5

A Santiago San Román El Oasis le parecía el centro del universo. Acodado en la barra del bar, o sentado en las mesas cubiertas con hule, sentía que el mundo giraba en torno a él. Nunca antes había experimentado nada parecido. Con una copa de coñac en la mano y en compañía de Guillermo, no necesitaba otra cosa para olvidar la espina que había traído clavada en su conciencia desde la Península.

Los oficiales se reunían en el Casino Militar y en el Parador Nacional de El Aaiún. El Oasis, sin embargo, estaba reservado para la tropa. Los sábados por la tarde no había en toda la ciudad ni en la provincia un local más concurrido. El dueño de El Oasis se llamaba Pepe El Boli, un andaluz cansado de casi todo. Su local era el único en donde la prostitución contaba con el beneplácito silente de los oficiales. En El Oasis había putas, bingo, póquer, apuestas, peleas, costo y el coñac más barato de todo el Sáhara Occidental. Los sábados por la noche el local de Pepe El Boli parecía un campo de batalla. Las prostitutas, disfrazadas de camareras, no daban abasto, y los gritos de las timbas se mezclaban con el televisor a toda voz. Ningún otro local de la ciudad contaba con la fidelidad de la clientela de El Oasis. Antes o después, todos los que tenían una tarde, o un fin de semana de permiso, pasaban por allí.

Para Santiago San Román estar unas horas en El Oasis significaba olvidarse de sus obsesiones durante un tiempo. Y sus obsesiones, por aquellos días, se reducían a Montse, la pérfida Montse. En cuanto la segunda copa de coñac empezaba a correr como una llama por sus venas, se sentía el hombre más capaz del mundo. Entonces Montse pasaba a un segundo plano, y él sólo tenía tiempo para su amigo Guillermo y quienes quisieran compartir sus horas de permiso con los dos. Guillermo se había convertido no sólo en su confidente, sino en la persona más fiel que había conocido. Le escribía las cartas que Santiago le mandaba a Montse, lo escuchaba cuando necesitaba desahogarse, lo acompañaba en silencio cuando no tenía ganas de hablar. A Guillermo lo habían destinado provisionalmente como refuerzo de los zapadores del Regimiento Mixto de Ingenieros número 9. Pasaba los días haciendo zanjas y fosos para la construcción del zoológico de El Aaiún. Como a todos los legionarios, le hacía poca gracia mezclarse con las tropas regulares. Santiago, por su parte, era mecánico en el 4o Tercio de la Legión Alejandro Farnesio, en una batería autotransportada. Sin embargo, el azar quiso que su destino estuviera unido al grupo de Tropas Nómadas, dirigido por el comandante Javier Lobo.

Las Tropas Nómadas, igual que la Policía Territorial, era un cuerpo formado sobre todo por saharauis, aunque los oficiales no lo fueran. Desde el primer día le llamaron enormemente la atención. A los ojos de un recién llegado de la Península, aquellos muchachos de piel oscura, pelo ensortijado y costumbres tan peculiares no dejaban de sorprenderle. La primera vez que tuvo la oportunidad de tratarlos de cerca fue el día en que un Land-Rover de Tropas Nómadas entró empujado por cuatro soldados saharauis hasta el foso en que trabajaba Santiago San Román. Los saharauis, manchados de grasa hasta la frente, lo dejaron allí y levantaron el capó. Cuando Santiago echó una ojeada al motor del vehículo, soltó un silbido agudo que atrajo la atención de los otros mecánicos. Los alambres, empalmes y parches de aquel Land-Rover formaban una maraña que impedía ver el bloque del motor. «Nos manda el comandante Lobo», dijo uno de los soldados, y al hablar se puso tan firme que parecía estar jurando bandera. Los mecánicos se desentendieron. Sólo Santiago San Román se tomó interés por aquellos cuatro muchachos. «No conseguimos hacerlo arrancar —siguió diciendo—. Si no lo arreglamos, nos arrestarán». Santiago no podía apartar la mirada de los cuatro. Enseguida los otros mecánicos dejaron las herramientas para ir a almorzar. En sus gestos se veía que no estaban dispuestos a tragarse aquella papeleta. Santiago se sintió indignado por el comportamiento de sus compañeros, pero no tenía ánimos para enfrascarse en una discusión. Por el contrario, la mirada de aquellos saharauis le pareció la de los náufragos en mitad del océano. Sin mediar palabra metió la cabeza en las fauces del vehículo y empezó a desarmar el entramado de alambres.

Cuando los compañeros volvieron de almorzar, Santiago seguía metido hasta la cintura en las fauces del Land-Rover. Los cuatro lo miraban en silencio, sin atreverse a interrumpir su concentración. Santiago, como en estado de trance, hablaba con el motor del vehículo y, de vez en cuando, les decía algo a los de Tropas Nómadas. Ellos, mientras tanto, se miraban entre sí sin saber muy bien si aquel legionario estaba loco. Después de varias horas sustituyendo piezas, examinando manguitos y hablando con el motor, Santiago San Román montó en el vehículo, hizo girar la llave del contacto y el motor rugió como con una tos enfermiza. Tras pisar varias veces el acelerador hasta el fondo, el humo negro dejó paso a otro más claro, y el Land-Rover comenzó a sonar con normalidad. El legionario salió del taller conduciendo el vehículo y se detuvo en la puerta. «Montar», les dijo. Y los cuatro obedecieron como si fuera la orden de su comandante. Santiago San Román dio varias vueltas por los pabellones, probó la dirección, los frenos y, finalmente, se detuvo en la puerta del batallón de Tropas Nómadas. Se bajó del coche sin quitar el contacto y dijo: «Es todo vuestro. Podéis decirle al comandante Lobo que tiene Land-Rover para otros diez años». Y, mientras se alejaba, ellos se quedaron sin saber qué decir. Cuando ya estaba a cierta distancia, oyó que lo llamaban. Se detuvo. «Gracias, amigo, gracias». Santiago hizo un gesto para quitarle importancia, pero uno de los saharauis corrió hacia él. Le agarró la mano y se la retuvo. «Yo soy Lazaar». Santiago San Román se presentó a su vez. «Estamos ahí, en ese pabellón. Ven a visitarnos; serás bienvenido. Ven cuando quieras. Tendrás muchos amigos». Aquel día, cuando Santiago entró en el comedor de la tropa, tenía la sensación de que las palabras de aquel soldado eran sinceras.

La primera vez que Santiago San Román pisó el pabellón de Tropas Nómadas, le pareció que entraba en otro mundo. La tropa, lejos de la vigilancia de los mandos, se comportaba como si el edificio fuera una gran jaima. Sentados alrededor de un infiernillo, en la misma entrada del pabellón, una docena de soldados rasos charlaba en hasanía y tomaba té, tan relajados que aquello no parecía un cuartel. En cuanto vieron entrar a Santiago, los rostros se pusieron serios y cesó de repente la conversación. San Román estuvo a punto de darse la vuelta y volver por donde había venido, pero la presencia de Lazaar lo tranquilizó. «No quería molestar —se excusó Santiago—. Yo no sabía…». Lazaar se dirigió en árabe a sus compañeros y enseguida la conversación volvió por los mismos cauces. El saharaui lo cogió con las dos manos y lo invitó a sentarse alrededor del té. Y no tuvo que pasar mucho tiempo para que Santiago dejara de sentirse un extraño. «¿Tú juegas al fútbol?», le preguntó uno de los saharauis. «Claro. Yo enseñé a jugar al fútbol a Cruyff». Lazaar le dijo, serio: «Yo soy del Madrid». «También enseñé a jugar a Amancio, no creas». Desde aquel día, Santiago San Román jugó todas las tardes como portero en el equipo de Tropas Nómadas, y cada vez que derrotaban a los peninsulares sus compañeros de batallón lo tachaban de traidor.

Ahora, acodado en la barra de El Oasis, Santiago San Román veía a los soldados de Tropas Nómadas pasar por delante del bar al tiempo que miraban por la ventana con una mezcla de curiosidad y desprecio. Apuró su copa de coñac e hizo el firme propósito de no beber más si algún saharaui podía verlo. Aquello le producía una vergüenza que jamás había sentido. El sargento Baquedano, el único suboficial del Tercio que pisaba El Oasis, se pavoneaba entre las camareras, pellizcándoles el trasero y rozándoles las tetas. Su aliento aguardentoso lo delataba en cualquier parte en que se encontrara. De Baquedano se contaban cosas terribles. Tenía alrededor de cuarenta años, y saltaba a la vista que la Legión, el aguardiente y las putas eran todo en su vida. Decían que en una ocasión le pegó un tiro en un pie a un recluta por llevar el paso cambiado. Viéndolo borracho y apretando su paquete contra las prostitutas, cualquiera podía creer lo que contaran de él. La mayoría de los soldados lo evitaba, pero había algunos fanfarrones que le reían las gracias y lo seguían a todas partes para aplaudir sus bravuconadas e invitarlo a beber. Luego tenían que sufrir con resignación sus humillaciones y rebajarse como animales a sus ultrajes. Las prostitutas, que ya lo conocían bien, eran quienes daban más rodeos para no cruzarse en su camino. Sin duda el sargento Baquedano era la única persona en aquel local que las hacía sentirse inseguras y temerosas. Bien sabían ellas que si se enfrentaban a aquel chusquero podían perder el trabajo o aparecer rajadas sobre alguna cuneta en la carretera de Smara. El sargento Baquedano era como un gran padrino que trabajaba para el comandante Panta. Toda la prostitución de El Oasis tenía que ser supervisada por el comandante Panta, pero ningún oficial hubiera visto con buenos ojos que un mando de su rango pisara un local como aquél. Los oficiales nunca compartían las putas con la tropa. Ni siquiera los cabos y los sargentos. Sin embargo, no podían dejar que las mafias se instalaran en El Aaiún trayendo mujeres de la Península, de Marruecos o de Mauritania. El comandante Panta velaba por la salud del Tercio y por que no hubiera injerencias. Pero el comandante nunca había llegado a ver a Baquedano borracho, tambaleándose entre las mesas, sujetándose los cojones con las dos manos y babeando sobre los pechos de las prostitutas vestidas de camareras.

Santiago San Román apartó la mirada las dos o tres ocasiones en que se cruzó con la del sargento. Cuando vio salir del local a Baquedano, se sintió mucho más relajado a pesar del escándalo que formaba la tropa. La música se mezclaba con el televisor que nadie miraba, con los golpes de las botellas en el mármol de la barra, los gritos de las timbas de póquer, con los números del bingo y con las conversaciones a voz en grito. De repente todos los sonidos confluyeron en un segundo de silencio, y de las marchas militares se pasó a Las Corsarias, el pasodoble preferido de Pepe El Boli. En cuanto Santiago San Román escuchó los primeros compases, sintió como si el techo del bar se le cayera encima. Al momento la imagen de Montse vino a su cabeza como un fantasma agazapado. Todos los ruidos se le volvieron inexplicablemente hostiles.

—¿Otra copa de coñac? —preguntó Guillermo.

—No, no quiero más. Tengo vinagrera.

—Entonces, una cerveza.

—Tómatela tú, yo tengo mal el estómago —mintió Santiago.

—¿Y no vas a beber más en toda la noche? Es sábado.

Santiago San Román miró muy serio a su amigo, y enseguida Guillermo supo de lo que se trataba. No replicó. Conocía muy bien los accesos de melancolía de su amigo. Salieron los dos de El Oasis y en la calle tropezaron de golpe con la brisa fresca de febrero. Caminaron en silencio, sin rumbo. Hasta que no llegaron a la Plaza de España, las calles estaban anormalmente vacías. Sin embargo, allí parecía concentrarse toda la ciudad. Llegaba hasta la calle el ruido de los bares. La Policía Territorial patrullaba en sus vehículos y a pie, intentando no llamar mucho la atención. Se detuvieron los dos ante la fachada del cine. Bajo el rótulo de Serpico, el dibujo coloreado de Al Pacino luchaba por salirse de la cartelera. Guillermo separó las piernas, frente a él, tratando de imitar la postura de un policía del Bronx. Parecía la sombra del actor. Se caló la gorrilla hasta las cejas y se ciñó el barboquejo a la barbilla. Las muchachas que esperaban en la cola para sacar la entrada lo miraban y se reían tapándose la boca.

—Deja de hacer el payaso —lo reprendió Santiago—. ¿No ves que te mira todo el mundo?

Guillermo puso los dos pulgares sobre la enorme hebilla de chapa plateada del cinturón y les lanzó un beso a las chicas, que no paraban de reírse.

—Tienes que hacerme un favor, Guillermo. Te juro que es la última vez que te lo pido.

Enseguida se le fueron las ganas de jarana a Guillermo. Aquellas palabras le resultaban más que cotidianas. Santiago echó a caminar despacio, sin sacar el pecho ni echar los hombros hacia atrás.

—Vámonos de aquí, esto está plagado de sargentos.

Cada escalafón tenía una zona en la ciudad. Normalmente los sargentos y los cabos trataban de evitar los alrededores del Parador y del Casino Militar, para no tener que saludar continuamente a sus superiores. A su vez, los soldados rasos no paseaban por las calles principales, en donde los suboficiales tenían sus bares favoritos.

Los dos amigos se dirigieron sin decir nada hacia la Avenida de Skaikima. Sabían que allí iban a estar lejos de la mirada de los legionarios. Caminaban en silencio, como si se leyeran el pensamiento el uno al otro. Se detuvieron junto a una cabina telefónica, y Santiago sacó todas las monedas que llevaba en los bolsillos. Por alguna extraña razón, en aquel lugar el aire olía a tomillo. Le dio las monedas a Guillermo.

—Quiero que llames a Montse. Bueno, primero…

—Ya lo sé, ya lo sé —lo interrumpió, impaciente, Guillermo.

—Dices que eres un compañero de la universidad y que tienes que hablar con ella…

—¡Santi! —le gritó Guillermo con ganas de abofetearlo.

—¿Qué pasa?

—¿Sabes cuántas veces he llamado ya a tu chica?

—No es mi chica, Guillermo, ya te lo he dicho. Y si no quieres hacerme este favor…

Guillermo le echó el brazo por encima del hombro, conciliador, y trató de serenar a su amigo.

—Voy a llamarla, ¿vale?, voy a llamarla. Pero no me expliques lo que tengo que decirle, porque me lo has repetido mil veces. Yo soy el que la llama, yo soy el que le escribe, al final seré yo también el que…

Guillermo se detuvo, arrepentido de sus palabras. Su amigo estaba tan ofuscado que no llegó a entender lo que decía. Finalmente, se echó las monedas al bolsillo y entró en la cabina. Santiago se alejó unos metros, como si estuviera avergonzado de lo que hacía.

La última llamada había sido dramática. También en aquella ocasión la telefoneó desde una cabina, a escasos metros del portal de la Vía Layetana. Cuando Montse se puso por fin, eran ya casi las diez de la noche. Santiago llevaba cuatro horas apostado ante la casa de la muchacha. La humedad y el frío de los primeros días de diciembre le habían calado los huesos. Al oír finalmente su voz al otro lado de la línea, se quedó callado sin saber qué decir. Al cabo se sobrepuso y trató de controlar sus nervios. «Soy Santi», le dijo con voz temblorosa. «Lo sé, ya me lo han dicho, ¿qué quieres?» «Mira, Montse, llevo llamándote toda la tarde». «He estado estudiando en la biblioteca, acabo de llegar». «No me mientas, Montse, no te lo consiento». «¿Me llamas para decirme mentirosa? Eres un descarado, ¿lo sabías?» «No, no quería llamarte mentirosa, pero estoy desde las seis de la tarde en la puerta de tu casa y no te he visto entrar ni salir». Ahora se produjo un silencio largo y dramático. «Pero ¿te has creído que me vas a pedir cuentas a mí?» «No, Montse, no quiero pedirte cuentas, sólo quiero decirte que me voy». «Pues adiós». «Que me voy a Zaragoza». De nuevo, silencio. «He recibido la citación de la caja de reclutas en mi casa. Me tengo que incorporar al cuartel pasado mañana». Montse seguía callada, y aquello le dio fuerzas a Santiago. «¿Has hablado ya con tus padres?», preguntó el muchacho, cargándose de valor. «¿Con mis padres? ¿Y qué tengo yo que hablar con mis padres?» Santiago se arrancó entonces con furia: «De lo del niño, hostias, de nuestro hijo». No le dio tiempo a decir más. «Mira, guapito, lo del niño es cosa mía, y nada más que mía». «Algo tendré yo que ver también, vamos, digo yo». «Pues haberlo pensado antes —ahora Montse estaba a punto de echarse a llorar—. Antes de haberte liado con esa rubia de discoteca, antes de morrearte con…». «Yo no me he morreado con nadie». «No voy a consentirte más que me mientas». «No te miento, Montse, te lo juro por mi madre, por lo más sagrado te lo juro. No es más que una amiga». «¿Y tú besas así a una amiga?» «Ya te he dicho cien veces que fuimos novios hace un tiempo. Pero éramos unos críos. Me cago en…» «¡Qué estúpida he sido, qué estúpida!» «Montse, el niño…» «Ese niño es mío, ¿me oyes?, mío. Quiero que te olvides de que me has conocido, que te olvides del niño, que te olvides de todo». De repente el auricular se quedó en silencio. Luego un pitido agudo y continuo anunció que ya no había nadie al otro lado. Santiago se dio un capón con rabia contra el cristal de la cabina. Se abrió una brecha en la frente y la sangre comenzó a escurrirle por la cara. La gente que pasaba por la calle se alejó unos metros al oír el golpe. No sabía qué hacer con el auricular. Por fin lo lanzó con todas sus fuerzas contra el teléfono y se partió por la mitad. Salió de la cabina como una fiera, mirando con rabia a todas partes. Jamás había sentido una humillación tan grande, una impotencia como aquélla. No podía pegarle a nadie, no podía decirle las cosas a nadie en la cara, no encontraba manera de desahogar tanta rabia.

Guillermo se acercó a él con un gesto extremadamente serio. Llevaba en la mano las monedas que le habían sobrado.

—No está en casa.

—¿No está o no quiere ponerse?

—¿Qué diferencia hay?

—Ninguna, pero yo tengo que saber la verdad. ¿Quién se puso?

—No lo sé. Sería su hermana, seguramente.

—¿Qué le dijiste?

—Que era un amigo de la universidad.

—¿Y qué te contestó?

—Que estaba fuera de Barcelona. Me pidió el nombre y el teléfono, por si ella quería llamarme. Le dije que no era tan urgente, que llamaría otro día.

Conforme salían de la avenida, el sonido de los coches daba paso al de los televisores de los pisos bajos. La noche estaba tibia. Sólo el viento intermitente de febrero la hacía desapacible. Se detuvieron en una esquina, lejos del centro. Apenas circulaban automóviles. La luna se reflejaba muy a lo lejos, en el cauce escaso de la Saguía. Fumaban en silencio. Guillermo no se atrevía a profanar los pensamientos de su amigo.

—Nunca más, te lo juro, nunca más —dijo inesperadamente Santiago San Román—. No quiero saber nada de ella.

—No te lo tomes así.

Pero Santiago no parecía escuchar a su amigo.

—Nadie me había tratado nunca de esa manera. A la mierda. Desde hoy Montse está muerta. Para siempre. ¿Me has oído?

—Te he oído.

—Si alguna vez menciono su nombre, o te pido que la llames, o que le escribas, quiero que me partas la cara. Bien partida, ¿me entiendes?

—Como quieras.

—Júramelo.

—Te lo juro.

Santiago, en un arranque de sinceridad, se abrazó a su amigo y lo apretó con todas sus fuerzas. Luego lo besó en la mejilla.

—¿Qué haces? Suéltame, cojones. Como nos vean, van a pensar que somos maricones.

Santiago lo soltó y sonrió por primera vez en toda la noche.

—De maricones, nada. Esta noche la armamos. Aunque durmamos en el calabozo.

Enseguida Guillermo se contagió del entusiasmo repentino de su amigo.

—Vámonos al Oasis —dijo Guillermo.

—Y una mierda. Eso es lo de todos los sábados. Vayámonos de putas. Pero putas de las buenas.

—¿Y el dinero?

—Somos novios de la muerte. ¡Qué dinero ni qué cojones! A la mierda el dinero.

Por el fondo de la calle apareció un coche de la Policía Territorial. Al momento los dos legionarios se pusieron muy serios y tiesos, como si aquellos saharauis pudieran leer sus pensamientos. El coche patrulla pasó muy despacio a su lado, pero no se detuvo.

—¿Has estado alguna vez allí arriba? —preguntó Santiago, señalando a las Casas de Piedra.

—Claro que no. ¿Te crees que estoy loco? Además, allí no hay bares ni putas.

El barrio de Zemla, en la parte alta de la ciudad, era zona casi exclusiva de los saharauis. Lo llamaban tambien las Casas de Piedra o Hata-Rambla, que quería decir «línea de dunas». Aparte de los saharauis, sólo unos pocos canarios vivían allí.

—Dime una cosa: ¿no tienes curiosidad por saber lo que hay en esas calles?

—Ninguna. ¿Tú sí?

—Vamos a dar una vuelta. En el Tercio no hay lejías con cojones para entrar ahí.

—¿Y tú los tienes?

—Me sobran.

—Estás tocado del ala, tocado de aquí, compañero.

—No me puedo creer que tengas miedo.

—No tengo miedo, Santi, no me jodas. Pero tú has oído igual que yo lo que cuentan de ese barrio.

—Todo mentira, Guillermo. ¿Conoces a alguien que haya subido hasta allí?

—No.

—Pues yo sí.

—Los saharauis no cuentan, ellos viven allí. Pero ¿no has oído lo de las manifestaciones? Esos demonios del Polisario están envenenando a la gente. Han secuestrado a dos camioneros. ¿No sabes lo de Agyeyimat? Murieron un montón de lejías.

Santiago se fue enfriando con las excusas de su amigo. Desde el primer día que paseó por El Aaiún le llamó la atención aquella parte elevada de la ciudad, a pesar de su aspecto miserable.

—Eso ocurrió lejos de aquí. Esto es la civilización. Aquí no hay traidores. Pero si no estás convencido o tienes miedo…

—Vete a la mierda. Yo me vuelvo al Oasis.

Guillermo echó a andar, contrariado, y su amigo lo siguió sin parar de sonreír. Santiago tenía la sensación de haber vivido siempre en aquella ciudad, de conocerla mejor que la suya. Intentó pensar en su barrio, en su casa, en el estanco de su madre, pero las imágenes eran borrosas. De repente volvió a pensar en Montse y no fue capaz de recordar su cara.