9

Charlotte había supuesto que Pitt llegaría tarde a casa aquella noche, de modo que se había ido a la cama poco antes de las once, con cierto pesar por el hecho de que las cosas entre ellos siguieran sin resolverse. Por la mañana se llevó un sobresalto al despertar, pues había intuido aun antes de abrir los ojos que algo no andaba bien. Había una frialdad en el ambiente, un silencio extraño. Se incorporó y se sentó en la cama. La mitad del lecho de Pitt estaba tan pulcra e intacta como cuando ella había puesto sábanas limpias el día anterior. Se levantó a toda prisa en busca de su bata sin tener una idea precisa de qué era lo que iba a hacer. Tal vez hubiera una nota en el piso de abajo. ¿Era posible que él hubiera vuelto y hubiera debido marcharse de nuevo sin tiempo de dormir? De momento no se atrevía a pensar en otra posibilidad. No se había molestado en ponerse las zapatillas y retrocedió en cuanto tocó el frío suelo del pasillo con los pies desnudos.

Miró primero en la cocina, pero allí no había nada; la cazuela seguía donde ella la había dejado y las tazas estaban sin usar. Fue al salón, pero tampoco allí encontró nada. Trató de calmarse con buenas razones que pudieran explicar la ausencia de Pitt, para no dejarse invadir por el miedo: habría estado siguiendo alguna pista difícil; habría efectuado algún arresto y estaba todavía en la comisaría; se había producido otro asesinato y estaba tan ocupado que no había podido volver a casa, y no había enviado un emisario durante la noche porque no había querido despertarla… Pero su sentido común se detenía en este punto. Siempre estaba el recurso del buzón, hubiera sido muy sencillo dejar una nota en él para avisarla.

Bueno, en cualquier momento vendría alguien, a lo mejor el propio Pitt. Sería mejor que se vistiera. Estaba temblando de frío y tenía los pies entumecidos. No tenía objeto quedarse allí parada. Gracie se levantaría enseguida y los niños tendrían que desayunar. Se volvió y subió deprisa al dormitorio extrañamente vacío. Se quitó la bata y el camisón, sin dejar de temblar ni un segundo, y se puso la camisola, las enaguas, las medias y un viejo vestido azul oscuro. Se notaba los dedos agarrotados aquella mañana y no pudo molestarse en hacerse nada con el pelo salvo recogérselo en un moño suelto y prenderlo con alfileres. Se lavaría la cara abajo en la cocina, donde había agua caliente. Seguro que para cuando hubiera terminado habría llegado algún mensaje.

Acababa de coger una toalla seca y rasposa y notaba su limpia abrasión en la piel cuando sonó la campanilla de la puerta. Fue corriendo por el pasillo hasta la puerta principal y la abrió. Ante ella había un agente de cara rubicunda, con una expresión tan pesarosa que le dio miedo. Contuvo la respiración.

—¿Señora Pitt? —preguntó.

Ella le miraba sin habla.

—Lo siento mucho, señora, pero es mi deber comunicarle que el inspector Pitt ha sido detenido como presunto autor del asesinato de una mujer en Seven Dials. Él dice que ella ya tenía el cuello roto cuando la encontró… y seguro que es verdad. Él nunca ha cometido una cosa así. Pero de momento ha ingresado en la penitenciaría de Coldbath Fields. Su marido está bien, señora. No hay motivo para… para inquietarse. —Parecía incapaz de ofrecer el consuelo necesario. No sabía qué referencias podía tener ella de aquella prisión, pero era innecesario mentir: pronto lo averiguaría. Por algo el sobrenombre que se le había dado en un principio de la Bastilla había derivado en «The Steel»[1].

Charlotte de quedó petrificada. Lo primero que sintió fue alivio: al menos no estaba muerto. Ése era el miedo que no se había atrevido a reconocer. Después sintió tinieblas que la rodeaban como si estuviera anocheciendo en lugar de amaneciendo. ¡Detenido! ¿En prisión? Había oído hablar más de lo que Pitt imaginaba de los centros penitenciarios como Coldbath Fields. Estaban ideados para retener a los presos durante cortos períodos de tiempo, en tanto no se celebrase el juicio o para el cumplimiento de condenas breves. Allí nadie podía sobrevivir más de un año; estaban atestados y eran brutales e inmundos. Una de las empresas de tía Vespasia había sido la de paliar la fiebre carcelaria endémica.

Pero era seguro que Pitt no permanecería allí más de unas horas —un día a lo sumo—, hasta que se dieran cuenta de su error.

—¿Señora? —dijo nervioso el agente, con el entrecejo fruncido sobre sus ojos azules y el rostro muy serio—. Quizá sería aconsejable que se sentara, señora, y tomara una taza de té.

Charlotte le miró sorprendida. Había olvidado que él seguía allí.

—No, no. —Su propia voz le sonó distante—. Yo… no, no necesito sentarme. ¿Dónde ha dicho que está… ha dicho Coldbath Fields?

—Sí, señora. —Quería decir algo más, pero no encontraba las palabras. Estaba acostumbrado al horror y las penalidades, pero nunca le había tenido que decir a la esposa de un inspector que su marido estaba inculpado del asesinato… ¡de una prostituta! Sentía compasión por ella.

—Entonces iré a buscar algunas de sus cosas. —Trataba de encontrar una idea coherente, algo práctico que hacer—. Camisas. Muda limpia. ¿Le darán allí de comer?

—Sí, señora. Pero no le vendrá mal alguna ración extra, mientras sea algo sencillo. Pero ¿no tiene un hermano, alguien que pueda ir por usted? No es lugar para una dama.

—No, no tengo. Iré yo misma. Ahora he de asegurarme de que la doncella está levantada para dejarla a cargo de los niños. Gracias, agente. Enseguida vuelvo.

—¿Está segura, señora? Si puedo hacer algo…

—Sí, estoy segura. —Le dejó en el escalón de la entrada al cerrar la puerta con suavidad y se dirigió a la cocina, tambaleante. Chocó contra el marco de la puerta, pero tenía la mente tan confusa que sólo al cabo de unos segundos apreció el dolor del golpe. Le saldría una buena moradura, pero en lo único que podía pensar en aquel momento era en Pitt, muerto de frío, hambriento, y en la clemencia de los guardianes de The Steel.

Untó las rebanadas con mantequilla y trinchó los fiambres que debían haber servido para el consumo de la casa durante los dos días siguientes. Envolvió los bocadillos y los puso en una cesta. Luego fue al piso de arriba y sacó la ropa interior recién lavada de su marido y una buena camisa, pero enseguida se dio cuenta de que eso era una tontería y buscó las camisas más viejas. Seguía rebuscando en el rellano cuando bajó Gracie de su habitación y se paró en el último escalón.

—¿Necesita algo, señora?

Charlotte cerró las puertas de los roperos y se volvió.

—No, Gracie. Ya lo tengo, gracias. He de irme. No sé a qué hora volveré, puede que tarde. He cogido la comida que había para el señor Pitt. Tendrás que comprar alguna otra cosa para nosotros.

Gracie parpadeó, arrebujándose el chal.

—Señora, está muy pálida. ¿Ha pasado algo? —Su pequeño rostro expresaba consternación.

No había por qué mentir. Charlotte tendría que decírselo de todos modos.

—Sí. Han arrestado al señor Pitt. Dicen que ha matado a una mujer en Seven Dials. Voy a llevar… voy a llevarle algunas cosas. Yo… —Estaba a punto de llorar, la garganta se le cerraba y no le salía la voz.

—¡Siempre he pensado que esos policías son unos estúpidos! —dijo Gracie con desprecio—. Pero esta vez se han pasado de la raya. ¡Quienquiera que haya cometido un error como ése, debería pasar el resto de sus días a pan y agua! ¡Deberían encerrarlos a ellos! ¿Ha ido a ver al jefe de la policía, señora? ¡Seguro que ni siquiera saben a quién han arrestado! Pues vaya, no hay en todo Londres nadie que haya resuelto más muertes que el señor Pitt. ¡A veces pienso que algunos de ellos no serían capaces de ver un agujero en el suelo ni aunque se cayeran dentro!

Charlotte sonrió con pesar. Miró el rostro sencillo e indignado de Gracie y se sintió más segura.

—Sí, eso voy a hacer —dijo con firmeza—. Voy a llevarle primero estas cosas al señor Pitt y luego iré a Bow Street a ver al señor Ballarat.

—Hágalo, señora —la animó Gracie—. Yo me ocuparé de todo lo de la casa.

—Gracias. Se lo agradezco, Gracie. —Y se volvió con rapidez y se precipitó escaleras abajo antes de que se viera de nuevo dominada por la emoción. Mejor no hablar. Actuar era más fácil e infinitamente más útil.

Pero cuando llegó ante las puertas de la maciza torre gris de la penitenciaría y pidió entrar, no le permitieron ver a Pitt. Un carcelero con la nariz roja y un perpetuo resfriado se quedó con la cesta de la comida y la ropa limpia, con la poco halagüeña promesa de que intentaría hacer que le llegara al prisionero. Pero no hubo forma de que la dejara pasar, no era hora de visitas y no podía hacer excepción alguna ni atender a su solicitud. Lo sentía, pero las normas eran las normas.

No cabía argumento alguno contra tan sombría negativa, y al comprobar el inamovible desinterés en sus vidriosos ojos ella se volvió y se marchó por él camino mojado, con el viento azotándole el rostro y tratando de pensar en lo que iba a decirle a Ballarat. El enojo, la furia ante la estupidez y la injusticia cometidas, había pasado deprisa y ahora pensaba con sentido práctico. ¿Cuál sería la mejor manera de hacer que Ballarat actuase de inmediato? Sin duda una razonada y tranquila exposición de los hechos. No podía saber lo que había pasado, de lo contrario habría hecho ya algo. Se habría puesto en contacto con la comisaría que había cometido un error tan garrafal y le habrían garantizado la liberación de Pitt a la recepción inmediata de la orden apropiada.

Subió al primer ómnibus, que iba repleto de mujeres y niños. Pagó el billete y se deslizó entre una gruesa mujer con un vestido de bombasí negro y un busto como un almohadón, y un niño pequeño con un traje de marinero. Para tener la mente ocupada, miraba a los pasajeros —la vieja dama con el rostro marchito y la desfasada capa de encaje; la chica con la falda a rayas que no dejaba de sonreír al joven de las patillas—, pero todos sus pensamientos acababan por confluir en Pitt y en el terrible sentimiento de estar aislada de él, de estar desamparada ante la ola de pánico que la amenazaba.

Mientras se apeaba en el Strand y subía Bow Street hacia la comisaría de policía, el corazón le palpitaba y sentía las piernas inseguras. Inspiró profundamente y exhaló poco a poco, pero no fue suficiente para sentirse más segura. Ascendió los escalones y tropezó en el superior, pues parecía haber perdido la coordinación de los pies. Abrió la puerta y entró en el edificio, mientras reparaba en que nunca había estado allí antes. Pitt iba cada día, y hablaba de ello tan a menudo que había dado por hecho que le resultaría familiar, pero era más oscuro y frío de lo que esperaba. No se había imaginado aquel olor a linóleo y cera, el cobre desgastado de los pomos de las puertas, el deslustrado banco, donde se habían sentado incontables personas para esperar.

El agente de servicio levantó la vista del libro mayor, en el que estaba escribiendo con aplicada caligrafía.

—¿Qué puedo hacer por usted? —Se dio cuenta al instante de que se hallaba ante una persona respetable—. Ha perdido algo, ¿no es así?

—No. —Tragó saliva—. Gracias. Soy la esposa del inspector Pitt. Desearía ver al señor Ballarat, por favor. Se trata de algo muy urgente.

El agente se ruborizó y desvió la mirada.

—Sí, señora. Si puede… si puede usted esperar un momento, iré a ver. —Cerró el libro, lo guardó debajo del mostrador y desapareció por el pasillo, a través de la puerta con panel de cristal.

Charlotte pudo oír cómo hablaba apresuradamente con otra persona al otro lado de la puerta.

Permaneció esperando de pie en medio del desgastado suelo de linóleo. Comprendió que debían sentirse violentos en su presencia, pues no sabrían qué decir. Aquella idea la asustó. Había esperado enfrentarse a la ira, a una actitud defensiva, a la reiteración de aseveraciones de que tenía que tratarse de un error y que se enmendaría de inmediato. Aquel ocultamiento sólo podía significar que o bien ellos mismos dudaban de Pitt, o que no se atrevían a expresar sus sentimientos. ¿Es que entre aquellos hombres no existía ningún tipo de lealtad, de confianza, aun después de todos los años que hacía que le conocían? Se sentía presa del pánico. Comenzó a retroceder sin darse cuenta, desesperada y temerosa de hacer ruido, de ponerse a chillar.

Se abrió la puerta de golpe y se sobresaltó. Esta vez el mismo agente de hacía unos minutos la miró a los ojos.

—Si tiene la bondad de venir por aquí, señora. —Seguía sin usar su nombre, como si estuviera avergonzado y pretendiera simular que hablaba con otra persona. Ella le miró con frialdad.

—Soy la señora Pitt —le dijo.

—Sí, señora… señora Pitt —repitió él, ruborizado. Ella le siguió por el pasillo y subió unas escaleras hasta el espacioso y caldeado despacho de Ballarat. El fuego de la chimenea estaba encendido y ante él estaba Ballarat, de pie, con los pies ligeramente separados y las botas relucientes.

—Entre, señora Pitt —dijo con voz afable—. Entre y tome asiento. —Le señaló la cómoda butaca de piel, pero no se apartó para ofrecerle el calor del fuego.

Ella se sentó en el borde de la butaca, muy erguida. El agente cerró la puerta y se fue.

—Lamento haber tenido que enviarle un mensaje como el de esta mañana —comenzó él antes de que ella pudiera hablar—. Debe haberle causado una desagradable impresión.

—Desde luego. Pero eso es lo que menos importa. ¿Qué está sucediendo con Thomas? ¿Es que no saben quién es? ¿No ha ido usted a Coldbath Fields a hablar con ellos? Quizá es que no se fían de una carta.

—Claro que saben quién es, señora Pitt. —Asintió varias veces con la cabeza—. Naturalmente, yo mismo me he asegurado de que fuera así. Pero me temo que las pruebas son bastante irrefutables. No deseo afligirla con una explicación detallada. De verdad pienso, querida señora Pitt, que lo mejor sería que volviera a casa, o quizá a casa de su familia, y…

—¡No pienso hacer algo tan inútil como irme a casa de mi familia! —Quiso tragarse la ira, pero la voz no podía sustraerse a su emoción—. ¡Y soy perfectamente capaz de escuchar esas supuestas pruebas, sean las que sean!

El superintendente parecía incómodo, y su rostro ya de por sí rubicundo adquirió una tonalidad más intensa.

—Bien. —Se aclaró la garganta para darse tiempo de ordenar sus pensamientos—. Debe permitirme que antes conozca mejor el caso, usted dice eso porque no sabe de qué se trata. Se lo aseguro, será mucho mejor si deja que yo cuide de sus intereses y ahora se va a casa y…

—¿Qué va a hacer para demostrar su inocencia? —le interrumpió con fiereza—. ¡Usted sabe que no lo hizo! Tiene que encontrar la prueba que lo demuestre.

—Querida señora Pitt —levantó sus regordetas manos bien cuidadas, y el resplandor del hogar arrancó un destello de su anillo de oro—, mi obligación es respetar la ley, como todo el mundo. Por supuesto —dijo con una cautela y una paciencia tan evidentes que ella podía sentirlas en el ambiente—, por supuesto que mi deseo es creer lo que resulte más ventajoso para él. —Volvió a asentir con la cabeza—. Pitt ha sido durante años un buen oficial de policía. Ha servido a la comunidad en muchos sentidos.

Charlotte abrió la boca para replicar a tanta condescendencia, pero él no estaba dispuesto a que le interrumpiera.

—¡Pero no puedo pasar por encima de la ley! Si queremos defender la justicia, debemos respetar los cauces reglamentarios, como cualquier otra persona. —Ahora estaba lanzado—. No podemos ponernos por encima. —Abrió los ojos desmesuradamente—. Por supuesto que no he creído ni por un momento que Pitt haya podido hacer una cosa como ésa. Pero, con toda la buena voluntad del mundo, no puedo ni debo decir que lo sé a ciencia cierta. —Esbozó una leve sonrisa que expresaba la superioridad de la razón masculina sobre el sentimentalismo—. No somos infalibles, y mi criterio como hombre no es suficiente para exculparle ante la ley… ni debe serlo.

Charlotte se levantó, mirándole con una rabia tensa y fría.

—Nadie le está pidiendo que sea usted juez, señor Ballarat. —Le miraba fijamente—. Lo que había esperado era que fuera usted lo suficientemente leal como para defender a uno de sus propios hombres, que usted sabe muy bien que no es capaz de haber cometido un crimen así. Aunque usted no le hubiera conocido, yo siempre habría dado por sentado que le habría considerado inocente y habría hecho todo lo necesario para verificar las supuestas pruebas una y otra vez hasta encontrar el fallo.

—De verdad, querida señora Pitt —dijo con dulzura, mientras intentaba dar un paso al frente y se detenía al ver sus ojos—. ¡Tiene que aceptar que no sabe cómo funcionan las cosas! Esto es un asunto de la policía, nosotros somos expertos en…

—Usted es un cobarde —dijo con desprecio.

Él pareció sorprendido, hasta que recobró la compostura y la miró con ojos mansos y vidriosos.

—Comprendo que esté usted alterada. Es natural. Pero créame, cuando haya descansado y pensado un poco sobre ello… ¿No sería más prudente tal vez dejar el asunto en manos de su padre? ¿O de un hermano, si lo tiene, o de un cuñado?

Ella tragó saliva.

—Mi padre está muerto, lo mismo que mi cuñado. Y no tengo hermanos.

—Oh. —Parecía confundido, una vía de escape se había cerrado de forma inesperada. Era una pena que no hubiera ningún hombre para hacerse cargo de ella… por el bien de todos—. Bueno… —dijo indeciso.

—¿Entonces? —le instó ella, mirándole furiosa.

Él desvió la mirada.

—Estoy seguro de que se hará todo lo que se pueda, señora Pitt. Pero también lo estoy de que no deseará usted que yo interfiera en el curso de la ley, aunque fuera capaz. —Estaba satisfecho de aquella conclusión; su tono de voz se hizo más firme—. Debe tranquilizarse y confiar en nosotros.

—Estoy tranquila —dijo ahogándose, y dejó inexpresada adrede la segunda parte de la respuesta—. Gracias por haberme dedicado su tiempo. —Y sin esperar que él pudiera reunir las educadas palabras de despedida, ni ofrecerle la mano, se giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta. La abrió y salió, dejándole a él balanceándose ante el fuego.

Pero de breve consuelo le sirvió dejarse llevar por la ira. Ésta se extinguió en cuanto salió a la calle gélida, donde los transeúntes la rozaban al pasar, indiferentes, y un carruaje la salpicó al acercarse al bordillo. Poco a poco, a medida que caminaba a lo largo del Strand en dirección a la parada de ómnibus, se iba formando en su mente una idea aproximada de lo que significaba todo aquello: Ballarat no estaba dispuesto a hacer nada. Ella había esperado encontrarse con un hombre sólo un poco menos indignado que ella misma —después de todo, Pitt era uno de sus hombres, probablemente uno de los mejores—. Se lo había imaginado gesticulando, haciendo todo lo posible por esclarecer el terrible error. En cambio, no había hecho sino desdecirse, andarse con ambigüedades, buscar excusas para no actuar. Quizá hasta era para él un alivio ver a Pitt reducido al silencio. ¿Y qué forma más efectiva para lograr que Pitt dejara de hacer preguntas comprometedoras o desenterrara nada que implicase a los York, los Danver o los superiores de Ballarat en el Home Office y en los departamentos de la diplomacia en los que había indicios de alta traición? Se detuvo en seco y un hombre que llevaba una bandeja de pasteles tropezó con ella y soltó un juramento.

—Lo siento —murmuró Charlotte. Se quedó anclada al pavimento gris mientras la gente la empujaba y refunfuñaba al pasar. ¿Era eso posible? ¿Era concebible que el propio Ballarat…? No, seguro que no. No era más que un hombre débil y ambicioso. Pero ¿quién había matado a Cereza? ¿Qué había llegado a saber aquella mujer que fuese tan peligroso como para que alguien la hubiera seguido hasta una habitación del Seven Dials para romperle el cuello? Alguien a quien todavía podía traicionar… eso era evidente. Y quienquiera que lo hubiera hecho, tenía miedo de que Pitt estuviese cerca. Si el hecho de que hubiese sido asesinada justo cuando él la había encontrado era una mera coincidencia, entonces Ballarat hubiera hecho todo lo posible por descubrir la verdad.

Echó a andar de nuevo, esta vez deprisa. Se había convencido de un hecho definitivo: Ballarat formaba parte de la conspiración, ya fuera porque estaba implicado o por mera debilidad.

Creía más bien esto último. Emily y ella tenían que hacer algo al respecto, tenía que haber alguna forma…

El frío le hacía perder el resuello. ¿Cómo podía llegar hasta Emily? Ahora era una doncella en casa de los York; ¡era tanto como estar en Francia! Charlotte no podía estar segura siquiera de que una carta pudiera llegarle con prontitud.

—¡Extra! ¡Extra! —La aguda y penetrante voz del vendedor de periódicos irrumpió en sus pensamientos—. ¡Extra! ¡Un policía asesina a la mujer de rosa! ¡Extra! —Se detuvo junto a ella—. ¿Quiere el periódico, señora? Thomas Pitt, un famoso poli, ha matado a una… —Después de mirarla rectificó lo que iba a decir—: Ha matado a una mujer de la vida.

Apenas le salió la voz.

—No, gracias.

El chico se volvió para gritar de nuevo. Ella comprendió entonces que era una tontería rehuir la realidad. Si quería ser de alguna ayuda, necesitaba estar al corriente de todo.

—¡Sí, por favor! Sí, te compro uno —le llamó mientras buscaba en el bolso de malla una moneda.

—Aquí tiene, señora. Gracias. —Le devolvió un penique de cambio y continuó su camino—. ¡Extra! ¡Un poli comete un terrible asesinato en Seven Dials!

Se lo puso bajo el brazo. Prefería hojearlo sola. El ómnibus estaba a punto de pasar. Cuando llegó, se subió a él, pagó el trayecto al conductor y se sentó, sin fijarse esta vez en los demás pasajeros.

Cuando se apeó llovía con intensidad y al llegar a la puerta de su casa y entrar estaba empapada. Gracie fue a recibirla con los ojos enrojecidos y el delantal sucio. Charlotte se quitó el abrigo mojado y lo colgó sin preocuparse del agua que goteaba al suelo.

—¿Qué pasa, Gracie? —dijo.

—Oh, señora… lo siento muchísimo. —La chica estaba otra vez al borde de las lágrimas, con la voz ahogada por las ganas de llorar.

—¿El qué?

—La señora Biggs se ha marchado. Ni siquiera limpió los suelos. Se fue diciendo que no quería trabajar para gente que mataba mujeres. Lo siento mucho, señora… —Tragó saliva, mientras las lágrimas le bajaban por las mejillas—. Y el carnicero no ha querido fiarme. ¡Me ha dicho que vayamos a comprar la carne a otro sitio!

Charlotte estaba atónita. Ni siquiera se le había ocurrido pensar en algo así, pero aquí estaban los resultados, se habían presentado con toda rapidez. Sintió que le faltaba el aire, estaba algo mareada.

—Señora… —Gracie inspiró con fuerza pero no pudo contener el llanto.

Charlotte la rodeó con los brazos y ambas dejaron fluir lágrimas de desdicha.

Pasaron unos minutos hasta que Charlotte fue capaz de sobreponerse, sonarse la nariz e ir a la cocina. Se refrescó la cara con agua fría y se secó con la toalla con tanta fuerza que apenas se le notaban los ojos enrojecidos. Darle instrucciones a Gracie fue un alivio, y cortar la verdura con furia la ayudó a calmarse mientras trataba de pensar.

No les dijo nada a Daniel y Jemima, e hizo lo que pudo por comportarse con normalidad. Daniel estaba demasiado hambriento para ser observador, pero Jemima notó algo y preguntó si pasaba algo.

—Estoy resfriada —dijo Charlotte, haciendo un esfuerzo por sonreír—. No te preocupes por nada. —Pero pensó que aquél podía ser el momento para darle una primera información. Le asustaban las mentiras, pero cuanto antes se lo dijese, menos horrible sería—. Papá no vendrá a casa durante unos días. Está fuera haciendo un trabajo muy especial.

—¿Por eso estás triste? —dijo Jemima.

Cuanto más pudiera aproximarse a algo que se pareciera a la verdad, mejor.

—Sí. Pero no te preocupes… entre todos nos haremos compañía. —Intentó sonreír, pero le salió una mueca lastimosa.

Jemima sonrió a su vez y empezó a temblarle el labio. Siempre había tenido el don de captar el estado de ánimo de su madre, pudiera o no comprenderlo: la pequeña era como un espejito que reflejaba los gestos, las expresiones y los tonos de voz de su madre. Por eso sabía que algo andaba mal.

—Sí, voy a echar de menos a papá —repitió Charlotte—. Y también a tía Emily, desde que vino a pasar las vacaciones de Navidad. Pero no importa, estaré muy ocupada y así el tiempo pasará más deprisa. Y ahora tómate la sopa o se te quedará fría.

Se inclinó hacia su plato e hizo un esfuerzo por tragar el estofado con puré de patatas, cuyo sabor apenas percibía. Le dolía la garganta y tenía el estómago encogido, duro como una piedra.

Apenas había acabado cuando sonó la campanilla de la puerta. Tanto ella como Gracie se quedaron inmóviles, atenazadas por el miedo. ¿Quién podía ser? Por un momento Charlotte pensó que quizá habían soltado a Pitt y que éste había perdido la llave; pero enseguida se dio cuenta de que era más probable que fuera algún vecino que quería confirmar sus temores, lleno de curiosidad y rebosante de falsa piedad, o peor aún, otro tendero.

La campanilla sonó de nuevo, con mayor insistencia.

Miró a Gracie.

—¡Déjeme a mí, señora! —dijo la chica de forma apremiante—. No sé quién puede ser. —Se levantó con recelo—. Déjeme a mí y le doy mi palabra que le cierro la puerta en las narices si es algún indeseable. ¡Y no le prometo que vaya a ser educada con él!

—Cuentas con mi permiso —la animó Charlotte—. Abre con la cadena echada.

—Sí, señora. —Y, alisándose el delantal y apretando los dientes, Gracie desapareció por el pasillo.

Jemima y Daniel habían dejado de comer y permanecían sentados con los oídos alerta, mientras los tacones de Gracie resonaban sobre el linóleo. Se produjo un momento de silencio, luego se oyó correr la cadena en el pestillo de la puerta, un murmullo de voces demasiado confuso como para distinguir las palabras y de nuevo el sonido de la cadena al pasar el pestillo y el ruido de pasos que volvían. Charlotte se levantó.

—Quedaos aquí —ordenó.

—¿Quién es, mamá? —susurró Jemima. Daniel la miraba con ansiedad, asustado.

—No lo sé. Quedaos aquí.

Charlotte salió al pasillo en el momento en que entraba Jack Radley, con la cara pálida, precediendo a Gracie. Extendió los brazos y Charlotte avanzó hacia ellos. Él la abrazó con firmeza, sin decir nada, y Gracie pasó junto a ellos con un pequeño suspiro de alivio. Tenía a Charlotte en gran concepto, y siempre era bueno tener un hombre al lado para solventar cierto tipo de problemas. Gracias a Dios que acababa de llegar uno.

Charlotte se separó a su pesar. No podía abandonarse y pretender que otro lo solucionara todo.

—Ven a la cocina —dijo. No estaba encendido el fuego del salón, Gracie ni siquiera había reparado en ello, y el tiempo era demasiado desapacible como para invitar a nadie a una habitación sin caldear—. Gracie, será mejor que te lleves a los niños arriba y los prepares para acostarlos.

—¡Aún no me he comido el pudín! —dijo Daniel clamando justicia.

Charlotte estuvo a punto de decirle que tendría que pasarse sin él, pero al mirar su carita vio un miedo ciego, que lo único que sabía era que ella también estaba asustada y que su pequeño mundo corría serio peligro. Hizo un esfuerzo supremo y logró controlar sus propios sentimientos.

—Tienes razón, olvidé prepararlo. Lo siento, cariño. ¿Te conformarás con un trozo de tarta si te lo subo a la habitación?

El pequeño la miró con aire digno.

—Está bien —concedió, y bajó de la silla.

—Gracias.

Cuando se hubieron marchado, miró a Jack.

—Lo he leído en los periódicos —dijo éste con rapidez—. Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado?

—No lo sé. Esta mañana vino un agente y me dijo que habían detenido a Thomas por el asesinato de una prostituta en Seven Dials. Debía ser Cereza. Yo también he comprado el periódico, pero no he tenido tiempo todavía de leerlo. No me he atrevido a cogerlo… Jemima ya sabe leer. Pensaba leerlo esta noche y luego arrojarlo a la estufa.

—Yo lo arrojaré por ti ahora mismo —dijo él, mordiéndose el labio—. No te va a gustar leer lo que pone. Thomas fue a Seven Dials en busca de la mujer del vestido cereza. Dice que le dijo dónde encontrarla un charlatán ambulante (uno de esos tipos que venden noticias frescas), y que cuando entró en la casa le condujeron al piso de arriba hasta su habitación. Dice que la encontró muerta, con el cuello roto, pero la gente de esa casa asegura que ella estaba bien la última vez que la vieron y que nadie más había subido al piso de arriba salvo algunos clientes habituales de toda confianza.

—¡No puede ser verdad!

—¡Claro que no! Mienten, y me atrevo a decir que deben haberles pagado un buen precio a cambio. Y no creo que vayan a cambiar su testimonio por ahora. Nos va a llevar trabajo… pero lo lograremos. Sólo que esta vez no tendremos a Pitt para ayudarnos.

Ella volvió a sentarse en una silla de la cocina y él lo hizo en la de Gracie.

—Jack, no sé por dónde empezar. He ido a ver a Ballarat. Estaba convencida de que estaría moviendo cielo y tierra para desentrañar la verdad, pero lo único que ha hecho ha sido hablarme como si fuera una niña y decirme que me fuera a mi casa y lo dejara todo en sus manos. No sé, pero podría jurar que ese hombre no hará nada en absoluto. Jack… —Dudó un momento, temiendo que lo que estaba pensando le sonara a él a histerismo, pero ¿qué alternativa tenía?—. Jack, creo que ese Ballarat quiere que Thomas siga en prisión. ¡Le tiene miedo! —Y se apresuró a explicarse—: Tiene miedo de que Thomas descubra algo embarazoso para personas importantes, los York y los Danver, o para gente influyente del Home Office. Ballarat quiere esconder la suciedad bajo la alfombra, con la esperanza de que si calla ahora, pronto pase y se olvide todo. ¡Y prefiere que alguien quede impune de cargos como la alta traición y el asesinato, antes que ser él quien tenga que destapar aquello que todos odiarían! La gente puede ser muy injusta, odiarán a la persona que les abra los ojos a lo que preferirían no haber visto nunca, a quien derribe sus ídolos y muestre los pies de barro sobre los que éstos se sustentaban. La culparán y responsabilizarán de la verdad que aflore a la luz. No solemos perdonar a aquellos que destruyen nuestras ilusiones. Ballarat no quiere ser esa persona, pero lo será como implicado si Thomas descubre lo que sabía Cereza. Por eso la mataron… ¡tenían que hacerlo!

—Desde luego —admitió él. Le cogió las manos con afecto. Aquel gesto no era una familiaridad sino sólo amistad, y en una reacción instintiva ella se aferró a su vez a las manos de él—. ¿Quieres que traiga a Emily?

—Sí… por favor. Yo no podría ir ahora a casa de los York. —Pensó en una excusa para sacarla de allí—. Puedes decir que se trata de una enfermedad de un familiar o algo así. Lo que no sé es cómo explicarás que la conoces, pero puedes inventarte una buena mentira antes de ir allí. —La idea de ver a Emily era ya un consuelo, como si alguien encendiera un fuego en una habitación fría. Tal vez hasta podría venir y quedarse con ella. Podrían trabajar juntas, como lo habían hecho antaño en casos menos trascendentes que éste.

—¿Qué quieres entonces que haga? Nunca he hecho de detective, y éste es un asunto demasiado importante para aficionados. Pero haré cualquier cosa que esté en mi mano.

—No sé por dónde empezar —dijo ella, sintiéndose de nuevo desolada—. Cereza está muerta. Aparte del asesino, puede que fuera la única persona que sabía la verdad.

—Bueno, al menos ahora sabemos que ella no era la asesina. Alguien la mató, y sería mucho presumir que se trate de una coincidencia, justo cuando Thomas la había encontrado. Y hemos de suponer que alguien, casi con toda seguridad la misma persona, mató a la pobre Dulcie.

Ella le miraba fijamente.

—Eso significa que ha sido alguien de casa de los York, o de los Danver, o Felix o Sonia Asherson.

—Exacto.

—Pero ¿qué podían estar haciendo cualquiera de ellos en un lugar como Seven Dials?

—Asesinar a Cereza para obtener su silencio —contestó él con calma; su rostro estaba más sombrío que nunca. Había enfado en su interior, una gravedad que ella desconocía en él—. En mi opinión, eso significa que en todo momento supieron dónde estaba —continuó—. Si no, difícilmente podían haber dado con ella por azar.

—Alguien de los York, de los Danver o de los Asherson —insistió ella—. Emily… —Se interrumpió. Emily estaba sola en casa de los York, incapaz de defenderse más que con su disfraz de ignorancia, y Pitt estaba encarcelado en Coldbath Fields a la espera de un juicio por asesinato. Ambos podían morir.

Pero Emily era libre, ¡ella al menos podía luchar por ella misma!

Aunque la justicia, sin duda… ¿La verdad? Ballarat haría que…

Tenía que dejar de comportarse como una niña, engañándose a sí misma para consolarse, buscando excusas para disfrazar la gravedad de la situación. Ballarat no haría nada.

—He cambiado de idea —dijo con calma—. No le pidas a Emily que venga a casa. El único modo de ayudar a Thomas es que se quede donde está. Quienquiera que sea el asesino de Cereza, Robert York y Dulcie se encuentra en Hanover Close, y la única manera de poder descubrirlo es vigilándolos a todos tan de cerca que veamos qué emociones experimentan, quién tiene miedo, quién miente.

Él guardó silencio. Por un momento ella temió que se opusiera, que esgrimiese los peligros que corría Emily, hasta que le enumerase los accidentes que podían sucederle; pero no dijo nada.

—Tú y yo podemos seguir yendo allí tan a menudo como podamos —prosiguió—. Pero nunca podremos verles en los momentos en que bajen la guardia, y eso es lo que sí podrá hacer Emily. ¿Tienes idea de lo mucho que una mujer confía en su doncella?

Por primera vez él sonrió.

—Imagino que más o menos lo mismo que un hombre confía en su criado —contestó—. O quizá un poco más: las mujeres pasan más tiempo en casa, y en general prestan más atención al aspecto exterior.

Charlotte reparó en que había otro punto a tratar.

—Jack, seguramente Emily no leerá los periódicos. Las doncellas no tienen acceso a ellos, sobre todo si las noticias son truculentas. El mayordomo suele retirarlos en tales casos. —Vio cómo la sorpresa se dibujaba en su rostro—. ¡Vaya si lo hará! No querrá que las doncellas se pasen el día comentando las historias de horror por los pasillos y las noches teniendo pesadillas.

Por la cara de Jack era evidente que nunca había reparado en ello, y pensó con sombra de compasión que aquel hombre tenía muy poco arraigo. Era un eterno invitado a todas partes, nunca era el anfitrión; no era pobre porque era de buena cuna, pero tampoco tenía los medios para ascender al nivel de sus iguales. Pero no era el momento de pensar en ese tipo de cosas. Cayó en la cuenta de que se le había ido una de sus propias criadas, y que si la situación de Pitt no se aclaraba pronto, Gracie iba a sentirse muy presionada. Su madre trataría de persuadirla de que buscase otro sitio mejor. Y si había que valorarlo todo, Charlotte no tenía dinero, por lo que de todos modos no podría retener a Gracie, ni a ninguna otra. La asignación que recibía de su herencia le daría para comer, al menos durante unas semanas… El miedo acechaba de nuevo. No sólo le daba miedo la idea del aislamiento y de carecer de los medios suficientes, sino lo peor de todo, la idea de la vida sin Pitt.

No debía pensar en ello. Aspiró hondamente, hasta que los pulmones le dolieron como si el aire fuera punzante. Tenía que luchar contra quien fuese, contra todos si era necesario.

—Por favor, pídele a Emily que se quede donde está —insistió.

—Lo haré. —Jack titubeó, por primera vez parecía asustado, sus ojos evitaron los de ella y buscaron la superficie de la mesa y la fila de platos ribeteados de azul en el anaquel—. Charlotte… ¿tienes dinero?

Ella tragó saliva.

—Para un tiempo.

—Va a ser duro.

—Lo sé.

Él se ruborizó ligeramente.

—Yo te puedo dar un poco.

Sacudió la cabeza.

—No. Gracias, Jack.

Éste buscaba las palabras adecuadas.

—No te… no te dejes llevar por el orgullo…

—No es por orgullo —le aseguró—. De momento estoy bien. Y cuando no lo esté… —Si Dios quería, ¡para entonces ya habrían descubierto al asesino y Pitt estaría libre!—. Cuando no lo esté, Emily me ayudará.

—Iré a verla y se lo diré. Diré que se ha puesto enfermo un pariente… así me dejarán entrar. Ni siquiera el mayordomo será tan remilgado como para negarle a nadie el derecho a enterarse de ese tipo de noticias.

—Pero ¿cómo vas a explicar que la conoces? Tendrás que dar alguna explicación, de lo contrario sospecharán. —Siempre tenía presente la necesidad de encontrar algo que resultase veraz, antes que cualquier otra cosa—. No te dejarán a solas con ella, lo sabes muy bien. Estará delante el ama de la casa, o la otra doncella personal, aunque sólo sea por decoro.

Por un momento pareció desconcertado, pero se animó.

—Escribe una carta. Diré que es de su familia y que en ella le explican la situación. Así podrá pedir un día libre para venir a visitarte a tu lecho de dolor.

—Medio día —le corrigió como un resorte—. No lleva el tiempo suficiente para poder pedir un día entero, aunque ellos podrían dárselo atendiendo a la compasión. Hazlo, Jack, por favor… ve hoy mismo. Le escribiré la carta ahora y le diré que la queme en cuanto la haya leído. Allí no les faltan chimeneas. —Se había levantado ya antes de haber concluido la frase y fue a toda prisa al salón, donde encendió las luces, sin darse cuenta del frío que hacía hasta que tocó con los dedos la gélida superficie del escritorio. Cogió papel de un cajón, tinta y una pluma y empezó a escribir.

Querida Emily:

Ha sucedido algo terrible. Thomas encontró a Cereza, pero ya estaba muerta. Alguien le había roto el cuello y le han arrestado a él por el asesinato. Le han llevado a The Steel, en Coldbath Fields, a la espera de juicio. Fui a ver al señor Ballarat, pero no hará nada por sacarlo de allí. O han decidido dejarlo solo, o es un cobarde y está en realidad contento de haberse librado de Thomas antes de que éste descubriera algo comprometedor para alguna persona poderosa.

Está todo en nuestras manos, no tenemos a nadie más. Por favor, sigue donde estás, ¡pero ten mucho, mucho cuidado! ¡Acuérdate de Dulcie! Estoy dividida: por una parte te rogaría que volvieras a casa con Jack inmediatamente, esta misma noche, y te pusieras a salvo; y por otra, sé que tú y yo somos la única esperanza de Thomas. Debía andar muy cerca de la pista de alguien muy poderoso… y peligroso. Por favor, Emily, ten cuidado. Te quiere,

Charlotte.

Secó la tinta con cierta torpeza. Había escrito la carta con precipitación y se notaba los dedos ateridos. Luego, sin releerla, la dobló y la introdujo en un sobre, que selló. Tapó el frasco de tinta y apagó la luz de gas antes de volver a la cocina, donde le entregó la carta a Jack.

—Volveré mañana —le prometió éste—. Tenemos que elaborar un plan.

Ella asintió, abrumada de soledad al ver que él se marchaba. Su presencia le había hecho sentirse menos asustada. Aunque contara con la lealtad de Gracie y con los niños, estaría sola cuando él se hubiera ido. Durante la larga y fría noche que le esperaba iba a tener mucho tiempo para pensar y nada que hacer. Sentía temor ante el próximo despertar, a la mañana siguiente.

—Buenas noches. —Provocó el momento de la despedida, pues era peor esperarlo de forma pasiva, y no quería echarse a llorar otra vez. No tenía ninguna utilidad, y no siempre es fácil de detener el llanto.

—Buenas noches. —Ante el momento de marchar, él también parecía remiso. Estaba preocupado por ella, y Charlotte lo sabía. Puede que amara de verdad a Emily. ¡Qué forma más inesperada de descubrirlo!

Jack vaciló todavía unos segundos, pero al no encontrar nada más que decir, se volvió y se dirigió hacia la puerta. Ella le siguió hasta que le vio en la calle, donde los adoquines mojados reflejaban la débil luz de gas y las farolas estaban suspendidas en el aire como siniestras lunas cuyos halos traspasaban la lluvia.

Pasó con suavidad la mano por la mejilla de Charlotte y caminó deprisa hacia la calle principal en busca de una calesa.

Estaba tan cansada que debería haber dormido bien, pero tuvo sueños llenos de temores y se despertó muchas veces, sintiendo que le costaba respirar y que le dolía el cuerpo por la tensión y tenía la garganta inflamada. Las horas de oscuridad se le hicieron interminables y cuando llegó por fin el amanecer gris, con la lluvia golpeando en los cristales de la ventana, sintió un gran alivio al poder levantarse. Estaba tan cansada que apenas acertó a ponerse la bata para bajar a buscar un jarro de agua caliente, aunque cambió de idea y se quedó abajo para lavarse en la cocina, donde se estaba mejor. Antes de vestirse decidió tomar una taza de té, cuyo sabor le serviría para quitarse la sensación pastosa de la boca y cuyo calor suavizaría la tensión acumulada en la garganta.

Estaba todavía sentada a la mesa de la cocina cuando entró Gracie, también en bata y con el pelo suelto sobre los hombros. Parecía una niña. Charlotte nunca se había fijado en lo vieja que era su ropa de cama. Tendría que comprarle ropa nueva… si es que alguna vez podía volver a permitírselo. Deseó haberlo hecho antes.

Gracie permanecía inmóvil, con los ojos abiertos de par en par, temerosa de hablar por no saber qué decir.

Pero su mirada era firme y alentaba en ella la lealtad. Anhelaba preguntarle a Charlotte si estaba bien, pero no se atrevía por no parecer impertinente.

—Tómate una taza de té antes de ponernos en marcha —le ofreció Charlotte—. El agua de la tetera está casi hirviendo todavía.

—Gracias, señora —aceptó Gracie con cierto respeto; nunca en su vida se había sentado en la cocina a tomar té con la ropa de dormir.

Las cosas fueron a peor con el discurrir del día. El repartidor del pan no se detuvo ante la puerta, sino que pasó calle abajo. El chico que traía el pescado, al contrario, hizo sonar la campanilla, presentó la cuenta puesta al día y exigió su pago inmediato, con la advertencia de que si la señora quería comprar pescado en el futuro —cosa que parecía dudar—, todas las transacciones deberían ser pagadas en metálico y en el momento de la entrega. Gracie le dijo que se ocupara de sus asuntos si no quería que le diera una bofetada allí mismo, pero al volver a la cocina sorbía con fuerza por la nariz y tenía los ojos enrojecidos.

Charlotte pensó enviarla por el pan, pero se dijo que era injusto y hasta poco prudente; estaba claro que su lealtad era grande y que replicaría a cualquier comentario malintencionado que le hicieran, aun si sólo lo oía de pasada. Charlotte era mayor que ella y sin duda sabría mantener mejor la calma. No podía escudarse en una niña.

La experiencia fue peor de lo imaginado. Con la mayoría de sus vecinos nunca había más que una mera relación de educada cortesía. Ellos sabían por su forma de hablar, sus modales, la calidad de su ropa —aunque fuera de una hechura propia de algunos años atrás—, incluso por la presencia ocasional del carruaje de Emily, que Charlotte no procedía de baja extracción social. Superficialmente ellos se habían mostrado siempre educados, hasta cordiales de vez en cuando, pero subyacía el resentimiento, el miedo a lo diferente, la envidia de lo privilegiado; y aunque la mayoría de esas cosas pertenecieran ya a un lejano pasado, no estaban olvidadas.

Bajó la calle con el viento azotándole el abrigo y la lluvia empapándole la falda. Al doblar la esquina se puso al abrigo de la tienda de comestibles. En cuanto cruzó la puerta, las pocas mujeres que había en el interior dejaron de hablar y se quedaron mirándola. Una de ellas tenía un hijo que era un ladronzuelo y que cumplía una pena de seis meses en la prisión de Scrubs. La mujer sentía odio por todos los policías, y ahora se presentaba la ocasión de vengarse un poco con total impunidad. Nadie la culparía por ello, ni defendería a la mujer de un hombre que después de encarcelar a otros hombres había asesinado a una prostituta. Miró a Charlotte, se aupó la cesta a la altura de la cadera y salió de la tienda, pasando tan cerca de Charlotte que casi la hizo perder el equilibrio, dejándola tan asombrada por lo imprevisto de la reacción como por la ofensa. Las otras mujeres rieron con disimulo.

—¡Buenos días tengamos, señora Pitt! —dijo una de ellas—. ¿Cómo estamos hoy? No tan altos ni tan poderosos, ¿verdad? Pedirá el turno como las demás, ¿no?

—Buenos días, señora Robertson —contestó Charlotte con frialdad—. Estoy bien, gracias. ¿Y su madre? ¿Se encuentra mejor? Me enteré que se resfrió con esta lluvia.

—Está mala —dijo la mujer, desconcertada de que Charlotte no le pagara con la misma moneda—. ¿Por qué lo pregunta?

—Por nada, señora Robertson, mera cortesía. ¿Ha acabado ya?

—¡No, no he acabado! ¡Espere su turno! —Se cuadró de nuevo ante el mostrador y se puso a examinar las estanterías, tomándose adrede todo el tiempo que pudo.

Charlotte no podía hacer otra cosa que aguantarse y esperar. El tendero se balanceaba de un pie a otro, mientras sopesaba qué le convenía más, hasta que optó por lo más fácil. Ignoró a Charlotte y sonrió a la señora Robertson enseñándole los dientes.

—Quiero media libra de azúcar —dijo ésta con satisfacción, paladeando el poder como si tuviera un caramelo en la boca—. Con su permiso, señor Wilson.

El tendero fue sacando el azúcar del saco hasta completar poco a poco la media libra en el platillo de la balanza, que acto seguido vació en una bolsa de papel y se la dio a la mujer.

—Me lo he pensado mejor. —Miró a Charlotte con malicia y luego se volvió hacia el tendero—. Me siento rica esta mañana, póngame la libra entera.

—Sí, señora Robertson, no faltaba más. —El tendero pesó media libra más y se la dio.

Se abrió la puerta y sonó la campanilla. Otra mujer se puso detrás de Charlotte.

—Y quiero también un poco de jabón Pears —añadió la señora Robertson—. Para el cutis. Es muy bueno, ¿verdad, señora Pitt? ¿Es el que usa usted? ¡Aunque ahora a lo mejor ya no puede permitírselo! Tendrá que ser más modesta en sus pretensiones, ¿no?

—Es posible. Pero se necesita algo más que una barra de jabón para ser bella, señora Robertson —repuso Charlotte con frialdad—. ¿Ha aparecido ya su paraguas?

—¡No, aún no! Hay mucha gente por aquí que no es tan honrada como parece. ¡Supongo que alguien debe habérmelo robado!

Charlotte arqueó las cejas.

—Pues avise a un policía —dijo con una sonrisa.

La mujer la miró fijamente, y esta vez fue la mujer que acababa de entrar la que rio con disimulo.

Pero la victoria dialéctica fue breve y no le reportó placer alguno. En la panadería fue peor aún, no hubo indirectas, tan sólo silencio hasta que se disponía a marcharse, cuando se produjo un rumor de cuchicheos detrás de manos que se tapaban la boca y cabezas que asentían. Le pidieron que pagara en efectivo y al dar las monedas las contaron antes de guardarlas en el cajón y cerrarlo de golpe. Si las cosas empeoraban, nadie le fiaría, eso lo veía sin necesidad de preguntar: ni descuentos, ni probablemente entregas a domicilio. El verdulero se excusó en que andaba corto de ayudantes, a pesar de que había un chico ocioso sentado sobre un saco de patatas y que obviamente esperaba a que le mandaran hacer algo, y Charlotte se vio obligada a cargar con las pesadas bolsas hasta casa. Un chiquillo de unos nueve o diez años pasó a su lado corriendo y le gritó:

—¡El poli está en chirona! ¡El poli está en chirona y le van a colgar! ¡Iremos a ver cómo salta con la soga al cuello! —Y dio un pequeño salto de la acera a la calzada.

Ella no le hizo caso, pero aquellas palabras la llenaron de un terror profundo. Al llegar a casa, calada hasta los huesos, con los brazos doloridos y los hombros caídos por el peso de la compra, se sentía al borde de la desesperación.

Apenas había entrado y se acababa de quitar las botas mojadas y de ponerlas junto a la estufa de la cocina, cuando sonó la campanilla de la puerta. Gracie la miró y fue a abrir sin esperar a que se lo pidieran. Volvió al cabo de un momento, tras recorrer el pasillo con presteza y asomarse a la puerta de la cocina con un vuelo de la falda.

—¡Señora! Señora, es su madre, la señora Ellison. ¿Puedo traerla aquí? En el salón hace un frío terrible. Les prepararé una taza de té y luego ya subiré a hacer las habitaciones.

A Charlotte no le importaba el desparpajo de Gracie, aunque no estaba tan segura de lo que diría Caroline. Se levantó.

—Sí… sí, será mejor. —No había alternativa: no le podía pedir a nadie que se acomodara en el gélido salón, ni siquiera era soportable para ella misma. Tenía los pies todavía ateridos y los bordes de la falda humeantes al calor de la estufa de la cocina—. Ya haré yo el té —añadió. Así tendría algo que hacer, y le permitiría además darle la espalda a su madre.

—Sí, señora. —Gracie desapareció, andando casi de puntillas sobre el linóleo.

Caroline entró, tras haberse despojado del abrigo; como había venido en coche cubierto, sólo tenía mojadas las suelas de sus pulcras botas altas con botones.

—¡Oh, querida! —Abrió los brazos.

Charlotte respondió al abrazo, puesto que no había otra cosa que hacer, aunque someramente, y se separó de ella enseguida.

—Prepararé una taza de té para las dos —dijo con precipitación—. Acabo de volver de la calle y estoy desfallecida y empapada.

—Charlotte, querida, tienes que venir a casa. —Caroline se sentó con cierto reparo en una silla de la cocina.

—No, gracias —dijo su hija. Cogió la tetera, la llenó de agua y la puso sobre el quemador.

—Pero ¡no puedes quedarte aquí! —le recriminó Caroline—. ¡Los periódicos no hablan de otra cosa! Creo que no te das cuenta de…

—¡Me doy perfecta cuenta! Aunque no me hubiera enterado antes de ir a comprar, te aseguro que ahora sé muy bien lo que está pasando. Y no pienso huir.

—¡Querida, no se trata de huir! —Caroline se puso de pie y dio un paso hacia ella como para abrazarla de nuevo, pero notó el recelo de su hija—. Tienes que afrontar la realidad, Charlotte. Has cometido un error que ha acabado de forma trágica para ti. Si ahora vuelves a casa y recuperas tu apellido de soltera, yo podría…

Charlotte se estremeció.

—¡No pienso hacer eso! ¿Cómo puedes proponerme una cosa así? ¡Hablas como si creyeras que Thomas es culpable! —Se volvió despacio, con las tazas y los platillos en las manos—. Por el bien de los niños puedes llevártelos a ellos, si quieres. Y si no, se quedarán aquí conmigo, como tendrían que hacerlo los de cualquier otro hombre corriente. No estoy avergonzada de Thomas… ¡Me avergüenzo de ti por decirme que huya y reniegue de él en lugar de luchar! Estoy dispuesta a averiguar quién ha asesinado a esa mujer, y a probarlo, del mismo modo que hice por Emily cuando todos pensaban que había matado a George… ¡aunque no le hubieran faltado razones para hacerlo!

Caroline suspiró con paciencia, lo que empeoró las cosas.

—Querida, eso era diferente —comenzó.

—Ah, ¿sí? ¿Por qué? ¿Porque ella es «una de los nuestros» y Thomas no?

El rostro de Caroline se tensó.

—Si insistes en decirlo de ese modo… pues sí.

—Vaya, ¡pues tú bien contenta que te pusiste de que él fuera «uno de los nuestros» cuando le necesitaste! —Charlotte se daba cuenta de que estaba a punto de perder los estribos, lo que la ponía más furiosa, tanto consigo misma como con Caroline.

—Tienes que ser realista —comenzó Caroline de nuevo.

—¿Quieres decir que tengo que abandonarle ahora mismo, para que la gente se dé cuenta de que no tengo nada que ver con él? —preguntó Charlotte—. ¡Qué alto sentido del honor, mamá! ¡Y qué valiente eres!

—Charlotte, ¡lo único que hago es pensar en ti!

—¿De verdad? —La duda expresada por Charlotte rechinaba un poco, ya que ella pensaba que Caroline probablemente hablaba con sinceridad. Lo que decía su madre era lo mismo que pensaría el resto de la gente, lo cual la llenaba de espanto. En aquel momento no le importaba si era injusta, sólo quería hacer daño—. ¿Estás segura de que no piensas más bien en los vecinos, y en lo que pueden decir de ti tus amigos? —continuó, remedando sus voces con rencor—. «¿Sabes, la encantadora señora Ellison? No lo vas a creer, pero su hija se casó con un policía (¿no es espantoso?), ¡y ahora resulta que él ha cometido un asesinato! Siempre he dicho que no puede salir nada bueno de casarte con alguien inferior a ti».

—¡Charlotte! Yo no he dicho eso.

—¡Pero lo pensabas!

—¡Eres injusta! Y la tetera está hirviendo. Estás llenando la cocina de vapor y se te va a quemar la tetera. Por el amor de Dios, acaba de hacer el té y tomemos una taza. A lo mejor así eres capaz de pensar con mayor claridad. Está muy bien todo eso de la fidelidad a Thomas, pero es muy cómodo. Ha sucedido lo que ha sucedido, y ahora tienes que ser práctica y pensar en los niños.

Tenía razón al menos en que la cocina se estaba llenando de vapor. Charlotte puso el té y se quemó la mano con la tetera, aunque se negó a admitirlo. Puso la tetera de servir sobre la mesa y manoseó furiosa en la alacena en busca de galletas. Cuando las encontró, las echó en un plato y las dejó en la mesa, sirvió el té y se lo ofreció a su madre. Por fin se sentó, apenas un poco más tranquila.

—Te agradecería que te llevaras a los niños —dijo con cautela—. Así estarían a salvo de… de lo peor, por lo menos… —Guardó silencio. Había estado a punto de decir: «de lo que ha de venir», pero hasta eso le pareció una traición.

—Desde luego —dijo Caroline—. Y en cuanto tú quieras venir también, ya sabes que siempre habrá un sitio para ti.

—Yo no voy contigo —dijo Charlotte marcando cada palabra.

—Pues entonces vete con Emily al campo —la instó Caroline—. Thomas lo entenderá, no esperará que te quedes. ¿Qué vas a hacer aquí? ¿Demostrar que tienes coraje y hacer saber a todo el mundo que crees en su inocencia? Querida, así sólo conseguirás hacerte daño a ti misma, y al final no habrá servido de nada. Déjalo en manos de la policía.

Charlotte notaba cómo las lágrimas le caían por las mejillas. Se sonó la nariz con un pañuelo, y luego bebió un sorbo de té antes de responder. Cómo iba a decirle a su madre que Emily ya no estaba en el campo y explicarle dónde estaba ahora.

—La policía está encantada de dejar las cosas como están —dijo con frialdad—. Thomas ha hecho un descubrimiento que ellos preferirían no saber. Y yo no tengo ganas de irme con Emily. Le he escrito, claro. Pero ya me basto yo para hacer de detective, descubriré quién mató a Robert York, que será la misma persona que mató a esa mujer de rosa.

—Querida, nunca podrás averiguar lo que pasó, ni qué hacía Thomas en Seven Dials con esa… esa mujer de rosa. —Caroline estaba lívida—. La verdad es que no conocemos a nuestros maridos tanto como a nosotras nos gusta imaginarnos a veces.

A despecho de su propia pena, Charlotte se sentía deliberadamente cruel.

—¿Quieres decir tanto como tú conocías a papá?

Caroline titubeó y la respuesta se extinguió antes de llegar a sus labios.

Charlotte se arrepintió de haberlo dicho, pero era demasiado tarde.

—Pero él no mató a aquellas muchachas, ¿no? —dijo para acabar lo que había empezado.

—No, y me sentí muy agradecida con la policía por haberlo probado —reconoció Caroline—. Pero no puedo, aunque quisiera, borrar de mi cabeza las cosas que sé que hizo, ni dejar de preguntarme hasta qué punto era un desconocido para mí, ni cuántas cosas de las que yo pensaba de él eran ciertas. No persigas la verdad, Charlotte. Sería más sensato dejarlo en manos de la policía y esperar que ellos te digan sólo aquello que tienes que saber.

—Si eso es lo mejor que puedes ofrecerme, será mejor que no discutamos más. —Charlotte se levantó de la silla, dejándose el té sin acabar—. Voy a hacer el equipaje de los niños para que puedas llevártelos ahora. Así será más fácil que si esperamos a largas despedidas. Además, no tiene sentido que ahora te vayas para que tengas que volver otra vez por ellos. Te estoy muy agradecida. —Y sin esperar una respuesta salió de la cocina y subió las escaleras, dejando a su madre sentada a la mesa con la tetera y las galletas.

Una vez Caroline se hubo marchado, llevándose a Daniel y a Jemima de la mano como cuando ella y Emily eran pequeñas, Charlotte se sintió avergonzada. Había sido injusta. Había pretendido que su madre entendiera cosas que estaban por completo fuera de su escala de valores. Su madre no había vivido las mismas experiencias que ella, por lo que era tan injusto como estúpido suponer que podía pensar como ella. No había pasado tanto tiempo desde que Pitt había tenido que ser muy paciente con ella y disculpar sus prejuicios y suposiciones. Y lo que era peor, le había recordado a Caroline el dolor y la desilusión que todavía calaban hondo, al empañar los viejos recuerdos que, ahora que Edward había muerto, eran lo único que tenía. Charlotte se había dado cuenta de lo que estaba haciendo, y lo había hecho de todos modos. Cuando todo hubiera acabado, le diría algo a su madre; ahora estaba demasiado asustada, demasiado preocupada como para encontrar las palabras adecuadas, o para confiar en sí misma a la hora de decirlas.

Empezó por ser práctica. ¿Cuánto dinero tenía y en qué había que emplearlo? Si había que elegir entre víveres y carbón, ¿cómo debería distribuir los recursos? Lo mejor sería inspeccionar la despensa. En adelante, aumentaría las reservas de patatas y de pan, y disminuiría las de carne. Tendría que preguntarle a Gracie cuáles eran los sitios más baratos para hacer las compras.

Jack llegó un poco antes de las tres. El cielo estaba encapotado y la luz había comenzado ya a menguar. Gracie le hizo pasar y él se dirigió derecho a la cocina.

—He visto a Emily —dijo—. Le he contado al mayordomo una mentira maravillosa sobre que su hermana estaba enferma y que yo me había enterado por lady Ashworth, para quien Emily (perdón), para la que Amelia había trabajado antes de allí. Se lo ha tragado todo. —Se levantó los faldones de la levita con elegancia y se sentó a la mesa. Miró a Charlotte con sobriedad—. Está de acuerdo en quedarse allí. En realidad, ella es la que ha insistido. Pido a Dios que siga bien. Me he estrujado el cerebro pensando en la forma de protegerla, pero no se me ocurre nada. El sábado tendrá medio día libre, y dice que se encontrará contigo en Hyde Park, en el primer banco según se llega desde Hanover Close, a las dos de la tarde, haga el tiempo que haga. Hasta entonces, ¿qué puedo hacer yo?

—No lo sé. Yo fui a la prisión ayer, pero no me dejaron ver a Thomas. Sólo sé lo que leo en los periódicos.

—Los he comprado todos. —No podía superar la ansiedad—. Dicen que había estado preguntando por toda la ciudad dónde encontrar a Cereza. Hay varios vendedores callejeros dispuestos a jurarlo. Parece que el charlatán que llevó a Pitt a Seven Dials sólo se quedó allí hasta verle entrar, y que no llegó a entrar en el inmueble. Era una especie de burdel, y el propietario dice que Pitt le pidió que le describiera con todo detalle a la mujer en cuestión, y que sólo quería verla para saber si era ella la que buscaba. El propietario le dijo que fuera arriba. No entró nadie más, y cuando el tipo subió al cabo de unos minutos, se encontró a Pitt inclinado sobre ella y con las manos alrededor de su cuello. —Jack estaba muy pálido—. Lo siento.

Ella le escrutaba el rostro, pero la mirada de él no vaciló.

—Entonces es inútil ir a Seven Dials —dijo Charlotte con toda la calma de que era capaz—, aunque nunca he creído que pudiéramos encontrar nada allí. La respuesta está en Hanover Close. Tengo que ir a ver otra vez a Veronica York. ¿Me llevarás?

—Desde luego. Y te acompañaré también a Coldbath Fields. No debes ir sola.

—Gracias. —Trató de encontrar algo más que decir, sin lograrlo.

Esta vez le dejaron entrar en la prisión, un edificio enorme y frío cuyas macizas paredes eran como la desgracia misma hecha piedra y donde la condensación hacía que hasta en los pasillos interiores se notara un frío áspero. Por todas partes se percibía el mismo olor a sudor humano y aire viciado. El guardián le habló sin mirarla y la condujo hasta un pequeño habitáculo con una mesa de madera llena de señales y dos sillas de respaldo alto. Aquel privilegio se debía tan sólo al hecho de que Pitt era técnicamente todavía un hombre inocente.

Tuvo que hacer acopio de toda la fortaleza que aún le quedaba para no romper a llorar cuando le vio. Las ropas que vestía estaban muy sucias, la camisa limpia que le había llevado estaba ya rasgada y tenía la cara llena de magulladuras. No se atrevía a imaginar cómo debía tener el cuerpo. Ni a los guardianes ni a los prisioneros les despertaba afecto alguno un policía que se había vuelto asesino. El guardián les ordenó a Charlotte y a Pitt que se sentaran uno a cada lado de la mesa, mientras él permanecía de pie en un rincón vigilándoles como un centinela.

Ella se quedó mirándole sin decir nada. Le parecía ridículo preguntarle cómo estaba. Él ya veía lo preocupada que estaba, eso era lo único que importaba y no había nada que ella pudiera hacer por alterar las cosas. Pero al fin la emoción fue demasiado fuerte y ella habló para romper la tensión.

—Mamá se ha llevado a los niños con ella. Será más fácil para ellos y para mí. Gracie es maravillosa. Le he escrito una carta a Emily y Jack Radley se la ha llevado. Le he pedido que se quede donde está… No discutas conmigo. Es el único modo que tenemos para enterarnos de algo.

—¡Charlotte, ten cuidado! —Se inclinó, pero al ver que el carcelero se acercaba se dio cuenta de la inutilidad de aquel gesto—. Tenéis que sacar a Emily de allí… ¡es demasiado peligroso! —dijo con tono perentorio—. Alguien ha matado ya tres veces para mantener en silencio lo que sucedió aquella noche en Hanover Close. No debes volver allí. Envía una carta diciendo que estás enferma, o que regresas al campo. Es lo mejor. ¡Prométemelo! Déjalo en manos de Ballarat, él se encargará. No me han dicho quién me ha sustituido en el caso, pero sea quien sea tendrá que venir a verme y le contaré todo lo que sé. Debíamos estar muy cerca de ellos para que hayan matado a Cereza. ¡Prométemelo, Charlotte!

Su vacilación fue sólo momentánea. Le defendería como fuera necesario y por todos los medios que pudiera encontrar. No iba a pararse a pensar, ni a reflexionar en lo que podrían decir, no más de lo que hubiera hecho si hubiera visto a Daniel o a Jemima en medio de la calle delante de un caballo desbocado. Era algo tan instintivo como luchar por respirar cuando te hundes y el agua te cubre la cabeza.

—Sí, Thomas, claro que sí —mintió sin pestañear—. Emily se vendrá conmigo durante un tiempo, o yo iré con ella. No te preocupes por nosotros, estamos perfectamente. Además, estoy segura de que Ballarat no tardará en descubrir la verdad. Él debe saber muy bien que tú no puedes haber matado a Cereza. ¿Qué motivo podías tener?

Parte del miedo que se traslucía en su rostro se suavizó y trató de sonreír.

—Bueno —dijo con calma—. Al menos sé que estás bien. Gracias por prometérmelo.

No era el momento de sentir culpabilidad; el verdugo esperaba. Ella le devolvió la sonrisa.

—Claro que sí —dijo tragando saliva—. No te preocupes por nosotros.