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Desde el barracón que hacía las veces de calabozo, el cabo Santiago San Román llevaba todo el día observando un movimiento anormal de tropas. Cuatro metros de ancho por seis de largo, un colchón sobre un somier con cuatro patas, una mesa, una silla, una letrina muy sucia y un grifo.

Querida Montse: pronto hará un año que no sé nada de ti.

Había tardado casi una hora en decidirse a escribir la primera frase y ahora le parecía afectada, poco natural. El sonido de los aviones que tomaban tierra en el aeródromo de El Aaiún lo devolvió a la realidad. Miró la cuartilla y ni siquiera reconoció su propia letra. Desde la ventana del barracón no alcanzaba a ver más que la zona de seguridad de la pista y una parte del hangar. Lo único que distinguía con claridad eran las cocheras y los Land-Rover entrando y saliendo sin parar, camiones cargados de lejías novatos y coches oficiales en un extraño ir y venir. Por primera vez en siete días no le habían traído la comida, ni le habían abierto la puerta a media tarde para que pudiera estirar las piernas en uno de los extremos de la pista del aeródromo. Llevaba una semana sin cruzar apenas palabra con nadie, comiendo un chusco duro y una sopa sosa, sin apartar la vista de la puerta ni de la ventana, esperando a que vinieran en cualquier momento para montarlo en una aeronave y sacarlo de África para siempre. Le habían asegurado, en tono amenazador, que sería cuestión de un día o dos, y que luego tendría toda la vida para añorar el Sáhara.

El tiempo se había detenido para el cabo San Román en la última semana, desde que lo trasladaron de los calabozos del cuartel del 4o Tercio de la Legión hasta el aeródromo para enviarlo a Gran Canaria y someterlo a juicio militar, lejos de las revueltas que se estaban produciendo en la provincia africana. Pero las órdenes parecían haberse perdido en el camino, y todo se paralizó sin ninguna explicación. No había diferencia entre los días y las noches: el nerviosismo y la ansiedad por la espera le habían provocado insomnio. Y las pulgas contribuían a la inquietud y a la desazón. Lo único que alteraba la monotonía era el rato que pasaba al pie de la pista del aeródromo, vigilado por un abuelo lejía que siempre lo amenazaba antes de subir a su torre: «Si das más de diez pasos seguidos o echas a correr, te levanto la tapa de los sesos». Y le enseñaba el Cetme sin poner mucho entusiasmo, como si estuviera seguro de que aquel cabo había comprendido que hablaba en serio. Era el único momento del día en que se sentía aliviado de la prisión, y miraba el horizonte, y buscaba con la vista los tejados de la ciudad, con sus techos blancos de medio huevo, y aspiraba el aire seco intentando llenar sus pulmones como si fuera la última vez que pudiera hacerlo. Pero aquel día de noviembre nadie le trajo el desayuno, ni la comida, ni acudió ningún vigilante a sus gritos que reclamaban el alimento. No había señales de vida cerca de los barracones. Todo el movimiento se concentraba en la pista del aeródromo o en los hangares. A la hora del paseo nadie vino a abrirle la puerta. A media tarde ya estaba seguro de que algo anormal estaba ocurriendo. Sólo cuando el sol estaba a punto de rozar el horizonte se escuchó el motor de un Land-Rover, y al mirar por la ventana vio los faros encendidos del vehículo que daba la vuelta al barracón. Y esperó sentado en el colchón, intentando mantenerse sereno, hasta que oyó el cerrojo de la puerta y apareció la figura de Guillermo vestido con el traje de paseo, correajes impecables y guantes blancos en la mano, como si se preparase para un desfile. Detrás, un vigilante al que no había visto antes, con el Cetme colgado al hombro.

—Tienes visita —dijo lacónicamente, y cerró la puerta detrás de Guillermo.

Al cabo San Román no le dio tiempo a reclamar su comida. De repente se sintió sucio. Estaba incómodo delante de su amigo; más bien avergonzado. Se situó junto a la ventana y se apoyó en la pared. Hacía más de veinte días que no se veían, desde aquella tarde aciaga en que se disponía a salir de paseo con un petate que no era suyo.

Guillermo iba hecho un figurín. Tampoco sabía qué decir. Sujetaba la gorra de legionario con las dos manos, haciéndola un burujo con los guantes. Se mostraba tenso y era incapaz de disimularlo. Finalmente dijo:

—¿Sabes ya la noticia?

Santiago no respondió, pero esperaba alguna catástrofe. De cualquier modo nada podía empeorar su situación.

—Se ha muerto el Caudillo —dijo, tratando de provocar alguna reacción en su amigo—. De madrugada.

El cabo San Román se volvió ligeramente para mirar al otro lado de la ventana. La noticia no parecía afectarle. A pesar de la hora, el movimiento de aviones no había cesado.

—¿Entonces era por eso?

—¿El qué?

—Por eso están yendo y viniendo todo el día. No paran de embarcar tropas. Pero no sé si las traen o se las llevan. Hace una semana que todo anda revuelto, y nadie me aclara nada. Está pasando algo más, ¿verdad?

Guillermo se sentó sobre el colchón sudado y sucio. No se atrevía a mirar fijamente a su amigo.

—Marruecos nos está invadiendo —dijo.

Sobre la mesa permanecía una carta que nunca iba a ser escrita ni enviada. Los dos miraron a la vez el papel amarillento y luego cruzaron sus miradas.

—Guillermo —dijo el cabo con la voz entrecortada—, van a fusilarme, ¿verdad? Por lo que me cuentas, si aún estoy aquí es porque necesitan los aviones para otras cosas, y no para sacar de aquí a un…

—¿Traidor? —dijo Guillermo con espontánea maldad.

—¿Tú también lo crees?

—Todo el mundo lo dice. Y a mí no me has demostrado lo contrario.

—¿Para qué? ¿Ibas a creerme?

—Prueba.

Santiago se acercó a la mesa, arrugó la cuartilla, la hizo una bola y la lanzó a la letrina. Guillermo no perdió detalle de cada movimiento. Luego añadió:

—Nos van a sacar de aquí. No quieren la guerra con Marruecos. Dicen las malas lenguas que ya han vendido la provincia en secreto a Hasan y a Mauritania.

—No me importa nada de eso. Tú te licenciarás dentro de un mes, volverás a tu casa, y yo…

—Tú también volverás. En cuanto lo aclares todo, te licenciarán.

El cabo San Román se quedó callado, intentando no manifestar todas las dudas que lo atormentaban. El estruendo de un avión tomando pista invadió el silencio del barracón. Fuera, un cielo rojo se confundía con la línea del horizonte, inflamada por el reflejo.

—Mira, Santi, ya sé que no querrás hablar de eso, pero necesito preguntártelo para quedarme tranquilo.

El cabo San Román volvió a ponerse tenso. Clavó la mirada en la de su amigo y procuró no achantarse. Guillermo apartó los ojos, pero no se echó atrás en su intención.

—En el cuartel dicen que estás con los traidores y los vendepatrias, que eres un terrorista. No digo que yo lo piense, pero quiero que tú me lo digas.

Santiago, finalmente, se sintió sin argumentos y sin fuerzas. Se dejó caer, apoyada la espalda en la pared, hasta quedar sentado en el suelo. Se cubrió la cara con las dos manos. Estaba más avergonzado que incómodo.

—Te juro, Guillermo, que yo no sabía nada. Te lo juro por mi madre, que está muerta.

—Te creo, Santi, te creo. Pero desde que te arrestaron no me han dejado hablar contigo. Estoy harto de partirme la cara por ti.

—Pues no lo hagas; no merece la pena. Me van a fusilar de todas maneras.

—No digas gilipolleces: no van a fusilarte. En cuanto lo aclares, te licenciarán; como mucho, quedarás fichado, pero nada más.

—Querrán saberlo todo, que les dé nombres, que…

—Pero si me dices que no sabías nada no tienes que tener miedo.

—Te lo juro: yo no sabía nada. Pensaba que aquel petate sólo llevaba ropa sucia.

Guillermo clavó entonces una mirada acusadora en su amigo. A pesar de la poca luz, el cabo San Román adivinó, sólo con mirarlo, lo que pasaba por la cabeza de su compañero.

—Santi, aquella ropa sucia, como tú dices, pesaba más de quince kilos.

—¿Y qué? ¿Crees que soy un estúpido? Supuse que entre la ropa iría algún carburador, unas bielas viejas. Yo sabía que todo no era trigo limpio, pero la gente lo hace. Tú lo sabes: todo el mundo lo hace. Carburadores, botas, chatarra…

—Sí, Santi, pero aquella chatarra eran granadas, detonadores y no sé cuántas cosas más. En el cuartel dicen que con aquello se podía haber volado el Parador Nacional.

—Pero yo no pretendía volar nada. Sólo estaba haciendo un favor, como tantas otras veces; nada más que un favor.

—¿A esa muchacha? ¿Era a esa muchacha a quien le estabas haciendo el favor?

El cabo San Román se puso en pie como si le hubieran colocado un resorte. Apretó los puños y permaneció clavado delante de Guillermo. Tenía las mandíbulas encajadas y casi se escuchaba el rechinar de sus dientes.

—Eso no es cosa tuya. No te metas en mi vida, ¿me oyes? Te lo he dicho muchas veces. Ya soy mayor para hacer lo que me dé la gana y para ir con quien quiera.

Guillermo se levantó, tremendamente dolido, y se colocó junto a la ventana. Todo aquel asunto le producía una enorme tristeza. Le dio la espalda a Santiago mientras veía las primeras estrellas que se dibujaban en el cielo. Fuera, el aire era puro y fresco. La belleza del paisaje contrastaba con la angustia que sentía en aquel momento. Respiró profundamente y creyó sentir un alivio que resultó pasajero.

—Mira, Santi, he tenido que hacer un gran esfuerzo para venir a verte. No puedes imaginar el trabajo que me ha costado llegar hasta aquí. Nos tienen acuartelados, en espera de novedades. Me enteré por casualidad de que no te iban a trasladar hasta dentro de dos semanas; por eso vine.

De nuevo se quedaron en silencio. Parecía que a Guillermo le faltaban fuerzas para seguir hablando. Si no hubiera conocido muy bien a su amigo, habría asegurado que estaba llorando. Pero no, Santiago San Román nunca había llorado, jamás, y menos delante de testigos. Por eso sintió una gran turbación cuando lo vio levantarse entre las sombras, acercarse a él y abrazarse como un niño desvalido. Se quedó paralizado, sin saber qué decir, hasta que sintió las lágrimas de Santiago contra su cara y no pudo hacer otra cosa que responder a su gesto y abrazarlo con todas sus fuerzas y consolarlo como si fuera un chiquillo. Y aún se sorprendió más cuando escuchó sus palabras reveladoras y entrecortadas en el oído.

—Estoy asustado, Guillermo, te lo juro. Nunca pensé que llegaría a decir nada parecido, pero es la pura verdad.

Guillermo trató de no enternecerse. En la penumbra llegó a pensar que no era realmente el cabo San Román quien le hacía aquella confesión. Se sentaron sobre el colchón mientras Santiago trataba de serenarse.

—Tienes que hacerme un favor muy grande, Guillermo. Sólo tú puedes ayudarme.

El legionario se puso en guardia, temiendo lo que le podía venir encima. No se atrevió a responder.

—Necesito que me ayudes a salir de aquí. Guillermo, tienes que ayudarme. Es posible que tarden mucho en llevarme a Canarias. Si se ha muerto el Generalísimo, las cosas van a andar muy revueltas.

—Las cosas andan muy revueltas hace ya mucho tiempo.

—Por eso. Nadie se va a preocupar por un cabo de mierda que se escape de un barracón de mierda. Es muy sencillo, Guillermo. No te caerá más de un mes de calabozo. Así no tendrás que luchar contra esos moros.

—No tienes derecho a pedirme eso.

—Lo sé, pero si tú me lo pidieras yo lo haría con los ojos cerrados. Es muy fácil, compañero, y el único que corre peligro soy yo, si me cogen.

—Estás loco, San Román —dijo, y al utilizar el apellido quiso mantenerse lo más distante posible, sin dejarse enredar—. Si te cogen es cuando te fusilarán.

—Nada peor puede pasarme ya. Lo que te pido es que te cameles al furriel para que te mande de guardia aquí. Por las tardes me sacan un rato al final de la pista, donde dan la vuelta los aviones. Sólo necesito que me dejes doscientos metros de ventaja antes de empezar a dispararme. Con doscientos metros puedo llegar hasta esas cocheras y coger un Land-Rover. Después todo corre de mi cuenta.

—Estás loco: antes de que hagas el puente te habrán cogido.

—No, porque me llevaré uno de la Policía Territorial. Los saharauis dejan siempre la llave bajo el asiento de la derecha. Tienen esa costumbre, lo sé bien. No debes preocuparte por nada; sólo dejarme doscientos metros antes de disparar. Lo haría por mi cuenta, pero no me fío: igual me toca un manchego de esos que saben mucho de caza, y me deja tieso.

Guillermo no respondió. Le sudaban las manos sólo de pensarlo. Ahora las luces del hangar se colaban de refilón por la ventana. Se puso en pie y comenzó a recorrer en una y otra dirección los seis metros del calabozo. Ya no se escuchaba el ruido de los aviones despegando.

—Olvídalo —dijo finalmente el cabo San Román—. Es una estupidez. Si van a llevarme a un tribunal militar, cuantos menos cargos tengan contra mí, mejor. Además, no quiero privarte del placer de dispararles a los marroquíes. Llevo todo el día sin comer, ¿sabes? Un hombre con el estómago vacío no puede decir más que tonterías.

De repente Santiago comenzó a dar voces para llamar la atención de los de guardia.

—¡Vais a matarme de hambre! Sois unos cabrones de mierda. Ojalá os corten el pescuezo ahí fuera. ¡Cobardes de mierda! ¡Acojonaos! Eso es lo que sois. Cuando os cojan prisioneros los moros, vais a pagar lo que estáis haciendo conmigo.

El legionario parecía poseído por una fuerza que le dictaba aquella sarta de insultos. Ni siquiera su voz parecía la misma. Guillermo se echó hacia atrás, buscando la salida. No sabía qué hacer ni qué decir. Se abrió la puerta del barracón y apareció el mismo soldado con el Cetme entre las manos y el dedo en el gatillo. En cuanto lo vio, Guillermo se escabulló afuera intentando no mostrar su intranquilidad. Se cerró la puerta y todo volvió a quedar en calma. El Land-Rover se alejó y enseguida se perdió de vista.

Solo de nuevo, el cabo San Román se agarró a los barrotes del calabozo y sacó cuanto pudo la nariz y la boca para atrapar el aire puro. Un viento agradable y seco hacía difícil creer que el otoño declinaba ya. El olor de la tierra, tras las últimas lluvias, era más intenso que nunca. Una luna descarada iluminaba las dunas a lo lejos y dejaba en evidencia incluso al astuto zorro. Las luces de la pista del aeródromo llegaban de soslayo hasta el barracón. Por un instante la imagen de Andía se le apareció clara, como si estuviera delante de ella. Incluso le pareció que podía escuchar su voz y oler su piel morena. El eco de un cornetín muy lejano rompió el silencio y la imagen de la muchacha. Inexplicablemente el legionario iba sintiendo una sensación de placer que le hacía gozar hasta con el roce del aire en su cara. Aquel olor le daba fuerzas y lo hacía volar por encima del aeródromo, por encima de El Aaiún, por encima del Sáhara. Con los ojos entreabiertos reconoció aquella sensación como la misma que recorrió todo su cuerpo, igual que un escalofrío, una mañana de diciembre de 1974, cuando el portón del avión Hércules se abrió ruidosamente y cayó la rampa que le franqueaba el paso al más hermoso y cegador de los desiertos. Venía de soportar el seco cierzo de Zaragoza durante los días que duró el campamento, y jamás había podido imaginar que lo que le esperaba en la pista de El Aaiún iba a marcarlo para siempre. Pasó en pocas horas de una luz mortecina de invierno al intenso azul del cielo del Sáhara. Los noventa y tres soldados que habían cambiado voluntariamente la infantería por la Legión se quedaron sentados en los bancos del Hércules, sin moverse, hasta que la voz cazallera de un sargento chusquero los sacó de su ensimismamiento. «De pie todo el mundo», gritó el legionario, partiéndose el pecho. Y los noventa y tres novatos se pusieron en pie al mismo tiempo, antes de que acabara la frase. Pero la mente de Santiago San Román ya estaba fuera de la aeronave C-130. Bajó la rampa como flotando, cargado con su petate y abriéndose la camisa como aquellos lejías que esperaban abajo, inflando pecho, hombros atrás, barbilla alta, mirada al frente. Se colocó el primero en la formación, se alineó el primero y sintió antes que nadie el aire tibio de diciembre, el más tibio de los diciembres, tan distinto de su Barcelona. Un cosquilleo le recorría todo el cuerpo según iba viéndolo todo con el rabillo del ojo. Le llamaron la atención, entre tanta insignia y bandera, los uniformes de la Policía Territorial: aquellas guerreras claras que hacían resaltar la piel oscura de los saharauis. Enfrente, el edificio de oficinas. Una enorme terraza lo cruzaba de extremo a extremo, casi a la altura del tejado, y, sobre la terraza, los turbantes negros y azules, los vestidos largos, como chilabas, parecían puestos para alegrar el color rojizo y monótono del paisaje. El ronroneo de los Land-Rover, las hélices ruidosas del Hércules, las instrucciones que se oían por megafonía, todo resultaba una gran representación preparada para los recién llegados, ensayada durante años para los soldaditos que iban y venían de la Península. Le pareció que aquello había estado allí durante siglos, esperando el momento en que Santiago San Román bajara del avión para atraparlo. El desierto y las caras de los saharauis le parecieron las cosas más viejas que existían sobre la Tierra. Todo estaba en equilibrio: el paisaje, la luz, los rostros de los nativos. Sin embargo, volvió a la realidad al ver la cara pálida de Guillermo, su fiel amigo Guillermo, a quien sólo conocía desde hacía cuarenta días, pero del que se había vuelto inseparable. Estaba muy pálido y le costaba trabajo mantenerse vertical. Enseguida se dio cuenta de que su compañero lo había pasado mal en el viaje. Le chistó para que lo mirase, pero Guillermo apenas levantó los ojos y volvió a clavarlos en el suelo. Santiago San Román se sintió en cierta medida culpable, pues si no hubiera sido por él su amigo estaría ahora en algún destino tranquilo en Zaragoza, esperando que los meses pasaran rápidos para licenciarse y recoger «la blanca». Pero él se había interpuesto en su camino, y también un alférez legionario que se presentó en Zaragoza y les habló de la Legión, les enseñó los tatuajes, les mostró fotografías y una proyección en Súper 8, en donde los legionarios marchaban con paso marcial, detrás del carnero, pecho por delante; y Santiago decidió que Zaragoza estaba demasiado cerca de Barcelona. Intentó calcular mentalmente la distancia que había entre la provincia del Sáhara y su barrio, y concluyó que en ninguna parte estaría más lejos que allí. Esa misma tarde llamó una vez más a la casa de Montse, para decirle que se iba al fin del mundo. Pero una vez más le dijeron que la señorita Montse no estaba en la ciudad. Demasiado bien sabía él que le estaban mintiendo. Colgó el auricular, rabioso, con toda la fuerza que pudo. Intentó romper la imagen de Montse en su mente en mil pedazos. Se pasó toda la noche en vela, dando vueltas en su litera, muy cerca de Guillermo. Y en cuanto tocaron diana y tuvo un minuto libre se encaminó al banderín de enganche y le dijo al alférez: «Quiero ser legionario, mi alférez». Y el alférez, sin darle la posibilidad de repetirlo, se acercó el bolígrafo a la boca, le echó el aliento y garabateó el nombre de Santiago San Román. Luego le dijo: «¿Sabes firmar, muchacho?». «Sí, mi alférez». Y el legionario le dio la vuelta al papel y le puso el dedo debajo de donde decía «firma y rúbrica», y aunque Santiago San Román no sabía lo que significaba aquella segunda palabra estampó allí su nombre, porque lo que él quería era ir al lugar más apartado del mundo, tatuarse una frase como la de aquel alférez, «Amor de Madre», olvidarse de Montse y no regresar nunca.

Pero ahora, viendo el rostro demacrado y angustioso de Guillermo, no estaba seguro de haber hecho bien al arrastrar a su amigo, el único amigo verdadero que había tenido en mucho tiempo. Aunque fue Guillermo quien se empeñó en irse voluntario a la Legión cuando le enseñó la papeleta recién firmada. Por un momento se sintió emocionado al recordarlo. Nadie había hecho nunca por él nada parecido.

La música que sonaba por la megafonía del aeródromo lo devolvió de nuevo a la realidad. Los primeros compases de aquel pasodoble le removieron las tripas y lo desconcertaron. Como el vino de Jerez y el vinillo de Rioja… La energía de la música contrastaba con los cuerpos derrengados de los soldados. Son los colores que tiene la banderita española. A la voz de mando comenzaron a cargar los petates en dos camiones que esperaban a pie de pista. Cuando estoy en tierra extraña y contemplo tus colores… Santiago San Román no podía controlar sus pensamientos. Y recuerdo tus hazañas… Le parecía tener el rostro de Montse a escasos centímetros del suyo. Mira si yo te querré. «¿Cómo has dicho?», le había preguntado ella con los ojos clavados en los suyos. «Mira si yo te querré», respondió él. Y ella le había rozado los labios en una caricia que jamás volvió a sentir. Y él había repetido: «Mira si yo te querré». Pero aquel demonio de sargento les gritaba ahora al pie del camión, sacudía los brazos como un endiablado molino, les metía prisa y no dejaba de escupir insultos a los nuevos legionarios. Enseguida Santiago San Román se sintió herido en su amor propio, se encaramó al camión y saltó dentro; buscó su petate y se sentó en el fondo, sobre la rueda de repuesto. Una mirada a su alrededor desterró de su cabeza por el momento la imagen de Montse. La cara de aquellos saharauis tenía el color de la tierra que pisaban. Por un instante creyó que eran la misma cosa. Parecía que los ancianos, sentados sin ocupación a la sombra del edificio militar, hubieran estado allí toda la vida. Se hacían visera con la mano y contemplaban a los soldaditos con una mezcla de compasión e indiferencia. Arrancó el camión. La música fue quedando atrás. Una montaña de polvo se levantaba al paso de los dos vehículos. Los pocos matorrales que sobrevivían junto al asfalto estaban totalmente blancos. El trayecto fue corto: enseguida aparecieron las primeras casas de El Aaiún. Santiago San Román contempló, con la respiración cortada, a la primera mujer vestida con una melfa de colores vivos. Caminaba elegantemente con el rostro erguido, en línea recta, con una capaza en la mano. El camión pasó a su lado y ella no volvió siquiera la cabeza. Su imagen fue quedándose pequeña mientras entraban en las calles de la ciudad. Santiago San Román no sabía dónde poner su vista. Todo le llamaba la atención. Mucho antes de llegar al cuartel, mientras pasaban cerca del mercado, la imagen de Montse se fue borrando de su mente. Y, cuando bajaron del camión, ya estaba seguro de que aquel lugar serviría para cicatrizar definitivamente sus heridas.