Pitt eligió ir a Mayfair a pie. No hacía un buen día. Un cielo monótono y plomizo se cernía sobre la ciudad como un inmenso opérculo y el viento, que barría el parque como una guadaña, se le colaba en las orejas con una dolorosa sensación de frío que le hacía contraer el cuerpo. A lo largo de Park Lane veía pasar los carruajes, pero ningún viandante. Hacía demasiado frío para pasear, y los vendedores ambulantes sabían que aquél no era lugar para hacer negocios, un barrio cuyos residentes podían permitirse tener carruaje propio.
Él se encaminaba a casa de los Danver y deseaba demorar su llegada tanto como pudiera. Dulcie estaba muerta, así que no quedaba nadie a quien preguntar acerca de Cereza más que Adeline Danver. Parte de la sensación de frío interior que experimentaba provenía de un sentimiento de culpabilidad: el rostro luminoso y abierto de Dulcie se le aparecía en el pensamiento con excesiva facilidad. ¡Si sólo hubiera tomado la precaución de cerrar la puerta de la biblioteca antes de dejar que hablase! Y todavía no sabía cuál de sus dos observaciones le había acarreado la muerte, si la mención de Cereza o el collar desaparecido. Sin embargo, la investigación en torno a los asuntos de Piers York había demostrado que éste, económicamente, era algo más que solvente y, a pesar de la observación de Dulcie, él no había reclamado aquella joya.
Toda otra indagación referente a amigos de Robert York que pudieran haber contraído deudas y haberse inclinado al robo había resultado hasta el momento igualmente infructuosa. No mayor éxito había tenido Pitt al intentar seguir la pista de varios sirvientes que habían estado empleados en Hanover Close por aquella época y habían sido despedidos poco después. El mayordomo había encontrado una colocación en el campo, el ayuda de cámara se había marchado al extranjero, mientras que las doncellas habían desaparecido entre la ingente masa laboral femenina de Londres y sus alrededores.
Se detuvo; había llegado a la casa de los Danver. El aire era húmedo, con el olor agrio de las chimeneas que escupían su humo al cielo gris. No podía quedarse allí merodeando como un vagabundo. Alguien sostenía un hilo que tarde o temprano se desovillaría hasta dejar al descubierto el asesinato. Si él lo cogía y lo desenredaba, tal vez encontrase que uno de los cabos pendía de Adeline Danver.
Ésta le recibió con cortesía pero con sorpresa. Él se había formado una imagen muy nítida de ella a partir de la descripción de Charlotte; con todo no se esperaba la aguda inteligencia que se desprendía de aquellos ojos casi redondos que se abrían bajo unas delgadas cejas. Su físico era más ordinario de lo que Charlotte le había dado a entender: tenía la nariz algo torcida y estrecha, la barbilla muy hundida. Sólo cuando habló con una voz de timbre y dicción notables pudo él apreciar su belleza.
—Buenas tardes, inspector. No se me ocurre en qué puedo ayudarle, pero desde luego lo intentaré. Por favor, siéntese. Creo que nunca había conocido a un policía. —Le miraba con curiosidad, como si fuera un exótico espécimen importado para su entretenimiento.
Por primera vez en años Pitt se sintió cohibido: no sabía qué hacer con las manos y los pies. Se sentó con cautela, a la vez que trataba de aparentar elegancia, sin éxito.
—Gracias, señora.
—No hay de qué. —Sus ojos no se apartaban de su rostro—. Supongo que su visita se debe a la muerte del pobre Robert York. Es el único crimen con el que he tenido jamás una remota relación… y créame, es muy remota. Pero le conocía, por supuesto, aunque hay muchas otras personas que le conocían mejor que yo. —Esbozó una ligera sonrisa—. Supongo que yo tengo la ventaja de ser una observadora de la vida, más que una actora, por lo que pudiera haber visto algo que quizá los demás hayan pasado por alto.
Pitt se sentía como si ella pudiera ver a través de él y lo juzgara culpable de insensibilidad.
—No se trata de eso, señorita Danver, en absoluto. —Esbozó una débil sonrisa—. Me he dirigido a usted porque tengo en la cabeza un asunto muy concreto y usted es la persona de la casa que parece menos involucrada en ese suceso y por ello mismo la menos perturbada por el mismo, o la menos afectada.
—Se esmera usted en hablar con tacto —dijo ella con un ligero gesto aprobatorio—. Le agradezco que no haya insultado mi inteligencia con una vana cortesía. ¿Cuál es ese suceso del que usted imagina que yo puedo saber algo? Admito que no se me ocurre qué pueda ser.
—¿Ha visto en esta casa alguna vez (y no hablo de una invitada habitual) una mujer de aspecto bastante impresionante, alta, esbelta y morena, ataviada con un vestido de una llamativa tonalidad magenta o cereza?
Adeline permanecía inmóvil. Hubiérase dicho que no respiraba, de no ser por el ligerísimo movimiento del fular que le cubría su delgado pecho casi sin senos.
Pitt esperaba, devolviéndole la mirada de sus brillantes ojos castaños. Ahora no había posibilidad de escapatoria. O le mentía abierta y descaradamente, o le decía la verdad.
Fuera en el vestíbulo un reloj dio las once. Los repiques parecían no tener fin, hasta que el último se fue apagando hasta extinguirse.
—Sí, señor Pitt —dijo ella—. He visto una mujer con esas características. Pero no cabe que me pregunte quién era, porque no lo sé. La he visto dos veces en esta casa pero, que yo recuerde, en ninguna otra parte, ni antes ni después.
—Gracias. ¿Llevaba la misma ropa en ambas ocasiones?
—No, pero los dos vestidos eran de una tonalidad muy similar, uno más oscuro que el otro, por lo que recuerdo. Pero era de noche, y la luz de gas puede llevar a confusión.
—¿Podría describirla, con todos los detalles que recuerde?
—¿Quién es esa mujer, inspector?
El uso de su rango para dirigirse a él puso de nuevo distancia entre ambos y suponía una advertencia para que no la infravalorase.
—No lo sé, señorita Danver. Pero es la única pista que tengo sobre el asesino de Robert York.
—¿Una mujer? —Arqueó las cejas—. Debo entender que sugiere usted que se trata de algo escabroso. —Era una afirmación.
Él esbozó una amplia sonrisa.
—No necesariamente. Lo que creo es que debió haber un robo, no denunciado porque sólo el señor York tenía noticia del mismo, y que es posible que esa mujer fuera la ladrona, o tal vez que presenciara el asesinato.
—Es usted un pozo de sorpresas —admitió Adeline Danver con una dulzura que se reflejaba en su ligera sonrisa—. ¿Y no puede usted encontrar a esa mujer?
—Hasta el momento no. He sufrido una serie de reveses bastante inhabituales. ¿Podría describirla?
—Estoy fascinada. —Inclinó ligeramente la cabeza—. ¿Y cómo sabe que existe?
—Hay otra persona que también la vio en casa de los York, y también con luz de gas.
—¿Y su descripción no es válida? ¿O es que teme que traten de confundirle deliberadamente?
¿La estaría asustando? El confiado rostro de Dulcie acudió a su mente de forma tan vívida como si sólo hiciera un día que había salido por la puerta de la biblioteca.
—Me hizo una descripción muy escueta. Pero no puedo volver a interrogarla porque al día siguiente de haber hablado conmigo se cayó desde una ventana del piso superior y se mató.
Las finas mejillas de Adeline se pusieron lívidas. Estaba enterada de la tragedia. Tenía más de cincuenta años y había vivido muchas muertes, pero ninguna le había dejado indiferente. Gran parte de su vida estaba integrada por los triunfos y las tristezas de las demás; no podía ser de otro modo.
—Lo siento —dijo con calma—. Se refiere usted a la doncella de Veronica York, supongo.
—Sí. —No quería parecer melodramático, o tontorrón—. Señorita Danver…
—¿Sí, inspector?
—Por favor, no hable con nadie de esta conversación, ni siquiera con los miembros de su familia. Podrían repetirlo luego de forma inadvertida, sin pretender hacer daño.
Arqueó las cejas y se agarró a los brazos de la butaca con sus finas manos.
—¿Le he entendido bien? —Su voz era apenas un susurro, pero perfectamente controlada y modulada con armonía.
—Creo que ella sigue por aquí, en algún lugar… a veces muy cerca —replicó Pitt—. Alguien entre sus familiares, o entre sus conocidos, sabe dónde está y quién es… y es probable que sepa también lo que sucedió en realidad en Hanover Close aquella noche de hace tres años.
—No yo, señor Pitt.
Éste sonrió con severidad.
—Si yo hubiera creído que sí, señorita Danver, no hubiera perdido el tiempo interrogándola.
—¿Pero usted piensa que alguno de nosotros, seguramente alguien por el que yo siento afecto, sabe algo sobre ese asunto tan terrible?
—Una persona puede tener muchas razones para guardar un secreto —respondió Pitt—. La mayoría de las veces por miedo, o para proteger a alguien a quien quiere. El escándalo puede estallar por un desliz insignificante… pero que avive la imaginación. Y un escándalo puede ser para algunas personas un castigo peor que la prisión o la quiebra económica. La admiración de nuestros semejantes es un premio mucho mayor de lo que algunos piensan: por conseguirla se ha derramado mucha más sangre de lo que parece, y se ha generado mucho dolor. Hay mujeres que se casan con hombres a los que no aman con tal de que nadie piense que no las aman. La gente se comporta todo el tiempo de modo que los demás imaginen que son felices. Todos necesitamos una máscara, nuestra pequeña ilusión; muy pocos de nosotros son capaces de aparecer desnudos ante los ojos del mundo. Y hay personas dispuestas a matar por conservar la vestimenta.
Ella le miraba fijamente.
—Es usted una persona muy curiosa. ¿Por qué decidió hacerse policía?
Él bajó la mirada hacia la alfombra. En ningún momento pensó en eludir la pregunta, mucho menos en mentir.
—En un principio porque mi padre fue condenado por algo que no cometió. La verdad tiene sus ventajas, señorita Danver, y por dolorosa que pueda resultar, al final es peor mentir. Bien es verdad que a veces llego a odiar mi trabajo, cuando he de enterarme de cosas que hubiera preferido no saber nunca. Pero eso es cobardía, ya que tememos el dolor de la compasión.
—¿Y espera que esta vez la verdad resulte dolorosa, señor Pitt? —preguntó ella, con los ojos clavados en su rostro y mientras acariciaba suavemente con sus finos dedos el encaje de su falda.
—No —dijo él con sinceridad—. No más de lo que ya lo ha sido el asesinato. ¿Qué aspecto tenía esa mujer? ¿Tendría la bondad de describirla?
Ella dudó un instante mientras buscaba en la memoria.
—Era alta —dijo con lentitud—. Sí, creo que su estatura era superior a la media; tenía un tipo de gracia que las mujeres bajitas no pueden poseer. Y era esbelta, no… —Parpadeó, mientras trataba de atrapar la palabra que se le escapaba—. Por un lado no era voluptuosa, y por otro… no. Su voluptuosidad no estaba en su figura sino en el modo en que se movía. Tenía pasión, estilo, una especie de atrevimiento, como si estuviera bailando sobre el filo de una navaja. Lo siento… ¿le parezco ridícula?
—No. —Meneó la cabeza sin apartar sus ojos de la dama—. No, si mis suposiciones son correctas, esa analogía es muy acertada. Continúe.
—Tenía el cabello oscuro, visto con luz de gas parecía negro. Sólo capté una fugaz visión de su rostro, pero recuerdo que era muy hermosa.
—¿Cómo describiría ese rostro? —insistió Pitt—. Hay muchos tipos de belleza.
—Inusual —dijo ella; Pitt comprendió que trataba de revivir el momento, con la luz de gas en el rellano, el llamativo vestido, el giro de la cabeza que le había permitido ver sus rasgos—. Había un equilibrio perfecto entre las cejas y la nariz, las mejillas y la curva del cuello; todo era efecto de los huesos de la cara y de un contorno muy expresivo. No se trataba de detalles vulgares, como unas cejas arqueadas, una boca melodramática o unos hoyuelos en la cara. Me recordaba vagamente a alguien, pero al mismo tiempo estoy segura de que nunca la había visto antes.
—¿Completamente segura?
—Sí. Puede creerme o no, pero ésa es la verdad. No era Veronica, que imagino que es en quien usted está pensando, ni tampoco desde luego mi sobrina Harriet.
—¿A quién se parecía? Por favor, intente recordar.
—Ya lo he intentado, señor Pitt. Sólo se me ocurre que tal vez sea alguien a quien he visto en un cuadro. Las impresiones de los artistas pueden inducir muchas veces a error. Dependen tanto de la moda de la época, ¿lo había advertido? Te retratan como ellos creen que te gustaría ser. Aunque los fotógrafos consiguen una similitud destacable. Lo siento, pero no tengo la menor idea de quién pudiera ser, así que no tiene sentido que siga usted insistiendo. Si alguna vez se me ocurriera algo, no dude que se lo diría. Se lo prometo.
—Prométame entonces también, señorita Danver, que no hablará de esto con nadie más, ni le confiará a nadie información alguna… a nadie en absoluto. Sé muy bien lo que estoy diciendo. —Se inclinó hacia delante. Aunque pudiera asustarla, siempre sería un precio muy pequeño a cambio de salvar su vida—. Robert York está muerto, y también Dulcie, y ambos en la misma casa donde vivían, donde pensaban que estaban a salvo. Deme su palabra, señorita Danver.
—Muy bien, señor Pitt —aceptó la mujer—, si de verdad lo considera usted un asunto tan serio. No hablaré de esto con nadie. Puede dejar de preocuparse por ello. —Le miró con ecuanimidad. Sus redondos e inteligentes ojos adoptaron una expresión grave—. A Dios gracias, señor Pitt… ¡su preocupación es un tanto desconcertante!
De nuevo en la calle gris, se encaminó hacia el sur. Tenía que encontrar a la mujer que vestía de color cereza. Había agotado ya las avenidas más fáciles, los hoteles y teatros que parecían más susceptibles para ella de encontrar clientes. Había interrogado a porteros, a prostitutas que podían haber sido rivales de ella, y a proxenetas y alcahuetas. Nadie la conocía, o al menos eso decían. Todo ello confirmaba lo que él había imaginado desde un principio, que se trataba de una espía, no de una mujer que obtenía su sustento de la prostitución. No le interesaba cualquier tipo de cliente, sino sólo cierto tipo de hombres en particular. Y había tenido buen cuidado en no dejar rastro.
Encontrar a Cereza iba a ser una cuestión de un laborioso y minucioso trabajo policial. Al menos conocía un lugar al que ella había recurrido en varias ocasiones y ahora disponía de una descripción bastante aproximada e inusual. No parecía que dentro del negocio de los intercambios sexuales remunerados hubiera nadie que pudiera aportar alguna información más; todos los intermediarios masculinos obtenían sus beneficios al amparo del silencio. Pero en una calle de Londres siempre había gente casi invisible, gente que podía recordar, gente cuyo sustento dependía de los transeúntes, cuyos ojos hambrientos escudriñaban en cada uno de éstos el menor signo que delatara su voluntad de comprar.
Se subió al bordillo de la acera y levantó el brazo, a la vez que llamaba a una calesa que atravesaba a paso cadencioso la niebla a lo largo de Park Lane. El aire llevaba diminutos copos de nieve. Subió al coche de alquiler y le dio al cochero la dirección del hotel en que había encontrado al portero que recordaba a Cereza, para acto seguido recostarse y prepararse para el frío y lento recorrido. No era el mejor momento de iniciar una pesquisa —los vendedores ambulantes que podían interesarle eran los que trabajaban por la noche—, pero no tenía otra pista que seguir, y sentía además cierta ansiedad en su interior.
Hizo detener el coche poco antes del hotel y se bajó en una esquina enfrente de un puesto en que un hombre ataviado con un delantal blanco y un sombrero negro con una cinta alrededor vendía anguilas calientes. A su lado, una muchacha servía una espesa sopa de guisantes a medio penique el tazón.
El aroma se difundía por el aire húmedo y Pitt se llevó la mano al bolsillo. Nunca se le había pegado la afición de los londinenses por las anguilas, pero sí era partidario de la sopa de guisantes. Tenía delante en la cola una mujer de rostro encarnado y en cuanto la sirvieron se sacó el medio penique del bolsillo y tomó con agradecimiento el tazón caliente. El líquido era espeso y un poco grumoso, pero el aroma era intenso y sintió cómo le reponía su calor al atravesar su cuerpo y le fortalecía el corazón.
—¿Suele estar aquí por las noches? —preguntó con afectada indiferencia.
—A veces, en verano, con las anguilas —contestó el tipo—. ¡En esta época del año, quien tiene casa se queda en ella! Y los que no, no suelen tener mucho dinero.
—¿Y quién viene por aquí por las tardes?
El hombre seguía repartiendo anguilas.
—¿A qué hora? Si es más pronto, hasta las ocho o las nueve, van a ella. —Señaló en dirección a una chica muy jovencita, a unos cincuenta metros calle arriba, que estaba de pie, temblando de frío, con una caja de dulces violetas junto a sus pies desnudos. Debía tener diez u once años.
—Tomaré otra taza de sopa. —Pitt le dio otro medio penique y cogió el tazón que le ofrecía la muchacha—. Gracias. —Se volvió dispuesto a marcharse.
—¡Eh! ¡Tiene que devolverme la taza! —gritó el hombre a sus espaldas.
—Se la devolveré —dijo Pitt—, cuando esté vacía. —Se acercó a la niña florista. Era sólo unos años mayor que Jemima, tenía la cara chupada y llevaba muy poca ropa debajo de su sencillo vestido oscuro y del descolorido chal. Tenía los pies rojos y azules como las aguas del mármol por efecto del intenso frío.
Pitt dejó el tazón de sopa sobre la acera y buscó en el bolsillo otros dos peniques.
—Quiero dos ramos de flores para mi mujer —dijo, mientras le ofrecía las monedas.
—Gracias, señor. —Cogió los peniques, le miró con unos ojos azul cielo y luego no pudo disimular una fugaz mirada hacia la sopa humeante.
Pitt la recogió del suelo y tomó un sorbo, y luego volvió a dejarla en la acera.
—No me apetece más sopa —dijo—. Acábatela si quieres.
La niña dudó unos segundos. En su vida nunca había obtenido nada sin dar nada a cambio.
—Yo no quiero más —repitió Pitt.
La niña cogió el tazón con suma cautela, sin dejar de mirarle.
—¿Hace mucho que vienes a esta calle? —preguntó, a la vez que se daba cuenta que aquella niña era demasiado jovencita como para poder ayudarle. Pero él había comprado la sopa sin pensar en Cereza.
—Dos años —respondió ella, tomando un sonoro sorbo de sopa y relamiéndose los labios.
—¿Hay mucha gente cuando anochece?
—Bastante.
—¿Hay más vendedores por aquí?
—Algunos. Dos o tres.
—¿Quiénes? ¿Qué venden?
—Hay una mujer que vende peines, pero se marcha pronto. A veces hay una chica que vende cerillas. Y también está ese que vende pudín de ciruela caliente; viene todas las noches. Y a veces hay charlatanes. Van y vienen, sobre todo más allá de Seven Dials, porque es donde están las imprentas.
No necesitaba preguntarle quiénes eran, sabía de sobra a qué tipo de charlatanes ambulantes se refería: unos tipos de memoria prodigiosa y habitualmente agudo sentido del humor, que vendían noticias de última hora, por lo general relacionadas con el crimen y la seducción. Y si en lo que había sucedido en la realidad no había nada lo bastante excitante, no se lo pensaban dos veces a la hora de inventarse lo que fuera, que aderezaban con detalles y muchas veces con imágenes que ellos mismos mostraban.
—Gracias —dijo Pitt con cortesía, mientras recogía el tazón vacío—. Volveré más tarde, por la noche.
Se fue a casa a cenar y le dio a Charlotte, para su sorpresa y deleite, los dos ramilletes de violetas. Luego, hacia las diez, se obligó a sí mismo a salir de nuevo a la gélida niebla.
Hacía una noche desapacible, y no había nadie en la calle fuera del hotel, salvo un gordo y pálido muchacho que vendía pudín de ciruela caliente, una especie de masa cocida rellena de pasas y conservada a una temperatura aceptable gracias a unas cuantas capas de paños humeantes. El joven tenía una buena clientela en los caballeros que salían del hotel, pero después de media hora de estar de pie y dar golpes con los pies en la acera para activar la circulación sanguínea, y de un par de enérgicas vueltas alrededor de la manzana, Pitt no había visto a ninguna de las mujeres que utilizaban las habitaciones del hotel para su comercio.
Interrogó al vendedor de pudín, de quien no obtuvo nada en absoluto. El muchacho decía llevar allí unos cinco años, más o menos, y no recordaba haber visto a ninguna mujer con un vestido de color cereza.
Pitt volvió a la noche siguiente, pero no tuvo más éxito, y a la otra noche decidió ir al Lyceum Theatre. Habló con un vendedor de tisana de menta que sí había visto a alguien vestida de intenso color rosa, pero no recordaba su talla, y creía que la mujer que había visto era más bien pelirroja.
Pasada la medianoche, enojado por la futilidad de todas aquellas pesquisas, con los pies insensibles en medio de la nieve acumulada y el cuello del abrigo levantado tapándole las orejas, avanzó entre el alboroto de voces, risas y gritos ocasionales a la salida del teatro. Vio un muchacho que vendía bocadillos de jamón y decidió comprarse uno. No tenía hambre, pero le gustaba el jamón. Se abrió paso entre la muchedumbre, empujado por una multitud de codos y de inflados polisones, asaltado por el olor a perfume de mujer, a sudor y a aliento a cerveza, hasta que alcanzó al vendedor de bocadillos situado más adelante. Tenía una moneda de tres peniques en el bolsillo, pero tenía los dedos ateridos por el frío y le costaba cogerla.
El muchacho le miraba expectante. Era delgado y los círculos sonrosados de las mejillas le daban un aspecto febril. La suya era una vida de perros y Pitt lo sabía, siempre en la calle hiciese el tiempo que hiciese, muchas veces hasta bien entrada la noche; y para ganarse lo suficiente para sobrevivir tenía que comprar la carne sin deshuesar y cocerla él mismo, y luego cortar los panecillos. Le quedaría menos de medio penique de beneficio por cada bocadillo vendido, y Pitt sabía también que cualquier cosa que le robasen o perdiese podía costarle los ingresos de todo un día.
—Ponme dos, por favor. —Atrapó por fin la moneda de tres peniques y la extrajo del bolsillo. El muchacho le dio dos bocadillos y el penique de la vuelta.
—Gracias. —Pitt mordió el primer panecillo y lo encontró sabroso—. ¿Hace mucho que estás aquí?
—Unas ocho horas —respondió el muchacho—. ¡Pero están como recién hechos, jefe, los he preparado yo mismo! —Parecía nervioso.
—Están excelentes —convino Pitt con el mayor de los entusiasmos que podía sentir en aquellos momentos—. Quería decir que si hace mucho que vienes a este lugar, no sé, ¿tres, cuatro años?
—Ah, sí. Vengo aquí desde que tenía catorce años.
—¿Recuerdas si viste alguna vez a una mujer muy guapa con un vestido color cereza, más bien oscuro pero muy llamativo, hace unos tres años? Una mujer despampanante, alta, con el pelo oscuro. Por favor, piénsalo detenidamente, es muy importante.
—¿Qué clase de mujer, jefe? ¿Se refiere a una de ésas? —Inclinó la cabeza levemente hacia una mujer de formas exuberantes con una hermosa cabellera suelta y colorete en las mejillas carnosas.
—Sí, pero más cara, con más clase.
—Una vez sí vi a una como la que usted dice, que vestía con un color así, aunque a mí más bien me parecía como una dama… Ahora que el caballero que iba con ella nunca hubiera podido ser su marido.
Pitt reprimió su emoción.
—¿Cómo lo sabes?
—¡Se lo aseguro! —El muchacho puso cara de incredulidad—. No se despegaba de ella. Sus ojos eran como dos lapas. Y ella simulaba total decencia, se comportaba con buen gusto, pero yo he visto a demasiadas de ésas como para no darme cuenta. Hay tipos con clase y tipos sin ella, pero en el fondo todos son iguales. Ella era una auténtica belleza, vaya que sí.
—¿Tenía buenas curvas? —Pitt dibujó en el aire con las manos el contorno de un reloj de arena, maniobra en la que casi se le cae el bocadillo.
—No. —El muchacho arqueó las cejas con expresión de asombro—. No, no. Era verano y llevaba un vestido muy abierto, ¡y estaba muy flaca! ¡Pero era muy elegante!
—¿Alta o baja? —Pitt no pudo evitar alzar la voz.
—Alta. Como yo de alta, por lo menos. ¿Por qué? ¿La conoce? No la he vuelto a ver desde entonces. No puedo ayudarle. Debió irse a la parte alta de la ciudad, o se casaría… aunque más bien no lo creo, si he de serle sincero. Más fácil es que haya terminado mal. Cogería alguna enfermedad, o le darían de puñaladas. A lo mejor pilló la sífilis, o el cólera.
—A lo mejor. ¿Podrías describir al hombre que la acompañaba? ¿Cómo se marchó ella? ¿Qué dirección tomó?
—¡Es usted muy listo! No me fijé en el tipo que iba con ella, aunque sí que iba tan elegante como ella. Parecía de más nivel que la mayoría de los que andan por aquí. No era un oficinista o un comerciante que hubiera salido una noche. Se veía a la legua que era un señorito que venía de aventura a los bajos fondos. Hay unos cuantos así, que vienen cuando quieren un poco de relajación sin sus señoras. Aquí nadie les conoce ni se irá de la lengua.
—¿Hacia dónde fueron? ¿Se marcharon juntos?
El muchacho miró a Pitt con desdén.
—¡Pues claro que se fueron juntos! ¡Ningún señorito invita a una fulana a una velada en el teatro para darle las buenas noches a la salida y ya está!
—¿En un coche de alquiler o en carruaje propio?
—¡En coche de alquiler, por supuesto! ¡Nadie se lleva su propio carruaje si quiere pasar desapercibido! ¡Use el sentido común, jefe!
—Está bien. ¿Dónde cae la parada de coches más cercana?
—Girando por esa esquina y bajando la calle unos cien metros.
—Gracias. —Y antes de que el muchacho pudiera expresar objeción alguna, Pitt había desaparecido en medio del torbellino que formaba la nieve al caer fuera de la protección del toldo del teatro.
—Vaya un chiflado —dijo el muchacho con desenfado, mientras apretujaba entre los dedos los peniques que llevaba en el bolsillo—. ¡Bocadillos de jamón! ¡Bocadillos de jamón recién hechos! ¡A un penique nada más!
Durante los dos días siguientes Pitt continuó moviéndose penosamente a través de la nieve, con los pies helados y las piernas mojadas, mientras tosía en medio del humo y la niebla atrapada sobre los tejados de la ciudad por un cielo de hielo. Interrogó también a dos barrenderos que habían trabajado en la zona durante la época en cuestión. Uno de ellos había ascendido en sus ambiciones y estaba interesado en instalar un puesto de café caliente, y el otro había encontrado una esquina mejor. Ninguno de los dos fue capaz de hacer otra cosa que describir a Cereza y decir que había llegado al hotel y al teatro en un coche y se había ido en otro.
Sólo un cochero recordaba dónde la había llevado, y había sido a Hanover Close.
Pitt volvió a casa tan resfriado que se sentía verdaderamente enfermo. Le dolían las manos y los pies, y se sentía tan acorralado por la derrota como por la cerrada y desapacible noche que le envolvía.
Era bastante más tarde de la medianoche y la casa estaba en silencio. Sólo estaba encendida la luz del recibidor. Metió la llave en la cerradura, tras encontrarla a tientas con las yemas de sus dedos ateridos, y abrió tras unos cuantos segundos.
Dentro se estaba caliente. Charlotte había dejado el fuego bien alimentado y había una nota prendida de la puerta del salón en un lugar en que no pudiera pasarle por alto.
Querido Thomas:
El fuego de la cocina está encendido, la tetera está llena y tienes sopa caliente en el puchero si te apetece. Justo antes de hacerse de noche se ha presentado un hombre de lo más extraño que ha dejado una carta para ti. Ha dicho que tiene una información acerca de la mujer de rosa… supongo que se refiere a Cereza. Dice que es un «charlatán», aunque no sé qué ha querido decir con eso. Te he dejado la carta sobre la repisa de la chimenea del salón.
Despiértame si puedo ayudar.
Te quiere,
Charlotte.
Empujó la puerta del salón, buscó a tientas el interruptor de la luz de gas y lo accionó. Halló la carta y la abrió, desplegó el papel y lo extendió ante sus ojos.
Estimado señor Pitt:
Me he enterado de que ha estado preguntando por ahí acerca de esa mujer que va vestida con un extremado color rosa, y que está muy deseoso de encontrarla. Yo sé dónde está, y si quiere tomar en consideración lo que le digo le llevaré hasta ella.
Si le interesa el asunto, nos encontraremos mañana en el pub Triple Plea, en Seven Dials, a las seis.
S. Smith.
Pitt sonrió, y guardó la carta en un bolsillo. Atravesó la casa de puntillas hasta la cocina.
Al día siguiente, al atardecer, caminaba lentamente bajo la fina y gélida llovizna, con la bufanda de lana embutida por encima de las orejas, a lo largo de una callejuela gris en el distrito de Seven Dials. Comprendía por qué aquel tipo había elegido aquella parte de la ciudad; allí era, como había dicho la florista, el lugar en que se imprimían los diarios con las noticias más recientes, y por tanto el cuartel general natural de los charlatanes profesionales. Se ganaban la vida vendiendo noticias o cantando sucesos por los alrededores, en constante movimiento mientras proclamaban los dramas y los hechos sensacionalistas contenidos en sus páginas. La mayoría tomaban como base el último crimen habido… mejor cuanto más horripilante. A veces se trataba de cartas de amor de la mayor indiscreción, siempre que fueran de una persona famosa, una belleza internacional, o lo que era más tentador, de una no mencionada «dama de la vecindad» dirigida «a un caballero que se halla a menos de cien kilómetros». Y si la verdad se presentaba a menudo con pocos alicientes, entonces tenían el ingenio y la imaginación suficientes para rememorar alguna de las historias favoritas del público: mujeres malvadas que mataron a sus amantes infieles, o a los pobres niños nacidos de su unión, historias que, bien contadas, arrancaban lágrimas de los ojos de muchos oyentes. Aquellos charlatanes solían ser hombres de cierto empuje y un agudo sentido de la observación de la naturaleza humana; a Pitt no le sorprendió que uno de ellos hubiera advertido y recordado a Cereza. La ocupación de aquel tipo era contar una y otra vez historias de pasión, crímenes y mujeres hermosas.
Hacía un frío terrible y las angostas callejas eran como embudos por los que soplaba el viento. Las difusas figuras que pasaban junto a Pitt iban encorvadas, con la cabeza hundida entre los hombros. En los soportales se agolpaban los durmientes como sacos, buscando el calor de sus cuerpos. Los cascos de una botella de ginebra rota reflejaban destellos de luz de una farola de gas.
Pitt encontró el Triple Plea después de haber dado solamente una vuelta sin éxito. Tras abrirse paso entre los vociferantes bebedores del pub, llegó hasta la barra. El patrón, con un delantal de percal manchado de cerveza, en mangas de camisa arremangadas hasta la mitad del brazo, miró con recelo aquel rostro que no le resultaba familiar.
—¿Sí?
—¿Ha preguntado alguien por mí? Mi nombre es Pitt.
—¿Y cómo quiere que lo sepa? ¡No soy un servicio público!
—Oh, sí que lo es. —Pitt se esforzó en adoptar una expresión cortés. Rebuscó en su bolsillo y sacó una moneda de seis peniques—. Y los servicios hay que pagarlos, cuando valen algo. Si alguien pregunta por mí, dígamelo. Entretanto tomaré una sidra.
El tipo miró la moneda con cara poco halagüeña, llenó una jarra de sidra de barril y la dejó sobre la barra.
—Aquí tiene. Su nombre es Black Sam, está en aquel rincón, el de la camisa azul y el abrigo marrón… Y la sidra va aparte.
—Muy bien —aceptó Pitt, y dejó otros dos peniques. Cogió la jarra y dio un sorbo con cautela. Era en verdad áspera pero dulce, estaba sorprendentemente buena. Bebió un largo trago y se abrió camino poco a poco hacia el rincón señalado, mientras sus ojos errantes buscaban al charlatán. Era probable que más de uno de los allí congregados compartieran aquella ocupación; no estaban lejos de las imprentas, y tenían los rostros expresivos, los ojos rápidos y la constitución delgada de los individuos que están en constante movimiento.
Vio a un hombre con una inhabitual tez oscura y una camisa azul sentado ante una jarra de cerveza negra. Sus miradas se cruzaron casi al instante y Pitt supo que se trataba de S. Smith; había en él una actitud de espera, mientras sus ojos escrutaban los rostros sin descanso. Pitt hizo un último esfuerzo por abrirse paso y se detuvo delante de la exigua mesa.
—¿Señor Smith?
—En efecto.
—Pitt. Decía usted que podría ayudarme a cambio de algo de dinero.
—Y es verdad. Acábese la sidra. Luego, cuando me vaya, sígame fuera al cabo de uno o dos minutos. No quiero darle a la gente motivos para pensar, pensar no es bueno para ellos. Yo estaré fuera en la acera de enfrente. Espero que haya traído algo con que poder mostrarse generoso. No doy crédito. Las noticias son las noticias, y yo vivo de ellas.
—¿De las auténticas o de las falsas? —dijo Pitt con frialdad—. Ya he tenido ocasión de oír unos cuantos buenos canards de esos que ustedes cuentan. —Eran historias muy melodramáticas e inventadas que se usaban cuando las noticias auténticas eran muy flojas. Había unas cuantas que se habían hecho bastante famosas.
Black Sam sonrió, mostrando una afilada dentadura que estaba sorprendentemente limpia.
—Claro que sí, pero esas historias son para entretener a las damas que tienen la lágrima fácil, y no se hace daño a nadie porque la historia haya sido… adornada un poco. Es arte.
—Sin duda. En cualquier caso, lo que quiero es la realidad al natural, de lo contrario no hay trato.
—La tendrá, no se preocupe. —Se levantó, inclinó la jarra y la apuró hasta la última gota, la dejó sobre el banco y se marchó. Al cabo de un instante había desaparecido.
Pitt se acabó la sidra sin prisas y luego volvió a abrirse camino hacia la noche exterior. Había cesado la fina llovizna y estaba comenzando a helar. No había estrellas a causa de la capa de humo que cubría la ciudad y que se formaba de sus decenas de miles de chimeneas. Distinguió en el otro lado de la calle la difusa silueta de Black Sam. Cruzó y se acercó hasta él.
—¿Cuánto? —dijo Sam con voz agradable y sin moverse.
—Si encuentro a la mujer con el vestido rosa y es la que busco, media corona.
—¿Y qué le va a impedir decir que no es la que busca?
Pitt ya había pensado en ello.
—Mi reputación. Si le engaño acerca de lo que le corresponde en justicia por los servicios prestados, en el futuro nadie querrá facilitarme información, y entonces no podré seguir haciendo mi trabajo.
Sam lo meditó, pero no tardó en decidirse. Las palabras se propagan con gran rapidez entre la gente que vive en el límite entre la supervivencia y la desesperación, y él tenía su propio método para juzgar a las personas.
—De acuerdo —aceptó—, sígame.
Y al fin se puso en marcha, con un engañoso paso, que era más rápido de lo que parecía. Pitt se las veía y se las deseaba para seguirle el ritmo, pues aunque estaba acostumbrado a caminar todo el día por la calle, lo hacía con paso mesurado, más lento incluso cuando era agente. Ahora iba muchas veces en coche de alquiler y la velocidad del charlatán le dejaba sin aliento.
Al cabo de diez minutos estaban casi en el extremo más alejado de Seven Dials, en un barrio más salubre, aunque las calles seguían siendo estrechas y un ojo avezado podía reconocer las pensiones baratas, algunas de las cuales eran utilizadas casi con toda seguridad como burdeles. Si Cereza vivía aquí, entonces sí había caído en desgracia, desde los días del Lyceum Theatre y el hotel cuyo portero todavía se acordaba de ella.
El charlatán se detuvo y se quedó inmóvil y silencioso sobre la mugrienta acera.
—Suba por esta escalera —dijo Black Sam con suavidad. Podía haberse tratado de uno de sus habituales paseos nocturnos, salvo por la diferencia de que aquella carrera le aportaba un beneficio—. Llame a la puerta que encontrará arriba y pregunte por Fred. Él le dirá dónde está su amiga. Yo esperaré aquí, y si es, confío en que vuelva usted a bajar y me dé la media corona. No puedo ser más honesto. Si no lo es, entonces habremos dado un bonito paseo en balde.
Pitt dudó, pero pensó que no valía la pena discutir. Sin decir una palabra cruzó el umbral indicado y comenzó a subir las escaleras muy despacio, haciendo el menor ruido posible. La puerta de arriba era maciza y estaba cerrada. Llamó con fuerza, hasta hacerse daño en los nudillos. Al cabo de un momento la puerta se abrió y apareció un hombre joven y delgado con una cicatriz de arma blanca en la mejilla, que le miraba sin interés.
—Quiero ver a Fred —dijo Pitt, a una prudente distancia.
—¿Para qué? ¡No le conozco de nada!
—Negocios. Ve a buscarle.
—¡Fred! Aquí hay un viejo que quiere verte… ¡Dice que es por negocios! —gritó el jovenzuelo.
Pitt esperó en silencio varios minutos hasta que Fred apareció. Era bastante grueso, rojo de cara y sorprendentemente agradable. Esbozó una sonrisa sin dientes.
—¿Sí?
—Busco a una mujer con un vestido rosa, un rosa oscuro pero muy intenso y brillante. Black Sam me ha dicho que usted sabía dónde puedo encontrarla.
—Sí, es cierto. Tiene una habitación mía alquilada.
—¿Aquí?
—¡Sí, aquí, claro! ¿Qué pasa con ella? ¿Cree que soy sordo?
—¿Está aquí, en esa habitación de usted?
—Sí. Pero no dejo que entre cualquiera. Tal vez ella quiera verle, tal vez no. O puede que esté acompañada.
—Entiendo. No espero recibir nada a cambio de nada. ¿Qué aspecto tiene esa mujer que dice que viste de rosa?
—¿Que qué aspecto tiene? —Arqueó las canosas cejas—. ¡Vaya, vaya! Yo diría que eso no es asunto suyo. ¡Debería tener bastante más dinero del que parece tener para que llegase a ser asunto suyo!
—El caso es que sí es asunto mío —dijo Pitt entre dientes—. Es el tipo de cosas que me interesan. —Se le ocurrió una oportuna mentira—. Soy pintor.
—Está bien, está bien. —Se encogió de hombros afable—. Eso es otra cosa. Pero no entiendo por qué quiere pintarla, está más flaca que una escoba, no tiene tetas ni caderas. Aunque sí tiene una cara bonita, eso se lo reconozco. Tiene una cara bonita y el cabello negro. Y ahora dele a su cabecita y no se quede ahí parado en la puerta como un tonto. ¡Si usted puede perder el tiempo, yo tengo cosas que hacer!
—Quiero verla —dijo Pitt—, pero antes tengo una cuenta pendiente con Black Sam. Déjeme bajar a pagarle, luego volveré a subir para darle algo por las molestias.
—¡Pues adelante, vamos! —instó Fred—. Tengo cosas que hacer.
Al cabo de diez minutos, una vez saldadas las deudas, Pitt avanzaba a lo largo de un pasillo enmoquetado de rojo con sucias y difuminadas huellas de calzado en el centro y una lámpara de gas en la pared soltando un débil siseo. Llamó a la puerta situada al final del corredor. No sucedió nada. Volvió a llamar, un poco más fuerte. Fred le había asegurado que ella estaba allí, y su descripción era demasiado buena como para renunciar a saber quién era. Le había nombrado algunos rasgos que Pitt ni siquiera había mencionado.
Una puerta se abrió a sus espaldas y salió una mujerona con una cabellera rubia en cascada y su algo más que oronda figura envuelta en un chal, con los hombros blandos y desnudos, ondulantes por la grasa que cobijaban.
—¡Deje ya de armar tanto escándalo, caballero! —dijo con brusquedad—. ¡Si quiere entrar ahí, entre! Las puertas no están cerradas. ¡No se quede ahí molestando a todo el mundo! Tengo clientes. ¡Parece que venga a hacer una redada, no me espante a la gente!
—Sí, señora. —Así que Cereza estaba allí dentro de verdad. En cuestión de un segundo la vería, y tal vez conocería el secreto de la muerte de Robert York.
Le dio la espalda a la rubia, que se volvía ya con su cliente, y movió el picaporte. La mujer tenía razón, no estaba cerrada. La puerta cedió al empuje de su mano y él entró en la dependencia.
La habitación era más o menos como esperaba: cómoda aunque desordenada, un poco atestada de mobiliario, con olor a perfume, polvorienta y con las sábanas viejas. Había demasiados cojines y sobreabundaba el color rojo. La cama era grande y arrugada, y tenía dos colchas echadas por encima de forma descuidada, de modo que no podía distinguir a primera vista si había alguien tumbado debajo o no. Cerró la puerta al entrar.
Al acercarse a la cama reconoció la silueta de una forma humana bajo las arrugas de los edredones y vio una imagen fugaz de una prenda satinada de color magenta y un mechón de cabello negro que parecía una cinta suelta de seda. La mujer tenía el rostro vuelto del otro lado.
Cuando estaba a punto de dirigirse a ella, se dio cuenta de que no sabía cómo se llamaba. Siempre había pensado en ella como Cereza. La información que había obtenido de ella le habían descrito una mujer en la cresta de la ola. En tres años había caído hasta aquello. Apenas debía ser la misma persona. El sentimiento de emoción que había experimentado por la proximidad del descubrimiento se había trocado de repente en conmiseración. Por el hecho de haber sido tan lanzada y temeraria, más profundo era el contraste con aquella intimidad vergonzante. Debió ser un instrumento de traición, como asesina o como cómplice de asesinato. Pitt seguía sintiéndose un intruso.
—Señora —dijo inapropiadamente.
Ella no se movió. Debía estar profundamente dormida, tal vez ebria. Él se inclinó, le tocó el hombro por debajo de la colcha y la sacudió con suavidad.
Pero seguía sin moverse. Tiró de ella hasta volverla de cara y poner al descubierto el corpiño de seda de un intenso color magenta con el amplio cuello y una tira de color fucsia. Debía haber bebido tanto que estaba inconsciente. Pitt se agachó un poco más, la cogió por los hombros y la sacudió. El cabello cayó hacia un lado de la cara y la colcha se deslizó sobre la cama.
Al principio no pudo creerlo. La cabeza colgaba un poco de costado de una forma antinatural, no con la despreocupación del sueño sino con la irreparable flaccidez de la muerte. Le habían roto el cuello. Tenía que haber sido de un solo golpe y con gran violencia. Era una mujer delgada, podía en aquel momento apreciar la fragilidad de sus huesos. Era difícil afirmar si había sido hermosa. Desprovisto de vitalidad, en su rostro sólo quedaba la antigua gracia de una armonía perdida.
—¡Dios mío!
Por un momento creyó haber hablado él mismo, pero entonces se dio cuenta de que había alguien más en la habitación.
—¡Maldito idiota! ¿Por qué ha hecho eso? ¿Qué daño pudo hacerle esa pobre desgraciada?
Pitt se irguió con lentitud y se volvió hacia Fred, que, lívido, obstruía la puerta.
—Yo no la he matado. Ya estaba muerta cuando entré. Lo mejor que puede hacer es ir a buscar a un agente de policía. ¿Quién entró en esta habitación antes que yo?
—Oh, claro que mandaré a que traigan un poli… ¡de eso puede estar seguro! —repuso Fred furioso—. Pero no voy a dejarle aquí. ¡Sólo Dios sabe a quién más me encontraría muerto al volver!
—¡Yo no la he matado! —repitió Pitt entre dientes, sin apenas contenerse—. La he encontrado muerta. ¡Vaya a buscar a la policía!
Fred permanecía inmóvil.
—Claro que sí, y usted se quedará aquí quietecito a esperar a que yo regrese con los polis. ¿Me ha tomado por un imbécil?
Pitt se levantó y fue hacia él. Fred se puso tenso y levantó los puños. Por primera vez Pitt se dio cuenta de que, a pesar de toda su aparente cortesía, Fred estaba dispuesto a detenerle y a usar la violencia si era necesario, y su físico le permitía afrontar con garantías esa empresa.
—Soy policía —dijo Pitt con brusquedad—. Buscábamos a esta mujer por su relación con un asesinato, y tal vez con un delito de alta traición.
—Ah, ¿sí? ¡Y yo soy el duque de Wellington! —Fred obstruía la puerta con todo su volumen y con los brazos alerta por si Pitt intentaba un ataque repentino—. ¡Rosie! —gritó sin apartar los ojos—. ¡Rosie! ¡Ven aquí! ¡Deprisa!
Pitt trató de insistir.
—Soy…
—¡Usted cállese! ¡Rosie! ¡Ven aquí ahora mismo si no quieres que vaya a buscarte!
Apareció por fin la enorme rubia, envuelta en una gran sábana rosa y con la cara roja de irritación.
—¡Mira, Fred, te pago mi buen alquiler a cambio de tener aquí mi negocio! No me gusta que me des voces por cualquier cosa cada vez que… —Se interrumpió al presentir que sucedía algo serio—. ¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido?
—El tío este, que buscaba a la chica que lleva esas cosas horribles de color rosa. La ha estrangulado, por lo que parece.
—Pobre criatura. —Rosie sacudió la cabeza—. No había necesidad de hacerle eso.
—Bueno, ¡ve a buscar a los polis de una vez, vieja gorda! —dijo Fred colérico—. ¡No te quedes ahí! ¡Esto es un asesinato!
—¡No empieces a insultarme como siempre, Fred Bunn! —repuso ella con aspereza—. Y yo no voy a ir a buscar a ningún polizonte. Le diré a Jacko que baje. —Y agarrando la sábana para envolverse con ella con toda la dignidad de que era capaz, dio media vuelta y se dirigió hacia las escaleras.
Pitt se sentó en el borde de la cama. Era inútil discutir con Fred, inamovible en su convicción. Cuando viniera la policía se aclararía todo.
Fred se apoyó contra el dintel de la puerta.
—¿Por qué ha tenido que venir aquí y hacer esto? —dijo con pesar—. No tenía por qué matarla.
—Y no lo hice. ¡La necesitaba viva! Necesitaba interrogarla acerca de algunas cuestiones muy importantes.
—Ah, sí, es verdad. ¡Alta traición! —Fred sorbió por las narices—. Es usted bastante original, lo reconozco. ¡Pobre criatura!
—¿Cuánto tiempo ha estado aquí? —preguntó Pitt. No había motivo para no aprovechar el tiempo.
—No sé. Un par de días.
—¿Sólo un par de días? ¿Dónde había estado antes?
—¿Cómo diablos quiere que lo sepa? Pagó el alquiler de la habitación, eso es lo único que me importa.
Pitt se sentía muy cansado. Era todo tan patético. Cereza, cualquiera que fuese su verdadero nombre, había vivido una niñez en algún lugar, luego había seguido una breve carrera de cortesana, luminosa de noche, tal vez peligrosa ya incluso entonces, oculta de día. Después la fortuna había cambiado, sus encantos se habían apagado y había perdido un lugar entre las que estaban en boga, quedando reducida al estatus de una vulgar prostituta. Y finalmente le habían partido el cuello en alguna absurda pelea de aquella mugrienta habitación de alquiler.
Aquélla era la mujer que había detentado un poder tan grande, y tan breve, sobre Robert York y quizá hasta sobre Julian Danver o Garrard; tan grande que se había introducido en sus casas, pasando por alto cualquier tipo de convenciones y corriendo unos riesgos desesperados. ¿Qué hubiera pasado si la hubiera visto Veronica, o Loretta, o Piers York incluso? Loretta no se hubiera limitado a mirar para otro lado, como había hecho Adeline; era de una naturaleza mucho más implacable. Hubiese cogido a Robert y le hubiera dicho dónde podían conducirle exactamente aquellos amoríos. Bajó la vista y contempló la delgada figura que tenía ante sí sobre la cama. La piel era oscura, casi aceitunada, y suave, y de un tono sepia sobre los hombros. Pero por encima de la cinta magenta brillante que le rodeaba el cuello, aquella piel estaba ya un poco rugosa, y en la cara tenía finos surcos y sombras purpúreas bajo los ojos. Tenía los huesos delicados, la boca contorneada por unos labios rellenos, pero era difícil decir si antaño había sido una belleza. Pero la vida obra prodigios. Tal vez había tenido agudeza, o esa rara sonrisa que ilumina un rostro, o el don de saber escuchar con la clase de atención que hace que el interlocutor se sienta cómodo. Caras bonitas las había a docenas, pero el encanto era algo más que una cara bonita.
Pobre Cereza.
Pitt despertó de sus pensamientos al oír pasos en el pasillo que se abría detrás de la figura inmóvil de Fred. Oyó la voz de Rosie, chillona e indignada, y el lamento de un hombre en un lugar indeterminado.
Entonces apareció el agente, con la capa azul mojada por la fina lluvia, la linterna colgada del cinto y la porra preparada en la mano.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Dónde está esa mujer?
—Aquí —contestó Fred malhumorado. No le gustaban los policías, y sólo a regañadientes podía aceptar los servicios de uno—. Y éste es el tipo que la ha matado… Sabe Dios qué razón tendría. Pero fui yo mismo el que le dejó entrar, hace un cuarto de hora, porque pedía verla con insistencia. Luego subí a este piso por otra cosa y me encontré que estaba muerta como un pajarito, pobre chiquilla. Así que le dije a Rosie que mandara a Jacko a buscarle. Ella le dirá lo mismo que yo.
El agente entró en la habitación, con un gesto ceñudo en su redonda cara, en la que se leía abatimiento y desagrado. Miró a Pitt y suspiró.
—Vamos a ver, ¿por qué ha hecho una cosa como ésta? ¿Era su mujer, o algo por el estilo?
—¡No, claro que no! —repuso Pitt airado. De repente toda aquella farsa le parecía ridícula—. Soy el inspector Pitt de la comisaría de Bow Street. Llevábamos semanas tras la pista de esta mujer. Me enteré por fin de que éste era su paradero, pero llegué demasiado tarde para evitar que fuera asesinada. Era un testigo muy importante.
El agente miró a Pitt de arriba abajo, observando la bufanda de punto, el viejo abrigo, los más bien amorfos pantalones y las desgastadas botas. La incredulidad era patente en su rostro.
—¡Vaya a Bow Street a comprobar lo que digo! —exclamó Pitt—. ¡Hable con el superintendente Ballarat!
—Le llevaré a Seven Dials, ya enviarán ellos a alguien a Bow Street —dijo el agente sin inmutarse—. No trate de resistirse y nadie saldrá lastimado. De lo contrario tendré que ser un poco rudo con usted. —Se volvió hacia Fred—. ¿Quién más ha subido aquí desde la última vez que la vio —hizo un gesto hacia la mujer que yacía muerta sobre la cama— viva?
—¡Rayos! Un tipo canijo con unos compinches de Newgate que iban a ver a Clarrie —dijo, acompañando sus palabras con un gesto de los dedos que trataba de describir los rizos en las mejillas de la aludida—. Pero los acompañó hasta abajo cuando se fueron. Y un individuo calvo, de unos cuarenta, que venía por Rosie, pero yo mismo le acompañé hasta aquí arriba y le vi entrar en la habitación de Rosie. Además es un cliente habitual.
—¿Nadie más ha subido a excepción de éste?
—Las chicas —concluyó Fred—. Pregúntele a ellas.
—Lo haré, puede estar seguro. Y será mejor que todos estén aquí por si les necesitamos, de lo contrario les seguiremos y les arrestaremos por ocultar pruebas en un caso de asesinato… y pueden acabar en Coldbath Fields o en Newgate. —Miró a Pitt—. Y usted acompáñeme por las buenas o tendré que utilizar métodos más desagradables. Junte las manos.
—¿Qué? —Pitt estaba atónito.
—¡Las manos, caballero! ¿Me toma por un idiota? No pretenderá que le lleve de paseo por las calles en medio de la oscuridad sin ponerle las esposas.
Pitt abrió la boca para protestar, pero comprendió la inutilidad de ello y alargó las manos obediente.
Dos horas más tarde, sentado en la comisaría de policía de Seven Dials, todavía esposado, comenzó a sentir miedo. Tras el mensaje enviado a Bow Street, se había recibido una puntual respuesta por escrito. Sí, allí conocían a Thomas Pitt, quien se ajustaba con precisión a la descripción facilitada, pero no podían confirmar que le hubieran enviado a aquel lugar a arrestar a nadie. No sabían nada de ninguna prostituta con un vestido rosa, y hasta donde llegaban sus competencias no podían decir que hubiera nada de eso relacionado con el caso en que Pitt estaba trabajando. Le estaba encomendada la misión de revisar con más detenimiento las circunstancias del robo en el hogar de Piers York, en Hanover Close, que había tenido lugar hacía tres años, y del asesinato de su hijo, Robert York, perpetrado por un intruso. Hasta donde sabía el superintendente Ballarat, Pitt había fracasado en su intento por descubrir detalles de interés. El oficial al cargo de este desafortunado asesinato debía llevar las investigaciones con todo el sentido de la justicia y el celo de que fuera capaz. Como es natural, el superintendente Ballarat deseaba que se le mantuviera informado de los acontecimientos según se fueran produciendo, con la esperanza de que Thomas Pitt no fuese culpable de otra cosa que de torpeza, y tal vez de la clase de inmoralidad en que incurren los hombres de vez en cuando. No obstante se debía hacer justicia. No podía haber excepciones.
Cuando Fred le había sorprendido en aquella habitación, Pitt sólo había sido capaz de pensar en Cereza, en la futilidad de haberla encontrado cuando ya era demasiado tarde, en la penosa realidad de la muerte. Que le hubieran confundido con el asesino le había parecido una cosa grotesca. Pero ahora era cada vez más espantosamente claro que no le creían, y todas sus protestas, en lugar de mostrar la verdad de la manera más evidente, parecían inútiles, como las excusas de cualquier otro criminal cogido con las manos en la masa. Y Ballarat no tenía la menor intención de jugársela ante la indignación de la buena sociedad y el desagrado de sus superiores dando un paso al frente para defender a Pitt y sus métodos. No quería que aquel asunto desembocara en un caso de alta traición, ni tampoco tener que investigar a los York o los Danver, o a Felix Asherson, de modo que sólo podía sentirse feliz si de pronto se libraba del único hombre que le presionaba para hacerlo. Si Pitt resultaba convicto de asesinato, su silenciamiento sería más efectivo que si hubiera muerto.
El sudor de Pitt se iba enfriando y le producía escalofríos. Se sentía enfermo. ¿Qué le sucedería a Charlotte? ¡Emily la ayudaría en lo económico, gracias a Dios! Pero ¿qué decir de su desgracia y de la vergüenza pública? Los policías tienen pocos amigos, pero un policía colgado por haber matado a una prostituta no tendría ninguno en absoluto. Charlotte tendría que ver cómo todo el mundo le daba la espalda: los vecinos y los viejos amigos la repudiarían; y el mundo de la marginalidad, que tan bien o tan mal suele cuidar de sí mismo y que hubiera conseguido algo para una viuda cualquiera de un hombre ahorcado, no tendría piedad para con la familia de un policía. Y Daniel y Jemima crecerían con la sombra del patíbulo en sus corazones, deberían acostumbrarse a ocultar quiénes eran, o a tratar de defenderle a él, y sin llegar a saber nunca de verdad si… Pitt detuvo el torrente de pensamientos: eran insoportables.
—¡Vamos! —La voz le arrancó de sus preocupaciones y le devolvió al acuciante presente—. Próxima parada en Coldbath Fields, no puedes estar sentado aquí toda la noche. ¡A ver qué hacemos contigo!
Vio los fríos y acuosos ojos azules de un agente que le observaba con el tipo de aversión que la policía reserva para aquellos de su propia estirpe que han traicionado todo aquello para cuya defensa trabajan.
—¡De pie! ¡Mejor que aprendas pronto a hacer lo que se te dice!