Los pensamientos de Charlotte discurrían paralelos a los de Pitt, aunque en aquel momento no lo sabía. Partió del supuesto de que Pitt decía toda la verdad. Había buscado a Cereza sin el menor tapujo, y tras un tenaz trabajo policial alguien le había llevado a la casa de Seven Dials donde había llegado en el momento preciso para encontrarla con el cuello roto, con toda la apariencia, al ser sorprendido, de ser culpable del asesinato.
¿Había sido una coincidencia, o había planeado el propio asesino la muerte de la mujer para que aconteciera todo de aquel modo y conseguir de una sola jugada silenciar a Cereza y eliminar a Pitt? ¿Un golpe de fortuna suprema o de ingenio?
¿Qué había sabido Cereza que valiese el extraordinario riesgo de matar a Dulcie para alejar a Pitt de ella? Sin duda éste había sido un asesinato mucho más impulsivo y temerario. Tenía que ser algo inculpatorio: la verdad sobre la muerte de Robert York, o la identidad del espía… que debía de ser lo mismo.
Lo más verosímil seguía pareciendo que Robert York hubiera sido el amante de Cereza y que ésta le hubiese engañado o seducido para obtener de él determinados secretos que ella habría entregado a su vez a su superior en la sombra. Después ella y Robert debían de haberse peleado y él haberla amenazado con decir la verdad, lo que había llevado a Cereza o a su superior a matar a Robert para protegerse.
Pero entonces ¿por qué Cereza había sido asesinada? ¿Se había arrepentido de la muerte de York? Quizá el asesinato no entraba en sus planes. ¿O es que, a su manera, él había llegado a importarle? A fin de cuentas era un hombre apuesto, elegante y con talento, y su carácter reservado podía hacerle especialmente atractivo a las mujeres. ¿No sería simplemente que Cereza había perdido los nervios y se había convertido en un peligro para su superior, en una carga? ¿Se habría enterado esa figura en la sombra de que Pitt había conocido la existencia de Cereza a través de Dulcie y había decidido librarse de todos los que pudieran relacionarle con el asunto?
Experimentó la familiar sensación de hundirse en la desesperación. ¡El asesino podía ser cualquiera! No había el menor indicio que permitiera suponer quién había roto la ventana de la biblioteca y asesinado a Robert York. Cualquiera podía haber ido a la casa de Seven Dials si sabían que Cereza estaba allí.
¡Pero sólo un miembro de las tres familias de Hanover Close pudo haber empujado a Dulcie por la ventana! Charlotte los había conocido a todos, se había sentado con ellos y hablado educadamente, y uno de ellos estaba perpetrando el lento y deliberado asesinado legal de Pitt.
Se levantó con brusquedad de la silla junto a la estufa de la cocina. Había oscurecido. Hacía rato que Gracie había subido a acostarse. No había nada más que pudiera hacer esa noche; le había dado vueltas a todos los hechos o suposiciones que conocía y la conclusión era inequívoca: pensando no iba a resolver nada.
Hasta dentro de cuatro días no le dejarían ver a Pitt otra vez. Era inútil pedirle ayuda a Ballarat, pero tal vez pudiera hablar con la persona que llevara ahora el caso, el agente que hubiera interrogado al dueño del burdel, que tenía que haber visto el cuerpo de Cereza. Y podía volver a Hanover Close, ya que allí era donde había que dar con la respuesta, si podía encontrar la punta del hilo a partir de la cual desenmarañar el ovillo.
A pesar de estar agotada por los nervios y extenuada por el trabajo más pesado de la casa, seguía sin dormir bien y despertó bastante antes del frío amanecer. A las siete ya estaba en la cocina, eligiendo y apilando la leña para encender la chimenea. Cuando Gracie bajó al sonar el cuarto se la encontró ya encendida y la tetera hirviendo. Abrió la boca para protestar, pero en cuanto vio el pálido semblante de Charlotte se lo pensó mejor.
A última hora de la mañana Charlotte caminaba con energía bajo la gélida luz del sol por entre los desnudos árboles en las lindes de Green Park, a la búsqueda del agente Maybery. El oficial de guardia de Bow Street le había informado, sin demasiado entusiasmo, que Maybery era el agente que investigaba la muerte de la mujer de rosa. No le había hecho ninguna gracia tener que decírselo, pero todavía le había gustado menos la idea de tener que habérselas con una mujer histérica en la comisaría. Odiaba que le montaran escenas, y a juzgar por el aspecto de aquella cara encendida y aquellos ojos brillantes, le había parecido que aquella mujer estaba a punto de montarle una de las buenas.
Charlotte vio la figura azul con su alto sombrero y la capa justo cuando aparecía por Half Moon Street en dirección a Piccadilly. Se apresuró a cruzar la calle, sin mirar los carruajes que pasaban y enfureciendo a los cocheros, y le abordó a la carrera, de la forma más inapropiada.
—¡Agente!
Éste se detuvo.
—¿Sí? ¿Está usted bien, señora?
—Sí. ¿Es usted el agente Maybery?
Él pareció desconcertado, con su redonda cara arrugada con recelo.
—Sí, señora.
—Soy la señora Pitt, la esposa del inspector Thomas Pitt.
—Oh. —En su rostro se produjo un conflicto de emociones: embarazo, simpatía y acto seguido impaciencia por hablar—. Fui a ver al señor Pitt ayer, señora. No tenía mal aspecto, dadas las circunstancias. —Parpadeó, aunque no había culpabilidad en su expresión.
Charlotte recobró el valor. Parecía posible que aquel hombre no creyera culpable a Pitt. Tal vez ese alivio en su rostro era señal de que ambos estaban del mismo lado.
—Agente… ¿está usted investigando la muerte de la mujer de rosa? ¿Qué sabe de ella? ¿Cómo se llamaba? ¿Dónde había estado antes de ir a Seven Dials?
El policía movió la cabeza con lentitud, pero sus ojos permanecían firmes.
—No sabemos nada de ella, señora. Llegó a la casa de Seven Dials sólo tres días antes de que la asesinaran. Dio el nombre de Mary Smith, pero no habían oído hablar de ella. No dijo nada a nadie, ni nadie le preguntó nada. Aunque, claro está, en ese tipo de negocios no suele hacerse preguntas. Pero hay una cosa, señora, y es que su esposo parece estar muy seguro de que esa mujer era una… él la llamó «cortesana», una mujer muy cara que escogía a sus propios clientes. Yo he visto en cambio el cuerpo de la víctima, y perdone que le hable de ello, señora, y el cuerpo que vi en Seven Dials tenía callos en las manos y en las rodillas. No exagerados, es verdad, pero he visto los suficientes como para reconocer de qué son y saber que no vivía como una mantenida. Creo que su esposo debe estar en un error.
—¡No es posible! —Estaba atónita. ¡Era lo último que se esperaba!—. ¡Era una belleza! Oh, no una belleza tradicional, desde luego, eso ya lo sabíamos. Pero era una mujer extraordinaria, la gente se fijaba en ella. Poseía un gran encanto, estilo, talento. ¡No podía dedicarse a fregar suelos!
Él se mantuvo firme.
—Se equivoca, señora. Puede que tuviera personalidad, como no la conocí en vida no lo puedo decir, pero su aspecto era de lo más corriente. La piel no tenía nada de particular. Un poco amarillenta. El pelo bonito, si le gustan las morenas, y era muy delgada. Flaca, de hecho. No, señora, y le pido otra vez perdón, pero yo la vi y era una de tantas.
Charlotte se quedó en silencio. Pasó un carruaje a paso veloz y el aire le hizo ladear el sombrero. Entonces esa mujer no era Cereza… tenía que ser otra. Habían matado a una mujer cualquiera para despistar a Pitt, y a todos ellos. Tal vez no había sido más que un accidente infortunado el que Pitt la encontrara en aquel preciso momento y le hubieran arrestado por el asesinato… ¿O también eso formaba parte del plan? La verdadera Cereza debía ser más importante todavía de lo que habían supuesto.
Entonces acudió a su mente una idea estremecedora. Era una locura, quizá, algo que podía considerarse espantoso y ciertamente peligroso… pero no divisaba otra salida.
—Gracias, agente Maybery —dijo—. Gracias de verdad. Por favor, dígale a Thomas que le quiero, si es que… si es que le permiten verle de nuevo. Y se lo ruego, no le hable de esta conversación. Sólo serviría para preocuparle.
—Está bien, señora, descuide.
—Por favor. Gracias.
Dio media vuelta y se apresuró hasta la parada de ómnibus más próxima. La nueva idea era un auténtico torbellino en su cabeza. Tenía que haber otra cosa mejor, más sensata y más inteligente, pero ¿qué? No había tiempo que perder. No quedaba nadie por interrogar, ni cabía esperar que surgiera una prueba física como quien saca un conejo de una chistera y que obligara a alguien a confesar el crimen. La única posibilidad era asustar a alguien con tal violencia que le llevara a delatarse… Y para ello no se le ocurría otro modo de conseguirlo más que la salvaje idea que acababa de formársele en la mente.
No fue a casa, sino al domicilio de Jack Radley en St. James. No había estado allí, pero conocía la dirección por haberle escrito. Por regla general él pasaba allí el menor tiempo posible, pues prefería actuar como invitado en alguna de las elegantes casas de la ciudad. Además de ser más agradable, era también más beneficioso para sus frugales finanzas. Pero había prometido estar disponible todo el tiempo que durase aquella crisis, y Charlotte no dudó en ir a verle.
El inmueble estaba en buen estado y no era una dirección por la que una hubiera de avergonzarse. Le preguntó al portero en el vestíbulo y éste le dijo con amabilidad que los aposentos del señor Radley estaban en el tercer piso y que encontraría las escaleras a la izquierda.
Al llegar arriba notó cansancio en las piernas y no obtuvo una bonita vista que recompensara el esfuerzo, ya que las habitaciones se encontraban en la parte de atrás. Llamó a la puerta. Si no estaba tendría que dejarle una nota. Cambió impaciente el pie de apoyo varias veces en los breves segundos que tardó la puerta en abrirse… la verdad es que había estado a punto de darle a la manilla.
—¡Pero si es Charlotte! —Jack no esperaba la visita, pero enseguida se disiparon sus pensamientos de solitario y la invitó a pasar—. ¿De qué se trata? ¿Ha sucedido algo?
Ella no perdió tiempo en echar un vistazo alrededor. Apenas unas semanas atrás la hubiera comido la curiosidad —el hogar dice mucho de la persona que lo habita—, pero ahora no tenía tiempo ni ganas. Las dudas con respecto a Jack se habían extinguido sin que ella misma se hubiera dado cuenta. Se limitó a constatar que las habitaciones estaban amuebladas con buen gusto, aunque eran pequeñas. Ella estaba acostumbrada a economizar, así que no le costaba apreciar ese hecho en los demás.
—¿Y bien? —preguntó él.
—Acabo de encontrarme con el agente que se encarga de la investigación de la muerte de Cereza.
Su rostro se ensombreció.
—¿Qué quieres decir?
—En la calle. —Decidió dejar a un lado los medios y las circunstancias—. A la salida de Half Moon Street. Pero lo importante es su descripción del cadáver. Jack, estoy segura de que no es ella. Lo han preparado todo para que pareciera ella, pero esa mujer no era más que una pobre infeliz con un vestido rosa que…
—¡Espera un momento! ¿Cómo lo sabes?
—Por las manos y las rodillas.
Él la miraba con incredulidad. Parecía a punto de echarse a reír.
—¡Callos! —exclamó ella—. De fregar suelos. Jack, ¡eso significa que la verdadera Cereza todavía está viva! Y se me ha ocurrido una idea. Sé que es arriesgada, puede que hasta tonta… pero me he devanado el cerebro y no puedo pensar en otra cosa. Necesito tu ayuda. Tenemos que volver a casa de los York, y los Danver tienen que estar presentes también, y cuanto antes. El tiempo apremia.
Cualquier vestigio de humor había abandonado el rostro de Jack. Todavía no se había fijado fecha para el juicio, pero no tardarían en hacerlo y él nunca había querido que se llegara a eso. Ahora escuchaba con seriedad.
—Continúa —pidió.
—Tengo que saberlo con dos días de adelanto, para poder hacer algunos preparativos.
—¿Qué preparativos?
Ella titubeó, sin saber qué decirle. Era probable que lo desaprobara.
—¡No seas tonta! —dijo él—. ¿Cómo quieres que te ayude si no sé qué estás haciendo? No eres la única que piensa, ni la única que está preocupada.
Por un instante ella se sintió como si la hubiera abofeteado. Estaba a punto de replicarle, cuando la realidad se impuso. De hecho, no se sentía afligida, lo que no dejaba de sorprenderla. De pronto se sentía menos sola que nunca desde el arresto de Pitt.
—Los Danver van con regularidad a cenar a casa de los York… La próxima vez me disfrazaré de Cereza y acordaré una cita con cada uno de los hombres con quien pudo haber estado —dijo abiertamente—. Sólo Piers York, los Danver y Felix Asherson estuvieron allí la noche en que Dulcie fue asesinada. Empezaré por los Danver, ya que tía Adeline vio a Cereza en su casa.
Jack estaba atónito. Vaciló durante un largo y tenso momento, mientras trataba de pensar en una idea a su vez. Como no se le ocurría nada, admitió sin convencimiento:
—No te pareces mucho a ella… es decir, a la descripción de ella.
—Me reuniré con ellos en el invernadero, donde la luz es muy débil, y llevaré un vestido del color apropiado y una peluca negra. Si puedo simular lo suficiente para ver en ellos algún tipo de reacción, servirá. —El plan sonaba desesperado en sus labios, apenas una pequeña posibilidad, y sentía que sus esperanzas, tenues como fantasmas, se le escurrían entre los dedos—. ¡Si demuestran conocerme, eso ya será una prueba!
Él percibió el pánico de su amiga y la cogió por el brazo con delicadeza.
—Puede ser peligroso —la previno.
El peligro podía ser algo maravilloso; tenía la fuerza y el ardor del vino y sonaba casi como a victoria final. Nadie reaccionará a menos que conozca a Cereza, y si alguien la amenaza con la violencia, eso sólo significará que está muy cerca de la verdad.
—Lo sé —dijo ella con efusiva emoción—. Pero tú estarás allí, y también Emily. Necesito la colaboración de ella. Lo tengo todo previsto: meteré el vestido y la peluca en un bolso que le daré a Emily de antemano; entonces, cuando estemos todos allí después de la cena, simularé que estoy indispuesta y me excusaré para dejar la sala. Emily me «atenderá», de modo que podrá introducirme en su habitación y me cambiaré. Luego ella vigilará y me dirá cuándo puedo bajar al invernadero, dice que los York tienen uno muy grande, y allí llevaré a cabo mis citas.
—Dejas gran parte del éxito en manos del azar —dijo él con ansiedad.
—¿Se te ocurre algo mejor?
Dudó unos segundos.
—No —admitió—. Haré todo lo que pueda para mantener a todos ocupados en la sala de estar. Propondré un tema de conversación interesante. —Sonrió con desgana—. Santo cielo, prométeme que gritarás al menor peligro. Te lo suplico, Charlotte.
—Lo prometo. —Soltó una risita—. Aunque será un poco difícil dar una explicación, ¿no? ¿Qué voy a decir que estaba haciendo en su invernadero, con un vestido infame y una peluca negra y pegando gritos, cuando se supondría que estaría en el piso de arriba reponiéndome de un mareo?
—Tendré que decir que has perdido la cabeza —reconoció con una sonrisa forzada—. Pero mejor eso que muerta… porque sea quien sea, ha matado ya tres veces.
Ella dejó de reír en seco y sintió cómo se le encogía la garganta. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Serán cuatro, con Thomas —dijo.
Propuso las citas por carta, lo más escueto posible y dejando la misiva sin firmar. Ignoraba qué tipo de letra tenía Cereza, y cuál era su verdadero nombre. Utilizó un papel caro, escribió sólo la hora y el lugar y en lugar de meter y sellar las cartas en un sobre, ató cada una con una ancha cinta de vivo magenta. Lo había hecho lo mejor que podía hacerse.
Emily escribió a su banquero para proporcionar dinero a Charlotte y que ésta pudiera conseguir el vestido y la peluca, que Jack le llevó a Hanover Close. Esta vez se hizo pasar por carbonero y entró en la cocina con su saco de carbón. Charlotte no llegó a saber cómo se las había arreglado, y estaba demasiado preocupada con sus propios preparativos para preguntárselo.
Aquella noche se puso un sencillo vestido blanco y gris humo de Emily, que la doncella de ésta había elegido con acierto. No era el que más favorecía su tez oscura y su pelo caoba, a diferencia de la delicada piel flor de manzano de Emily, pero tenía la virtud que buscaba Charlotte en aquellas circunstancias: era muy fácil de quitar y poner. Se peinó con el mínimo de complicaciones para poderlo remeter bajo una peluca sin tener que quitar primero un ciento de alfileres. El resultado no resaltaba precisamente su atractivo, pero no había más remedio. Jack tuvo el suficiente tacto como para ahorrar comentarios, aunque no pudo evitar que su rostro expresara una leve sorpresa, transformada enseguida en una sonrisa y un guiño.
Llegaron a Hanover Close con unos minutos de retraso, tal como era preceptivo, y les ayudaron a bajar del carruaje al frío pavimento. Charlotte subió los escalones cogida del brazo de Jack y entró en el iluminado vestíbulo. Cuando la puerta se cerró tras ellos sintió un momento de pánico, pero se obligó a pensar en Pitt y dijo de forma convincentemente efusiva:
—Buenas noches, señora York, ha sido muy amable al invitarnos.
—Buenas noches, señorita Barnaby —contestó Loretta con menos entusiasmo—. Espero que se encuentre bien y no le esté afectando el invierno de nuestra ciudad.
Charlotte recordó a tiempo que tenía que sentirse indispuesta después de la cena. Eligió las palabras.
—La verdad es que es… un poco diferente. Es todo un placer caminar por las calles, y la nieve se ensucia tan deprisa…
Las cejas de Loretta se arquearon con medida sorpresa.
—¿De veras? No se me habría ocurrido salir a caminar con este tiempo.
—Es muy saludable. —Charlotte conseguía ser agradable sin llegar a sonreír.
Veronica esperaba junto al fuego de la sala de estar, con un vestido blanco y negro muy elegante y aspecto bastante más sereno que la última vez que se habían visto. Dio la bienvenida a Charlotte con lo que le pareció sincera satisfacción, especialmente cuando vio su vestido gris tan poco diferente del que llevaba ella.
Se sucedieron a continuación las salutaciones habituales y Charlotte se sintió aliviada al comprobar que estaban presentes todas las personas que requería para llevar a cabo su plan: Harriet con su pálido semblante; tía Adeline con un desafortunado vestido marrón brillante; Loretta de rosa salmón, con el cuerpo salpicado de perlas, un vestido a la vez personal y muy femenino.
Y aún más importante, los hombres estaban allí: Julian Danver, sonriente con su franqueza cándida; Garrard Danver, elegante, más esquivo que su hijo, rápido de reflejos y, pensó ella, tal vez más original. Tampoco faltaba Piers York, quien la había recibido con esa sinceridad que es una mezcla de una larga práctica y la conciencia genuina del privilegio y sus responsabilidades. Los buenos modales eran en él algo tan connatural como levantarse temprano, o acabarse toda la comida del plato. Se los habían enseñado durante la niñez.
Con la ayuda de Jack, Charlotte se entregó a la acostumbrada conversación trivial que precedía a la cena. Ésta fue bastante corriente y la charla alternó temas insustanciales. Era una reunión descompensada en la que había cuatro mujeres no casadas por sólo tres hombres también solteros, uno de los cuales era Garrard Danver, quien no podía tener intereses románticos en su hija o su hermana, y presumiblemente tampoco en Veronica, que en breve debería convertirse en su nuera. Dado que era veinticinco años mayor que Charlotte, no parecía verosímil emparejarla a ella con él, siempre en el bien entendido de que el hombre tuviera algún deseo de volver a casarse. Y estaba Jack, por supuesto, al que se tenía por su primo hermano, y por tanto inconveniente.
Loretta era no obstante una anfitriona experimentada. Aquella noche parecía estar haciendo gala de todo su considerable encanto y aplomo para conseguir un perfecto equilibrio entre no perder las riendas de la reunión y hacer que todos se sintieran a gusto. Si se esforzaba un poco más de lo habitual, o si su mano cogía el pie de la copa de vino de forma que los nudillos se le quedaran momentáneamente sin sangre, tal vez era porque su nuera le había dado motivos de nerviosismo, cosa que no podía echársele en cara si es que, a estas alturas, Veronica había seguido dando muestras de histeria, tozudez o de los celos ocultos que tan desagradables son para cualquier hombre, y si todo ello había aflorado a su frágil exterior a última hora en la supuesta privacidad de su habitación.
Como el grupo era pequeño y se había hecho más tarde de la hora habitual para el final de la cena, Jack sugirió con cierta audacia no separarse, sino retirarse juntos a la sala de estar. Ni siquiera miró a Charlotte; estaba representando su papel a la perfección.
Había llegado el momento de que Charlotte tomase el relevo. Todos se levantaron para salir del comedor, sobre la mesa quedaban en desorden los platos medio vacíos y las servilletas arrugadas. El gas de las arañas producía un suave silbido al alimentar las luces y las flores cobraban bajo aquellas grandes lámparas un tono blanco cerúleo, artificial; debían de ser del invernadero.
Charlotte tuvo de pronto conciencia del ridículo ahora que había llegado el momento. Tenía que haber otra manera de hacer las cosas. Aquello no podía salir bien… La descubrirían en el acto y Jack no tendría más remedio que decir que estaba loca. ¡Cuidar a su tía enferma la había trastornado!
—Señorita Barnaby, ¿se encuentra bien? —Era la voz de Julian Danver que le llegaba como salida de una espesa bruma.
—Yo… tendrán que… disculparme… —balbuceó.
—Elisabeth, ¿te pasa algo? —Veronica volvió para atenderla, con el rostro lleno de preocupación.
A Charlotte le entraron ganas de reír: había creado el efecto deseado casi sin querer. Oyó cómo su propia voz respondía de forma automática:
—Estoy un poco mareada. Si pudiera subir a una habitación una media hora, estoy segura de que se me pasará. Sólo necesito descansar un poco. De verdad, no es nada.
—¿Estás segura? ¿Quieres que te acompañe? —se ofreció Veronica.
—No, por favor… Me sentiría culpable si te apartara de tus invitados. Pero a lo mejor tu doncella… —¿Estaba siendo demasiado explícita? Todos la miraban… sentía como si toda aquella farsa se transparentara. ¿Era normal de verdad que alguien se comportara de aquel modo?
—Claro que sí —convino Veronica, cuyas palabras supusieron un alivio tan grande que Charlotte sintió la sangre en el rostro y una sensación de hilaridad casi irreprimible. ¡Ya podían tomarla todos por una histérica! Por el amor del cielo, tenía que salir de allí y subir al piso de arriba como fuera.
—Llamaré a Amelia —dijo Veronica dirigiéndose a la campanilla—. ¿Estás segura?
—¡Oh, sí! —exclamó Charlotte con demasiado énfasis—. ¡Claro que estoy segura!
Al cabo de cinco minutos estaba en la pequeña y fría habitación del ático de Emily. Miró a ésta y con una mueca de complicidad se quitó el vestido blanco y gris. Emily la obsequió con el llamativo vestido de un tono cereza casi chillón.
—¡Oh, santo cielo! —Charlotte cerró los ojos.
—Vamos —apremió su hermana—. Póntelo. Has conseguido casi creértelo tú misma, no dudes ahora.
Charlotte pasó los pies dentro del vestido y tiró de él hacia arriba.
—¡Cereza tiene que ser una mujer muy especial para poder ponerse esto! Abróchamelo. Vamos, antes de diez minutos tengo que estar en el invernadero. ¿Dónde está la peluca?
Emily terminó de abrocharle el vestido y le tendió la peluca negra. Tardaron varios minutos en colocarla debidamente y en ponerse carmín. Emily retrocedió unos pasos y la observó con ojo crítico.
—¿Sabes? No estás nada mal —dijo con sorpresa—. La verdad es que tienes un aspecto elegante, si no somos muy exigentes en cuestiones de buen gusto.
—Gracias —dijo Charlotte con ironía, aunque no podía evitar que le temblaran las manos y la voz.
Emily la estudiaba con detenimiento. No le preguntó si todavía quería seguir adelante con aquello.
—Muy bien —dijo Charlotte, algo más segura—. Mira a ver si el campo está libre. No me gustaría encontrarme a la camarera en las escaleras.
Emily abrió la puerta y miró fuera, avanzó unos pasos y regresó.
—¡Adelante! Deprisa. Puedes bajar por estas escaleras, y si oímos que alguien viene nos metemos en la habitación de Veronica.
Recorrieron el pasillo a toda prisa, bajaron las escaleras y llegaron al descansillo principal, donde Emily se detuvo en seco y levantó el dedo en señal de advertencia. Charlotte se quedó inmóvil.
—¿Amelia? —Era una voz de hombre—. ¿Amelia? Creía que estabas atendiendo a la señorita Barnaby.
Emily comenzó a bajar el último tramo.
—Sí, eso hago. He bajado a buscarle una tisana.
—¿No tienes hierbas arriba?
—Me falta menta. ¿Por qué no vas a buscarme un poco? Yo me quedo aquí por si me llama… Me parece que no se encuentra bien. Por favor, Albert.
Mientras esperaba, en lo alto del tramo de escaleras, Charlotte oyó la risueña voz de su hermana y se hizo una composición de la dulzura que comunicaba a su rostro. No le sorprendió que Albert obedeciera sin rechistar. Al cabo de un segundo Emily estaba otra vez con ella junto a la barandilla, susurrándole que se apresurara.
Charlotte bajó tan deprisa que casi se cae al tropezar en el último escalón. Se abalanzó a través del pasillo libre e irrumpió por la puerta del invernadero, donde se encontró con la bendita penumbra de las dispersas luces nocturnas amarillas. El corazón le latía a un ritmo frenético y se sentía como si todo el cuerpo le fuera al compás y no hubiese esfuerzo capaz de proporcionar el aire suficiente a sus pulmones.
Se quedó bajo la palmera ornamental que había al final del camino de tierra, desde donde podía ver la puerta que daba al vestíbulo. Si entraba alguien daría un paso al frente para que la luz le diese en los hombros y la falda, de modo que resaltase el color del vestido; el rostro quedaría protegido por la sombra de la rama colgante.
Pero ¿acudiría alguien? Quizá Cereza no daba citas por carta. O tal vez su letra o las palabras que había utilizado eran por completo diferentes de las de ella y los destinatarios habían descubierto el fraude al instante. Había citado a Julian Danver el primero. Si es que iba a venir, entraría de un momento a otro. En realidad se retrasaba. ¿Cuánto tiempo llevaba ya allí?
Oyó un ligero ruido de pasos en algún lugar de la casa… probablemente eran de Albert, en el vestíbulo. No se dirigían hacia allí. Muy cerca de ella se oía un regular goteo que caía de una hoja a otra hasta llegar hasta la tierra húmeda que pisaba. El olor a vegetación era embriagador.
Trató de tener la mente ocupada, sin éxito. Todo inicio de pensamiento se dispersaba en el caos, arrastrado por la tensión que crecía como si alguien girase lentamente un torniquete. Tenía las manos sudorosas y notaba pinchazos como de agujas. ¿Iba a pasarse allí de pie, debajo de una palmera, el resto de la noche?
El susurro la sobresaltó con tanta violencia como un grito, aunque ni siquiera podía precisar de dónde habían venido aquellas palabras.
Él estaba junto a la puerta, en el interior del invernadero, con los ojos abiertos de par en par. Las luces amarillas proyectaban sombras en las mejillas que le daban un antinatural aspecto ojeroso y cincelaban su nariz con mayor finura.
Charlotte avanzó un paso, lo justo para mostrar su clara silueta sobre el fondo verde y para que la luz captase el llamativo vestido rosa.
Él se sorprendió al ver el color, la suavidad de sus hombros desnudos, la esbelta curva de su cuello, la peluca negra. Por un instante quedó de manifiesto su dolor. Era demasiado tarde para echarse atrás… Garrard Danver había amado a Cereza. Y aquel amor tormentoso había dejado mella en su rostro. A su pesar, avanzó hacia ella.
Charlotte no tenía la menor idea de lo que convenía hacer. Se había preparado para desenmascarar una conspiración, o para descubrir un capricho pasajero, pero no una aflicción como aquélla. Retrocedió hacia la palmera y la luz se desplazó hasta su busto.
Garrard se detuvo. Sus ojos eran dos cuencas vacías, era como una caricatura de sí mismo, inquietante y hermosa; hasta en su desesperación había autoconciencia, un destello de ironía.
Entonces ella comprendió lo que pasaba. ¡Claro! Todos los testimonios decían que Cereza era muy delgada y que casi no tenía busto, y Charlotte en cambio estaba bastante bien dotada. Ni siquiera con un vestido recto y una camisola poco favorecedora podía ella simular la elegante delgadez que todos atribuían a Cereza.
—¿Quién es usted? —dijo él.
—¿A quién esperaba encontrarse al venir? —Tenía esta pregunta preparada desde mucho antes.
Esbozó una horrible sonrisa:
—No tenía la menor idea. Ni por un momento imaginé que fuera usted quien pretende ser.
—Entonces ¿por qué ha venido? —Ése era el reto.
—¡Para saber qué quiere de mí, por supuesto! ¡Si ha pensado en el chantaje está loca! Arriesgaría su vida a cambio de unas libras.
—¡No quiero dinero! —espetó ella—. Quiero… —Le tenía muy cerca, tanto que si levantaba la mano podía tocar su mejilla. Pero ella permanecía tan inmóvil en las sombras que no la reconoció. Había otra persona junto a la puerta del invernadero, una persona inmovilizada por el horror, pero con tal pasión de celos en el rostro que parecía estar viendo el infierno en la quietud de las hojas goteantes y en las dos figuras que casi se tocaban: y en aquel vestido chillón, incandescente, escandaloso.
Loretta York. Garrard se volvió lentamente y la vio. No pareció azorado, como Charlotte había esperado, ni avergonzado. La crispación de su rostro era de miedo… o peor que eso, una especie de repugnancia.
El agua se escurría por las hojas y se estrellaba contra los pétalos de los lirios con un débil chop. Los tres permanecían inmóviles.
Al fin, Loretta se encogió levemente de hombros y salió del invernadero.
Garrard miró a Charlotte, o mejor dicho a la penumbra en que se hallaba ella. Su voz sonó ronca, hubo de hacer dos intentos antes de conseguir hablar.
—¿Qué… qué quiere?
—Nada. Váyase. Vuelva a la reunión —susurró.
Él no dejaba de mirarla con ojos entornados, sin saber si creerla o no, mientras ella retrocedía hasta casi tocar la palmera con la espalda.
—¡Vuelva a la reunión! —susurró furiosa—. ¡Váyase!
Su tranquilidad no era completa, pero no esperó más tiempo: lo único que quería era escapar. Al cabo de un momento Charlotte se encontró sola de nuevo en el invernadero. Fue de puntillas hasta la puerta y asomó la cabeza. No había nadie en el vestíbulo, ni siquiera Emily. ¿Podía arriesgarse a salir corriendo escaleras arriba, o era mejor esperar la señal de Emily? ¿No era suficiente señal que todo estuviera desierto? Si esperaba a que volviese Albert, podía ser demasiado tarde.
Estaba ya al pie de las escaleras sin haber tomado una decisión consciente. Pero era demasiado tarde para volverse atrás. Se levantó el tafetán magenta de la falda y subió todo lo deprisa que pudo. Gracias a Dios no había nadie en el descansillo, ni tampoco en las escaleras que llevaban a las habitaciones del servicio.
Llegó arriba sin aliento y con el corazón palpitante. El estrecho pasillo estaba desierto y vacío, sin nada más que puertas a ambos lados. ¿Cuál era la de Emily? ¡Por todos los diablos! ¡Lo había olvidado! El pánico la invadió. Si venía alguien no tendría más remedio que meterse en la habitación más próxima y rogar que estuviera vacía.
¡Oyó pasos en la escalera! Se precipitó hacia la primera puerta y, apenas había entrado, los pasos llegaron a lo alto de las escaleras. Esperó. Si venían hacia donde ella estaba, estaría perdida. Buscó frenética alrededor algo con que defenderse. ¡No se iba a dejar arrastrar escaleras abajo como un vulgar ladrón!
—¡Charlotte! Charlotte, ¿dónde estás?
El alivio fue tan grande que casi pierde el sentido. Sintió un hormigueo y una sensación de calor y frío al mismo tiempo. Abrió la puerta con manos temblorosas.
—¡Estoy aquí!
Al cabo de diez minutos estaba de nuevo abajo, en la sala de estar, con el pelo un poco despeinado; no fue difícil explicar que se debía a que se había acostado un rato, y sí, gracias, se encontraba totalmente recuperada. Guardó un silencio cortés, pues no quería arriesgarse a llevar más lejos la asombrosa suerte que había tenido hasta ese momento. Todavía le temblaban un poco las manos y no dejó que su mente se ocupara de otra cosa que no fuera la insulsa conversación.
La reunión acabó temprano, como por mutuo acuerdo. Hacia las once menos cuarto Charlotte estaba sentada junto a Jack en el carruaje, explicándole el encuentro con Garrard y Loretta en el invernadero y las expresiones que había visto en sus rostros.
Después le contó lo que se proponía hacer a continuación.
Ballarat accedió a verla con cierto reparo.
—Mi querida señora Pitt, créame que siento que esté sufriendo todos estos trastornos —se lamentó—. Pero es que no hay nada que yo pueda hacer por usted. —Se balanceaba sobre las plantas de los pies, una vez más justo delante del fuego de la chimenea—. ¡Quisiera que no se atormentara de ese modo! ¿Por qué no se queda con su familia hasta que… hasta que…? —Guardó silencio al darse cuenta que se había metido en un callejón sin salida.
—¿… hasta que cuelguen a mi marido? —concluyó ella sin miramientos.
Ballarat se sintió terriblemente incómodo.
—Mi querida señora, eso es absolutamente…
Ella le clavó los ojos y él tuvo la delicadeza de ruborizarse. Pero no había ido allí a pelearse, aparte que dar rienda suelta a sus sentimientos era lo más fácil y estúpido.
—Lo siento —se disculpó, tragándose el odio que sentía al comprobar que el miedo de aquel hombre era mucho mayor que su lealtad—. He venido a decirle que he descubierto algo que usted debe saber. —Ignoró su expresión exasperada y continuó—. La mujer de rosa que fue asesinada en Seven Dials no era la misma mujer del vestido color cereza a quien Dulcie vio en casa de los York y la señorita Adeline Danver vio en casa de los Danver. Esa mujer sigue viva y es la testigo cuya pista perseguía Thomas.
Por su rostro cruzó una ráfaga de compasión que se desvaneció en el acto:
—¿Testigo de qué, señora Pitt? —preguntó con un esfuerzo de paciencia—. Aunque encontráramos a esa misteriosa mujer, si es que existe, difícilmente podría ayudar a Pitt. Las pruebas que le señalan como autor del asesinato de la mujer de Seven Dials, fuera quien fuera ésta, siguen siendo las mismas. —Hablaba de forma racional, seguro de su argumentación.
—¡Ya lo sé! —Charlotte estaba levantando la voz, en la que se apreciaba, en contra de su deseo, un agudo matiz de pánico—. Alguien hizo que esa mujer se pusiera un vestido rosa y la mató para proteger a la auténtica Cereza y para librarse de Thomas al mismo tiempo. ¿Es que no lo ve? —preguntó con ironía mordaz—. ¿O es que también piensa que fue Thomas quien empujó a la doncella por la ventana? Y quien presumiblemente mató a Robert York… sabe Dios por qué.
Ballarat levantó las manos como si se dispusiera a darle unas palmadas de consuelo, pero vio la pasión que enardecían los ojos de Charlotte y retrocedió.
—Mi querida señora, está usted sobreexcitada. Es muy comprensible, en sus circunstancias, y créame que lo siento en lo más hondo. —Tomó aire y se sintió más seguro. La razón tenía que imponerse—. A Robert York lo asesinó un ladrón y la muerte de la doncella fue accidental. —Asintió con la cabeza—. Son cosas que por desgracia suceden a veces. Es muy triste, pero en modo alguno hay en ello huella de crimen. Y de verdad, querida señora, la señorita Adeline Danver es una dama venerable pero muy mayor, y no se la puede considerar el más fidedigno testigo.
Charlotte le miraba con una incredulidad inicial que dio paso a una comprensión llena de repugnancia. Aquel hombre o bien estaba asustado por la desazón, la ira y la culpa de que todo aquello pudiera ser cierto y hubiese alta traición en el Foreign Office, ¡o bien él estaba involucrado! Miraba su carnosa mandíbula, su tez rubicunda, sus ojos sin párpados, redondos como botones. No podía creer que fuese un actor tan brillante para interpretar tan bien el papel de hombre ambicioso engañado que se encuentra de pronto en aguas donde no había pie. Por un instante, el tiempo que tarda en pasar una ráfaga de viento sobre la superficie de un estanque, ella se apiadó de él; pero enseguida se acordó del magullado rostro de Pitt y del miedo que había visto en sus ojos.
—Le advierto que se sentirá como un completo imbécil cuando todo esto acabe —le dijo con frialdad—. Pensé que sentiría usted suficiente amor por su país como para no permitir la alta traición por el mero hecho de que desenmascararla puede resultar desagradable y comprometer a ciertas personas cuyo favor desea conservar.
El rostro de Ballarat enrojeció.
—¡Me está usted insultando, señora! —dijo.
—¡Me alegro! —Le miró con un desprecio exacerbado que cortó sus palabras—. Me temo que sólo he dicho la verdad; pruebe que me equivoco y nadie habrá más feliz que yo. Mientras ello no suceda, creo en lo que veo. Buenos días, señor Ballarat. —Se fue del despacho sin mirar atrás y dejó la puerta abierta al salir.
Él avanzó tras sus pasos y la cerró.
Ya sabía lo que tenía que hacer. Ballarat no le había dejado más opción. Si le hubiera prometido una investigación, lo hubiera dejado en sus manos, pero ahora no le quedaba alternativa. Había una crueldad en ello de la que no se hubiera creído capaz, pero no le sorprendió la facilidad con que se entregó, pues estaba luchando por proteger a aquellos que amaba más que a ella misma, por quienes sentía una pena indecible. Su respuesta fue visceral y no tuvo nada que ver con la mente. Charlotte había comprendido la mirada de Loretta, junto a la puerta del invernadero. Estaba enamorada de Garrard Danver: total y obsesivamente enamorada, lo que no era difícil de creer. Era un hombre con un encanto y una personalidad inusuales. Y debía constituir un desafío para la mayoría de las mujeres; había en él algo huidizo, la promesa de una gran pasión bajo su frágil concha y su humor protector, sólo con que una pudiera encontrar el secreto de cómo llegar hasta el alma que había dentro. Para la Loretta adorable, aburrida por el atento pero reprimido Piers, el atisbo de algo mucho más visceral debía ser irresistible.
Y era evidente que Garrard sólo había amado a Cereza. Toda aquella ansia y aquel torrente de emociones, todo lo que Loretta había soñado despertar por sí misma, lo había visto con toda claridad en su rostro cuando por un momento la imagen de Charlotte dibujada a media luz y el fulgor del vestido le habían estimulado y atormentado la memoria.
Tenía que mantenerlos a todos juntos y presionar hasta que alguien no resistiera. Garrard era el eslabón más débil. Tenía miedo, eso también lo había visto en su rostro, y sentía rechazo por el deseo que Loretta experimentaba hacia él. Charlotte recordaba muy bien cierta ocasión en que un hombre había sentido tal deseo hacia ella y Caroline le había considerado ciegamente como un candidato adecuado para marido. Charlotte se había puesto casi histérica cuando les dejaron brevemente a solas. Después le había parecido ridículo; Caroline no lo comprendió y se enojó. Habían pasado años desde entonces y el episodio se le había borrado hasta que vio el rostro de Garrard a la luz de las lámparas; entonces aquella peculiar mezcla de horror, embarazo y repulsión volvió a ella con tal precisión que le puso los pelos de punta.
Garrard era la persona a la que debía presionar con todas sus fuerzas.
Pero ella no tenía poder alguno para hacer que los York invitaran a los Danver, a los Asherson, a ella y a nadie más. Podía no suceder nunca, y menos probabilidades había de que sucediera en los pocos días que quedaban antes de que Pitt fuera procesado y llevado ante el tribunal. No había forma de encontrar una justificación para organizar una reunión así en casa de Emily, y Jack tampoco tenía medios de hacerlo, a no ser que Emily quisiera financiar por iniciativa propia el evento. No, la solución estaba en tía Vespasia, seguro que ella estaría dispuesta.
Charlotte se apeó del ómnibus público y no dudó en alquilar un coche hasta la casa de tía Vespasia. Tras pagar al cochero y despedirlo, subió la escalinata de la puerta principal e hizo sonar la campanilla. Había estado allí muchas veces y la doncella no mostró sorpresa al verla.
Vespasia la recibió en el tocador, espacioso y bien iluminado, amueblado con holgura de colores crema y oro con toques de verde oscuro. Contra una de las paredes se erguía un gran helecho verde en una jardinera. Sólo una empinada pila de leña ardiendo en la chimenea lo libraba del frío.
Vespasia tenía un aspecto más frágil, aunque conservaba las facciones perfectas que habían hecho de ella una belleza hacía cuarenta e incluso treinta años. Tenía rasgos aquilinos, ojos de grandes párpados bajo unas bien arqueadas cejas y el cabello recogido en un moño. Llevaba un vestido color lavanda oscuro con una elegante toquilla de encaje de Bruselas en el cuello.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Charlotte nada más verla, con un tono que denotaba que no era un mero cumplido. No había nadie fuera de su familia, y muy pocos dentro, por los que se preocupara tanto como por tía Vespasia.
La anciana sonrió.
—Bastante repuesta… y probablemente mucho mejor que tú, querida. Estás pálida y bastante cansada. Siéntate y cuéntame cómo van las cosas. ¿Qué puedo hacer por ayudarte? —Apartó la vista de Charlotte en dirección a la doncella, que se había quedado en la puerta—. Té, Jennet, por favor, y tráenos canapés de pepino y algunos pastelillos… algo que lleve nata batida y azúcar glacé, por favor.
—Sí, señora. —Y Jennet desapareció tras cerrar la puerta con cuidado.
—¿Y bien? —requirió Vespasia.
Cuando Charlotte se marchó, sus planes estaban trazados hasta el menor detalle. Se sentía mejor tras haber comido y reparó en que no estaba comiendo como debía, ya fuera por olvido o por falta de ánimos. El carácter firme y resuelto de tía Vespasia había aliviado en gran medida la tensa desesperación que la ahogaba. Había animado a Charlotte con delicadeza a que se liberase del autocontrol que mantenía en ella aquella rigidez y aquellos ojos secos desde hacía tantos días. Charlotte lloró con ganas, con abandono. Exorcizó todos sus miedos, en lugar de guardárselos en su interior hasta que se convertían en negros demonios, y con ello les desposeyó de gran parte de su horror. Una vez expresados en voz alta y compartidos con alguien, ya no parecían tan invencibles.
Cuando dos días más tarde recibió una carta manuscrita de tía Vespasia en la que le decía que la cena estaba arreglada y las invitaciones aceptadas, supo llegado el momento de preparar a Jack para la última y mejor jugada. Emily también tuvo cumplida noticia, no más allá de los detalles que Charlotte se atrevió a contarle a través de una carta en clave llevada por Gracie en ómnibus.
Jack estaba más nervioso de lo que Charlotte esperaba cuando pasó a recogerla a las siete menos cuarto la tarde de la cena. Pero en cuanto se hubo acomodado en el carruaje y tuvo ocasión de valorar sus pensamientos, se dio cuenta de que quizá había sido un poco ciega. El hecho de que Jack hubiese hecho todo lo posible desde un principio, sin cuestionar nunca la inocencia de Pitt ni el incauto plan de Emily de ir a vivir a casa de los York no significaba que él no tuviera emociones bajo su aspecto más bien despreocupado. A fin de cuentas, había nacido y se había criado en el seno de una sociedad para la cual los buenos modales lo eran todo; cualquiera quedaba enseguida fuera de la onda si provocaba auténtico amor o aversión, pues las emociones sinceras sólo servían para provocar situaciones violentas o embarazosas, que eran peor que nada. Podían enturbiar la paz mental, incomodar, privar de placer, todo ello inexcusable. Si Jack daba valor a algo, entonces era natural que estuviera nervioso. Probablemente tenía un ejército de mariposas revoloteando en el estómago, lo mismo que ella, y el corazón le palpitaba, y se notaba las manos húmedas aunque acabara de enjugárselas por enésima vez.
No hablaron en todo el trayecto. Ya habían hecho todos los planes, así que no era momento de trivialidades. Hacía un frío glacial, una de esas noches de invierno en que el hielo cruje en la calzada y en los desagües congelados. El viento cortante del mar había disipado la niebla y ni siquiera sobre los tejados quedaban restos de humo que oscureciera las estrellas, que parecían colgar casi al alcance de la mano, como si alguien hubiera hecho estallar una araña de luces en el cielo.
Vespasia había elegido el vestido de Charlotte para la velada, y lo había adquirido para ella, sin hacer caso de las protestas de ésta. Era satinado, de tono marfil oscuro, con toques dorados y el cuerpo salteado de perlas. Era la ropa más favorecedora que había llevado nunca, escotado y con un bonito polisón. Hasta Jack, que había compartido salones y vinos con las mayores bellezas de la época, estaba sorprendido e impresionado.
Fueron conducidos a la sala de estar de Vespasia, a quien encontraron sentada junto al fuego en una butaca de respaldo alto, como si fuera una reina recibiendo a su corte. Llevaba un vestido gris metálico con una gargantilla de perlas y diamantes, y el cabello recogido y ensortijado como una corona de plata labrada.
Jack se inclinó ante ella y Charlotte, de forma inconsciente, hizo una reverencia.
Tía Vespasia sonrió, en un gesto de conspiración. La situación era desesperada, pero no por ello dejaba de sentir la euforia de entrar en combate.
—Inglaterra espera de cada uno de sus hijos que cumplan con su deber —susurró la anciana—. Creo que nuestros invitados están a punto de llegar.
Los primeros en hacerlo fueron Felix y Sonia Asherson, con una expresión de agradable sorpresa al verse allí. Vespasia Cumming-Gould era una especie de leyenda viva, incluso para su generación, y no conocían ninguna razón por la que se les debía contar entre los pocos invitados a su casa. Lo que en Sonia había parecido un insoportable y plácido sentimiento de vanidad, ahora se mostraba simplemente con la más bien regular disposición de sus rasgos y una expresión de buena educación.
Felix mostraba franco interés. Podía ser extraordinariamente encantador cuando quería; sabía cómo halagar sin palabras y su infrecuente sonrisa era arrasadora.
Tía Vespasia tenía casi ochenta años. De niña había presenciado las celebraciones tras la victoria de Waterloo, recordaba los Cien Días y la caída de Napoleón. Había bailado con el duque de Wellington cuando éste fuera primer ministro. Había conocido a los héroes, las víctimas y los locos de Crimea, a los forjadores del Imperio, a los estadistas, a los charlatanes, artistas y genios del más grande de los siglos de la historia de Inglaterra. Estaba encantada de representar aquella comedia con Felix Asherson y mantuvo la sonrisa en sus labios, por otra parte impecablemente ilegibles.
Los Danver fueron introducidos diez minutos más tarde. Julian parecía moverse con naturalidad; no se sentía intimidado ni se le veía forzado a intervenir en la conversación. Charlotte pensó que Veronica podía ser una mujer afortunada.
Garrard, por el contrario, se apresuró a hablar, con el rostro cansino y moviendo las manos con nerviosismo como si la quietud le supusiera un esfuerzo insoportable. Charlotte olió la pieza de forma instintiva y se sintió detestable por el hecho de que no se inmutara lo más mínimo. Pero había que elegir entre Garrard Danver y Pitt, así que no había elección posible.
Harriet Danver estaba también lejos de sentirse a gusto. Parecía más frágil de lo que le había parecido en ocasiones anteriores, aunque también era posible que ello se debiera a que llevaba un vestido lavanda de un tono humo que resaltaba aún más las sombras de su pálido rostro y le hacía los ojos aún más grandes. O estaba muy enamorada y no podía soportar ya casi la pena, o bien había otro pensamiento o temor que acosaba su mente.
Tía Adeline llevaba un vestido topacio y oro, que le sentaba muy bien. Le afloraba un ligero rubor a las mejillas que eliminaba su habitual tono cetrino. Pasaron varios minutos antes de que Charlotte se diera cuenta de que Adeline se sentía muy honrada por haber sido invitada a casa de tía Vespasia y de que la ocasión la emocionaba enormemente. Charlotte sintió un cruel aguijonazo en la conciencia. Hubiera querido abandonar aquello, pero ya no era posible.
Los últimos en llegar fueron los York, Veronica etérea y magnífica de negro y plata, con la cabeza bien alta al entrar y las mejillas encendidas. Casi se detiene en mitad del umbral al ver a Charlotte de pie junto a Julian Danver. La admiración de éste por ella era manifiesta aquella noche, como manifiesto resultó por un instante que Veronica nunca había visto en Charlotte a la rival potencial que ésta podía ser. ¡La pequeña señorita Barnaby venida del campo también podía ser una belleza considerable, si se lo proponía! El saludo de Veronica había perdido varios grados de su calor cuando se encontraron en el centro de la sala.
Por una vez hasta Loretta parecía menos segura de sí misma; su firmeza era una sombra de su antiguo aplomo. Como siempre, iba meticulosamente arreglada, vestida de un color dorado melocotón de una femineidad exquisita, pero había perdido fluidez, como si todavía durara la herida que Charlotte había visto en el invernadero. Ni siquiera miró a Garrard Danver. Piers York se mostraba grave, como consciente de la tragedia, aunque no supiera la naturaleza o la dirección de la misma; o tal vez había preferido ignorarla. El rostro se le iluminó al ver a Vespasia y Charlotte se llevó una sorpresa al comprobar que se conocían desde hacía años.
Intercambiaron los saludos de rigor y todos los cumplidos al uso, pero pronto comenzaron a aflorar y desentonar algunas tensiones ocultas.
Durante media hora se habló del tiempo, del teatro, de las figuras de la moda y la política. Todos parecían pasarlo bien a excepción de Garrard y Loretta. Si Piers sentía algún recelo, era un caballero demasiado experimentado para dejarlo relucir.
El foco de atención de Charlotte estaba errático. Su momento aún no había llegado, era mejor esperar hasta la cena. Si comenzaba demasiado pronto correría el riesgo de dispersar la misma tensión que pretendía crear. Primero tenían que sentarse todos, mirarse a las caras sin otra escapatoria que cometer el violento acto de marcharse en presencia de la anfitriona. Sólo una indisposición podía justificar tal cosa.
Los minutos pasaban lentamente, la conversación fútil se desgranaba palabra a palabra mientras ella observaba los rostros de los reunidos. Felix lo estaba pasando bien, incluso con Harriet, quien gradualmente perdía su exagerada palidez y se unía a la conversación. Sonia charlaba sin parar con Loretta. Veronica coqueteaba con Julian, mirándole a los ojos e ignorando a Charlotte. Vespasia sonreía y se dirigía por turno a todos ellos, a la vez que expresaba pequeños y reveladores comentarios. De vez en cuando cruzaba una mirada con Charlotte acompañada de un ligero asentimiento de la cabeza.
Por fin se anunció la cena y se dirigieron de dos en dos al comedor, donde fueron ocupando los lugares meticulosamente dispuestos por Vespasia: Harriet junto a Felix Asherson y enfrente de Jack, de modo que éste pudiera ver en todo momento la expresión de sus rostros; Julian al lado de Charlotte; y, lo más importante, Loretta y Garrard juntos bajo la araña de luces, de forma que Charlotte, sentada enfrente, no se perdiese el menor temblor de un músculo, ni una sombra en los ojos.
La sopa de langosta fue servida y la conversación decayó. A continuación vino el pescadito picante y después el entrante de la carne: albóndigas de conejo. Cuando apenas habían comenzado la ración de cordero, Vespasia miró a Julian Danver con una agradable sonrisa:
—Tengo entendido que es usted la nueva estrella del Foreign Office, señor Danver —le dijo—. Una posición de una gran responsabilidad, y no exenta de peligros.
Él pareció sorprendido.
—¿Peligros, lady Cumming-Gould? Le aseguro que raras veces salgo de las confortables y seguras dependencias del Foreign Office. —Lanzó una rápida sonrisa a Veronica y se volvió de nuevo hacia Vespasia—. Y aunque me destinaran a una embajada extranjera, insistiría en no salir de Europa.
—¿De veras? —Arqueó sus plateadas cejas—. ¿En los asuntos de qué país está especializado?
—En los de Alemania y sus intereses en África.
—¿En África? Creo que el káiser tiene planes colonialistas en ese continente, que deben entrar en inevitable conflicto con los nuestros. Debe usted estar involucrado en negociaciones muy delicadas.
Él seguía sonriendo. Las demás conversaciones se habían interrumpido y todos los rostros se habían vuelto hacia él.
—Desde luego —convino.
Los labios de Vespasia se curvaron hacia arriba casi imperceptiblemente.
—¿Y nunca teme cometer una traición involuntaria, o incurrir en un pequeño error que pudiera poner en situación ventajosa a sus rivales, a sus… naciones rivales?
Abrió la boca para replicar y disipar los temores de la dama, pero de repente las palabras se extinguieron en su garganta y una sombra cruzó su rostro. Pero enseguida se recuperó.
—Hay que tener mucho cuidado, naturalmente, pero no se suele hablar de los asuntos de Estado fuera del propio Foreign Office.
—Y naturalmente usted sabe muy bien en quién confiar. —Charlotte lo dijo más como aseveración que como pregunta—. Imagino que la traición comienza poco a poco. Primero una pequeña confidencia, obtenida de alguien que esté enamorado, por ejemplo. —Miró a Harriet y luego a Felix—. A veces las lealtades personales pueden crear conflictos con la moral —dijo con calma, consciente de lo que ella misma estaba haciendo en aquel momento, consciente del sentido de la amistad, de las leyes no escritas de la hospitalidad—, sobre todo cuando se trata de amor, que pasa por encima de todo. No es que la persona crea que es correcto, o que el amor lo justifique, es simplemente una cosa elemental, es algo primario, como cuando un animal protege a los suyos.
En las pálidas mejillas de Felix aparecieron manchas de color. Sonia había dejado de comer y asía el tenedor con tal fuerza que los nudillos resaltaban en su blanca mano. Tal vez no resultara tan autosuficiente como parecía.
—Creo que lo que dice es muy… novelesco, señorita Barnaby —dijo Felix con cierto empacho.
Charlotte le miró con aire inocente.
—¿No cree usted que la fuerza del amor puede nublar el juicio, señor Asherson, aunque sólo sea de forma pasajera?
—Yo… —Se sentía pillado. Sonrió para disimular su mal trance—. No querrá que sea descortés, señorita Barnaby. ¿Me permite decirle que no conozco a ninguna mujer, por encantadora que sea, que esté dispuesta a preguntarme cosas a las que no puedo responder?
Por un momento Charlotte se sintió derrotada. Pero no era cuestión de arredrarse ahora, nadie le había dicho que iba a ser fácil, de lo contrario, no hubiera tenido que llegar tan lejos.
—¿Es que no conoce a la misteriosa mujer del vestido cereza? —Las palabras salieron de su boca antes de que tuviese tiempo de sopesarlas.
Jack abrió los ojos de par en par y tía Vespasia dejó caer el tenedor con un pequeño sonido metálico. Veronica aguantó la respiración, mirando a Charlotte como si ésta se hubiera desprendido de una máscara y revelara un rostro de reptil. El semblante de Garrard se había quedado sin una gota de sangre, con la piel de un gris amarillento.
Fue Loretta quien rompió el silencio, con una voz que chirrió en medio de la inmovilidad.
—De verdad, señorita Barnaby, tiene usted un gusto por lo melodramático bastante desafortunado. Creo que debería dejarse aconsejar a la hora de elegir sus lecturas. —Había un ligero titubeo en sus palabras, apenas un temblor. Naturalmente, no sabía que Charlotte había visto su rostro en la puerta del invernadero—. No debería leer esas novelas tan baratas —continuó—. Echan a perder el gusto.
—Creo que se refiere a algo que ha leído en los periódicos —se apresuró a decir Jack.
—¡Desde luego que no! —mintió Charlotte con un deje de ironía—. ¡Se lo oí contar a un charlatán profesional! No pude evitarlo, lo pregonaba a los cuatro vientos por toda la calle. Según parece, esa mujer, maravillosamente bella, hizo que un pobre diplomático le revelara unos secretos y luego le traicionó. Era una espía.
—¡Tonterías! —dijo Felix. Miraba fijamente a Charlotte. Tal vez hubiese vacilado, de haber mirado a Garrard, pues el rostro de éste estaba tan lívido que parecía sufrir un dolor físico—. ¡Tonterías! —repitió—. Mi querida señorita Barnaby, esos charlatanes se ganan la vida entreteniendo al populacho. ¿Sabe?, de todo lo que cuentan se inventan la mitad.
La tensión se suavizó por un momento. Charlotte sintió que la presa se le escapaba. No podía perderla ahora: el asesino estaba allí, en aquella resplandeciente mesa con su plata y su cristal y sus flores blancas.
—¡Pero no lo sacan de la nada! —arguyó—. La gente pierde la cabeza y se enamora, eso pasa… se enamora tan perdidamente que lo echan todo a perder y traicionan los más viejos compromisos de lealtad. —Miró en redondo a todos los rostros como si estuviera interpelándolos.
Veronica estaba como enajenada, con sus oscuros ojos muy abiertos, absorta en la contemplación de una pesadilla interior… ¿O era simplemente miedo? ¿Acaso era ella la verdadera Cereza, y por eso Garrard había sabido en el invernadero que Charlotte era una impostora, pues acababa de dejar a Veronica en la sala de estar? Aquel día había dicho que había acudido a la cita sólo porque temía que se tratase de un chantaje. Pero si ello era así, ¿por qué no se casaba con ella, sin más? ¿O es que era ella la que se había cansado de él y había elegido a su hijo en su lugar? Quizá Julian era su error, su debilidad: lo había amado por despecho. ¿O Julian no era más que un escalón para ascender a una posición superior? Estaba destinado a metas más altas que su padre, tal vez incluso a un puesto en el gobierno.
¿Lo sabía Loretta, lo había adivinado? También estaba pálida, pero era a Garrard a quien miraba, no a Veronica. Piers estaba desconcertado; no entendía el sentido de lo que se había hablado, pero reconocía el miedo y la pasión en el ambiente. Parecía un soldado preparándose para hacer frente al fuego enemigo.
Harriet ofrecía una imagen lamentable, azorada, y Sonia estaba pálida y derrotada.
Tía Adeline habló.
—Señorita Barnaby —dijo con tranquilidad—, estoy segura que esas cosas suceden, de tarde en tarde. Si las personas somos capaces de grandes sentimientos, sean cuales sean, siempre existe la posibilidad de que nos lleven a la tragedia. Pero ¿sirve a un buen fin el ahondar en ellos? ¿Tenemos derecho a conocer las penas de los demás?
Charlotte sintió que la sangre le afloraba a las mejillas. Le gustaba Adeline, y dudaba que aquella mujer pudiera llegar a olvidar aquel engaño y aquella hipocresía.
—No si hablamos de una tragedia personal —admitió algo menos segura—. No si concierne a otra persona. Pero la traición nos incumbe a todos. Es nuestro país, nuestro pueblo, el que es traicionado.
Harriet se llevó las manos a su lívida cara, horrorizada.
—¡No, traición no, no ha habido traición! —gritó Felix—. Cielo santo, ¡cualquier hombre puede cometer la imprudencia de enamorarse!
Harriet ahogó un grito que fue audible para todos. Felix se giró en redondo.
—¡Harriet! ¡No hay nada más! Te lo juro, ¡nunca he cometido traición alguna!
Garrard parecía anonadado. Veronica miraba a Felix con la boca abierta.
—Felix, tú… ¿y Cereza? —Loretta soltó una risita, al principio apenas un gorgoteo, que pronto creció hasta convertirse en una risa casi histérica—. Tú… ¡y Cereza! ¿Oyes eso Garrard? ¿Lo oyes?
Garrard se puso en pie de un brinco, derramando agua y vino sobre el mantel.
—¡No! —gritó con desesperación—. ¡No es verdad! Por el amor de Dios, basta. ¡Basta!
Felix le miraba horrorizado.
—Lo siento —musitó, mirando por encima de su mujer a Harriet—. Lo siento, Harriet. ¡Dios sabe que lo intenté!
—¿El qué? —preguntó Julian—. ¿De qué diablos estáis hablando todos? ¡Felix! ¿Es que tuviste un romance con esa mujer… con esa Cereza?
Felix trató de reír, pero la risa se le extinguió en la garganta.
—¡No! No, yo no… claro que no. —En su voz había un humor tan amargo que sólo podía estar diciendo la verdad—. No. He estado tratando de proteger a Garrard, por Harriet. ¿Es que no es bastante obvio? Sonia… lo siento.
Nadie se atrevía a preguntar por qué. La respuesta era bastante evidente en el rostro de Harriet, y por supuesto en el de él. Aquella tragedia doméstica estaba desnuda ante todos, no quedaba misterio que desvelar.
—¿Papá? —Julian se volvió hacia Garrard. Poco a poco le invadía una certidumbre, junto con un punzante dolor—. Si tuviste un romance con esa mujer, ¿qué importa? A menos que… la matases.
—¡No! —El grito salió de Garrard como el alarido de un animal mortalmente herido—. Yo amaba —su voz se apagó— a Cereza. —Miró a Loretta con una aversión desnuda de toda ironía, con cansancio y desilusión—. ¡Dios te maldiga! —Las palabras salieron ahogadas. No había lágrimas en su rostro, no era ya capaz de llorar, pero el dolor palpitaba en las resplandecientes luces y los brillantes reflejos.
Se produjo un denso silencio. Durante un largo y pesado momento nadie pareció comprender. Entonces Julian empuñó por fin el hierro candente.
—Traicionaste al departamento —dijo despacio—. Le hablaste a Cereza acerca del reparto anglo-germano de África. ¡Por eso Felix te encubría! ¡Por Harriet!
Garrard se sentó con lentitud, muy tieso.
—No. —Su voz había perdido el ardor del odio, toda pasión había desaparecido de él—. Felix no sabía que me había llevado los documentos, sólo sabía que yo estaba enamorado de Cereza. Pero esos secretos no tenían nada que ver con Cereza. —Miró de nuevo a Loretta y toda la pasión del odio afloró otra vez—. ¡Los sustraje por su culpa! —exclamó con voz temblorosa—. ¡Ella me obligó mediante chantaje!
—Eso es ridículo —dijo Piers con calma—. Por todos los santos, no lo hagas peor de lo que es. ¿Para qué iba a querer Loretta sustraer ese tipo de secretos? Además, por lo que sé las negociaciones van muy bien, ¿no es así?
—Sí. —Julian frunció el ceño—. Sí, así es. ¡Nadie ha utilizado esa maldita información!
—Muy bien. —Piers se arrellanó en la silla, con una chispa de tristeza en los ojos. Quizá sus sueños con Loretta habían muerto hacía mucho tiempo—. Tu acusación no tiene sentido.
Charlotte recordó la expresión de Loretta en la puerta del invernadero y se dio cuenta de que aquel rostro encerraba la destructora pasión del deseo y el odio que dominaban aquella trágica y violenta historia.
—Sí que lo tiene —dijo—. La información no fue sustraída para utilizarla en las negociaciones…
—¡Vaya por Dios! —exclamó Julian con tono de burla. Había visto un atisbo de esperanza y se agarraba a él.
—… sino para algo mucho más poderoso —continuó Charlotte sin hacerle caso—. Si has sucumbido al chantaje una vez, tienes que seguir pagando siempre: estás en poder del chantajista. Y eso era lo que ella quería: poder. Para ejercerlo siempre que necesitara, para destruir a quien quisiera. ¿Estoy en lo cierto, señora York? Él amaba a Cereza, no a usted. Él no la amaba, no la deseaba a usted. Usted le repugnaba… y eso nunca pudo perdonárselo. —Se cruzó con la mirada de Loretta y supo que había sacado a relucir el último dolor, y que había provocado un odio tan terrible que Loretta la hubiera matado de haber podido. En un solo instante, mientras sus miradas se cruzaban, ambas lo supieron.
»¿Creyó que esa desgraciada mujer de Seven Dials era Cereza? —prosiguió Charlotte sin piedad—. ¿Por eso le rompió el cuello? Hizo el esfuerzo en vano. No era Cereza, ¡no era más que una pobre criada caída en desgracia!
—¡Tú la mataste! —acusó Garrard a Loretta con voz alta y ronca—. ¡Creíste que era Cereza, por eso la asesinaste!
—¡Cállate! —Loretta estaba acorralada, y lo sabía. Su alma había quedado al descubierto, desnuda delante de todas aquellas personas. El rechazo que inspiraba había sido expuesto ante todos. Y había perdido a Garrard para siempre, ni siquiera le quedaba el poder de herirle. Ya no sabía cómo continuar la lucha.
Garrard se había consumido bajo la amenaza todos aquellos años, había temido los encuentros con ella, siempre con temor de que un día Loretta pudiera delatar su debilidad, arruinar su reputación y despojarle de su posición y su carrera. Ahora todo aquello había acabado y se tomaba su venganza.
—Tú la mataste —repitió con firmeza—. ¡Obligaste a esa pobre mujer a que se pusiera ese vestido para acusar a ese desdichado policía! ¿Cómo la encontraste? ¿Quién era? ¿Una criada a la que habías despedido y sabías dónde ir a buscarla?
Loretta le miraba en silencio. Era la verdad, y se la echaba en cara con tanta claridad que no valía la pena negarla.
—¿Y Dulcie? —prosiguió Garrard—. Tú la empujaste por la ventana. ¿Por qué? ¿Qué era lo que ella sabía… o había visto?
—¿No lo sabes? —Se echó a reír presa de la histeria—. Oh, querido, querido Garrard… ¿no lo sabes? —Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, mientras su voz se elevaba por momentos.
Jack se puso en pie y fue hacia ella.
—¡Asherson! —dijo con tono apremiante.
Felix se levantó aturdido para ayudarle. Entre los dos la izaron de la silla y la sacaron de la estancia.
Vespasia se levantó también de la mesa, rígida y con el semblante pálido.
—Voy a llamar a la policía. Superintendente Ballarat, creo que es. Y al secretario de Interior. —Miró a los presentes en torno a la mesa—. Les pido disculpas por una cena tan… desafortunada. Pero deben saber que Thomas Pitt es un amigo particular y que no podía quedarme sentada a esperar que lo colgasen por un crimen que no cometió. Por favor, discúlpenme. —Con la cabeza alta, rígida como un palo, salió de la sala con paso digno para ejercer toda su influencia y apelar a las viejas amistades para liberar a Pitt aquella misma noche.
En el silencio que dejó tras ella nadie se movió.
Pero aún no había acabado todo. Quedaba la auténtica Cereza. Y faltaba saber quién había matado a Robert York, y por qué. ¿También había sido Loretta? Charlotte creía que no.
Con las piernas temblándole, se levantó para tomar la palabra.
—Señoras, creo que deberíamos retirarnos. No creo que nadie siga teniendo apetito. Yo desde luego no.
Apartaron las sillas y poco a poco fueron dirigiéndose al salón. Adeline y Harriet iban juntas, ligeramente apoyadas la una en la otra, como si la proximidad física pudiera darles fuerzas. Sonia Asherson cruzaba los brazos con fuerza, con los labios apretados.
Cerraban la marcha Charlotte cogida del codo de Veronica. Al llegar al pasillo la llevó aparte y entraron en la biblioteca. Veronica miró alrededor sobrecogida, como si las estanterías de libros alineados la pusieran nerviosa.
Charlotte se apoyó contra la puerta, obstruyendo la salida.
—Todavía falta Cereza —dijo—. La verdadera. La mujer a la que Garrard amaba. Eres tú, ¿verdad?
—¿Yo? —dijo Veronica abriendo los ojos—. ¡Yo! ¡Oh, Dios mío! ¡Qué equivocada estás! Pero ¿por qué? ¿Por qué te importa tanto? ¿Por qué has hecho todo esto? ¿Quién eres?
—Charlotte Pitt.
—¿Charlotte… Pitt? ¿Quieres decir… quieres decir que ese policía es tu…?
—Mi marido. Y no voy a dejar que lo cuelguen como autor del asesinato de esa mujer.
—No le colgarán —repuso Veronica con aspereza—. Lo hizo Loretta. Todos hemos oído cómo lo confesaba. No tienes que preocuparte.
—Pero esto no ha acabado. —Charlotte hizo girar la llave en la cerradura—. Todavía queda encontrar a la verdadera Cereza, y a la persona que mató a tu marido. No creo que fuera Loretta. Creo que fuiste tú… y que Loretta lo sabía. Te protegía porque ella chantajeaba a Garrard, aunque hubieras matado a su propio hijo. Por eso os odiabais tanto, ¡porque ninguna de las dos podía delatar a la otra!
—Pero cómo… yo… —Veronica meneaba la cabeza lentamente, incrédula.
—No tiene sentido negarlo. —Charlotte no podía permitirse ya sentir piedad. Era Cereza, puede que no fuera una espía a fin de cuentas, pero era una mujer cruel y de fuertes pasiones, una asesina—. ¿Lo hiciste para casarte con Julian? ¿Te cansaste de Robert y le mataste para casarte con Julian?
—¡No! —Veronica estaba tan pálida que Charlotte temía que se fuera a desmayar. Pero seguía siendo Cereza… no había perdido su don, su clase, su coraje.
—Lo siento, pero no puedo creerte.
—¡Yo no soy Cereza! —Veronica se llevó las manos a la cara y se derrumbó en el sofá con un sollozo—. ¡Oh, Dios! Supongo que será mejor que te diga la verdad. ¡No es en absoluto nada de lo que piensas!
Charlotte se sentó en el borde de una silla, expectante.
—Yo quería a Robert. No puedes imaginar hasta qué punto. Cuando nos casamos, pensé que tenía todo cuanto una mujer puede desear. Él era… era tan apuesto, tan atento y sensible. Parecía comprenderme en todo. Era un compañero, más que cualquier otro hombre que hubiera conocido. Yo… le amaba… —Cerró los ojos, pero las lágrimas le afloraron y tragó saliva.
Aun a su pesar, Charlotte sentía lástima. Ella sabía muy bien lo que era eso, amar tanto que todo tu mundo está repleto de ese amor. Ella también había sufrido la soledad.
—Continúa —dijo con suavidad—. ¿Y Cereza?
Veronica hizo un esfuerzo por dominarse; el cuerpo le temblaba y la voz sonaba ronca, como si las palabras la lastimaran.
—El cariño de Robert hacia mí se fue… enfriando. Yo… —Tragó saliva una vez más y la voz se apagó hasta convertirse en un susurro—. Había perdido interés en… en la cama. Al principio pensé que era por mi causa, que yo no le gustaba. Hice todo lo que pude, pero nada… —Se dio un respiro para dominarse y luego hizo un esfuerzo por continuar—. Entonces empecé a pensar que había otra. —Se detuvo, el dolor del recuerdo era demasiado fuerte.
Charlotte esperó. El instinto le pedía rodearla con los brazos y consolarla, acoger el dolor y aliviarlo, tocarla para que sintiera que no estaba sola. Pero sabía que no debía hacerlo, no todavía. Veronica se dominó por fin.
—Pensé que había otra mujer. Encontré un pañuelo en la biblioteca, de un brillante color cereza, muy vivo, llamativo. Yo sabía que no era mío ni de Loretta. Después, al cabo de una semana, encontré una cinta, luego una rosa de seda… todo de aquel mismo color espantoso. Robert pasaba mucho tiempo fuera de casa; yo creía que tenía que ver con su carrera. Eso podía aceptarlo, todas tenemos que hacerlo. Todas las mujeres, quiero decir.
—¿Y llegaste a verla? —dijo Charlotte. Veronica aspiró profundamente y dejó escapar el aire con un suspiro entrecortado.
—Sí, la… la vi muy brevemente… en mi propia casa. Tan sólo le vi la espalda cuando salía por la puerta principal. Era tan… ¡desenvuelta! Más tarde la vi por segunda vez, en un teatro en el que yo no debería haber estado. Sólo pude verla a distancia, desde el anfiteatro. Cuando llegué hasta donde ella estaba, se había ido. —Guardó silencio de nuevo.
Charlotte creía la historia, en contra de sí misma. La herida era demasiado real como para ser fingida. El recuerdo todavía le dolía a Veronica de forma cruda y lacerante.
—Continúa —la instó Charlotte con mayor dulzura—. ¿Te encontraste alguna vez con ella?
—Una vez encontré una media suya. —La voz de Veronica parecía impostada por el tormento de revivir aquello—. En el dormitorio de Robert. Fue tan… Me pasé toda la noche llorando. Nunca me había sentido tan mal en toda mi vida. —Emitió un pequeño sonido ahogado, mitad risa mitad sollozo—. ¡Eso fue lo que pensé entonces! Hasta la noche en que supe que Cereza estaba en la casa. Algo me despertó. Era más de medianoche y oí pasos en el descansillo de la escalera. Me levanté y la vi salir del dormitorio de Robert y bajar las escaleras. La seguí. Debió de oírme y se metió en la biblioteca. Entonces yo… —Su voz se ahogó en lágrimas.
»Yo entré también. Me encaré a ella —consiguió seguir después de un momento—. Era… muy guapa. Juro que lo era. —Se volvió y levantó los ojos hacia Charlotte, con la cara desdibujada por un sentimiento de desgracia y derrota—. Era tan… elegante. La acusé de ser la amante de Robert. Ella se echó a reír. Se quedó allí, en medio de la biblioteca, en plena noche, riéndose en mi cara. Estaba tan furiosa que cogí el caballo de bronce del escritorio y se lo lancé. Le golpeó a un lado de la cabeza y cayó al suelo. Me quedé inmóvil por un momento y luego me acerqué a ella, pero no se movía. Esperé unos segundos, pero seguía inmóvil. Le busqué el pulso, intenté escuchar su respiración… pero estaba muerta. Volví a inspeccionarla con más detenimiento. —Veronica estaba lívida. Charlotte nunca había visto a nadie con un aspecto tan exhausto. Hablaba con un hilo de voz—. La cogí del pelo… y éste se me quedó en la mano. Era una peluca. Hasta entonces no me había dado cuenta de quién era. Era el propio Robert… ¡vestido de mujer! ¡Robert era Cereza! —Cerró los ojos y se los cubrió con las manos—. Por eso Loretta chantajeaba a Garrard. Estaba enamorado de Robert, sabiendo quién era. Y por eso ella me protegía a mí. Me odiaba por ello, pero no podía soportar la idea de que todo el mundo supiera que su amado hijo era un travestido.
»Al darme cuenta de que estaba muerto subí a mi habitación. Creo que estaba tan asustada que no podía ni llorar. Las lágrimas vinieron más tarde. Fui a buscar a Loretta y se lo conté, y ella me acompañó abajo de nuevo. Entonces ni siquiera se me ocurrió mentir. Permanecimos las dos en el estudio, ella y yo. Mirábamos a Robert tendido en el suelo con aquel horrible vestido y la peluca junto a él. Tenía carmín en la cara, y maquillaje. ¡Estaba guapo, eso era lo más obsceno! —El llanto se apoderó de ella.
Esta vez Charlotte se arrodilló a su lado y rodeó con el brazo sus finos y acongojados hombros.
—¿Y tú y Loretta le cambiasteis de ropa, le pusisteis el camisón de dormir y la bata y destruisteis el vestido cereza y la peluca, y luego rompisteis la ventana de la biblioteca? —concluyó Charlotte. Sabía que aquello era lo que debía haber ocurrido—. ¿Dónde están los objetos supuestamente robados?
Veronica no podía decírselo a causa del llanto. Habían acabado por fin tres años de miedo y dolor, y necesitaba llorar hasta que se le agotaran las fuerzas, y las emociones.
Charlotte la sostenía y esperaba. Qué importaba dónde pudieran estar aquellos objetos. Probablemente estuvieran en el desván. No habían sido vendidos, de eso bastante se había cerciorado Pitt.
El resto de la casa debía estar ocupada con sus tragedias privadas: Piers con Loretta y la policía, pobre hombre; cualquiera que fuese el alcance de la desilusión sufrida en los años transcurridos tras los primeros arreboles del matrimonio, no había soledad que hubiese podido prepararle para aquello, por mucho que hubiese cerrado las puertas de su corazón. Felix debía estar doliéndose de la herida de su amor por Harriet, nuevamente abierta. No había muchas esperanzas; el divorcio no haría sino arruinar todo lo que pudiera haber entre ellos, sin que pudieran encontrar la felicidad por esa vía; y ahora Sonia se había visto obligada a presenciarlo, a comprenderlo y a saber que los demás también lo habían visto. Ya no podría seguir ocultando su dolor en una pretendida ceguera. O quizá era verdad y no había sabido nada hasta aquel momento. Y tía Adeline estaría sufriendo por todos ellos.
Julian debía estar demasiado ocupado con la desesperación de su propia familia como para interrumpir a Charlotte y a Veronica. No sentiría otra cosa que agradecimiento de saber que «la señorita Barnaby» estaba consolando a su prometida de lo que se suponía no era más que una fuerte impresión.
Los minutos pasaban con lentitud en la estancia silenciosa. Charlotte no tenía la menor idea de cuánto tiempo habría pasado hasta que Veronica se sentó por fin, exhausta, con el rostro demudado de su encanto.
Charlotte no tenía más que un exiguo pañuelo para ofrecerle.
—Supongo que me colgarán —dijo Veronica ya sosegada, con la voz más firme—. Espero que sea rápido.
Para su propio asombro, Charlotte contestó de inmediato y sin la menor vacilación:
—No veo por qué. No se me ocurre ninguna razón por la que deba saberlo nadie. Tú sólo trataste de hacerle daño, fue un infortunio lastimoso que el golpe le diera en la sien y le matara.
Veronica la miró fijamente.
—¿No vas a denunciarme?
—No… No creo que haya necesidad. Siempre me había considerado una persona muy civilizada, pero desde que he visto a Thomas en prisión, en peligro de ser colgado, he descubierto en mí verdaderos instintos salvajes que no me dejan pensar cuando se trata de luchar por los que amo… No sé si es lo correcto, pero creo que sé cómo te sentiste.
—¿Y Julian? ¿No me odiará de todos modos, al creer que soy Cereza y que llevé a Garrard a…?
—Entonces a él cuéntale la verdad.
Veronica bajó la vista. Estaba demasiado agotada para llorar más.
—Me dejará de todas formas. Yo maté a Robert, y he mentido durante tres años para ocultarlo. No sabía lo de Loretta y Garrard, pero no creo que vaya a creer todo lo demás.
Charlotte la cogió de las manos.
—Si te deja, entonces es que no te ama como tú quieres ser amada, así que tendrás que aprender a vivir sin él. Quizá con el tiempo encuentres a otra persona. Perder a Robert no fue culpa tuya. A tu amor no le faltaba nada, ninguna mujer hubiese sido capaz de retenerle. Pero Julian es diferente. Si de verdad te ama, seguirá queriéndote cuando sepa la verdad. Créeme, todos tenemos algo por lo que ser perdonados. El amor que exige la perfección (un pasado sin errores, dolor ni lecciones) es sólo un anhelo egoísta. Nadie crece y se hace maduro sin hacer cosas de las que avergonzarse luego. Si aceptamos esto, amamos no sólo la fortaleza de la otra persona, sino también sus debilidades, y entonces es cuando se crean lazos auténticos entre ambos. Cuéntaselo. Si vale lo que aparenta, aceptará tu pasado… si no de inmediato, al cabo de cierto tiempo.
Por primera vez Veronica levantó la barbilla. Abrió los ojos con confianza y tranquilidad. Su violencia interior se había calmado y sus miedos se habían desvanecido.
—Lo haré —dijo con suavidad—. Le contaré la verdad.
Se oyeron unos golpes en la puerta, una llamada suave que solicitaba permiso.
Charlotte se levantó y fue a abrir.
Era tía Vespasia con una débil sonrisa en el rostro. Se hizo a un lado. Tras ella estaba Emily, todavía vestida de doncella, aunque sin el delantal, y Jack que la rodeaba con el brazo. Junto a ellos estaba Pitt, sucio, demacrado, con ojeras y el rostro lleno de magulladuras. Pero estaba radiante, con una sonrisa de felicidad tan intensa que parecía de verdad más guapo.