Duerme durante la mañana, durante la tarde, casi todo el tiempo duerme. Luego pasa en vela la mayor parte de la noche: una vigilia intermitente, con momentos de lucidez pasajera y otros de delirio o de abandono; con frecuencia, de desmayo. Un día tras otro, durante semanas. No hay frontera en el paso del tiempo. Cuando consigue mantenerse un rato despierta, intenta abrir los ojos y, entonces, cae de nuevo en el vértigo del sueño: un sueño profundo del que le resulta difícil regresar del todo.
Hace días que en los escasos momentos de lucidez distingue voces de extraños. Las escucha lejanas, como si vinieran de otra habitación o de lo más profundo de su sueño. Sólo de vez en cuando las oye a su lado, muy cerca. Sin estar segura, le parece que los desconocidos hablan en árabe. Lo hacen en susurros. No entiende nada de lo que dicen, pero el sonido de las voces, lejos de inquietarla, le resulta reconfortante.
Le cuesta trabajo pensar; mucho trabajo. Si hace algún esfuerzo para averiguar dónde se encuentra, siente una gran fatiga y, enseguida, se ve sumida en el temido sueño. Lucha por no quedarse dormida, porque las alucinaciones la atormentan. Una y otra vez se ve asaltada por la misma imagen: la pesadilla del escorpión. Incluso despierta teme abrir los ojos por si el arácnido ha sobrevivido al sueño. Pero, aunque lo intenta, sus párpados permanecen pesadamente sellados.
La primera vez que abre los ojos no logra ver nada. La luz de la habitación la deslumbra y la ciega como si hubiese estado todo el tiempo en una mazmorra. Sus párpados vuelven a ceder al peso. Pero ahora, por primera vez, es capaz de distinguir entre la realidad y el sueño.
—Skifak? Esmak? —dice alguien muy quedo.
Es una voz de mujer que le habla con mucha dulzura. Aunque no entiende las palabras, el tono al menos le resulta cordial. Reconoce la voz que ha estado escuchando en los últimos días o las últimas semanas, unas veces muy cerca del oído y otras a lo lejos, como en la habitación contigua. Sin embargo, ella no tiene fuerzas para contestarle.
Aun consciente, no puede apartar de su cabeza la imagen del escorpión, que sobrepasa los límites de la pesadilla. Incluso le parece sentir el caparazón y las patas ascendiendo por su pantorrilla. Hace un esfuerzo para convencerse de que no está sucediendo de verdad. Intenta moverse, aunque no tiene fuerza. En realidad fue una picadura seca y corta, como el pinchazo de una aguja. Si no hubiera sido por los gritos de aquella mujer que le advirtió, «¡Siñorita, siñorita! ¡Cuida, siñorita!», ni siquiera lo habría visto. Se volvió a mirar en el momento en que metía el brazo en el albornoz. Y entonces vio el escorpión prendido del forro y supo que acababa de picarle. Tuvo que taparse la boca para no gritar, pero finalmente se contagió de las voces de las mujeres que, sentadas o en cuclillas, la miraban horrorizadas.
Nunca está segura de cuál era su última postura. Unas veces se despierta boca arriba y otras boca abajo. Por eso sabe que alguien la está cambiando de posición, sin duda para que no se llague. Lo primero que ve son las sombras de los desconchones del techo. Por una ventana pequeña y demasiado elevada entra una luz muy escasa. No sabe si anochece o amanece. No se oyen ruidos que delaten la vida fuera de aquella habitación. Junto a la otra pared descubre una cama desvencijada y con robín. El corazón le da un vuelco al comprender que es una cama de hospital. No tiene colchón. El somier exhibe sin recato sus mellas y el abandono. Entre las dos camas, una mesilla metálica de un blanco antiguo, salpicado por la ruina de su decrepitud. La mujer siente por primera vez el frío. Agudiza el oído para reconocer cualquier sonido que le resulte familiar. Es inútil, no se oye nada. Intenta hablar, pedir ayuda, pero no es capaz de articular palabras. Gasta sus escasas fuerzas en llamar la atención de quien pueda oírla. De repente se abre la puerta y aparece la cara de una mujer a la que no había visto nunca. No tarda en percatarse de que es una doctora o una enfermera. La melfa de colores vistosos la cubre desde las pantorrillas hasta la cabeza. Encima lleva una bata verde, cerrada con todos los botones. Al verla despierta, la enfermera hace un aspaviento y tarda unos instantes en reaccionar.
—Skifak? Skifak? —le pregunta atropelladamente.
Aunque no entiende lo que le dice, supone que le está preguntando cómo se encuentra. Pero ella no puede mover ni un músculo de la garganta para responder. La sigue con el movimiento de los ojos, tratando de reconocer los rasgos de aquella muchacha bajo la melfa. La enfermera sale de la habitación dando voces y no tarda en regresar acompañada de un hombre y otra mujer. Hablan entre ellos con precipitación, aunque sin levantar demasiado la voz. Los tres llevan bata. Las mujeres, encima de la melfa. El hombre le coge el brazo y le busca el pulso en la muñeca. Pide silencio a las dos mujeres. Le abre los párpados a la paciente y examina meticulosamente sus pupilas. La ausculta con el fonendoscopio. La mujer siente el contacto del metal en su pecho como una tea. El rostro del médico refleja perplejidad. La enfermera había salido de la habitación y ahora vuelve con un vaso de agua. Entre las dos mujeres intentan incorporar a la paciente y le dan de beber. Sus labios apenas se abren. El agua se escapa por las comisuras y le escurre por el cuello. Al acostarla de nuevo, ven que los ojos de la mujer se quedan en blanco y entra en un profundo sueño, el mismo estado en que se encuentra desde hace casi cuatro semanas, cuando la trajeron convencidos de que estaba muerta.
«¡Siñorita, siñorita! ¡Cuida, siñorita!» Ha oído tantas veces esa voz en sus sueños, que ya le resulta familiar. «¡Cuida, siñorita!», pero no supo a qué venían aquellos gritos hasta que no vio el escorpión prendido en el forro del albornoz. Y enseguida comprendió que le había picado. Se contagió de los gritos de las otras mujeres, que se tapaban la cara y se lamentaban como si hubiera ocurrido una terrible desgracia. «Allez, allez», gritó ella a su vez, intentando hacerse oír por encima del griterío. «Venid conmigo, no os quedéis aquí. Allez.» Las mujeres no la entendían, o no querían entenderla. Se tapaban el rostro con el pañuelo y no paraban de lamentarse. Finalmente perdió los nervios y empezó a increparlas y escupirles insultos. «Sois unas estúpidas, unas necias. Si no luchamos por salir de aquí, tendremos que aguantar que nos ultrajen. Es vergonzoso que os dejéis tratar así. Esto es peor que la esclavitud, esto es… Esto…» Se calló, abatida, al comprender que no la entendían ni le prestaban atención. Al menos consiguió que dejaran de gritar. Se quedó quieta y en silencio frente a aquellas veinte mujeres que, paralizadas por el miedo, evitaban cruzar con ella las miradas. Esperó alguna reacción, pero ninguna dio un paso adelante. Al contrario, se acurrucaron como palomas en el extremo de aquella prisión, buscando el amparo de las otras, rezando y cubriéndose el rostro. Por primera vez pensó en el escorpión. Sabía que de las mil quinientas especies que viven sobre la Tierra, sólo veinticinco son venenosas. Rápidamente apartó la idea de su mente. No había tiempo que perder. Ahora estaba segura de que si no había acudido nadie a los gritos era porque las habían dejado solas, sin vigilancia. Terminó de ponerse el albornoz sobre los hombros y se cubrió la cabeza con la capucha. «Haced lo que os parezca, pero yo me voy». Tiró de la puerta y, tal como suponía, la encontró cerrada con candado. Lo tenía todo previsto desde que amaneció. De una patada fuerte partió las tablas de la parte de abajo. La madera estaba tan seca que saltó en miles de astillas. Esperó un poco y, viendo que no acudía nadie, volvió a golpear la puerta. Ahora el hueco era de dimensiones considerables. Se recogió el albornoz y se arrastró hacia el exterior.
La luz del mediodía era intensa. «No, siñorita, no» fue lo último que escuchó antes de alejarse unos pasos. Sentía las piernas temblorosas, y sus andares eran poco seguros. Hacía más de diez días que no caminaba un trayecto tan largo sin que la vigilaran, los diez días que llevaba encerrada junto a otras veinte mujeres en aquella especie de caseta sin ventanas, construida con bloques de cemento, ladrillo y un techo de uralita que hacía irrespirable el aire. Aunque sólo había visto el pequeño oasis durante escasos minutos la mañana en que las trajeron para encerrarlas, conocía por los sonidos cada uno de los rincones. En el centro estaba el agujero del pozo y una garrucha para sacar agua. A escasos metros, una enorme lona hacía las veces de tienda; allí tomaban té los hombres a todas horas y charlaban y discutían. Había basura por todas partes. Bajo las palmeras, una tienda más consistente, con una alfombra en la puerta, servía de refugio a Le Monsieur. En las nueve últimas noches había escuchado durante horas, en el silencio del desierto, sus ronquidos estremecedores.
Descubrió el brillo metálico del Toyota cerca de la tienda. No se veía nadie alrededor. No había más vestigios del camión que las marcas de las ruedas alejándose hacia la inhóspita hammada. La mujer trataba de controlar los nervios y la euforia que le producía verse libre. Apenas fue consciente de la severidad con que el sol en su cenit castigaba la tierra. No lo pensó más: apretó el paso y se encaminó hacia el vehículo todoterreno. Caminaba sin llegar a correr, pero con determinación, sin dejarse dominar por el pánico que empezaba a sentir. No miró ni una sola vez hacia atrás, ni siquiera hacia los lados. Por eso, cuando oyó que alguien la llamaba, el corazón le dio un vuelco. Pero no se detuvo, caminó con la misma decisión y sólo giró el cuello cuando reconoció la voz que la seguía. Era Aza, la única saharaui del grupo. Venía detrás, con la melfa caída sobre los hombros, sujetándola con las dos manos para no pisarla al correr. «Voy contigo, espera, voy contigo», le dijo en un castellano correcto. Entonces la esperó y la cogió de la mano. Corrieron juntas el último tramo hasta llegar al Toyota. Abrió la puerta del conductor y le hizo un gesto a Aza para que montara por el otro lado. La saharaui subió con presteza. Permanecieron un rato sentadas en silencio, mirando alrededor, como si temieran que alguien las hubiera visto correr hasta el vehículo. «Nos vamos, Aza. Ya terminó esta pesadilla». La mujer palpó el contacto del coche buscando la llave. Inmediatamente palideció. «¿Qué pasa? —preguntó la saharaui—. ¿Tienes miedo?». Ella le mostró las palmas de las manos vacías. «No está la llave en su sitio». Aza tardó un rato en comprender lo que quería decir. No se inmutó; hizo un gesto con las dos manos y se las puso en el corazón. Luego se inclinó y metió una mano bajo su asiento. Enseguida sacó una llave negra, llena de polvo. «¿Esto es lo que necesitas?» La mujer tomó la llave y la introdujo en el contacto. Al momento el todoterreno rugió. Fue a preguntarle algo a la saharaui, pero ella se adelantó. «Así lo hacen en los campamentos. Las llaves no deben estar al alcance de los niños. Los niños son traviesos. Son niños».
El vehículo comenzó a desplazarse. Si hubiera algún vigilante, ya habría acudido al sonido del motor. Definitivamente las habían dejado solas. Tardó unos segundos en hacerse con los mandos del coche y con los pedales. Siguió las rodadas de otros vehículos y fue cogiendo velocidad para encaminarse hacia la lejana línea del horizonte. El sudor le escurría por la frente pero, en vez de sentir calor por la agitación y los nervios, cada vez tenía más frío. «Por ahí no», gritó Aza. «¿Por qué? ¿Conoces otro camino?» «No hay caminos en el desierto. Por ahí no hay agua, y no llevamos nada para beber». Levantó el dedo y señaló un punto hacia el sudoeste. «Por allí». La mujer obedeció sin rechistar. Giró la dirección del todoterreno y dio la vuelta en redondo, hacia donde no había marcas de neumáticos. Sin querer vio el marcador de la gasolina: quedaba un cuarto de depósito. Aza se mantenía atenta a la línea del horizonte. El vehículo avanzaba dando enormes tumbos que sacudían a las dos mujeres. No hablaban. Inexplicablemente el sudor se le fue enfriando hasta provocarle escalofríos. Ahora sintió por primera vez escozor en el cuello, donde le había picado el escorpión. Respiraba fatigosamente, pero lo achacó a los nervios. Aza supo enseguida que algo no iba bien. La mujer, mientras se aferraba al volante, notaba flojedad en las piernas y el corazón latiendo de forma arrítmica. De perfil, su rostro se veía muy avejentado. La saharaui sabía lo que le estaba sucediendo, por eso cuando se detuvo el Toyota no le preguntó nada. «No puedo seguir, Aza, no tengo fuerzas —dijo la mujer después de permanecer un rato en silencio—; tendrás que conducir tú». «Nunca he manejado, no podría moverlo ni un metro. Es mejor que descanses un poco y lo intentes después». «No estoy bien, Aza». «Lo sé: te picó ese escorpión. Tuviste mala suerte».
De repente, por encima del ralentí del todoterreno se escuchó un sonido más potente. A lo lejos apareció la silueta de un camión que, dando tumbos, se dirigía hacia ellas. «Nos encontraron», dijo Aza. La mujer, haciendo un esfuerzo, pisó el pedal del acelerador y se agarró al volante tan fuerte como pudo. El todoterreno, aun siendo más veloz, tropezaba contra todos los montículos, avanzaba en zigzag y perdía distancia respecto al otro vehículo. Era cuestión de tiempo que les cortaran el paso y les impidieran seguir. Cuando las tuvieron cerca, los hombres del camión comenzaron a gritarles en árabe y en francés. Le Monsieur, con su anacrónico uniforme de legionario español, fue cambiando la severidad de su rostro por una leve sonrisa. Iba sentado junto al conductor, indicándole el lugar por donde debía abordar las arenas o rodear las piedras. Apoyado sobre una rodilla y sujeto con ambas manos, llevaba su Kaláshnikov con el cargador lleno. Al volante, la mujer iba viendo cada vez más puntos negros ante sus ojos. Apenas tenía fuerza para pisar el acelerador. Finalmente el vehículo entró en un banco de arena y se quedó clavado tras un brusco traqueteo. Aza se golpeó contra el salpicadero del coche y se abrió una brecha en la frente. La saharaui sintió el sabor de su sangre escurriéndose por los labios. Antes de reaccionar vio a los hombres de Le Monsieur rodeando el coche. En sus ojos se veía el brillo de la rabia, disimulado bajo una falsa sonrisa. Abrieron las dos puertas del vehículo y les gritaron para que se bajaran. La saharaui obedeció enseguida, pero la otra mujer apenas podía moverse. «Que bajes, te digo». «Tienes que llevarla a un médico —gritó Aza, cargándose de valor—, la picó un escorpión». El legionario estalló en una carcajada grotesca. La mujer apenas podía oírlo. Sólo sintió sus manazas agarrándola de un brazo y tirando de ella fuera del coche. Cayó violentamente al suelo y ya no pudo levantarse. «¡Conque un escorpión!» Escupió sobre ella e hizo el ademán de darle una patada, pero se detuvo a un palmo de su cabeza. «¿Adónde cojones creíais que ibais a llegar? Malditas fulanas. Tú deberías saber —dijo, dirigiéndose a Aza— que de aquí es imposible escapar. ¿O eres tan estúpida como ella?». La mujer desde el suelo hacía esfuerzos para pedir ayuda, pero no le salían más que balbuceos. No obstante aún tenía suficiente lucidez para reconocer los gritos de Aza. Aunque no podía verla, sabía que le estaban pegando. Incomprensiblemente se sintió culpable. Ahora un terrible fuego le abrasaba la garganta y le impedía pronunciar una sola palabra. En el escaso campo de visión que le dejaban las botas del legionario, vio a la saharaui correr hacia la línea del horizonte. Corría evitando la línea recta, tropezando con su melfa. Caía y se volvía a levantar. Corría torpemente pero con todas sus fuerzas. El legionario dejó el Kaláshnikov sobre el capó del Toyota y le pidió el rifle a uno de sus hombres. La mujer vio toda la escena, como ralentizada, desde el suelo. Le Monsieur se apoyó el rifle en el hombro, apartó la barba canosa y larga, para no pillársela, y se tomó todo el tiempo necesario hasta tener a la saharaui en la mira del arma. Aza corría cada vez con menos intensidad, como si estuviera segura de que antes o después iban a cogerla. La agonizante carrera se fue quedando en una marcha a paso ligero, luchando por no mirar atrás ni quedarse quieta. De repente se escuchó una detonación seca, y la silueta de Aza se desplomó sobre el suelo pedregoso de la hammada. Como una señal de luto, en un instante se había levantado un viento inesperado que poco a poco fue tomando fuerza. Lo último que vio la extranjera antes de que los párpados se le cerraran fue una enorme cortina de arena que ocultaba la profunda inmensidad del Sáhara.
La paciente ha dado un grito y luego ha abierto los ojos. Enseguida la enfermera le tiene ya la mano cogida. No le dice nada; se limita a contemplar los ojos de la mujer como quien contempla a una recién llegada. Intenta calcular su edad: cuarenta, cuarenta y cinco. Sabe que en cualquier parte se envejece mejor que en el Sáhara.
—¡Aza, Aza!
Sin duda, está delirando. La enfermera le pasa la mano por la frente e intenta tranquilizarla. Está segura de que ahora la mujer puede verla y escucharla. Le susurra palabras en hasanía, con la vaga esperanza de que la entienda. Le da un poco de agua. Le habla en francés. Intenta hacerse entender en inglés. Prueba en todos los idiomas que conoce.
—¡Aza, Aza! —vuelve a gritar la mujer, ahora con los ojos muy abiertos—. Han matado a Aza.
La enfermera siente un escalofrío al oírla. Intenta no perder la sonrisa.
—Hola. ¿Cómo estás? ¿Eres española?
La mujer la mira y se tranquiliza. Agarra con fuerza la mano de la enfermera.
—¿Dónde estoy?
—En un hospital. Estás viva, no hay peligro. Llevas muchos días durmiendo. ¿Eres española?
—Han matado a Aza.
La enfermera piensa que está delirando. Hace muchos días que no se ha separado de la cama de la mujer. Aquel rostro sin vida le llamó poderosamente la atención desde el momento en que lo bajaron de un vehículo militar. Ella era la única que parecía convencida de que iba a vivir. Ahora estaba segura de que Dios había oído sus plegarias.
—Tienes la baraka —dice—. Ha sido bendición de Dios.
La enfermera se retira la melfa de la cabeza y deja al descubierto el cabello negro y muy brillante. No puede parar de sonreír. No quiere soltar la mano de la desconocida ni siquiera para correr a dar la noticia de que está consciente después de muchas semanas. Se lleva la mano al corazón y luego le pone la palma abierta sobre la frente.
—Me llamo Layla —dice—. ¿Cómo te llamas tú?
La mujer siente una gran paz al ver la sonrisa de Layla. Hace un esfuerzo para hablar.
—Montse. Me llamo Montse.