Por una vez Charlotte consiguió contener tanto su asombro como su ansiedad al oír por boca de Jack Radley la extraordinaria decisión de Emily de disfrazarse y ofrecerse como sirvienta en casa de los York. Por fortuna Jack había ido a verla a primera hora de la tarde, de forma que dispuso de todo el tiempo necesario para reponerse antes de que Pitt volviera a casa poco después de las seis. Por consiguiente él no sabía todavía nada del asunto y presumía con feliz ignorancia que Emily residía en su casa, donde la sociedad al completo, lo mismo que el propio Pitt, esperaban que estuviera.
La muerte de Dulcie, la doncella, le había causado una profunda impresión, no sólo porque le hubiera cobrado simpatía, sino por lo culpable que se sentía. Aquello no tenía sentido, se había dicho a sí mismo. La muchacha muy bien podía haber caído de la ventana de forma accidental y el caso no ser sino una de las numerosas tragedias domésticas que suceden cada año. Sin embargo, no conseguía sacudirse la aprensión que le producía pensar que si ella no le hubiera hablado acerca de la extraña mujer que había visto en la casa y de los objetos desaparecidos, y si él no hubiera sido tan poco cuidadoso de escucharla con la puerta de la biblioteca abierta, ella seguiría viva.
Al principio no le mencionó aquella muerte a Ballarat, convencido de que éste la achacaría al infortunio de los York y que descartaría cualquier tipo de relación con Pitt. Además, no quería correr el riesgo de que Ballarat le prohibiese proseguir con la investigación.
Pero cuanto más pensaba en la mujer vestida de color cereza y más se convencía Pitt de que debía rastrear su identidad antes de dar una respuesta definitiva al Foreign Office acerca de la reputación de Veronica York y de su idoneidad para casarse con un diplomático en alza, su determinación de guardar silencio flaqueó. Cuando Ballarat mandó llamarle dos días más tarde, aún no había conseguido salir del lodazal.
—Bien, Pitt, no parece haber hecho grandes progresos en el caso York —comenzó Ballarat con tono crítico. Estaba de pie junto al fuego, calentándose la parte trasera de las piernas. En el cenicero de piedra sobre su escritorio se consumía un maloliente cigarro. Junto a éste había un pequeño león de bronce que se elevaba, rampante, un palmo en el aire.
«¡Estúpido pretencioso!», pensó Pitt.
—No lo estaba haciendo tan mal hasta que mi testigo principal fue asesinada —dijo, y al instante se dio cuenta de la poca sensatez de su respuesta.
El rostro de Ballarat se ensombreció y la sangre enrojeció sus mejillas. Comenzó a balancearse ligeramente sobre los pies, con las manos a la espalda. Obstaculizaba la distribución del calor a la mayor parte de la habitación; con las botas y las perneras de los pantalones humedecidas, Pitt hubiera agradecido un poco de aquel calor.
—¿Testigo de qué, por el amor del cielo? —preguntó Ballarat con irritación—. ¿Está tratando de decirme que ha descubierto algún escándalo en torno a los York y que el hombre que hubiera podido traicionarles ha muerto?
—¡No, no digo eso! Estoy hablando de asesinato. No es asunto de la policía si todos ellos tenían amantes, eso es cosa suya. Pero Robert York murió víctima de un asesinato, y era responsabilidad nuestra esclarecerlo, cosa que no hemos hecho todavía.
—¡Por el amor de Dios, hombre! —le interrumpió Ballarat—. Eso pasó hace tres años, e hicimos lo mejor que pudimos. Un ladrón irrumpió en la casa y el pobre York le sorprendió. El malhechor debió desaparecer en los suburbios de los que salió. Puede que ahora mismo ya esté muerto él también. Su problema es que no es lo bastante hombre como para admitir un fracaso ni siquiera cuando es obvio para todos los demás. —Miraba a Pitt fijamente, desafiándole a discutir.
Pitt mordió el anzuelo.
—¿Y si fue alguien de dentro? —aventuró con temeridad—. Un amigo que se había aficionado a robar, o alguien de la casa que tenía deudas y necesitaba dinero. No sería la primera vez. ¿Y si Veronica York tenía un amante y fue éste quien mató a su marido? ¿Quiere saber más acerca de esto o, dando por sentado que se trate de Julian Danver, el Foreign Office preferirá que lo encubramos?
Una serie de expresiones se cincelaron en el rostro de Ballarat, primero del más puro espanto, luego de ira y de confusión, y por fin de miedo al comprender todas las implicaciones de la última posibilidad. Estaba pillado entre dos superiores: el Foreign Office, que había ordenado la investigación; y el Home Office, que ejercía la responsabilidad sobre la policía y la justicia. Cualquiera de los dos podía arruinarle la carrera con facilidad. Estaba furioso con Pitt como el instigador de aquel dilema.
Pitt se apercibió de aquello tan rápidamente como Ballarat y extrajo una satisfacción neta y profunda, aunque se diera cuenta de que Ballarat lo convertiría en blanco de su impotente ira.
—¡Maldito sea, Pitt! Es usted idiota, un incompetente, un entrometido, un… —Buscó la palabra adecuada pero, al no encontrarla, comenzó de nuevo—. ¡Un idiota! ¡Eso es una suposición totalmente… totalmente irresponsable, y los York, por no decir ya los Danver, le demandarán por difamación si se atreve a pronunciar una sola palabra de esto a alguien más!
—¿Renunciamos al caso? —ironizó Pitt.
—¡No sea insolente! —gritó Ballarat, pero el deber hacia el Home Office le hizo controlar su temperamento con esfuerzo—. ¿Qué concebibles fundamentos tiene para lanzar una suposición tan espantosa?
Esta vez Pitt no estaba tan preparado, y Ballarat vio aquel segundo de duda con un destello de victoria en los ojos. Su cuerpo se relajó un poco, se encontró más a gusto y reanudó el balanceo sobre la planta de sus pies. Seguía obstaculizando la distribución del calor y miró con satisfacción los húmedos pantalones de Pitt.
Pitt trató de poner orden en sus pensamientos. Tenía que buscar una respuesta irrebatible.
—No hay perista en Londres que haya visto o comerciado con ninguno de los objetos sustraídos —comenzó—. Ningún ladrón de la zona ha oído hablar de ellos ni sabe de advenedizos que hayan trabajado por allí. Nadie ha visto a nadie esconderse o huir de un asesinato.
Vio cómo el rostro de Ballarat iba de la credulidad a la incredulidad. Aquel hombre era un arribista, un buscador de favores, y hacía mucho tiempo que no se veía envuelto personalmente en la investigación de un crimen. Pero no era ni ignorante ni estúpido, y por mucho que Pitt le disgustara, que deplorara sus modos y sus valoraciones sociales, respetaba su validez profesional.
—El ladrón sabía dónde encontrar una primera edición, de la que al parecer todavía no se ha desprendido, entre el resto de libros de la biblioteca y no tocó ninguno de los objetos de plata del comedor —continuó Pitt—. He comenzado a buscar a alguien en su círculo social que haya contraído deudas. —Advirtió con satisfacción la alarma de Ballarat—. Con discreción. Y hay unas personas que han indagado para mí entre los asuntos privados de los York —añadió malicioso—. Pero la circunstancia más extraña que estaba investigando era la presencia a altas horas de la madrugada de una atractiva y furtiva mujer ataviada con un vestido de color cereza, al menos dos veces en casa de los York, antes de la muerte de Robert York, y también en casa de los Danver, igualmente a horas intempestivas y vistiendo también con un extremado tono cereza, sin que aparentemente quisiera ser vista. La doncella que me ofreció su descripción en casa de los York murió al caer desde una ventana el día siguiente de haber hablado conmigo.
Ballarat había dejado de balancearse y permanecía inmóvil, con sus pequeños y redondos ojos clavados en Pitt.
—¿Veronica York? —dijo pausadamente—. ¿No la hubiera reconocido esa doncella?
—Yo también lo pienso —aceptó Pitt—. Era su doncella personal. Pero uno ve aquello que espera ver, y sucedió en un breve instante, a la luz de una lámpara de gas, y la mujer iba vestida de forma totalmente diferente. Por la somera descripción que hizo, bien hubiera podido tratarse de Veronica: misma altura y constitución, mismo color de piel.
—¡Maldita sea! —exclamó Ballarat con furia—. ¿Y por qué no podía ser la amante de Robert York, y que la señora York no supiera nada de ella?
—Podría ser. Pero ¿qué hacía entonces en casa de los Danver?
—Está claro: ¡era la hermana de Danver!
—¿La hermana de Danver? ¿Es que tiene aspecto de eso? —Pitt enarcó las cejas—. ¿Quién se lanzaría al acoso de diplomáticos casados, primero Robert York, ahora Felix Asherson?
Ballarat frunció el entrecejo.
—¿Qué pasa con Felix Asherson? ¿Qué tiene él que ver con esto?
Pitt suspiró.
—Harriet Danver está enamorada de él. No me pregunte cómo, pero lo sé. Y creo además que es muy poco probable que sea la mujer del vestido cereza, pero si lo fuera, entonces el Foreign Office lo sabría.
—¡Maldita sea, Pitt! A lo mejor esa mujer del vestido cereza no es más que una allegada un poco tonta que gusta de ponerse modelitos y darse un paseo por ahí. Hay montones de familias que tienen un miembro del que avergonzarse, alguien que les causa molestias, pero no un verdadero perjuicio.
—Por supuesto. Podría tratarse de una loca entrañable. O también podría ser una fulana cara que prestara sus servicios a Robert York o, por qué no, a su padre —vio cómo se ensombrecía el rostro de Ballarat, pero no se detuvo—, o a Julian Danver, o a Garrard Danver. Y tal vez la caída de Dulcie Mabbutt no fuera después de todo más que un accidente doméstico curiosamente inoportuno. —Sostuvo la mirada de Ballarat—. O a lo mejor la mujer del vestido cereza era una alcahueta, o una traidora, o una chantajista, o una amante, y acosaba a Robert York antes de matarle ella misma o de que alguno de sus compinches lo hiciera.
—Santo Dios… ¿está diciendo que el joven Danver iba detrás de ella? —explotó Ballarat.
—No. —Por una vez Pitt pudo contestar negativamente con sinceridad—. No veo la necesidad. ¿No está también él en el Foreign Office?
—¿Otro traidor? —Ballarat apretó las mandíbulas. Su cigarro seguía deshaciéndose en pequeños anillos de ceniza.
—¿Por qué no?
—¡Está bien! ¡Está bien! —La voz de Ballarat subió en intensidad—. ¡Averigüe quién era esa mujer! Puede estar en juego la seguridad del Imperio. Pero si quiere conservar su empleo, Pitt, sea discreto. Si comete una torpeza no podré protegerle, y no lo haré. ¿Me ha entendido?
—Sí, gracias, señor —dijo Pitt con sarcasmo. Era la primera vez en años que lo llamaba «señor»; siempre se las había arreglado para evitarlo sin caer en una abierta rudeza.
—De nada, Pitt —replicó él mostrando los dientes—. ¡De nada!
Pitt salió de la comisaría de Bow Street y se introdujo en la espesa niebla con un sentimiento de arrojo y determinación. Siempre podía contar con Charlotte, en cuyo criterio podía confiar. Tenía que admitir que se alegraba de que ella hubiese aceptado amañar una invitación con los York y los Danver. Al menos podía darle así una opinión informada acerca del temperamento de Veronica York, y de si ésta había quedado destrozada por la muerte de su marido o si por el contrario se había visto liberada por ella para casarse con Julian Danver. Si esto último era cierto, aquella mujer tenía entonces un control notable para haber esperado tres años enteros y haberse comportado durante todo el tiempo con un aparente decoro tan perfecto. ¿O es que Julian había insistido en ello, con vistas a preservar su carrera? En cualquier caso, era admirable que no se hubiera producido en todo aquel tiempo ninguna indiscreción, ningún paso en falso. Especialmente si era Veronica la mujer que con tanto efecto se había vestido para sus citas con aquellos tonos cereza.
O quizá todavía lo hacía, lo que había hecho la espera más llevadera.
La niebla era tan espesa en el Strand que no podía ver lo que había al otro lado de la calle. Pendía estancada, en su densidad gris amarillenta, alimentada por los vapores de millares de chimeneas humeantes, mientras la inmundicia suspendida en sus diminutas gotas se elevaba desde los amplios recodos del río, que serpenteaba entre los suburbios, más allá de Chelsea, las casas del Parlamento, el Embarcadero, Wapping y Limehouse y descendía hacia el Pool of London, Greenwich, el Arsenal y, finalmente, el estuario.
Si Cereza, quienquiera que fuese, se había vestido de forma tan llamativa como decía Dulcie, era seguro que no lo había hecho para revolotear por las escaleras de la casa en plena noche. Había salido y lo había hecho en público. Sería un disfraz, un alter ego de alguna mujer conocida en sociedad; o bien se trataría de una cortesana con la que ni los York ni los Danver deseaban ser vistos por sus amigos. Pero ¿dónde se encontraba con sus amantes?
Pitt estaba parado en la acera, mientras los carruajes, calesas y carretas pasaban junto a él con lentitud en medio de la niebla amarillenta, surgiendo de pronto y desapareciendo, engullidas, tras verse apenas la oscura silueta de los caballos y escucharse un sonido apagado. La calle estaba viscosa y más salpicada de excrementos que de costumbre. Hacía la clase de mal tiempo en que los barrenderos son atropellados en los cruces. Había un barrendero en Piccadilly al que le faltaba un miembro que lo había perdido de este modo.
Pitt sabía que había hoteles, restaurantes y teatros donde mantener aquel tipo de encuentros, lugares en que si un caballero se encontraba con un conocido, ambos hombres tendrían el tacto suficiente como para disimular el encuentro y no hablar de él. Aquellos lugares estaban distribuidos en el perímetro del Londres elegante, en Haymarket, Leicester Square, Piccadilly. Sabía dónde encontrarlos y a qué confidentes y porteros preguntar.
—¡Cochero! —gritó en la calle, aguantando el aliento para que la niebla no le ahogara y le hiciera toser—. ¡Cochero!
Una calesa disminuyó el paso y se detuvo, con los arreos goteando, la cabeza del caballo gacha, la voz del conductor incorpórea en la penumbra.
—Haymarket —ordenó Pitt, y montó.
Fue antes del día siguiente, con la niebla todavía asida férreamente a la ciudad, acre a la garganta, penetrante a la nariz, cuando obtuvo su primer éxito. Estaba en un hotel privado un poco metido en Jermyn Street, junto a Piccadilly. El portero era un bigotudo exsoldado, con ideas liberales sobre moralidad y una herida de la segunda guerra ashanti que le impedía desarrollar todo trabajo físico. Era además analfabeto, lo que le excluía de cualquier trabajo de oficina. Era lo bastante tratable como para responder, previo pago, a las preguntas de Pitt. Ballarat había sido de muy poca ayuda en lo referente a aporte de información o de influencia, pero sí le había dado a Pitt todo el soporte financiero que había podido.
—Eso que me cuenta es de hace bastante tiempo, jefe —dijo el portero con desenfado—. Pero claro que la recuerdo. Era muy guapa, y siempre llevaba vestidos de colores llamativos. A la mayoría les parecía perversa, pero desprendía algo maravilloso. Tenía el pelo negro y los ojos oscuros, y era elegante como un cisne. Bastante alta para ser mujer, no es que tuviera un tipo imponente, pero tenía algo.
—¿Qué era eso que tenía? —dijo Pitt con curiosidad. Quería saber en qué estaba pensando aquel tipo, en qué se basaba para valorarla, pues aun con su limitado vocabulario, su opinión tendría un gran valor. Conocía a las mujeres de la calle, las veía todas las noches, y también a sus clientes. Podía verlas trabajar sin llegar a formar parte de su ambiente. Así que no habría muchas que le impresionaran.
El tipo torció el gesto mientras se lo pensaba.
—Clase —dijo al fin—. Era una mujer con clase. No actuaba como una de ésas, nunca se la veía nerviosa. Siempre eran ellos los que le iban detrás. No decía palabrotas. —Sacudió la cabeza—. Pero había algo más. Era… era como si lo hiciera por divertirse. Sí, eso es… ¡se divertía! No es que se riera, nunca se reía en voz alta, tenía demasiada clase como para eso. Pero era como si por dentro se riera.
—¿Habló con ella alguna vez? —insistió Pitt.
—¿Yo? —Pareció sorprendido—. No, nunca. No hablaba mucho, y siempre lo hacía en voz baja. Yo sólo la vi, tal vez… ehm… cinco o seis veces.
—¿Puede recordar quién la acompañaba?
—Tipos diferentes cada vez. Elegantes… le gustaban los tipos elegantes de verdad, no el primer pringado. Y con dinero, claro, pero eso todos tienen. Nadie que no tenga dinero viene aquí. —Soltó una breve risita.
—¿Podría describir a alguno de ellos?
—No tanto como para que usted los reconociera… —Sonrió.
—Inténtelo —le instó Pitt.
—Usted no tiene tanto dinero como para pagarme ese servicio, jefe. ¿Acaso podría proporcionarme otro trabajo, cuando ellos me echen de éste y me difamen?
Pitt suspiró. Antes de comenzar ya sabía que describir a aquella mujer era una cosa muy diferente de ser indiscreto con respecto a sus clientes. Los clientes tienen dinero, posición, esperan discreción y a buen seguro compran ésta a un generoso precio. Si vendía los secretos de uno, perdería la confianza de todos.
—De acuerdo —concedió—. Hable en términos generales. Dígame si eran jóvenes o viejos, morenos, rubios o canosos, si eran altos o bajos, cuál era su constitución física.
—¿Va a registrar todo Londres, jefe?
—Puedo eliminar a unos cuantos.
El portero se encogió de hombros.
—Como quiera. Bueno, de los que me acuerdo eran más bien mayores, de más de cuarenta años. No creo que fuera con ellos por el dinero. No sé por qué, pero tengo el sentimiento de que podía permitirse el lujo de buscar y escoger.
—¿Tenían el pelo cano?
—Ninguno que yo recuerde. Ni tampoco eran fornidos… todos eran más bien delgados. —Se acercó un poco a Pitt—. Mire, jefe, tampoco estoy seguro, podía haber sido siempre el mismo señorito. ¡No me pagan por fijarme en sus caras! Vienen aquí buscando discreción… ¡por eso me pagan! Como ya le he dicho, ella podía permitirse escoger. Siempre me dio la impresión de que lo hacía por divertirse.
—¿Siempre iba vestida con el mismo color?
—Sí, con diferentes tonos. Era como su… marca de distinción. Pero de todas formas, ¿por qué está tan interesado en saber de ella? No la he visto por aquí desde hace… dos o tres años.
—¿Cuánto exactamente? ¿Dos o tres?
—Bueno, para ser más exacto, jefe, yo diría tres.
—¿Y no la ha visto ni ha oído hablar de ella desde entonces?
—Ahora que lo pienso, no. —Su rostro se relajó en una sonrisa—. A lo mejor hizo un buen casamiento. A veces lo consiguen. Puede que en estos momentos sea duquesa y esté sentada en una gran casa, dando órdenes a tipos como usted y como yo.
Pitt hizo una mueca. Aquella posibilidad no era muy creíble y los dos lo sabían. Era mucho más probable que hubiera perdido sus encantos a consecuencia de una enfermedad, o de una agresión, en una pelea con otra prostituta o con un chulo que se hubiera sentido burlado, o con un amante cuyas solicitudes se hubiesen hecho demasiado perversas o posesivas; o puede que simplemente hubiese bajado de categoría y hubiese caído de un hotel como aquél a un simple burdel. Pitt no mencionó la posibilidad de la traición o el asesinato. Ello hubiera complicado la cuestión sin necesidad.
El portero le miró con atención.
—¿Por qué la busca, jefe? ¿Le está haciendo chantaje a alguien?
—Es una posibilidad —concedió Pitt. Sacó una de sus tarjetas y se la dio—. Si vuelve a verla, dígamelo. Comisaría de Bow Street. No tiene más que decir que ha vuelto a ver a Cereza.
—¿Ése es su nombre? ¿Valdrá la pena para mí?
—Valdrá la pena, y aún vale más contar con mi buena voluntad, que es mucho mejor que contar con mi mala voluntad, créame.
—¡No puede hacerme nada sólo porque no haya visto a alguien! ¡No puedo verla si no viene aquí! Y no querrá que le diga una mentira, ¿no?
Pitt no se tomó la molestia de contestar.
—¿Qué teatros y music halls frecuentan sus clientes?
—¡Por Cristo!
Pitt esperó.
El tipo se mordió el labio.
—Bueno, si busca a esa Cereza, oí decir que iba por la zona del Lyceum, y supongo que se trabajaría los music halls, pero no me pregunte cuáles, porque no lo sé.
Pitt arqueó las cejas.
—¿El Lyceum? Una mujer con valor si ejercía su negocio allí.
—Ya se lo he dicho, tenía clase.
—Sí, ya me lo había dicho. Gracias.
El hombre se dio unos golpecitos en el sombrero con algo de sorna.
—¡Gracias a usted, jefe!
Pitt le dejó y volvió a salir a la calle. La niebla le arropaba como una fría muselina húmeda que se le pegaba a la piel.
De modo que Cereza tenía estilo además de valor. ¡Sin duda no se trataba de que Veronica York se hubiera liado con Julian Danver! Si era Veronica, entonces llevaba una doble vida de un género que escandalizaba al Foreign Office hasta lo más profundo de su alma colectiva. Para un diplomático, tener una mujer que ejerciera la prostitución, fuera por el precio que fuera y tuviera el grado de exigencia en su elección que tuviera, era algo de todo punto imposible. Sería expulsado al instante, y su vida quedaría arruinada.
Ni tampoco podía tratarse de que Harriet Danver tuviera un amorío con Felix Asherson, aunque esta posibilidad ni siquiera se la había planteado en serio. Charlotte había dicho que Harriet estaba enamorada, pero que ignoraba si Asherson había correspondido a sus sentimientos. En cualquier caso, la respuesta no ofrecería una explicación a qué hacía Cereza en casa de los York.
No, más bien parecía lo que había pensado en un principio, una mujer que usaba su belleza y distinción para atrapar y luego chantajear a sus amantes del Foreign Office a cambio de secretos de su trabajo. Robert York se había negado, ya fuera de inmediato o pasado algún tiempo, y como resultado, o bien ella misma o quizá sus cómplices habían tenido que matarle para evitar que les desenmascarara.
Estaba oscureciendo y la niebla comenzaba a sentirse gélida, mientras el aire se llenaba de diminutos cristales de hielo que le producían escalofríos al colársele entre los pliegues de la bufanda y entrar en contacto con la piel. Se puso a caminar con energía en dirección al norte, por Regent Street, hasta doblar a la izquierda hacia Oxford Circus. Allí había más gente a la que podía interrogar: prostitutas de lujo que conocían el mercado y podrían decirle algo más acerca de Cereza, dónde solía ejercer su ocupación, qué tipo de clientes escogía, si sólo se iba con hombres de los que podía sacar un beneficio, y si era una auténtica amenaza para las demás al entrometerse en el negocio.
Una hora más tarde, después de algún que otro argumento persuasivo y del intercambio de un poco más de dinero, se hallaba sentado en una pequeña habitación sofocante de calor y atiborrada de muebles junto a New Bond Street. La mujer que ocupaba frente a él la silla de color rosa había pasado de largo sus mejores años. El pecho le asomaba por encima del ajustado corsé y la carne suelta visible bajo el mentón había perdido toda su elasticidad, aunque seguía siendo más bella de lo que muchas mujeres serían jamás. Se comportaba con gran soltura, fruto de los muchos años de haberse sentido deseada, aunque la brillante amargura de sus ojos reflejaba el conocimiento subyacente de no haber sido amada. Cogió un fruto confitado de una cajita forrada de tela.
—¿Y bien? —dijo con circunspección—. ¿Qué se te ofrece, cielo? No es mi estilo contar historias.
—No quiero que me cuente ninguna historia. —Pitt no perdió el tiempo ni la ofendió con falsas adulaciones—. Busco a una mujer que casi seguro se dedicó al chantaje. Eso es malo para su negocio, a ustedes no les conviene ese tipo de colegas.
Ella hizo una mueca y cogió otra golosina, mordisqueándola por los lados antes de metérsela entera en la boca. Si hubiera nacido en otro tipo de ambiente que la hubiera llevado a vestir de otro modo, a pintarse menos, que hubiese eliminado la dureza de la lucha por la supervivencia en sus ojos y los pequeños surcos que se le formaban ahora con claridad en las comisuras de los labios, podría haber sido una de las grandes bellezas de su generación. Este pensamiento cruzó por la mente de Pitt teñido de ironía y tristeza al verla comer.
—Adelante —le instó ella—. No necesito decirle a qué me dedico. Si yo no fuera la mejor, no estaría usted aquí pidiéndome mis favores. No necesito su dinero. Gano en un día más de lo que usted gana en un mes.
Pitt no se molestó en contestarle que los peligros de su profesión eran mayores y el tiempo de ejercicio más corto. Ella ya lo sabía.
—Una mujer que llevaba siempre algo de color tirando a cereza, un poco más oscuro, un poco más claro, algo entre color ciruela y magenta, siempre llevaba un vestido de ese tono. Era alta y esbelta, no muy entrada en carnes, pero tenía mucho estilo, los ojos oscuros y el pelo negro. ¿La ha visto alguna vez, o ha oído mencionarla a alguna de sus chicas?
—No suena como si tuviera mucho que ofrecer. ¿Delgada? ¿Con el pelo negro?
—Oh, pero tenía algo —dijo Pitt con firmeza y, a pesar de sí mismo, a su mente acudió el rostro de Veronica York, con sus pronunciados pómulos y sus ojos obsesivos. ¿Podía ser ella Cereza, y haber matado a Robert al descubrirla él? Miró a la exuberante y femenina mujer que tenía sentada enfrente, en la silla rosa, con su reluciente cabello que parecía pintado por un Tiziano y su piel con la textura de una flor de manzano—. Tenía pasión, y estilo —concluyó.
La mujer abrió los ojos con exageración.
—La conoce usted muy bien, ¿eh?
Pitt sonrió.
—Nunca la he visto. Ésa es la impresión que ha causado en otras personas.
Ella soltó una risita, en parte de burla, en parte por genuino sentido del humor.
—Vaya, ¡pues si hacía chantaje a la gente estaba loca! Ésa es una forma segura de acabar con el negocio. A largo plazo es un suicidio. No he oído hablar de ella. Lo siento, cielo.
Pitt no sabía si alegrarse o decepcionarse. Tenía que encontrar a Cereza, pero no quería que fuera Veronica York.
—¿Está segura? —dijo él—. Es posible que haga tres años.
—¡Tres años! ¿Por qué no lo ha dicho antes? —Alcanzó otra porción de fruta y la mordió. Tenía unos dientes muy bonitos, blancos y parejos—. ¡Pensaba que hablaba de ahora! Había una como la que usted dice hace unos tres o cuatro años. Vestía siempre de un color horrible, pero ella sabía llevarlo. El pelo y los ojos negros, lisa como un tablón, necesitaba kilos de crin de caballo para hacerse rellenos. Pero tenía fuego, ese tipo de fuego que sale de dentro, que no lo puedes guardar en un pote ni verter en una copa. Ni todo el champán de Londres hubiera podido apagarlo. Estaba siempre radiante como si disfrutara de cada minuto, como si consumiera su vida, como si adorase vivir al borde del peligro. Mire, era una belleza de verdad, no una de esas que van pintadas y empolvadas. Era de las que te destrozan el corazón.
Pitt se sintió de pronto sofocado en aquella recargada habitación, pero al mismo tiempo sentía frialdad.
—Siga hablándome de ella —dijo con tranquilidad—. ¿La veía o solía oír hablar de ella a menudo? ¿Dónde? ¿Con quién iba? ¿Tiene idea de lo que pudo sucederle?
La mujer dudó unos instantes. Había cautela en sus ojos.
—Seré muy desagradable si me fuerza a ello —dijo Pitt sin alterarse—. Estamos hablando de asesinato. Estoy dispuesto a poner este local patas arriba y armar tal escándalo que ninguno de sus clientes se atreverá a volver.
—¡Está bien! —espetó ella con enojo. Pero no había violencia en su actitud, pues ello hubiera requerido un elemento sorpresa, y conocía los peligros desde hacía demasiado tiempo y los había presentido demasiado a menudo como para sorprenderse por nada—. ¡Está bien! Hace tres años que no la veo ni oigo hablar de ella, y sólo lo había hecho unas pocas veces. No venía con regularidad. La verdad es que, si de algo vale mi opinión, no creo siquiera que fuera una profesional, por eso nunca me preocupé de averiguar más cosas de ella. No era una rival. No actuaba como las demás, se limitaba a pasearse por ahí, a dejarse ver y a buscarse uno o dos contactos. Al fin y al cabo para nosotras era beneficiosa, porque llamaba la atención, estimulaba los apetitos y luego se iba. Más para nosotras.
—¿La vio con alguien a quien recuerde? Es importante.
Se quedó pensativa unos momentos y Pitt no la instigó.
—Una vez la vi con un señorito elegante de los de verdad, de muy buena planta. Una de las chicas dijo que ya la había visto antes con él, porque ella también había querido llevárselo, pero él no tenía ojos más que para Cereza y nadie más.
—¿Oyó alguna vez su nombre?
—No.
—¿Algo sobre ella?
—No. Nada aparte de lo que le he dicho.
—Muy bien, usted conoce el ambiente y el negocio. Trate de suponer. ¿Qué clase de mujer era? ¿Qué le sucedió?
La mujer se echó a reír de forma abrupta, hasta que la amargura se suavizó en un sentimiento de lástima, por ella misma y por las que compartían su suerte, aunque fuera de forma tangencial.
—No lo sé —dijo—. Puede estar muerta, qué sé yo, o haber caído en desgracia. La vida en este negocio puede ser breve. ¿Cómo demonios voy a saber yo lo que le pasó?, pobre zorra.
—Era diferente, usted lo ha dicho, y también otros que la conocieron. ¿De dónde diría usted que procedía? Vamos, Alice, necesito saber más, y usted es la mejor oportunidad que tengo.
Ella suspiró.
—Yo diría que era una bien nacida que le gustaba visitar los bajos fondos, Dios sabrá por qué. A lo mejor tenía bajas inclinaciones. A algunas les pasa. Pero por qué una mujer que tiene un techo que la cubra y la comida asegurada para el resto de su vida querría correr esos riesgos es algo que se me escapa. Claro que supongo que la locura también puede afectar a la gente bien, lo mismo que al resto de nosotros. Bien, pues esto es todo, no tengo nada que añadir a lo que ya he dicho. Usted tendrá sus ocupaciones y yo tengo cosas que hacer. Ya he sido más que amable… espero que no lo olvide.
Pitt se puso en pie.
—No lo haré —prometió—. Por lo que a mí respecta, usted regenta una casa de huéspedes. Buenos días.
Pasó dos días más yendo de un sitio a otro, visitando las guaridas de las mujerzuelas, los teatros y restaurantes en que solían ejercer su oficio, y oyó menciones ocasionales de Cereza o de alguien que podía ser ella o no serlo, pero nadie le dijo nada que añadiera algo nuevo a lo que ya sabía. Ninguna de aquellas mujeres recordaba quién solía acompañarla, si la habían visto con varios hombres o con unos pocos, si bien era seguro que todas la habían visto con más de uno. Nadie sabía su nombre ni de dónde venía. Era bien aceptada porque aparecía muy de vez en cuando y no les robaba muchos clientes.
Aquél era un mundo duro y estaban hechas a la idea de la competencia. Si un hombre prefería a una mujer antes que a otra, no había nada que hacer salvo en casos muy extremos. Por lo general era mucho mejor encajar la derrota con deportividad, en lugar de montar escenas que violentaran a la clientela.
Era imposible decir si alguno de los hombres que la habían acompañado era Robert York. Cereza solía frecuentar lugares donde era verosímil haberle encontrado a él, pero lo mismo podía decirse de media sociedad londinense, al menos de la masculina. Las descripciones de sus acompañantes podían corresponder en general con él, o con Julian Danver, o con Garrard Danver, y hasta con Felix Asherson, pero también con cualquier otro hombre de posición distinguida y con dinero.
Al atardecer del segundo día, un poco después de las seis, cuando la niebla por fin se levantaba y se demoraba tan sólo en los rincones más oscuros, Pitt tomó una calesa en dirección a Hanover Close, no para ir esta vez a casa de los York, sino un poco más lejos, adonde vivía Felix Asherson. Pitt había decidido ir a su casa con el fin de hacerse una idea más completa de aquel hombre y formarse un juicio a partir de sus circunstancias y posiblemente de su carácter. Fuera de la atmósfera convencional y más bien intimidatoria del Foreign Office tal vez estuviera más dispuesto a bajar la guardia. En su propia casa podría sentirse a salvo y podía garantizarse que no les interrumpiría ninguno de sus colegas, si alguno de ellos sospechaba que podía estar facilitando alguna revelación a la policía. Además, viendo su casa Pitt podía formarse una idea más precisa de su situación económica. Seguía existiendo la posibilidad de que Robert York hubiera sorprendido a un amigo robando en su casa y que al reconocerlo hubiera provocado su propio asesinato. Pitt no había descartado esta posibilidad.
Llamó a la puerta principal y esperó hasta que abrió un lacayo.
—¿Sí, señor?
Pitt sacó una tarjeta.
—Thomas Pitt. Necesito hablar con el señor Asherson de un asunto de cierta importancia, si no está ocupado. Es en relación con uno de sus colegas del Foreign Office. —Aquello era literalmente cierto, aunque no exactamente la verdad.
—Sí, señor. Si tiene la bondad de pasar, informaré al señor Asherson de que usted está aquí. —Miró a Pitt con recelo. No llevaba puestas las botas nuevas, pues eran demasiado buenas para las caminatas que había dado últimamente, y no había querido gastarlas tan pronto. La chaqueta que llevaba era utilizable y nada más; sólo el sombrero era de buena calidad. Así que no alcanzaba la categoría de visitante apropiado para la biblioteca; la salita de espera era lo que le correspondía—. Si tiene la bondad de acompañarme, señor.
El fuego, consumido, se había hecho rescoldo, pero la estancia seguía caldeada, al menos comparada con la calesa que Pitt acababa de dejar. Era una habitación bastante acogedora, modesta en comparación con la de los York, pero con un mobiliario agradable y con un cuadro bueno como mínimo en la pared. Si Asherson hubiera ido mal de dinero, hubiera podido venderlo por bastante como para haber mantenido a una criada durante varios años. De sobra para una deuda.
La puerta se abrió y entró Asherson, con sus oscuras cejas fruncidas. Era un rostro bello, aunque demasiado volátil. Había en él una cierta inseguridad. Pitt no hubiera querido tener que confiar en aquel hombre en una crisis.
—Buenas tardes, señor Asherson —dijo con amabilidad—. Siento molestarle en su casa, pero se trata de un asunto delicado, por lo que pensé que sería más discreto venir a verle aquí que en el Foreign Office.
—¡Vaya por Dios! —Asherson cerró la puerta con brusquedad—. ¿Sigue usted huroneando en torno al asesino del pobre York? Ya le dije que no sabía nada que pudiera ser remotamente útil. Y sigo sin saber nada.
—Estoy seguro de que conscientemente no sabe nada —aceptó Pitt.
—¿Qué quiere decir? —Asherson parecía fastidiado—. Yo no estaba allí aquella noche, y nadie me ha dicho nada.
—Ahora sé más cosas de las que sabía la primera vez que hablé con usted, señor —dijo Pitt, escrutando su rostro. Las lámparas de gas arrojaban sombras en la habitación que exageraban su expresión, mientras un destello amarillo resaltaba los volúmenes de sus mejillas y su nariz y creaba una zona de oscuridad que la luz del sol hubiera eliminado—. Hay una mujer que parece haber desempeñado cierto papel en todo este asunto.
Asherson abrió más los ojos.
—¿En la muerte de York? ¿No me estará diciendo que fue una ladrona? No sabía que existiesen. —En su rostro no se leía más que sorpresa.
—El robo pudo haber sido incidental, señor Asherson. Es posible que hasta el asesinato lo fuera. Puede que lo importante fuese la traición.
Asherson se quedó completamente inmóvil. Era una quietud antinatural, un silencio que duraba demasiado. Pitt podía oír el susurro del gas en las lámparas de la pared y el ligero crepitar del carbón apilado en el hogar.
—¿Traición? —dijo Asherson al fin.
Pitt no sabía hasta qué punto era conveniente revelar la verdad. Decidió eludir una respuesta.
—¿En qué trabajaba Robert York antes de ser asesinado? —preguntó.
Asherson dudó de nuevo. Si decía que no lo sabía, Pitt hubiera tenido que creerle.
—En temas de África —contestó por fin—. En el, eh… —Se mordió ligeramente el labio inferior—. En el reparto de África entre Alemania y Gran Bretaña. O quizá sería más acertado llamarlo la división de las esferas de influencia.
Pitt sonrió.
—Comprendo. ¿Un asunto confidencial? ¿Secreto?
—¡Muy secreto! —Hubo una sombra de humor en su alarma, tal vez a expensas de la ignorancia de Pitt—. Santo cielo, si todos los términos de un tratado que fuéramos a aceptar los conocieran los alemanes de antemano, sería la ruina de nuestra posición en las negociaciones, pero peor que eso, mucho peor, sería la impresión que causaría una cosa así en el resto del mundo, particularmente en Francia. Si los franceses fueran a hacer públicas nuestras deliberaciones, el resto de Europa se negaría a incluirnos en el acuerdo.
—Negociaciones que ya duran tres años —insistió Pitt sin dejar de escrutar el rostro de Asherson.
—Oh sí, no hay que cometer imprudencias. Estas cosas no se consiguen en unos pocos meses, ¿sabe?
En su rostro se vio cierta vacilación, una sombra de duda… ¿O era de astucia? En algún lado había escondida una mentira, un engaño en las implicaciones de lo dicho, si no en las palabras pronunciadas.
Pitt hizo una suposición, que sonó más a afirmación que a pregunta, como si ya lo supiera:
—Y parte de esa información ha sido filtrada. Esas negociaciones no han estado exentas de dificultades.
—En efecto —dijo Asherson pausadamente—. Tan sólo algunos cabos sueltos… pero que podrían convertirse en conjeturas si llegaban a atarse. No son tontos.
Pitt se daba cuenta de lo que estaba haciendo Asherson: estaba abriendo vías de escape… Pero ¿para quién? Robert York estaba muerto. ¿Estaba Asherson utilizándole como señuelo para alguien que todavía estaba vivo? ¿Cereza? ¿Veronica? ¿Uno de los Danver?
—¿Cuál era la última instancia al pasar por la cual esa información pudo haber sido sustraída y facilitada a los alemanes? —preguntó Pitt—. Presumo que podemos estar seguros de que no fue entregada a los franceses…
—Oh… —Asherson estaba confundido—. Sí, desde luego no fue entregada a los franceses sino a los alemanes, pero yo no lo sé. Es imposible asegurarlo. Esa clase de información puede no utilizarse durante algún tiempo después de haberse recibido.
Aquello era cierto, pero a Pitt le seguía sonando a evasiva. ¿Se comportaba Asherson de aquel modo por el recelo natural de confiarse a un extraño ajeno a su departamento, o era que seguía protegiendo a alguien?
Pitt trató de abordarle desde otro punto de vista.
—¿Ha supuesto todo ello dificultades serias para sus negociaciones?
—No —concedió Asherson con rapidez—. Como le decía, pudo deberse al talento natural de los alemanes. No fueron los franceses, de eso estamos seguros.
—Pero entonces cuesta creer que valiera la pena asesinar por ello.
—¿Cómo dice?
—No valía la pena asesinar para encubrirlo —repitió Pitt con cautela.
Asherson no dijo nada. Apretó los labios y giró la cabeza mirando a través de la estancia iluminada por las lámparas de gas. Pitt esperó.
—No —dijo Asherson por fin—. Creo que está usted en un error. Fue un robo lo que constituyó la equivocación.
Pitt sacudió la cabeza.
—No, señor Asherson, eso es precisamente lo que no fue. Si se trataba de un caso de traición, entonces ésta llevó al asesinato, personal y deliberado, de Robert York por parte de alguien que le conocía.
Asherson guardó de nuevo silencio, hasta que su cara se relajó. Pitt pudo determinar el momento exacto en que la idea acudió a su mente.
—¿Quiere decir que el robo en casa de los York fue cometido por alguien que conocía a Robert, por una amistad que había estado en la casa y sabía dónde buscar los objetos de valor?
—No. Lo que se llevaron no valdría más que unas cien libras, o menos si nos remontamos a la época en que hubieran debido colocarlo… cosa que no se hizo.
—¿Colocarlo?
—Revenderlo a un intermediario de objetos robados.
—¿Y no lo revendieron? —dijo con cautela—. ¿Ustedes pueden saber eso?
—Sí, señor Asherson.
—Oh. —Bajó la vista al suelo, con el rostro grave y concentrado. La luz de gas captó el extraño gris de sus ojos y el negro de las pestañas.
Pitt se quedó inmóvil, dejando que se instalara de nuevo el silencio. Al otro lado de la puerta, en algún lugar del vestíbulo, se oyeron los enérgicos pasos de una sirvienta sobre el parquet del suelo. El sonido se fue extinguiendo a lo largo de un pasillo hasta que una puerta se cerró con un ruido sordo.
Asherson tomó por fin una decisión. Miró al rostro de Pitt.
—Hay más información que ha desaparecido —dijo pausadamente—. Una información más importante. Pero nuestros enemigos no han llegado a utilizarla, que nosotros sepamos. Sólo Dios sabe por qué.
A Pitt no le sorprendió, aunque tampoco le reportó satisfacción alguna. Todavía creía que podía haberse equivocado, que podía surgir alguna otra explicación. ¿Era aquello ya toda la verdad, o sólo una parte? Observó la expresión sombría y triste de Asherson y creyó que aquel hombre era sincero, al menos hasta donde podía serlo.
—¿Y usted lo sabría? —preguntó Pitt.
—Sí. —Esta vez Asherson no titubeó—. Sí. Todo gira en torno a unos documentos que desaparecieron de forma temporal y fueron suplantados por una copia del original. No siga preguntándome, no puedo decirle más.
—No hay duda de que los utilizarán cuando estén preparados —dijo Pitt sin rodeos—. Tal vez si los utilizaran ahora ustedes conocerían a través de quién los habían obtenido y ellos piensan protegerle mientras siga siéndoles útil.
Asherson se dejó caer sobre el brazo de una de las butacas y se quedó sentado en una incómoda postura.
—Es terrible. Yo esperaba que sólo se tratara de un descuido de Robert, pero si de verdad fue asesinado a consecuencia de ello… Eso no parece razonable. ¡Dios santo, qué tragedia!
—¿Y no ha desaparecido nada desde su muerte?
Asherson movió la cabeza de un lado a otro.
—¿Ha visto alguna vez a una hermosa mujer, alta y esbelta, con el pelo oscuro, vestida con una ropa poco habitual de tonalidad cereza?
Asherson le miró con incredulidad.
—¿Qué?
—Una especie de color púrpura intenso, como el magenta o el ciclamino.
—¡Ya sé cuál es el color de la cereza! —Cerró de pronto los ojos—. ¡Maldita sea! Lo siento. No, no la he visto nunca. ¿Qué diablos tiene que ver en todo este asunto?
—Parece probable que fuera esa mujer la que llevara a York a traicionar a su patria —replicó Pitt—. Es posible que tuviera una aventura con ella.
Asherson pareció sorprendido.
—¿Robert? Nunca le vi prestar atención a ninguna mujer que no fuera Veronica. Él… bueno, no era un mujeriego. Era muy selectivo, una clase de hombre muy tranquilo con un gusto excelente. Y Veronica le adoraba.
—Parece como si fuera dos hombres en uno —dijo Pitt con pesar. No quería decirle a Asherson que la mujer de los vestidos cereza podía haber sido la propia Veronica. Si a Asherson no se le había ocurrido, decírselo no aportaría nada. Y por si acaso era Asherson el traidor, no había necesidad de prevenirle de lo lejos que había llegado Pitt.
—Bueno, ahora está muerto. —Asherson se incorporó—. Dejémosle descansar en paz. No encontrará a su mujer misteriosa en Hanover Close. Siento no poder ayudarle.
—Ya lo ha hecho, señor Asherson —dijo Pitt con una sonrisa desilusionada—. Gracias por su franqueza, señor. Buenas tardes.
Asherson no respondió, sino que dio un paso atrás para dejar que Pitt saliera por la puerta. En el vestíbulo apareció de entre las sombras un lacayo que le acompañó hasta los escalones de la entrada principal que daban a la oscura calle.
Fuera los últimos bancos de niebla habían sido disipados por el viento del norte, gélido como una ráfaga de aire polar, y las estrellas brillaban en el cielo apenas tapadas por alguna mancha ocasional de humo. El hielo crujía bajo los pies al pasar por charcos y regueros congelados. Pitt caminaba con paso amplio y enérgico; de haber sido un hombre más acicalado casi hubiera podido decirse que desfilaba.
Subió los inmaculados escalones del porche del número dos y tiró de la campanilla de metal. Cuando el criado abrió la puerta sabía ya exactamente lo que iba a decir, y a quién.
—Buenas tardes. ¿Puedo ver al señor York, por favor? Deseo pedirle permiso para hablar con el servicio acerca de un miembro del mismo que puede haber tenido noticia de un crimen. Es muy urgente.
—Eh…, sí, señor. Supongo que sí. —El joven parecía desconcertado—. Será mejor que entre. La chimenea de la biblioteca está todavía encendida, señor. Puede esperar allí.
Pasaron unos minutos hasta que entró Piers York, con su benévolo rostro ligeramente burlón ensombrecido por un inhabitual fruncimiento de cejas.
—¿De qué se trata esta vez, Pitt? Seguro que no será de esos condenados objetos de plata.
—No, señor. —Guardó silencio, con la esperanza de que York no insistiera en ello. Pero se quedó mirando a Pitt, con las cejas arqueadas y unos ojos pequeños, grises e inteligentes. No estaba dispuesto a quedarse sin una respuesta—. Se trata de traición y de asesinato, señor.
—¡Qué estupidez! —exclamó York—. Dudo que los sirvientes sepan siquiera qué es la traición, aparte de que nunca salen de la casa salvo cuando tienen su media jornada libre, cosa que sucede sólo dos veces al mes. —Arqueó las cejas aún más—. ¿O es que está insinuando que esa traición tuvo lugar aquí?
Pitt sabía que pisaba un terreno muy peligroso. Las admoniciones de Ballarat resonaban en sus oídos.
—No, señor. Pienso que el portador de la traición pudo haber visitado su casa sin que usted lo supiera. Su doncella Dulcie Mabbutt la vio, así que otros pudieron verla.
—¿Verla? —Las cejas de York alcanzaron su altura máxima—. ¡Santo Dios! ¿Está diciendo que es una mujer? Bien, Dulcie ya no puede ayudarle, pobre chiquilla. Cayó de una de las ventanas del piso superior y se mató. Lo siento. —Tenía la cara pálida y triste.
Pitt no podía creer que no estuviera genuinamente afectado. Lo más probable es que no supiera nada de ninguno de ellos (de Cereza o de la muerte de Robert y de Dulcie). Él era banquero, era el único de los hombres implicados en el caso que no tenía nada que ver con el Foreign Office, y Pitt no podía imaginar a un espía malgastando sus energías en aquel sarcástico aunque más bien encantador hombre bien entrado en los sesenta. Y él tenía un humor innato demasiado grande como para abrigar la vanidad necesaria para ser tan ridículo.
—Ya sé que Dulcie está muerta —admitió Pitt—. Pero pudo haberse confiado a las otras doncellas. Las mujeres hablan entre ellas.
—¿Dónde y cuándo vio Dulcie a esa mujer que usted dice?
—En el descansillo del primer piso —repuso Pitt—. En plena noche.
—¡Cielo santo! ¿Qué demonios hacía Dulcie fuera de su habitación en plena noche? ¿Está seguro de que no lo soñó?
—Esa mujer fue vista en otro lugar, señor, y la descripción de Dulcie era muy buena.
—¡Está bien, adelante, continúe!
—Alta y esbelta, con el pelo oscuro, muy guapa, y llevaba un vestido de un llamativo tono fucsia o cereza.
—Bien, pues desde luego yo no la he visto.
—¿Podría hablar con alguna de las muchachas que tuviera especial amistad con Dulcie, y luego quizá con la señora York, su nuera? Tengo entendido que Dulcie era su doncella.
—Supongo que sí… si es que es necesario.
—Gracias, señor.
Habló con la doncella del piso superior, con la de la planta baja, con la lavandera, con la otra doncella personal, con la ayuda de cocina, con la fregona y finalmente con la chica aprendiz, pero por lo visto Dulcie había sido notablemente discreta y mantenido una total reserva en todo lo referente a los asuntos domésticos de su señora. Pitt hubiera deseado que aquella muchacha no hubiera sido tan honesta, aunque no por ello dejaba de sentir una especie de satisfacción rencorosa. La virtud, del género que fuese, siempre preservaba un aspecto de dulzura en medio de cualesquiera circunstancias. Reservó para Veronica las preguntas referentes a la muerte de Dulcie. Si era inocente, sabía que era algo cruel, pero en aquellos momentos no podía permitirse atender a cuestiones de amabilidad.
Su madre política había salido, primer golpe de buena suerte que tenía Pitt en bastante tiempo, y Veronica le recibió en el tocador.
—No sé cómo puedo ayudarle, señor Pitt —dijo con gravedad. Vestía de un verde bosque profundo que realzaba su naturaleza ligeramente etérea. Estaba pálida, tenía sombras en los ojos como si hubiera dormido mal y permaneció en todo momento a cierta distancia de él, sin mirarle a la cara, sino con la vista fija en un cuadro con marco dorado que colgaba de la pared y representaba una marina—. No comprendo la finalidad de volver una y otra vez sobre las tragedias del pasado. Nada podrá devolverme a mi marido, y nos tienen sin cuidado los objetos de plata y el libro sustraídos. Nos gustaría mucho más que no estuvieran recordándonoslos todo el tiempo.
Él aborrecía tener que hacer aquello, pero no conocía otro camino. Si lo hubiera resuelto la primera vez, si hubiera insistido más y hubiera sido más listo, Dulcie todavía seguiría con vida.
—He venido a verla en relación con Dulcie Mabbutt, señora York.
Ella se volvió con rapidez.
—¿Dulcie?
—Sí. Mientras estuvo en esta casa vio algo de suma importancia. ¿Cómo murió, señora York?
Sus ojos no se movieron, y de todas formas estaba tan pálida que Pitt no pudo detectar cambio alguno en ella aparte de la turbación que hubiera podido ver prácticamente en cualquiera.
—Se asomó demasiado por una ventana y perdió el equilibrio —respondió.
—¿Vio usted cómo ocurrió?
—No… Sucedió tarde, después de anochecer. Quizá si hubiera sido de día… quizá hubiera visto lo que estaba haciendo y no hubiera pasado nada.
—¿Por qué motivo se asomaría tanto por esa ventana?
—No lo sé. A lo mejor vio algo, o a alguien.
—¿En medio de la oscuridad?
Ella se mordió el labio.
—Tal vez se le cayó algo.
Pitt no insistió, la inverosimilitud ya era bastante obvia.
—¿Quiénes había en la casa aquella noche, señora York?
—Todo el servicio, claro, mis padres políticos y algunos invitados… puede que Dulcie se asomara para hablar con alguno de los lacayos o de los cocheros de los invitados.
—En ese caso hubieran dado la alarma cuando ella cayó.
—Oh. —Veronica se volvió, ruborizada por el sentimiento de haber dicho una tontería—. Naturalmente.
—¿Quiénes eran sus invitados? —Sabía la respuesta antes de que ella contestara.
—Los señores Asherson, Garrard Danver y Julian Danver con su hermana, sir Reginald y lady Arbuthnott, y los señores Gerald Adair.
—¿Llevaba alguna dama un vestido de un brillante color cereza o magenta, señora?
—¿Qué? —Su voz fue apenas un susurro y esta vez su rostro adquirió una tonalidad tan cenicienta que parecía cera.
—Un color cereza o magenta brillante —repitió él—. Es un tono púrpura muy intenso, como el de las cinerarias cuando florecen.
Ella tragó saliva y formó con los labios la palabra no, pero su garganta no emitió sonido alguno.
—Dulcie vio en esta casa a una mujer con un vestido de ese color, señora York, arriba en el primer piso… —Antes de concluir la frase, ella sofocó un grito y cayó de bruces al suelo, con las manos extendidas para protegerse y dando con la silla al caer.
Él se lanzó demasiado tarde para sostenerla y, tras tropezar él también con la silla, se arrodilló a su lado. Ella estaba inconsciente y su rostro a la luz de la lámpara de gas había adquirido un tono marfil. Él le desdobló los miembros y la levantó en brazos. Era una tarea dificultosa, porque era un peso muerto, pero al mismo tiempo era tan ligera que apenas sentía su entidad corpórea. La dejó estirada sobre el sofá, le recompuso las faldas hasta los pies e hizo sonar la campanilla con un tirón tan fuerte que casi arranca la cuerda de la pared.
En cuanto apareció el lacayo, Pitt le ordenó que fuera a buscar a la doncella y que trajera sales de olor. Su voz sonó ruda y algo asustada. Tenía que serenarse. Notaba una violenta emoción en su interior, temía haber sido demasiado torpe y haber provocado ese escándalo por el que Ballarat hubiera pagado cualquier precio por evitar. Se sentía furioso por tener que dejar víctimas a su paso, furioso y arrepentido, como si fuese él el traidor, porque había deseado que no hubiera sido Veronica. Aunque por otra parte, seguro que la alegre y atrevida Cereza no hubiera caído desvanecida ante las primeras sospechas de un policía.
La puerta se abrió y entró la doncella, una bonita y ligera criatura con el pelo rubio y…
—¡Dios todopoderoso! —siseó, y Pitt también notó que la habitación comenzaba a dar vueltas—. ¡Emily!
—¡Oh! —Se llevó la mano a la boca y dejó caer el frasco de sales—. Thomas.
—Pero… ¿cómo? —Por un momento se hizo un silencio de total incredulidad. Luego su furia se desbocó—. ¡Muy bien! ¡Explícate! —gruñó entre dientes.
—¡No hagas una estupidez! —susurró ella—. ¡No levantes la voz! ¿Qué le ha sucedido a Veronica? —Se arrodilló, recogió las sales, las destapó y las pasó con suavidad bajo la nariz de Veronica.
—Que se ha desmayado, ¿a ti qué te parece? Le he preguntado por Cereza. Emily, tienes que salir de aquí. ¡Debes estar loca! ¡A Dulcie la asesinaron y tú puedes ser la siguiente!
—Ya sé que la asesinaron… pero yo no me voy. —Su rostro expresaba determinación mientras le miraba a él desafiante.
—¡Claro que te vas! —La agarró del brazo.
Ella se desprendió de él.
—¡No, no me iré de aquí! Veronica no es Cereza. ¡La conozco mucho mejor que tú!
—Emily… —Pero era demasiado tarde, Veronica comenzaba a moverse. Abrió los ojos, negros y horrorizados. Enseguida, mientras recuperaba la memoria y reconocía a Pitt y a Emily, volvió a ponerse la máscara.
—Le pido disculpas, señor Pitt —dijo pausadamente—. Me temo que no me encuentro muy bien. Yo… nunca he visto a la persona de quien me hablaba. No puedo ayudarle.
—En ese caso no la molestaré más. Le dejo a su… doncella. —Pitt se obligaba a ser educado, amable incluso—. Le ruego me perdone por haberla molestado.
Emily hizo sonar la campanilla para llamar al lacayo y luego le dio las instrucciones pertinentes.
—John, por favor, acompaña al señor Pitt a la puerta principal y luego pídele a Mary que traiga una tisana para la señora York.
Pitt la miró y Emily levantó la barbilla mirándole a su vez.
—Gracias —le dijo, y siguió al criado hasta la calle.
Tomó una calesa de vuelta a casa y al llegar se dirigió raudamente a la cocina.
—¡Charlotte! ¡Charlotte!
Ésta se volvió con inocente sorpresa al percibir la airada voz de su marido y le miró a la cara.
—¡Tú lo sabías! —dijo él furioso—. ¡Tú sabías que Emily estaba en esa casa de doncella! Dios todopoderoso, ¿es que has perdido el juicio?
Aquélla era la forma equivocada de abordar a su mujer, y lo sabía aun en el momento de recriminarla, pero estaba demasiado furioso como para controlarse.
Por un momento ella le aguantó la mirada, pero enseguida cambió de actitud y bajó los ojos sumisa.
—Lo siento, Thomas. No lo supe hasta que ya era demasiado tarde, lo juro, y además pensé que no había necesidad de decírtelo. No hubieras podido hacer nada. —Levantó la vista con una débil sonrisa—. Y allí dentro se enterará de cosas de las que nosotros no podríamos enterarnos.
Se dio por vencido, desahogándose con largas y brutales maldiciones entre dientes antes de cambiar a un vocabulario que pudiera usar delante de Charlotte y aceptar la taza de té que ésta le servía.
—¡Me tiene sin cuidado de lo que pueda enterarse! —dijo con fiereza—. ¿Habéis pensado en algún momento al hacer vuestros estúpidos planes en el peligro en el que se ha metido? Por el amor de Dios, Charlotte, ¡en esa casa han sido asesinadas dos personas! ¿Y si la descubren? ¿Qué podrás hacer para ayudarla? ¡Nada! ¡Nada en absoluto! —Levantó el brazo—. Ahora está completamente indefensa. Yo no puedo llegar a ella. ¿Cómo puedes haber sido tan rematadamente estúpida?
—¡No soy ninguna estúpida! —replicó ella con vehemencia, mientras la indignación le enrojecía las mejillas y los ojos—. Yo no sabía nada de todo eso… ¡ya te lo he dicho! Me enteré más tarde.
—¡No trates de engañarme! Tú metiste a Emily en esto. Ella nunca habría escuchado nada de todo este asunto si tú no hubieras hecho que se entrometiera. ¡Sácala de allí! Siéntate y escríbele diciendo que se vaya a casa, que es donde debe estar… ¡ahora mismo!
El rostro de ella permanecía inflexible.
—No hay nada que hacer, no se irá.
—¡Hazlo! —rugió Pitt—. ¡No discutas conmigo y hazlo!
En los ojos de su mujer había lágrimas, pero ni rastro de obediencia o sumisión.
—¡No me escuchará! —dijo furiosa—. ¡Ya sé que es peligroso! ¿Crees que no soy capaz de ver los peligros? ¡Y también sé que tú también estás en peligro! Cuando te retrasas me siento a esperarte aquí en casa preguntándome dónde estarás, si estarás a salvo… o si te estarás desangrando en el suelo de algún callejón.
—¡Eso es un golpe bajo! Y no tiene nada que ver con Emily —repuso más calmado—. Sácala de allí, Charlotte.
—No puedo.
Él no insistió. Estaba demasiado enojado… y demasiado asustado.