7

A principios de marzo el calor es intenso en los campamentos durante las horas centrales del día. Entre las habitaciones y el patio del hospital hay una diferencia de temperatura considerable. Para la extranjera la contemplación de los objetos a la luz del sol es motivo de gozo. Disfruta sintiendo el calor en su piel. En cuanto se levanta el frío intenso de la mañana, comienza a asearse muy despacio, tratando de seguir lo que parece un rito que debe cumplirse. Ha aprendido a lavarse de los pies a la cabeza con un litro escaso de agua. Le gusta hacerlo pausadamente, como quien se arregla para una ceremonia importante. Tarda más de una hora en terminar. Sus movimientos son pausados. Enseguida se cansa. Le cuesta trabajo levantar el brazo para peinarse. Cuando por fin se ha vestido, se sienta en una silla y sólo entonces se mira en el espejo. No se reconoce. Su aspecto es lamentable, pero le divierte la imagen desconocida que le devuelve el cristal. Tiene el pelo muy estropeado, la piel quemada, llagas en la cara, los labios muy agrietados, los ojos enrojecidos. Ha adelgazado mucho. Sin embargo, se siente dichosa. Todo a su alrededor le resulta enormemente familiar: los desconchones del techo, el ventanuco, la cama sin colchón enfrente de la suya, la mesilla metálica que algún día fue blanca. Es el tercer día en que, después de extasiarse con el vacío de la inmensa habitación, sale al patio del hospital. Conoce bien el camino. Hoy no hace falta que la acompañe nadie. La sobrecoge la soledad de los pasillos vacíos. A pesar de todo, el olor le resulta muy conocido. Se siente como si estuviera en su casa.

En cuanto asoma al patio, se acerca una enfermera. La conoce, pero no es capaz de recordar su nombre. Acepta complacida la silla que le ofrece. Es el mismo asiento de los dos últimos días. La enfermera sólo habla árabe, pero la extranjera entiende enseguida que le está dando los buenos días y preguntándole cómo se encuentra. Está tan contenta como ella. La saharaui no deja de sonreír ni un instante. Desde el otro lado del patio las saluda un chico joven de quien no puede recordar tampoco el nombre. Ni siquiera está segura de haberlo visto antes, aunque le resulta vagamente familiar. La extranjera se sienta. El esfuerzo de vestirse y salir al patio la ha fatigado mucho. El sol la reconforta. Sabe que dentro de dos horas el calor le impedirá estar allí. Entorna los ojos. Ha dejado de soplar el viento del amanecer. Trata de recordar qué día de la semana es. Ayer se lo preguntó a Layla, pero hoy ya lo ha olvidado. De repente recuerda el mes: marzo. Hoy ha sido la primera vez que ha abierto los ojos y no ha visto a Layla junto a la cama. Le resulta extraño. El rostro de la enfermera le es tan cotidiano que hoy la echa de menos. Cierra los ojos y se duerme.

Una vez más alguien la rescata de la pesadilla. De nuevo estaba a punto de sentir el aguijón del escorpión clavándose en su cuello, cuando nota una mano fría en su rostro. Es Layla, que acaba de llegar con la sonrisa de todos los días. La enfermera no lleva la bata verde y eso la ha desconcertado.

—Me han dicho que te vestiste tú sola.

—Sola del todo. Y he venido caminando hasta aquí.

Layla está entusiasmada por la novedad. Se pone en cuclillas y coge la mano de la mujer.

—Me hubiera gustado verlo.

—Mañana lo verás, te lo prometo. ¿Dónde has estado?

Layla deja de sonreír. Parece extrañamente contrariada.

—Pero, Montse, te lo dije ayer. ¿No lo recuerdas?

Montse se contagia de la tristeza de la enfermera. De repente se siente como un ser inútil, un estorbo. La agobian esas lagunas en su memoria. Le resulta angustioso no recordar las cosas, o tener sólo recuerdos fugaces de una frase, de una imagen. Layla trata de disimular su desánimo. Intenta no darle importancia y le habla como si no se diera cuenta de la realidad:

—He hablado con el Consejo. Ya han recibido la comunicación de Rabuni.

Montse la escucha atentamente, fingiendo que entiende todo lo que oye.

—¿Y qué dicen en Rabuni?

—Buenas noticias. Ya no eres un fantasma. Han rastreado en los viajes de los últimos meses y han dado contigo. Apareciste en la lista de un vuelo que llegó el 31 de enero desde Barcelona. Montserrat Cambra Boch.

—Te lo dije.

—Sí, me lo dijiste, es verdad. Pero era muy extraño que nadie hubiera denunciado tu desaparición.

Un gesto serio ensombrece el rostro de Montse.

—No es raro. No quise contarle a nadie que iba a venir a los campamentos. Sólo Ayach Bachir lo sabe: él me proporcionó todo.

Layla trata de no mostrar extrañeza. Una vez más la mujer extranjera le parece un cajón de sorpresas.

—El wali me ha dicho que se va a arreglar todo. Dentro de diez días sale un vuelo para España desde Tindouf. Te van a conseguir documentos y un pasaporte para que puedas salir de aquí. Ya han hablado con tu embajada en Argel. Mañana vendrá alguien desde Rabuni para hacerte unas fotografías y tomar todos tus datos.

Montse no hace ni un gesto ni un comentario. Su rostro muestra la neutralidad de sus sentimientos. Layla trata de adivinar cuántas cosas ignora aún de aquella mujer que se cruzó accidentalmente en su vida. Le pone la mano en la frente, en un acto reflejo, para cerciorarse de que no tiene fiebre.

—¿Cuántos años tienes, Layla? —pregunta Montse, como si saliera de un letargo.

Es la misma pregunta que la enfermera se había propuesto hacer en cuanto el asunto saliera en la conversación.

—Veinticinco.

—Dios mío, qué joven eres.

Layla le sonríe, enseñando su dentadura blanca y brillante.

—¿Y tú?

—Cuarenta y cuatro.

—¡Cuarenta y cuatro! Quieres confundirme.

Montse sonríe, divertida.

—Eres muy amable, pero te aseguro que es la verdad.

—¿Dónde está tu marido?

Tarda en contestar.

—¿No cabe la posibilidad de que esté soltera?

—Sí, pero no lo creo —responde Layla, intentando ser sincera.

—Me abandonó por otra hace unos meses. Ella es radióloga, rubia, joven y guapa. Estamos separados. Dentro de poco nos divorciaremos. Las rubias siempre me han traído mala suerte.

Layla la mira, muy seria, tratando de escrutar lo que hay tras los ojos brillantes de la mujer extranjera. Montse trata de quitarle trascendencia a sus palabras.

—Lo superaré. Especialmente después de todo esto —Layla sonríe—. Y tú ¿estás casada?

—Todavía no. Me casaré después del verano. Me fui a estudiar a Cuba a los once años y volví hace siete meses.

Ahora es Montse quien trata de adivinar lo que ocultan aquellos ojos oscuros y hermosos.

—Aza también estuvo en Cuba —dice Montse sin pensarlo demasiado.

Layla ha oído tantas veces aquel nombre que ya le resulta familiar. Se sienta en el suelo y espera a que Montse diga algo más sobre aquella mujer que para ella supone un enigma. Pero Montse se queda con la mirada perdida, como si la fatiga le impidiera seguir hablando.

—¿Existe de verdad esa mujer? —pregunta Layla, temerosa de que su pregunta sea ofensiva.

Montse la mira. Layla se parece a Aza. Quizá aquélla fuera más morena. Sin embargo, las dos tienen la misma paz en la mirada.

—No lo sé. No estoy segura de nada. A veces pienso que todo es una pesadilla y nada ha ocurrido en realidad. Me refiero a Aza, al aeropuerto, a toda esa gente que veo una y otra vez en los sueños. Si no fuera porque mi cuerpo está tan débil, creería que me he vuelto loca.

—Yo no creo que estés loca. Nadie lo cree. Pero esa mujer nos desconcierta. Tú misma nos contaste que la viste morir.

Montse trata de encontrar comprensión en la mirada de la enfermera.

—¿Por qué no me cuentas lo que recuerdes? —le propone finalmente Layla—. A lo mejor te hace bien.

—Es posible, pero hay tantas cosas que se han borrado de mi cabeza…

—¿Recuerdas el día en que llegaste a Tindouf? ¿Conociste a Aza en el viaje? ¿Te acuerdas del avión, del aeropuerto?

Era difícil olvidarlo. No recordaba otra sensación como aquélla. Salió la primera a la escalerilla del avión. Entonces un aire seco, muy seco, le sacudió la cara como una bofetada. Tuvo que hacer un esfuerzo para llenar sus pulmones y respirar. El cielo era plomizo. Daba la sensación de que fuera a desprenderse y caer sobre los aviones que se veían al fondo de la pista. Por un instante perdió la noción del tiempo. Hubiera podido estar amaneciendo o anocheciendo, ser mediodía o media tarde. Todas sus referencias temporales se deshicieron cuando pisó la pista de aterrizaje. Un militar les iba indicando hacia dónde debían encaminarse. Montse tenía prisa, sin saber muy bien por qué. La terminal del aeropuerto era un edificio de color ocre y aspecto colonial. Apenas había doscientos metros entre el avión y la puerta de aduanas. Los pasajeros se apelotonaron ante una entrada estrecha que les impedía pasar en grupo. Apoyados en la fachada, o en cuclillas sobre la acera, los argelinos miraban a los recién llegados con gesto hosco. Los turbantes negros y azules, las túnicas, los rostros ocultos, los uniformes militares, la marcialidad de los funcionarios y las armas le daban a todo un aspecto siniestro. Montse estaba nerviosa. Le molestaba tener que guardar una cola tan larga y tan lenta. No conocía a nadie ni le apetecía entablar conversación. Sintió que el tiempo se detenía. Le pareció más larga la espera que el trayecto en avión. Cuando por fin un soldado barbilampiño cogió su pasaporte, empezó a entender que aquello no era un lugar de destino turístico. El militar miró una y mil veces la foto del pasaporte, tratando de confirmar que correspondía al rostro que tenía al otro lado del cristal. Luego se aseguró de que los datos que había rellenado Montse para la policía argelina fueran los mismos que los del pasaporte. Remarcaba cada uno de los puntos sobre las íes, las comas, los guiones. A veces remarcaba los números para que no hubiera ninguna confusión. Fueron más de quince minutos de espera tensa, sin cruzar una palabra, sólo miradas, ignorando lo que estaba pasando por la cabeza de aquel joven.

Cuando salió al aparcamiento con la maleta en la mano, estaba muy agotada. Le aturdían las voces de los viajeros españoles, las montañas de mochilas, las carreras de un sitio a otro. Buscó en el bolso un papel en donde tenía escrito el nombre de la persona que debía recogerla en el aeropuerto. En medio de tanta gente le pareció que iba a ser difícil que dieran con ella. Los saharauis que habían volado desde Barcelona se esforzaban en organizar los grupos en dos camiones y un autobús. Poco a poco la entrada del aeropuerto se fue despejando. Los extranjeros esperaban ya instalados en los vehículos. «Señora, ¿no viene con nosotros?» Era un saharaui quien la llamaba a los pies de un camión. Montse le hizo un gesto negativo. El saharaui pareció desesperarse. Se desentendió de lo que estaba haciendo y se acercó a la española. «Estoy esperando a alguien», le explicó Montse, anticipándose a su pregunta. «¿Vienen por usted?» «Sí, tienen que venir a recogerme». «¿A qué campamento va?» Montse le tendió el papel con los datos. Para ella todos los nombres y todos los lugares sonaban igual. El saharaui descifró las letras. «Está muy lejos del nuestro. Nosotros vamos a Dajla. Si quiere venir, podemos llevarla a su destino mañana o pasado». «Pero ¿y si vienen a buscarme?» El saharaui miró hacia el camión. El chófer lo llamaba a gritos y no paraba de tocar el claxon. Todo estaba preparado para marchar. «Mire, señora, quizá hayan venido a buscarla y se hayan marchado. Este avión trae un retraso de doce horas. Al final se cambiaron los planes y quizá ellos no se enterasen». Montse seguía aturdida por los gritos que llegaban del camión. «Váyase, no los haga esperar más. Yo me quedaré. Si tardan, ya veré lo que hago». El saharaui se alejó sin estar convencido del todo. Entró en el camión y el vehículo arrancó.

Clavada en la acera, con la maleta pegada a las piernas, Montse sentía que todos aquellos hombres sin ocupación aparente no despegaban sus miradas de ella. Durante más de dos horas permaneció de pie, en lugar visible, sin que nadie se le acercara a preguntar. Finalmente se sentó sobre la maleta, derrotada. El cansancio le impedía pensar qué debía hacer ahora. Fue cayendo la noche y cada vez iban quedando menos vehículos en la puerta de la terminal. No había ningún sitio adonde acercarse para preguntar. A lo lejos se veían luces de alguna ciudad, pero la puerta del aeropuerto permanecía cerrada desde que salieron los pasajeros del último vuelo. Desesperada y sin soltar la maleta, se acercó a uno de los pocos vehículos que quedaban aparcados. El conductor estaba sentado, con la puerta abierta, como si esperase a alguien. Montse trató de preguntarle dónde podía encontrar un hotel para pasar la noche. El hombre no entendía. Unas veces hablaba en francés y otras en árabe. Montse le decía algunas palabras en inglés, pero el argelino no entendía bien. Trató de explicarse por medio de gestos, y enseguida el hombre abrió mucho los ojos y soltó una exclamación. Parecía que estaba rezando. Cogió la maleta de Montse y la echó en el asiento de atrás. Le señaló a Montse el asiento delantero para que subiese. No estaba muy segura de que aquel hombre hubiera entendido lo que le preguntaba, pero se montó en el coche sin rechistar. El hombre dio un grito y apareció un muchacho que sin cruzar palabra se montó en el asiento de atrás, junto a la maleta. Arrancó y empezaron a circular con las cuatro ventanillas bajadas. Los dos argelinos hablaban a gritos. Montse no podía entender nada. Su confusión crecía y se sentía angustiada, pero trató de mostrarse serena. Por una carretera que parecía pintada sobre la arena del desierto se encaminaron hacia Tindouf.

Era un vehículo viejo que dejaba detrás una nube de humo negruzco. Avanzaba a trompicones. El salpicadero estaba cubierto de arena. Al entrar en las primeras calles de la ciudad, Montse sintió que el corazón se le encogía. Había anochecido ya, y las escasas farolas le daban un aspecto terrorífico a los edificios. Apenas circulaban coches. Caminaba muy poca gente por la calle. De vez en cuando se les cruzaba alguna bicicleta o un borrico tirando de un carro. Montse tuvo la sensación de circular por una ciudad que acababa de ser bombardeada. Los dos hombres seguían hablando a gritos, como si estuvieran enfadados. A veces se veía a lo lejos algún edificio que parecía mejor conservado.

Tras cruzar el centro de Tindouf, el aspecto de los barrios fue resultando más desolador. Entraron en una zona en donde las farolas colgaban, apagadas, de los postes de madera. Eran casas de ladrillo, sin terminar. No tenían más que el hueco de las puertas y de las ventanas. Sin embargo, había gente dentro. Luego, las construcciones que vio Montse eran de bloques desnudos, sin yeso ni cemento. Cubos de dos metros de alto, con una cortina que hacía las veces de puerta. El coche se detuvo en uno de los innumerables cubos. No había luz en la calle. Un perro ladraba como enloquecido. Montse vio cómo el joven cogía la maleta y entraba en una de las viviendas improvisadas. El otro le pidió que lo siguiera. Obedeció sin atreverse a preguntar nada. Detrás de la cortina descubrió un panorama que la hizo estremecerse. Seis o siete niños, sentados en el suelo, la miraban como si acabaran de ver una aparición. En el centro del cuartucho había un pequeño farol de gas encendido. Dos mujeres preparaban la cena sobre una alfombra descolorida. Al fondo, ensimismada en su sordera, una anciana parecía mantenerse ajena a todo. Acudieron los hijos de los vecinos, pero el hombre empezó a echarlos como si fueran gallinas que trataran de invadir su casa. Las dos mujeres se incorporaron y escucharon con los ojos clavados en la extranjera lo que el chófer les decía. No hicieron ningún gesto, no hicieron ningún comentario. Se volvieron a sentar donde estaban y terminaron de preparar la cena.

Montse trató de hacerles entender a los dos hombres que ella necesitaba un hotel para pasar la noche. Los dos argelinos le hablaban al mismo tiempo, y ella cada vez se sentía más aturdida. Las mujeres, sentadas en el suelo, permanecían ajenas a todo. Impotente ante la situación, Montse cogió su maleta y trató de salir de la casa. El mayor de los hombres la sujetó de un brazo y tiró bruscamente de ella. Tropezó con uno de los niños y cayó al suelo. Los hombres seguían hablándole, señalando hacia la calle, señalando hacia la cena, gritando enfadados. Montse se mordió el labio para no llorar. Trataba de no perder el control. Se quedó en el suelo. No intentó hacerse entender de nuevo. Entró un muchacho adolescente y se sentó junto a las mujeres. No mostró extrañeza ante la presencia de la mujer extranjera. Apenas cruzó unas palabras con los dos hombres. Antes de que Montse entendiera lo que estaba pasando, una de las dos mujeres le tendió un plato con dátiles y un tazón de leche. El resto de la familia estaba empezando a comer de una fuente que había en el centro. Montse no sabía qué hacer. No tenía hambre, pero cogió un dátil y mordisqueó la punta. La mujer tomó otro y lo mojó en la leche para que Montse lo viera. Ella la imitó. Tenía el estómago revuelto, pero supuso que si se negaba a comer podrían tomarlo como una ofensa. Estaba tan cansada que le dolían las mandíbulas al masticar. Nadie volvió a dirigirle la palabra ni a mirarla. En la calle sólo se oía el ladrido de los perros y el llanto de algún niño. Sin terminar de entender lo que estaba pasando, Montse fue dejándose llevar por el sopor hasta no tener conciencia de dónde se encontraba.

Abrió los ojos convencida de que había sido una pesadilla. Sin embargo todo era real. Por la cortina que hacía las veces de puerta se colaban tímidamente los primeros rayos de sol. La anciana a la que había visto la noche anterior estaba ahora en el centro de la vivienda. Preparaba el té, con la mirada perdida. A su lado reconoció al muchacho adolescente, que ahora no dejaba de mirarla. Se acercó a Montse y le ofreció un trozo de pan, duro como una piedra. No había nadie más. La maleta seguía en el mismo sitio y el bolso estaba a su lado. Lo abrió para asegurarse de que el pasaporte seguía allí. Se incorporó. Le dolía todo el cuerpo. Montse se asomó a la calle y, una vez más, lo que vio la hizo encogerse. Todas las casas eran iguales, de bloques desnudos, sin ventanas y con una cortina como puerta. Los niños jugaban medio desnudos entre la chatarra de coches abandonados, motores y remolques sin ruedas. Junto a la misma entrada de la casa había una cabra atada por una pata a un trozo de hierro. La cabra tosía como si estuviera agonizando. Tenía el pelo tiñoso. Desde la casa de enfrente un perro comenzó a ladrarle a Montse. Caminó unos pasos pegada a la fachada, hasta que vio a una mujer que corría hacia ella, con la cara tapada, gritándole y echándose las manos a la cabeza. Cogió a Montse por un brazo y tiró de ella hacia el interior de la casa. Era una de las mujeres que estaban preparando la cena la noche anterior. No podía entender nada de lo que decía. De repente se sintió prisionera entre aquellas cuatro paredes sin terminar. Trató de explicarle que debía encontrar un teléfono. La mujer no paraba de hablar en árabe y en francés. Desesperada, Montse se abalanzó hacia la puerta y salió a la calle. Estaba dispuesta a gritar pidiendo ayuda, pero al ver a todas las vecinas que la miraban muy serias no fue capaz de hacerlo. La dueña de la casa salió detrás de ella sin parar de increparla. Montse se aferró al bolso y comenzó a caminar, dando por perdida ya la maleta. Se consoló pensando que llevaba encima todo el dinero y la documentación. Caminó dando grandes zancadas, tan deprisa como pudo, mientras quedaban atrás las voces de enfado de aquella mujer. Todos los niños de la calle se fueron detrás de Montse en procesión. Gritaban y reían, tratando de imitar el paso de la extranjera. Tardó mucho tiempo en salir de aquel laberinto de ruinas, porque todas las calles eran iguales.

Se sintió muy aliviada cuando pisó el asfalto de una avenida al cabo de muchas vueltas. Los niños se fueron quedando atrás, y ahora sólo la seguían tres chiquillas. Se volvió para decirles algo y reconoció enseguida alguno de los rostros de la noche anterior. «¡A casa —les gritó—, a casa! ¡A la mesón, a la mesón!». Las niñas la miraban muy serias. Se detenían y, al rato, seguían caminando detrás de ella. La mayor no tendría más de diez años. Desesperada, Montse se sentó en el bordillo de una acera. Las niñas se quedaron en pie, al otro lado de la calle. Les hizo gestos para que se acercaran. Lo hicieron después de pensárselo mucho. «Yo quiero telefonear, ¿entendéis?, te-le-fo-ne-ar». Las niñas la miraban con los ojos muy abiertos. Los conductores que circulaban en sus vehículos aminoraban la marcha para ver aquel espectáculo insólito. «Telefón, telefón, ¿dónde?» La mayor de las niñas señaló hacia el fondo de la calle. Luego las otras dos hicieron lo mismo. Montse se puso en pie y se encaminó hacia donde le habían indicado. De repente sintió que la niña más pequeña se le agarraba a la mano. Las otras dos caminaron detrás, sin separarse demasiado. Conforme avanzaban, las calles estaban más concurridas. La gente observaba a Montse. Los hombres se detenían y se giraban. Las mujeres se tapaban la boca con el pañuelo que les cubría la cabeza. En ninguna parte se veían cabinas telefónicas ni locutorios. Un hombre que pasó montado a la grupa de un borrico empezó a gritarle sin que Montse pudiera saber por qué.

Se detuvo en la puerta de un bar construido debajo de un chamizo. En la puerta había mesas de plástico blancas, muy sucias. Dos ancianos fumaban sin dejar de contemplar a la mujer. Uno de ellos llevaba gafas y le faltaba un cristal. Cerraba un ojo para ver mejor a Montse. Por fin se armó de valor y entró en el bar. Había una docena de hombres charlando en corros y fumando. En cuanto la vieron se quedaron en silencio. Montse trató de no mirarlos a los ojos. Los ancianos que estaban sentados a la puerta entraron detrás de ella, picados por la curiosidad. Colgado en un poste había un teléfono muy antiguo. Montse trató de averiguar quién era el dueño de aquello, pero le resultó imposible. «Teléfono —dijo con la voz quebrada y señalando al aparato—. Tengo que telefonear». Uno de los hombres se acercó a ella y la cogió del brazo a la vez que la empujaba hacia la puerta. Montse se resistió. De repente se formó un revuelo y ya no pudo entender nada. Los hombres empezaron a discutir entre ellos. El escándalo era tremendo. Gesticulaban, se gritaban e incluso hacían ademanes de golpearse. Los dos ancianos intervinieron también en la discusión y empezaron a gritarle a la extranjera. Montse estaba tan asustada que ni siquiera veía la salida. Sintió que le agarraban los brazos dos hombres. Cada uno empezó a tirar hacia un lado. El bolso se le cayó al suelo. Empezó a gritar, asustada, sin poder controlar los nervios. Estaba a punto de dejarse caer al suelo, sin fuerzas, cuando la soltaron. Alguien la cogió entonces por la cintura y tiró de ella. Antes de darse cuenta estaba en la calle. El adolescente que había visto en la casa la empujaba para que corriera. Montse corrió sin parar, como si aquel muchacho fuera su ángel de la guarda. Detrás seguían oyéndose los gritos de los hombres que se insultaban unos a otros en la puerta del bar. Se detuvo al dar la vuelta a la esquina y se sentó otra vez en el bordillo de la acera. El muchacho llevaba el bolso colgado del hombro. Se lo dio a Montse como si le quemara en las manos. Las tres niñas estaban sentadas en la acera de enfrente, con los ojos muy abiertos, sin perder detalle. El joven le hablaba, pero Montse no tenía fuerzas ni para mirarlo a la cara.

Cuando volvieron a la casa, la mujer estaba sentada en el centro con la abuela. Reprendió a Montse con sus gestos, pero no dijo nada. La maleta seguía en el mismo sitio. Se derrumbó sobre la alfombra y soltó el bolso. El muchacho, sin duda, estaba contándoles lo que había sucedido. Entraron algunas vecinas. Los niños se asomaban por la cortina sin atreverse a entrar. Montse rompió a llorar sin poder controlarse. Había estado tratando de evitarlo desde el momento en que se quedó sola en la terminal del aeropuerto de Tindouf.

Layla sujeta con firmeza la mano de Montse. El sol empieza a calentar con fuerza. La enfermera, sorprendentemente, tiene la sonrisa en los labios después de haber escuchado la historia. Se miran.

—No estás en tu país, pero no tienes nada que temer —le dice con cierta amargura Layla.

—¿Qué quieres decir?

—Que es difícil entender las costumbres de los musulmanes desde fuera. Esa gente creyó seguramente que les pedías un sitio para dormir, y aunque eran pobres te ofrecieron lo que tenían. Para algunos no es fácil comprender nuestras costumbres. Pero la hospitalidad es sagrada entre los musulmanes.

—Hasta ahí puedo entenderlo.

—Si aceptas la hospitalidad, tienes que aceptar también sus normas.

—¿A qué te refieres?

—Las argelinas no son como nosotras. Están chapadas a la antigua. ¿Se dice así? Ellas no pueden entender que una mujer ande sola por la calle, y menos si es invitada de la casa o no es del país. Y lo de entrar en un local de hombres… Para algunos es un pecado tan grave como llevar los brazos desnudos por la calle.

Montse se queda pensando en lo que ha dicho Layla. Poco a poco va cayendo en un estado de tristeza. La enfermera se da cuenta enseguida de que le ocurre algo. Le pone la mano en la frente, aunque sabe que no tiene fiebre.

—No estés triste. Volverás a tu casa muy pronto y podrás contarle todo a tu familia como si fuera una película.

El rostro de Montse va adquiriendo el rictus del dolor. Layla se siente desconcertada. No termina de acostumbrarse a esos cambios repentinos de ánimo.

—¿Te encuentras bien, Montse?

—No, no me encuentro bien. Me resulta difícil de explicar incluso a mí misma.

—Prueba conmigo. A lo mejor lo entiendo.

Montse traga saliva con dificultad. Se toca el cabello tratando de peinarse con las manos.

—No tengo ganas de volver a mi país. Sólo de pensarlo siento como si cayera en un pozo oscuro del que no voy a poder salir.

—¿No tienes hijos?

—Una hija, pero ella no me necesita —dice Montse sin titubear.

—¿Tienes un empleo?

—Lo tengo, pero he pedido una excedencia. Nadie me espera. Si desaparezco para siempre, nadie me echará de menos.

Vuelven a quedar en silencio. Cruzan algunas enfermeras por el patio y las saludan. Layla intercambia algunas palabras en árabe. De nuevo se quedan solas.

—¿Te gustaría venir a mi casa? —pregunta Layla—. Puedo formalizar una invitación. La semana que viene celebramos la Pascua. Son días para estar con la gente a la que quieres. Podrías conocer a mi familia.

A Montse se le dibuja una sonrisa. De repente se ilusiona con las palabras de la enfermera.

—¿Lo dices de verdad? Quiero decir, ¿eso es posible?

—Claro que es posible. Sólo tengo que solicitarlo. Puedes volver a tu país en el próximo vuelo, o en el otro. Cuando tú quieras. Mi familia se pondría muy contenta.

Montse la abraza con mucha dificultad. Se siente aún fatigada.

—¿Y me cortarás el pelo? —pregunta con el entusiasmo de una colegiala.

—¿Cómo el pelo?

—Sí, el pelo. Lo tengo hecho un asco. ¿No lo ves? ¿Querrás cortármelo?

—Si tú quieres te lo cortaré. Y te lo pondré rojo, si quieres. Tengo mucha henna en casa para la Pascua. ¿Entonces aceptas?

—Sí, Layla. Es la mejor invitación que nadie me ha hecho nunca.

Y, al decirlo, no puede evitar otra vez sentir una nube de tristeza.