11

La vida en prisión no se parecía en nada a lo que Pitt había imaginado.

En el primer momento, durante la conmoción del arresto y de ser arrojado de forma repentina al otro lado de la ley, sus sentimientos se habían quedado como aletargados, como si le hubieran despojado de todo lo que no fuera las reacciones más primarias. Incluso cuando lo habían trasladado de la celda de la comisaría a la penitenciaría de Coldbath Fields, la realidad la había percibido a un nivel puramente sensitivo. Había visto las paredes macizas y había oído cerrarse la puerta con un estruendo de metal contra la piedra, y le había asaltado aquel extraño olor acre que se le había agarrado a la garganta. Había notado su sabor en la lengua, pero ni siquiera aquello había sido capaz de despertar sus emociones.

A la mañana siguiente, con los músculos entumecidos por el frío, su memoria echó a correr hacia atrás y todo le pareció absurdo. En cualquier momento se presentaría alguien deshaciéndose en disculpas y le sacarían de allí para ofrecerle un buen almuerzo caliente, probablemente puré con beicon, y litros de té humeante.

Pero el único que venía era el carcelero, quien, con un plato metálico de gachas en la mano, le ordenaba que se pusiera de pie y se preparara para la nueva jornada. Pitt protestaba de forma impulsiva y el vigilante le decía con brusquedad que se limitara a obedecer las órdenes si no quería verse en la celda de castigo.

Los otros prisioneros le miraban con curiosidad y odio. Para ellos era el enemigo. De no ser por la policía, ninguno de ellos estaría allí sufriendo aquella prolongada tortura, hacinados en las estrechas celdas de la cinta sin fin, donde se les obligaba a caminar sin reposo sobre tablillas de madera que retrocedían inexorablemente bajo sus pies mientras luchaban por no perder el paso de la lenta rueda giratoria. Ningún hombre podía aguantar más de quince minutos en el interior de una de aquellas celdas que más parecían un gallinero, con todo aquel aire caliente que sofocaba los pulmones; pasado este tiempo el prisionero debía ser retirado antes de que se desplomase.

Si uno no tenía suficiente con eso, siempre había otros castigos a punto. Por rebeldía manifiesta un hombre podía ser apaleado o azotado; por ofensas menores, como la insolencia o la negativa a obedecer las órdenes, un hombre podía ser llevado al paseo del peso. Tres días atrás Pitt había sido castigado con tal pena, por contestación a una orden, holgazanería y provocación de una reyerta.

Los hombres eran alineados formando el contorno de un gran cuadrado vacío, fuera en el patio de ejercicios a merced del frío. Cada preso se situaba a unos tres metros del vecino y se le daba una bala de cañón de hierro de diez kilos de peso que debía colocar a sus pies. Al escuchar la voz de mando debía cargar con la bola y llevarla hasta el lugar ocupado por su vecino, depositarla en el suelo y volver a su lugar, donde encontraba la nueva bola que le había dejado el compañero del otro lado. Este ejercicio sin sentido podía resistirse una hora, hasta que en los hombros se notaban punzadas de dolor, los músculos estaban rotos y la espalda destrozada.

La falta de Pitt había sido una pelea estúpida provocada por otro preso, impulsado por el deseo de fanfarronear delante de sus compañeros. Si Pitt hubiera prestado más atención a cuanto le rodeaba, hubiese advertido que aquel tipo era de genio pronto y se hubiese fijado en su engreída forma de caminar y sus manos crispadas. Pitt hubiera comprendido el significado del brillo en los ojos de aquel individuo mientras los movía a un lado y a otro para comprobar quién le estaba mirando, y quién había para admirarle con la peculiar mezcla de miedo y respeto que los débiles sienten ante la violencia. Hubiera reconocido su exagerada sonrisa como la del bravucón jactancioso.

Pero su mente estaba en el burdel y en el cadáver de Cereza sobre aquella cama vulgar, y trataba de recordar los breves momentos en que había contemplado su rostro. ¿Realmente había sido tan bella, en otro tiempo, o había poseído tanto encanto e ingenio como para que Robert York se hubiera prendado de ella hasta el punto de traicionar a su país? Una relación con una mujer como aquélla ponía en peligro no sólo el amor de su esposa, que podía tener en mayor o menor valor, sino su posición en el Foreign Office y en la sociedad, cosas que gobernaban por completo su estilo de vida. Si el asunto se hubiera destapado, lo mejor que hubiera podido esperar hubiera sido encubrirlo, por bien de su familia, y evitar un escándalo que el gobierno en modo alguno deseaba; y en el peor de los casos hubiera acabado allí mismo, donde Pitt estaba ahora, en Coldbath Fields, o en algún lugar similar, a la espera de juicio y muy probablemente de la soga del verdugo.

Este pensamiento bastaba para abrumar a Pitt con tal ira y tal miedo que perdía la noción del peligro inmediato. Así que fue incapaz de advertir los ademanes fanfarrones, el rápido brillo de los ojos de aquel tipo, como lo fue también de reconocer el desafío que le lanzaba. El individuo estaba marcando su territorio. Cuando habló, Pitt respondió con aspereza la primera contestación que le vino a la cabeza, y antes de que se diera cuenta había puesto al bravucón en una posición en que se veía forzado a defenderse de la afrenta. Fue una idiotez, una pelea estúpida que acabó con los dos en el paseo del peso y con Pitt agachándose, levantándose, cargando con la bola, volviéndola a dejar, regresando a su sitio, hasta que creyó haberse roto la espalda y el sudor le empapaba la ropa. Cuando el castigo cesó al fin, tenía una sensación de frío pegajoso, y el dolor de sus torturados músculos era tan agudo que durante cuatro días no pudo moverse sin que todo le hiciera daño, ni siquiera mientras dormía.

Pasaron los días y Pitt acabó por acostumbrarse a la rutina, a la comida abominable, al frío permanente, salvo cuando el esfuerzo físico le hacía sudar para luego sentir una sensación de frío mucho peor. Odiaba estar siempre sucio y aborrecía la falta total de intimidad hasta para las necesidades más esenciales. Se sentía más solo que nunca; aunque nunca pudiera estar solo. La soledad física real hubiera supuesto una bendición, una ocasión para relajar la tensión, la conciencia de la hostilidad, y para estudiar los pensamientos que se agolpaban en su mente sin aquellos ojos fisgones y crueles que le escrutaban a todas horas a la búsqueda de una debilidad por donde atacar y satisfacer su agresividad.

La primera vez que Charlotte fue a verle resultó la peor experiencia. Verla, hablar con ella, pero con un vigilante a la escucha, sin poder tocarla, teniendo que luchar por transmitir a través de palabras una comunicación que era demasiado íntima, demasiado instintiva para ser mantenida en un medio público y cuantificable. Sus mismos pensamientos eran caóticos. ¿Qué podía decirle a su mujer? ¿Que era inocente de todo salvo quizá de haber pecado de ingenuo en determinado momento? Tal vez no fuera otra cosa que llana estupidez. Seguía sin tener idea de quién era el espía, ni de quién había matado a Robert York. ¡Si de algo era culpable era de haber fallado! También a Charlotte y a los niños les había fallado. ¿Qué iba a ser de ellos? ¿Qué estaba siendo de ellos ahora? Ella debía estar sufriendo todo el miedo, la vergüenza de ser considerada la mujer de un asesino. Y dentro de no mucho tiempo les tocaría vivir la pobreza, a no ser que la familia de ella les ayudase. Pero la miseria y la humillación de una dependencia de por vida difícilmente era una solución aceptable.

¿Cómo podía en tales circunstancias decirle que la quería, con un carcelero despreciativo escuchando? Y también había querido alejar para siempre la breve cólera que había dejado que le amargara los últimos días, antes de que se lo volvieran a llevar.

A ella la había encontrado pálida. A pesar de que lo había intentado con todas sus fuerzas, no había conseguido eliminar la conmoción de su rostro. Después no había podido recordar lo que habían dicho… Algunas cosas y nada, sólo voces. Los silencios habían sido más importantes, y la ternura brillando en sus ojos.

La segunda vez había ido mejor. Al menos ella parecía ignorar la realidad de la prisión, y estaba confiada en que Ballarat hacía todo lo que podía para liberarle… más confiada que Pitt. Ballarat no se había acercado siquiera a Coldbath Fields, ni había enviado a nadie, excepto un agente con aire abochornado que se había limitado a formularle las preguntas más obvias y carentes de sentido.

—¿Qué estaba haciendo en Seven Dials, señor Pitt? —Aquel tratamiento de respeto era algo tan habitual que no había podido eludirlo ni siquiera en un lugar como aquél. Jugueteaba nervioso con la pluma y apartaba los ojos de los de Pitt.

—Un charlatán profesional me dijo que la mujer a la que quería interrogar estaba en aquel lugar —le había contestado Pitt irritado—. ¡Ya se lo he dicho a ellos!

—Entonces ¿estaba buscando a esa mujer?

—¡Eso también lo he dicho ya!

—¿Por qué la buscaba, señor Pitt?

—Porque era una testigo en el caso del asesinato de Robert York.

—¿Se refiere al señor York de Hanover Close, el que fue asesinado por un ladrón hace tres años?

—¡Sí, claro que me refiero a él!

—¿Y cómo llegó a esa suposición, señor Pitt?

—Había sido vista en la casa.

—Ah, ¿sí? ¿Quién la había visto?

—Dulcie Mabbutt, la doncella.

—¿Podría deletrearme el apellido, señor?

—No se preocupe, está muerta. Cayó por una ventana.

El agente abrió los ojos de par en par y por vez primera miró a Pitt al rostro.

—¿Cómo sucedió ese accidente, señor?

¿Valía la pena decírselo? ¿Y si aquel agente era la única persona que iba a venir a verle, como una mera formalidad para poder rellenar el expediente? Aquélla podía ser la única oportunidad. Tenía que intentarlo.

—Creo que alguien la oyó el día que me contó lo de la mujer del vestido cereza. —Miró al rostro del agente—. La puerta de la biblioteca estaba abierta.

—¿Quiere decir que la empujaron al vacío?

—Sí, así es.

El agente realizaba esfuerzos por concentrarse.

—Pero esa mujer del vestido cereza era una prostituta, señor Pitt. ¿Por qué nadie iba a preocuparse tanto por su causa? Los caballeros tienen sus pequeñas debilidades, como todos sabemos. Si aquél en concreto era un poco descuidado, eso es un asunto doméstico, ¿no le parece?

—No era una prostituta cualquiera —repuso Pitt con tono grave, conteniendo la ira porque no tenía más remedio. ¿Qué había de hacer para persuadir a aquel agente de cara redondeada de que aquella vulgar y más bien sórdida tragedia escondía una trama de conspiración y traiciones?

—¿No, señor? —inquirió el agente entornando los ojos.

—Han desaparecido documentos secretos del Foreign Office, del departamento en el que trabajaba Robert York antes de que lo asesinaran.

El agente parpadeó.

—¿Está diciendo que él los sacó de allí, señor Pitt?

—No lo sé. Felix Asherson y Garrard Danver también trabajan allí, y muchas otras personas. Pero sí sé que el jarrón de plata y la primera edición del libro, objetos robados la noche en que fue asesinado, nunca aparecieron, y que no hay ningún traficante ni perista de Londres, ni ningún delincuente común en toda la ciudad que sepan nada de esos objetos ni del asesinato.

—¿Está seguro de eso, señor?

—¡Sí, lo estoy! ¿Qué diablos cree que había estado haciendo las últimas semanas?

—Ya veo. —El agente humedeció la pluma en los labios, pero no se le ocurrió nada que anotar.

—¡No, no ve nada! Ni yo tampoco. Salvo que Robert York fue asesinado, que Dulcie cayó desde una ventana y que a la mujer del vestido cereza, que había sido vista en Hanover Close, le habían roto el cuello en un burdel de Seven Dials… justo antes de que yo la encontrase.

—¿Y sostiene que no fue usted quien lo hizo? —Esta vez no había escepticismo en su voz; más bien parecía buscar una confirmación.

—Sí.

El agente no había insistido sobre el tema y se había marchado con un semblante de profunda concentración.

Los días se sucedieron en una larga y tenebrosa secuencia sin contornos definidos. Siempre parecía que faltase luz en The Steel. Hasta el patio de ejercicios era estrecho y tenía las paredes tan altas y rectas que la quebradiza luz invernal se perdía en él. Inclinado sobre la bala rompeespaldas, o adocenado entre el resto de prisioneros miserables y sudorosos, Pitt sentía la oscuridad introducirse en su cerebro como un moho. El mundo exterior se había convertido en algo remoto, un cuento en un libro para niños.

Después, poco a poco y en contra de su voluntad, se vio impelido a reparar en sus compañeros: Iremonger, un individuo de mediana edad, acusado de practicar abortos. Proclamaba su inocencia con estoica resignación, sin esperar que le creyeran. Tenía algunos conocimientos de medicina y mostraba cierto tipo de solidaridad. Sabía cómo tratar las pequeñas heridas causadas por la manivela, el peor castigo de todos, en el que un hombre daba vueltas a un eje conectado con un recipiente lleno de arena; el peso que había que elevar luchando contra la resistencia que oponía la inercia muerta dejaba los músculos más destrozados todavía que la bala de cañón. Iremonger también dispensaba consejos y una simpatía particularmente íntima para con aquellos que sufrían los rigores de la cinta sin fin.

Estaba también Haskins, el fanfarrón que se había peleado con Pitt, un pobre diablo más bien tristón que había logrado las pocas victorias de su vida mediante la violencia; se le respetaba cuando estaba delante, pero se burlaban de él en cuanto daba la espalda. También estaba Ross, un hombre apuesto y genial que vivía del dinero que ganaban las prostitutas y que estaba allí a consecuencia de cierto robo estúpido. Ross no veía nada malo en ninguna de aquellas ocupaciones: si una cubría una necesidad, la otra se limitaba a aprovechar la ocasión. Cuando le soltaran volvería a hacer exactamente lo mismo. El concepto de lo bueno y lo malo en otra cosa que no fuera la lealtad personal era algo desconocido para él. Aun a su pesar, a Pitt no le desagradaba aquel tipo.

Pitt se había fijado también en Goodman, pequeño y extremadamente avaricioso, un excelente narrador de historias aunque probablemente fueran todas mentira. Estaba allí por desfalco de su suegro, y como la mayoría de los demás, proclamaba su inocencia, si no en cuanto al hecho en sí, sí al menos con respecto a cualquier falta moral en el asunto. Su cara de comadreja rebosaba indignación. Pero por otra parte, su fértil imaginación, así como su bastante buena educación, hacían que su compañía fuera, en las pocas ocasiones en que se les permitía hablar, un alivio al desesperante aburrimiento.

Y estaban también Wilson, un hombre con arranques de cólera tan furibundos que cuando los tenía recibía todo el mundo; Wood, ignorante y rencoroso con un mundo que no le había encontrado utilidad ni lugar ninguno para él; el gordo Molloy, quien se había pasado la mayor parte de su vida en prisión y al que le daba miedo el mundo exterior, a pesar de sus ansias por volver a él; y el pobre y pequeño Raeburn, con los párpados y los labios colgantes, que robaba simplemente porque tenía hambre y era incapaz de ganarse la vida.

Al principio Pitt los odiaba a todos porque formaban parte de The Steel y de todo cuanto le había atrapado a él y le mantenía allí dentro, de toda la ruindad de aquel lugar.

Más tarde, a través de pequeños hechos, de visiones fugaces de su dolor, fue ganado por ellos. Al principio aquellos incidentes parecían algo trivial; un roce de la superficie de su mente, más una irritación, ya que no le quedaba otra emoción más que una empatía real.

Luego una estúpida y absurda tragedia relacionada con Raeburn arrancó a Pitt de su autocompasión. Raeburn era un hombrecillo de mente simple y sin ambiciones que parecía incapaz de enfrentarse al mundo. Pero había una cosa de la que estaba orgulloso: aunque era inmoral y robaba, no decía mentiras, ni siquiera para escapar a un castigo. Era algo de lo que alardeaba en todo momento y que todos se habían acostumbrado a escuchar; nadie le hacía caso, era aburrido oírle y todo el mundo daba por sentado que era un tipo inofensivo que no invadía el territorio de nadie. Existía el acuerdo tácito de que nadie debía abusar de Raeburn. Cumplía el papel de mascota doméstica.

En la referida ocasión, en que Pitt se sentía hundido en su propia miseria, en el frío incesante, el hambre y la soledad emocional y los miedos que a cada día que pasaba se veía más obligado a afrontar, un carcelero echó en falta su reloj y, por algún infortunado error, se acusó a Raeburn de haberlo sustraído. Él juró que no lo había hecho, pero el carcelero, que no le conocía, no aceptó su inocencia. Raeburn fue confinado a una celda solitaria. Estar solo le aterrorizaba, no tenía pensamientos propios con que llenar el silencio que amenazaba con aniquilarlo. Cuando vinieron para llevárselo se rebeló a golpes, de lo que sí era innegablemente culpable. El cargo de robo dejó de tener importancia; ahora había atacado a un guardián. Se lo llevaron a una celda de aislamiento y él seguía sin comprender nada y jurando que no había sustraído el reloj.

Por la noche desde su camastro, temblando de frío en la oscuridad, Pitt podía oír gritar a Raeburn, a veces en voz alta:

—¡Yo no lo hice! ¡Decidles que no fui yo!

Otras veces no era más que un confuso balbuceo que se perdía en el silencio.

Era un hombrecillo débil al que habían arrebatado lo único valioso que poseía. Su único orgullo era que todo el mundo sabía que nunca mentía, pero ahora había alguien que no le creía. Su soledad era vasta, como la misma aniquilación, y no tenía nada a lo que agarrarse. Ni siquiera quería, o no podía, comer.

Al cabo de una semana se lo llevaron al manicomio de Bedlam, donde al poco tiempo murió.

El efecto que tuvo el episodio sobre los demás prisioneros fue profundo. Habían tolerado a Raeburn con frío desdén, pero se había dado la comprensión tácita de que su honradez era una pequeña luz en la oscuridad de su soledad y su estupidez; era su seña de identidad en un mar sin nombre. No había tenido más fuerza que aquélla, ni siquiera él había sido consciente de poseer ninguna otra virtud. Sus debilidades le habían hecho fracasar con tanta frecuencia que todos las conocían a la perfección.

Cuando se lo llevaron se extendió entre los demás una especie de ira que por una vez no obedecía a nada que tuviera que ver con el egoísmo. El destino de Raeburn les había acercado a la piedad todo lo que eran capaces de hacerlo.

El incidente marcó a Pitt profundamente. Trató de olvidarlo, pero los gritos de Raeburn se repetían en su cabeza, mientras su imaginación completaba la imagen de aquel hombre de carácter débil, párpados caídos y un rostro demacrado por el llanto, al que el miedo hacía estúpido.

Su propia autocompasión se transformó en ira. Mientras que hasta aquel momento había odiado al resto de reclusos, ahora se sorprendía a sí mismo tratando de olvidar, a veces durante horas, el mundo que le separaba de ellos, para sentir tan sólo la pena que les unía.

Por la noche, tumbado a merced del frío, cavilaba todas las posibilidades. Si bien no podía hablar con nadie acerca de su caso, tampoco podían impedirle que pensara.

Seguramente la clave radicaba en la traición. ¿Quién era el espía? Al principio había pensado que Robert York, seducido por Cereza, tal vez había tenido un agente espía que la protegía en la sombra. Pero desde la muerte de Dulcie, también asesinada, la lista de sospechosos se había reducido a alguna otra persona de la casa de los York o a uno de los invitados de aquella noche, los Danver y los Asherson, que también tenían acceso al Foreign Office.

Y ahora la propia Cereza había sido asesinada… ¿Por quién? ¿El agente espía desconocido, por miedo a que cuando Pitt la encontrara pudiera traicionarle?

Cada vez estaba más confuso. Nada tenía sentido. Si existía una figura como la que imaginaba, un espía en la sombra, desconocido, entonces esa persona no podía haber intervenido en el asesinato de Dulcie. Tenía que ser alguien a quien Pitt conocía, alguien a quien ya había visto y con quien había hablado. Dulcie había sido asesinada porque había visto a Cereza, no podía haber otra explicación. Lo corroboraba el hecho de que la propia Cereza hubiera sido asesinada cuando era ya inevitable que Pitt la encontrara.

Pero ¿por qué Robert York había sido asesinado? ¿Era a causa de algo que sabía, algo que había visto u oído? ¿Era por algo que había hecho y que por tanto podía revelar?

Tal vez había un ladrón de verdad, alguien a quien Robert York pudo haber reconocido al irrumpir en la casa y al qué él sorprendió. Tal vez Cereza no había tenido éxito en sus intentos de seducción y había enviado un ladrón en su lugar. Pero entonces ¿quién era el ladrón? Alguien a quien Robert York conocía, alguien lo suficientemente fuerte y hábil —y con la suficiente sangre fría— como para matar de un solo golpe a un hombre que debía estar alerta y presumiblemente en guardia. Al fin y al cabo, si uno molesta a un ladrón en su propia casa en mitad de la noche, y le reconoce además y conoce sus intenciones, le resultará comprensible que no quiera dejarle a uno con vida para que pueda delatarle.

¿Julian Danver, Garrard Danver —aunque doblara a York en edad— o Felix Asherson? Pitt no consideraba la posibilidad de Piers York; difícilmente hubiera necesitado dar ningún tipo de explicaciones por estar en la biblioteca de su propia casa en plena noche.

Pero los Danver y Asherson trabajaban todos en el Foreign Office. No tenía sentido que fueran a robar secretos a casa de Robert York.

Pitt yacía despierto en mitad de la cruda noche, oyendo los sonidos ahora familiares de los sueños inquietos, el eco de toses, gemidos, de alguien que blasfemaba y un poco más allá un hombre que sollozaba con roncas exclamaciones de desesperación.

No había posibilidad de continuar. Las piezas no encajaban. ¿Quién era Cereza?, se preguntaba, mientras su mente trataba de cazar una respuesta al vuelo. Todo gravitaba sobre ella.

Por la mañana la inmediatez gris del día le devolvió a sus sentidos. Podía cerrar los ojos a algunas cosas, hasta apartar la mente de los sonidos y hacerse insensible al frío cortante, pero nunca podría deshacerse de aquel olor acre. Estaba en cada aliento, y su sabor en el fondo de su garganta, mientras el estómago se le revolvía.

No había la tranquilidad necesaria para pensar.

Con la oscuridad volvió la ilusión de soledad y su mente volvió a roer la dura cuestión. Le daba vueltas y más vueltas sin que ninguna respuesta pareciera satisfactoria. Seguía pareciendo más verosímil que Robert York hubiera sorprendido a un intruso y que le hubieran asesinado por saber, lo mismo que a Dulcie y, por supuesto, a Cereza. Pero ¿por saber qué?

El agente volvió a la prisión, más grave esta vez, y sin siquiera mencionarle a Ballarat.

—¿De modo que fue la doncella, Dulcie, la primera que le habló de esa mujer de rosa, señor Pitt? —Frunció el entrecejo, mientras bajaba la vista al bloc de notas—. ¿Cómo dio con ella en Seven Dials?

—Después de un trabajo de días —replicó Pitt—. Me pateé la calle preguntando a vendedores ambulantes, floristas, vendedores de bocadillos, porteros de teatro, prostitutas.

El agente meneó la cabeza.

—Debió llevarle mucho tiempo, señor. ¿No había mejor forma de enterarse de algo, no había nadie que supiera nada?

—Nadie que quisiera hablar, a excepción de la señorita Adeline Danver, pero ésta sólo había visto a la mujer un instante en el descansillo de la escalera, a la luz del gas.

—¿Se refiere a la tía del señor Julian Danver?

—Sí. Pero como es natural la señorita Danver no sabía dónde encontrar a la mujer.

El agente arrugó la frente.

—Podría interrogarla para comprobarlo, señor Pitt.

—Muy bien, pero si lo hace, ¡hágalo con tiento, por el amor de Dios! La última persona que le habló a la policía acerca de Cereza cayó desde una ventana.

El agente guardó silencio y luego se puso a mordisquear el lápiz.

—¿Quién opina usted que era esa mujer a la que llama Cereza, señor Pitt?

Pitt se inclinó un poco más en la silla de madera.

—No lo sé. Pero era una mujer hermosa. Cuantos la vieron dicen que tenía clase, atractivo, y que su rostro era de los que se recuerdan. Felix Asherson admitió que había desaparecido información de su departamento del Foreign Office, que era el mismo donde trabajaba Robert York.

El agente se sacó el extremo del lápiz de la boca.

—El señor Ballarat no lo cree así. Ha estado haciendo algunas preguntas, de forma muy discreta, en diferentes lugares, y le han dicho que no se ha hecho uso alguno de nada que hubiera salido de allí. Y ha preguntado a personas que lo sabrían.

—¡No tienen por qué usarlo enseguida! —Pitt debatía en terreno cenagoso. Ballarat no quería reconocer que hubiera delito de alta traición; tenía miedo de enfrentarse a sus superiores diciéndoles algo que estaban tan poco dispuestos a creer, algo que producía temor y que era en sí mismo una duda no sólo por lo que hacía a su competencia, sino en cuanto al honor. Tenía miedo de su ira, de tener que reunir argumentos para persuadirles de una cosa como aquélla y mostrarles que iba a ser a ellos a quienes se les iba a pedir responsabilidades. A él lo que le interesaba era la aprobación de sus superiores; tenía ambiciones sociales mucho más profundas que sus sueños profesionales o económicos. Le gustaba vivir bien y ejercer su pequeña autoridad, pero no tenía el coraje necesario para asumir el poder real: los riesgos, las envidias y las incomodidades que acarreaba eran precios que no tenía agallas para pagar. Si habían confiado en él era para que probara que no había habido delito de alta traición, o que si lo había habido, había sido encubierto sin daños y que descubrirlo ahora sólo sería síntoma de haber fracasado por completo.

El agente le miraba fijamente, mientras volvía a mordisquear el lápiz.

—Yo no sé mucho de este asunto, señor. Pero todo me parece inverosímil. Sospecho que lo que a los hombres les gusta de una señorita es diferente a lo que les gusta de una cena, pero esa mujer a mí no me pareció nada extraordinario: pelo oscuro, piel más bien oscura, un poco blancucha de cara… a mi me gustan con más color. De cara no estaba mal, pero no era nada del otro mundo, y no tenía muchas formas. No es lo que se diría una belleza.

—Tenía algo, cierta gracia —dijo Pitt en un intento de explicar a aquel tipo sencillo y de ideas preconcebidas la sutileza que Cereza había tenido en vida—. Talento. E ingenio, probablemente.

—Con perdón, señor Pitt, a mí me pareció más bien una sirvienta que tras perder el empleo se hubiera visto abocada a hacer la calle.

—Era una cortesana. —Miraba el rostro serio y desconcertado del agente—. Una prostituta de clase superior, de las que eligen a sus clientes (y sólo unos pocos) a cambio de un precio muy alto.

El agente se encogió de hombros.

—Si usted lo dice, señor Pitt. Pero le diré una cosa: ésa había fregado unos cuantos suelos. Un vistazo a sus manos y a sus rodillas se lo corroboraría. He visto a demasiadas mujeres con esos callos como para no identificarlos. No salen de rezar, téngalo por seguro.

Pitt le miraba fijamente.

—¡Está usted en un error!

—No, señor Pitt. Tuve ocasión de inspeccionarla con detenimiento, pobre criatura. Es mi trabajo, y sé cómo hacerlo. Verá, ésa no nos ha hecho famosos —un destello de piedad cruzó por su rostro—, bueno, nadie lo ha hecho.

Un nuevo pensamiento, punzante y terrible, comenzaba a tomar forma en la mente de Pitt: ¿y si no era la verdadera Cereza a la que había encontrado, sino otra mujer, una víctima indefensa puesta allí para engañarle? Supongamos que todo aquel asunto había sido ideado para deshacerse de él, para encerrarle precisamente donde se encontraba ahora, en The Steel, indefenso, enterrado en vida. Alguien había matado a aquella desdichada para inutilizar a Pitt. Alguien que le había vigilado había planeado encerrarle exactamente donde estaba… ¡mientras la auténtica Cereza seguía viva! ¿Lo sabría Ballarat? ¿La estaría protegiendo deliberadamente, para lo cual se desentendía del caso haciendo ver que creía lo más fácil, que Pitt era culpable?

Pero entonces ¿hasta qué esferas llegaba la corrupción, la traición?

No, no podía creer que Ballarat lo hubiera hecho a sabiendas. Era demasiado pretencioso y estrecho de imaginación. No tenía el valor necesario para meterse en un juego tan peligroso y de tan altos vuelos. Era autocomplaciente, insensible, falto de imaginación, un cobarde moral y un arribista social, pero era inglés hasta la médula. Aunque fuese a su testaruda manera, hubiese muerto antes que caer en traición a la patria. Si renunciaba a los honores del estado, ¿qué más le quedaba? ¿A qué otras cosas podía aspirar? No, a Ballarat le utilizaban.

Pero ¿quién lo hacía?

—¿Se encuentra bien, señor Pitt? —dijo el agente con nerviosismo—. Tiene mal aspecto… vuelva en sí.

—¿Está seguro acerca de esos callos? —dijo Pitt lentamente, tratando de limpiar su voz de todo atisbo de desesperación—. ¿Qué me dice del rostro? ¿Era hermoso? Al menos, ¿le es posible imaginar que debió tener encanto, algo que lo hiciera adorable?

El agente movió la cabeza con parsimonia.

—Es difícil decirlo, señor Pitt.

—¡Los huesos! —Se inclinó con impaciencia—. Sé lo de los bultos, el descoloramiento. Pero sus huesos. No puedo recordar…

—Estoy seguro de lo que le he dicho de los callos —dijo con tiento—. Y todo lo que yo puedo opinar, señor, es que era más o menos corriente, no estaba mal, no era vulgar, puede ser, pero tampoco tenía nada especial. ¿Por qué, señor Pitt? ¿Qué está pensando?

—Que no era Cereza, agente. Debía de ser una pobre criatura vestida con sus ropas y asesinada para inculparme. Cereza está viva.

—¡Cielo santo! —El agente soltó un suspiro. Sólo quedaba un resto de escepticismo en su voz, una mera sombra de duda en su simple y redondeado rostro—. ¿Y qué puedo hacer yo ahora, señor Pitt?

—No lo sé, agente. Dios nos asista. De momento no tengo la menor idea.