10

Emily observaba deshacerse las cenizas de la carta de Charlotte en la chimenea de la sala de visitas con incredulidad. Era imposible. Thomas arrestado por asesinato y encarcelado… ¡Aquello era absurdo! En cualquier momento la realidad se impondría. No debería haber quemado la carta: seguramente la había leído mal. Miró la pequeña oquedad entre los trozos de carbón en que se había colado el papel. Sólo quedaban algunos pliegues incandescentes, que mientras ella miraba temblaban por la ligera corriente de aire y se deshacían en pedacitos hasta consumirse.

Se abrió la puerta a su espalda y entró el mayordomo.

—¿Estás bien, Amelia? —dijo con cortesía. Su voz denotaba sincero interés, incluso algo que se aproximaba bastante a la ternura. ¡Cielo santo! ¡Sólo le faltaba eso en estos momentos!

—Sí, señor Redditch. Gracias. Mi hermana se ha puesto enferma.

—Sí, eso dijo el señor Radley. Ha sido muy amable por su parte al venir a notificártelo. Lady Ashworth debe tenerte en muy buen concepto. ¿Qué le pasa a tu hermana?

Ni siquiera lo había pensado.

—No lo sé —contestó indecisa—. Los médicos tampoco lo saben… por eso es preocupante. Gracias por dejarme libre la tarde del sábado. Se porta usted muy bien conmigo.

—En absoluto, mi querida chiquilla. Edith puede sustituirte una tarde. ¡Sabe Dios que bastantes veces la has cubierto tú a ella! Ahora ve a la cocina a sentarte un poco. Tómate una taza de té para reponerte. —Le tocó el brazo con gentileza y notó que sus manos eran cálidas.

—Gracias, señor Redditch —dijo ella con rapidez.

El mayordomo dio un paso atrás, remiso a dejarla.

—Si hay algo que pueda hacer, por favor, no dudes en pedírmelo —añadió.

Ella quiso darle las gracias, sonreír y mirarle a los ojos, hacerle saber que su amabilidad no pasaba inadvertida, pero no se atrevió. Al final sólo serviría para hacer más daño.

—Así lo haré, señor —dijo bajando los ojos y mirándose el delantal—. Iré a tomarme una taza de té, como ha dicho. Gracias. —Y se apresuró a pasar junto a él y salir al vestíbulo, cruzar la puerta verde y entrar en la cocina. Se sentó con una taza de té entre las manos, mientras tenía la mente hecha un torbellino y trataba de decidir qué debía hacer. El primer impulso que le venía era el de correr al encuentro de Charlotte para protegerla y para hacerle compañía en las largas veladas en que no tuviera nada con que conjurar el miedo.

Pero Charlotte tenía razón. El dolor era algo incidental, tenía que superarlo sola si era necesario, porque no era momento de pensar en el interés propio. No podían permitirse el lujo de buscarse para darse mutuo calor con el fin de mitigar el dolor de hoy, a costa de una tragedia que de producirse ensombrecería todos los mañanas. La respuesta estaba en la verdad, y ésta residía allí, en Hanover Close. Haciéndose pasar por Amelia, Emily era la única que contaba con alguna probabilidad de descubrirla.

No podía seguir permitiendo que las cosas discurrieran al paso que iban. Era obvio que todo aquello tenía que ver con la mujer del vestido cereza, y con lo que había pasado en aquella casa tres años atrás. Tal vez era algo que había sucedido entre ella y Robert York; o puede que hubiera habido una tercera persona. Pero Emily estaba convencida de que una de las mujeres que seguían viviendo en la casa sabía o al menos sospechaba la verdad, y estaba dispuesta a obtenerla de una forma u otra.

¿Qué hacía que una persona se desmoronara? ¿Una fuerte conmoción, el pánico, el exceso de confianza? La tensión se iba incrementando poco a poco hasta que se hacía insoportable… Sí, eso era. No podía esperar a que se produjera un error. Habían pasado tres años sin ningún resultado, y Loretta no era en verdad del tipo de personas que se dejan atrapar en un descuido; sus defensas eran impenetrables. No había más que ver su dormitorio, con sus cajones ordenados, cada cosa en su lugar, con todos sus vestidos conjuntados con sus botines y guantes a juego. Su ropa interior era extremadamente cara, pero toda ella encajaba con el resto del vestuario, no había nada que desentonara o fruto de un capricho impulsivo. Sus vestidos de noche eran personales, muy femeninos, pero no dejaban lugar a los experimentos, no había ninguno de los errores de apreciación que Emily tenía en su propio guardarropa, motivados por algún intento de imitar la elegancia de otra persona que no había resultado, formas atrevidas que después no le habían favorecido. No había nada en toda la casa que no armonizara con Loretta, ni entre sus objetos personales, ni en el mobiliario en general. Loretta no cometía errores.

Veronica era diferente, pertenecía a una generación más joven y era mucho más hermosa por su carácter. Tenía más dotes, más brío. A veces ordenaba cosas siguiendo un impulso que resultaban maravillosas —aquel vestido negro con el corpiño con incrustaciones azabache era soberbio, mejor que lo que Loretta pudiera ponerse nunca… pero aquel otro de seda gris era un desastre. Loretta hubiera previsto esto último y jamás hubiera corrido el riesgo. Veronica a veces dudaba, era presa de la inseguridad, y eso la hacía imprudente: probaba cosas demasiado extremas. A Emily le había sorprendido al principio el modo en que a veces cambiaba de idea sobre lo que quería ponerse o sobre cómo deseaba que la peinaran. Sí, Veronica era susceptible de ceder a la presión, si ésta era lo bastante intensa y estaba sometida a ella el tiempo suficiente.

Era un pensamiento cruel, y si se le hubiera ocurrido una hora antes, Emily no se hubiera demorado en él: pero hacía una hora no sabía que Thomas estaba en prisión a la espera de un juicio en el que le iba la vida. Lamentaba su decisión, pero no podía considerar otra.

Apuró la taza de té, le dio las gracias a la cocinera con una dócil sonrisa y subió al piso de arriba dispuesta a comenzar. Lo primero que hizo fue buscar un par de botines de Veronica que necesitaran suelas nuevas para tener una excusa para salir. Un poco de aire fresco y un paseo serían como un soplo de libertad, además de que estaba deseando estar a solas, poder moverse sin las trabas que suponían estar encerrada entre cuatro paredes. Nunca antes había reparado en el poco tiempo durante el que una doncella está sin ser observada o supervisada por nadie; y aun cuando hiciera un tiempo como aquél, no tenía ocasión de salir fuera ni ver más cielo que el que se veía a través de las minúsculas porciones delimitadas por el marco de una ventana. La claustrofobia que suponía el estar disponible todo el tiempo, de tener las horas de soledad o de compañía predeterminadas por otra persona, era algo cada vez más difícil de sobrellevar, aunque hubiera un cierto placer en el hecho de compartir las veladas, el humor sencillo y a veces los ratos de diversión. Pero el principal propósito era el de ser capaz al volver de justificar las noticias que ya sabía.

Aquel día nadie le pidió explicaciones cuando salió con los botines bajo el brazo.

A las cinco, Emily estaba de vuelta, preparando una muda limpia en la habitación de Veronica, cuando entró ésta.

—Siento mucho lo de tu hermana, Amelia —dijo nada más verla—. Puedes tomarte libre la tarde del sábado para ir a verla. Si se agrava, dímelo, por favor.

—Sí, señora —dijo Emily con aire solemne—. Muchas gracias. Espero que se recupere pronto. Hay gente con problemas más graves. Acabo de llevar sus botines negros al zapatero y estaba diciendo la gente que aquel policía que vino aquí el otro día preguntando por los objetos de plata robados ha sido acusado de matar a una mujer que llevaba un vestido color rosa magenta y que tenía que ver con no sé qué investigación… —Se quedó mirando a Veronica, cuyo rostro se había demudado de repente de todo vestigio de color. Aquello era justo lo que esperaba, y aunque era muy capaz de sentir piedad, no se arredró ante la continuación que tenía prevista—. Debe ser el mismo hombre que tanto la alteró, señora. ¡No me extraña! Yo creo que tenemos que dar gracias de que no perdiera el control cuando estaba con usted. Por el amor del cielo, podía haber acabado como esa pobre mujer. Sólo que a usted no me la imagino llevando un vestido de un color tan poco favorecedor. Por lo que decían, era de muy mal gusto.

—¡Basta! —La voz de Veronica sonó casi como un grito—. ¡Basta ya! ¿Qué más da de qué color era su vestido? —Palideció, con los ojos relucientes—. ¡Estás hablando de un ser humano al que han asesinado! Al que le han… arrebatado la vida…

Emily se llevó las manos al rostro.

—¡Oh, señora! ¡Señora, cuánto lo siento! ¡Me había olvidado por completo del señor York! Oh, perdón… por favor, tiene que perdonarme. Haría lo que fuera por… —Fingió estar demasiado alterada para proseguir. Se quedó mirando a Veronica a través de los dedos. ¿Su terrible palidez era reflejo del recuerdo de la muerte de Robert, o era una señal de culpabilidad? Lo que era seguro era que había pánico en su expresión. ¿Había conocido Veronica a Cereza y sabía ahora quién la había matado?

Durante unos segundos permanecieron sin decir nada, mirándose la una a la otra, Veronica muda por la conmoción y Emily estudiándola con ojos escrutadores, simulando humilde contrición. Al final fue Veronica la que rompió el silencio. Se sentó en el borde de la cama y Emily se puso de forma mecánica a desatarle los botines.

—Yo… no sabía nada de todo eso —dijo con calma—. No leo los periódicos, y papá no lo mencionó. ¿Describieron cómo era esa mujer… —tragó saliva— vestida de rosa?

—Oh, sí, señora. —Emily trató de recordar todos los detalles de las descripciones de Cereza—. Era alta, más bien delgada, nada rellenita, especialmente siendo una… una mujer de la vida, pero tenía un rostro muy hermoso. —Levantó los ojos de los botines, con un abotonador en la mano, y vio los horrorizados ojos de Veronica. La pierna que le ofrecía estaba rígida, y los nudillos que le asomaban por el borde de la cama, blancos.

—Y naturalmente llevaba un vestido de ese peculiar color rosa magenta muy intenso —concluyó Emily—. Creo que el nombre más adecuado para ese tono es «color cereza».

Veronica emitió un pequeño sonido como si hubiera estado a punto de soltar un grito, pero la tensión ahogó la exclamación en la garganta.

—Parece usted muy afectada, señora —dijo Emily sin piedad—. Dicen que era una mujer de la calle, así que a lo mejor no ha salido perdiendo tanto. Eso es más rápido que una enfermedad.

—¡Amelia! Parece como si…

—¡Oh, no, señora! —protestó Emily—. A nadie le gusta morir así. Sólo quería decir que su vida era espantosa. Conozco chicas que han perdido su puesto, que las han despedido sin ninguna recomendación y han tenido que ponerse a trabajar en la calle como ésa. Por lo general mueren jóvenes, ya por trabajar veinte horas al día, ya por la sífilis, o porque alguien las mata. —Veronica estaba profundamente afligida; tenía una herida que continuaba sangrando. Prosiguió—: El policía dice que la estaba interrogando acerca de un crimen. A lo mejor ella sabía quién entró aquí y mató al pobre señor York.

—No. —La respuesta fue susurrada, apenas un suspiro.

Emily esperó.

—No. —Veronica parecía reunir fuerzas—. Los policías siempre llevan más de un caso al mismo tiempo. ¿Cómo una mujer como ésa iba a saber algo que tuviera relación con… con esta casa?

—Puede que conociera al ladrón, señora. A lo mejor era su amante.

Por alguna razón Veronica sonrió, pero fue una sonrisa de disgusto, como un rictus, y en sus ojos había la sombra de un humor amargo.

—A lo mejor —dijo con suavidad.

Emily percibió a través de un sutil cambio en el aire, una relajación en la tensión del cuerpo, que la debilidad del primer momento había pasado. No iba a obtener ya nada de Veronica. Acabó con los botines, se los quitó y se incorporó.

—¿Quiere que le prepare un baño antes de cenar, señora, o prefiere acostarse y tomar quizá una tisana caliente?

—No me apetece bañarme. —Se levantó y fue hacia la ventana. Hablaba con mayor firmeza—. Ve a hacerme una tisana, y tráete de la cocina una rebanada de pan con mantequilla. O mejor, dos.

Emily tuvo la impresión de que más que el pan, lo que quería Veronica era una excusa para deshacerse de ella, pero no tenía más remedio que obedecer.

Casi corrió por el pasillo y escaleras abajo, lo que le valió un desabrido reproche por parte del ama de llaves por su impropia conducta.

—Sí, señora Crawford. Lo siento, señora Crawford. —Redujo la carrera a un paso más digno hasta que estuvo fuera del campo visual de ésta al cruzar la puerta tapizada de verde, y entonces reanudó la carrera. Le pidió permiso a la cocinera por mero formalismo, puso una tetera en el fuego y partió el pan en rebanadas y lo untó de mantequilla con tanta rapidez que destrozó la primera loncha. Era demasiado fina y se le desmigó toda.

—¡Deja! —dijo Mary con amabilidad—. ¡Hoy tienes manos de cazo! ¡Ya te lo hago yo! —Y cortó dos finísimas rebanadas tras haber untado primero la barra, un truco que Emily desconocía.

—Gracias, ¡eres un ángel! —dijo Emily con sincera gratitud. Después se puso a balancearse sobre ambos pies mientras esperaba que hirviera la tetera, pero había aprendido la lección y no la volcó.

—Muy bien —dijo Mary—. Vísteme despacio que tengo prisa.

Emily le dedicó una sonrisa, cogió la bandeja y volvió a subir las escaleras tan deprisa como se lo permitía la falda larga, incapaz de recogérsela por cuanto tenía las manos ocupadas. Se detuvo delante de la puerta del dormitorio al escuchar un rumor de voces, pero a pesar de que permanecía inmóvil con la mejilla pegada a la puerta, no podía distinguir las palabras. ¡Si ahora interrumpía a la persona que estaba dentro, se perdería aquella conversación que estaba deseando escuchar!

¡El tocador!

Depositó la bandeja en el suelo y con suavidad accionó la manilla de la puerta del tocador, asegurándose de que el pestillo no sonara. Abrió la puerta, recogió la bandeja y la colocó sobre la cómoda, tras lo cual cerró la puerta sin hacer ruido. La puerta que daba al dormitorio estaba cerrada, ella misma la había cerrado como siempre hacía por costumbre. Ahora tenía que abrirla tan poco que ninguna de las personas que estaban en la habitación pudiera ver el movimiento, aunque estuvieran mirando. Por supuesto, si veían moverse la manilla, todo habría acabado: la sorprenderían espiando sin la menor justificación posible.

Se inclinó a la altura del ojo de la cerradura y miró a través de él, pero sólo pudo ver una esquina de la cama y una pequeña porción de una falda azul sobre una silla. Era el vestido preparado para la noche. Pero desde allí podía oír las voces con mucha más claridad. La solución era obvia: no tenía más que arrodillarse con la oreja pegada al ojo de la cerradura. Se desprendió con cuidado un alfiler del pelo y lo dejó en el suelo para tener una excusa si la pillaban. Luego se arrodilló y escuchó.

—Pero ¿quién era? —La voz de Veronica sonaba desesperada, modulada por un sentimiento próximo al pánico.

Siguió la respuesta de Loretta, tan amable y tranquilizadora:

—Querida, ¡ni siquiera puedo imaginarlo! Pero no tiene nada que ver con nosotros. ¿Cómo iba a tenerlo?

—Pero ¿y el vestido? —exclamó Veronica—. ¡El color! —Las palabras parecían causarle un dolor físico—. ¡El vestido era color magenta!

—¡Cálmate! —rezongó Loretta—. ¡Estás comportándote como una insensata!

Se hizo un silencio y Emily se preguntó si Loretta le habría dado una bofetada, como se hace con las histéricas. Pero no se oía jadeo alguno, ni sofocos, ni el inconfundible sonido de la carne al golpear la carne.

Oyó la entrecortada voz de Veronica, cuyas siguientes palabras se abrían paso a través de los sollozos.

—¿Quién… era… esa… mujer?

—Una fulana —respondió Loretta con frío desprecio—. Ni más ni menos que lo que parecía, imagino. ¡Aunque sabe Dios por qué ese estúpido policía le rompería el cuello!

La siguiente pregunta de Veronica fue pronunciada con voz tan débil que Emily tuvo que hacer un esfuerzo por oírla, con los hombros encorvados para seguir con la oreja en la cerradura.

—¿Fue él, mamá? ¿Fue él quien lo hizo?

Emily no notaba siquiera el calambre en las rodillas ni el dolor en los músculos del cuello. Nada tan lejos de su mente como el té que se enfriaba sobre la cómoda. En la habitación no se oía ni un ruido, ni siquiera el roce de la seda.

—¡Supongo que sí! —contestó Loretta tras una pausa de unos segundos, aunque le pareció un siglo—. Al parecer le sorprendieron con las manos prácticamente alrededor de su cuello, así que hay que suponer que fue así. No parece haber otra explicación.

—Pero ¿por qué?

—Querida, ¿cómo quieres que lo sepa? Quizá estaba tan obsesionado con obtener información que intentó sonsacársela como fuera y perdió los estribos. A nosotros qué nos importa.

—¡Pero está muerta! —La violenta emoción de Veronica se le agolpaba en la garganta.

Loretta comenzaba a impacientarse.

—¡Eso no es asunto nuestro! —replicó—. ¿Qué significa una mujer de la calle más o menos? Llevaba un vestido rosa… como tantas mujeres, sobre todo las que se dedican a eso. —Su voz se hizo más imperiosa y áspera—. ¡Domínate, Veronica! Tienes mucho que ganar y todo que perder… ¡todo! Recuérdalo. Robert está muerto. Olvídate de él, déjalo en su tumba, y hazte un futuro decente con Julian Danver. He hecho todo lo que he podido por ayudarte, Dios lo sabe, pero si te dejas llevar por histerismos y por sensiblerías cada vez que sucede una tragedia en alguna parte, entonces ni siquiera yo voy a poder sostenerte. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?

Se produjo un silencio. Emily pudo oír los latidos de su propio corazón.

—¿Comprendes lo que te estoy diciendo? —La voz de Loretta sonaba baja y ronca, exenta de paciencia y de piedad. Si Emily no hubiera distinguido las palabras con tanta claridad, le hubieran sonado como una amenaza. Loretta había consolado y sostenido a Veronica durante bastante tiempo, y su fortaleza, por no hablar de su paciencia, estaba comenzando a flaquear. Ella también había sufrido una pérdida; Veronica estaba a punto de unirse a un nuevo marido, pero Loretta no iba a encontrar otro hijo. No era extraño que pensase que ya era hora de que Veronica se comportase de un modo menos autocompasivo.

—Sí. —La voz de Veronica sonó desafiante, aunque con cierta falta de convicción—. Sí, lo comprendo. —Y se echó a llorar.

—Está bien. —Loretta estaba satisfecha. Se oyó el crujir del tafetán al sentarse. No parecía demostrar ningún interés por las lágrimas de Veronica. Tal vez las había visto demasiadas veces.

Emily oyó una insistente llamada en la puerta y dio un salto hacia atrás, se pisó la falda y cayó al suelo. Esta vez sí se le deshizo de verdad el peinado; el alfiler que se había quitado antes debía ser clave. Se puso de pie frenéticamente y se alisó la falda y el delantal para adecentar su aspecto. Asió la bandeja, pero entonces se dio cuenta de que la llamada era en la puerta exterior de la habitación, no en la del tocador.

Sintió un gran alivio. Tuvo tiempo de volver a dejar la bandeja, recogerse un poco mejor el pelo, coger una vez más la bandeja, salir al descansillo y llamar a su vez a la puerta de la habitación.

Cuando entró, Veronica estaba sentada en la gran cama con aspecto cansado y unas intensas manchas en las mejillas. La compostura de Loretta era impecable, al menos en apariencia. Piers York estaba de pie en medio de la habitación con aire desconcertado y un ligero ceño de incomprensión en su rostro habitualmente bonachón. Debía ser a causa del ángulo de incidencia de la luz, pero por primera vez Emily vio también una profunda tristeza en sus ojos, una expresión que revelaba paciencia y desilusión. Entonces comenzó a hablar y el efecto se esfumó.

—¿Qué traes ahí? —Miró a Emily con curiosidad—. ¿Té y pan con mantequilla? Déjalo encima del tocador.

—Sí, señor. —Ella obedeció, apartando los cepillos con mango de plata y el espejo de mano. No se ofreció a servir el té en las tazas: si lo dejaban allí un rato, pensarían que estaba frío por culpa de ellos mismos.

—¡Amelia! —dijo Loretta.

—¿Sí, señora? —Emily trataba de parecer modosa cuando un alfiler inseguro se le desprendió del pelo y fue a caer sobre el tocador con un tintineo, mientras se le soltaba un mechón de pelo sobre la mejilla.

—¡Por el amor de Dios, chiquilla! —estalló Loretta—. ¡Pareces una… pingo!

Emily sabía lo que quería decir con eso: una prostituta barata a la que puede comprarse en cualquier sitio por unos pocos peniques. Le traicionaba la sangre que le subía a las mejillas, pero no podía darle la respuesta inocente e insolente que tenía en la punta de la lengua. Ni podía permitirse contestar en los mismos términos, o perdería el empleo… y la vida de Pitt podía depender de ello. Sofocada por la injusticia, bajó los ojos para que Loretta no pudiera ver la afrenta que brillaba en ellos.

—Lo siento, señora —musitó con esfuerzo—. He tropezado y me he rozado con la cortina. Debe habérseme salido un alfiler.

—¿De veras? —dijo Loretta—. ¡Eso no dice mucho a favor de tu habilidad de peluquera! Está bien, cuando tenga que escribir tus referencias no mencionaré el tema, aunque tus modales no siempre han sido como yo hubiera deseado. Haberle contado a la señorita Veronica ese vulgar crimen de Seven Dials es algo inexcusable. En esta casa no tenemos sirvientes que atiendan a ese tipo de cosas, no digamos ya que hablen de ellas. La próxima cosa que propagues tendremos a todas las criadas histéricas y todas las tareas de la casa paralizadas. Lamento que hayas demostrado no ser la persona indicada para esta casa, pero no dudo que encontrarás otro empleo. Puedes quedarte el resto de la semana, hasta que encontremos a alguien para reemplazarte. Seguramente Edith no podría hacer el trabajo de dos personas, y la necesito para otros menesteres. Ahora puedes seguir con tus cosas. Deja ahí la bandeja.

Veronica saltó como un resorte.

—¡Es mi doncella! —exclamó mirando a Loretta—. Y estoy muy satisfecha con ella… ¡Es más, me gusta! Y me quedaré con ella… ¡para siempre si quiero! Y oyó hablar de ese asesinato mientras hacía un recado para mí; me lo contó porque sabía que me encontré mal cuando ese policía vino a verme. Ahora ya no podrá volver, y por una vez estoy encantada.

Piers meneó la cabeza.

—Lástima —dijo con pesar—. No acierto a imaginar qué pudo llevarle a cometer una cosa así. A mí me pareció un tipo bastante civilizado. Supongo que debe haber alguna explicación.

—¡Tonterías! —se apresuró a intervenir Loretta—. De verdad, Piers, a veces me pregunto cómo has conseguido salir adelante en este mundo. La manera que tienes de juzgar a la gente es… ¡infantil!

El cambio operado en su expresión era tan sutil que no se había modificado una sola de sus facciones, pero Emily se dio cuenta al instante que se había pasado de la raya, aunque ella misma no parecía haberlo advertido.

—Creo que la palabra que tenías que haber empleado era «comprensivo» —dijo él con calma.

—¿También adoptas un punto de vista «comprensivo» con una doncella que entra aquí con aspecto de acabar de levantarse de la cama? —preguntó Loretta con desagrado.

Piers se volvió y miró a Emily. No había el menor asomo de humor en sus ojos.

—¿Has estado tonteando con alguno de los criados, Amelia?

Ella le sostuvo la mirada con firmeza.

—No, señor, ni ahora ni en ningún otro momento.

—Gracias —dijo él con tono grave—. Asunto arreglado. Creo que es hora de que nos cambiemos para la cena. —Se metió las manos en los bolsillos y caminó hacia la puerta.

—Quiero quedarme con mi doncella. —Veronica miraba fijamente a Loretta—. ¡Si se va será porque yo no la quiero, no porque no la quieras tú!

—Tómate el té —repuso Loretta con rostro inexpresivo, aunque Emily era consciente, por el poder frío que denotaba el gesto de su boca, que su derrota era sólo pasajera. No pasaría mucho tiempo.

Pitt disponía de poco tiempo.

Loretta salió de la habitación y cerró la puerta con estrépito. Veronica no probó el té y se comió el pan con mantequilla.

—He cambiado de idea —dijo mirándose en el espejo—. Me pondré el vestido carmesí.

Los días se sucedían inexorables. Emily se esforzaba por ser la doncella perfecta, de modo que ni siquiera Edith pudiera reprocharle falta alguna. Muchas prendas las planchaba hasta tres y cuatro veces; las humedecía y alisaba una y otra vez con la plancha hasta que quedaban impecables. Por mucho que le dolieran la espalda y los brazos, no iba a dejarse derrotar por una arruga en una pieza de algodón. No tenía tiempo para sentarse a contar chismes ni a escucharlos, que era lo que le hubiera gustado, pues también cabía la posibilidad que hubiera alguien más entre el personal que supiera algo.

Pendía siempre la amenaza de que la determinación de Veronica perdiese fuerza o que su valor flaqueara y que volvieran a plantearle el despido. Tuvo que morderse la lengua más de una vez y se esforzó por actuar de forma sumisa y por caminar con la cabeza menos erguida y sin el ligero roce de la falda que era casi connatural en ella.

Por otra parte acabó de congraciarse con la señora Melrose, la cocinera, que resultó una aliada de primera, por cuanto ya de antes tampoco a ella le gustaba la señora Crawford. Emily actuó según el conocido principio: «Los enemigos de mi enemigo son mis amigos». También valía para el mayordomo. Era una táctica que en circunstancias normales no hubiera utilizado, pero tenía que sobrevivir en aquel lugar si quería ser de alguna ayuda para Charlotte y Thomas, así que no era el momento de detenerse en sutiles nimiedades de orden moral.

La criada y la fregona eran las formas de vida inferior dentro de las tareas domésticas, pero la criada en particular era una chiquilla observadora y no exenta de inteligencia, y Emily había aprendido, con un poco de amabilidad, a obtener de ella una información nada despreciable. Naturalmente, la muchacha no sabía nada acerca de Robert York, y muy poco de la familia en general, pero tenía opiniones muy definidas sobre el resto de los sirvientes. En ella no había lugar para los matices.

El sábado Emily se tomó la tarde libre y se encontró con Charlotte en el parque bajo una lluvia fina y persistente. Hacía un frío intenso y se apretujaron una contra otra, con el cuello de los abrigos levantado y las manos en los manguitos, pero al menos con aquel tiempo era improbable que alguien las viera. ¿Quién, si no los delincuentes o quienes tuvieran la imperiosa necesidad de desplazarse a toda prisa a algún lugar, iba a salir en un día como aquél? Hasta los mendigos sin hogar preferían, en comparación, el abrigo de las calles a los espacios abiertos del parque, donde el viento soplaba en libertad a través del extenso campo de césped gris del invierno; y los amantes clandestinos no tenían ojos más que para ellos mismos.

Se intercambiaron la información que tenían, lo que les aportó a ambas algunas revelaciones, si bien nada que pudiera aportar conclusiones a lo que ya sabían: el asesino estaba en Hanover Close y una de las dos, Loretta o Veronica, sabía, si no quién era, sí al menos por qué había cometido el crimen. Pero cómo romper su silencio seguía siendo un misterio.

Charlotte estaba asustada. Dudaba en rogarle a Emily que abandonara la casa de los York. Tres veces empezó a decirlo, pero en todas ellas, el miedo casi paralizante que sentía al pensar en Pitt ahogó cualquier otra cosa y las palabras se extinguieron en su garganta. Tampoco hubiera modificado mucho las cosas: Emily no tenía la menor intención de retirarse de la lucha y cruzarse de brazos mientras juzgaban a Pitt y le colgaban.

Lo que no quería decir que Emily no estuviera también asustada. Después de despedirse de Charlotte con un abrazo, se enjugó las lágrimas y regresó a través de las puertas del parque, recorrió el pavimento mojado por la lluvia, dejó atrás los carruajes en las calles, entró por la verja de hierro forjado y bajó los escalones hasta la cocina. Tenía tanto frío que temblaba toda ella. Dejó en un montón el abrigo empapado y las botas en la lavandería para que se secaran, cenó en silencio en la mesa de la cocina y subió a su habitación. Se estiró sobre la cama con un escalofrío y se quedó pensando en cómo podía atrapar al hombre o la mujer que había asesinado tres veces y había ocultado tan bien sus crímenes que el único sospechoso detenido era Pitt.

Despertó en medio de la oscuridad con un grito ahogado en la garganta y el cuerpo atenazado por el terror al oír procedente del pasillo exterior el nítido sonido de un paso. Se deslizó fuera de la cama sin hacer ruido, mientras el frío aire le cortaba la piel a través del fino camisón como una cuchilla. Apenas iluminada por la claridad de la tenue luz que se filtraba a través de las gastadas cortinas, cogió la única silla de madera de la habitación y la encajó bajo la manilla de la puerta. Luego volvió a encaramarse a la cama, se dobló las rodillas a la altura del estómago y trató de hacer acopio del calor suficiente para dormirse otra vez con el fin de ser de alguna utilidad por la mañana, ya fuera para trabajar, ya para vérselas con un asesino, atraparle y sobrevivir además para mostrar la prueba.

Se levantó con el frío y gris amanecer, justo a tiempo de quitar la silla para que cuando Fanny, la criada, viniera a despertarla no tuviera que darle explicaciones. El día se presentó cargado de tediosas tareas domésticas y Emily no se enteró de nada importante.

¡Aquello no tenía sentido! ¡Podía seguir así durante meses! Tenía que forzar el desenlace.

A última hora de la tarde se introdujo en la despensa, se metió en los bolsillos media docena de galletas recubiertas con chocolate y preparó dos tazas de chocolate. Se las llevó arriba, llamó a la puerta de la criada y, cuando ésta le abrió, le susurró su invitación.

Cinco minutos más tarde estaban sentadas con las piernas cruzadas sobre la cama de Emily, compartiendo las galletas y tomando el chocolate caliente. Emily se puso a chismorrear.

Le llevó diez minutos poder sacar a colación el tema de la muerte de Dulcie.

—¿Qué podía estar haciendo para tener que asomarse tanto por la ventana? —dijo mientras se comía la última galleta—. ¿Tú crees que estaría llamando a alguien?

—¡No! —dijo Fanny con incredulidad—. Si hubiera habido alguien abajo lo habría dicho luego, ¿no? O sea que no la vio caer nadie. Además, no era de ésas.

—¿Qué quieres decir? —Emily simuló inocencia.

—Pues que… —se encogió de hombros—, no era de las que les gusta flirtear. Era… decente. Sí, muy decente.

—¿Y no la vio nadie, entonces?

—¡Estaba oscuro! Ya había anochecido cuando se cayó. Estábamos todos dentro de la casa.

Emily la miró a los ojos.

—¿Cómo lo sabes? ¿Es que sabes dónde estaba cada cual?

Fanny arrugó la frente.

—Bueno, teníamos que estar dentro, ¿no? ¿En qué otro sitio puede estar la gente en una noche húmeda en pleno invierno?

—Ah. —Emily se recostó en el delgado almohadón—. Yo pensaba que decías que sabías dónde estaba cada uno: cenando en la cocina, o en la sala de estar del servicio.

—Nadie sabe a qué hora cayó —explicó Fanny con tono paciente—. Lo único seguro es que estuvo cenando con nosotros.

—¿Quieres decir…? —Emily arqueó las cejas—. ¿Quieres decir entonces que cayó durante la noche? ¿Cuándo fue la última vez que la vio alguien?

—Edith le dio las buenas noches hacia las nueve y media —respondió Fanny, haciendo un esfuerzo por pensar—. Prim y yo estábamos jugando a las cartas. Dulcie no tuvo ganas, así que debió ser después, ¿no?

—¡Pero no tiene ningún sentido! —insistió Emily—. ¿Qué hacía asomándose por una ventana en plena noche? ¿No crees…? —Aspiró profundamente—. ¿No crees que estaría esperando a alguien que subía por la pared?

—¡Oh, no! —El impulso de Fanny era sincero y profundo—. ¡Dulcie no! ¿Te refieres a… un novio? ¡Nunca! Ella no, no era así… —Su pequeña cara adoptó un aire realista—. Además, si quieres meter a un novio en la casa, no le vas a hacer subir al pobre por el tubo de desagüe hasta la ventana del ático. Serás tú la que baje a escondidas y le haga entrar por la puerta de la trascocina, ¿no? ¡Dulcie no era tonta! Pero tampoco era de ésas. —Apuró la taza de chocolate y miró a Emily por encima del borde de la taza; entonces se apartó con un gesto mecánico el pelo de los ojos—. ¿Sabes qué creo, Amelia?

Emily estaba anhelante, inclinada hacia la muchacha para apremiarla a que continuara.

—¿Qué?

La voz de Fanny se transformó en un ronco susurro.

—Yo creo que Dulcie vio algo la noche en que el señor Robert fue asesinado, y que alguien volvió para matarla por si se le ocurría contarle nada a ese policía que estuvo aquí haciendo preguntas.

Emily dejó escapar el aire en silencio con un suspiro de asombro.

—¡Oh, Fanny! ¡Puede que tengas razón! ¿Crees que entró alguien de fuera?

Fanny sacudió la cabeza de forma enérgica.

—No, no puede ser… Nos hubiéramos enterado. El señor Redditch es de lo más meticuloso, sobre todo después de la terrible noche del robo en que el señor Robert fue asesinado. Él se encarga personalmente de revisar las puertas y ventanas antes de irse a dormir. Y la que no lo hace él, lo hace Albert.

—Bueno, pero ¿no pudo haber entrado nadie antes de que las revisaran? —preguntó Emily con impaciencia.

—¡No! —Fanny se sonrió ante su ingenuidad—. ¿Cómo? Sólo hay la puerta principal, y nadie puede entrar por ella a menos que le abran, porque por la puerta de atrás tendría que haber pasado por la cocina, y siempre hay gente en ella, la cocinera y Mary como mínimo, y en una noche con invitados casi todos nosotros.

—¿Quiénes eran los invitados de aquella noche? ¿Lo sabes?

—Los dos caballeros Danver y las señoras, la señorita Harriet y su tía, la señorita Danver, y los señores Asherson. El señor Asherson siempre tan apuesto, con su aire un poco melancólico. Yo sé que Nora siempre está revoloteando a su alrededor, ¡me parece que hasta se hace ilusiones! —Sorbió por la nariz, imitando inconscientemente el tono del ama de llaves—. ¡Pobre tonta! ¿Qué se cree que va a sacar, aparte de sentirse más miserable?

—Entonces tenía que haberse colado antes alguien en la casa —susurró Emily, olvidando su acento, aunque Fanny no pareció reparar en ello—. O alguien de la casa debió introducir a otra persona…

—¿Quién, por ejemplo? —Fanny estaba indignada—. ¡Ninguno de los sirvientes haríamos una cosa así! Además, ninguno de nosotros estábamos aquí cuando el señor Robert fue asesinado, a excepción de Mary y de la propia Dulcie. Y Mary está en la cocina, y nadie entró por allí, si no lo hubiéramos visto todos. En cuanto a la otra puerta, Albert estaba en el vestíbulo.

—Entonces fue alguien de aquí —acordó Emily—. La única alternativa sería que Dulcie hubiera bajado a escondidas durante la noche para dejar entrar a alguien… o que lo hiciera Mary, supongo. —Había añadido esto último sólo por corresponder a la estricta lógica; ni por un momento creía que ninguna de las chicas hubiera cometido una cosa así. Pero ya tenía la información que quería: el hecho había sucedido después de la cena, tal vez antes de que se fueran los invitados, pero lo que era seguro es que nadie había forzado la entrada—. Fanny, ¡creo que tienes razón! —Se inclinó y cogió el delgado brazo de Fanny—. Será mejor que no digas nada a nadie… ¡no sea que tú también vayas a caerte por una ventana! Prométemelo.

Fanny meneó la cabeza, con la gravedad marcada en sus ojos.

—No pienso hacerlo. Créeme, no lo haré. No quiero acabar aplastada contra el suelo como ella, pobrecilla. Y a ti también te conviene mantener la boca cerrada.

—¡Lo juro! —dijo Emily con convicción—. Y pienso poner una silla contra la puerta.

—Mejor así. ¡Yo también! —Estiró las piernas y puso los pies en el suelo, mientras se arrebujaba en el camisón, estremecida de frío una vez acabado el chocolate caliente—. Buenas noches, Amelia.

Pero aun con la silla encajada bajo la manilla Emily no pudo dormir bien. Se despertó varias veces sobresaltada, con la incierta sensación de haber oído pasos en el pasillo que se habían detenido al llegar a su puerta. ¿Había tratado alguien de girar la manilla? El viento movió el marco corredizo suelto de la ventana y se estremeció de terror, a la espera de que volviera a producirse el ruido para poder estar segura de lo que era. Las sospechas se agitaban en su mente e invadían sus sueños. Con la luz del día recobró el valor, pero seguía nerviosa. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de concentración para no cometer errores. Mientras iba de tarea en tarea, no dejaba de tener conciencia del resto de la gente, de sus movimientos, de las sombras. Al llegar la noche estaba tan cansada que hubiera sido capaz de llorar de agotamiento. Se sentía prisionera en aquella casa, impelida de un sitio a otro sin tiempo nunca para estar sola, pero llevando su soledad como un peso en su interior. Y el tiempo era el enemigo permanente. En cierto modo era una bendición tener quehaceres que la mantuvieran ocupada.

Charlotte no podía hacer otra cosa que imaginar lo que estaría sucediéndole a Emily una vez se separaron bajo la lluvia y salieron por la puerta del parque. Era inútil darle más vueltas, ella no podía hacer nada. Y debía seguir mintiéndole a Pitt si no quería que éste supiera que estaba haciendo indagaciones para averiguar la verdad, porque entonces se daría cuenta de que si ella obraba así era porque Ballarat no estaba haciendo nada, y si no lo hacía ella, no lo haría nadie. La soledad que sentía al tener que mentirle de aquel modo era uno de los sentimientos más dolorosos que había sentido. El lujo de no ocultar nada, de no tener que sobrellevar sola verdad alguna, era algo a lo que estaba tan habituada que había olvidado su valor. Ahora sólo podía pensar de un modo egoísta, y era mejor que no se lo planteara. No obstante, la aflicción la pilló por sorpresa.

Recibió sin embargo pequeños gestos de gentileza y surgieron amistades allí donde nunca hubiera imaginado encontrarlas. Un extraño hombrecillo ataviado con un abrigo y una capa de vendedor ambulante le trajo una bolsa de arenques y se negó a que se los pagara, al tiempo que se apresuraba a huir bajo la lluvia sin mirar atrás, como si se sintiera azorado porque le dieran las gracias. Una mañana encontró un haz de leña menuda en la escalera posterior, y dos días más tarde apareció otro más. Nunca supo quién los dejó. El verdulero se volvió lacónico con ella hasta extremos de una franca rudeza, pero el carbonero continuaba sirviéndole, y le parecía que sus sacos, si en algo habían variado, era para estar un poco más llenos.

Su madre no volvió, pero le escribía todos los días para contarle que Daniel y Jemima estaban bien y decirle que podía contar con ella para cualquier cosa en que pudiera ayudar.

La carta que más la emocionó le llegó de parte de tía abuela Vespasia, que tenía bronquitis y estaba confinada a guardar cama. No tenía el menor género de duda de que Pitt era inocente, y tan pronto como el tiempo fuera más apropiado, si es que alguna vez llegaba a hacer buen tiempo al paso que iban, le daría a su abogado las instrucciones pertinentes para que actuase en su ayuda. En el sobre incluía diez guineas, por las que esperaba que Charlotte no fuese tan tonta como para ofenderse. No se podía luchar con el estómago vacío… y era bastante obvio que iba a tener que luchar de verdad.

La escritura era temblorosa y las líneas un poco torcidas, por lo que para Charlotte fue un duro golpe tomar conciencia de que Vespasia era vieja y que los años la volvían cada vez más frágil.

Estaba de pie en mitad de la cocina a primera hora de la mañana con el papel ribeteado de azul en la mano. Parecía como si todas las cosas buenas y seguras del mundo estuvieran descomponiéndose con rapidez; sentía que le rozaba la piel un frío tan intenso que ningún fuego era capaz de disipar.

Fue de nuevo a visitar a Pitt. Esperó bajo la gélida lluvia, junto con otras silenciosas y cariacontecidas mujeres cuyos padres, maridos o hijos se marchitaban en The Steel. Algunas eran violentas, otras avariciosas, o brutales, bien por naturaleza o por las circunstancias, muchas tan sólo eran seres inadaptados para la lucha por la vida que se desarrollaba en las hostiles y sobresaturadas calles donde sólo resistían los más fuertes.

Charlotte tuvo tiempo para la piedad, y para hacerse toda clase de preguntas y pensar en aquellas mujeres… Era más fácil lamentarse del dolor ajeno que ahondar en las realidades de la propia aflicción. Era más fácil además afrontar el rostro de Pitt y mentirle, sonreír como si estuviera plenamente confiada y disimular el miedo, si la tormenta de emociones que se desarrollaba en su interior estaba ocupada con alguna otra cosa.

Cuando le permitieron por fin la entrada, no le dejaron tocarle, sólo sentarse al otro lado de la mesa y mirarle a la cara, donde podía ver la suciedad y las magulladuras, las sombras alrededor de los ojos que delataban la penuria de su situación a pesar de su sonrisa forzada. Nunca en su vida le había sido tan difícil mantener una mentira, ni había tenido que creer en ella hasta el final. Él la conocía tan bien, y ella nunca había conseguido engañarle antes. Ahora sostenía su mirada y le mentía con tanta soltura como si se hubiera tratado de un chiquillo, alguien a quien había que proteger y consolar con historias mientras ella soportaba la verdad.

—Sí, estamos todos muy bien —se apresuró a decir—. ¡Pero te echamos mucho de menos, claro! No nos falta de nada, así que no les he tenido que pedir ayuda a mamá ni a Emily, aunque nos la brindarían si fuera necesario. No, no he vuelto a casa de los York. Lo he dejado en manos de Ballarat, como tú dijiste… Bueno, si no ha mandado a nadie para que viniera a verte será porque no lo necesita. —Conducía ella la conversación, sin dar lugar a interrupciones o a preguntas que no pudiera responder.

»¿Que dónde está Emily? En casa. No la hubieran dejado entrar aquí, no es familia… o por lo menos no lo suficientemente cercana. Las cuñadas no cuentan. Sí, Jack Radley está ayudándonos mucho…

Emily estaba en la lavandería ocupada en la tarea que más le disgustaba: planchar las puntillas almidonadas de los delantales de algodón, una media docena. Edith se las había arreglado para engatusar en un descuido a Emily para que le hiciese también la parte que le correspondía a ella. Levantó la mirada sorprendida cuando apareció Mary en la puerta, miró a su alrededor, entró y cerró la puerta con un dedo en los labios.

—¿Qué pasa? —susurró Emily.

—¡Un hombre! —dijo Mary con voz casi inaudible—. ¡Tienes un pretendiente!

—¡No tengo ninguno! —negó Emily con vehemencia. Desde luego lo que menos necesitaba era ese tipo de problemas. Y era injusto: no había dado motivos a nadie. De hecho, hasta le había propinado al repartidor de la carnicería, una criatura impúdica, una bofetada por sonreírle.

—¡Sí lo tienes! —insistió Mary—. Es algo desaliñado, ¡parece como si acabara de salir de una chimenea! Pero habla como los ángeles y es muy educado, yo creo que si se lavara un poco sería encantador.

—¡Bueno, pues yo no le conozco! —repuso Emily—. ¡Dile que se vaya!

—¿Por qué no vienes a verlo…?

—¡No! ¿Quieres que pierda el empleo?

—Es muy atento.

—¡Me van a echar! —explotó Emily.

—¡Pues él dice que te conoce! —insistió Mary—. Vamos, Amelia, puede que sea tu… Bueno, ¿es que quieres ser una doncella toda tu vida?

—¡Es mejor eso que quedarse en la calle sin empleo!

—Bueno, si estás tan segura. Se llama Jack no sé qué.

Emily se quedó petrificada.

—¿Cómo?

—Que se llama Jack no sé qué —repitió Mary.

Emily dejó la plancha.

—¡Quiero verle! ¿Dónde está? ¿Le ha visto alguien más?

—¡Vaya una manera de cambiar de idea! —dijo Mary con regocijo—. ¡Pero será mejor que vayas con cuidado! Te puedes buscar problemas si te pilla la cocinera. Está en la puerta de la trascocina. ¡Date prisa!

Emily se precipitó fuera de la lavandería, recorrió el pasillo, cruzó la cocina y la trascocina y llegó a la puerta de atrás, con Mary cerca de ella, ojo avizor por si volvía la cocinera.

Emily apenas podía dar crédito a sus ojos. El hombre que esperaba bajo la lluvia en la escalera posterior junto al contenedor de carbón y los cubos de la basura llevaba un oscuro y raído abrigo que le llegaba más abajo de las rodillas, y su rostro estaba todo medio oculto por un sombrero de ala ancha y un mechón de pelo tiznado que le caía entre las cejas. Tenía la piel muy sucia, como si de verdad saliera de una chimenea.

—¿Jack? —dijo ella con incredulidad.

Al sonreír mostró una fila de dientes blancos en aquel rostro mugriento. Emily estaba tan contenta de verle que sintió ganas de reír, pero si lo hacía aquella risa bien podía acabar en llanto. Todos aquellos sentimientos pasaron por ella en forma de una corriente tan impetuosa que no pudo decir nada.

—¿Estás bien? —preguntó él—. Tienes un aspecto horrible.

Ella se echó a reír de forma algo histérica, pero se contuvo por temor a que Mary la oyese. Hizo un esfuerzo por controlarse.

—Sí, estoy muy bien. Anoche atranqué la puerta de mi habitación con una silla. Pero necesito hablarte. ¿Cómo está Charlotte?

—Es muy duro para ella, y no estamos consiguiendo nada.

Se oyó un grito de advertencia procedente del interior y Emily comprendió que llegaba alguien que podía delatarla, si no la cocinera, Nora.

—¡Vete! —dijo ella con precipitación—. Dentro de una media hora saldré para ir al zapatero… Espérame al doblar la esquina. ¡Por favor!

Jack asintió. Cuando el rostro fisgón de Nora asomó por la puerta exterior, él ya había subido los escalones y desaparecido.

—¿Qué haces aquí fuera? —dijo Nora con acritud—. ¡Me pareció oírte hablar con alguien!

—Bueno, ¡pues a ti qué te importa! —le soltó Emily, pero se arrepintió al instante, no porque sintiera ningún tipo de pesar por Nora, sino porque no era prudente enemistarse con ella. Pero ya era demasiado tarde para volverse atrás, pues podía levantar en ella sospechas—. Por cierto, ¿qué estás haciendo tú aquí fuera?

—Em… —Era evidente que Nora había salido para sorprender a Emily, por lo que ahora estaba confusa. Levantó la barbilla—. Pensé que si había alguien aquí fuera podía estar molestándote. ¡Vine en tu ayuda!

—Muy amable —contestó Emily con ironía—. Como puedes ver, aquí no hay nadie más. Salí para comprobar el frío que hacía. Voy a salir para ir a un recado, creo que necesitaré un abrigo grueso.

—¡Pues claro! —dijo Nora con mordacidad—. Estamos en enero, ¿qué otra cosa podías esperar?

—Que lloviera —replicó Emily cada vez más segura de sí misma.

—¡Es que está lloviendo! ¿No podías verlo por la ventana?

—Más bien no. Estaba en la lavandería. —Miró fijamente los hermosos y descarados ojos de Nora, desafiándola a que lanzase una acusación abierta.

—Está bien. —Se encogió de hombros con afectación; tenía unos hombros muy elegantes y lo sabía—. Entonces será mejor que vayas adonde tengas que ir, ¡y te pases media tarde haciendo un recado!

Emily volvió a la lavandería para acabar de planchar el último delantal. Lo dobló y guardó la plancha, cogió el sombrero y el abrigo y, tras decirle a Mary adónde iba, subió los escalones y recorrió Hanover Close en dirección a la calle principal, con la esperanza a cada paso de ver a Jack, o de oír su voz detrás de ella.

Casi tropieza con él al doblar la primera esquina. Seguía estando hecho una facha y ni siquiera tocó a Emily, sino que echó a caminar con todo respeto a su lado como si ambos fueran exactamente aquello que parecían: una doncella que hacía un recado y un deshollinador que se tomaba un breve descanso.

Mientras caminaban ella le contó la extraordinaria conversación que había oído entre Veronica y Loretta, y la única conclusión posible a la que había llegado tras su charla con la criada.

Él a su vez le transmitió las pocas novedades que tenía acerca de Charlotte.

Cuando se había intercambiado dicha información, ella ya tenía las botas de Veronica y caminaba de regreso a Hanover Close. Llovía con intensidad y tenía los pies y la falda mojados, mientras que el hollín con el que Jack se había tiznado la cara estaba comenzando a dejarle negros surcos en la cara.

—¡Tienes un aspecto horrendo! —dijo Emily con una sonrisa más bien triste. Caminaba cada vez menos deprisa. Se sentía remisa a volver a casa, no sólo porque aquél era un momento de liberación de las tareas domésticas y del miedo sino porque, lo que le resultaba de pronto sorprendente, iba a echar de menos a Jack—. ¡Ni siquiera tu madre te reconocería!

Él se echó a reír, al principio con comedimiento y luego con franqueza al observar el recto y fangoso abrigo marrón de Emily, su sombrero simplón y sus botas empapadas.

Ella comenzó también a reírse, y al cabo de un momento estaban los dos parados en mitad de la calle, chorreando de lluvia y riendo al borde de las lágrimas. Él sacó las manos de los bolsillos y cogió las suyas, sosteniéndolas con dulzura.

Por un instante ella creyó que iba a pedirle que se casara con él, pero fuera lo que fuera lo que estuviera a punto de decirle, él se contuvo y guardó silencio. Ella tenía todo el dinero de los Ashworth, las casas, la posición; él no tenía nada. El amor no era dote suficiente.

—Jack —dijo Emily sin darse tiempo a ponderarlo o a juzgar—. Jack… ¿has pensado en la posibilidad de casarte conmigo?

La lluvia limpiaba el hollín de su cara en forma de negros goterones.

—Sí, si tú quisieras. Me gustaría casarme contigo… me gustaría mucho.

—Entonces puedes besarme —dijo ella con una tímida sonrisa.

Él así lo hizo, despacio, con afecto y caballerosidad. Y en medio de aquella suciedad y de la lluvia fría, fue un beso exquisitamente dulce.