7

Emily se quedó horrorizada al entrar en la biblioteca a requerimiento de Albert y ver a Pitt allí. Por fortuna, las circunstancias le habían dado poco tiempo para expresar su asombro o insistir en que ella abandonara la casa. Cuando Veronica recobró la conciencia, Pitt se vio obligado a guardar silencio, o más bien a no expresar más que unas breves palabras de disculpa, y a dejar sola a Emily con su señora, recostada en los cojines, con aspecto de moribunda.

Emily sintió una lástima tan intensa por ella que era como una herida, si bien se daba cuenta de que probablemente no volvería a presentársele una oportunidad mejor que aquélla, con Veronica conmocionada y desconcertada, para sonsacarle alguna palabra indiscreta acerca de lo que la había asustado tanto.

Se agachó a su lado y le tocó la mano.

—Señora, tiene usted mal aspecto —dijo con amabilidad—. ¿Qué le ha dicho ese hombre? ¡No debió permitírselo! —Miró con tanta intensidad el demacrado rostro de Veronica que ésta no pudo eludir dar una respuesta.

—Yo… creo que me he desmayado —susurró por fin.

Mentalmente Emily le pidió perdón a Pitt por la injusticia que se disponía a cometer con él. Entonces, con todos los recursos personales que era capaz de atesorar, dejó que sus ojos se inundaran de sincera compasión.

—¿La ha amenazado, señora? ¿Qué le ha dicho? ¡No tiene ningún derecho! Debería denunciarle: ¿A qué ha venido?

—No me ha amenazado… —se apresuró a decir Veronica, pero se mordió el labio, debatiéndose entre la verdad y la mentira—. No… él… en realidad se ha comportado con toda corrección. Yo… —Sus ojos se cruzaron con los de Emily y estuvo a punto de seguir hablando. El impulso de confiarse era casi palpable.

Emily contenía la respiración.

Pero el momento pasó. Veronica se volvió y resbalaron gruesas lágrimas a través de sus mejillas. Se irguió de espaldas y cerró los ojos.

Emily anhelaba rodearla con el brazo y decirle que la comprendía, que ella también sabía lo que era perder al marido de forma repentina y violenta, bajo las horribles circunstancias de un asesinato, con el conocimiento de que alguien debía sentir un odio tan intenso hacia él que sólo la muerte había podido colmarlo. Y que ella conocía igualmente esa sensación de miedo que crece día a día, miedo a la confusión, a un mundo que se hace incomprensible y se puebla de secretos, algunos de ellos abominables; y el miedo a que la verdad exceda el límite de lo que eres capaz de soportar. Y también está el miedo a que, por obra del conocimiento, tú puedas también convertirte en una víctima: y detrás de cada miedo, el temor a que hayas podido incurrir en alguna estupidez, en alguna negligencia que haya contribuido a llegarse a la situación presente, ¡una continua y creciente sensación de culpabilidad!

En cuanto a Emily, sintió asimismo el miedo de que la policía pudiera sospechar de ella. ¡De cara a los demás los motivos que hubiera podido tener debían parecerles tan evidentes!

¿Era algo así tal vez lo que ahora temía Veronica?

¿Se sentiría acosada por Pitt? ¿Era terror propio lo que había hecho que se desmayara?

¿O tenía miedo quizá por alguien a quien estaba protegiendo… por alguien como Julian Danver? Era algo muy propio de Pitt, el no tomar el camino directo, el apuntar hacia el eslabón más débil en la cadena de los hechos: no hacia el asesino mismo, sino hacia la persona que pareciera más susceptible de sucumbir a la presión.

¿O lo que asustaba a Veronica, al igual que había asustado a Emily, eran las personas de la familia de su marido que la creían en verdad culpable, o que querían que lo fuera: y no sólo por errores de discernimiento, o producto de un ocasional acto de egoísmo, sino que la creían o la querían literalmente, físicamente culpable de asesinato? ¿Aquél era el violento sentimiento que dominaba la relación entre Loretta y Veronica: que Loretta creía a su nuera culpable de haber asesinado a su hijo? ¿Estaba tomándose cumplida y lenta revancha a su modo: día tras día, estrechando el cerco poco a poco, cazando las palabras una a una hasta que tuviera la prueba completa? Aquello era una tortura mucho más sutil que la simple y llana soga del verdugo, con la diferencia además de que Loretta podía administrarla por sí misma… y observar.

¿O era a Cereza a quien temía?

¿O es que, al margen del miedo que ahora pudiera sentir, Cereza era ella, y era de sus valedores de los que tenía pavor, ahora que la red parecía cerrarse?

Cualquiera fuese la verdad, no era momento de desenmascararla. El momento en que Veronica podía haber hablado ya había pasado, y Emily sabía que sería una insensatez dejarse llevar por la curiosidad. Se sentía un poco mareada. No hubiera querido estar en la piel de Veronica. No podía evitar un sentimiento de simpatía hacia ella, incluso se sentía algo así como identificada. Pero también se sentía enojada consigo misma, por su poca habilidad de juicio. Sus emociones eran intensas, ella quería proteger a las víctimas inocentes y perseguir a los culpables de todo género, ya fueran culpables de asesinato, ya lo fueran simplemente de bajeza de sentimientos o de odio a sus semejantes; pero no era capaz de discernir quiénes eran esos culpables.

—¿No quiere que la acompañe arriba, señora? —se ofreció, tal vez con menos tacto del requerido—. Antes de que venga alguien y… —Se dio cuenta de lo mucho que se estaba comprometiendo y guardó silencio.

Pero Veronica había comprendido. Bajó las piernas del sofá y se levantó poco a poco, todavía algo mareada.

—Sí… sí, será lo mejor. —No había necesidad de pronunciar el nombre de Loretta. Todas las implicaciones estaban suspendidas en el aire, en el espacio que había entre ambas, perfectamente sobrentendidas. No había por qué pronunciarlas en voz alta.

Lentamente salieron de la biblioteca, una al lado de la otra, atravesaron el vestíbulo y subieron por la escalera.

Aquella noche Edith sufrió otro de sus «achaques» y Emily fue requerida para que preparara los vestidos para la cena tanto de Veronica como de Loretta.

—Pobre Edith. Debería verla un médico —dijo con empalagosa dulzura—. Yo podría pedirle a la señora York que me dejara avisarle. Estoy segura de que le parecería bien, ¡tiene a Edith en tanta consideración!

Fanny soltó una risita, que cortó en seco cuando se dio cuenta de que la miraba el ama de llaves.

—¡No necesitamos que nos diga lo que debemos y lo que no debemos hacer, señorita! —le espetó el ama de llaves a Emily—. ¡Nosotros avisaremos al médico si es necesario! ¡Es usted algo pródiga en dar consejos!

Emily afectó inocencia y adoptó una leve actitud de ofendida.

—Yo tan sólo deseaba ayudar, señora Crawford, como en todo lo que tenga que ver con el deber hacia la señora York. Y así evitar que tenga usted que atender nada fuera de sus competencias habituales.

—¡Atenderé lo que me plazca, señorita, y nada que sea asunto suyo!

—La chica sólo trataba de ayudar —dijo el mayordomo, conciliador—. Y a lo mejor no estaría de más que viniera el médico a ver a Edith. ¡Últimamente tiene más achaques que un viejo gotoso!

A Libby le dio un acceso de risa que casi se cae de la silla.

—Oh, tiene usted unas cosas, señor Redditch —dijo Bertha con cierta admiración.

Nora resopló. Había observado las simpatías entre Bertha y Redditch y, habiendo ella misma intentado en su momento aquel mismo acercamiento y fracasado, lo miraba ahora con desdén. En cualquier caso, toda su voluntad apuntaba más alto que un simple mayordomo… ¡así que Bertha podía quedárselo y adiós muy buenas! ¡No iba a pasarse el resto de sus días viviendo en casa ajena! Ella tendría una de su propiedad, con ropa de casa fina y una bonita vajilla, y una criada para todo.

Redditch esbozó una ligera sonrisa de autocomplacencia: sentir la admiración de alguien era algo muy agradable.

—Contrólese, Libby —dijo sentencioso—. No hay para tanto. Sí, señora Crawford, creo que Amelia debería mencionárselo a la señora York.

—Sí, Amelia —añadió Nora sorbiendo por la nariz—. ¿Por qué no lo hace?

Joan abrió la boca para decir algo, pero cambió de idea. Sin embargo, se quedó mirando a Emily y meneando la cabeza tan ligeramente que hubiera podido pensarse que era un efecto ilusorio de la luz de gas, de no ser por la expresión de advertencia de sus ojos.

—¿No ha quemado ningunas enaguas hoy? —preguntó Nora con sarcasmo.

Emily le devolvió la sonrisa.

—No, gracias. ¿Y usted? ¿No ha derramado la sopa?

—¡Yo nunca derramo la sopa! ¡Conozco mi trabajo!

—Pues solías hacerlo —dijo Albert con satisfacción. En su opinión, Nora se había situado un peldaño por encima de lo que le correspondía. Él había tratado de mostrarse amigable con ella, pero ésta se consideraba a sí misma demasiado buena para un lacayo subalterno. Le había regañado además delante de la aprendiz—. Recuerdo cuando se te cayó una patata en las piernas del embajador francés.

—¡Yo también me acuerdo muy bien de unos cuantos errores tuyos! —dijo Nora con fiereza—. ¿Quieres que los enumere?

—Haz lo que se te antoje, estoy seguro de que lo vas a hacer —dijo Albert quitándole importancia, aunque con la cara encarnada.

—¡Ya lo creo! ¿Qué me dices del día que le pisaste la cola del vestido a lady Wortley? ¡Todavía oigo rasgarse el tafetán!

Redditch decidió asumir el control.

—¡Ya está bien! —El mayordomo se irguió en la silla y los miró con severidad—. No quiero más descalificaciones ni intromisiones en el trabajo de otras personas. ¡Nora, lo que has dicho está fuera de lugar!

Nora hizo una mueca de burla a sus espaldas. Emily se levantó de la mesa.

—¡Como te dé una ráfaga de aire te quedarás así! —dijo por todo comentario, lo que delató a los demás lo que Nora había hecho—. De todas formas, es hora de que vaya arriba.

—Ya se ha pasado un poco la hora —añadió el ama de llaves—. Considerando que tiene dos damas de las que ocuparse, debería haberse ido hace un cuarto de hora.

—Yo no sabía que Edith iba a sufrir otra de sus indisposiciones —replicó Emily—. Aunque supongo que debí adivinarlo, a juzgar por lo frecuentes que son.

—¡No estoy dispuesta a tolerar sus impertinencias! —espetó el ama—. ¡Vigile esa lengua, señorita, si no quiere verse en la calle y sin una sola recomendación!

—Y en la calle sólo hay un oficio al que poder dedicarse —añadió Nora con rencor—. Todos sabemos lo que fue de Daisy. Y no creo que tú fueras mucho mejor haciendo eso. Eres demasiado flaca, y tampoco tienes buen color.

—¡Yo en cambio pienso que tú lo harías de maravilla! —le contestó Emily—. Tienes la pinta perfecta. Debes de sentirte desaprovechada, aquí… y supongo que lo estás, a fin de cuentas.

—¡Oh! —Nora se puso roja escarlata—. ¡Nunca me habían insultado de este modo! —Se levantó y abandonó irritada la habitación, dando un portazo al salir.

Albert se echó a reír entre dientes y Libby se escabulló de nuevo bajo la mesa, hundiendo la cara en el delantal. Sólo Fanny miraba horrorizada; comprendía el poder de los celos por instinto, y había visto lo bastante como para sentirse asustada ante aquello.

Emily salió de la habitación en lo más alto de su victoria, pero apenas había llegado a la puerta cuando oyó cómo se reproducían los murmullos a sus espaldas.

—¡Vaya una de cuidado! —dijo el ama con brusquedad—. ¡Tendrá que marcharse! Recordad mis palabras. Menudos aires… ¡y con esa voz que pone de señorita!

—¡Tonterías! —exclamó el mayordomo con viveza—. Tiene un poco de carácter, eso es todo. Nora lleva pavoneándose por aquí demasiado tiempo, ya era hora de que alguien le hiciera sombra. Lo que le pasa es que no está acostumbrada a que haya otra chica tan guapa como Amelia.

—¡Guapa! ¿Amelia? —El ama de llaves dio un respingo—. Delgada como un conejo raquítico, y con ese pelo tan deslustrado, y tiene la piel como un cubo de fregar. ¡Si quieres saber mi opinión, me parece que no rebosa salud!

—¡Pues al menos tiene algo más que Edith! —dijo Redditch con satisfacción.

Emily cerró la puerta sobre la exclamación ahogada de rabia de la señora Crawford, recorrió el pasillo que llevaba a la puerta tapizada de verde y subió la escalera principal.

Para cuando Emily hubo dispuesto la ropa de Veronica y entró en la habitación de Loretta, ésta ya la estaba esperando. Durante unos minutos la dama se limitó a darle instrucciones, de forma casi maquinal, hasta que al final pareció como si hubiera querido ordenar sus ideas antes de hablar:

—¿Amelia?

—¿Sí, señora? —Emily captó el cambio de tono; ahora había un matiz perentorio. ¿O es que sólo estaba nerviosa?

—¿Se encuentra indispuesta la señorita Veronica esta noche?

Emily meditó la respuesta. Si al menos supiera algo más acerca de Loretta y de la relación que había tenido con su hijo. ¿Había sido un matrimonio arreglado? ¿Había elegido Loretta a Veronica? ¿O se habían enamorado ésta y Robert, en contra de los deseos de Loretta? Tal vez había sido una de esas madres posesivas para las que ninguna mujer hubiera sido lo suficientemente buena como para casarse con su hijo.

—Sí, señora, creo que sí. —Había que tener cuidado. Si Veronica la contradecía, Emily crearía un conflicto al traicionarla ante su suegra y al mismo tiempo destruiría la confianza que ella misma necesitaba ganarse si quería enterarse de algo—. No me gusta preguntarle, por no parecer entrometida.

Loretta estaba sentada en una silla enfrente del mueble tocador. Su rostro era grave, los azules ojos dilatados. Su profundo y ondulado cabello caía en cascada y enmarcaba la perfecta piel rosa y blanca de su rostro.

—Amelia, tengo que confiar en ti. —Miró a Emily a los ojos a través del espejo—. Veronica no es muy fuerte, su salud necesita de cuidados, a veces tal vez más de lo que ella piensa. Espero que me ayudes a protegerla. Quiero que comprendas que su felicidad es muy importante para mí. No es tan sólo que haya sido la esposa de mi hijo, sino que, dado el tiempo que lleva viviendo aquí, estamos muy unidas.

Emily ponía toda su atención. Por un momento se había quedado como hipnotizada por la firme y fija mirada del espejo.

—Sí, señora —refrendó titubeante aquella mentira… ¿O no lo era? ¿Podía aquella violenta emoción existente entre las dos mujeres ser una forma de amor, de dependencia y resentimiento? ¿Cómo podía ella hallar la respuesta? Tenía que comportarse como una doncella, sin por ello perder ocasión de conocer. ¿Se habría enterado ya Loretta de la visita de Pitt? Emily sabía que no podían cogerla en mentira, de lo contrario la echarían y habría fracasado por completo—. Por supuesto yo haré todo lo que pueda —respondió con una sonrisa nerviosa—. La pobre señora parece tan… —¿Cuál era la palabra adecuada? ¿Asustada? Aterrorizada era la verdad. Pero ¿de qué? Loretta la miraba expectante—. Delicada —concluyó Emily con desesperación.

—¿A ti te lo parece? —Arqueó sus perfectas cejas—. ¿Qué te hace decir eso, Amelia?

Emily se sintió ridícula. Le parecía que no podía contestar con la verdad; sólo podía recurrir a respuestas tontas. ¿Estaban poniendo a prueba su lealtad, para ver si explicaba lo del desmayo de Veronica de aquella tarde, que Albert había presenciado y podía haber contado? No había tiempo para especulaciones. Respondió por instinto.

—Sufrió un desmayo esta tarde, señora. Se le pasó enseguida y después parecía encontrarse bien de nuevo. —Aquello podía no tener demasiada importancia. Las damas sufren desmayos; los corsés apretados, los talles estrechos no mucho más de un palmo la ponen a una muchas veces enferma.

Loretta dejó de juguetear con los alfileres en la bandeja de plata del tocador.

—¿De veras? No lo sabía. Gracias por decírmelo, Amelia. Ha hecho lo que debía. En el futuro me dirá cualquier cosa que tenga que ver con la salud de la señorita Veronica y me informará si está afligida o si la ve nerviosa, para que yo pueda dispensarle toda la atención que necesita. Está pasando por un momento muy importante en su vida. En breve va a comprometerse en matrimonio con un hombre muy distinguido. Estoy muy preocupada por todo aquello que pueda poner en peligro su felicidad. ¿Comprendes lo que quiero decir, Amelia?

—Oh, sí, señora —dijo Emily con una sonrisa forzada—. Haré todo lo que esté en mi mano por ayudar.

—Bueno. Ahora puedes peinarme, y será mejor que te apresures, porque tienes que hacérselo también a Veronica.

—Sí, señora. Se ve que Edith se encuentra mal otra vez.

Emily la miró por el espejo y vio en sus ojos una expresión adusta, que la alarmó por lo inesperada: delataban una agudeza de percepción desconcertante.

—Mañana estará mucho mejor —dijo Loretta con convicción—. Te lo prometo.

En efecto, Edith se levantó a la mañana siguiente con las gallinas, aunque estaba de un humor terrible. Fuera lo que fuera lo que le hubieran dicho, lo cierto es que culpó a Emily por ello y supuso un motivo de rencor hacia ella. Seguía a Emily a todas partes, supervisando su trabajo —en especial la plancha, que sabía que era su punto más débil—, criticando el menor error, hasta que Emily perdió la paciencia y le dijo que era una gorda, holgazana y sucia lianta, y que si pusiera aunque sólo fuera la mitad de esfuerzo en hacer su trabajo del que ponía en entrometerse en el de los demás, nadie tendría necesidad de cubrir su servicio.

Edith le vertió un cubo de agua fría por encima. La primera reacción de Emily fue la de desquitarse y sacudirle a Edith con todas sus fuerzas en su estúpida cara. Pero ello hubiera hecho que la despidieran, sin duda, y entonces no hubiera podido descubrir nada. De modo que tomó el camino opuesto y se plantó en medio de la lavandería, tiritando y goteando. Joan, que había oído gritar a Edith furiosa, apareció por la puerta y vio a Edith con el cubo vacío en la mano y a Emily en su patético estado.

Emily se preguntó qué aspecto debía tener, lo furiosa que se hubiera puesto su madre y lo absurda que era toda aquella situación, y se horrorizó ante la idea de ponerse a reír sin control. Para suavizar la ligera histeria que sentía crecer en su interior, se llevó el delantal a la cara y ahogó la risa entre sus amplios pliegues.

Joan desapareció y al cabo de dos minutos acudió el mayordomo, con la cara encarnada y las patillas erizadas.

—¡Edith! ¿Qué demonios te pasa, chiquilla? Será mejor que te quedes aquí hasta que la señora York te necesite y te pongas a planchar todas las sábanas que quedan.

—¡Ése no es mi trabajo! —protestó Edith.

—¡Cierra la boca y haz lo que te dicen! ¡Y hoy te quedas sin comer, y a lo mejor también mañana, si vuelves a decirme una impertinencia! —Se volvió hacia Emily y la rodeó con el brazo, sosteniéndola con más firmeza de lo necesario—. Vamos, quítate esa ropa mojada y ahora Mary te llevará una taza de té. No te has hecho nada, enseguida estarás bien. Vamos, vamos. Deja de llorar, o vas a enfermar de verdad.

Emily no sabía si podría; su risa se parecía demasiado al llanto como para reprimirla con facilidad. Después de la soledad pasada, del frío, de la tensión y del extrañamiento, era un alivio dejarse ir y dar rienda suelta a los sentimientos. Sentía a su alrededor el brazo de Redditch, cálido, sorprendentemente fuerte. Era agradable sentirlo y se abandonó a él, pero entonces acudió a su mente el horrible pensamiento de que Redditch pudiera malinterpretar aquel abandono. Había notado que ella parecía gustarle de verdad, y de hecho la había defendido más de una vez. ¡Sólo le faltaría eso para perder por completo el control de la situación!

Sorbió con fuerza por la nariz, se impuso a sí misma moderación, dejó caer el delantal y se irguió.

—Gracias, señor Redditch. Tiene usted razón, no ha sido más que la impresión porque el agua estaba fría. —No debía olvidar que se suponía que era una doncella. Apenas podía permitirse la menor arrogancia, ni la clase de distancia que una dama podía afectar—. Gracias. Es usted muy amable.

Él apartó el brazo de mala gana.

—¿Está segura?

—Oh, sí… sí, ¡gracias! —Se desprendió poco a poco, desviando la mirada.

¡Aquello era ridículo! ¡Estaba pensando en él como hombre, no como mayordomo! Aunque, pensándolo mejor, ¡él era un hombre! ¡Todos los hombres son hombres! ¿No sería más bien la sociedad la que era ridícula?

—Gracias, señor Redditch —repitió—. Sí, iré a cambiarme. Estoy helada, me irá muy bien una taza de té bien caliente. —Se volvió y salió disparada de la estancia en dirección al pasillo y las escaleras. Para cuando volvió a bajar a la cocina todos se habían enterado del incidente y fue recibida con miradas de asombro, murmullos y alguna que otra risita disimulada.

—¡Ignóralos! —dijo Mary en voz baja, mientras le traía una taza humeante y se sentaba junto a ella. Bajó la voz aún más hasta que se hizo casi inaudible—. ¿De verdad le has dicho todas esas cosas? ¿Cómo la llamaste?

Emily tomaba el té con cuidado, con las manos todavía temblándole.

—Le dije que era una gorda cochina perezosa —respondió en un susurro—. Pero no se lo digas a nadie: ¡La señora Crawford me echaría! Supongo que Edith lleva aquí años y que la señora Crawford ya la conoce.

—No, no tanto. —Mary se acercó un poco más—. Sólo lleva aquí dos años, y la señora Crawford tres.

—Parece como si todo el mundo fuera nuevo —dijo Emily con naturalidad—. ¿Cómo es eso? Es un buen sitio: una casa agradable, buen salario, y la señorita Veronica no es una persona difícil.

—No sé. Supongo que debe de ser por lo del asesinato. Nunca oí a nadie decir que fuera a marcharse, pero todos lo hicieron.

—Qué tontería. —Emily mantenía el tono de voz normal, pero era presa de una viva emoción. Le parecía que podía estar cerca de un descubrimiento real—. ¿Es que se pensaban que el asesino iba a matar a alguien más…? ¡Oh! —Fingió asombro y espanto, mientras giraba sobre su silla de madera para mirar a Mary—. Tú no crees que Dulcie fuera asesinada, ¿verdad?

Los ojos de Mary, azules como la porcelana de la cocina, la miraban con incredulidad. Y entonces, poco a poco, la posibilidad fue cobrando forma y Emily tuvo miedo de haber ido demasiado lejos. Una segunda criada presa de la histeria en un mismo día sería motivo suficiente para ponerla en la calle sin ninguna excusa. Ni siquiera Redditch podría salvarla. Hubiera debido morderse la lengua antes de ser tan imprudente.

—¿Quiere decir si la empujaron por la ventana? —La voz de Mary era casi inaudible. Pero estaba hecha de madera más recia que la de Edith; no caía tan fácilmente en histerismos, que solían irritar a la gente y que los hombres odiaban. Tenía además una mente bastante despierta; sabía leer y guardaba un buen montón de noveluchas bajo la almohada de su habitación del piso de arriba. Lo sabía todo acerca del crimen—. Bueno, Dulcie estaba aquí cuando el pobre señor Robert fue asesinado —dijo con un imperceptible movimiento afirmativo—. A lo mejor vio algo.

—Tú también estabas aquí, ¿no? —Emily tomó un agradecido sorbo de té—. Bueno, será mejor que tengas cuidado. ¡No hables con nadie de nada de lo que pasó entonces! ¿Viste algo?

Mary era aparentemente inconsciente de lo contradictorio de las instrucciones de Emily.

—No, yo nunca veo nada —dijo con pesar—. La gente importante no entra nunca en la cocina, y yo apenas salgo de ella. Yo entonces no era más que la fregona.

—¿Tampoco viste nunca a nadie extraño rondar por los pisos superiores? Gente que no debería estar allí…

—No, nunca.

—¿Cómo era el señor Robert? Los demás debían hablar de él.

El entrecejo de Mary se frunció pensativo.

—Pues, Dulcie decía que era muy exigente, le gustaba el orden, pero siempre educado… bueno, educado como todas las personas de su rango. Pero, por ejemplo, el señor York padre también es siempre educado, pero terriblemente desordenado. Deja las cosas por cualquier sitio y es espantosamente olvidadizo. Sé que solía salir mucho. James, que era el lacayo de entonces, siempre estaba diciendo que el señor Robert estaba fuera otra vez, pero era por el trabajo del señor Robert. Era algo muy importante en el servicio de Exteriores.

—¿Qué fue de James?

—La señora York se desprendió de él. Dijo que, como el señor Robert había muerto, ya no hacía falta. Lo echó al día siguiente, aprovechando que no sé qué lord buscaba un criado, y ella se lo ofreció.

—¿La señora Loretta?

—Oh, sí, ya lo creo. La pobre señorita Veronica no estaba en condiciones de hacer nada. Tenía una pena terrible, estaba en un estado espantoso, pobrecita. El señor Robert lo era todo para ella. Ella le adoraba. No es que la señora Loretta no estuviera afectada, claro. Blanca como un fantasma, decía Dulcie que se quedó. —Mary se inclinaba tanto que su pelo rozaba la mejilla de Emily—. Dulcie me dijo que la había oído llorar dando gritos espantosos durante la noche, pero que no se había atrevido a entrar, porque no podía hacer nada. Las personas necesitamos llorar, es algo natural.

—Por supuesto que sí. —Emily se sintió de repente como una intrusa. ¿Qué demonios estaba haciendo allí, en la casa de una desgraciada mujer, engañando a todo el mundo haciéndose pasar por una doncella? ¡No era de extrañar si Pitt estaba furioso! Seguramente él también la repudiaría.

—Vamos —interrumpió la señora Melrose sus cavilaciones—. Tómese el té, Amelia. ¡Mary tiene cosas que hacer, aunque usted no tenga! Y yo en su lugar vigilaría mi lengua, amiga mía. ¡No se pase de lista! Edith es una holgazana respondona, y esta vez usted ha salido bien librada… ¡Pero se ha buscado enemigos! Y ahora, ¡venga, bébase eso y muévase!

Era un consejo excelente y Emily le dio las gracias con dulzura y la obedeció con tal prontitud que sorprendió a ambas.

Los siguientes dos días fueron de intranquilidad. Edith alentaba un resentimiento al que no se atrevía a dar salida, pero por ello mismo era más amargo y Emily sabía que la joven no hacía sino esperar su oportunidad. El ama de llaves se sentía de algún modo derrotada y encontraba constantemente nimias faltas que criticar en Emily, lo que provocaba las reconvenciones hacia el ama hasta que todo el mundo acababa verdaderamente alterado. La lavandería se convirtió en su único santuario, desde el momento en que Edith se las había ingeniado para librarse una vez más de planchar. Se había lastimado la muñeca y la plancha era demasiado pesada para ella. La señora Crawford había conseguido sacarla de aquello, si bien no había logrado imponerse sobre Redditch en el asunto de la comida, de modo que dos deliciosas comidas habían discurrido durante sendos mediodías sin la presencia de Edith. La señora Melrose parecía haber realizado un esfuerzo especial. Como era costumbre, el servicio compartía el buen vino de la bodega familiar. Por la noche, después de la cena, bebían todos chocolate caliente y jugaban a juegos en los que Edith no participaba.

El único problema inmediato de Emily era hallar el modo de mantener a raya la amistad de Redditch sin lastimar sus sentimientos y perder su protección. Nunca había tenido que ser tan diplomática en toda su vida, y ello suponía además una fuente de tensión considerable. Buscó refugio en una atención en exceso diligente y poco natural hacia Veronica. Así es como se vio en el tocador de la dama en mitad de la tarde en el momento en que Nora anunció la visita del señor Radley, que preguntaba si la señorita Veronica desearía verle.

Emily se ruborizó. El libro que había estado leyendo en voz alta se le escapó del regazo y cayó al suelo. Todo aquello había comenzado como una aventura, pero no estaba segura de que deseara de verdad que Jack la viera como una doncella. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, en un estilo mucho menos halagador que de costumbre, y no llevaba colorete en la cara —como criada no le estaba permitido, salvo si el color era por naturaleza, claro está—, y como no salía de la casa en ningún momento, y dormía en aquella fría cama, y se levantaba tan temprano, tenía sombras bajo los ojos y estaba segura de que había adelgazado. ¡A lo mejor hasta parecía en verdad un conejo raquítico! Veronica era delgada, pero en sus magníficas ropas no parecía sino delicada, y no exangüe.

—Oh, sí, por favor —dijo Veronica con una sonrisa—. Qué amable por su parte. ¿Viene la señorita Barnaby con él?

—No, señora. ¿Hago que pase aquí? —Nora lanzó una fugaz mirada hacia Emily para insinuar que saliera.

—Sí, hazlo. Y que la señora Melrose prepare un poco de té y sándwiches, y unos pastelillos.

—Sí, señora. —Nora salió agitando las faldas en torno a la puerta antes de cerrarla. En su opinión, las doncellas no tenían por qué estar presentes durante las visitas de los caballeros. Conocer a éstos era privilegio de las camareras.

Jack entró al cabo de un momento, con una amplia sonrisa, desenvuelto y lleno de vida. Ni siquiera miró a Emily, sino que su rostro se iluminó al ver a Veronica, y ésta le ofreció la mano. Emily sintió un vivo rechazo, casi como si le hubiesen dado un golpe. Era una estupidez. Si le hubiese hablado primero a ella, lo hubiera estropeado todo, y ella se hubiera enfurecido con él. Y sin embargo se sentía dolida por el hecho de que él hubiera desempeñado su papel a la perfección. La había tratado como a una criada, no como a una mujer.

—Qué amable es usted al recibirme —dijo con calor, como si no fuera una mera convención social—. Debería haber enviado una tarjeta, pero es que he venido en un impulso. ¿Cómo se encuentra? He oído que ha sucedido en la casa un hecho desgraciado. Espero que ya haya empezado a superarlo.

Veronica le cogió la mano.

—Oh, Jack, ha sido algo espantoso. La pobre Dulcie cayó por una ventana y se precipitó contra el suelo. No comprendo cómo pudo pasar algo así. ¡Nadie vio nada!

¡Jack! Le había llamado por su nombre de pila con tanta naturalidad que por fuerza debía ser el modo en que pensaba en él, incluso después de todo el tiempo que había pasado. ¿Por qué no se había casado con él cuando se habían conocido por primera vez? ¿Por el dinero? ¿Por los padres de ella? Sin duda debían rechazar a alguien como Jack, sin expectativas. Debieron elegir en su lugar a Robert York, un hijo único que tenía ambas cosas, dinero y ambiciones. Pero ¿y ella? ¿Hubiera preferido ella a Jack? Y lo que era infinitamente más importante: ¿la hubiera preferido él a ella?

Hablaban como si Emily no estuviera allí; hubiera podido ser un cojín más de la butaca. Veronica tenía la vista levantada hacia Jack, con las mejillas encendidas, y parecía más feliz de lo que Emily la había visto nunca. La luz se reflejaba en su cabello como sobre seda negra, y tenía las pupilas dilatadas. En su rostro había algo más que belleza… Había personalidad y pasión. Emily fue presa de un torbellino de sentimientos que se le agolpaban en la garganta de tal modo que creyó por un momento que iba a ahogarse. Como Amelia, le gustaba Veronica, a la que compadecía porque se daba cuenta de que había algo que la hacía desesperadamente infeliz. Mientras permanecía sentada como una tonta observando a Jack, se le reveló con toda claridad que Veronica tenía una vieja herida interior que supuraba cada día.

¿Estaba todavía afligida por Robert? ¿O era miedo? ¿Tenía miedo porque sabía algo —o porque no lo sabía—, y su sentimiento de inseguridad lo deformaba todo?

Y al mismo tiempo Emily se sentía consumida de celos. Y los celos le devolvían la agonía de ver cómo George se encaprichaba con Sybilla, de saber que el hombre al que amaba prefería, adoraba más bien, a otra. Era un dolor como no había otro, y el hecho de que George hubiese renunciado a su aventura antes de morir no borraba de su espíritu el saber lo que era sentirse rechazada. No había pasado el tiempo suficiente para que se curara del todo la herida.

Emily no podía evitar ver a Veronica como una rival. Jack había comenzado siendo una diversión, un pasatiempo gracioso y encantador con el que entretenerse; luego se había convertido en un amigo con el que era mucho más agradable estar que con cualquier otra persona, a excepción de Charlotte. Pero ahora era ya una parte de su vida que no podía perder sin un profundo sentimiento de abandono. Ahora ahí estaba, riendo y charlando con Veronica, y Emily sin poder siquiera hablar ni luchar por obtener su atención. Era un tipo de dolor que nunca había sentido antes. En otras circunstancias hubiera pensado en lo que debía suponer ser siempre una doncella, condenada a mirar y nada más. Pero en aquel momento estaba llena de su propia ira y de su propio dolor y no tenía tiempo para nadie más.

Lo mejor sería escabullirse de allí. Las doncellas no tienen por qué quedarse en la habitación como si fueran invitados. Ni siquiera tuvo que excusarse; eso también era innecesario, una interrupción. Se limitó a levantarse y salir de puntillas. Jack ni siquiera volvió la cabeza. Desde la puerta le miró por encima del hombro, pero él seguía sonriendo a Veronica, Emily podía no haber existido.

Charlotte se asustó cuando Pitt le describió el peligro que corría Emily, pero no estaba en sus manos salvar a su hermana. Aunque Charlotte fuera a casa de los York tan a menudo como pudiera, no podría rescatar a Emily de entre las tazas de té y los canapés de pepino. El único consuelo era que no creía en realidad que Veronica fuese Cereza. Por lo que decía Pitt, no tenía temple para ser una espía.

Charlotte volvió a sacar el tema al día siguiente, con la esperanza de aliviar la desavenencia surgida entre ellos.

—Si esa mujer es una espía, ¿no deberíamos delatarla, por el bien del país?

—No, no deberíamos —dijo él con énfasis—. Yo deberé.

—¡Pero nosotras podemos ayudar! Nadie de Hanover Close querrá hablar contigo, porque eres policía, mientras que nosotras no llamamos la atención. ¡No consideran que tengamos cerebro suficiente como para que se necesite mentirnos!

Pitt rezongó y arqueó las cejas. La miró con intensidad y ella decidió ignorarle. Sería mejor dejar el tema, no fuera que le prohibiera ir a casa de los York: la verdad era que no quería tener que desobedecerle. Prefería evitar otra pelea. Posiblemente ella no iba a permitir que Emily se enfrentara a ningún peligro allí sola, pero nada de lo que pudiera decir se lo creería Pitt. Si ahora se mostraba demasiado sumisa, haría que él sospechara, así que se limitó a reanudar la cena y hablar de otro tema.

A la mañana siguiente, tan pronto Pitt salió de casa, escribió una carta a Jack Radley y mandó a Gracie a que la pusiera en el correo de las diez. Mientras planchaba las camisas de Pitt, Charlotte hacía planes.

Fue el sábado, dos días más tarde, cuando los llevó a la práctica, después de que Jack fuera a verla y le contara los pormenores de su visita a Veronica York. Emily estaba en la habitación de su rival, pero se había marchado al cabo de poco. Él había temido encontrarla pálida y con aspecto desdichado, aunque no se había atrevido más que lanzarle alguna fugaz mirada. Las noticias en torno a Emily no eran buenas, pero Charlotte se alegraba de verle a él tan preocupado por ella. Al mirar a su rostro, que por lo general no revelaba otra cosa que el encanto y el superficial placer que la sociedad esperaba, vio algo del hombre por debajo de la máscara, y lo que vio le gustó. Quizá ver a Emily en peligro era justamente lo que necesitaba, para demostrar que encerraba en su interior la profundidad de sentimientos que Charlotte deseaba para su hermana.

En consecuencia, aquella tarde salió sola de casa de Emily con el corazón alegre y cierto sentimiento de diversión, vestida con uno de los vestidos viejos de su hermana, alargado prudentemente aquí y allí, pues ella era unos centímetros más alta y más generosa de busto que Emily. Era un vestido dorado oscuro, del color del jerez añejo, que le sentaba extraordinariamente bien a su tez cálida y a las tonalidades castaño rojizas de su cabello. Escogió un sombrero adornado con pieles de color negro y unos manguitos a juego. En resumidas cuentas, en toda su vida había llevado un conjunto invernal que la favoreciera tanto.

Le había enviado una carta a Veronica y había recibido respuesta, de modo que sabía que la esperaban. Usó el carruaje de Emily, con la esperanza de que nadie se diera cuenta. Y si le preguntaban, explicaría que se lo había prestado por comodidad, pues lady Ashworth estaba fuera de la ciudad.

Veronica la esperaba en la sala de las visitas y el rostro se le iluminó de placer cuando vio aparecer a Charlotte. Se puso de pie de inmediato.

—Qué agradable volver a verla. Estoy muy contenta de que haya venido. Siéntese. Hubiera preferido que no hiciera un frío tan terrible, pero pienso de todos modos que deberíamos ir a dar un paseo en calesa, aunque sólo sea por salir de los mismos paisajes de siempre. A menos que le apetezca ver otra vez la exposición de invierno…

Charlotte vio en sus ojos la ansiedad con que esperaba una respuesta.

—No, claro que no… un paseo en calesa me parece una idea excelente —contestó con una sonrisa. No era aquello lo que había planeado, pero tal vez sirviera también, y por lo demás tenía que facilitar la amistad con Veronica. Solas juntas en un carruaje, a salvo de interrupciones, podía ser una buena situación para sonsacar alguna confidencia—. Me encantaría —dijo por añadidura.

Veronica se distendió, aflojando la rigidez de su esbelto cuerpo. Sonrió:

—Qué bien. Me gustaría que me llamaras Veronica, si me permites que te llame Elisabeth.

Por un instante Charlotte se vio sorprendida: casi había olvidado su seudónimo.

—¡Desde luego! —dijo tras un titubeo, y añadió por si Veronica pensaba que lo desaprobaba—: Eres muy amable. ¿Dónde te gusta ir?

—Pues yo… —Sus pálidas mejillas adquirieron un ligero color y Charlotte comprendió al instante; todavía no estaba preparada para entregarse a tal confianza.

—¿Por qué no nos dejamos llevar por la intuición? —sugirió Charlotte con tacto—. Seguro que nos sucede algo bonito una vez nos hayamos puesto en marcha.

Veronica se sintió aliviada.

—Qué comprensiva eres. —El mal momento había pasado sin necesidad de explicaciones, por lo que se sentía agradecida—. ¿Lo has pasado bien desde el día que fuimos a visitar la exposición?

Charlotte tuvo que improvisar sobre la marcha.

—Si quieres que te sea sincera, no he hecho nada que valga la pena contarse.

La sonrisa de Veronica expresó comprensión. Ella había sobrellevado años como viuda modelo, esposa correcta y, antes que todo eso, joven recatada en busca de un matrimonio conveniente. Tenía un conocimiento íntimo del aburrimiento.

Charlotte estaba a punto de cambiar de tema cuando entró Loretta, en cuyo rostro se dibujó una educada sorpresa.

—Buenas tardes, señorita Barnaby —dijo—. Qué amable por su parte venir a visitarnos. Espero que se encuentre usted bien, y que esté disfrutando de su estancia en Londres.

Antes de que pudiera encontrar una respuesta apropiada, Veronica le echó una mano anunciando sus planes.

—Vamos a salir de paseo en calesa.

Loretta arqueó las cejas.

—¿Con este tiempo? Pero, querida, hace un frío terrible y parece que nevará otra vez.

—El frío es tonificante —dijo Veronica—. Y me muero por tomar un poco de aire fresco.

Las comisuras de los rellenos labios de Loretta esbozaron una leve sonrisa.

—¿Vais a visitar a alguien?

Esta vez Veronica no se apresuró tanto, y sus ojos se desviaron de los de su madre política.

—Yo… pues…

—No lo hemos decidido —la interrumpió Charlotte, sin dejar de sonreír a Loretta—. Habíamos pensado dejarnos llevar a nuestro antojo.

—Perdón, ¿cómo ha dicho?

—No lo hemos decidido —repitió Veronica, cazando al vuelo la evasiva—. Cogeremos el carruaje para pasear por placer. Últimamente he salido muy poco. Estoy segura de que me sentará bien un poco de aire fresco. Me siento un poco débil.

—Pero ¿y la señorita Barnaby? —inquirió Loretta—. Ella no está débil en absoluto, más bien parece gozar de una salud robusta.

Charlotte sabía que ella no encajaba con los rostros pálidos y lánguidos tan a la moda, pero no le preocupaba.

—Me encantará dar un paseo en coche —insistió—. A lo mejor podemos ver lugares bonitos.

—Es usted demasiado amable —dijo Loretta con frialdad—. Yo pensaba que a lo mejor se os había ocurrido ir a visitar a Harriet Danver.

Las tres sabían que quería decir a Julian, pero mantuvieron la ficción.

Con el apoyo moral de Charlotte, Veronica se sentía más valiente. Esta vez aguantó la mirada de Loretta.

—No —dijo con suavidad—. Sólo hemos dicho que sería agradable dar un paseo en coche. He pensado que podría enseñarle a Elisabeth algunos de los sitios elegantes de Londres que aún no ha visto.

—¿Con este tiempo? —insistió Loretta—. No hace sol y a las cuatro habrá oscurecido. De verdad, querida, lo que dices no tiene ningún sentido práctico.

—Entonces será mejor que nos demos prisa. —Veronica no estaba dispuesta a que la disuadieran. Su carácter se estaba fortaleciendo. Charlotte lo veía en el porte de su cabeza y en la creciente rapidez de sus respuestas.

Loretta sonrió con dulzura, para acto seguido cogerlas por sorpresa:

—En ese caso iré con vosotras. Así si decides ir a ver a los Danver no estarás sola, que sería de lo más improcedente. Al fin y al cabo es sábado y el señor Danver puede que esté en casa. No deben pensar mal de nosotras.

De repente Veronica pareció presa del pánico, como si se sintiera atrapada en una red y cada gesto por liberarse no consiguiera sino atenazarla con más fuerza. Charlotte podía ver cómo le subía y bajaba el pecho en su esfuerzo por respirar, y cómo se agarraba con las manos a los lados del vestido como si fuera a tirar de la falda.

—¡Pero si Elisabeth estará conmigo! —Levantó la voz con aspereza, perdiendo casi el control—. ¡Conozco muy bien las normas! Yo…

Loretta la miraba fijamente con ojos atentos, casi amonestadores, y con una sonrisa tensa en los labios.

—Mi querida niña…

—Qué generoso de su parte. —Charlotte se arrepintió al instante de haber intervenido: hubiera sido tal vez más rentable para ella dejar que la escena se desarrollara por sí misma. Debería haber pensado más como investigadora y menos como amiga. Pero ya era demasiado tarde—. Estoy segura de que disfrutaremos de su compañía, especialmente si damos un paseo por el parque —dijo pensando en el desapacible viento que azota la hierba a campo abierto y que emite sus quejidos por entre las ramas desnudas de los húmedos árboles.

Pero Loretta no se desalentaba tan fácilmente.

—Señorita Barnaby, creo que cuando salga fuera cambiará de idea, pero si eso es lo que desea, entonces yo le esperaré en el interior del carruaje.

—¡Te vas a congelar! —dijo Veronica con desesperación.

—Soy mucho más fuerte de lo que piensas, querida —repuso Loretta sin alterar la voz.

Cuando Veronica se volvió, Charlotte se sorprendió al ver lágrimas en sus ojos. ¿De qué naturaleza era esa emoción tan intensa que había entre aquellas dos mujeres? Veronica tenía miedo. Charlotte había visto el miedo suficiente número de veces como para reconocerlo. Sin embargo Veronica no era de carácter sumiso, y ahora que Robert estaba muerto no tenía por qué atender a sus sentimientos a la hora de tratar con su madre. No tenía preocupaciones económicas y en lo que parecía menos interesada era en volver a casarse. ¿Por qué tenía tanto miedo? Todo lo que hiciera Loretta, al menos en apariencia, no podía redundar sino en su interés.

Si al menos Charlotte hubiera sabido el tipo de matrimonio que había formado, cómo había comenzado. ¿Adoraba Loretta a su único hijo y había sido demasiado exigente con su nuera? ¿Se había inmiscuido en la pareja, los había criticado o expresado abiertamente su desencanto por no tener ningún nieto? Podía haber un buen número de pasiones o de penas detrás de la emoción principal que ataba a aquellas dos mujeres.

El tenso silencio se rompió cuando la puerta se abrió y entró Piers York. Charlotte no le había visto nunca, pero le reconoció de inmediato por la descripción de Pitt: elegante, un poco cargado de hombros, cara socarrona que expresaba buen humor y autocrítica.

—¡Ah! —dijo con comedida sorpresa al ver a Charlotte.

Veronica se esforzó por sonreír: una alegría irreal, una parodia.

—Papá, ésta es la señorita Barnaby, una nueva amiga que ha tenido la bondad de venir a visitarme, íbamos a dar un corto paseo en calesa.

—Qué idea tan excelente —acordó él—. Hace bastante frío, pero será mejor que estar sentada dentro todo el día. Es un placer conocerla, señorita Barnaby.

—Encantada, señor York. —Era el tipo de hombre que le gustaba sin necesidad de reparar en ello—. Me complace que nos dé su aprobación. La señora York —miró a Loretta— temía que no pudiéramos disfrutar del paseo por el frío que hace fuera, pero yo pienso como usted, que haga el tiempo que haga siempre es bueno salir un poco, aunque sólo sea para apreciar mejor el fuego del hogar cuando uno vuelve.

—Qué jovencita tan sensible —sonrió él—. No comprendo por qué la moda admira tanto a esas jóvenes criaturas lánguidas que mienten diciendo que todo les aburre. Ellas sí que no tienen ni idea de lo tediosas que son. Compadezco al hombre que es lo bastante ingenuo como para casarse con una de ellas. ¡Eso sí que es dar gato por liebre!

—¡Piers! —exclamó Loretta con acritud—. ¡Por favor, guárdate ese lamentable lenguaje para tus reuniones en el club! Aquí no tiene lugar. Vas a ofender a la señorita Barnaby.

Él parecía sorprendido.

—Oh, lo siento. ¿La he ofendido? Le aseguro que yo sólo quería decir que uno puede tener muy poca idea acerca de la auténtica naturaleza de una persona si la juzga por el tipo de insustancialidades de sociedad que son lo único que a uno le está permitido decir antes de casarse.

Charlotte esbozó una abierta sonrisa.

—No me ha ofendido en absoluto. Sé muy bien lo que quiere decir. Y luego por supuesto, cuando uno lo descubre, ya es demasiado tarde. La señora York estaba diciéndonos que si íbamos a casa de los Danver, Veronica tenía que ir acompañada. Pero yo me complazco en asegurarles que no haremos nada que pueda dar motivo de habladurías, les doy mi palabra.

—Estoy segura de que sus intenciones son buenas, señorita Barnaby, pero eso no basta en sociedad —dijo Loretta con firmeza.

—Tonterías —le contradijo Piers—. Todo es perfectamente correcto. De todos modos, ¿quién va a enterarse? Harriet desde luego no dirá nada.

—Será igual de correcto si yo voy con vosotras —insistió ella, dando un paso hacia la puerta—. El momento es muy delicado.

—¡Por el amor de Dios, deja de preocuparte por tonterías, Loretta! —dijo él con una brusquedad inhabitual—. Llevas demasiado lejos tus cuidados hacia Veronica. Danver es un tipo de lo más decente, y nada chapado a la antigua. La señorita Barnaby es una acompañante perfecta, y ha tenido la bondad de ofrecerse ella.

—Piers, no lo entiendes. —La voz de Loretta enronqueció por la vehemencia de su emoción—. Me gustaría que aceptaras mi parecer. Hay muchas más cosas de las que tú ves.

—¿Por un paseo en calesa? —Su incredulidad estaba teñida de hastío.

Loretta había palidecido.

—Hay cosas delicadas, cosas que…

—Ah, ¿sí? ¿Cuáles, por ejemplo?

Ella estaba furiosa, pero no tenía una respuesta preparada para él.

Charlotte miró a Veronica y se preguntó si aquella breve escapada valdría los inconvenientes que aparejaría.

—Vamos, Elisabeth —dijo Veronica sin mirar a Loretta—. No tardaremos, pero será mejor que salgamos ya.

Charlotte expresó una disculpa y la siguió al pasillo. Esperó unos minutos mientras el lacayo iba a buscar la capa y los manguitos de Veronica y ésta iba a cambiarse de botas.

La puerta de la salita de invitados había quedado entreabierta.

—¡No sabes nada de esa joven! —Se oyó la voz airada de Loretta—. Es una inconveniencia y una imprudencia. ¡Es de lo más incauto!

—A mí me ha parecido muy agradable —replicó Piers—. De hecho, hasta atractiva.

—¡Santo cielo, Piers! Sólo porque tiene una cara bonita. De verdad, a veces eres muy ingenuo.

—Y tú, querida, ves complicaciones donde no las hay.

—Me anticipo a ellas, que no es lo mismo.

—Con frecuencia es exactamente la misma cosa.

La llegada de Veronica impidió que Charlotte pudiera oír más. Emily bajó también la escalera, con una capa en el brazo. A primera vista Charlotte apenas la reconoció; tenía un aspecto tan diferente con el pelo recogido bajo la cofia, vestida con un uniforme de paño azul sin polisón y con un sencillo delantal por encima. Parecía más delgada, aunque lo más probable era que fuera aquella ropa, y terriblemente pálida. Sus ojos se cruzaron tan sólo un instante, los de Emily dilatados y muy azules, y enseguida Veronica se puso la capa. Emily se la alisó por los hombros y Charlotte y Veronica salieron por la puerta principal mientras Albert la aguantaba abierta.

El vehículo era muy frío, aun con mantas sobre las rodillas, pero era divertido recorrer Londres a buen paso y ver pasar a través de las ventanillas las calles elegantes, las anchas avenidas y las plazas. En cierto punto Veronica se volvió hacia Charlotte. Sus ojos eran casi negros en el interior del coche y tenía los labios despegados, pero Charlotte sabía dónde quería ir Veronica antes de que ella lo pidiera.

—Claro que sí —se apresuró a decir.

Veronica le apretó la mano dentro de los manguitos.

—Gracias.

En casa de los Danver no se sorprendieron de su visita, y al llegar las acompañaron a la salita de los invitados. Como Charlotte había escrito a Veronica dos días antes, era posible que Veronica hubiera escrito a Julian y que por tanto las esperaran. El propio Julian Danver las recibió y saludó, cogiendo las manos de Veronica con calor durante unos segundos antes de volverse hacia Charlotte.

—Es encantador verla de nuevo, señorita Barnaby —le sonrió. Su mirada era franca y le hizo recordar a Charlotte lo mucho que le había gustado—. Seguro que recordará a mi tía, la señorita Danver. Y a mi hermana Harriet.

—Desde luego —se apresuró a decir, dirigiendo su atención en primer lugar hacia tía Adeline, cuyo fino e inteligente rostro le miraba con interés, y luego hacia Harriet. Aquella tarde parecía más pálida que la ocasión anterior; había una profunda sombra de infelicidad tras su mirada de saludo—. Espero que se encuentren ustedes bien.

—Muy bien, gracias. ¿Y usted?

Intercambiaron todas las fórmulas habituales de cortesía y se abordó por encima los educados e insustanciales temas de conversación al uso. Era el tipo de rituales que Charlotte tanto había empleado de joven y que había conseguido desechar tras su matrimonio. En realidad, con su espectacular caída en el escalafón social se le había privado de la oportunidad de cultivarlos, una pérdida por la que se sentía agradecida. Nunca se le habían dado muy bien, pues sus opiniones personales siempre acababan por abrirse paso y salir al exterior. Y nadie las apreciaba: era más bien algo impropio de una mujer hacer gala de una opinión formada, pues precisamente gran parte del encanto femenino consistía en escuchar y admirar, y en hacer tal vez una observación ocasional en favor del optimismo y el buen gusto. Naturalmente, casi siempre se aceptaba la risa de una mujer, siempre que fuera agradable y no demasiado alta, ya que jamás sería bien recibida una abierta carcajada de alguien que mostrara afinidad por lo absurdo o lo cómico. Charlotte había perdido la fineza que había cultivado durante la época en que su madre tanto se había esforzado por conseguirle un matrimonio exitoso. Ahora estaba sentada con recato en el borde de la silla, con las manos enlazadas sobre el regazo, y se limitaba a observar, y a intervenir sólo cuando las normas lo exigieran.

Veronica llevaba tanto tiempo practicando los encantos de la feminidad, que se había convertido en una segunda naturaleza en ella la capacidad para encontrar las palabras idóneas para no decir nada con absoluta cortesía. Pero al observar su rostro, que en la superficie parecía tan frágil hasta que uno se fijaba en el equilibrio de los huesos y la fuerza de la pasión en su boca, Charlotte pudo ver que tenía la mente ocupada en asuntos más preocupantes. Su sonrisa era quebradiza, y aunque ella parecía estar escuchando a la persona que hablara, sus ojos se desviaban con frecuencia hacia Julian Danver. Más de una vez Charlotte tuvo el sentimiento de que Veronica estaba insegura de la atención que le prestaba aquel hombre. Parecía una tontería preguntarse si una mujer tan adorable, con experiencia matrimonial, foco de simpatías a causa de su duelo pero nunca objeto de la compasión reservada a las solteronas como Harriet o tía Adeline, pudiera sentirse insegura de sí misma. Las intenciones de Julian Danver estaban a la vista; todas sus acciones, el modo en que se comportaba ante los demás, las hacían obvias. Ningún hombre se conduciría de aquel modo si no se hubiera prometido en matrimonio. Echarse atrás sin el más drástico de los motivos le supondría la ruina. Romper aquel tipo de promesas, una vez expresadas, no era perdonable.

Así pues, ¿por qué Veronica se retorcía los dedos sobre el regazo sin dejar de lanzar fugaces miradas, primero a Julian y luego a Charlotte? ¿Por qué se mostraba un poquitín demasiado locuaz y con un ligero, casi imperceptible, dejo en la voz cortaba a Charlotte en mitad de una observación, para acto seguido sonreírle de forma tan franca que sólo podía ser una disculpa? Charlotte pensó que entendía perfectamente el dolor de Harriet. Era muy fácil de explicar: si de verdad estaba enamorada de Felix Asherson, tanto si éste la correspondía como si no, no había nada que ella pudiera hacer al respecto, ni lo habría jamás, a menos que Sonia Asherson muriera. Pero ¿por qué iba a morir? Sonia era una mujer joven de una salud casi insultante, robusta y apacible como una vaca lechera. Llevaba camino de ser nonagenaria. Era tan ducha en las artes de la supervivencia, por no decir lo feliz que debía estar con su suerte, que parecía imposible que perdiera el juicio y le diera a Felix un motivo para divorciarse de ella, y más imposible todavía parecía que ella se divorciase de él, aun si descubría que él amaba a Harriet. Sí, el rostro demacrado de Harriet y su apagada voz no dejaban mucho margen a la imaginación, y Charlotte se entristeció por ella sin ser capaz de hacer nada. Hasta la compasión no hubiera sido sino echar sal en la herida, pues la hubiera privado del único consuelo de suponer que su pena era privada.

Charlotte al final no pudo soportar la tensión por más tiempo. Recordó que cuando los habían conducido hasta allí había visto la entrada al invernadero y se volvió hacia Julian.

—Me pareció ver un invernadero mientras cruzábamos el vestíbulo. Adoro los invernaderos. ¿Sería usted tan amable de enseñármelo? Sería como pasar en un segundo del invierno de Londres a una tierra extranjera llena de flores.

Veronica inspiró con un sonido ronco.

—Qué bien lo ha descrito. No ha hecho sino aumentar mi placer —dijo Julian—. Me encantará acompañarla. Tenemos unos lirios preciosos… por lo menos a mí me parece que son lirios. Los nombres de las flores no son mi fuerte, pero puedo enseñarle las más hermosas y las de más intenso perfume. —Se puso en pie mientras hablaba.

Charlotte se levantó también. Veronica le daba la espalda a Julian, de modo que éste no podía verle la cara. Charlotte le sonrió con franqueza, sin alterarse al recibir su furiosa mirada, llena de ira y de una amargura oscura y lacerada. Charlotte le ofreció la mano, con la palma hacia arriba a modo de invitación.

Por fin, y de forma repentina, Veronica captó su intención, se apresuró a levantarse con la cara pálida, que enseguida adquirió un encendido tono rosado.

—Oh… oh, sí —dijo violentada—. Sí.

—¿Tendrán la amabilidad de disculparnos? —preguntó Charlotte a tía Adeline y Harriet.

—Faltaría más —barbullaron—. Sí, cómo no.

La maniobra tuvo un éxito instantáneo. El invernadero era bastante grande, y había elegantes helechos y parras que lo dividían en callejones y ocultaban éstos el uno del otro, y un pequeño estanque verde con lotos impecables que Charlotte se detuvo a admirar sin necesidad de fingir placer. Julian señaló los fragantes lirios que había mencionado. Después de que todos hicieran los debidos comentarios, Charlotte pudo por fin atraer la atención de Veronica y, con una imperceptible sonrisa, dio media vuelta y retrocedió hacia el estanque de los lotos. Pasado un tiempo prudencial, salió de puntillas al vestíbulo.

No podía volver a la salita de estar o echaría a perder la estratagema. No se trataba de engañar a nadie, pero tampoco de que pensaran que había algo más de lo que era. Se sentía como una tonta en aquel vestíbulo, sin hacer nada. Se acercó a un gran cuadro que representaba un paisaje con vacas y se detuvo enfrente como si lo estudiara con suma atención. Era en verdad muy agradable, de la escuela holandesa, pero tenía la mente muy ocupada con los asuntos de Veronica y de los Danver.

Permaneció un rato con los ojos fijos en la apacible escena. Casi podía oír mentalmente las vacas rumiando y ver el pausado ritmo de sus mandíbulas. Eran unas criaturas hermosas, extrañamente angulosas pero llenas de gracia.

Se detuvo nada más cruzar de nuevo la puerta del invernadero para observar un lirio cannáceo, como si éste hubiera merecido su interés. Luego penetró con sigilo un poco más, mientras llevaba la vista de los lirios del suelo a las parras que crecían por encima de su cabeza, y viceversa. Había recorrido varios metros a lo largo de uno de los callejones y casi se había dado contra una palma plantada en un tiesto, cuando vio a Veronica y a Julian Danver enlazados en un abrazo tan apasionado que se ruborizó por haberlos visto. Aquello era una intromisión que en cualquier otra circunstancia hubiera sido imperdonable y que posiblemente no podría explicar sin comprometerse a sí misma y todo lo que esperaba llevar a buen término, y tal vez incluso sin poner a Emily en una situación de lo más delicada que podía culminar en la ruina social.

Dio un paso atrás para ocultarse con rapidez entre los nudos de una parra y casi se desmaya de horror a la primera e instintiva impresión de que aquel insidioso tacto era humano. Ahogó un grito al comprobar la verdad e hizo un esfuerzo por sobreponerse y salir del invernadero con paso resuelto, para encontrarse cara a cara con tía Adeline. Maldijo para sus adentros, pues se sentía idiota al saber que llevaba el pelo despeinado y tenía las mejillas encendidas.

—¿Se encuentra bien, señorita Barnaby? —Adeline arqueó las cejas—. Parece un poco alterada.

Charlotte respiró hondo. Sólo le servía una mentira buena de verdad.

—Qué tonta me siento —comenzó con lo que consideró una sonrisa irresistible—. Estaba intentando ver una flor situada en un sitio más alto que yo y perdí el equilibrio. Le ruego me disculpe. —Se llevó la mano a los desmadejados mechones de pelo—. Y luego me quedé enganchada en una parra. Pero no he estropeado la planta.

—Querida, pues claro que no. —Adeline esbozó una apagada sonrisa. Sus ojos parecían de terciopelo, como dos botones marrones, y Charlotte era incapaz de descifrar si aquella mujer se había creído una sola palabra de lo que ella le había dicho—. Creo que es el momento de tomar un poco de té. Iré a buscar a Julian y Veronica, ¿o prefiere ir usted?

—Yo, pues… —Charlotte dio un paso para obstaculizarle el paso—. Estoy segura de que vendrán enseguida.

La mirada de Adeline era firme y escéptica.

—Me pregunto si era una buganvilla —dijo Charlotte de improviso—. Tenía un tono cereza maravilloso. ¿No es ése el color con que dijo usted que vestía Veronica una noche?

Adeline pareció asombrada.

—No era Veronica. —Por una vez abandonó su habitual voz clara y fina, quizá su rasgo más atractivo—. Estoy perfectamente segura de ello.

—Oh, debí entenderle mal. Di por sentado que… —Sus palabras se desvanecieron; no sabía cómo acabar la frase. Había tratado de sonsacarle algo a Adeline por sorpresa, mientras evitaba que entrara en el invernadero y viera aquel inmoderado abrazo. Y no lo hacía sólo por Veronica, sino por la propia Adeline. Quizá ni ahora ni nunca la había abrazado nadie de aquel modo.

—Oh, no —dijo Adeline con un leve movimiento de la cabeza—. Su forma de caminar era muy diferente a la de Veronica. La forma de caminar de una mujer dice mucho de ella, y aquella mujer caminaba de una forma única. Había gracia en sus movimientos, cierto atrevimiento. Era una mujer que tenía poder y lo sabía… aunque creo que tenía muchos motivos para tener miedo. Si es que podía permitirse tener miedo.

—Oh —titubeó Charlotte—. Entonces… ¿quién…?

El rostro de Adeline reflejaba experiencia, dolor y ni la más ligera sombra de humor.

—No lo sé, señorita Barnaby, ni lo he preguntado. Hay muchos amores viejos, y odios viejos, de los que es mejor no hablar.

—¡Me sorprende! —Las palabras de Charlotte eran de repente directas, casi acusatorias—. Pensaba que era usted más cándida.

La recta y sensible boca de Adeline se tensó.

—La época de la inocencia ya pasó. No tiene ni idea del dolor que puede haber por debajo de ese tipo de cosas. Un pequeño esfuerzo por ignorarlas puede servir de alivio, mientras que hablar obliga a dar respuestas. —Asomó la cabeza al interior del invernadero—. Y ahora ya ha hecho la buena acción del día, señorita Barnaby, así que o va usted a buscar a Veronica o voy yo.

—Yo iré —dijo Charlotte obediente, con la mente hecha un torbellino. ¿Había sido Cereza una amante de Julian? ¿Lo sabía Veronica, o lo adivinaba al menos? ¿Era ése el fantasma contra el que luchaba, una antigua amante? ¿Era ésa la razón por la que se permitía tanta liberalidad antes siquiera de anunciarse el compromiso, y mucho menos el matrimonio?

Si era así, ¿quién y por qué había asesinado entonces a Robert York?

De nuevo la sombra de la traición. ¿Podía caber la posibilidad de que la propia Veronica estuviera tratando de atrapar al asesino de su marido? ¿Podía ser Julian el que hubiese matado a Robert, y era posible que ella lo supiera? ¿Era el pánico lo que la consumía, y lo que había entre ella y Loretta?

—¡Veronica! —dijo Charlotte en voz alta—. Dice la señorita Danver que el té se va a servir en unos minutos. ¡Veronica!