El hospital de Smara, a las cuatro de la tarde, tiene un aspecto fantasmal. Fuera, el sol abrasador y un viento seco y cortante impiden que la vida se desarrolle con normalidad. Dentro, los pasillos vacíos y en penumbra se van entrelazando como una tela de araña hacia las entrañas del edificio. El hospital de Smara, desde la lejanía, parece un espejismo que surge de la terrible hammada del Sáhara.
Vestido con uniforme verde olivo, el coronel Mulud Lahsen entra en las dependencias sanitarias sacudiéndose el polvo de la ropa y apartándose el turbante de la boca. El chófer lo espera sin bajarse del Toyota, a pleno sol. Mulud Lahsen no se quita las gafas de sol a pesar de la oscuridad de los pasillos. De repente, tras cruzar el umbral, parece que el desierto haya quedado muy lejos. Huele a desinfectante. El coronel hace un gesto con la nariz, como si después de tantos años no terminara de acostumbrarse a aquel olor tan intenso. Conoce el hospital como la palma de su mano. Lo ha visto crecer desde los cimientos, cuando allí no había más que arena y piedras. Camina con seguridad por la maraña de pasillos desiertos. Se planta ante el despacho del director sin haberse cruzado con nadie. Entra sin llamar. El director es un hombre menudo e inquieto. Sentado tras su mesa, mantiene la cabeza clavada en una montaña de papeles. Usa gafas de concha. El poco pelo que le queda está vencido por las canas. Su piel está curtida y oscurecida por el sol. Al ver al coronel plantado ante la puerta, dibuja una sonrisa generosa. Comienzan un largo saludo de fórmulas en árabe, mirándose a los ojos y cogidos de la mano.
El coronel Mulud Lahsen es grande y muy corpulento. A su lado, el director del hospital de Smara parece un niño.
—Mulud, Mulud, Mulud —dice el director cuando acaban finalmente el saludo y se sueltan las manos.
—Con la bata y las gafas pareces un médico.
El director le sonríe. Se conocen desde que eran niños, mucho antes de tener que abandonar su país.
—Eres la última persona a la que esperaba ver hoy —dice el director.
—Y hubiera querido venir antes, pero he estado fuera demasiado tiempo.
—Algo de eso he oído por ahí. ¿Cómo está el ministro?
—Tiene las fiebres —le confiesa el coronel con una generosa sonrisa.
—¿El ministro de Sanidad, con fiebres? ¿No sabe que en nuestro hospital estamos sobrados de camas?
Los dos ríen a carcajadas. El coronel se quita las gafas de sol y las coloca sobre la mesa de despacho. Tiene los ojos muy irritados.
—Es así de cabezota. Tú ya lo conoces.
—Sí, sí, lo conozco muy bien…
Mientras habla, el director saca unos vasos de un cajón y los coloca sobre la mesa. Luego cruza la habitación y enciende un infiernillo de gas. Llena de agua una tetera y la pone a hervir.
—¿Cómo va todo por aquí? —pregunta el coronel.
—Bien, bien, como siempre. Estamos terminando de instalar los últimos aparatos. Todo el mundo intenta ponerlos en marcha.
—Por eso está el hospital tan tranquilo, ¿no?
—Sí. Bueno, la verdad es que hoy no hay nadie ingresado. Las enfermeras están terminando de montar la biblioteca y tratando de aclararse con la nueva máquina de análisis. Todos los reactivos y las instrucciones están en alemán.
—¿No hay nadie ingresado?
—Esta mañana dimos de alta a un niño que tenía dolor de muelas.
—¿Nada más?
—En realidad, sí. Casi me había olvidado. Tenemos a una mujer extranjera desde hace más de tres semanas. A fuerza de verla todos los días ya me había olvidado de que no es del personal del hospital. Ha estado a punto de morir.
—¿Una mujer? ¿Y extranjera?
El director deja la preparación del té y se acerca al coronel. Con mucho cuidado le levanta los párpados.
—A ver, déjame ver esos ojos.
El coronel Mulud se deja examinar pacientemente. Le abre bien los párpados y le examina la glándula conjuntiva.
—Os mandé un mensaje al día siguiente de su llegada. En mi informe os explicaba todos los pormenores de su ingreso. Me extrañó que no dierais señales de vida, pero se pierden tantos papeles en el camino.
El director habla mientras estudia cuidadosamente los ojos de Mulud.
—Tienes una conjuntivitis muy fuerte —le dice al coronel.
—Es por el viento.
—Y por el sol. Ayer te hubiera dado unas gotas para los ojos, pero hoy ya no quedan. Si pasas por aquí dentro de quince días, tal vez pueda hacer algo por ti. No me gusta el aspecto que tiene este ojo.
Entonces el coronel busca en el interior de su guerrera y saca una carta. La despliega sobre la mesa. El director se queda mirando el papel y enseguida reconoce su propia letra.
—Así que recibisteis el informe en Rabuni.
—La encontré anteayer entre los papeles que tenía que despachar en el Ministerio. Ya te he dicho que tuve que estar fuera durante un tiempo. Pero esto que cuentas aquí me ha llamado la atención.
—A mí también me parece un caso insólito. Por eso quería saber qué trámites debo seguir.
—Dices que la mujer está viva.
—Sí, pero hace una semana no lo hubiera asegurado tan rotundamente.
Los dos hombres se quedan un rato en silencio. El director limpia con un paño de algodón los dos vasos hasta dejarlos brillantes.
—Es difícil saber lo que le ha pasado. Ahora que estás aquí me alegro de poder hablarlo con alguien.
—Cuéntame lo que ocurrió. Estoy intrigado.
—Pues verás, hace casi un mes se presentó una patrulla del Ejército con una mujer moribunda.
—¿Una patrulla dices?
—Eran dos hombres en un todoterreno. Según contaron, habían salido aquella misma mañana de Smara con otro grupo en dirección al Muro.
—¿No recuerdas el nombre de ninguno?
—No. Jamás los había visto, y no se identificaron.
—Resulta todo muy extraño. Ninguna patrulla ha comunicado que encontrara a esa mujer o que la trajera a este hospital.
—Según explicaron, formaban parte de un convoy que se dirigía a los territorios liberados. Por lo que pude deducir de las pocas explicaciones que dieron, habían salido al amanecer y, a unos treinta kilómetros, encontraron a una mujer en mitad del desierto. Era de las nuestras, y les hizo señales desde muy lejos para llamar su atención. Cuando se acercaron les dijo que había dejado a una mujer moribunda a una jornada de camino hacia el norte. Por lo que explicó, a aquella mujer le había picado un escorpión.
—¿Una de las nuestras, sola en mitad del desierto?
—Eso fue lo que contaron.
—¿Tú hablaste con ella?
—No venía en el vehículo. Se quedó en el mismo lugar en que la habían encontrado, a treinta kilómetros de Smara. Y sola porque, según dijeron, el convoy siguió hacia el Muro.
—Todo lo que me cuentas es muy extraño.
—También a mí me lo pareció; por eso mandé esta carta al Ministerio. Pensaba que responderíais mucho antes.
El coronel Mulud pasa por alto aquella observación. Intenta encontrar alguna explicación a todo aquello. Finalmente pregunta:
—¿Ninguno de los soldados te supo dar más referencias de las dos mujeres?
—Tenían mucha prisa por marchar. Para ellos el asunto no suponía más que un engorro. Les sugerí que deberían hacer un informe de todo lo que había ocurrido, y me fulminaron con la mirada.
—Pues ésa era su obligación.
El director del hospital comienza a llenar de té los vasos. El ruido del agua al caer desde lo alto se apodera de la habitación. Durante un rato las palabras quedan a un lado y los dos hombres permanecen ensimismados en la contemplación del brillo de la bandeja.
Por un instante Aza tuvo la certeza de que iba a morir. Corría tratando de evitar la línea recta. Tenía el sol de frente y aquello le daba una ligera ventaja, pero sus piernas se movían más despacio que las órdenes de su mente. Corrió en un zigzag tortuoso, buscando con la vista alguna elevación del terreno, un pequeño montículo, algún desnivel para agazaparse. Aturdida por la situación angustiosa, se fue metiendo por el lugar menos apropiado. Los nervios le impedían tomar ninguna decisión. Cuando se dio cuenta ya corría sobre las arenas mullidas. Sus pasos entonces se hicieron más cortos y torpes. A cada zancada se hundía hasta la pantorrilla. Sabía bien que su ventaja era muy pequeña. Ni siquiera quiso volver la cabeza para comprobarlo. Terminó caminando con la mirada fija en el suelo, ahora en línea recta. Sentía el peso de sus hombros, y las piernas le quemaban. La melfa, además, era un estorbo, pero no quiso quitársela y arrojarla lejos. De pronto escuchó con mucha claridad un sonido metálico que le resultaba conocido. Alguien estaba cargando un rifle, y lo hacía sin prisas. Sacó fuerzas de donde no las tenía y volvió a correr apenas unos metros. En ese instante se levantó un viento inesperado. Y a pesar de todo escuchó, como si estuviera a su lado, la detonación del rifle. La melfa se le enredó en las piernas y cayó de bruces sobre la arena del desierto. Todo ocurrió tan rápido que no pudo saber en un principio si había caído por su torpeza o abatida por la bala.
Ahora sólo escuchaba el silbido del viento que levantaba enormes nubes de polvo. Le dolía todo el cuerpo, pero su mente iba recuperando la lucidez. Tumbada sobre el suelo no podía ver a sus perseguidores, de manera que tampoco ellos la tenían a la vista. Movió un poco el cuerpo y se palpó la espalda sin incorporarse. No tenía sangre ni heridas: la bala había pasado de largo. Casi instintivamente se apretó contra el suelo y comenzó a excavar con las dos manos. La arena estaba muy blanda, y el viento ayudaba en la tarea. Ella misma se sorprendió de la rapidez con que había empezado a funcionar su mente. Poco a poco comenzó a cavar también con los pies, con las piernas, con todo el cuerpo. En pocos minutos había hecho un hueco considerable en la arena. Se dio la vuelta, dentro del agujero, y comenzó a taparse con la tierra. Se colocó la melfa sobre la cara y fue cubriéndola también con mucha dificultad. El viento hizo el resto. Al cabo de un rato quedó totalmente enterrada, con el rostro apenas a unos centímetros de la superficie. Podía escuchar muy bien el sonido del viento e incluso, cuando cambiaba la dirección, le llegaban las palabras de Le Monsieur y de sus hombres.
Aza había escuchado muchas veces a sus mayores contar historias de la guerra. A base de oírlas dejó de prestarles atención, pero nunca las olvidó del todo. Fueron muchos los saharauis que en la década de los setenta habían pasado de pastores a guerreros y habían rescatado las formas de guerra de sus antepasados. En las emboscadas a los marroquíes, los saharauis utilizaban con frecuencia la técnica del enterramiento. El tío de Aza le contó muchas veces cómo, enterrado en la arena, había sentido un carro de combate enemigo que pasaba por encima de él. Pero había que tener mucha sangre fría; eso también lo dijo muchas veces su tío. Aza intentó recordar aquellas historias mientras permanecía enterrada. Ahora se arrepintió de no haber estado más atenta, o de no haber reconocido la utilidad de aquella técnica de guerrilla.
El corazón se movía en su pecho como una bomba a punto de reventar. Aza sabía bien que su peor enemigo eran los nervios. Trató de pensar en cosas agradables. Pensó en su hijo, en su madre. Recordó el Malecón de La Habana, con aquellos coches antiguos que lo cruzaban milagrosamente. El viento del desierto se fue pareciendo al viento del Caribe que estrellaba las terribles olas contra las piedras del Malecón. Pensó en el día de su boda. Respiraba con dificultad, pero poco a poco se fue tranquilizando; hasta que sus pensamientos se confundieron con las voces de aquellos hombres despreciables que creían haberla matado. Enseguida reconoció la voz de Le Monsieur hablando en francés con los mercenarios que lo acompañaban a todas partes. De vez en cuando pronunciaba frases en español para maldecir. Tenía la seguridad de que la estaban buscando desesperadamente. Sin duda pensaban que había sido alcanzada por el disparo. Unos a otros se echaban la culpa de que no apareciera el cadáver de la saharaui. Se acercaron tanto que casi podía sentir sus respiraciones fatigosas. Y por encima de sus voces se escuchaba a Le Monsieur insultando a todos y amenazándolos con cortarles el cuello. Aza temía que su corazón pudiera delatarla. Intentaba respirar profundamente pero con mucha lentitud. A veces los granos de arena se colaban por el tejido de la melfa que le cubría el rostro. Sabía que no iba a poder aguantar mucho tiempo en aquella angustiosa situación. Prefería, sin embargo, morir enterrada que caer en manos de aquellos criminales.
Cada vez que Aza escuchaba cerca la voz de Le Monsieur, su cuerpo se ponía tenso y se le encajaban las mandíbulas. Llegó a oírlo tan cerca que por un instante pensó que iba a pisarla. Luego las voces se alejaban, y al rato volvían a sentirse próximas. Los hombres hacían círculos alrededor del lugar en que habían visto caer a la saharaui. Hubo un momento de crispación cuando los mercenarios comenzaron a discutir entre ellos. Aza conocía bien a otros tipos como aquéllos y sabía que eran capaces de matarse por una ofensa o por un simple cruce de insultos. Pero la voz que más se oía era la del legionario. De tanto gritar se iba quedando ronco. Mientras tanto, el viento jugaba en favor de Aza. No sólo sus huellas habían sido borradas de la arena, sino que la tierra se iba acumulando en la imperceptible elevación que suponía el relieve de su cuerpo en la superficie del desierto, de forma que cada vez quedaba más oculta.
Conforme las voces fueron escuchándose en la lejanía, Aza empezó a sopesar las posibilidades que tenía de sobrevivir. Hacía más de diez horas que no había bebido agua, y aquello agravaba su situación. Además, después de la angustiosa carrera para huir de los mercenarios, había empezado a sudar, y el agua se escapaba sin control por sus poros. A pesar del viento, la arena estaba ardiendo por el sol. Cualquier saharaui sabía muy bien lo que significaba quedarse en el desierto sin agua. Había conocido algunos casos de muerte por deshidratación. Ciertamente le parecía el más terrible de los finales. Por un instante ponderó si sería más terrible morir por un balazo o por los efectos de la sed. Pero tenía tanto miedo que era incapaz de tomar ninguna determinación. Si aquellos hombres se marchaban con los dos vehículos, sus expectativas de sobrevivir serían escasas. Pensó con desesperación en el barreño de agua infecta que había quedado en el infierno del oasis. Y, cuando oyó otra vez cerca las voces irritadas de sus perseguidores, llegó a la conclusión de que era preferible soportar los terribles efectos de la sed antes que caer en sus manos. Sentía la boca muy seca y llena de arena. A pesar de todo procuró no perder el control de su cuerpo y de su mente. Cerró los ojos e imaginó que se encontraba en la jaima, junto a su hijo. Procuró distraerse por todos los medios. Durante un rato el ritmo de su corazón fue casi normal.
Cuando escuchó el sonido del camión y del todoterreno, su cuerpo volvió a ponerse tenso. Podían haber pasado varias horas, no estaba segura. Ahora el viento se había calmado. Sin embargo, mucho tiempo después seguía escuchando el rugido de los motores, como si dieran vueltas en círculos que se ensanchaban y luego se estrechaban hasta pasar muy cerca de ella. Aza pensó en la española que había quedado en el Toyota. Aunque no había escuchado más disparos, estaba segura de que la mujer no tardaría en morir. Ella misma había visto el escorpión que le picó, pero no tuvo tiempo de avisarla. Si aquellos hombres no la habían matado ya, el veneno seguiría extendiéndose por sus venas hasta provocarle un paro cardíaco. Sintió pena por aquella mujer. El sonido de los vehículos le crispaba los nervios. Cuanto más se alteraba, más sentía la sed abrasándole la garganta. De vez en cuando notaba el sudor que transpiraba por su piel. No recordaba haber pasado jamás tanta sed. Intentaba no pensar lo que podría ocurrirle si finalmente aquellos bandidos no daban con ella y se quedaba a merced del desierto. Sabía muy bien que la sensación de sed comenzaba cuando el cuerpo había perdido medio litro de agua. Después de perder dos litros, el estómago se hacía pequeño y ya no era capaz de albergar la cantidad de agua que el cuerpo necesitaba. Conocía muchos casos así, especialmente de ancianos. Los afectados dejaban de beber mucho antes de que el cuerpo tuviera cubiertas sus necesidades. Los médicos lo llamaban «deshidratación voluntaria». Sin embargo, aquello no era lo más grave que podía ocurrirle. Cuando el cuerpo perdiera cinco litros, comenzarían los síntomas de fatiga, aparecería la fiebre, aumentaría el pulso y la piel se pondría muy roja. Aza sabía muy bien que después se pasaba al mareo, dolor de cabeza, ausencia de salivación y problemas circulatorios. En un medio menos hostil, aquella fase se alcanzaba a los tres días, dependiendo de la envergadura del individuo, pero en el Sáhara se podía alcanzar en doce horas de intenso calor. Enterrada bajo la arena, sentía la boca pastosa y sabía que estaba sudando mucho, pero le resultaba imposible hacerse una idea del agua que había perdido su cuerpo. Por un instante sufrió un ataque de pánico. Le pareció sentir que la piel se le pegaba a los huesos y se le iba agrietando. Llegó incluso a creer que los ojos se le hundían poco a poco en sus cuencas con el paso de las horas. La tranquilizaba saber que su oído seguía percibiendo con total claridad todos los ruidos a mucha distancia. A lo que más le temía era al delirio; por eso intentó serenarse una vez más para no sentir el calor con tanto agobio. Aza no podía olvidar que la muerte no se producía por la sed, sino por el exceso de calor: la sangre en las venas se espesaba y era incapaz de transportar el calor interno del cuerpo hasta la superficie de la piel. En realidad, lo que mataba finalmente era el calor, con un inesperado y terrible aumento de la temperatura corporal.
Estaba a punto de dormirse, cuando abrió los ojos sobresaltada. Lo que la asustó fue el silencio. De repente no se escuchaba el viento, ni las voces de los mercenarios, ni el rugido de los vehículos. El silencio absoluto resultaba estremecedor. Tenía la amarga sensación de llevar varios días enterrada en la arena. Ahora le pareció que la luz que llegaba tamizada hasta sus ojos era menos agresiva. Inclinó la barbilla hacia el pecho y, con mucha dificultad, desenterró la cabeza. Los granos de arena resbalaron por su cuerpo. Le dolían los hombros y los brazos. Hizo otro esfuerzo y dejó medio cuerpo al aire. Se quitó la melfa del rostro y contempló la hammada desierta y en silencio. Faltaban dos horas para que el sol se ocultara tras el horizonte, y el calor ya no era tan intenso. Aza tuvo que hacer un gran esfuerzo para incorporarse. Estaba tan asustada que ni siquiera se atrevió a quitarse la ropa para sacudir la arena que le corría por el cuerpo. Tardó mucho tiempo en estar totalmente segura de que los mercenarios se habían ido. No obstante sabía que, a pesar de la inmensidad del desierto, aquellos hombres eran capaces de dar con ella. Todo a su alrededor estaba marcado por las huellas de los dos vehículos: a simple vista resultaba evidente que habían estado dando vueltas durante horas, probablemente hasta que los depósitos de gasolina empezaron a quedar vacíos. A pesar de las ganas que tenía de alejarse de allí, trató de mantener la cordura y esperar a que el sol se ocultara del todo. Pensaba que en cuanto el cielo se cubriera de estrellas quizá le resultaría más fácil orientarse y, por supuesto, su cuerpo perdería menos agua al caminar. Ya había decidido esperar sentada, con los sentidos alerta, cuando de repente creyó ver una sombra que resaltaba en el suelo, a mucha distancia. Su primera reacción fue agazaparse y permanecer quieta, pero enseguida comprendió de lo que se trataba. Comenzó a caminar en aquella dirección, procurando mirar a todos lados por si era una trampa. Pero no lo era. En cuanto estuvo a cien metros se dio cuenta de que se trataba de la mujer española. Ni siquiera recordaba su nombre. Se acercó hasta ella y se arrodilló a su lado. Probablemente llevaba allí tirada más de cinco horas. En una retahíla aprendida desde pequeña, maldijo a los hombres que la habían abandonado. Le dio la vuelta y trató de incorporarla un poco, pero la extranjera no reaccionaba. Le puso el oído en el pecho, angustiada por la situación en que se encontraba. Tardó mucho en escuchar el latido del corazón. Era un latido muy débil e irregular, arrítmico, como si el corazón estuviera dando avisos de que iba a pararse. Aza buscó a la desesperada el lugar de la picadura del escorpión. No obstante ya era demasiado tarde para extraer el veneno. Sabía que aquella mujer iba a morir, y ella era incapaz de evitarlo. La idea de la muerte le produjo una vez más una terrible angustia. Trató de mantener la calma. Enseguida se haría de noche y sus posibilidades de escapar del desierto aumentarían.
Aza comenzó a caminar, sin mirar atrás, en el momento en que la esfera cegadora del sol terminó de perderse tras la línea del horizonte. Apenas unos minutos después, la superficie del desierto empezó a enfriarse muy deprisa. Cada vez que se levantaba el viento, Aza notaba que la piel se le erizaba. No perdió más tiempo. Se había asegurado por última vez de que el corazón de la mujer extranjera seguía palpitando, y se dirigió hacia el sudoeste. Mientras avanzaba, iba calculando las posibilidades que tenía de sobrevivir. Le resultaba muy difícil hacerse una idea de la distancia que había hasta alguno de los campamentos. Además, aunque los saharauis eran capaces de orientarse con total precisión en el desierto durante la noche, ella apenas había tenido oportunidad de aprender a hacerlo. La mitad de su vida la había pasado en Cuba, estudiando. El desierto, a veces, le resultaba tan hostil como a un extranjero, a pesar de que en los tres últimos años no había salido de allí. Sabía bien que para dirigirse a un punto concreto debía orientarse con exactitud, sin perder jamás la línea recta; de lo contrario, la mínima desviación podía suponer alejarse muchos kilómetros del sitio al que deseaba llegar. Caminó sin poner demasiado empeño para no agotar sus fuerzas. Procuraba no pensar en la sed. Calculó que si no sudaba mucho y se tumbaba en cuanto amaneciera, podría caminar tal vez una noche más. Pero todo eran suposiciones. Mientras tanto, sus pasos fueron haciéndose más torpes. Tropezaba con frecuencia y caía de bruces. Poco a poco se le fue nublando la visión. A pesar de que había luna llena, apenas podía distinguir con claridad más allá de los cinco o seis metros. Llevaba más de un día sin ingerir alimentos. Finalmente, cuando faltaban algunas horas para el amanecer, cayó al suelo y ya no tuvo fuerzas para levantarse.
La despertó un ruido, casi una vibración. Aza tenía los párpados pegados y no recordaba dónde estaba. Se había cubierto con la melfa para evitar que le picaran los insectos. Tenía mucho frío. Cuando escuchó mejor el ruido, tuvo miedo de que fuera el comienzo de las alucinaciones. Le dolía terriblemente la cabeza. Se incorporó y dio una vuelta mirando a todas partes. No vio nada. El sol llevaba fuera al menos dos horas. Se acostó de nuevo en el suelo, y esta vez el ruido la hizo levantarse de un salto. Ahora no había duda: era el sonido del motor de un camión. Prestó atención, pero el viento había cambiado de dirección. Sin embargo, la columna de polvo pintada sobre el horizonte le reveló la presencia de varios vehículos. Ni siquiera pasó por su cabeza que pudieran ser Le Monsieur y sus mercenarios. Aunque aún no había visto el brillo de la chapa de los coches, supuso, por la altura a la que se levantaba el polvo, que avanzaban muy despacio. Trazó una línea mental de la dirección que seguían y caminó en línea recta para salirles al paso. Probablemente estuvieran a dos kilómetros. Resultaba complicado calcular las distancias. Mientras avanzaba se fue sacudiendo la suciedad de la ropa, se humedeció los ojos y la comisura de los labios con saliva; se sacó la arena de los oídos y se colocó la melfa como si acabara de levantarse. Cuando estaba a quinientos metros, comenzó a mover los brazos tratando de no demostrar su desesperación. La vieron enseguida. Eran cuatro camiones cubiertos con una lona y dos todoterreno. A lo lejos pudo ver la cara de sorpresa de aquellos jóvenes soldados. En un arrebato de vergüenza, le pidió a Dios que ninguno de aquellos hombres la conociera.
El convoy cambió su rumbo en cuanto descubrió a una mujer que hacía señales en el lugar más inhóspito de la hammada. Mientras se acercaban, los conductores y los copilotos no terminaban de creerse lo que estaban viendo. Pero todos tenían la mirada clavada en el mismo sitio. Uno de los todoterreno se adelantó y se detuvo a pocos metros de la mujer. Se bajó un militar. Por los galones resultaba evidente que tenía la máxima autoridad. Se acercó quitándose las gafas de sol y soltándose un poco el turbante. Comenzó un largo saludo cargado de fórmulas, sin dejar de mirar a la mujer de arriba abajo. Si no hubiera sido porque sus hombres no perdían detalle, la habría cogido del brazo para comprobar que no era un espejismo. Al terminar el saludo cambió el tono neutro de voz y mostró por primera vez su sorpresa. «¿Qué estás haciendo aquí? ¿De dónde has salido tú?», le dijo en evidente tono de reproche. «Me perdí». «¿Te perdiste? —preguntó, sin dar crédito a las palabras de la mujer—. ¿Cómo que te perdiste?». «Sería muy largo de contar y no tengo tiempo», le respondió la saharaui con la mayor dignidad. El militar tenía el rostro desencajado, como si estuviera hablando con una resucitada. «¿Y cómo has podido llegar hasta aquí? ¿Cuánto tiempo llevas perdida?» «Tengo que beber agua, no puedo aguantar más». El resto del convoy se había detenido en una larga fila, y los soldados bajaron de los vehículos. El militar abrió el todoterreno y sacó una garrafa forrada con cuerda de pita. Aza bebió hasta la extenuación. El agua entraba por su boca y salía por los poros, como una fuente. Luego buscó la sombra de uno de los camiones. Los soldados la miraban sin saber muy bien qué estaba pasando. El militar dio un grito y ordenó que todos volvieran a sus vehículos. «Explícame ahora eso de que te has perdido». «Es muy largo de contar, y hay cosas más importantes que hacer». «¿Más importantes?» «Sí, más importantes. En aquella dirección he dejado a una mujer que se está muriendo. Es extranjera. Le picó un escorpión hace casi veinticuatro horas. Es probable que haya muerto». El militar empezó a mostrarse más nervioso. Llamó al chófer del todoterreno y le pidió a Aza que le dijera el lugar exacto. «Es en aquella dirección. He caminado en línea recta durante unas ocho horas. Vosotros podéis llegar allí en veinte minutos». El conductor y dos de los soldados se pusieron inmediatamente en marcha. Mientras tanto, los otros se acercaban de nuevo por detrás, tratando de que no se notara su presencia. El militar empezó a impacientarse al no poder sacar más información de la mujer. «Debo llegar enseguida a mi wilaya —dijo Aza—; tengo un niño de dos años que me necesita». «¿En qué wilaya vives?» «En Dajla», mintió. «Que Dios te ayude, mujer. Jamás llegarás por aquí». «¿De dónde venís vosotros?» «De Smara». «¿Está muy lejos?» «Veinte kilómetros». A Aza le pareció ver la mano de Dios en todo aquello. Miró a su alrededor y calculó mentalmente la dirección que debería seguir para llegar al campamento de Ausserd. «Tengo parientes en Ausserd», dijo, tratando de esconder la verdad. «Te llevaremos a Smara. En cuanto encuentren a esa mujer, os llevará un vehículo hasta el hospital. Alguien avisará a tu familia en Dajla». Aza no sabía cómo salir de aquella situación. Sentía tanta vergüenza de contar la verdad que hubiera sido capaz de echar a correr y morir en el desierto antes de que aquellos hombres sospecharan siquiera lo que le había sucedido. «No puedo ir a Smara —explicó con la mayor naturalidad—. Mi hermana se casa dentro de cuatro días en Ausserd y me necesita». De nuevo aquella mentira provocó la ira del militar. «Irás a Smara y allí explicarás todo lo que tengas que explicar». «Si me llevas a Smara, te denunciaré ante el wali por retención ilegal y secuestro». El militar apretó los puños y se puso las gafas de sol para disimular la rabia. Echó un vistazo y luego se alejó, con paso marcial, hacia la llanura del desierto. Aza siguió bebiendo agua, pero ahora con tragos más cortos. Los bisoños soldados la miraban sin parpadear. Sin duda, la aparición de una mujer tan bella en la zona más desierta de la hammada les parecía milagrosa. «¿Tenéis algo para comer?», preguntó la mujer sin ningún apuro. Todos a una, los soldados se echaron las manos a sus mochilas y sacaron tortas de harina, queso de cabra y azúcar. Aza se sentó a la sombra de un camión y comenzó a comer con parsimonia, deleitándose en cada uno de los bocados.
Antes de una hora el todoterreno estaba de vuelta con la mujer extranjera. El militar al mando del convoy miró en el interior del vehículo con incredulidad. El hecho de que aquella saharaui hubiera dicho la verdad descartaba su hipótesis de que fuera una perturbada mental. «¿Está muerta?», le preguntó al chófer del Toyota. «No sabría decirlo con seguridad». El militar se acercó a Aza y le señaló el vehículo con una actitud enérgica. «Sube al coche. Mis hombres te llevarán a Smara. Luego podrás ir a donde quieras». Aza se incorporó, guardó la comida que le había sobrado, bebió agua una vez más y dijo: «Necesito saber qué dirección debo seguir para llegar a Ausserd». El militar estaba a punto de perder la compostura. Se mordió el labio con tanta fuerza que se hizo sangre. Sospechaba que, si se ponía terco, aquella mujer terminaría por dejarlo en ridículo delante de la tropa. «Está bien: si es tu voluntad, sigue en esa dirección sin desviarte ni esto. En diez horas caminando a buen paso encontrarás Ausserd». La última frase la recalcó, con la vaga esperanza de que la mujer se lo pensara mejor antes de echar a andar. Sin embargo, Aza se cargó la garrafa de agua sobre la cabeza y se acercó al todoterreno en donde estaba la mujer extranjera. «Apúrate —le dijo al conductor—, lleva muchas horas en coma». Luego comenzó a caminar en línea recta, sin perder de vista el punto que el militar le había dibujado sobre la línea del horizonte y que Aza había memorizado como su única posibilidad de salvación. Los soldados no apartaron la vista de ella hasta que no escucharon los terribles gritos de la voz de mando.
La habitación en donde está hospitalizada la extranjera se mantiene en penumbra, a pesar del sol rabioso que brilla en el exterior. Layla está sentada en el suelo, sobre una alfombra, adormecida por el calor. El director del hospital entra delante de su amigo Mulud. En cuanto los ve, la enfermera se incorpora y se abotona la bata. Cruza un interminable saludo lleno de fórmulas con el coronel. Luego los tres se quedan mirando en silencio a la paciente. Layla aprovecha para colocarse bien la melfa y taparse la cabeza. La mujer extranjera duerme; respira profundamente.
—Comió algo —explica la enfermera al director—. La mayor parte del tiempo está dormida.
—Layla se pasa los días enteros aquí —dice el director.
—Cuando no tengo otras cosas que hacer —añade Layla.
El coronel sonríe. Siente una gran curiosidad por conocer la historia de aquella extranjera.
—¿Mejora? —pregunta Mulud Lahsen.
—Ya no tiene fiebre —contesta Layla—. A veces padece alucinaciones, pero no tiene fiebre. Sólo sé que se llama Montse y que viene de España. Está obsesionada con algo, pero no consigo averiguar de qué se trata.
—¿Obsesionada? —pregunta el coronel.
—Habla en sueños y no hace más que repetir el nombre de Aza.
—Está obsesionada con ese nombre —añade el director.
—Cuando está despierta y le pregunto, dice que han matado a Aza. Pero se pone tan nerviosa que no sabe dar más explicaciones.
El coronel Mulud no aparta la vista de la extranjera. Se siente intrigado por aquel asunto, pero tiene demasiadas cosas que hacer y poco tiempo.
—Necesitamos saber cómo ha llegado hasta aquí —dice Mulud Lahsen—. Seguramente no habrá viajado sola. Alguien la ha tenido que reclamar ya.
—Pronto hará un mes —dice el director—. Es demasiado tiempo sin que nadie la eche de menos.
—Sí, eso es cierto. Cuanto más lo pienso, menos explicaciones le encuentro.
—Yo puedo intentar averiguar algo más —dice Layla—. Cada día se encuentra mejor, pero está muy asustada. No sé qué pudo haberle ocurrido, pero tiene mucho miedo. Si conseguimos que vuelva a tener confianza, me lo contará todo.
—¿Y mientras tanto? —pregunta el director, con sentido práctico.
—Mientras tanto no podemos hacer nada —dice el coronel—. Preguntaremos a los encargados de España. Si ellos no saben nada, tendremos que esperar a que mejore para devolverla a su país.
Cuando termina de hablar, Mulud Lahsen ya está junto a la puerta. El director del hospital va detrás de él. Se despiden con una fórmula corta, y la enfermera vuelve a quedarse a solas con la paciente. Se sienta en el borde de la cama. Para Layla la presencia de la extranjera se ha convertido en algo habitual en su trabajo. Siente mucha curiosidad por la historia que pueda guardar aquella mujer. Le pone una mano en la frente y mira una vez más sus cabellos enredados, la piel blanca y las manos cuidadas. De repente la extranjera da un respingo y abre los ojos sobresaltada. No sabe dónde está. Su mirada refleja miedo.
—¡Aza! —dice delirando—. Le han disparado a Aza. Tienes que decírselo a todo el mundo.
—¿Quién es Aza? —pregunta la enfermera, tratando de no sobresaltarla.
—¿Aza? Escapó conmigo y nos alcanzaron. Ese asesino la mató. La culpa fue mía: tenía que haberme ido sola.
—¿Quién la mató? —insiste Layla.
La mujer extranjera cierra los ojos y se queda en silencio. Su respiración refleja el sufrimiento de su mente. Layla le aprieta la mano, dispuesta a no moverse de su lado hasta que se tranquilice.