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Cuando la doctora Cambra comenzó su guardia de veinticuatro horas el 31 de diciembre, no podía imaginar que la entrada en el nuevo siglo iba a suponer un cambio tan drástico en su vida. Del mismo modo, tampoco sospechaba que los acontecimientos pudieran ayudarla a tomar decisiones para las que no se creía preparada.

En realidad aquel día no tenía turno de guardia, pero lo cambió con un compañero porque le resultaba muy duro pasar sola en casa una Nochevieja por primera vez en su vida. Fueron numerosas las ocasiones, durante los últimos meses, en que había hecho guardias en fechas que no le correspondían. Sin embargo aquélla, por lo que significaba para algunos la entrada en el nuevo siglo, resultaba algo especial. El Servicio de Urgencias del Hospital de la Santa Creu i Sant Pau estaba preparado para afrontar una noche de mucha actividad. Muy pocos albergaban la esperanza de dormir acaso dos o tres horas. Pero hasta las doce de la noche las urgencias que llegaron fueron incluso menos numerosas y graves que las de un día de diario. Aunque sin mucho trabajo que atender, la doctora Cambra iba de un sitio a otro tratando de mantener la mente ocupada. Acudía a la farmacia, rellenaba los huecos de gasa en el armario, se aseguraba de que las botellas de suero coincidieran con las que se habían pedido. Cada vez que entraba en la sala en donde estaba encendido el televisor, agachaba la cabeza y canturreaba por lo bajo para no reconocer su fracaso. Temía derrumbarse delante de sus compañeros en cualquier momento, como aquella vez en que rompió a llorar en mitad de un reconocimiento, mientras la auxiliar la miraba asustada, dudando entre atender a la doctora o a aquella anciana que se ahogaba por la presión de una costilla sobre los pulmones. Ahora, cada vez que escuchaba su nombre por la megafonía del Servicio de Urgencias, acudía enseguida sin pensar en otra cosa que en su trabajo. A veces algún residente o algún interno con muchas entradas en el cabello y nariz aguileña le recordaban a Alberto, todavía su marido. Pero, a diferencia de unos meses atrás, era capaz de sonreír. Llegaba incluso a imaginarlo preparando la cena junto a aquella radióloga de gimnasio y peluquería; él, que nunca había fregado un plato, que jamás había abierto los cajones de la cocina si no era para llevarse el sacacorchos. La última vez le pareció incluso que se había teñido las canas de las patillas y de las sienes. Lo imaginó también haciéndole la danza del vientre a la radióloga, y corriendo detrás de ella alrededor de la mesa del salón, en una de aquellas carreras de jungla que hacía tantos años que no practicaba con ella. Los sentimientos que le provocaba Alberto habían evolucionado de la amargura a la ironía, y de la ironía al sarcasmo. Nunca pudo imaginar que aquella persona que ocupó su vida desde muy joven pudiera parecerle, en apenas diez meses, un ser de trapo, vacío, falso, un auténtico hijo de puta. Le costaba trabajo recordar la cara de su marido cuando lo conoció, o cuando la paseaba por Barcelona en aquel Mercedes blanco, impoluto, brillante, perfecto, como él. Médico de estirpe, cardiólogo joven de carrera meteórica, seductor, inteligente, bello. La doctora Cambra no podía quitarse de la cabeza la imagen del que había sido su marido, durante veinte años, corriendo tras la joven radióloga. Cuando se cruzó en el pasillo con la doctora Carnero, anestesista de guardia, aún llevaba dibujada la sonrisa sarcástica en el rostro. Se miraron con complicidad.

—Es la primera vez que veo sonreír a alguien en una guardia de Nochevieja —dijo la anestesista al cruzarse con ella, sin tiempo para detenerse.

—Alguna vez tenía que ser la primera, ¿no crees?

Por la megafonía se escuchó una voz que reclamaba la presencia de la doctora Cambra. Antes de que el mensaje terminara, ya se encontraba en el mostrador.

—En el cuatro hay una joven de unos veinte años con fracturas en las extremidades. Es un accidente de moto.

Montse sintió que la sangre le ardía. Se puso muy colorada y el corazón se le aceleró. Se dirigió al box que le habían indicado. En efecto, allí encontró a una muchacha muy pálida a la que atendían una enfermera y un auxiliar. En cuanto vio su rostro asustado y su aspecto desvalido, le comenzaron a temblar las piernas. Intentó recuperar la entereza:

—¿Quién le ha quitado el casco? —dijo, contrariada.

—La trajeron sin casco. Probablemente no lo llevara puesto.

La doctora le abrió los párpados a la muchacha y la examinó con una pequeña linterna. No pudo evitar cogerle una mano y apretársela con fuerza. La otra mano estaba como muerta y con muchos rasguños. Luego le presionó suavemente el tórax, el bazo, los riñones, el estómago, al tiempo que preguntaba: «¿Te duele aquí? ¿Y aquí?». La muchacha se quejaba, pero negaba con la cabeza.

—A ver, cuéntame, cómo fue el accidente.

La joven comenzó a balbucir, pero no coordinaba bien las frases.

—¿Tienes sueño? —le preguntó la doctora—. No te duermas, anda. Sigue contándome todo lo que recuerdes.

Mientras la muchacha trataba de explicarse, la enfermera comenzó a tomarle la tensión.

—Hay que hacerle un TAC.

El auxiliar lo apuntó. La muchacha hablaba sin parar, ahora con más fluidez.

—Once dieciocho de tensión.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó la doctora.

—Diecinueve… Me esperan en casa para cenar.

La doctora Cambra aguantó la respiración y miró para otro lado. Probablemente aquélla fue la misma frase que su hija había pronunciado seis meses antes, cuando algún médico de urgencias le hizo la misma pregunta que ella acababa de hacerle a la desconocida. Diecinueve. Los había cumplido en marzo. Mientras se la llevaban para hacerle el TAC, la doctora se retiró del box. La muerte de su hija no iba a afectarla en su trabajo, pero no podía quitársela de la cabeza. Igual que aquella desdichada, tenía diecinueve años, conducía un ciclomotor con el casco colgado del brazo y la esperaba su madre en casa para cenar. Sin embargo, llamaron al padre para darle la noticia de la muerte. En el hospital el nombre de Alberto era muy conocido. Ni siquiera tuvieron que buscar el número en la agenda de la fallecida. Estaba en el tarjetero de Recepción, entre los números más utilizados. No sabía qué le molestaba más, si la tardanza desde el momento de la muerte hasta que la avisaron, o el hecho de que fuera su marido quien con voz grave y mucha entereza le comunicó que la niña había muerto. Además, se había presentado en casa junto a la radióloga, como si necesitara la presencia de la amante para dar testimonio de su fortaleza.

Cuando una hora después la doctora Carnero se encontró con ella en la sala de médicos, la sonrisa había dejado paso a una mirada perdida. En cuanto la vio, la anestesista supo que su amiga estaba a punto de caer en el pozo del que tanto trabajo le estaba costando salir.

—¿Un café?

La doctora Cambra asintió con la cabeza. Le hacía bien estar rodeada de gente y hablar de las cosas de los demás.

—¿Qué tal el niño?

La anestesista la miró con sus ojos achinados y trató de sonreírle.

—Bien, está muy bien. Y tú ¿cómo estás? Hace un momento ibas sonriendo por el pasillo y ahora vengo y te encuentro…

—Estoy bien. Es sólo que a veces no puedo tener la cabeza donde quisiera.

—Eso nos pasa a todos, Montse. No creas que eres especial precisamente por eso.

—Ni por eso ni por nada, Belén. Creo que soy la persona menos especial de la Tierra.

Belén intentó no dar demasiada importancia a la observación de su amiga. Sabía mejor que nadie que no eran frases ni consejos lo que necesitaba, sino tiempo que cicatrizara las heridas.

—Oye, Montse —dijo la anestesista—, ¿qué harás mañana?

—Nada especial, supongo: ver los saltos de esquí, el concierto de los valses y engordar sin remordimientos.

—Se me ocurre que podrías venir a comer a casa. Matías ha traído del pueblo el bacalao que tanto te gusta.

—¿Bacalao del Gatito en día de Año Nuevo? ¿Y dónde está esa tradición del arroz con pavo que tan grande ha hecho a nuestra cocina?

—Hija, qué antigua eres.

Se abrió la puerta de la sala y apareció un interno con los guantes puestos y la mascarilla ladeada.

—Montse, te necesitamos.

La doctora Cambra se levantó y dejó el café sobre la mesa sin haberlo probado.

—De acuerdo —dijo antes de salir—, mañana en tu casa. Si quieres te grabo los saltos de esquí.

—No, gracias, los veré en directo. A mi hijo le encantan.

Entre las once y las doce y media de la noche, el Servicio de Urgencias estuvo especialmente tranquilo. Algunos salieron a comer algo en la cafetería; otros prefirieron compartir las delicias caseras en la sala de médicos. Fue el peor momento de la noche que tuvo que pasar la doctora Cambra.

Los padres de la motorista accidentada se presentaron poco antes de las doce campanadas, alarmados por el accidente de su hija. La doctora Montserrat Cambra los atendió con especial interés. Y, en contra de las normas del hospital, les permitió entrar a ver a su hija durante unos minutos.

—Ha tenido mucha suerte —le dijo a los padres mientras lloraban ante la imagen patética de su hija—. No deben asustarse por el tubo y por tanta venda. Esto no es más que suero y analgésico. En la cabeza no tiene nada. Se ha roto esta clavícula y tiene fracturada la tibia. Lo más grave son los destrozos de la mano, pero con la cirugía y una buena rehabilitación no tendrá secuelas importantes.

La madre rompió a llorar en cuanto terminó de escuchar aquel parte del accidente.

—Pero está bien, créanme. En un mes podrá hacer una vida casi normal.

Y conforme trataba de animar a los padres ella misma se iba hundiendo. En cuanto pudo, buscó una excusa para apartarse de allí. Cuando entró en la sala de descanso, el personal de guardia del hospital brindaba en vasos de plástico e improvisaba confetis fabricados con folios. El nuevo siglo había entrado también de forma discreta en aquel Servicio de Urgencias. El traumatólogo se acercó hasta Montse y la besó para felicitarle la entrada del año. Estaba nervioso y especialmente torpe. Estuvo a punto de manchar con el café a la doctora Cambra.

—No me has llamado en toda la semana —le dijo el médico, tratando de que sus palabras no sonaran a reproche.

—No he podido, Pere, de verdad. No te puedes ni imaginar la cantidad de cosas atrasadas que he tenido que resolver.

—Bueno, si es sólo por eso…

—Claro, ¿por qué, si no? Eres un tío estupendo, de verdad.

El médico se alejó, alertado por las miradas indiscretas. Belén se acercó por detrás hasta su amiga y le susurró al oído:

—No me has llamado en toda la semana, Montse.

La doctora Cambra se puso tan colorada que pensó que todo el mundo se estaba fijando en ella.

—Eres un tío estupendo, de verdad —siguió la anestesista, imitando el tono afectado de Montse.

—¡Quieres hacer el favor de callarte! ¡No ves que te está oyendo!

—¿Quién, Pere? ¿No sabes que es sordo de un oído? Yo misma lo anestesié en la operación hace tres años.

—Eres una bruja.

—Y tú un poco estrecha, me parece. ¿No sabías que Pere es el soltero de oro del hospital?

—¿Y tú no sabías que el soltero de oro tiene el gatillo oxidado?

La anestesista se llevó la mano a la boca en un gesto de cómico fingimiento.

—¡No me digas!

—Como lo oyes.

—Nadie es perfecto, hija.

El resto de la guardia transcurrió como casi todo el mundo esperaba: en un ir y venir por los pasillos, puertas que se abrían y se cerraban, camillas entrando y saliendo. Y aquella guardia no habría sido muy diferente de cualquiera de las que la doctora Cambra había hecho a lo largo de su carrera, si un cúmulo de casualidades no se hubiera sucedido en aquellas primeras horas del siglo.

A las tres horas y quince minutos de la noche una ambulancia del Servicio de Urgencias del Hospital de Barcelona trasladaba a gran velocidad a una mujer de unos veinticinco años, raza árabe y embarazada, que había sufrido un atropello al coger un taxi en el aeropuerto. Primera casualidad: la ambulancia, que llevaba a la mujer a más de noventa kilómetros por hora por la Gran Vía de les Corts Catalanes, se encontró al llegar a la altura del Carrer de Badal un embotellamiento debido al choque de tres coches que habían empezado a arder. Aquél era el camino más corto para llegar al Hospital de Barcelona, pero, ante la imposibilidad de abrirse paso entre los camiones de bomberos y los coches de policía que allí se apelotonaban, la ambulancia siguió por la avenida para dirigirse al hospital más cercano. Segunda casualidad: cuando el conductor de la ambulancia avisó por radio al Hospital Clínic i Provincial, le comunicaron que estaban esperando a cuatro heridos con quemaduras muy graves a causa de un choque entre dos vehículos y le aconsejaron que fuera a su primer destino. Tercera casualidad: cuando la ambulancia fue a dar la vuelta en la Plaça de les Glòries Catalanes para retroceder por la Diagonal en dirección al Hospital de Barcelona, el conductor se equivocó en una maniobra violenta y tomó una avenida equivocada. Cuarta casualidad: mientras el conductor trataba de orientarse en un laberinto de calles iguales, el vehículo fue a parar a la fachada principal del Hospital de la Santa Creu i Sant Pau, y antes de comprender dónde estaba, se dio de frente con las luces rojas e iluminadas del Servicio de Urgencias. En el momento en que la camilla cruzaba el umbral, la mujer perdía las constantes vitales. Enseguida una enfermera se dio cuenta de que estaba muerta. Quinta casualidad: en el instante en que la doctora Cambra asistía a un anciano ingresado por un ataque de asma, un celador y una auxiliar colocaron al lado la camilla con el cadáver de la mujer embarazada. Algo que sería difícil de precisar hizo que la doctora Cambra se fijara en aquella mujer. Tal vez fuera la belleza de sus rasgos —o el colorido de la tela que ocultaba sus ropas, o el prominente embarazo— lo que llamó su atención. Sin que nadie se lo pidiera, la doctora Cambra le buscó el pulso en el cuello sin éxito; después le abrió los párpados y descubrió las pupilas midriáticas y arreactivas, por lo que tuvo la seguridad de que estaba muerta. Los rasgos de la mujer eran de gran placidez, como si se hubiera quedado con una sonrisa en los labios. En el mostrador de Recepción se produjo un pequeño alboroto y una discusión entre el administrativo y el personal de la ambulancia. La doctora Cambra, sin pretenderlo, se enteró de todos los pormenores. El marido de la víctima, a quien no le permitieron subir a la ambulancia, había cogido un taxi para ir al Hospital de Barcelona, donde seguramente se encontraría ahora preguntando por su esposa. Además, todos los papeles, pasaporte y documentación de la mujer estaban en árabe, y no sabían a quién avisar del fallecimiento. La doctora Cambra, sin mucho empeño, se interpuso y trató de imponer cordura.

—Llama al Servicio de Urgencias del otro hospital y les cuentas lo que ha pasado. En cuanto llegue el marido preguntando por la víctima, que lo manden aquí.

Se miraron entre ellos, con el cansancio de las tres y media de la madrugada.

—Y no vayas a mencionar que ha muerto.

La doctora Cambra regresó junto al inquietante rostro de paz de aquella mujer. Si no hubiera sido por las circunstancias, le habría parecido incluso un rostro de felicidad. Tomó un formulario y, mientras dos auxiliares iban poniendo sobre una mesita todo lo que la mujer llevaba en el bolso y en los bolsillos, la doctora fue examinando las heridas y tratando de hacerse una idea del modo en que se había producido el accidente. Calculó que se encontraba entre el quinto y sexto mes de embarazo. Apuntó en el formulario la edad aproximada de la víctima: veinticinco años. No pudo evitar un escalofrío al escribir la cifra. Por un instante se vio a esa misma edad agarrada al brazo de Alberto, o bailando con él en Cadaqués, embarazada y perseguida por las miradas celosas de las jovencitas de Barcelona que veraneaban junto al mar. Pero una casualidad más hizo que, al apoyarse para escribir con más comodidad, la mesita cediera y los objetos personales cayeran al suelo. Y el hecho no habría tenido mayor trascendencia si, al agacharse, Montserrat Cambra no hubiera visto tres o cuatro fotografías entre las que destacaba una que llamó poderosamente su atención.

La fotografía es en blanco y negro. En el centro aparecen dos hombres encuadrados de la cabeza a las rodillas. Son de la misma altura. Los dos miran a la cámara muy sonrientes, como si se sintieran las personas más felices del mundo. A sus espaldas aparece la parte delantera de un Land-Rover con la rueda de repuesto encima del capó. Y, por el otro lado, el fondo está cubierto de tiendas de beduinos alineadas hasta perderse en el ocaso de la fotografía. Entre las tiendas hay grupos de tres o cuatro cabras que se confunden con el suelo. Los dos hombres tienen echado un brazo por detrás del cuello del otro, en un gesto de compañerismo. Están muy juntos; sus rostros casi se tocan. Uno de ellos tiene rasgos árabes: va vestido con ropa militar y levanta la mano izquierda haciendo el símbolo de la victoria. El otro tiene rasgos occidentales, a pesar de las ropas que lleva puestas. Viste a lo Lawrence de Arabia, con una gran túnica clara y un turbante oscuro que lleva deshecho y colgado sobre los hombros. Tiene el pelo muy corto y un bigote pasado de moda. Con la mano derecha levanta un arma en un gesto muy cinematográfico. Lo que más llama la atención es la sonrisa de los dos hombres.

Desde el primer momento aquella imagen le había provocado una inexplicable confusión a la doctora Cambra. Ahora, mientras sujetaba la foto con manos temblorosas, sabía la razón: aquel hombre de bigote y ropas del desierto era Santiago San Román. Le pasó un dedo por encima, casi convencida de que se trataba de un espejismo. Pero cada vez tenía menos dudas. En un acto reflejo le dio la vuelta al papel y descubrió, escrito en árabe con letras azules bastante borradas, lo que parecía una dedicatoria. Y debajo pudo leer con mucha claridad: «Tifariti, 18-I-1976». Aquella última fecha era tan clara que no cabía ninguna ambigüedad. Si Santiago San Román había muerto en 1975, como siempre había creído ella, aquel muchacho no podía ser el joven que una calurosa tarde de julio las abordó —veintiséis años atrás— a ella y a su inseparable Nuria mientras esperaban el autobús en la Avenida del Generalísimo Franco.

Ocurrió a principios del verano del 74. Montse no podía olvidar aquel detalle, a pesar del tiempo transcurrido. Fue la primera vez que sus padres se marchaban a veranear a Cadaqués y la dejaban sola en casa. En realidad nunca en su vida había estado sola. Tampoco aquel verano lo estuvo. En la casa de la Vía Layetana se había quedado una chica del servicio, Mari Cruz, que le hacía la comida, la cama y cuidaba de la niña. Montse había cumplido apenas un mes antes dieciocho años, y había terminado COU con notas excelentes. Sin embargo, su padre consideró que para estudiar la carrera de Medicina hacía falta algo más que un expediente brillante. Por eso Montse, en contra de su voluntad, se tuvo que quedar sin veraneo por primera vez en dieciocho años. Y, mientras los días pasaban anodinos y sin sobresaltos a orillas del mar, ella asistía mañana y tarde a una academia para reforzar las matemáticas, la química y aprender alemán.

La Academia Santa Teresa estaba en el entresuelo de un edificio de la Avenida del Generalísimo Franco. En el primer piso, una academia de baile impartía clases en horario intensivo de verano desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche. Mientras Montse y Nuria trataban de concentrarse en los logaritmos neperianos, las mesas del aula temblaban al taconeo de las sevillanas, o seguían el ritmo roto del tango. En semejantes condiciones era muy fácil que la mirada se perdiera por la ventana, y detrás de la mirada la atención, que se iba entonces detrás de algún muchacho apuesto, o a los escaparates de la acera de enfrente. Pero la monotonía de aquel verano se rompió muy pronto, en los primeros días de julio, precisamente la tarde en que Montse y Nuria esperaban el autobús sin la esperanza de que nada las salvase del hastío del verano y del calor.

Y tal vez el aburrimiento fue lo que llevó a las dos amigas a fijarse en aquel descapotable blanco, con una matrícula muy grande, que se había detenido al otro lado de la calle. Era un coche extranjero, probablemente americano. Además del modelo inusual, les llamó la atención que sus ocupantes fueran dos muchachos jóvenes, guapos, muy bien vestidos y que no paraban de mirarlas. Ninguna de las dos amigas se atrevió a hacer comentarios, pero ambas sabían que antes o después les iba a suceder algo que no solía ocurrir todos los días. En efecto, con una maniobra espectacular y peligrosa, el vehículo cruzó la avenida y se detuvo en la parada del autobús. Aquélla fue la primera vez que Montse vio a Santiago San Román. Aunque el muchacho apenas tenía diecinueve años, la brillantina, la ropa y el coche lo hacían mayor. Santiago y su compañero se bajaron casi al mismo tiempo y se acercaron a las dos muchachas. «Acaban de suspender el servicio de autobuses en esta línea —dijo con un acento que enseguida lo delató—. Nos acabamos de enterar yo y el Pascualín». La gente que esperaba en la parada se miró con cierta incredulidad, poniendo en duda las palabras de aquel charnego. Sólo Montse y Nuria sonreían, picadas por la curiosidad. «Será cosa de dos días o tres, como mucho», añadió el tal Pascualín. «Si no estáis dispuestas a esperar tanto, aquí el chaval y un servidor nos ofrecemos a transportaros a donde haga falta». Y, mientras lo decía, Santiago señalaba el flamante coche. El Pascualín abrió la puerta del copiloto, y Montse, en un impulso que jamás antes había sentido, le dijo a su amiga: «Vamos, Nuria, que nos llevan». La amiga se sentó detrás con el Pascualín, y Montse ocupó un impresionante asiento de piel beige muy claro, amplio, atractivo, lujoso. Santiago San Román dudó un instante, con los ojos de par en par, sin terminar de creerse que las dos muchachitas hubieran aceptado su invitación. En realidad se puso muy nervioso cuando se sentó al volante y oyó a la joven preguntar: «¿Y tú cómo te llamas?». «Santiago San Román, para serviros», respondió en un sincero arranque de humildad que resultaba ridículo.

Aquélla fue la locura más grande que Montse había hecho en dieciocho años. Sentada junto a Santiago San Román, sintió de repente que el calor y el hastío del verano se desvanecían. Los cuatro iban en silencio, disfrutando de todas las sensaciones, inmersos cada uno en sus pensamientos. Por eso, cuando bordearon la Plaza de la Victoria y pasaron de largo la Vía Layetana, Montse no dijo nada. Entraron en la Plaza de las Glorias Catalanas como en un desfile triunfal. De vez en cuando Santiago miraba de reojo a la muchacha, o se volvía descaradamente cuando ella se levantaba el pelo para que se inflara con la tímida brisa que empezaba a soplar. Por fin se detuvieron en la Estación de Pueblo Nuevo. El aire del mar traía un olor de algas putrefactas. Cuando se detuvo el vehículo, Montse abrió los ojos como si acabara de despertar de un dulce sueño. «¿Por qué te paras? —preguntó con fingida seguridad—. Este sitio es feísimo». «Ya, pero todavía no habéis dicho dónde vivís». «En la Vía Layetana», se apresuró a decir Nuria, algo más inquieta que su amiga. Santiago dio la vuelta y recorrió el camino en dirección contraria. De repente a Montse se le desató la lengua y empezó a hacer todo tipo de preguntas. «El coche es de mi padre; yo aún no gano tanto para tener un Cadillac». «En un banco, trabajo en un banco. Bueno, en realidad mi padre es el director y yo lo seré algún día». «Sí, el Pascualín también: los dos trabajamos en el mismo banco». Mientras tanto, el Pascualín y Nuria iban ajenos a la conversación. Según respondía a las preguntas, Santiago se metía en un laberinto del que cada vez le costaba más trabajo salir. «Para aquí. Nuria tiene que bajarse», dijo de improviso Montse. En realidad las dos jóvenes eran vecinas, pero Nuria se dio enseguida cuenta de la intención de su amiga y, a regañadientes, se bajó del Cadillac. «¿No la vas a acompañar?», reprendió Santiago al Pascualín.

El descapotable siguió calle abajo hasta detenerse en donde Montse dijo. Por primera vez miró fijamente a Santiago San Román a los ojos y le pareció el hombre más guapo de cuantos conocía. Le permitió seguir mintiendo. Santiago, sin embargo, no hacía preguntas. Bastante tenía con salir airoso de las que le lanzaba constantemente Montse. Por fin, agobiado, dijo: «Esto parece un interrogatorio». «¿Te molesta que te haga preguntas?» «Qué va, qué va; no me molesta en absoluto». «Es que cuando me monto en el coche de un hombre me gusta saber con quién lo hago —le explicó Montse en un arranque de cursilería—. No vayas a creer que yo hago esto todos los días». «Qué va, qué va; no lo pienso en absoluto. Lo que pasa es que yo te lo he contado todo, y tú…» «¿Qué quieres saber?», volvió a anticiparse la muchacha. Santiago dudó antes de hacerle la pregunta: «¿Tienes novio?». Por primera vez Montse se sintió insegura. Ahora fue ella la que tuvo dudas antes de contestar: «Novio, novio, no; pero tengo pretendientes —respondió, tratando de salir airosa—. Y tú ¿tienes novia?». «Qué va, qué va; no me gustan los compromisos». Y antes de terminar la frase ya se había arrepentido de lo que acababa de decir. Por eso, confuso y sin tener claro lo que pretendía, le puso a la chica la mano en el hombro y le acarició la nuca. Montse, sin pensarlo tampoco, se acercó y le depositó un beso en los labios. Pero cuando Santiago intentó atraerla y besarla con más fuerza ella lo apartó sin dificultad y se fingió indignada. «Tengo que irme —le dijo—, se me hace tarde». Abrió la portezuela, bajó del coche y sólo se detuvo cuando Santiago San Román le gritó desesperadamente: «¿Quieres que nos veamos otro día?». Y ella, como una niña enfadada, se volvió hacia el coche, dejó los libros en el capó, escribió algo en una libreta, arrancó la hoja, la colocó en el limpiaparabrisas, cogió de nuevo los libros y, tras dar unos pasos, se giró y dijo: «Avísame antes por teléfono. Ahí tienes el número. Te he apuntado también la dirección, y el número y la letra del piso, para que no tengas que ir preguntando a los vecinos». No dijo más, se acercó al portal y abrió con mucha dificultad la enorme y pesada puerta de hierro. Santiago San Román no había sido capaz de replicar.

Después de que Montse se perdiera en el portal de su casa, aún seguía con la mirada la estela que había dejado a su paso. La muchacha no tuvo paciencia para esperar el ascensor. Subió las escaleras de dos en dos, abrió apresuradamente la puerta, tiró los libros al suelo y corrió a su habitación sin hacer caso del saludo de Mari Cruz, la sirvienta. Desde el balcón de su cuarto apenas tuvo tiempo para ver el coche incorporarse a la circulación y perderse poco a poco en dirección al puerto. Sin embargo, vio que la hoja de la libreta no estaba ya en el limpiaparabrisas. La imaginó doblada en cuatro trozos y escondida en el bolsillo de la camisa de Santiago San Román: una camisa blanca, limpísima, sin arrugas, con las mangas dobladas por encima de los codos, con un presto agradable y un empaque que contrastaba con la clase social que aquel muchacho trataba de ocultar.

La doctora Montserrat Cambra avanzó por el pasillo del Servicio de Urgencias sumida en una terrible confusión. Se sujetaba el bolsillo de su bata como si temiera que alguien pudiera arrebatarle la fotografía que acababa de robar de un cadáver. Por un instante dudó incluso del lugar en que se encontraba. De repente pensó que todos los ojos estaban pendientes de ella. Pero nadie del personal con el que se cruzaba en el pasillo la miraba. Entró en la sala de médicos y cerró la puerta como si la persiguieran. Le costaba trabajo respirar. Se sentó y engulló una pastilla. Era la última de la caja. Aún seguía en la mesa el café que horas atrás le había ofrecido Belén. Se lo bebió de un trago sin percatarse siquiera de que estaba frío. Descolgó el teléfono que había sobre la mesa, marcó el número de Recepción y con voz temblorosa dijo:

—Soy la doctora Cambra. Escúchame bien lo que voy a decirte. Cuando venga el marido de la mujer que han traído del aeropuerto, quiero que me avises. Que no se te olvide. Aunque esté ocupada. Avísame. Es importante. Gracias.

Cuando colgó el auricular, introdujo la mano en el bolsillo de su bata y tocó la fotografía. Se sentó sin sacar la mano del bolsillo. Tenía la absurda sensación de que la foto podía desaparecer en cualquier momento y de que todo se desvanecería como un sueño: uno más de sus sueños que acababan en pesadilla.