8

Miraba el reloj una y otra vez, como si con su insistencia el tiempo fuera a pasar más deprisa. La última media hora se le estaba haciendo a Santiago San Román la más larga de su vida. No dejaba de preguntarse qué demonios hacía allí un sábado por la noche, pasadas las dos, esperando al volante de aquel Seat 124 para arrancar a toda prisa en el momento en que le dieran la señal. Cuanto más lo pensaba, menos entendía cómo se había dejado enredar tan estúpidamente. Estaba seguro de que lo habían engañado como a un novato. Se sentía rabioso y desesperado. El arma que llevaba bajo la cazadora le quemaba. Le daban ganas de lanzarla lejos, a los setos del jardín, y echar a correr. Luego pensaba en el sargento Baquedano, y el miedo lo paralizaba.

Desobedeciendo las órdenes, se bajó del coche y caminó por la acera para tratar de serenar sus nervios. Se sentía incómodo con las ropas de civil. Sabía que aquello iba contra el reglamento, pero a esas alturas era lo que menos le preocupaba. Daba pequeños paseos sin alejarse más de cincuenta metros del Seat. El coche tenía matrícula SH y ningún rasgo que pudiera identificarlo con el Ejército. Registrando nervioso la guantera encontró el permiso de conducir y el Documento Nacional de Identidad de un comerciante saharaui a quien no conocía. Aquello lo puso sobre aviso. Empezó a sospechar que todo era una broma de los lejías veteranos para estropearle la salida del fin de semana. Sin embargo, cada vez que palpaba la pistola bajo la ropa, su hipótesis se desvanecía. ¿Para qué iban a dejarle un arma si sólo querían burlarse de él?

Volvió a sentarse ante el volante. Bajó la ventanilla, encendió el último cigarrillo y tiró el paquete al asiento de atrás. Reprimió el impulso de mirar una vez más el reloj. En vez de eso clavó los ojos en la esquina por donde había visto perderse a Baquedano y a los dos bisabuelos hacía media hora. Ya estaba totalmente convencido de que aquellos tres hombres no tramaban nada bueno. Imaginó las consecuencias que tendría que padecer si se desentendía de todo y se marchaba de allí. Por un instante imaginó su cuerpo con el estómago abierto, abandonado en la cuneta de una carretera desierta. Sólo Guillermo lo iba a echar de menos, y hasta que comenzaran a buscarlo ya se habría podrido bajo el sol del desierto. Definitivamente no tenía arrojos para salir huyendo. Se sentía un mierda. Le había faltado valor para decirle que no al sargento Baquedano, cuando el viernes a la hora del paseo se le vino de frente y empezó a enredarlo. No pudo zafarse de ninguna manera.

El ajetreo de los viernes y los sábados por la tarde en el acuartelamiento era diferente al del resto de los días. Las expectativas del paseo o del permiso le daban un ánimo especial a la tropa. Aquella tarde Santiago San Román se había quedado el último en el pabellón. A fin de cuentas sabía que por mucho que corriese tendría que hacer cola ante la barrera de la puerta para enseñar el pase. Se echó todo el Varon Dandy que quedaba en el frasco, se caló la gorrilla hasta las cejas y se ajustó el barboquejo a la mandíbula. Cuando oyó que lo llamaban, pensó que era algún compañero que le metía prisa. Se volvió, vio al sargento Baquedano y se le heló el semblante. Más que por la presencia del suboficial, se puso nervioso por que lo hubiera llamado por su apellido. Jamás había cruzado una palabra con él, ni un gesto. Incluso evitaba las miradas. «San Román, preséntese inmediatamente». Santiago se puso firme, sacó el pecho, hundió la barriga, hizo sonar los tacones de las botas y se llevó la mano a la frente para saludar, decir su nombre y ponerse a sus órdenes. El sargento, con los pies separados y las manos en la hebilla del cinturón, se quedó clavado a pocos metros. «Descanse, soldado. Lo que he venido a decirle es totalmente confidencial». Santiago volvió a ponerse a sus órdenes. Baquedano lo miró de arriba abajo y carraspeó antes de seguir hablando. Era la primera vez que Santiago no lo veía ebrio. «Dicen por ahí que es usted el mejor conductor del Tercio. ¿Es eso verdad?» «Mecánico, mi sargento, soy mecánico». «Es igual, no me interrumpa. Me han dicho que es capaz de hacer un trompo en la pista sin salirse de las líneas amarillas —hizo una pausa, sin apartar los ojos del soldado—. El comandante Panta ha oído hablar de usted y necesita de sus servicios». Una gota de sudor corrió por la frente de Santiago, desde la gorra hasta la ceja. Le resultaba incómodo y peligroso que Baquedano hubiera oído hablar de él. «Mi sargento, la gente exagera. Además, cuando los coches no son de uno, es más fácil conducirlos». «No sea modesto, soldado, conmigo no tiene que hacerlo —el sargento se le acercó más, le puso una mano en el hombro y lo tuteó por primera vez—. Verás, San Román, si he venido a buscarte a tu pabellón en lugar de hacerte llamar al despacho del comandante Panta es porque necesitamos tu colaboración sin que nadie se entere. ¿Me entiendes? —a Santiago no le dio tiempo a responder—. Me alegro de que me entiendas. La Legión te necesita, muchacho, y eso debe ser un orgullo y un honor para un novio de la muerte. Pero, si algo de lo que hablemos sale de estas cuatro paredes, te cortaré los cojones y se los enviaré a tu papá por correo certificado con acuse de recibo. ¿Me entiendes? —Santiago no entendía nada, aun así era incapaz de articular palabra—. Mañana no habrá permiso para el soldado San Román. Necesitamos un conductor experimentado y con sangre fría. No tengo que explicarte que se trata de una misión secreta y trascendental. Cuantos menos detalles conozcas, mejor para todos. Lo único que debes saber es que mañana sábado te espero en el hangar, perfectamente uniformado, a las diez de la noche. No quiero que traigas ni un papel ni un documento encima por el que se te pueda identificar. Llevarás una bolsa con ropa de paisano, por si hay que pasar inadvertidos. El resto lo sabrás mañana, cuando informe a los otros valientes legionarios que nos acompañarán. No hagas preguntas y no comentes esto con nadie, absolutamente con nadie, ni siquiera con el comandante Panta. ¿Entendido?». Santiago no era capaz de responder. «¿Entendido?» «Sí, mi sargento. A sus órdenes, mi sargento». Baquedano le pasó la mano por el pelo al cero, como si le diera la bendición a su manera. «Te sentirás orgulloso del uniforme que vistes. Además… Bueno, el comandante Panta os dará una papela con siete días de permiso a los que os habéis presentado voluntarios para la misión. Siete días, San Román, siete días para hacer lo que te salga de los cojones. Y sólo por cumplir con tu deber». «A sus órdenes, mi sargento». Baquedano fue a darse la vuelta, pero se detuvo. «Y otra cosa más, San Román: a no ser que haya un oficial delante no quiero que vuelvas a llamarme sargento. Me llamarás Señor. Yo aquí soy El Señor. ¿Entendido?» «Sí, señor. A sus órdenes, señor».

Guillermo se cruzó con Baquedano en la puerta del edificio. Se le cortó la respiración al ponerse firme y saludarlo. Cuando dio finalmente con Santiago, lo encontró muy pálido. Estaba apoyado en la taquilla, con los ojos desorbitados y la respiración dificultosa. «¿Te pasa algo, Santi?» «Nada, el estómago, que me está dando otra vez por culo». Guillermo lo creyó. «Somos los últimos, Santi, ya no queda nadie. Como tardemos, no va a quedar cerveza en El Oasis». «Nos vamos ya mismo».

Guillermo no fue capaz de relacionar el encuentro que había tenido con Baquedano, al entrar en el pabellón, con el comportamiento extraño de su amigo Santiago. Se resignó a pasear junto a él cuando le dijo que no tenía ganas de ir a El Oasis. Se acercaron hasta las obras del zoológico. Guillermo estaba orgulloso de aquella construcción, como si fuera cosa suya. Aunque en Barcelona había trabajado de peón, aquélla era la obra más importante en la que había participado. Sentados sobre unos bloques, los dos amigos estuvieron fumando e imaginando cómo sería aquel zoo cuando estuviera terminado. A Santiago le costaba trabajo hablar. No podía quitarse de la cabeza al sargento Baquedano. Sospechaba que aquel asunto no iba a traerle nada bueno. Si era cosa del comandante Panta, sin duda se trataba de prostitutas. Pero, si venía de Baquedano, podía ser cualquier cosa: grifa, tabaco de contrabando, LSD. «Mañana no salgo —le dijo a Guillermo sin venir a cuento—. Tengo un servicio». Su amigo no se mostró afectado. «Pues te han jodido». «No, nada de eso. Me darán una papela por siete días». Ahora sí que se sorprendió Guillermo. «Naciste de pie, chaval, ya te lo he dicho mil veces. No conozco a nadie con una potra como la tuya». San Román tenía ganas de hablar sobre el asunto, pero no era capaz de contarle a Guillermo su conversación con el sargento Baquedano. En el fondo esperaba que su amigo le preguntara, que se mostrase intrigado, que se oliera algo raro en todo aquello. Pero no fue así. «Vamos a tomar algo antes de que sea más tarde». Santiago de repente echó a andar, nervioso, descontrolado. «Vamos a subir a las Casas de Piedra». San Román se refería al barrio de Zemla, el de los saharauis. «¿Otra vez con lo mismo? Estás mal de la chaveta, Santi. No me jodas con los saharauis». Santiago siguió andando. Se detuvo al rato y se volvió. «Eres un mierda, Guillermo, no se puede contar contigo para nada que se salga de lo de todos los días». Aquello lo sintió Guillermo como un puñetazo en el vientre. Se puso colorado, apretó las mandíbulas y encajó los dientes. Fue a gritarle algo, pero se contuvo. Santiago se alejó sin volverse más. Estaba dispuesto de una vez por todas a quitarse de la cabeza la obsesión que le provocaba la parte alta de la ciudad.

Se sobresaltó al oír la voz de Guillermo a su espalda. «Eres injusto, Santi. Qué pronto olvidas todo lo que he hecho por ti». Se dio la vuelta. Guillermo lo había seguido durante un cuarto de hora como un perrito faldero. En realidad, Santiago San Román sabía que su amigo no se merecía aquel desplante. Estaba arrepentido de su comportamiento. Le echó la mano por encima del hombro y tiró de él. «Mariconadas no, Santi. Ya sabes que no me gustan esas cosas». Santiago hizo el amago de darle un beso a su amigo, y luego echó a correr mientras Guillermo lo perseguía tratando de darle una patada.

Al barrio de Zemla los saharauis lo llamaban Hata-Rambla y era como una península que se desgajara de la parte moderna y de los edificios de cuatro plantas. Desde lejos las casas de piedra parecían un decorado de cartón. Las viviendas eran en su mayoría de una sola planta. Mientras los dos legionarios ascendían por las callejuelas estrechas, iban quedando abajo las casas de medio huevo, con sus techos blancos, como cáscaras boca abajo, que hacían que el calor ascendiera hacia el techo de las habitaciones. Era fiesta para los musulmanes, y las calles en aquel atardecer estaban anormalmente tranquilas. Los niños jugaban al balón donde el terreno se lo permitía, y cuando veían pasar a los dos soldados echaban a correr como si nunca hubieran visto nada parecido. Al paso de los dos jóvenes, las mujeres se metían en las casas y sólo asomaban rostros curiosos a través de las jarapas que cerraban los vanos de las puertas y de algunas ventanas. Los hombres salían de las viviendas para verlos. Se les quedaban mirando con pretendido descaro, como si con la impertinencia de sus miradas tratasen de mostrar su hostilidad. Ninguno de los dos legionarios se sentía cómodo, pero Santiago lo disimulaba mejor. Conversaba con Guillermo sin cruzar la mirada con los saharauis que les salían al paso. Ya conocía algunas de sus costumbres y sabía bien que la mejor forma de comportarse ante ellos era haciendo las cosas con naturalidad, sin aspavientos. Un hombre tocado con turbante se les acercó y se paró delante de ellos. Sostenía entre los dientes una pipa de cobre muy llamativa. «¿Tenéis fuego, muchachos?», preguntó con toda confianza, como si estuviera acostumbrado a tropezar con legionarios todos los días por aquellas callejuelas. Santiago San Román le tendió una caja de cerillas. En cuanto escuchó a aquel hombre supo que era uno de los canarios que se habían quedado a vivir en el barrio. La mayoría eran transportistas, o legionarios que no habían vuelto a sus islas después de licenciarse. El canario llevó la lumbre hasta el extremo de su pipa. Era un tubo de cobre, que se ensanchaba en la punta. Estaba adornado con rayas que parecían incrustaciones. «Mucho ha mejorado la Legión desde que yo la conocí, compañeros. Entonces no nos daban esos uniformes, ni teníamos un real para gastar en colonia». Santiago supo enseguida que se refería al Varon Dandy. «Los tiempos cambian, caballero, incluso para el Ejército». Guillermo no se sentía cómodo bajo la mirada escrutadora de aquel hombre que vestía con ropas saharauis. Sus dientes podridos y el habla cansina le provocaban desconfianza. El hombre se dio cuenta enseguida y le devolvió las cerillas a Santiago. «Ya lo creo que cambian las cosas. Hace unos años ninguno de nosotros se hubiera atrevido a subir aquí, un día de fiesta, vestido de esa manera». Guillermo tiró suavemente de su amigo. El canario percibió claramente el recelo que despertaba en el legionario. «Me vais a permitir un consejo de uno que también vistió el uniforme del Tercio: si no vais a quedaros a vivir aquí arriba, no os paseéis así por las calles del Hata-Rambla. Aquí la gente es muy susceptible, ¿entendéis?, y se lo puede tomar como una provocación. No está el horno para muchos bollos. Los moros no son como vosotros, compañeros». El hombre se marchó por donde había venido. Con aquellas ropas y caminando con tanta parsimonia, nadie hubiera dudado de que se trataba de un saharaui.

Santiago tiró del brazo de su amigo. Aunque procuraba no caminar como un turista, todo lo que veía le llamaba la atención. Las jambas y el dintel de muchas puertas estaban ribeteados por una cenefa de un intenso añil que resaltaba sobre la cal que cubría algunas fachadas de piedra. «Vamos a comprar tabaco». San Román quería conocer una de aquellas tiendas de las que había oído hablar tantas veces a los de Tropas Nómadas. Sabía que allí se podía comprar cualquier cosa, por extravagante que pareciera, y que estaban abiertas todos los días del año, día y noche. Enseguida reconoció una y le hizo un gesto a Guillermo para que lo siguiera. Entraron en una habitación llena de objetos de todo tipo que llegaban hasta el techo. Los recibió un intenso olor a cuero y a cuerda de cáñamo. Ninguno de los dos sabía adónde atender. Un saharaui se levantó del suelo en cuanto los vio. «Salama aleikum», se apresuró a saludar Santiago. «Aleikum salama», respondió el comerciante, sorprendido. «Asmahlim», continuó el legionario, disculpándose ante la mirada incrédula de su amigo. El saharaui le dio la bienvenida a su tienda: «Barjabán». San Román, a su vez, le dio las gracias: «Shu-crán». «Para no ser saharaui, hablas muy bien mi idioma». Guillermo estaba empezando a pensar si todo aquello no sería una broma para ver la cara de idiota que se le quedaba. «Tengo amigos saharauis —explicó San Román—. Además, aprendo muy rápido». «Pues dime en qué puedo serviros». En realidad, el tabaco era una excusa para entrar en el bazar, pero Santiago no quería parecer un curioso impertinente. «Un paquete de tabaco». El comerciante cogió uno del otro lado del mostrador. «Prueba éste: es muy bueno. Americano. Recién desembarcado». El comerciante no dejaba de sonreír ni un instante. Santiago le dio un billete de cien pesetas y esperó las vueltas, sonriendo también. Luego trató de despedirse, pero el comerciante salió del mostrador y se colocó delante de la puerta. «No podéis salir así de la casa de Sid-Ahmed, claro que no». Santiago entendía bien lo que quería decirles, pero Guillermo empezó a ponerse nervioso. «Fumaréis de mi tabaco y beberéis de mi té». Sid-Ahmed salió de la tienda por una puerta falsa disimulada tras una cortina. «Vámonos, Santi, ¿estás loco? —dijo Guillermo muy alterado—. Este tío quiere vendernos grifa». «Calla, gilipollas, ¿con quién te crees que estás? ¿Me has visto cara de idiota?» Guillermo se quedó con la palabra en los labios. No supo reaccionar. Enseguida apareció Sid-Ahmed con una tetera y unos vasos de cristal pequeños. Apartó los vasos viejos que había sobre una bandeja de plata y les hizo una señal a los dos legionarios para que se sentaran junto a él, sobre una alfombra, mientras ponía el agua a hervir en la tetera. Guillermo no volvió a abrir la boca. Toda la conversación la llevaron entre Santiago y Sid-Ahmed. Fumaron unos cigarrillos finos y muy largos. Mientras el agua hervía, el saharaui hablaba del negocio, de fútbol, de lo cara que estaba la vida. Les mostró a los dos amigos una fotografía de un equipo de fútbol que colgaba de la mercancía. «Firmada por Santillana —explicó Sid-Ahmed—. El Madrid es mi equipo del alma. Ese Miljanic es muy listo. Si aquí tuviéramos un entrenador como él, tendríamos equipo en primera, fahem? Sí, vosotros me comprendéis. Aquí tenemos jugadores tan buenos como Amancio o Gento, pero nos falta un buen entrenador». Sid-Ahmed les tendió los vasos con la primera ronda de té. «Menfadlak. Probadlo. Mi mujer es una experta, pero está atendiendo un parto y no puede serviros». Sid-Ahmed hablaba y hablaba sin parar. Guillermo trataba de disimular su irritación, mientras su amigo parecía encantado con todo. Esperaba de un momento a otro que el saharaui les sacara la grifa para vendérsela envuelta con zalamerías y palabras. Por eso, cuando se despidieron en la puerta y se dieron la mano, Guillermo se quedó desconcertado. «Volveremos a vernos, Sid-Ahmed», le dijo Santiago. «Ins’Aláh. Me gustará mucho».

La calle estaba totalmente a oscuras cuando salieron de la tienda de Sid-Ahmed. Habían estado más de dos horas hablando con el comerciante. Al fondo, en una esquina, se veía la luz de una farola muy pobre. El suelo era de tierra. Caminaron a la luz de la luna en dirección a la farola. Guillermo parecía ahora más tranquilo. «¿Y tú dónde has aprendido a decir todas esas cosas en moro?» «No es moro, Guillermo, es hasanía». «Pues a mí me suena a moro». Santiago reía, burlándose de su amigo, cuando algo golpeó a Guillermo y le hizo llevarse las dos manos a la cabeza. La gorrilla de legionario rodó por el suelo. San Román se volvió, sin comprender lo que había sucedido, cuando de repente su amigo clavó una rodilla en tierra y puso una mano en el suelo. Había poca luz. Todo ocurrió muy rápido. Guillermo se apartó la mano de la cabeza y un hilo de sangre le escurrió por la cara hasta el cuello. «Joder, Guillermo, ¿qué te pasa?» Pero Guillermo no pudo contestar: clavó la otra rodilla en el suelo y se desplomó sin sentido. La farola estaba a pocos metros. Santiago vio el brillo de una llave inglesa junto a su amigo, en el suelo. Miró a todas partes, pero no había nadie en la calle. Sin duda alguien les había lanzado aquel objeto desde una de las ventanas, pero no se veían luces en las casas. Santiago, sin dejar de mirar a su alrededor, trató de ver el alcance de la herida. Era una brecha por encima de la sien, de la que brotaba sangre en abundancia. Trató de apartarle la cabeza del suelo, para que no le entrara tierra en la herida. Guillermo abrió los ojos, pero no podía hablar. Lo agarró como a un saco y se lo echó a los hombros. Avanzó con él hasta la esquina; pesaba demasiado. De nuevo cayeron objetos a la calle. Ahora eran piedras y el tiesto de una maceta que se rompió contra un guijarro.

Santiago estaba muy asustado. Sin poder controlar el pánico, empezó a arrastrar a su amigo hasta la siguiente esquina. Tenía las manos y el uniforme manchados de sangre. Se asustó cuando lo vio bajo la luz de la siguiente farola. Empezó a pedir auxilio, desesperado, sin poder controlar su miedo. Nadie pasaba por la calle, nadie se asomó a las ventanas. Durante unos segundos estuvo maldiciendo el momento en que se le había ocurrido subir hasta el barrio de Zemla. Estaba intentando levantar otra vez a Guillermo para cargarlo sobre los hombros, cuando alguien le chistó desde una puerta. Reconoció la silueta de un hombre bajo un turbante, pero no se atrevió a pedirle ayuda. El hombre siguió chistándole y haciéndole gestos para que se acercara. Santiago era incapaz de moverse. Finalmente, la puerta se abrió del todo y salieron dos muchachos. Cargaron con Guillermo y le pidieron a Santiago que los siguiera hasta la casa. Cuando entraron, otro hombre cerró la puerta y la cruzó con una tranca. Allí delante, media docena de rostros circunspectos examinaba a los dos legionarios como si se tratase de una espeluznante aparición. Eran dos jóvenes y cuatro hombres ancianos con turbante negro, la piel surcada por muchas arrugas y el gesto muy serio. Ninguno dijo nada; miraron a Santiago San Román y entre dos acostaron a Guillermo en el centro de la habitación. Era un cuarto rectangular, con las paredes blancas, desnudas, y una alfombra que cubría completamente el suelo. Alrededor había un banco corrido de apenas medio metro de altura, cubierto de cojines. La única luz era la que provenía de un tubo fluorescente. Santiago no podía disimular su angustia. Sólo alcanzó a decir: «Ayúdenme, por favor, mi amigo está herido». Los hombres miraban a Santiago y a Guillermo con enorme curiosidad. El más anciano comenzó a dar órdenes, pero nadie le obedecía. Santiago, sin saber qué hacer, se arrodilló junto a su amigo. Se asustó al verlo con el rostro lleno de sangre y los ojos en blanco. Por un instante creyó que estaba muerto. Imploró ayuda con la mirada a aquellos seis hombres. Los saharauis comenzaron a hablar en hasanía al mismo tiempo. Resultaba evidente que estaban discutiendo.

De repente se oyeron golpes muy violentos en la puerta. Alguien la estaba aporreando desde la calle con todas sus fuerzas. Los seis se miraron y zanjaron la discusión. Apareció una mujer en el cuarto, alertada por los golpes. Les dijo algo a los muchachos y uno de ellos entreabrió la puerta. Allí apareció Sid-Ahmed, el comerciante, con la cara descompuesta. Miró a Santiago sin decir nada y se arrodilló junto a Guillermo. Le puso el oído en el pecho y, cuando lo apartó, tenía la mejilla llena de sangre. Empezó a gritar, como dando órdenes. Los demás se pusieron en movimiento, ahora sin replicar. Entraron otras dos mujeres. Sid-Ahmed también les gritó. Santiago asistía al espectáculo sin atreverse a intervenir. Le parecía mentira que aquel hombre fuera el mismo comerciante que un rato antes los había invitado a té y a tabaco en su tienda sin perder ni un instante la sonrisa.

«Le abrieron la cabeza con una llave inglesa, Sid-Ahmed. Alguien se la tiró en la oscuridad y no pude ver nada. No para de sangrar». Sid-Ahmed le hizo un gesto para que no levantara la voz y, luego, empezó a hablar con los saharauis como si estuviera muy enfadado. Les gritaba en hasanía, y los otros le respondían en el mismo tono de enfado. Por un instante San Román pensó que iban a pegarse, pero no ocurrió nada de eso. Sid-Ahmed cogió a Santiago de la mano y tiró de él hacia la puerta del fondo. «Se pondrá bien, no te preocupes. Ellos le curarán la herida y se la coserán». Mientras le daba explicaciones, Sid-Ahmed sacó a Santiago a un patio pequeño, rodeado por un muro de adobe. Olía a corral y orines. Saltaron por una parte del muro que estaba caída y entraron en el patio de la casa vecina. Luego volvieron a pasar por dos o tres casas más. «¿Adónde vamos, Sid-Ahmed? No puedo dejar ahí a Guillermo». El comerciante le hacía gestos para que se tranquilizase. «Tú no te preocupes. Tu amigo está en buenas manos. Lo cuidarán». Santiago no se atrevía a hacer más preguntas ni a contradecirlo. Sospechaba que se estaba metiendo en un gran lío. De repente pensó que sólo tenía una hora para regresar al cuartel. Si no tenía un pase de pernocta, podían acusarlo de deserción. Se puso tan nervioso que tropezó y se cayó al saltar a uno de los patios. Sid-Ahmed le ayudó a incorporarse. Por fin entraron en una habitación en donde toda una familia miraba un televisor que emitía las imágenes con muchas interferencias. Nadie se asustó al ver la aparición fantasmal del legionario y el comerciante entre las sombras. Sid-Ahmed, de nuevo como si estuviera enfadado, cruzó unas palabras con el más anciano de la casa. Éste le señaló la puerta de la calle. Salieron fuera y cruzaron hasta la casa de enfrente. Santiago corría como un niño asustado detrás del comerciante. Sid-Ahmed se detuvo ante una puerta y llamó con los puños. Abrió un niño. El saharaui empujó la puerta y tiró del soldado hacia el interior. Allí Santiago terminó de confundirse del todo. Entre la gente que había ante al televisor, tomando té, se levantó un muchacho y se puso enfrente del legionario. «Santiago, ¿qué ha pasado?, ¿qué haces aquí?» Santiago tardó un rato en darse cuenta de que aquel saharaui vestido con una impecable derraha blanca y turbante azul era Lazaar. No fue capaz de pronunciar una palabra. Sid-Ahmed se quitó los zapatos y se sentó. Hablaba tan deprisa que la familia de Lazaar tenía problemas para entenderlo. Santiago se puso de rodillas sobre la alfombra; le temblaban las piernas. Cuando el comerciante terminó de contarlo todo, los demás callaron. Uno de los ancianos hizo una señal a las mujeres para que se llevaran a los niños a otra parte. Quedaron sólo cinco personas en la habitación. Alguien le puso un vaso de té al legionario en las manos y, al dar el primer trago, se sintió reconfortado. «Tengo que volver con Guillermo, pero no sabría encontrar el camino». Lazaar se lo pensó antes de responder. «Tu amigo estará bien donde lo dejaste. Seguro. No te preocupes —le dijo, poniéndole las dos manos sobre los hombros—. Pero no debisteis subir aquí con esos uniformes. Hay gente muy mala». «Sólo estábamos dando un paseo…» «Al-la yarja mmum! —maldijo el saharaui—. ¿De verdad no sabes lo que está pasando entre tu pueblo y el mío?». Era la primera vez que Santiago veía enfadado a Lazaar. Aquello lo impresionó. «Quítate esa ropa», le ordenó Sid-Ahmed. Santiago no entendía a qué venía ahora aquello. «Dame la ropa —insistió Lazaar—. Las mujeres te la dejarán limpia de sangre». «Pero tengo que volver al Tercio». «¿Así vas a volver? Te arrestarían y te harían mil preguntas —Santiago comenzó a desnudarse, confiando ciegamente en aquel muchacho—. Mañana temprano estará limpia y seca. Entonces te llevaremos al cuartel». «¿Mañana? ¿Quién me va a llevar mañana? Tenemos que presentarnos dentro de media hora». Lazaar levantó la voz por primera vez: «No digas tonterías. ¿Quieres buscarnos la ruina a todos? Esta noche dormirás en mi casa».

Santiago terminó de desvestirse sin hacer más preguntas. Salieron todos de la habitación y lo dejaron solo. En calzoncillos y calcetines se sentía ridículo y desvalido. No sabía qué hacer con las manos. Se abrió la cortina y entró una chica de pelo moreno y ojos muy oscuros. Miró al legionario de arriba abajo, como la cosa más normal del mundo. Luego sonrió, enseñando unos dientes blancos y muy grandes. La muchacha, sin cruzar palabra, le tendió una túnica azul y dio dos pasos atrás. Entró Lazaar con un turbante en la mano para Santiago. «Andía, ¿qué haces aquí?» La muchacha se mostró ahora tímida y confusa. Señaló la derraha que Santiago tenía en las manos. «Traigo la ropa para el español». «Pues ya puedes salir de aquí. Él es mi invitado y no el tuyo». Andía agachó la cabeza y, muy avergonzada, salió de la habitación. A Santiago le pareció injusto el comportamiento de Lazaar, pero no se atrevió a reprochárselo. «¿Quién es?» El saharaui no entendió al principio la pregunta, pero Santiago no dejaba de mirar a la puerta. «Es mi hermana. Es curiosa y entrometida, como todas las mujeres de mi familia». «Nunca me dijiste que tenías una hermana. Sólo me hablaste de tus hermanos». Lazaar se extrañó de aquel comentario. Se quedó mirando a Santiago. «Hay muchas cosas que no sabes de mí». Santiago se puso la derraha y se trenzó el turbante en la cabeza. Lo había visto hacer tantas veces que se sabía los movimientos de memoria. «Siempre quise ponerme uno de éstos». «Pues podrás ponértelo cuando quieras: todo lo que llevas es para ti —le dijo Lazaar, sonriendo por primera vez—. Y estas babuchas, también. Regalo de un amigo. Y ahora a dormir; es tarde». Santiago miró el reloj. Eran sólo las nueve. El saharaui apagó el tubo fluorescente y se acostó sobre la alfombra. Santiago lo imitó. «¿Y tu familia?» Lazaar se tomó tiempo para contestar. «Las mujeres están limpiando tu uniforme, y los hombres durmiendo». «¡No les habré quitado el sitio para acostarse!» «No, no. Eres mi invitado y tienes que estar cómodo. Mi abuelo ronca mucho. No podrías pegar ojo». Los dos comenzaron a reír como cuando el equipo de las Tropas Nómadas marcaba un gol.

Santiago no pudo siquiera cerrar los ojos. Habían sido demasiadas emociones nuevas en un mismo día, y todo pasaba muy aprisa. El agotamiento le impedía pensar con lucidez. Trataba de imaginar cómo se encontraría Guillermo en ese momento. No estaba seguro de haber actuado bien al dejarlo en manos de unos desconocidos. Le preocupaba, además, lo que ocurriría cuando los echaran en falta antes del toque de retreta. Todo se mezclaba con la imagen del sargento Baquedano y sus palabras oscuras. Por un instante deseó que lo arrestaran por no presentarse en el Tercio; así tendría una excusa para no acudir a la misión que le tenía reservada Baquedano. Las horas pasaban muy despacio en el vacío de la noche. De vez en cuando lo sobresaltaba el aullido de algún perro a lo lejos. En cuanto vio la luz que se colaba por la rendija de la cortina, se incorporó y salió al patio. La aurora teñía de rojo la cima de los tejados. Sólo una cabra se removía en su corral de alambres. Se sintió aliviado por el helor del amanecer. Debajo de un tejadillo de uralita vio su uniforme colgado; le pareció el único testimonio de que aquello estaba sucediendo de verdad. Tenía muchas ganas de fumar. A derecha e izquierda del patio había dos puertas muy bajas, cubiertas con una cortina, en donde probablemente dormía la familia de Lazaar. Trataba de recordar cuántos hermanos tenía el saharaui, cuando Andía asomó la cabeza tras una de las cortinas. Tenía ojos de sueño y el pelo enmarañado. Al ver al español, le sonrió. Santiago le dio los buenos días en voz baja, para no despertar a nadie. Andía se le acercó. «¿Siempre madrugas tanto?», preguntó San Román, tratando de mostrarse amable. «Siempre. Soy la mayor de mis hermanas y tengo muchas cosas que hacer». Lo dijo con orgullo, dejando de sonreír por un momento. Luego se puso a recoger la ropa de Santiago y a doblarla con mucho esmero. «Ya está seca —dijo después de acercar la tela a los labios para comprobarlo—. En cuanto se despierten, podrás irte». «¿Ya quieres que me vaya?» Andía enseñó sus dientes blancos al sonreír. «No he dicho eso. Eres el invitado de mi hermano». «¿Cuántos años tienes, Andía?» La chica se lo pensó antes de responder. «Diecisiete». Luego dejó de sonreír. Le puso a Santiago el uniforme entre las manos y desapareció detrás de la cortina. El legionario se quedó con la palabra en los labios. Pensó que había ofendido a la muchacha. Seguramente le había mentido en la edad para no parecerle una niña. De repente Andía apareció de nuevo, otra vez con la sonrisa en el rostro. Le cogió la mano a Santiago y le dejó un collar en su palma. Él se sintió confundido. «Es para tu novia. Un regalo de Andía». «No tengo novia». «¿No tienes novia en España?» «Ni en España ni en ningún sitio». «No te creo. Todos los soldados tienen novia». «Pues no, chica, todos no —ahora Santiago sonreía por la ingenuidad de la muchacha—. A no ser que tú quieras ser la novia de un legionario». Andía se puso muy seria; hasta el punto de que Santiago se arrepintió de su torpeza. Se colgó el collar del cuello para tratar de congraciarse con la hermana de Lazaar, pero ella no volvió a sonreír. Una mujer asomó tras la cortina y empezó a increpar a Andía. Los dos se asustaron. Andía entró en la habitación y Santiago volvió junto a Lazaar.

Apenas había amanecido, cuando los sobresaltó el sonido estridente de un claxon. «Es Sid-Ahmed —anunció Lazaar después de asomarse a la calle—. Tu amigo está con él». Inmediatamente se produjo un ir y venir de mujeres y niños. Santiago salió corriendo a la calle. Guillermo, con una venda en la cabeza, estaba sentado en el asiento de atrás de un Renault 12. Lo abrazó desde el otro lado de la ventanilla. Guillermo tenía mala cara, pero aparentemente se encontraba bien. Lazaar, vestido de uniforme, se montó al volante y Sid-Ahmed pasó al asiento de al lado. Casi toda la familia había salido a la calle. Uno de los hermanos de Lazaar montó detrás, junto a Guillermo, y le dijo a Santiago que montara también. San Román se tocó la cabeza y echó en falta algo. «La gorra, Lazaar, no llevo la gorra». Sin esperar más, entró en la casa. Salió al patio y se tropezó con Andía, que le echaba de comer lentejas crudas a la cabra. Por la seriedad de su rostro, Santiago dedujo que estaba enfadada. «Mi gorra, Andía, ¿has visto mi gorra?» La muchacha le señaló con desgana la cuerda en donde había estado colgada la ropa durante la noche. Santiago descolgó a toda prisa la gorra y se la caló. Andía salió del corral y se cruzó en el paso de Santiago. «Sí quiero ser», dijo la muchacha muy seria. «¿Sí quieres ser el qué?» «Ser tu novia. Sí quiero ser tu novia». A pesar de la premura, el legionario no pudo evitar una sonrisa. «Me alegro. Me alegro mucho. Voy a ser la envidia de la Legión. Ningún lejía tiene una novia tan guapa como la mía». Andía sonrió ahora por primera vez. Santiago le dio un beso fugaz y se despidió, pero antes de salir oyó de nuevo la voz de la saharaui: «¿Vendrás a verme?». «Claro, Andía. Volveré».

Aquella mañana Guillermo y Santiago San Román fueron los primeros en incorporarse a la fila. A primera vista, nadie podía sospechar que habían pasado la noche fuera del cuartel. Igual que ellos habían hecho en otras ocasiones, sus compañeros les cubrieron las espaldas y ocultaron su falta la noche anterior. Y, sin embargo, ninguno de ellos les hizo una sola pregunta. Habían entrado en el cuartel por un agujero en el muro que los saharauis conocían. Lazaar les dijo lo que tenían que hacer. Pasaron por detrás del pabellón de Tropas Nómadas y llegaron a la fila cuando sonaba el toque de diana. Todo sucedió tan deprisa que no tuvieron tiempo de reflexionar sobre lo que estaban haciendo. Luego, en el comedor, los dos legionarios no paraban de preguntarse cómo podía ser tan fácil entrar y salir del cuartel, y cómo aquellos saharauis conocían secretos que para ellos estaban velados.

A Santiago San Román se le cortó la respiración cuando vio la silueta de Baquedano perfilándose entre las sombras. Sin el uniforme, el sargento perdía toda su autoridad y el empaque que tenía en el cuartel. Llevaba una cazadora azul con el cuello subido y pantalones de tergal de campana muy ancha. Detrás aparecieron los dos legionarios que se habían ido con él. Sin llegar a correr, caminaban dando grandes zancadas. En cuanto los reconoció, San Román se puso muy tieso. Por suerte para él estaba dentro del coche, como le había ordenado Baquedano. Cuando el sargento entró en el automóvil, Santiago ya lo había arrancado.

—¡Sal cagando leches, San Román! ¡Cagando leches! —le ordenó gritando.

Santiago pisó el acelerador y soltó el embrague al mismo tiempo. El coche salió produciendo un gran ruido y olor a goma quemada. Santiago no sabía adónde tema que dirigirse.

—Por ahí no, imbécil. Sal a la plaza —gritó Baquedano—. Quiero que des dos vueltas y que todo el mundo te vea. Te haces un trompo de esos que tú sabes.

Por primera vez Santiago giró la cabeza para mirar al sargento. Se percató de una bolsa de viaje azul que llevaba entre las piernas.

—¡Y vosotros taparse la cara! —les ordenó a los dos legionarios que iban en el asiento de atrás.

San Román vio por el espejo retrovisor cómo los dos bisabuelos se ponían delante del rostro unas bolsas como la que sostenía Baquedano. El sargento también se cubrió el rostro para que no pudieran reconocerlo. Mientras derrapaba y hacía un trompo en la Plaza de España, Santiago se sintió desnudo ante la mirada de un grupo de jóvenes que estaban sentados en el jardín. No entendía bien lo que estaba ocurriendo. El sargento dejó la bolsa en el suelo del Seat y el bulto sonó a chapa.

—¡A la carretera de Smara! —le gritó una vez más Baquedano—. ¡Haciendo sonar las ruedas!

Santiago, sin tiempo para pensar otra cosa, obedeció y se encaminó hacia la carretera de Smara. Pasó por delante del Parador Nacional cuando un teniente se bajaba de su coche. No se atrevió a preguntarle al sargento lo que estaba sucediendo. El miedo que le provocaba aquel hombre le impedía tener ninguna iniciativa.

Las luces de la ciudad fueron quedando atrás. La carretera parecía una prolongación del desierto. Sintió que el sargento le daba una palmadita en el hombro.

—Muy bien, muchacho. Con dos cojones.

A unos cuatro kilómetros Santiago se desvió por un camino de tierra. No tardó en encontrar el Land-Rover en el que habían salido del cuartel Alejandro Farnesio. Apagó los faros y detuvo el motor del coche. El sargento le iba dictando cada uno de los movimientos. Tardaron un rato en adaptarse a la luz de la luna.

—Quiero que os pongáis los uniformes y os arregléis como si acabarais de salir de permiso.

Mientras se vestían, San Román miraba por el rabillo del ojo a los dos bisabuelos. Uno parecía eufórico, pero el otro estaba serio y no pronunciaba palabra. Baquedano se acercó por detrás y obligó al veterano a levantar la barbilla.

—¿Eres un gallina?

—No, señor. Claro que no.

—Entonces, ¿qué eres?

El legionario dudó y finalmente dijo, partiéndose pecho:

—Soy un novio de la muerte, señor.

—Así me gusta, que sepas bien quién es tu madre —dijo, señalando la bandera del uniforme— y quién es tu novia.

—Señor… —dijo el legionario, y enseguida enmudeció.

—¿Qué te pasa? ¿Nunca has visto matar a nadie? —le gritó Baquedano, anticipándose a los pensamientos de aquel muchacho.

—No, señor, nunca. Es la primera vez…

—Entonces da gracias, porque ya conoces el rostro de tu novia —Baquedano gritaba tanto que se le hinchó el cuello. Luego respiró hondo y empezó a tararear—: Nadie en el Tercio sabía / quién era aquel legionario, / tan audaz y temerario / que en la Legión se alistó.

Alentados por los gestos del sargento, los veteranos se unieron a la canción.

—Nadie sabía su historia, / mas la Legión suponía / que un gran dolor le mordía / como un lobo el corazón.

—¡Con más cojones! —gritó Baquedano—. Mas si alguno quién era le preguntaba, / con dolor y rudeza le contestaba.

Santiago, amedrentado, se sumó al coro.

—Soy un hombre a quien la suerte / hirió con zarpas de fiera, / soy un novio de la muerte / que va a unirse en lazo fuerte / con tan leal compañera.

Mientras terminaban de ponerse los uniformes y cantaban rompiéndose la garganta, Baquedano colocó las tres bolsas de viaje en la parte de atrás del Land-Rover. Sacó algo de una de ellas y lo puso encima del coche. San Román no conseguía entender nada. Era una copa de plata. Luego el sargento les fue dando a cada uno un papel.

—Aquí tenéis lo prometido: una semana de permiso. No quiero veros cerca del cuartel hasta que no haya pasado una semana. Ahora todos estamos en el ajo, y al primero que se vaya de la lengua lo desuello.

Santiago fue a coger las llaves bajo el asiento del copiloto, pero se le adelantó Baquedano. Lo apartó del Land-Rover y le dijo casi al oído:

—Tú te quedas aquí. Quiero que esperes a que nos hayamos ido. Luego coges el Seat y lo bajas a ese barranco. Le das fuego y te vas. Pero no te muevas de ahí hasta que haya ardido del todo. ¿Me entiendes? En menos de una hora estás otra vez en El Aaiún.

Santiago no se atrevió a replicarle. En el fondo se sentía aliviado al separarse de aquel chusquero. Antes de sentarse al volante, el sargento le puso entre las manos la copa de plata que había sacado de una de las bolsas.

—Esto lo dejas en el asiento de atrás. No te olvides.

A Santiago le pareció un cáliz. Lo sostuvo con la yema de los dedos, rozando los relieves como si le quemaran. Mientras tanto, el Land-Rover arrancó y los dos legionarios rompieron a cantar, provocados por Baquedano.

—Por ir a tu lado a verte, / mi más leal compañera, / me hice novio de la muerte, / la estreché con lazo fuerte / y su amor fue mi bandera.

Santiago sintió la tentación de tirar la copa y salir corriendo de allí, pero el miedo lo paralizaba. Respiró hondo y buscó bajo la luz de la luna el barranco que le había indicado el sargento. Como un autómata montó en el coche, tiró la copa detrás y se dejó caer hasta una pequeña explanada salpicada de arbustos. El relente hacía que la tierra desprendiera un olor muy intenso. Una liebre se quedó deslumbrada por los faros del coche. A Santiago le pareció verse reflejado en los ojos asustados del animal. Apagó las luces. No sabía muy bien lo que iba a hacer. Sintió que el uniforme le quemaba. Se desnudó muy despacio y se puso de nuevo las ropas de paisano. Abrió el tapón de la gasolina y echó dentro una cerilla. El fogonazo lo hizo retroceder.

Caminó a campo traviesa hasta la carretera. Desde allí se veían las llamaradas del automóvil. Tomó la dirección hacia El Aaiún. Durante todo el trayecto no pasó ni un coche por la carretera. Cuando llegó, apenas faltaba una hora para que empezara a amanecer. Era domingo y se sentía perdido. Se dejó caer en un banco de madera, bajo una palmera, en la Plaza de España. Y entonces fue cuando se dio cuenta de lo que había ocurrido. En la puerta de la iglesia se estaba produciendo un revuelo. La gente se arremolinaba como si fuera la puerta del cine. Santiago se acercó entre curioso y asustado. Enseguida se enteró de que habían robado en la iglesia. La policía trataba de apartar a la gente. Sacaron una camilla con un cuerpo cubierto por una manta.

—¿Es el cura? —preguntó una vecina.

—No, el sacristán. Dicen que es el sacristán. Han robado todas las cosas de valor de la sacristía. El pobre hombre debía de estar durmiendo dentro. Ni siquiera se enteró.

Santiago se alejó tratando de no correr. Se sentía engañado, furioso, asustado. No sabía adónde ir ni qué hacer con sus siete días de permiso. Sin pensarlo mucho encaminó sus pasos hacia el barrio de Zemla. En cuanto comenzó a subir las cuestas abrió la bolsa en donde llevaba la ropa de militar y su equipaje; sacó el turbante que le había regalado Lazaar. Se lo puso y caminó entre las calles aún vacías. Fue de un sitio a otro sin saber muy bien lo que hacía. Nadie reparaba en él. Entró en una tienda y compró tabaco. Trataba de pensar en lo sucedido la noche anterior. A media mañana reconoció el Renault 12 y la puerta de la casa de Lazaar. Fue a llamar, sin pensarlo, pero la puerta estaba abierta. Dos mujeres, sentadas sobre la alfombra, se pintaban los dedos de las manos con henna.

Salama aleikum —las saludó Santiago.

Ellas respondieron sin mostrar sorpresa por lo inesperado de la visita. Lo invitaron a entrar. Le pareció que una de ellas era la madre de Lazaar, pero las dos se parecían tanto bajo la melfa que no estaba seguro. De repente entró Andía de la calle. Venía corriendo y muy sofocada. Parecía que hubiera visto llegar a Santiago desde lejos. Sonrió, con la respiración entrecortada. Salió al patio y empezó a dar voces. Acudieron los hombres de la familia y, uno a uno, le fueron dando la mano a Santiago. Andía encendió el brasero de carbón y puso agua a hervir en una tetera.

—Lazaar no está —le explicó Andía sin parar de sonreír—. Ahora eres mi invitado.