A las ocho de la noche la Vía Layetana era un hervidero de gentes y de coches. Se diría que el nuevo siglo había comenzado como una carrera contrarreloj. Resultaba imposible tomar un taxi. Las tiendas estaban abarrotadas, y los cristales de los escaparates estaban empañados por el vaho. La boca del metro de Jaume I vomitaba riadas de gente que enseguida se dispersaba en todas direcciones. El Barrio Gótico absorbía a los turistas como una esponja seca. En las aceras se mezclaban los villancicos de los comercios y las bocanadas del aire de las calefacciones al abrir y cerrar las puertas. Montse tuvo que esperar a que terminara de salir la gente del metro para poder avanzar. Llevaba más de una hora caminando y le dolían los pies. Sabía bien adónde quería ir, pero intentaba retrasar el momento de reencontrarse con los fantasmas de su memoria.
El salón parecía el escenario de una película de terror. Después de diez años lo vio todo anticuado y más pequeño. Incluso la luz de las lámparas le resultaba mortecina. Los muebles estaban cubiertos en su mayoría por sábanas que le daban a la habitación un aspecto tétrico. Olía a cerrado. Las alfombras, enrolladas, despedían un olor rancio de humedad. Las cortinas le parecieron descoloridas y muy pasadas de moda. Abrió las contraventanas, intentando reencontrarse con la calle. La madera de algunos balcones se había hinchado y no se podían abrir. Se escuchaba el tráfico como si fuera una planta baja. Cuando Montse dejó de mirar a su alrededor, se sintió desolada. Nada era como ella recordaba. Durante los últimos años había intentado pensar tan poco en aquella casa que ahora le parecía irreal, como un decorado de cartón piedra con colores apagados y falsos. Calculó el tiempo que había transcurrido. Era fácil. La última vez fue por la muerte de su madre: justamente diez años. Empezó a quitar las sábanas que cubrían los muebles y las fue dejando sobre un sillón. Al destapar el aparador, la luna del espejo le devolvió su propia imagen y se sobresaltó. Se sintió fuera de lugar, como una intrusa que se hubiera colado por un resquicio del tiempo en aquel santuario. Cuántas veces se había puesto la diadema frente a aquel espejo antes de salir. Cuántas veces se había arreglado el cuello de la camisa, o se había alisado el flequillo. Cuántas veces se había mirado por el placer de mirarse, adolescente, hermosa, llena de planes o de rabia. Cerró los ojos, y por culpa de los nervios derribó uno de los portarretratos. Todo el aparador estaba cubierto de fotografías, como si fuera un altar. Echó un vistazo a todas. Ella no aparecía en ninguna. Allí estaban su padre, su madre, los abuelos, su hermana, su cuñado, las dos sobrinas. Su hija. Cogió uno de los portarretratos, el que llevaba la fotografía de su hija vestida de Primera Comunión. No sintió nada. Sonrió, decepcionada, al cerciorarse de que su madre no tenía ninguna fotografía de ella. Se intentó convencer, mirándose fijamente a los ojos en el espejo, de que no le importaba en absoluto. Se volvió y le dio la espalda a su propia imagen.
Su dormitorio, por el contrario, seguía igual que en su memoria. Al sentarse sobre la cama de su adolescencia, sintió una amarga añoranza. Sabía bien que no podía llorar. Hacía más de dos meses que no lo conseguía. Se dejó caer hacia atrás, apoyó la cabeza en la almohada y puso los pies sobre la colcha. Recordó fugazmente cuánto le molestaba aquello a su madre. Sonrió al imaginar lo que le diría si pudiera verla ahora. Inmediatamente reconoció las grietas del techo como si las hubiera seguido viendo en los últimos veinte años. La lámpara de araña que colgaba del centro les daba vida: una chistera, junto al balcón; un caracol, en el centro; el perfil del Caudillo. Se rió, emocionada. De su memoria afloraban imágenes y sensaciones que ella no podía controlar. Cerró los ojos con una sonrisa en los labios, tratando de sentir que el tiempo no había pasado, que aún tenía dieciocho años y su vida no había descarrilado aún. El ruido de los coches se fue metiendo entre sus sueños y actuó como un somnífero poderoso.
Se despertó con un sobresalto. Soñaba que el teléfono sonaba insistentemente y nadie acudía a cogerlo. Contuvo la respiración, mientras procuraba distinguir entre el sueño y la realidad. No podía saber cuánto tiempo se había quedado dormida. El eco del teléfono seguía sonando en su cabeza, pero no era real. Y por un instante tuvo la sensación de que Mari Cruz abriría la puerta y le diría, molesta: «El teléfono, señorita. Es para usted». La puerta no se abrió, no podía abrirse. El teléfono llevaba desconectado diez años. Ella había superado ya los cuarenta, y los muertos no podían volver así de sus tumbas, como si no hubiera ocurrido nada. Se incorporó y buscó una caja de puros en el cajón de la mesilla. La colocó sobre la cama y fue sacando un pasador para el pelo, una caja de cerillas, sellos antiguos, un duro, la entrada de un museo, un pintalabios. Las cartas estaban atadas con un lazo rojo.
Así fue como las encontró en el joyero de su madre. Lo recordaba muy bien. Su hermana, enfrente, sentada al otro extremo de la mesa. El joyero en el centro, como un ataúd recién exhumado. Sabían que ninguna de ellas se iba a poner las joyas de su madre, pero no podían dejarlas allí. Eran demasiado valiosas. Fue su hermana quien abrió finalmente la caja y empezó a hacer dos montones. Parecía una tasadora profesional. Las había visto tantas veces que era capaz de enumerarlas, incluido su valor, sin abrir el joyero. Cuando sacó el último collar de perlas, clavó la vista en el fondo del joyero. «Esto va a ser tuyo, me temo», le dijo su hermana. Montse la miró, muy pálida, como si esperase encontrar el dedo incorrupto de algún santo. Metió la mano y sacó un paquete de cartas atadas con un lazo rojo. «Esto no es mío», dijo sin levantar los ojos. Su hermana se apoyó en el respaldo de la silla y encendió un cigarrillo. «Ahora sí lo es». Un escalofrío le recorrió la espina dorsal a Montse. Deshizo el lazo y enseguida reconoció su propio nombre y su antigua dirección en la Vía Layetana. Los sobres amarilleaban por los años. Calculó por encima que allí debía de haber quince o veinte cartas con sellos de Franco de tres pesetas. No podía entender nada. Colocó las cartas en abanico sobre la mesa. Todas estaban sin abrir. Cogió una y le dio la vuelta buscando el remite. Se le cayó de las manos. Su hermana la miraba impasible, sin mostrar sorpresa. Le dio la vuelta a todas las cartas. El remitente era el mismo en todas: Santiago San Román Chacón, 4o Tercio de la Legión Alejandro Farnesio, El Aaiún, Sáhara Occidental. Primero sintió un gran sofoco y después un ligero temblor. Le parecía que los muertos se levantaban de su tumba para atormentarla. Buscó con la mirada alguna explicación de su hermana, pero Teresa no había pestañeado ni una sola vez. La letra no era la de Santiago, no le cabía duda. «¿Qué significa esto, Teresa? ¿No me irás a decir que tú ya conocías estas cartas?» Teresa no respondía; acariciaba las joyas de su madre como si fueran un gato. Finalmente le dijo: «Sí, Montse, las conocía. Algunas me las dio a mí el portero. Otras llegaron directamente a las manos de mamá. Lo que no sabía es que tu madre las tuviera aún después de tanto tiempo». Montse guardó silencio. Pasados tantos años no podía sentir aquello como una traición, pero empezó a ver a su hermana como a una desconocida. Miró los matasellos. Las cartas estaban ordenadas por fechas: desde diciembre del 74 hasta febrero del 75. No se atrevió a abrirlas delante de su hermana. «Tú estabas en Cadaqués; ya sabes a qué me refiero. Cada vez que llegaba una de esas cartas teníamos que padecer un infierno en esta casa». «Sí, pero tú siempre…» Teresa dio un golpe en la mesa, y los dos montoncitos de joyas se desmoronaron. «No, Montse, no, yo siempre no. Tú pasaste tu infierno, pero yo pasé mi purgatorio —dijo en un arrebato de rabia—, y sin comerlo ni beberlo. Escúchame y no te sulfures como si fueras la protagonista de una tragedia. Mientras tú estabas en Cadaqués, ocultando la vergüenza de tu madre, yo tuve que sufrirla a ella todos los días. Todos, ¿me oyes? Cada vez que llegaba una carta de éstas o había una llamadita, yo era quien tenía que padecer las iras de tu madre. Yo era quien tenía que caminar de puntillas para pasar desapercibida; yo era quien se iba a la cama a las nueve para no tener que aguantar su mal carácter; yo dejé de salir con mis amigas para no tener que pedirle permiso a tu madre. Me harté de soportar gritos, reproches que no tenían justificación. Me harté de ser la hija perfecta que purgaba por los pecados de su hermana». De repente se quedó en silencio, con la cara desencajada, tratando de contener la ira. Ahora era Montse la que había dejado de parpadear. Era la primera vez que veía a su hermana fuera de sí, irritada, descompuesta. Aquello le pareció más trascendente que el descubrimiento de las cartas. Teresa, la hermana menor, siempre había ejercido de mayor. Siempre fue Teresa la que actuó de colchón entre su madre y ella. Teresa era la inteligencia bruta, la frialdad, la serenidad en los momentos dramáticos. Viéndola en ese estado, a Montse le pareció que el mundo se tambaleaba a sus pies. Se quedaron un rato largo mirándose a la cara, tratando de serenarse. «Elige», dijo finalmente Teresa. «¿Cómo dices?» «Que elijas el montón de joyas que quieras y te lo quedes». «¿No es mejor que lo sorteemos?» Teresa sacó su agenda, arrancó una hoja y la dividió en cuatro partes. Garabateó números, hizo dos bolitas y le dio a elegir a Montse. Su hermana cogió una. Luego Teresa puso su parte de las joyas en un pañuelo, lo ató con un nudo y lo metió en el bolso. Se puso en pie. Montse se sentía incómoda. No se atrevía a hacer más preguntas. «¿Vienes?», preguntó Teresa. «Me quedo un rato». «Pues no olvides quitar el automático cuando salgas. Y cierra con las dos llaves».
Después de leerlas varias veces, las cartas habían permanecido diez años atadas con un lazo rojo en el cajón de la mesilla, en la casa de su madre. Ahora aparecían ante sus ojos, una vez más, como fantasmas amarillentos, rancios, anacrónicos. Deshizo el lazo y las desplegó sobre la cama. Abrió una al azar. A pesar del tiempo transcurrido recordaba cada una de las frases como si acabara de leerlas. Montse sabía muy bien que aquélla no era la letra de Santiago, pero las palabras sí le parecían de él. Algún compañero se había prestado sin duda a escribirlas. En la mayoría de los sobres había una fotografía además de la carta. Todas eran muy parecidas: Santiago vestido de militar, delante de un carro de combate; subido a un camión; con el arma al hombro; jurando bandera. Le parecía estar viendo su cara como si no hubiera pasado más de un mes desde la última vez. Durante años soñó con aquel rostro todas las noches, obsesivamente, casi hasta la locura.
Ahora le resultaba posible recordar detalles, gestos, olores que había creído ya olvidados del todo. Por un instante le pareció incluso escuchar los pasos cortos de Mari Cruz, la sirvienta, clavándose en el parquet del pasillo. Aquel taconeo formaba parte de su adolescencia, igual que el paisaje que se dibujaba tras el balcón de su dormitorio. El mismo taconeo que escuchó aquella tarde del mes de julio, calurosa tarde de julio, una y otra vez por el pasillo mientras ella aguardaba sentada sobre la cama, fingiendo que leía, ansiosa, sin parar de morderse las uñas. Era la primera vez que faltaba a clase en toda su vida de forma injustificada. Bien era cierto que por la mañana había acudido a la Academia Santa Teresa, pero después de comer le dijo a Mari Cruz que se encontraba mal, que tenía un terrible dolor de cabeza. Le advirtió que si la llamaban por teléfono la avisara inmediatamente. Pero las horas pasaban y nadie llamaba. Desde su dormitorio, Montse no estaba segura de oír el teléfono; por eso acechaba los pasos de la sirvienta, alerta, pendiente de cualquier ruido, de cualquier movimiento. A través del balcón abierto escuchó las horas, una tras otra, en los campanarios del Barrio Gótico. No podía pensar en otra cosa más que en el chico que la había traído a casa la última tarde. Ahora le resultaba fría la forma en que lo despidió en la puerta de casa. Quizá debió decirle algo más cuando le dio el número de teléfono. Tal vez lo había juzgado mal y leyó equivocadamente en sus ojos oscuros y misteriosos. Tal vez Santiago San Román tuviera todas las chicas que quisiera sólo con montarlas en su descapotable blanco, como había hecho con ella. La asaltaban las dudas y la angustia. Buscó el apellido San Román en la guía telefónica. Aunque conociera su número de teléfono, no iba a ser capaz de llamarlo, pero la tranquilizaba la idea de que podía dar con él cuando quisiera. De vez en cuando los tacones de Mari Cruz la sobresaltaban. Salió al balcón más de diez veces, ansiosa. Quizá el chico se estuviera ahora riendo de ella. Sin duda tenía novia y no había hecho otra cosa que demostrar delante de su amigo Pascualín el gancho que poseía con las chicas. Quizá no debió tomar la iniciativa de besarlo. Quizá debió dejarse besar. Conforme avanzaba la tarde se sentía más esclava de su propio nerviosismo. Rabiaba al pensar que había faltado a clase por culpa de aquel mojigato, y se sentía incapaz de pensar en otra cosa que en ese don nadie que había tratado de deslumbrarla. Pero cuando escuchó los tacones de Mari Cruz a mayor ritmo del habitual, y sintió que se detenían frente a la puerta, y oyó tocar con suavidad, y la voz dijo «Señorita Montse, al teléfono», tuvo que contenerse para que el corazón no se le saliera de su sitio. Corrió como enloquecida, entró en el salón, cerró la puerta y, casi sin aliento, cogió el auricular con las dos manos. «Soy Santiago San Román —escuchó al otro lado de la línea—. No sé si te acuerdas de ayer tarde». «¿Santiago San Román?», preguntó Montse, tratando de que no se le notara la afectación de la voz. Hubo una pausa tensa, como de equívoco. «Ayer te acompañé a casa y me diste el teléfono. Bueno, no me lo diste, te lo pedí yo…» «Ah, ya, tú eres el del descapotable blanco». Ahora la voz de Santiago se cortó, titubeante. «Sí, ése, yo. Bueno, sí. Santiago. Era por si te apetecía salir a dar una vuelta». «¿Una vuelta? ¿Una vuelta a qué?» A Montse le dolía ser cruel, pero no sabía hacerlo de otro modo. «Por ahí, por donde tú quieras. A tomar algo y todo eso». «¿Tu amigo, tú y yo?» «Qué va, qué va. Sólo tú y yo. El Pascualín tiene faena». Montse contó hasta siete, trabajosamente, antes de responder. «Tengo que estudiar. Voy muy retrasada con el alemán». Santiago no se esperaba esa respuesta. No sabía qué más decir. «Vaya, qué pena. Otro día te llamo entonces». La chica tragó saliva e hizo algo que iba en contra de sus principios. «Espera. ¿Dónde estás ahora?» «Enfrente de tu casa, en una cabina». «No te muevas de ahí, enseguida bajo».
Aquél fue el último día en que Montse acudió a las clases de la Academia Santa Teresa. Desde entonces, el verano se volvió primavera, los libros se volvieron flores secas; y el calor sofocante, una suave brisa que no dejó de acariciarle la piel durante muchos meses, incluso cuando el frío húmedo de la costa se coló Ramblas arriba para instalarse en todas las calles de la ciudad.
Aquella tarde el cielo estaba teñido de un rojo intenso que Montse jamás había visto. Santiago San Román llevaba la misma camisa blanca, impoluta, remangada por encima de los codos. Le pareció más alto que el día anterior, más moreno, más guapo. Tardó una hora en arreglarse y bajar, pero el chico no le hizo ni un solo reproche; la esperó sin despegarse de la cabina. «¿Adónde quieres llevarme?», dijo Montse, provocadora, en cuanto lo tuvo enfrente. «¿Te apetece dar un paseo?» «¿Andando?» El chico no esperaba aquella pregunta. «¿No has traído el coche?» Santiago enrojeció. Por primera vez parecía vulnerable. Cogió la mano de Montse y caminaron calle abajo como una pareja de novios. «Hoy no tengo el descapotable —le dijo a la chica mientras abría un Seat 850 de color amarillo—. Está en el garaje». Montse se montó sin replicar. Dentro olía a tabaco y a grasa.
Montada en el Seat, con las ventanillas bajadas para que le diera el aire, Montse se sintió tan bien como la tarde de antes en el descapotable blanco. Miraba por el rabillo del ojo a Santiago, que conducía como si lo hubiera hecho toda la vida. Cruzaron el Barrio Gótico y salieron a Las Ramblas. San Román se bajó del coche y corrió a abrirle la portezuela a Montse. Ella no pudo disimular cuánto le complacía aquel detalle. Sin preguntar nada, Santiago le señaló un bar y le cedió el paso. Montse conocía aquel lugar, pero no había entrado nunca. Se sentaron frente a la barra y Santiago pidió dos cervezas sin preguntarle lo que quería tomar. Se desenvolvía con soltura, como si aquél fuera su mundo. Por el contrario, a Montse le costaba trabajo fingir naturalidad. Le parecía que toda la gente estaba pendiente de ella: los camareros, los clientes, los transeúntes que pasaban ante las enormes cristaleras. Trató de imaginar lo que dirían sus amigas si la vieran ahora mismo allí. Apenas podía prestar atención a las palabras de Santiago, que hablaba como un torrente, sin darle tiempo a responder. Mientras bebía la primera cerveza de su vida, Montse trataba de adivinar qué se escondía tras las palabras de aquel chico. Bebió como si le encantara aquella bebida amarga. Aceptó un cigarrillo y fumó sin tragarse el humo para no empezar a toser. Todo le pareció mágico aquella tarde. Dejó hablar a Santiago y en ningún momento le hizo una sola pregunta. Cuando se despidieron, cerca de las diez de la noche, Montse se dejó besar. Tembló por primera vez bajo las caricias de un chico. Salió del coche con el regusto de la cerveza, el tabaco y los besos de Santiago. Estaba mareada. Mientras abría la puerta, la cancela le devolvió la imagen de San Román, apoyado en el coche, mirándola con atención, quizá con una sonrisa. Se dijo a sí misma que nunca más montaría en un coche con él, que jamás volvería a verlo. Con todo lo que había vivido aquella tarde tenía para estar hablando con sus amigas varios meses. A ninguna de ellas le había pasado jamás nada parecido. Se giró para decir adiós por última vez y tuvo que entornar los ojos al verlo tan guapo, tan atento a sus movimientos, tan apuesto.
Antes de las ocho de la mañana, Montse ya estaba en la esquina de la Vía Layetana, delante de la zapatería, esperando ver el coche amarillo de Santiago. Pero se presentó con uno rojo. Tan pronto como abrió la puerta de su casa, la noche anterior, la sirvienta le había dicho que la llamaban por teléfono. Era Santiago San Román, desde la cabina de enfrente. «¿Somos novios?», le preguntó sin más preámbulos. Montse sintió un cosquilleo que le llegaba hasta el cuello. Se sentía achispada y feliz. «Sí», le respondió tratando de mantenerse distante. «Entonces te espero mañana a las ocho en la esquina de la zapatería». Y ella no dijo nada; colgó. Sabía que no le iba a resultar fácil quitarse a aquel chico de la cabeza.
Llevaba los libros y la carpeta abrazados como si fueran una almohada. En el plumier, junto a los bolígrafos, guardaba un pintalabios y un tubo de rímel. No se había atrevido a ponerse el carmín en casa. Estaba tan nerviosa que tuvo que apoyarse en el escaparate de la zapatería para evitar el temblor de las piernas. Era consciente de que no lo estaba haciendo bien, de que debía haberse hecho de rogar, pero no era capaz de controlar sus impulsos. Cuando escuchó el claxon de un coche rojo y vio a Santiago asomado a la ventanilla, cruzó la calle a la carrera, sin mirar los coches que venían en ambos sentidos. Abrió la puerta de atrás, arrojó los libros al asiento y se montó delante. «¿Este coche es también de tu padre?» Le preguntó sin maldad, sin ironía, pero Santiago se puso rojo, avergonzado. Montse lo besó con un roce en los labios. «¿Qué llevas ahí?», preguntó el chico. «Los libros. No puedo decir en casa que no voy a ir a la academia». Santiago sonrió. «Eres una chica muy lista». «¿Hoy no tienes que trabajar?», y esta vez la pregunta iba envenenada, pero Santiago no se dio cuenta. «Estoy de vacaciones». Recorrieron Barcelona en una mañana pegajosa de julio. Con el paso de las horas, el sol iba quemando el color de las calles y de los edificios. Santiago no tenía prisa; conducía igual que si estuviera sentado en la barra de un bar. Ese día era Montse la que hablaba. Se sentía eufórica. Todo le llamaba la atención: la sirena de una ambulancia, un mendigo cruzando un paso de cebra, una pareja de novios, un hombre que se parecía a su tío. Santiago la escuchaba y sonreía sin interrumpirla. Cruzaron la ciudad de sur a norte y de norte a sur. Almorzaron en una terraza para turistas. Cuando Santiago le propuso subir al parque de atracciones, Montse no pudo contener su entusiasmo.
Desde el mirador de Montjuic contempló el puerto como si ella fuera la reina de aquel imperio. Antes de bajar del coche se pintó los labios mirándose en el espejo retrovisor y se dio rímel en las pestañas. Todo iba demasiado deprisa para detenerse a pensar. «Pareces una princesa», le dijo Santiago San Román. Y Montse sintió que el estómago se le encogía. Se dejó abrazar, y mientras su vista volaba por encima de los barcos, pensó en los chicos que había conocido hasta entonces. Ninguno se parecía a Santiago. Ahora le resultaban infantiles, inmaduros. Se dejó apretujar. Si no hubiera sido por el estremecimiento que se había apoderado de ella, habría creído que todo era un sueño. Pero no lo era. Nadie podía entender lo que estaba sintiendo en ese momento. Le vino a la mente, como una imagen fugaz, la casita de Cadaqués. Ahora le pareció que había desperdiciado muchos veranos allí, creyéndose en el centro del mundo. «¿Sabes nadar?», le preguntó Montse sin venir a cuento. «No, no he tenido tiempo de aprender. ¿Y tú?» «Tampoco», mintió Montse.
Comieron nubes de azúcar en el parque de atracciones. Dispararon en las casetas de tiro. Montaron en los coches de choque. Caminaron como una pareja de novios entre las atracciones. Santiago iba proponiendo cosas, y Montse se dejaba llevar. Cuando subieron a la montaña rusa se abrazaron tan fuerte que después estuvieron con los brazos agarrotados. Se confundieron con la gente, tratando de pasar desapercibidos entre los escasos turistas. Montse hablaba y hablaba. Los nervios la volvían parlanchina. «Quiero fumar», dijo. Y Santiago corrió a comprar un paquete de Chester en un quiosco. Cada vez que tenía que pagar, sacaba un fajo de billetes de cien que manejaba como si fuera el cajero de un banco. «Dime una cosa: ¿eres rico de verdad?» «Claro. El hombre más rico del mundo. ¿Cómo no voy a serlo estando contigo?»
A mediodía Montse llamó a su casa para decirle a la sirvienta que se quedaba a comer en casa de su amiga Nuria. «¿Y tú no llamas a tus padres?» «No, nunca. Yo no tengo que darles explicaciones. Soy independiente». «¡Qué suerte, chico!» Comieron en un restaurante caro. Santiago procuraba por todos los medios que Montse se sintiera bien, como nunca se hubiera sentido. Cuando la chica abrió la puerta del portal de su casa, abrazada a los libros, le parecía que el mundo daba vueltas alrededor. Se giró para despedirse de Santiago y notó cómo éste la empujaba suavemente hacia el portal. «¿Qué haces?» «A ti qué te parece». Se besaron. Montse sintió por primera vez unas manos que exploraban hasta donde nadie había llegado nunca. Los libros cayeron al suelo con un golpe seco. Le costó trabajo tomar la decisión de subir a casa. A pesar del cansancio tardó mucho en dormirse. Se propuso no lavarse los dientes para mantener el mayor tiempo posible el beso de Santiago en la boca, pero el gusto a tabaco le resultaba insoportable. Escribió en su diario. Soñó despierta. Por la mañana lo único que le importaba era que su familia no se enterase de nada.
Montse telefoneó muy temprano a su padre. Habló también con su hermana Teresa y con su madre. Les hizo creer que se aburría en las clases de la academia. Mintió al decir que tenía ganas de ir a Cadaqués. Y a las nueve y media estaba en la esquina de la zapatería, abrazada a los libros, nerviosa. Ese día Santiago llegó con un coche blanco, pero no era el descapotable. Montse subió como si formara parte de su rutina diaria, sonriendo, con ganas de tener cerca a Santiago. «No me creo que trabajes en un banco, ni que tu padre sea el director». El chico se puso tenso, apretó el acelerador y se incorporó a la circulación. «Santi, eres un mentiroso. Yo no te he mentido en nada». «Ni yo, Montse, ni yo. De verdad, no soy un mentiroso». La chica se percató enseguida del aprieto en que estaba poniendo al muchacho. Apoyó la nuca en el reposacabezas y le dejó suavemente la mano sobre la pierna. «Dime una cosa, Santi, ¿has querido a muchas mujeres?» Santiago San Román sonrió, intentando quitarse de encima la tensión. «A ninguna como a ti, reina». Montse sintió que le caía una lluvia de pétalos. Le temblaron los lóbulos de las orejas y sintió un cosquilleo en las rodillas. «Eres un mentiroso —le dijo, apretándole la pierna con la mano—, pero me encanta». «Te juro que no te miento. Te lo juro por…» Se quedó con la palabra en los labios. A juzgar por la expresión de sus cejas, algún oscuro pensamiento le pasó por la mente.
Durante una semana los libros de Montse viajaron en el asiento trasero de diferentes coches. Ella tuvo la sensación de estar viendo el mundo desde arriba. Planeaba sobre la ciudad sin poner los pies en el suelo más que cuando regresaba a casa. Cada tarde, antes de despedirse, Santiago la empujaba hasta el inmenso hueco de la escalera de caracol. Allí Montse lo dejaba recorrer su cuerpo. Se besaban durante horas hasta que les dolía el estómago. Miles de preguntas la asaltaban, pero no se atrevía a romper el hechizo. Le resultaba evidente el origen de Santiago. Hablaba como los charnegos, se comportaba impulsivamente, se contradecía en sus historias. Aunque trataba de ocultar sus manos, las uñas destrozadas y manchadas de grasa parecían más las de un tornero que las de un oficinista. Pero cada vez que Montse le hablaba de aquello el chico sufría, y ella no se sentía capaz de hacerlo pasar mucho más tiempo por aquel amargo trance. Luego, en casa, tumbada sobre la cama, trataba de ver las cosas con más distancia. Cada noche se proponía hablar con Santiago en cuanto volviera a tenerlo enfrente, pero llegado el momento temía hacer algo que pudiera ahuyentarlo.
Casi veintiséis años después, tumbada sobre la misma cama, tuvo la sensación de estar dándole vueltas aún a la misma idea. Las fotografías de Santiago vestido de militar habían detenido el tiempo. Le parecía haber visto esa misma mirada pocas horas antes, mientras se despedían en el hueco de la escalera. Se contempló las manos y se sintió mayor. Era como estar desenterrando a una persona muerta. Sacó la fotografía que había encontrado en el hospital y la colocó sobre la colcha, al lado de las otras fotos. No le cabía duda de que era Santiago San Román. Ahora quiso acordarse de lo que sintió cuando le dijeron que había muerto. Recordaba muy bien la cara de la estanquera y de su marido. ¿Habría sido idea de Santiago? ¿Pretendía vengarse inventándose su propia muerte? ¿Fue una broma macabra, o sólo un rumor que nadie se ocupó de confirmar? Montse tenía los ojos escocidos de tanto fijar la mirada en las fotografías. Estaba decidida a dar el paso que llevaba planeando todo el día. Sacó el teléfono móvil del bolso. Buscó un número apuntado con mucha prisa en la agenda. Marcó, con los nervios concentrados en el estómago. Tenía la sensación de estar levantando la lápida de un cementerio para asegurarse de que el cadáver seguía allí. Aguardó impaciente durante el sonido de los tonos. Alguien descolgó al otro lado. Era la voz quebrada de un hombre.
—¿El señor Ayach Bachir?
—¿Quién es?
—Soy la doctora Montserrat Cambra. ¿Puedo hablar con el señor Ayach Bachir?
—Soy yo. Soy Ayach Bachir.
—Verá, le llamo desde el Hospital de la Santa Creu.
—¿Del hospital? ¿Qué ha pasado ahora?
—Nada, tranquilícese, no ha pasado nada. Quería hablar con usted sobre su esposa.
—Mi esposa está muerta. La enterramos hace dos días.
—Lo sé, señor Bachir. Yo certifiqué su defunción.
Hubo un silencio al otro lado del aparato. A Montse le resultaba todo muy doloroso. Respiró hondo antes de seguir hablando.
—Verá, sólo quería comunicarle que cuando le devolvieron los efectos personales de su mujer se quedó algo en el hospital. Es una fotografía. Me gustaría devolvérsela personalmente y hablar con usted.
—¿Una fotografía? ¿Qué fotografía?
—Una de las que su esposa llevaba en el bolso.
—Me las dieron ya en el hospital.
—Perdone que le insista, pero hay una que se quedó traspapelada —mintió Montse, tratando de mostrar firmeza—. Ya sé que tal vez no sea éste el mejor momento, pero si a usted no le importa yo podría quedar con usted para devolvérsela. Si usted quiere puedo llevársela a su casa.
De nuevo el silencio y la espera.
—¿A mi casa? ¿Cómo me dijo antes que se llamaba?
—Montserrat Cambra. Tengo su dirección en la ficha del hospital. Ahora mismo la tengo aquí delante —volvió a mentir—. Carrer de Balboa. ¿Es ésa, no?
—Sí, ahí vivo.
—Pues si a usted no le importa…
—No me importa. Es usted muy amable.
Ahora Montse respiró tranquila. Le parecía estar saliendo de arenas movedizas.
—Pues mañana mismo me paso por allí. Vamos, si le viene bien.
—Me viene bien, sí. Cuando quiera. Será bien recibida.
Montse desconectó el teléfono y lo dejó en el bolso. Ató las cartas con la cinta roja y las devolvió a su sitio. Al meter la mano en el cajón tocó algo. Era un anillo de plata, ennegrecido. Lo sacó y lo miró a contraluz, como si fuera un prisma. Su corazón volvió a acelerarse, y comprobó aliviada que una lágrima corría por su mejilla y se colaba entre la comisura de los labios.