
—Sí, claro. La última vez que lo vi fue en nuestra boda. Mi mujer lo quería como a un padre. Vivía en la daira de Bir Gandús, en la wilaya de Ausserd.
Montse no pudo disimular la decepción que le produjeron aquellas palabras. Agachó la cabeza y se quedó mirando al joven que preparaba el té.
—Entonces ha sido una confusión —dijo con la voz apagada—. El hombre que yo digo era español. Pero se parecen tanto…
—Yo no he dicho que fuera saharaui. He dicho que es el tío de Mamía. Mi mujer hubiera podido contarle muchas cosas sobre él. Pero de lo que estoy seguro es de que este hombre nació en España.
—¿Recuerda su nombre?
—Yusuf. Le decían Yusuf. Pero su nombre cristiano no lo sé. El otro de la fotografía es Lazaar Baha, su cuñado. Murió en el ataque a la capital de Mauritania, junto a nuestro Presidente. Yo nací ese año.
—¿Le suena el nombre de Santiago San Román?
—No, nunca lo he oído —Ayach Bachir volvió a clavar los ojos en la fotografía—. Yo lo traté muy poco. Apenas cruzamos unas palabras: no me acuerdo. Mi mujer tenía fotos suyas más recientes. Ha cambiado mucho. Lo hirieron de gravedad en la guerra. No me pareció un hombre corriente. Dicen que la muerte de su esposa lo trastornó.
El otro saharaui le tendió a Montse una bandeja pequeña. Ella cogió un vaso y Ayach Bachir otro. A la doctora le temblaron las manos al ponérselo en los labios. Ahora el llanto del niño se oía más fuerte. En ese instante comprendió que había hecho mal en venir a la casa. Sin duda el pasado no podía cambiarse ya. Ni siquiera el suyo. No obstante, antes de poder controlarse, preguntó:
—¿Estaba casado?
—Sí, con la tía de mi esposa. Una hija suya estudia en Libia y el hijo murió por una mina en el Muro.
¿Qué muro? ¿Dónde estaba Ausserd? ¿Qué era una wilaya? Montse no quería pensar más en eso, pero no podía parar de hacerse preguntas. Entró una mujer en el salón y se quedó clavada al ver a Montse. Tenía una melena muy larga, negra, y vestía también pantalones tejanos. Se disculpó y cruzó unas palabras en árabe con Ayach Bachir. El otro saharaui intervino también, contrariado. La mujer parecía muy preocupada. Los tres hablaban en voz muy baja, como si temieran molestar. Ayach salió de la habitación. El otro saharaui seguía preparando el segundo vaso de té. Levantó la cabeza y sonrió. Luego siguió ensimismado en su tarea. Ayach entró y se disculpó:
—Perdone. El niño de Fatma está enfermo. Ella está preocupada porque no sabe lo que tiene.
—¿Ese llanto que se oye es del hijo de Fatma?
El saharaui asintió con un gesto. Montse se puso e pie y dejó el bolso sobre el sillón. Los dos saharauis la miraron confusos. El rostro de la mujer, de repente, se había puesto muy serio y tenso. Por la mirada parecía que estuviera enfadada.
—¿Dónde está el niño?
—En la habitación de las mujeres.
Montse salió al pasillo y se orientó por el llanto hasta llegar al cuarto. Fatma y otra mujer mayor, sentadas en el suelo, trataban de consolar al niño. La doctora se acercó y les pidió permiso para cogerlo.
—No tengas miedo: soy médico.
El rostro de Fatma se iluminó. Se puso en pie y le dejó el niño entre los brazos. Lo colocó sobre un colchón. Era un bebé de cuatro o cinco meses.
—Lleva llorando desde el mediodía. No quiere tomar el pecho —le explicó Fatma, sollozando.
—¿Cuándo tomó por última vez?
—A las diez —dijo sin dudarlo la otra saharaui.
Los dos hombres miraban desde la puerta, desconcertados, sin atreverse a intervenir.
Hubo un silencio sagrado mientras la doctora examinaba al niño. Le levantó la ropa, le soltó el pañal y le presionó las ingles, el estómago y el pecho.
—Este niño necesita tomar líquido. Se va a deshidratar.
—No quiere abrir la boca —dijo Fatma, rompiendo a llorar.
La doctora lo puso boca abajo y examinó las heces del pañal.
—Tiene un cólico muy fuerte. No llores, mujer, no es nada grave. Hay que darle una infusión de hinojo, manzanilla y anises. Los niños tan pequeños tienen la vesícula inmadura y es fácil que les pasen estas cosas. De momento lo aliviaremos con un poco de manzanilla y una jeringuilla para que trague. Si funciona con los gatos, tiene que funcionar con los niños —dijo, tratando de relajar la tensión y provocar la sonrisa de la madre.
Fatma había dejado de llorar. Ayach Bachir miraba a Montse con torpeza, sin saber qué decir. Llevaba la fotografía entre las manos. Por un instante trató de imaginar la historia que se escondía detrás de aquella mujer.
—Mañana llamaré a Rabuni —dijo el saharaui—. Si este hombre es el español que usted dice, mi padre debe de saberlo. Tiene una memoria de elefante: es capaz de recitar de memoria el nombre de los muertos que dejó enterrados en nuestro país cuando tuvo que salir huyendo.
La doctora Montserrat Cambra le sonrió con una mezcla de agradecimiento e incertidumbre.