5

Cuando Charlotte se marchó a su casa Emily estaba completamente despierta. Tenía ante sí todo un largo día sin nada planeado que hacer. Trató de dormir un poco más —las seis menos cuarto era una hora demasiado temprana—, pero su mente estaba inquieta.

Lo primero que hizo fue reflexionar acerca de la velada de Charlotte con los Danver. ¿Quién sería aquella misteriosa mujer con un vestido de color cereza? Probablemente algún antiguo amor de Julian al que éste había tenido la indiscreción de cortejar bajo el techo de la casa paterna.

No, no podía ser. Ningún hombre con dos dedos de frente haría una cosa así y, por lo que decía Charlotte, Julian Danver no era ningún mentecato. Se había referido a él en términos bastante admirativos y había dicho que podía entender muy bien que Veronica York quisiera casarse con él. Y Charlotte nunca soportaría a un hombre estúpido, por mucho que pudiera considerarla una mujer indulgente.

Había otra respuesta posible: que Julian o Garrard fuesen traidores y la mujer misteriosa fuese la espía que hubiera pervertido la lealtad de uno de los dos. Sería así mera coincidencia el hecho de que no se la hubiera visto desde la muerte de Robert York. Se había vuelto más cauta, eso era todo.

No, eso también era una solución tonta. Si la mujer en cuestión no había tenido relación con la muerte de Robert York, ¿por qué molestarse en pensar en ella? En tal caso sería lo que parecía ser: una amante indiscreta. Tal vez Julian se había cansado de ella —o Garrard, echándole imaginación— y ésta había enloquecido hasta el punto de seguirle hasta su casa.

O bien otra cosa, a lo mejor Harriet llevaba una doble vida —quizá hasta se entendía con Felix— y se vestía con una ropa tan llamativa, y tan diferente de su vestimenta habitual, que tía Adeline no la había reconocido. En medio de la noche, una hora a la que tía Adeline debía haberse despertado de un sueño, eso parecía más que verosímil. Parecía una vieja dama bastante original, en el mejor de los casos.

¿Se volvería ella misma una vieja dama original y solitaria, y estaría tan aburrida que visitaría a las amistades con tanta asiduidad que acabaría por vivir las vidas de las otras personas, y malinterpretaría a todo el mundo y vería cosas que no existían en ninguna parte?

Ante aquel sombrío pensamiento Emily decidió levantarse, aunque sólo fueran las siete menos cinco. Si los sirvientes se extrañaban, allá ellos. Así daría ejemplo.

Llamó a su doncella y tuvo que esperar unos minutos. Luego se bañó y se vistió con mimo, como si tuviera que ver a alguna persona muy importante —lo que le daba moral—, y bajó a la planta baja. Naturalmente, su doncella había despertado al resto de la casa, de modo que no cogió a nadie por sorpresa. Pensaran lo que pensaran, lo cierto es que sus rostros no expresaban sino el manso saludo de buenos días. Al servirle los huevos escalfados, Wainwright parecía un monaguillo con el platillo de la colecta, que depositó delante de ella con similar reverencia. ¡Cómo le hubiera gustado dejarlo tan pasmado como para hacerle caer el plato!

Cuando acabó el desayuno y hubo tomado tres tazas de té, se dirigió a la cocina, donde irritó al cocinero al entrometerse en los menús de la semana, para acto seguido poner a prueba la paciencia de su doncella al repasarle los zurcidos y el planchado de sus vestidos. Cuando por fin se dio cuenta del poco tacto con que estaba comportándose, se fue al tocador, cerró la puerta y comenzó una carta a tía abuela Vespasia, simplemente porque le habría gustado hablar con ella en aquel momento. Iba por la cuarta hoja de la carta, cuando llamó un criado, entró y le dijo que su madre, la señora Ellison, estaba en la salita.

—Oh, hazla pasar aquí —pidió Emily—. Hay más luz. —Tapó la carta y se preparó a recibir a su madre con una mezcla de sentimientos.

Al cabo de un momento entró Caroline, vestida con una baratea a la moda de color vino, orlada de piel negra y con un atrevido sombrero que le daba un aspecto más elegante de lo que Emily era capaz de recordar. Traía las mejillas sonrojadas, sin duda por el tiempo frío, y un humor de lo más animado.

—¿Cómo estás, querida? —Besó a Emily con delicadeza y se sentó en una de las sillas más cómodas—. Te veo un poco pálida —observó con sinceridad de madre—. Espero que estés comiendo bien. Tienes que velar por tu salud, tanto por el bien de Edward como por ti misma. Por supuesto que el primer año es el más difícil, bien lo sé, pero seis meses más y ya habrá pasado. Debes prepararte para el futuro. A mitad del verano que viene ya estará bien visto que comiences a participar en algún evento social, siempre que sea apropiado.

A Emily le dio un vuelco el corazón. «Apropiado» sonaba como una condena. Podía imaginarse muy bien esas reuniones: tertulias de viudas vestidas de negro y sentadas en círculo como cornejas subidas a una valla, haciendo comentarios piadosos sin sentido y gesticulando con desaprobación sobre las últimas frivolidades sociales, criticando hasta la saciedad porque es el único modo en que pueden participar de la vida social.

—Creo que me dedicaré a las obras de beneficencia —dijo.

—Muy recomendable —asintió Caroline con un leve gesto—. Siempre que lo hagas con moderación. Puedes hablar con tu párroco sobre el tema, o si lo prefieres, yo hablaré con el mío. Estoy segura de que habrá comisiones de damas que verán con buenos ojos que contribuyas dedicando parte de tu tiempo, cuando llegue el momento apropiado de comenzar a salir de casa para asistir a ese tipo de reuniones.

Sentarse en medio de las comisiones de damas era lo último que tenía Emily en la mente. Ella pensaba en la clase de cosas que hacía Vespasia: visitar centros de acogida y organizar campañas en favor de la mejora de sus condiciones, promover cambios en la legislación laboral para los niños, intentar incrementar el número y la cobertura de las escuelas para niños pobres, y tal vez hasta luchar en favor del voto femenino. Ahora que tenía dinero, podía haber muchas cosas para hacer, pensaba Emily.

—No tienes aspecto de ir vestida para las obras de beneficencia —dijo con sentido crítico—. La verdad es que nunca te había visto con un aspecto tan bueno.

Caroline estaba perpleja.

—No hay por qué ir desaliñada o parecer mal arreglada para hacer buenas obras, Emily. Sé que esto ha sido trágico para ti, pero no debes volverte una excéntrica, querida.

Emily podía sentir cómo crecía la irritación en su interior, mezclada con frustración e impotencia. Parecía como si a su alrededor se levantaran paredes que la aprisionaban. Era como si alguien hubiera echado el candado de la puerta y ella pudiera oír la voz de su madre, una voz razonable que sonaba como la caída de un telón que la apartase de todo lo que había de espontáneo, luminoso y divertido.

—¿Por qué no? —preguntó—. ¿Por qué no puedo volverme una excéntrica?

—No seas loca, Emily. —El tono de Caroline seguía siendo amable, pero sobre todo paciente, como si le estuviera hablando a una niña enferma que no quisiera comerse el pudín de arroz—. A su debido tiempo querrás volverte a casar. Eres demasiado joven como para pensar en quedarte viuda para siempre, y además eres muy buen partido. Si te comportas con prudencia durante los dos o tres próximos años, después te será fácil casarte tan bien como ya lo has hecho una vez, y vivir mejor y más feliz. Pero los próximos meses son cruciales. Pueden serlo o malograrlo todo.

Emily arqueó las cejas.

—¿Te refieres a que si hago algo imprudente o inapropiado ningún duque querrá saber nada de mí, y si hago algo que me haga parecer excéntrica no podré quedarme ni siquiera con un baronet?

—Estás de un humor difícil esta mañana —dijo Caroline, esforzándose por seguir mostrándose paciente—. Conoces las normas que rigen la buena sociedad tan bien como yo. De verdad, Emily, siempre habías sido la más sensata de las tres, pero cada vez te pareces más a Charlotte. Quizá debería haberte aconsejado que no fueras a pasar la Navidad con ella, pero pensé que estaría bien para Edward que tuviera otros niños con quien jugar. Y para serte del todo franca, sé que Charlotte debe de haberse sentido muy agradecida por toda la ayuda económica que habrás sido capaz de proporcionarle… con discreción.

—¡Charlotte es una mujer feliz! —dijo Emily con más énfasis del que pretendía. Estaba siendo descortés y lo sabía, aunque fuera incapaz de contenerse—. Y yo disfruté de la Navidad que pasé con ella y Thomas… Me encanta haber estado con ellos.

El rostro de Caroline se suavizó en una sonrisa y puso su mano sobre la de Emily.

—Eso no lo dudo, querida. Tu afecto hacia los demás es una de las cosas más hermosas de mi vida.

Emily notó un escozor en los ojos y se sintió furiosa consigo misma. No quería disgustar a su madre, pero aunque con la mejor intención del mundo Caroline vislumbrara un futuro que ella no sabía agradecer, lo cierto es que lo veía como algo insoportable.

—Mamá, me niego a integrarme en ningún comité parroquial y desde luego a que hables de este tema ni con mi párroco ni con el tuyo. Lo único que harías sería quedar tú mal, porque yo no voy a cambiar de parecer. Si me entrego a una buena causa, quiero que sea algo real, quizá en colaboración con tía abuela Vespasia. ¡Pero no voy a sentarme en corro para pontificar acerca de la moral de otras personas ni me voy a poner por encima de los demás repartiendo estampitas piadosas o caldo hecho en casa!

Caroline suspiró, apretando los dientes.

—Emily, a veces eres de lo más infantil. No puedes pensar en comportarte como lady Cumming-Gould. Ella se ha hecho un nombre en la buena sociedad. La gente la tolera porque es muy vieja y porque todavía conservan cierto respeto por su último esposo. A su edad no importa ya mucho lo que haga, siempre se la puede disculpar aduciendo su senilidad.

—¡En toda mi vida he conocido a nadie menos senil que tía abuela Vespasia! —La defendió Emily con rabia, no sólo por el afecto que sentía por Vespasia, sino por el buen juicio y la caridad que representaba—. ¡Tiene mucha más sensatez a la hora de valorar lo realmente importante con sus pequeñas luces que la mayoría del resto de la buena sociedad aunque aunaran sus fatuas cabezas!

—¡Pero nadie se casaría con ella, querida! —dijo su madre exasperada.

—¡Tiene casi ochenta años, por el amor de Dios!

A Caroline no la iban a eludir con razonamientos.

—Eso es justamente lo que digo. Tú apenas tienes treinta. Considera tu posición con un mínimo de sentido común. Eres una mujer bonita, aunque no una gran belleza, como lo fue Vespasia. Ni has nacido en el seno de una gran familia. No tienes influencias que ofrecer, ni conexiones con el poder. —La miraba con seriedad—. Pero sí tienes en cambio una cantidad de dinero considerable. Si te casas con alguien inferior a tu posición, quedarás expuesta a los cazadores de fortunas y a los hombres de dudosa calaña, que te harán la corte con la codicia y el deseo de lograr entrar en la buena sociedad a través de tus pasadas conexiones con los Ashworth. Es triste tener que decirlo, pero ya no eres una chiquilla. Lo sabes tan bien como yo.

—¡Claro que lo sé! —Se volvió de espaldas. A su mente acudió con toda viveza el rostro de Jack Radley. Era un hombre encantador, y parecía tan sincero, con aquellos maravillosos ojos rodeados de largas pestañas. ¿Era también él un mentiroso consumado, capaz de mantener un engaño tan hábil? Todo su futuro podía depender de tal habilidad: si tras cortejarla a ella la conseguía, podía dejar de preocuparse por el dinero para el resto de su vida. Por primera vez desde su niñez podría sentirse seguro, vestirse como le pluguiera, comprarse caballos y carruajes, jugar, ir a las carreras, invitar gente a cenar en lugar de ir siempre detrás de una invitación para poder cenar bien. No tendría que volver a ir por ahí pidiendo favores, por fin podría permitirse gustar o no según lo desease. Aquel pensamiento era espantoso y dolía mucho más de lo que había creído unas semanas atrás. Emily hizo una profunda y temblorosa inspiración—. ¡Claro que lo sé! —repitió—. Pero no tengo intención de casarme con un hombre aburrido sólo para estar segura de que sus motivos no son económicos.

—No seas ridícula. —La paciencia de Caroline flaqueaba—. Te acomodarás a lo más razonable, como todas hemos hecho.

—¡Charlotte no!

—¡Creo que cuanto menos hablemos de Charlotte mejor! —repuso Caroline con exasperación—. ¡Y si imaginas que puedes casarte con alguien como un policía, o con un vulgar tendero o con algún artista, y ser feliz, entonces es que de verdad has perdido el juicio! Charlotte ha tenido mucha suerte de que la situación no haya ido peor de lo que ya es. Oh, claro, Thomas es un hombre bastante agradable, por supuesto, y la trata todo lo bien que puede, pero tu hermana no tiene ninguna seguridad. Si algo le ocurriera a él mañana, ella se quedaría sin nada en absoluto, salvo dos niños que criar sin ayuda de nadie. —Suspiró—. No, querida, no te engañes pensando que Charlotte lo tiene todo como a ella le gusta. Puede que no te pareciese tan bonito si tuvieras que arreglarte los vestidos del año pasado para poder llevarlos éste, y cocinarte tú misma lo que vas a comer y que tuvieras que estirar la comida del domingo para que te llegase hasta el jueves siguiente. ¡Y no olvides que tú no tendrías a ninguna hermana rica que te ayudara, como ella tiene! Ten todos los sueños que quieras, pero no olvides que sólo son eso, sueños. Y cuando despiertes de ellos, compórtate como una viuda que tiene encanto y dignidad, y una considerable fortuna y una posición social que te conviene mantener a salvo de comportamientos excéntricos. No le des a las lenguas ocasión para murmurar.

Emily estaba demasiado abatida para discutir.

—Sí, mamá —asintió arrastrando las palabras. Todo su reino de respuestas y explicaciones estaba enmarañado en su mente y alejado de la de Caroline, y hasta ella misma lo comprendía demasiado poco como para tratar de ponerlo en orden.

—Bien. —Su madre le sonrió—. Y ahora a lo mejor me ofreces una taza de té. Fuera hace un frío espantoso. Dentro de unos meses hablaré con el párroco. Hay diversas comisiones encargadas de diferentes asuntos que pueden ser un lugar muy apropiado para que puedas reintegrarte a la vida social.

—Sí, mamá —dijo Emily mientras cogía la cuerda de la campanilla.

El resto del día transcurrió de forma monótona. Fuera, el viento lanzaba el aguanieve a ráfagas contra las ventanas y estaba tan oscuro que todas las lámparas de gas permanecieron encendidas incluso a mediodía. Emily acabó de escribir la carta a tía abuela Vespasia, para después romperla en pedazos. Estaba demasiado cargada de autocompasión y no quería que tía Vespasia descubriera aquella faceta suya, que tal vez fuera comprensible, pero nada atractiva, y le importaba demasiado lo que Vespasia pudiera pensar de ella.

Cuando Edward concluyó sus lecciones tomaron juntos el té de la tarde. Luego entraron en una larga velada que acabó a hora temprana en la cama.

El día siguiente fue por completo diferente. Comenzó con el correo de la mañana, que traía una carta de Charlotte enviada a última hora de la tarde anterior y que llevaba el sello de «Muy urgente». La leyó:

Querida Emily:

Ha sucedido una cosa muy triste que, si estamos en lo cierto, es también perversa y peligrosa. Creo que la mujer que llevaba ropa de color cereza es la clave de todo. Thomas también había tenido noticia de ella, de parte de la doncella de los York. Como es natural, no me había dicho nada acerca de ella en su momento, pues entonces no sabía que nosotras tuviéramos tanto interés. La muchacha vio a «Cereza» —la llamaré así a partir de ahora— en casa de los York a altas horas de la noche. ¡Puedes imaginar la reacción de Thomas cuando le dije lo que me había contado tía Addie!

Pero el suceso terrible es que cuando fue a la comisaría de Bow Street antes de volver a Hanover Close para interrogar de nuevo a la doncella, ¡le dijeron que ésta había sido asesinada el día anterior! Aparentemente había caído desde una ventana del primer piso. Thomas está muy inquieto. Desde luego, puede tratarse de un accidente y no tener nada que ver con su investigación ni con el hecho de que la muchacha le hablara de Cereza, pero, si no es así, tal vez alguien la oyera. Y eso es lo más interesante: todos los Danver estaban en la casa cuando Thomas estuvo allí, así que cualquiera de ellos pudo haber estado en el vestíbulo en el momento en que ella y Thomas estaban hablando en la biblioteca.

Lo que tenemos que averiguar es quién estaba allí cuando la chica cayó. Thomas no puede encargarse de ello porque no hay motivo aparente para sospechar de que no se trata de un accidente doméstico. Estas cosas suceden a veces, que una persona caiga desde una ventana, y no se puede ir por ahí arrojando sospechas sobre una familia como los York. Y si además a raíz de esto tuviera que salir a la luz toda la investigación en torno a Veronica, entonces habría el más espantoso escándalo, y sólo Dios sabe quién podría resultar perjudicado. Podría ser la ruina de Julian Danver, probablemente, y con toda certeza la de Veronica.

Tienes que decírselo a Jack en cuanto vaya a visitarte.

Si se produce alguna novedad, te la comunicaré de inmediato.

Tu hermana que te quiere,

Charlotte.

A Emily le hormigueaban los dedos mientras sostenía el papel. Tenía las manos como entumecidas, pero la mente le funcionaba a toda velocidad. ¡La mujer vestida de color cereza! Y la doncella que la había visto en casa de los York a altas horas de la noche estaba ahora muerta.

Pero no podían profundizar más allá de la sosegada y en extremo disciplinada superficie de la fachada de los York, que consistía en ir a tomar el té de la tarde, o pasear por la Exposición de Invierno e intercambiar algunas puntuales confidencias sobre moda o sobre los cotilleos. Pitt había removido algo que iba más allá de un antiguo robo, o de la cuestión acerca de la conveniencia de Veronica de convertirse en la esposa de Julian Danver. Se escondía ahí algo cargado de tanta pasión y tanto horror que incluso después de tres años podía irrumpir de improviso con toda su violencia y acabar, o al menos eso parecía, en asesinato.

Tenían que acercarse más, mucho más… De hecho, tenían que introducirse en casa de los York.

Pero ¿cómo?

Se le ocurrió una idea, ¡pero era tan absurda! Aquello no podía funcionar. Para empezar, ella no sería capaz de hacerlo, la descubrirían de inmediato. Se darían cuenta.

Pero ¿cómo se iban a dar cuenta? Sería difícil, tendría que cambiar por completo su forma de comportarse, modificar la apariencia, el rostro, el pelo, hasta las manos y la voz. Se puede identificar la educación de una mujer inglesa por la voz en el momento en que hable; ninguna criada pronuncia las vocales redondeándolas tanto, ni las consonantes con tanta precisión, aun si hasta la gramática la ha imitado con meticulosidad. Pero Veronica York necesitaría una nueva doncella, alguien que estuviera en casa todo el tiempo, en los momentos de descuido, alguien que lo viera todo, como sólo pueden hacerlo aquellos que son invisibles. Y los criados domésticos son invisibles.

Aun sabiendo que aquello era absurdo, Emily siguió planeando cómo podría hacerse. Ella había tenido doncella durante toda la vida —primero la de su madre, luego la suya propia—, y conocía de memoria las tareas que les son propias. No cabía duda que para algunos de estos cometidos no sería muy buena, nunca se había puesto a planchar, pero seguro que podía aprender, ¿no? Sabía peinar bastante bien; ella y Charlotte habían jugado a peinarse la una a la otra antes de que les dejaran hacerse peinados de mayores. También sabía manejar la aguja; y no podía haber tanta diferencia entre bordar y zurcir.

La principal dificultad y el mayor peligro estaría en modificar sus modales para poder pasar por una criada. ¿Qué era lo peor que podía pasar si la descubrían?

La despedirían, por supuesto, pero eso qué importaba. Pensarían que era una chica de buena familia que había sufrido alguna desgracia que la había llevado a la necesidad de servir. Lo más probable era que supusieran que había tenido un hijo ilegítimo, ya que ése era el tipo de desgracia en que caían las mujeres. Sería una humillación para ella, pero duraría muy poco. Si jamás la conocían después como lady Ashworth, no era probable que la reconocieran, pues nunca se les ocurriría pensar que se trataba de la misma persona. Y si se les ocurría, ella siempre podía reaccionar con osadía. Podía mirarles con el mayor desprecio y sugerir que habían perdido el juicio por llegar a creer una cosa tan ofensiva y de tan mal gusto.

En calidad de doncella personal, nunca tendría que conocer a los invitados de la casa, no le pedirían que atendiese la mesa o que abriera la puerta. Quizá la idea no fuera tan absurda, después de todo. Si continuaban como hasta entonces, jamás descubrirían quién había matado a Robert York. Lo que hacían era dar vueltas en torno al objetivo, rozar la superficie. Sabían que tras la fachada de convencionalismos se escondían terribles pasiones, pero no podían sino elaborar suposiciones acerca de cuál era la cuestión y quién había impulsado al asesinato. Introducida en casa de los York podría saber infinitamente más.

Se estremeció al pensar en los peligros. Si la despedían por considerarla una mujer descarriada, no pasaba nada, tendría que soportar una momentánea situación de apuro. Pero si por algún horrible infortunio la reconocían como Emily Ashworth, darían por sentado que había perdido el juicio, que la muerte de George la había trastornado. ¡El escándalo sería espantoso! Pero no había razón para que tuviera que suceder tal cosa.

No, el peligro real estaba en la persona que había asesinado a Robert York, y posiblemente a Dulcie, a la que había matado por el simple hecho de haber visto u oído algo. ¡Emily debería conducirse con extremo cuidado! Tendría que hacerse pasar por estúpida e inocente y no irse nunca de la lengua. Nunca.

La alternativa era abandonar, seguir allí sentada vestida de negro, ya fuera sola o hablando de memeces con toda educación con las pocas personas que fueran a visitarla, hasta que Caroline le buscara alguna condenada comisión para seguir siendo virtuosa. No obtendría nada salvo la información de segunda mano de Charlotte. Por ella misma no podría contribuir en nada en absoluto. Pronto hasta Jack se aburriría de ella.

Cuando Jack llegó a media mañana, ya había tomado una decisión. Gracias a Dios no le había enviado aquella lamentable carta a Vespasia. Iba a necesitar su ayuda. Aquella misma tarde iría a visitarla.

—Voy a ir a casa de los York —declaró nada más entrar Jack.

—No creo que te esté permitido hacerlo, Emily —repuso él con el ceño.

—¡Oh, no me refiero a una visita social! —Hizo un gesto de rechazo como para desechar la idea—. La doncella de los York también vio a la mujer vestida de color cereza de la que habló tía Addie en casa de los York a altas horas de la noche. Así se lo dijo a Thomas… ¡y ahora está muerta!

—¿La doncella?

—¡Sí, claro, la doncella! —dijo Emily con impaciencia—. La mujer vestida de color cereza se ha esfumado, y tiene que tener algo que ver con el asunto de la traición, y casi con toda seguridad con el asesinato de Robert York. Tenemos que averiguar todo lo que podamos, y no vamos a conseguirlo con nuestras esporádicas visitas para tomar el té.

—¿Y qué otra cosa podemos hacer? Difícilmente podemos meternos en esa casa y empezar a interrogar a todo el mundo.

—Y aunque pudiéramos, eso no nos conduciría a nada. —Emily estaba embargada de emoción. Dijera lo que dijera Jack, no podría sacarla de aquel estado. Por primera vez desde la muerte de George se disponía a hacer algo realmente atrevido, que él sin duda no le hubiera permitido, y se sentía feliz de no tener a nadie a quien deber obediencia—. Tenemos que actuar con sutileza —continuó—. Es preciso observarles cuando ellos no tengan la menor idea de que son observados, y así poco a poco se delatarán ellos mismos.

Él estaba lejos de entender y ella dejó caer la bomba con suma delectación.

—¡Voy a presentarme yo para el puesto de doncella! Llevaré una carta de buenas referencias escrita por mí misma, y tía abuela Vespasia me proporcionará otra.

Él se quedó atónito.

—¡Santo Dios! ¡No puedes hacer eso! Emily, ¡no puedes presentarte en esa casa como una criada!

—¿Por qué no?

En los ojos de Jack brillaba una chispa de furor.

—Para empezar, no sabrías cómo hacerlo —dijo.

—¡Claro que sabría! —Levantó la barbilla, a sabiendas de que debía de parecer ridícula—. Por el amor de Dios, Jack, durante años he tenido una doncella excelente. Sé perfectamente cuál es su trabajo y yo sería capaz de hacerlo si fuera necesario. Tuve que aprenderlo de jovencita.

Jack se echó a reír. En cualquier otro momento a ella le hubiera parecido un sonido delicioso, lleno de alegría y vitalidad. Ahora percibía burla en aquella risa, cosa en extremo irritante.

—¡No estoy diciendo que sea fácil! —dijo con acritud—. No estoy acostumbrada a que la gente me ordene lo que tengo que hacer, ni me gusta tener que estar a la disposición de otra persona, ¡pero puedo hacerlo! ¡Al menos cambiaré un poco, en lugar de estar aquí sentada todo el día cruzada de brazos!

—¡Emily, te descubrirían! —Su risa se apagó cuando se dio cuenta de que ella hablaba en serio.

—¡Ah, no, claro que no! Seré un modelo de buen comportamiento.

El rostro de Jack era la imagen del escepticismo.

—Charlotte ha quedado impune en su papel de señorita Barnaby —prosiguió con determinación—. Y yo miento mucho mejor que ella. Tengo que ir esta misma tarde, de lo contrario podría perder la ocasión. Me he escrito una carta de recomendación excelente, y tía Vespasia me hará otra. Ya la he telefoneado… ¿No te había contado que me he instalado un teléfono? Es algo maravilloso, no sé por qué no me lo había puesto antes… Tía Vespasia me espera esta tarde. Me escribirá una carta de presentación si se lo pido. —No estaba del todo segura que Vespasia estuviera dispuesta a hacer nada por el estilo, pero sí a hacer lo que fuera para persuadirla.

Ahora él la miraba con preocupación.

—Pero Emily, piensa en el riesgo que correrías. Si lo que tú supones fuera cierto, significaría que alguien ha matado a la doncella. Si llegaran a sospechar de ti, ¡podrías terminar del mismo modo! Déjalo en manos de Thomas.

Dio unos pasos alrededor de él.

—¿Y qué sugieres que podría hacer él? ¿Presentarse como lacayo? No tendría la menor idea de sus tareas, aparte de que ellos ya le conocen y que es policía. Por lo que dice Charlotte, sus superiores no están interesados en la muerte de Robert York. ¡Lo único que quieren es asegurarse de que Veronica es la persona apropiada para casarse con Julian Danver!

—¡Oh, vamos! —Jack se removió en la silla—. Eso es lo que ellos dicen, pero es evidente que no es más que una excusa. No les interesa lo más mínimo lo que pueda hacer Veronica, siempre que ella sea discreta en sus asuntos. Y si ella no lo fuera, ellos lo sabrían sin necesidad de que nadie lo averiguara por ellos. Tienen sus sospechas en torno a la muerte de York y acerca de si Veronica tiene o no un amante, y de si éste o incluso la misma Veronica pudieran haber asesinado a Robert. Son demasiado enrevesados como para creer que se han expresado con franqueza.

Ella le miró.

—Ah, ¿sí? ¿Y qué me dices del asunto de la traición? ¿Y de la mujer que viste de color cereza?

Él caviló un momento.

—Bien, podría tratarse de la misma Veronica, que volvía de una cita con Julian Danver si ya entonces eran amantes.

—En ese caso, ¿fue Julian quien mató a Robert York?

—Es probable. El hecho de que sea un tipo simpático es irrelevante. Algunos de los mayores canallas que he conocido eran individuos encantadores, y como tales se comportaban mientras no te interpusieras en su camino. También podría tratarse de Harriet, que llevara una doble vida con Felix Asherson. Es evidente que está enamorada de él.

—¡Eso no te lo ha dicho Charlotte!

—Mi querida amiga, ¡no hace ninguna falta! ¿O es que pensáis que soy tonto de remate? He visto demasiados coqueteos como para no saber cuándo una mujer está enamorada. Ella se mostraba educada, fingía ser una mera amiga y no tener ningún interés romántico. Rehuía los ojos de él y le miraba en cambio cuando él estaba vuelto hacia otro sitio. Ponía tanto cuidado en disimularlo que debía importarle mucho.

Emily no tenía la menor idea de que Jack fuera tan observador. Era una sorpresa que sacudía la confianza que le tenía.

—¿De veras? —dijo con frialdad—. Y naturalmente nunca te equivocas, ¡eres capaz de leer en el corazón de las mujeres así de fácil! —Chasqueó los dedos, pero en lugar de producir el agudo sonido deseado, sólo produjo un ruido sordo—. ¡Demonios! —masculló—. Bueno, es igual, voy a ir a casa de los York. Esa casa esconde algo horrible y sórdido y pienso descubrir de qué se trata.

—Emily, por favor. Si te descubren, aunque sea por un detalle nimio, ¡pueden darse cuenta de la razón por la que estás allí! ¡Si ya han arrojado a una doncella por la ventana no vacilarán en deshacerse también de ti!

—No pueden arrojar a dos doncellas por la ventana —arguyó ella con frialdad—. La gente les miraría con ceño, ¡incluso al honorable Piers York!

—No tiene por qué repetirse lo de la ventana —replicó él, cada vez más enojado—. Podrías tener un accidente al bajar las escaleras, o al subir por una escala de mano. Podrían empujarte bajo las ruedas de un carruaje, o echarte algo en la comida. O podrías simplemente desaparecer, junto con dos objetos de plata de la familia. ¡Emily, por el amor de Dios, usa la cabeza!

—¡Estoy cansada de que me digan que use la cabeza! —Se volvió con fiereza y le miró a los ojos—. He llevado luto, no he visto a nadie y he sido sensata durante seis meses, ¡y ya empiezo a sentirme como si el duelo se hiciese por mí! Voy a ir a casa de los York para ser su doncella y descubrir quién asesinó a Robert York, y por qué. Y ahora, si quieres venir a ver a tía abuela Vespasia conmigo, serás bien recibido. Si no es así, te ruego tengas la bondad de disculparme, porque tengo cosas que hacer. Le diré al servicio que voy a pasar unos días en casa de mi hermana. Por supuesto, a Charlotte le diré la verdad. Si quieres colaborar, será muy gentil de tu parte. Si no, si prefieres desentenderte, lo entenderé perfectamente. No todo el mundo vale para hacer de detective —concluyó con condescendencia.

—Si no colaboro dejaría a Charlotte en la estacada —señaló él con una leve sonrisa.

Ella había pasado eso por alto, por lo que a su pesar se vio obligada a volverse atrás.

—Entonces espero que te sientas capaz de continuar —dijo sin mirarle—. Tenemos que seguir en contacto con los Danver. Ellos están metidos en esto.

—¿Sabe algo Charlotte de este… plan tuyo?

—Todavía no.

Aspiró dispuesto a replicar, pero soltó un suspiro. Una cosa era ver conducirse a los hombres como insensatos, pero otra muy distinta ver esta misma conducta en las mujeres. Aquello le obligaba a reorganizar todo su pensamiento, pero Jack se adaptaba con facilidad y sus prejuicios eran notablemente escasos.

—Encontraré un modo de mantenernos en contacto contigo —dijo tras un momento de reflexión—. No olvides que a la mayoría de las casas no les gusta que las doncellas tengan hombres revoloteando a su alrededor. Te harán preguntas acerca de las cartas que recibas, y hasta las leerán si sospechan que son de algún admirador.

Guardó silencio. Ella no había pensado en todo eso, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.

—Tendré cuidado —concedió—. Diré que son de mi madre, o algo así.

—¿Y cómo explicarás que tu madre viva en Bloomsbury? —le preguntó él.

—Pues… —Al final tuvo que mirarle a los ojos.

—No lo habías pensado.

En aquel momento ella le bendijo por no tratarla con paternalismo. Hubiera sido muy penoso si le hubiera hablado con condescendencia. Recordó sus días de aspiraciones sociales, su lucha constante por estar a la altura, por decir la frase pertinente, por gustar a las personas adecuadas. Quienes han nacido aceptados no pueden entender ese sentimiento. Ésa era una de las cosas que Jack y ella compartían, la sensación de estar fuera, de ser aceptados durante el tiempo que dura su encanto y siempre que diviertan a los demás, pero no por derecho. Había sentido el aguijonazo de la superioridad inconsciente con demasiada frecuencia como para practicarla ella misma.

Jack estaba esperando el ataque de ira de Emily, pero en cambio ésta se había quedado meditando acerca de lo mucho que le gustaba su amigo, quien no le había dicho nada acerca del peligro en que podía poner su situación social.

—No —concedió ella con una ligera sonrisa y bastante calma—. Te estaría muy agradecida si tú me ayudaras con ese tipo de detalles. Si me preguntan, podría decirles que tengo una hermana sirviendo. Bloomsbury está lleno de criadas residentes.

—Entonces tendrá que usar el mismo apellido que tú. ¿Con qué nombre tienes pensado presentarte?

—Ehm… Amelia.

—Amelia qué.

—Cualquier cosa. No puedo usar el apellido Pitt, podrían relacionarlo con Thomas. Una vez tuve una doncella llamada Gibson. Usaré este apellido.

—Entonces tendrás que acordarte de escribirle a Charlotte también como señorita Gibson. Yo se lo diré.

—Gracias, Jack. Te estoy de verdad muy agradecida.

Él sonrió.

—¡Eso espero!

—¿Que dices que vas a hacer qué?

Las plateadas cejas de tía abuela Vespasia se arquearon por encima de sus ojos hundidos. Estaba sentada en su elegante salón para convidados, vestida de seda morada con una toquilla rosa en el cuello, sujeta por una estrella de aljófares. Tenía un aspecto más frágil que antaño, parecía más delgada desde la muerte de George. Pero su mirada había recobrado algo del antiguo fuego y su espalda se erguía tan recta como siempre.

—Voy a entrar en casa de los York en calidad de doncella —repitió Emily. Tragó saliva con dificultad y se enfrentó a los ojos de su tía.

Y Vespasia le devolvió la mirada sin inmutarse.

—¿De veras? No te va a gustar, querida. Las tareas serán el peso más ligero de tu carga. Ni siquiera la obediencia te será tan molesta como la obligación de adoptar una actitud de mansedumbre y respeto hacia el tipo de personas a las que estás acostumbrada a tratar de iguales, sean cuales sean tus pensamientos particulares. Y recuerda que esto vale también para el ama de llaves y el mayordomo, no sólo para la señora.

Emily no se atrevía ni a pensar en ello, a riesgo de perder los nervios. Una tímida vocecita le susurraba en su interior que tía Vespasia le vendría con alguna razón incontestable por la cual no podría realizar su proyecto. Ella sabía que no había sido del todo limpia con Jack. Éste se había mostrado preocupado por ella, eso era todo. Ella se habría sentido ofendida si él no se hubiera opuesto al plan.

—Ya lo sé —admitió—. No espero que vaya a ser fácil. Ni siquiera podré permanecer allí mucho tiempo, pero es una forma de enterarme de cosas acerca de los York que no podría saber por muchos años que fuera a visitarles. La gente no tiene en cuenta a la servidumbre, para ellos son muebles. Lo sé muy bien. Yo misma me comporto de ese modo.

—Sí —concedió Vespasia con sequedad—. Yo diría que, si alguna vez te sientes engreída, podría serte muy saludable conocer la opinión que tenga de ti tu propia doncella. Nadie conoce las debilidades ni la vanidad de una misma como su doncella. Pero recuerda, querida, que precisamente por esa razón una confía en su doncella. Si faltas a esa confianza, no esperes que te perdonen. No puedo imaginarme a Loretta York como una mujer que perdone fácilmente.

—¿La conoces?

—Sólo de la manera en que todo el mundo conoce a todo el mundo en sociedad. No es de mi generación. Bien, necesitarás algunos vestidos sencillos de paño, cofias y delantales, enaguas sin adornos de encaje, un camisón de dormir y un par de botas negras corrientes. Creo que una de mis doncellas debe de ser casi de tu misma talla. Y un baúl sencillo para llevar todo eso. Si es que te decides a hacer una cosa tan estrambótica, será mejor que la hagas lo mejor posible.

—Sí, tía Vespasia —dijo Emily con el corazón encogido—. Gracias.

A última hora de aquella misma tarde, sin haberse perfumado ni haberse dado el más ligero colorete en la pálida piel de su rostro, y ataviada con un vulgar vestido y un sombrero marrones, Emily se apeó del autobús público cargada con un baúl prestado y desgastado por el uso. Caminó hasta el número dos de Hanover Close para presentarse en la entrada del servicio. Llevaba en la bolsa de malla, también prestada, dos cartas de recomendación, una de ella misma y la otra de Vespasia. Su llegada había sido anunciada a través de una llamada por el teléfono nuevo, que tía Vespasia adoraba. Al fin y al cabo, no cabía aspirar a aquel puesto si ya estaba ocupado. Vespasia se enteró de que todavía no estaba ocupado, si bien tenían algunos aspirantes en mente. La señora York madre era una mujer muy escrupulosa, aun si la nueva doncella entraba al servicio de su nuera. Además, ella era la señora de la casa, y por tanto la que tenía que decir quién iba a trabajar allí y quién no.

Tía Vespasia se había interesado por la salud de la señora York, para a continuación expresarle su condolencia por el infortunio y la contrariedad que suponía perder una doncella en circunstancias como aquéllas. Había pensado que su propia doncella, Amelia Gibson, que le había servido con entera satisfacción, ahora que se encontraba ella en sus años de decadencia y en un semirretiro de la sociedad, estaba por encima de sus posibilidades, y buscaba como era natural un nuevo puesto. Procedía de una familia de confianza, desde hacía tiempo conocida por tía Vespasia, y ya había estado al servicio de su sobrina nieta, lady Ashworth, cuyo testimonio escrito adjunto testificaría lo dicho. Vespasia esperaba que la señora York encontrara en Amelia unas aptitudes y una disposición satisfactorias, y respondía de su buen carácter.

La señora York le había agradecido la cortesía y había accedido a recibir a Amelia si se presentaba sin dilación.

Emily había cogido la bolsa de malla con las cartas y tres libras y quince chelines en monedas de plata y cobre (las doncellas no podían tener soberanos y guineas de oro) y tiró con dificultad del desacostumbrado peso de un baúl que contenía un vestido de recambio, delantales, cofias y ropa interior, una biblia y papel para escribir, pluma y tinta, mientras bajaba las escaleras con el corazón golpeándole las costillas y la boca seca. Trató de ensayar mentalmente lo que debía decir. Todavía tenía tiempo para cambiar de idea. Podía dar media vuelta e irse sin más, y después escribir una carta de disculpa con alguna excusa: que había caído enferma, que su madre había muerto… ¡cualquier cosa!

Pero sus pies habían seguido caminando, y justo cuando estaba a punto de recapacitar en el último momento acerca de aquella lunática empresa, se abrió la puerta trasera. Apareció una fregona que parecía tener unos catorce años y salió con un recipiente lleno de mondaduras para tirarlas en el cubo de los desperdicios.

—¿Vienes por el puesto de la pobre Dulcie? —dijo con desparpajo mirando el raído abrigo de Emily y el baúl que arrastraba—. Venga, entra, te vas a congelar ahí en el patio. Tómate una taza de té antes de ir a ver a la señora, te sentirás mejor. Pareces medio muerta ahí a la intemperie. Vamos, dale ese baúl a Albert, que te lo lleve él, si es que te quedas.

Emily se sintió agradecida, y aterrorizada ahora que no podía echarse atrás. Quiso darle las gracias a la muchacha, pero su voz rehusó obedecer. Siguió en silencio a la fregona escaleras arriba hasta la parte trasera de la cocina, dejaron atrás las verduras, los cadáveres colgados de dos pollos y un manojo de aves de caza con todas sus plumas, y entraron en el cuerpo principal de la cocina. Emily tenía las manos entumecidas en el interior de sus guantes de algodón y se sintió engullida por el repentino calor del lugar. Sus ojos se llenaron de lágrimas y ella sorbió por las narices, una vez pasado el intenso frío sufrido durante el paseo desde la parada del autobús.

—Señora Melrose, ésta es una candidata al puesto de doncella, y está muerta de frío, la pobre.

La cocinera, una mujer de hombros estrechos y anchas caderas, con cara de pan de kilo, levantó la vista de la pasta que estaba enrollando y miró a Emily con una simpatía profesional.

—Vamos, pasa, chica, deja ese baúl en aquel rincón, fuera del paso, no queremos que nadie tropiece y se caiga. Si te quedas, ya tendremos tiempo de subirlo. ¿Cómo te llamas? ¡No te quedes ahí como un pasmarote, chica! ¿No tienes lengua?

—Espolvoreó de harina la pasta con las manos desnudas, le dio la vuelta sobre la superficie de la mesa y comenzó a amasarla de nuevo con el rodillo, sin dejar de mirar a Emily.

—Amelia Gibson, señora —dijo Emily con voz entrecortada al darse cuenta que ignoraba el tratamiento que una doncella debía dispensar a la cocinera. Una cosa que había olvidado preguntar.

—Hay gente que llama a las doncellas personales por el apellido —señaló la cocinera—, pero en esta casa no lo hacemos así. Además, tú eres muy joven. Yo soy la señora Melrose, la cocinera. Ésta es Prim, la fregona, la que te ha acompañado hasta aquí, y ésa es Mary, la ayudante de cocina. —Señaló con un dedo lleno de harina a una muchacha con un vestido de paño y cofia que estaba batiendo huevos en un recipiente—. Ya conocerás al resto del personal de la casa si lo necesitas. Siéntate a la mesa y Mary te preparará una taza de té mientras le decimos a la señora que estás aquí. Sigue con tu trabajo, Prim, ¡no pierdas más el tiempo por ahí, jovencita! ¡Albert! —llamó con voz aguda—. ¿Dónde está ese muchacho? ¡Albert!

Al cabo de un momento apareció un joven de unos quince años, ojos redondos y el pelo peinado hacia atrás desde la frente hasta la nuca, donde formaba un bucle hacia arriba que daba la apariencia de una cacatúa.

—¿Sí, señora Melrose? —dijo mientras tragaba con rapidez. Era evidente que había estado comiendo a escondidas.

La cocinera resopló.

—Ve arriba y dile al señor Redditch que está aquí la chica nueva que viene por el puesto de Dulcie. ¡Vamos, muévete! ¡Y si te vuelvo a pillar comiéndote los pasteles, te doy con la escoba!

—Sí, señora Melrose —dijo, y desapareció con prontitud.

Emily aceptó de buen grado la taza de té, de la que bebió a sorbitos, lo cual le dio hipo y se sintió ridícula mientras Mary se reía de ella y la cocinera fruncía el ceño. Trató de aguantar la respiración y apenas acababa de conseguirlo cuando entró la pulcra y guapa camarera para decirle que la señora York la esperaba en el tocador. Emily la siguió. Mientras recorría el pasillo y cruzaba por delante de la despensa del mayordomo, a través de la puerta tapizada de verde que conducía al cuerpo de la vivienda, seguía repitiéndose mentalmente lo que tenía que decir y el modo en que debía comportarse. Mirar con franqueza pero con modestia, hablar sólo cuando se lo pidieran, no interrumpir en ningún momento, no llevar la contraria, no expresar la opinión particular. A nadie le interesaba ni deseaba conocer la opinión de las doncellas, eso era improcedente. No pedir nunca a nadie que hiciera nada por ti, sino hacerlo una misma. Tratar al mayordomo de señor, o llamarle por el apellido. Dirigirse al ama de llaves y a la cocinera por el apellido. ¡Y no olvidarse de hablar con el acento adecuado! Estar siempre disponible, noche y día. No tener nunca dolor de cabeza ni dolor de estómago: estaba allí para hacer un trabajo y, de no ser por una enfermedad seria, no había excusas. Los vapores eran para las señoras, no para las criadas.

Nora, la camarera, llamó a la puerta, la abrió y anunció:

—La chica que ha venido a verla por lo del puesto de doncella de la señorita Veronica, señora.

El tocador estaba revestido de tonos marfil y rosa claros, con toques de un rosa más oscuro, todo ello en verdad muy femenino. No era aquel momento para fijarse en el material o en la calidad.

La señora Loretta York estaba sentada en una butaca. Era una mujer pequeña, con los hombros un poco regordetes y unos centímetros más gruesa de cintura de lo que ella probablemente deseaba, si bien había sabido preservar su belleza de juventud. Emily se dio cuenta al instante de que se escondía una mujer de hierro tras aquella dulzura femenina y aquella piel blanca, y que a pesar de todos los pañuelos de encaje, la ráfaga de perfume y el cabello espeso y sedoso, en sus ojos no había ni un remoto ápice de ambigüedad.

—Señora —farfulló Emily.

—¿De dónde es usted, Amelia? —inquirió Loretta.

Emily había decidido que lo más seguro era hacerse propio el bagaje cultural de su propia doncella, de este modo sabría que no incurría en contradicciones.

—De King’s Langley, señora, en Hertfordshire.

—Ya veo. ¿A qué se dedica su padre?

—Es tonelero, señora. Hace barriles y cosas así. Mi madre había sido lechera de lord Ashworth, que era el antiguo señor antes de dejarnos. —Sabía que no debía decir «morir», pues era una palabra demasiado directa para que la usara una criada al hablar de un tema tan delicado. La muerte era algo sobre lo que no había que hablar.

—Y usted ha trabajado para lady Ashworth y lady Cumming-Gould. ¿Trae referencias?

—Sí, señora. —Las sacó de la bolsa de malla, con los dedos agarrotados por los nervios, y se las entregó. Se quedó mirando al suelo mientras Loretta las leía primero y luego volvía a introducirlas en el sobre y se las devolvía. Ambas cartas estaban escritas en papel timbrado, había tenido buen cuidado de no olvidar aquel detalle.

—Bien, parecen satisfactorias —observó Loretta—. ¿Por qué abandonó el servicio de lady Ashworth?

Ya había pensado en aquello.

—Mi madre nos dejó —dijo, y tragó con dificultad. ¡Quisiera el cielo que no volviera a darle el ataque de hipo! Podía ser desastroso si Loretta creía que le había estado dando al jerez de la cocina—. Tuve que volver a casa para cuidar de mis hermanas pequeñas hasta que pudimos colocarlas. Y como es natural lady Ashworth, al formar parte de la vida de sociedad, tuvo que buscar a alguien para ocupar mi lugar: pero dijo que hablaría bien de mí. Y luego me contrató lady Cumming-Gould.

—Ya veo. —Sus fríos ojos la miraban inexpresivamente.

Resultaba extraño ser mirado como si uno fuera una propiedad que se puede adquirir o traspasar, sin consideración de las formas o los sentimientos. No era algo peculiar de Loretta York, cualquier otra persona en su situación hubiera obrado del mismo modo. Y en cambio se la iba a emplear para el cuidado de los aspectos más íntimos de su señora: peinarle el pelo, lavarle la ropa, plancharle y zurcirle las prendas, hasta las más íntimas, despertarla por la mañana, vestirla para cenas y bailes, atenderla cuando estuviese enferma. Nadie conocía a una mujer de forma tan íntima como su doncella. Desde luego, ni siquiera su marido.

—Bien, Amelia, supongo que sabe coser y planchar y cuidar del guardarropa, de lo contrario lady Ashworth no la hubiera recomendado. Tiene reputación de estar a la última en cuestiones de moda sin caer en la vulgaridad, aunque no recuerdo que me la hayan presentado.

A Emily le subió la sangre a las mejillas, para experimentar a continuación un escalofrío paralizante. Había pasado por el trance de que la reconocieran mucho antes de lo previsto. El peligro se había presentado y esfumado en un breve instante de horror, y en cuanto pasó abrió la boca para agradecerle el cumplido a Loretta, pero se dio cuenta con un sobresalto de que una respuesta a aquellas palabras podría precipitarla al escollo que acababa de salvar. En su nueva situación no se esperaba de ella comentario alguno.

—Puede comenzar ahora mismo —continuó Loretta—. Si desempeña su labor de manera satisfactoria durante un mes, se quedará con nosotros de forma permanente. Estará al servicio de mi hija política. Se le pagarán dieciocho libras al año y dispondrá de una tarde libre cada dos semanas, si es conveniente, pero volverá a casa antes de las nueve. Las chicas de esta casa no salen por la noche. Cada tres meses podrá pasar un día fuera para ir a ver a su familia.

Emily la miró.

—Gracias, señora —dijo con precipitación. Le habían dado el puesto, estaba decidido. Se sentía asustada y victoriosa al mismo tiempo.

—Bien, Amelia, eso es todo. Puede retirarse. —La voz de Loretta la devolvió a la realidad.

—Gracias, señora —repitió, dejando asomar a su rostro el alivio que sentía. ¡Después de todo quería realmente aquel puesto! Esbozó una breve reverencia y se volvió para marcharse, con un abrumador sentimiento de libertad en cuanto salió de la habitación y vio superado el primer obstáculo.

—¿Y bien? —La cocinera levantó la vista de la tarta de manzana que estaba ultimando con capas de hojaldre cuidadosamente cortadas.

Emily le sonrió mucho más abiertamente de lo que hubiera debido.

—¡Lo tengo!

—Entonces ocúpate de tu equipaje —dijo la cocinera con amabilidad—. No te quedes rondando por aquí, muchacha. ¡Aquí no eres de utilidad! La sala de estar del ama de llaves es la segunda puerta a la izquierda. La señora Crawford suele estar ahí a estas horas. Ve a verla. Ella te dirá dónde vas a dormir, —en la habitación de Dulcie, supongo— y le dirá a Joan, la lavandera, que te enseñe dónde está tu plancha y lo demás. Supongo que te presentarán a Edith, la doncella de la señora Piers York. Tú serás de la señorita Veronica.

—Sí, señora Melrose. —Emily hizo un movimiento hacia el rincón para recoger su baúl.

—¡No te preocupes por eso! Albert te lo subirá. Cargar y llevar cosas no es tu trabajo, a menos que te lo digan. ¡Vamos, muévete!

—Sí, señora Melrose.

Fue a la sala de estar del ama de llaves y llamó a la puerta. Una voz le dijo con aspereza que entrara.

La estancia era pequeña, atestada de muebles oscuros, y el olor de la cera se mezclaba con el espeso aroma a invernadero de un lirio plantado en una jardinera en un rincón. Había antimacasares bordados sobre los respaldos de los sillones y los aparadores, repletos de fotografías. De las paredes colgaban dos labores a mano enmarcadas en madera. Emily se sintió oprimida antes incluso de entrar.

El ama de llaves, la señora Crawford, era delgada y de baja estatura y tenía cara de gorrión irritado. De su moño recogido en la nuca, considerablemente pasado de moda y coronado por encajes blancos como la espuma, se escapaban mechones de cabellos grises.

—¿Sí? —dijo con sequedad—. ¿Quién eres tú?

Emily se irguió.

—La nueva doncella, señora Crawford. La señora Melrose me ha dicho que usted me diría dónde voy a dormir.

—¡Dormir! ¿A las cuatro de la tarde, jovencita? ¡Te diré dónde puedes dejar tu equipaje! Y te llevaré a la lavandería, donde Joan te dará tu plancha y tu tabla de planchar. Me parece que Edith está allí sentada, lleva unos días algo indispuesta. Tendrás que conocer a Nora, la camarera, y están también Libby, la doncella del piso superior, y Bertha, la doncella de la planta baja, y Fanny, la chica, ¡que vaya un servicio que hace! Y el señor Redditch, claro está, el mayordomo, pero poco tendrás tú que ver con él, ni con John, el lacayo, que acompaña al señor York, ni con Albert, el mozo.

—Sí, señora Crawford.

—Y conocerás también a Mary, la ayuda de cocina, y a Prim, la fregona. Bien, eso es todo. El personal de exterior, mozos de cuadras y cosas así, no son de tu incumbencia. Y no tienes por qué tratar con nadie de fuera de la casa a menos que la señora York te envíe a un recado. Los domingos por la mañana podrás salir para ir a misa. Comerás en el salón del servicio, con el resto de nosotros. Espero que te sirva ese vestido. —Lo miró sin agrado—. ¿Tendrás cofias y delantales, supongo? Lo doy por sentado. Si la señorita Veronica quiere que te los cambies, ella te lo dirá. Espero no tener que recordarte que no quiero pretendientes, ni caballeros que te ronden, de no ser que tengas padre o hermanos, en cuyo caso, con el debido permiso, supongo que se les permitirá que vengan a verte, a horas convenientes.

—Gracias, señora. —Emily podía sentir cómo se estrechaban las paredes a su alrededor como si fuera una prisionera. Ni visitantes, ni admiradores, ¡tan sólo media jornada libre cada quince días! ¿Cómo iba a mantenerse en contacto con Charlotte y Jack?

—¡Bueno, no te quedes ahí, muchacha! —La mujer se puso de pie y se alisó el delantal con brusquedad, en medio del ruido, al entrechocarse, de las llaves que llevaba colgadas de la cintura. La precedió fuera de la estancia, desplazándose como un pequeño roedor con pasos activos e impulsivos. En la lavandería lo tocó y retocó todo, le enseñó a Emily las calderas para escaldar la ropa blanca, los cubos del jabón, el almidón, las tablas de planchar, las planchas y las barras para orear la ropa, sin dejar un momento de chasquear la lengua para quejarse por la ausencia de Joan.

En el piso superior le mostró el dormitorio de Veronica York. Era de color verde claro y blanco con toques de amarillo, como el campo en primavera, y en el tocador tenía armarios llenos de ropa, toda ella muy elegante y de alta calidad —aunque nada de tonalidad rosada, mucho menos de color cereza.

Más arriba, en el piso de los sirvientes, la condujo hasta una pequeña habitación que ocuparía una quinta parte del tamaño de la que tenía en su propia casa, sin mobiliario alguno, salvo un armazón de cama con un colchón de cutí, mantas grises y una almohada; una pequeña alacena y una mesa con una jofaina encima, sin jarro. Debajo de la cama había un orinal de porcelana blanca corriente. El techo tenía tal inclinación que sólo podía estar completamente erguida en la mitad de la habitación, y la ventana de la buhardilla tenía unas cortinas lisas de color marrón. El linóleo del suelo era al tacto frío como el hielo y junto a la cama había una pequeña estera raída. Sintió que le daba un vuelco el corazón. Todo estaba limpio y frío y era infinitamente triste comparado con su casa. ¿Cuántas muchachas habrían permanecido de pie en puertas similares, con lágrimas en los ojos, sabiendo que no había escapatoria y que aquello era lo mejor que podían esperar?

—Gracias, señora Crawford —dijo con voz ronca.

—Albert te ha dejado ahí el baúl, lo deshaces y cuando te llame la señorita Veronica —dijo señalando hacia la campanilla que Emily no había advertido hasta entonces—, bajas y la vistes para la cena. Ahora está fuera de casa, si no yo te hubiera presentado ante ella.

—Sí, señora Crawford.

Y al cabo de un segundo se quedó sola. Aquello era horrible. Todo lo que tenía era un baúl de ropa, una estrecha cama más dura que un banco de piedra, tres mantas para calentarse, y no había ni fuego en la chimenea, ni más agua que la que ella misma pudiera traer en aquella jofaina, ni más luz que la que podía darle una vela que había en una desconchada palmatoria de esmalte. Y estaba a disposición de una mujer a la que ni siquiera conocía. Jack tenía razón: ¡debía haber perdido el juicio! ¡Si al menos él se lo hubiera prohibido, si tía Vespasia le hubiera rogado que no lo hiciera!

Pero a Jack no le preocupaba la soledad que ella pudiera sentir, ni el suelo desnudo, ni el orinal, ni el aseo integral en una palangana con agua, ni la obediencia a una campanilla. Si sentía temor era porque alguien había cometido un asesinato —si no dos— y Emily era una intrusa que había venido para averiguar quién era el asesino y atraparle.

Se sentó en la cama con las piernas temblando. Los muelles crujieron. Tenía frío y le dolía el cuello por el esfuerzo para no llorar.

«Estoy aquí para descubrir a un asesino, —se dijo—. Robert York fue asesinado… A Dulcie la arrojaron por una ventana porque vio a una mujer vestida de color cereza y se lo dijo a Thomas. Esta casa esconde algo terrible y yo voy a averiguar de qué se trata. Miles, decenas de miles de chicas en todo el país viven como yo ahora. Si ellas pueden soportarlo, yo también. No soy ninguna cobarde. No voy a salir corriendo sólo porque las cosas tengan un aspecto amenazador, y mucho menos porque sean desagradables. ¡No van a derrotarme antes siquiera de empezar!».

A las cinco y media sonó la campanilla y, tras ajustarse la cofia delante del trozo de espejo que había en la repisa de la chimenea y de sujetarse el delantal, Emily descendió al piso de abajo para conocer a Veronica York, con la vela en la mano.

En el rellano del primer piso llamó a la puerta del dormitorio y una voz le dijo que entrara. Al hacerlo no miró a la habitación, ya la había visto antes y no quería parecer curiosa. Además, su verdadero interés radicaba en la propia Veronica.

—¿Sí, señora?

Veronica estaba sentada en la silla de tocador, con una bata blanca anudada por la cintura, con su negra cabellera cayéndole suelta espalda abajo como tiras de satén. Tenía la tez pálida pero los huesos del rostro configuraban unas hermosas facciones, con los ojos grandes y oscuros como agua de turba. En aquel momento su delicado cutis aparecía azulado en torno a la delgada nariz y a través de los pómulos, y, definitivamente, era demasiado delgada para la moda al uso. Necesitaría un polisón para abultar un poco aquellas estrechas caderas, y algo de relleno para que aquel pecho pareciera más formado. Pero Emily tuvo que admitir que era una mujer bella, con las cualidades de delicadeza y carácter que hacen que su imagen permanezca en la mente mucho más tiempo que la mera regularidad en la disposición de los rasgos. Había pasión en aquel rostro, e inteligencia.

—Yo soy Amelia, señora. La señora York me ha dado empleo esta tarde.

Veronica sonrió de pronto y recobró todo su color. Era como si una habitación gris se hubiera iluminado.

—Sí, lo sé. Espero que te guste estar aquí, Amelia. ¿Estás a gusto?

—Sí, gracias, señora. —Emily mintió con valor. Lo que se le había proporcionado era todo lo que una doncella podía esperar—. ¿Iba a vestirse para la cena, señora?

—Sí, por favor. El vestido azul, creo que Edith lo guardó en el primer armario.

—Sí, señora. —Emily cruzó la habitación y volvió con un vestido de terciopelo y tafetán azul marino, con el corte bajo y las mangas abombadas. Le llevó algunos momentos dar con las enaguas adecuadas y enseñárselas a su dueña.

—Sí, eso es, gracias.

—¿Quiere que le arregle el pelo antes de ponerle el vestido, señora? —Así era al menos como se vestía Emily: era muy fácil que cayera sobre el vestido un cabello o un alfiler, una mancha de polvos o una gota de perfume.

—Sí. —Continuó sentada mientras Emily cogía el cepillo y abrillantaba luego el largo y fino cabello con un pañuelo de seda. Era adorable: espeso y oscuro como un mar sin luna.

¿Lo habría mirado Jack con similar admiración? Alejó aquella idea de su mente. No era el momento de atormentarse con los celos.

—Tal vez encuentres que el trabajo está un poco atrasado —dijo Veronica, interrumpiendo sus pensamientos. Emily vio cómo tensaba los hombros y se marcaban sus músculos en la nuca—. Me temo que mi anterior doncella sufrió un… terrible accidente.

Emily se quedó con el brazo inmóvil en el aire, con el peine en la mano.

—Oh. —Fingió ignorancia. Ninguno de los sirvientes se lo había dicho, y el tipo de persona que pretendía ser jamás hubiera leído nada acerca del «accidente»—. Lo siento, señora. Debe haber sido una contrariedad para usted. ¿Se hizo mucho daño?

La respuesta fue pronunciada con bastante tranquilidad.

—Me temo que la mataron. Se cayó por una ventana. No te preocupes, no fue de la habitación en la que estás tú.

Emily vio en el espejo los ojos de Veronica posados en ella. Puso una expresión de sorpresa y simpatía, consciente de que debía tener buen cuidado en no sobreactuar.

—¡Oh, eso es terrible, señora! Pobre criatura. Bueno, tendré mucho cuidado. De todas formas no me gustan las alturas, nunca me han gustado. —Se puso a enrollar el cabello de Veronica y a prenderlo con alfileres, retirándolo de las sienes. En cualquier otro momento le hubiera gustado la tarea, pero ahora estaba nerviosa. Debía parecer muy experta, los demás tenían que creer que aquélla era su profesión—. ¿Cómo sucedió, señora? —Preguntarlo era lo más natural.

Veronica se estremeció.

—No lo sé. Nadie lo sabe. Nadie vio cómo sucedió.

—¿Ocurrió de noche?

—No; por la tarde. Estábamos cenando.

—Qué espantoso para ustedes —dijo Emily, esperando sonar más a compasión que a curiosidad—. Espero que no tuvieran invitados, señora.

—Sí los teníamos, pero por fortuna se fueron antes.

Emily no se arriesgó a ir más allá. Le sería posible averiguar por alguno de los otros sirvientes quiénes eran aquellos invitados, aunque estaba dispuesta a apostar a que uno de ellos era Julian Danver.

—Qué momento tan terrible han pasado. —Enrolló el último mechón de cabello y lo prendió con alfileres—. Se siente cómoda, ¿señora?

Veronica volvió la cabeza frente al espejo hacia un lado y luego hacia el otro.

—Lo has hecho muy bien, Amelia. No es como suelo llevarlo, pero creo que así está mejor.

Emily sintió un gran alivio.

—Oh, gracias, señora.

Veronica se puso de pie y Emily la ayudó a ponerse las enaguas y el vestido. Veronica tenía en verdad un aspecto magnífico, pero Emily no estaba del todo segura de si un cumplido sería considerado una familiaridad. Decidió guardar silencio. Después de todo, la opinión de una doncella poco importaba.

Se oyó un golpe seco en la puerta y, antes casi de que Veronica pudiera decir «pase», entró Loretta York, elegante con su vestido de seda color lavanda con bordados negros y plateados, mirando de arriba abajo a Veronica con aire crítico. No pareció siquiera ver a Emily.

—Estás pálida. Por el amor de Dios, tienes que sobreponerte, querida. Tenemos un deber que cumplir. La familia merece lo mejor de nuestra cortesía, lo mismo que los invitados. Tu padre político cuenta con nosotros. Ninguno desea que piense que nos desmoronamos por culpa de una tragedia doméstica. Ya tiene bastante con sus propias preocupaciones. Lo que sucede dentro de casa es asunto nuestro, y debemos protegerle de toda perturbación. Un hombre tiene derecho a un hogar tranquilo y en orden. —Miró el cabello de Veronica con atención—. La gente se muere. La muerte es el fin inevitable de la vida, y tú no eres una insignificante burguesa que se entregue a los vapores a la primera aflicción. Ahora date un poco de colorete en la cara y vente abajo conmigo.

El cuerpo de Veronica se puso rígido, mientras se tensaba su azulada tez y la línea de la mandíbula se endurecía y se hacía más angulosa.

—Me he puesto el mismo colorete de siempre, mamá. No quiero parecer febril.

El rostro de Loretta se tensó.

—Sólo pienso en tu bienestar, Veronica —dijo con frialdad—. En la cabeza no tengo más que el bien para ti, como tú misma te darás cuenta si echas la vista atrás. —Las palabras estaban llenas de sensatez, hasta de amabilidad, pero la voz era cortante como la hoja de una navaja.

Veronica se puso más pálida aún y dijo con dificultad:

—Soy consciente de ello, mamá.

Emily se había quedado de piedra. La emoción era tan intensa que podía sentirla a flor de piel. ¡Y en cambio el tema de conversación era muy liviano!

—A veces me pregunto si es que se te va de la cabeza. Quiero que tu futuro sea de felicidad y seguridad, querida. Nunca lo olvides.

Veronica se estremeció, tragando saliva con dificultad.

—Nunca olvidaré lo que usted hace por mí —susurró.

—Yo siempre estaré aquí, querida —prometió Loretta; ¿o era más bien una amenaza velada, en medio de la inmovilidad sofocante de aquella habitación?—. Siempre. —Y entonces, al ver por el rabillo del ojo la paralizada silueta de Emily—: ¿Y tú qué estás mirando, muchachita? —preguntó. Su voz cayó como una bofetada inesperada—. ¡Métete en tus asuntos!

Emily se sobresaltó y la bata de Veronica le cayó de las manos al suelo. Se agachó y la recogió con torpeza, con los dedos agarrotados.

—¡Sí, señora!

Salió de la habitación prácticamente a la carrera, con la cara ardiendo de sonrojo por la frustración y la vergüenza de haber sido sorprendida escuchando. Las palabras utilizadas habían sido muy corrientes, cualquier madre e hija políticas podrían haberlas intercambiado, pero no habían sido pronunciadas en una atmósfera de ligereza y desenfado, sino que iban cargadas de múltiple sentido. Y Emily sintió con una descarga eléctrica que la recorría bajo la piel que, por debajo de todo aquello, había un odio inmenso.

Emily comió por primera vez en Hanover Close en el comedor de la servidumbre, sentada a una gran mesa presidida por Redditch, el mayordomo. Tenía cuarenta y tantos años y era un poquitín pomposo, pero su rostro tenía un aire de ligera sorpresa tan inofensivo que no pudo disgustarla.

Se había hecho tarde entre que se había servido la cena en el salón comedor, la habían encontrado satisfactoria y se había recogido la mesa. El fregadero estaba lleno de platos sucios. En un extremo de la mesa se sentaba la cocinera, siempre solícita; pero eso era porque Emily era una recién llegada, y no cabía duda de que las atenciones maternales se convertirían con rapidez en disciplina maternal en el momento en que Emily hablara cuando no le correspondía o faltase a su deber. La señora Crawford, el ama de llaves, iba vestida de bombasí negro con una inmaculada cofia de encaje, más elaborada que la que había llevado aquella misma tarde y que le daba una mayor dignidad. Era evidente que se consideraba superior en cualquier otro lugar de la casa y que sólo aquí toleraba la supremacía de la cocinera por el hecho de que la señora Melrose estaba inmediatamente implicada en la preparación de la comida. A lo largo de la conversación la señora Crawford se limitó a hacer pequeñas puntualizaciones que servían para recordar su rango.

Edith, la otra doncella personal, se sentía al parecer lo suficientemente recuperada como para sentarse a la mesa con los demás. Tendría entre treinta y cuarenta años, era regordeta y hosca. Su pelo conservaba todavía el brillo pero su complexión campesina se veía empobrecida por las dos décadas del hollín y la niebla de Londres y por la falta de aire sano. Cualquiera que fuera la naturaleza de su indisposición, y aunque no parecía muy contenta de la comida, se las arregló para comérselo todo y repetir pan, queso y embutidos, que era todo lo que la mesa ofrecía, ya que el plato principal se había acabado en la comida del mediodía. Emily tuvo la aguda sospecha de que Edith era más perezosa que débil de salud, por lo que se propuso averiguar por qué la autoritaria señora York lo permitía.

Pasó lo que quedaba de velada en el salón de la servidumbre, escuchando fragmentos de conversaciones y enterándose de todo lo que pudo, que fue bastante poco ya que todos hablaban sobre todo de sus propios asuntos, de cuestiones domésticas, de los hombres de negocios y sus errores y de la decadencia general del carácter nacional de que hacían gala los sirvientes de los demás y de los modelos de vida doméstica en general.

Edith se había sentado junto al fuego y cosía una camisa. El misterio de que estuviera allí empleada quedó solucionado: era una costurera excelente. Podía ser holgazana y tener poca gracia, pero tenía talento en sus manos. La aguja asomaba y desaparecía, conduciendo en la brillante seda en sus idas y venidas, mientras las flores tomaban forma bajo su mano, delicada como el tejido de gasa y perfectamente proporcionada. Emily, que observaba su labor, comprobó que el revés era prácticamente indistinguible del derecho. Por su aspecto, bien podía esperarse de Edith que la hubieran destinado a los trabajos más humildes, y hubiera tenido que hacerlos sin rechistar, de lo contrario la hubieran reemplazado por otra. Chicas que se prestaran a hacer de recaderas las había a montones desde la mecanización y la consecuente desaparición de centenares de oficios domésticos. Las ocupaciones tradicionales de las mujeres habían dejado de existir. Decenas de miles de ellas abandonaban el campo para sumarse al servicio doméstico, la mayoría sin nada que ofrecer más que su buena voluntad y la necesidad de subsistencia. Las chicas que sabían coser como Edith valían su peso en oro. Era una lección a tener en cuenta.

A Fanny, la aprendiz, que sólo tenía doce años, la mandaron a la cama a las nueve y media, para que pudiera levantarse a las cinco a limpiar los hogares y abrillantar los metales. Se fue con un reproche poco convincente, expresado más por costumbre que con la esperanza de un indulto, y Prim, la fregona, la siguió quince minutos más tarde, por razones similares y con similar reproche.

—¡Vamos! —dijo el ama de llaves con aspereza—. ¡Deprisa! Arriba a dormir, jovencita, si no te levantarás tarde mañana.

—Sí, señora Crawford. Buenas noches. Buenas noches, señor Redditch.

—Buenas noches —se escuchó la automática respuesta.

—He oído que mañana hay cena de gala… ¿Vendrán muchos invitados? —preguntó Emily con toda la indiferencia de que fue capaz.

—Veinte —contestó Nora—. No se suelen hacer muchas fiestas aquí, pero sí suele venir gente importante. —Sonó un poco a la defensiva. Miraba a Emily con frialdad, dispuesta a responder a cualquier comentario que le hiciera.

—Antes se hacían más fiestas —dijo Mary, levantando la vista del zurcido que estaba haciendo—. Antes de que mataran al señor Robert.

—¡Ya está bien, Mary! —se apresuró a decir la cocinera—. Aquí a nadie le gusta hablar de esas cosas. ¡Vas a conseguir que las chicas vuelvan a tener pesadillas!

Emily, deliberadamente, no interpretó bien aquel diálogo.

—Me encantan las fiestas. Me encanta ver a las damas tan bien vestidas.

—¡Basta ya de fiestas! —dijo el ama de llaves, malhumorada—. Y basta de hablar de la muerte. Tú no podías saberlo, Amelia, pero el señor Robert murió en terribles circunstancias. Te recomiendo que mantengas la boca cerrada sobre ese tema. ¡Si vas por ahí con chismes e inquietando a la gente, no encontrarás sitio en esta casa ni te llevarás buena reputación de aquí! Ahora sube al piso de arriba y prepara las cosas de la señorita Veronica para la noche, y asegúrate de que lo tienes todo preparado para mañana. A las nueve y media puedes bajar otra vez para tomar chocolate.

Emily permanecía sentada sin moverse, mientras notaba cómo se ponía de mal genio. Cruzó una mirada con el ama de llaves y vio asomar la sorpresa en los ojos de ésta. Las doncellas no cuestionaban sus órdenes, y menos las doncellas recién llegadas. Había cometido su primer error.

—Sí, señora Crawford —dijo con gravedad, con una voz ronca de ira, tanto por ella misma como por haber sido llamada a la obediencia.

—Una engreída —dijo la señora Crawford mientras Emily salía por la puerta—. Recuerde mis palabras, señora Melrose: ¡una engreída! Lo he visto en sus ojos, y en la forma de caminar que tiene, con esos aires. De ésta no va a salir nada bueno… estoy segura.

La primera noche de Emily en Hanover Close fue espantosa. La cama era dura y las mantas delgadas. Ella estaba acostumbrada a un fuego y un edredón de plumas, y a unas gruesas cortinas de terciopelo en las ventanas. Aquellas cortinas eran de paño corriente y podía oír el aguanieve azotando el cristal en tanto en la tenebrosa oscuridad del exterior no se solidificaba y se convertía en nieve. Entonces todo era silencio, en medio de un frío denso, extraño y penetrante. Plegó las rodillas pero no pudo reunir el calor suficiente para conciliar el sueño. Al final se levantó, la atmósfera era tan desapacible que el contacto del vestido en la piel le hizo estremecer. Movió los brazos con brusquedad, pero los tenía demasiado tensos como para calentarse con ellos, así que puso su toalla sobre la cama y la estera del suelo encima de la misma, y volvió a acostarse.

Esta vez se durmió, pero le pareció que había pasado apenas un instante hasta que oyó una llamada seca en la puerta y asomó la pequeña cara paliducha de la aprendiz.

—Es hora de levantarse, señorita Amelia.

Por un momento Emily no entendió dónde demonios se encontraba. Hacía frío y la habitación era adusta. Vio el armazón de la cama de hierro y un montón de sábanas grises y una alfombrilla cubriendo su cuerpo. Las cortinas estaban todavía cerradas. Entonces, con una punzada de tristeza lo recordó todo, aquella absurda situación en la que se había metido ella misma.

Fanny no dejaba de mirarla.

—¿Tiene frío, señorita Amelia?

—Estoy congelada —reconoció Emily.

—Se lo diré a Joan. Le conseguirá otra manta. Ahora es mejor que se levante. Son casi las siete y tiene que arreglarse usted primero y luego hacerle el té a la señorita Veronica y llevárselo, y prepararle el baño. Normalmente le gusta levantarse a las ocho. Y por si nadie se lo ha dicho, Edith seguramente dormirá hasta tarde y tendrá usted que prepararle también el té a la señora York y a lo mejor el baño.

Emily apartó las mantas y se levantó con decisión, mientras le temblaba todo el cuerpo. El suelo sin la alfombrilla parecía el puro hielo.

—¿Edith suele escabullirse a menudo? —preguntó mientras le castañeteaban los dientes. Abrió las cortinas para dejar entrar la luz del día.

—Oh, sí —contestó Fanny con despreocupación—. Dulcie siempre tenía que hacerle parte de su trabajo, como supongo que usted hará también, si es que se queda. Es mejor así. Además, si la señorita Veronica está contenta con usted, lo más seguro es que se la lleve con ella cuando se case con el señor Danver, y entonces estará bien. —Sonrió y dirigió los ojos hacia lo alto para mirar el cielo gris a través de la ventana—. A lo mejor conoce usted a alguien encantador, guapo y amable, con su tienda propia, tal vez, y se enamora de él… —Dejó el pensamiento colgando, bello y brillante como una pompa de jabón, demasiado precioso para tocarlo.

Los ojos de Emily se humedecieron de lágrimas. Se dio la vuelta, pero tenía demasiado frío como para dejar de vestirse y ponerse a hablar, además de que el tiempo apremiaba.

—¿La señorita Veronica se va a casar? Qué emocionante. ¿Cómo es ese señor Danver? Supongo que será buen partido.

Fanny dejó volar el sueño y volvió a la realidad.

—¡Cielos, señorita Amelia, no lo sé! Nora dice que lo es, ¡pero qué va a decir ella! Tiene buen ojo para los caballeros, vaya que sí. Mamá solía decir que todas las camareras lo tienen. Se las imagina a todas igual.

—¿Cómo era el señor Robert? —Emily se puso el delantal y cogió un cepillo para desenmarañarse el pelo y recogérselo.

—No lo sé, señorita. Murió antes de que yo entrase aquí.

Claro… Sólo tenía doce años, así que debía tener nueve cuando Robert York fue asesinado. Pregunta estúpida.

Fanny no se desalentaba con facilidad.

—Mary dice que tenía muy buena planta y que era un auténtico caballero. Nunca trató de engatusarla, como hacen algunos caballeros, y hablaba como los ángeles. Le gustaban las cosas finas, vestía con gusto, pero no era chabacano. La verdad es que ella dice que era el mejor caballero que ha visto jamás. Lo tenía en un pedestal. Claro que supongo que lo oiría todo de los sirvientes de la parte delantera, porque ella entonces era la fregona. Estaba entregado a Veronica, y ella a él. —Suspiró y miró hacia abajo a su vestido gris de simple paño—. Qué cosa tan triste, morir asesinado de aquella manera. A ella le rompió el corazón. Lloró lo indecible, pobrecilla. Yo creo que tendrían que haber colgado al que lo hizo, pero nadie lo cogió. —Sorbió por las narices con fuerza—. Me gustaría encontrar a alguien que me amara a mí así —dijo, y volvió a aspirar. Era una criatura realista y en su fuero interno sabía que eso sería siempre una fantasía, pero una fantasía preciosa. Ocupada todo el santo día de los aspectos más prácticos, necesitaba abandonarse por un momento y dejar volar el pensamiento. Hasta la más remota posibilidad era infinitamente apreciada.

Emily pensó en George con una viveza que hacía meses había aprendido a desechar. Un año atrás su vida parecía tan segura, y ahora en cambio estaba allí, tiritando de frío en un ático a las siete de la mañana, vestida de burdo paño azul y escuchando los sueños de una aprendiz de doce años.

—Sí —dijo con franqueza—, eso sería lo más bonito que se puede imaginar. Pero no renuncies a ello pensando que eso sólo les pasa a las señoras. Algunas de ellas también lloran por sus sueños, tú no sabes todo lo que sucede. Y hay gente que tú jamás lo dirías y que encuentra la felicidad. No te rindas, Fanny. No debes rendirte.

Fanny se enjugó la nariz con un trapo que se sacó del bolsillo del delantal.

—Usted es diferente, señorita. Es mejor que la señora Crawford no le oiga decir esas cosas. No le gustan las chicas que tienen ideas propias. Dice que es malo para ellas: que sólo son causa de inquietudes y problemas. Dice que la felicidad proviene de saber cuál es tu lugar y no salirte de él.

—Estoy segura que lo dice —dijo Emily. Se echó agua fría de la jofaina a la cara y cogió la toalla de la cama para secarse. Le raspó en la piel, pero al menos el roce le activó la circulación sanguínea.

—Tengo que irme —dijo Fanny volviéndose hacia la puerta—. No he hecho más que la mitad de las chimeneas, y Bertha querrá que la ayude con las hojas de té.

—¿Las hojas de té? —Emily no entendía qué era lo que quería decir.

—¡En la alfombra! —Fanny la miraba fijamente—. ¡Las hojas de té que hay que limpiar de la alfombra antes de que bajen el señor y la señora! ¡Me las tendré con la señora Crawford si no lo hago! —Y con una nota de auténtico miedo en la voz se escabulló. Emily oyó sus rápidos pies correr a lo largo del pasillo sin moqueta y bajar las escaleras.

El día fue una sucesión de tareas. Emily lo empezó cortando finas rebanadas de pan y mantequilla y llevándoselo en una bandeja a Veronica, retirando las cortinas y preguntando cómo quería su señora el baño y qué ropa quería ponerse. Luego, al hacer lo mismo para Loretta, se había sentido de pronto estúpidamente nerviosa. Le habían temblado los dedos y casi derrama el té. La taza había titubeado y por un momento pensó que la volcaba. La cortina se enganchó y tuvo que tirar con fuerza de ella, mientras le daba un vuelco el corazón y se formaban en su mente la imagen de la galería cayéndosele encima. Había sentido los ojos de Loretta perforándole la espalda.

Pero al volverse, Loretta se ocupaba en untar mantequilla en el pan, sin demostrar el menor interés en lo que pudiera estar haciendo ella.

—¿Quiere que le prepare el baño, señora? —preguntó.

—Desde luego. —Loretta no levantó la vista—. Edith me ha sacado ya el vestido para la mañana. Puedes volver dentro de veinte minutos.

—Sí, señora —dijo, y se retiró en cuanto pudo.

Cuando ambas damas se hubieron bañado y estuvieron vestidas, Edith se dignó hacer acto de presencia, de modo que Emily sólo tuvo que peinar a Veronica, tras lo cual se le permitió que bajara a toda prisa a la cocina para tomar su intermitente desayuno. Después le pidieron que volviera arriba para ayudar a Libby, la doncella del piso superior, a limpiar las habitaciones. Había que ventilarlas, pero antes había que tumbar los espejos de pie para que la corriente de aire no pudiera derribarlos y romperlos. Luego, en medio del gélido viento que entraba a través de las ventanas abiertas, le fueron dando la vuelta a los colchones, los ahuecaron por el centro y se arrodillaron delante de los que eran de plumas para sacudirlos con el puño cerrado hasta dejarlos más esponjosos que un suflé. Finalmente hicieron las camas. Las alfombras había que enrollarlas y llevarlas abajo para sacudirlas sólo una vez cada quince días, y gracias a Dios no tocaba aquel día. Esta vez se limitaron a barrerlas, a quitar el polvo de todas las superficies, a vaciar y lavar todas las jofainas y orinales y a limpiar los baños a fondo y cambiar las toallas.

Cuando acabaron Emily se sentía cansada y sucia; el pelo se le había ido soltando de los alfileres. La señora Crawford la paró en las escaleras y le dijo que parecía una calamidad y que valía más que se arreglara un poco mejor si quería seguir allí. Emily estaba a punto de replicarle que si ella no hubiera estado sin dar golpe también estaría ahora un poco desaliñada, cuando vio en el piso de abajo a Veronica. Pálida y tensa de cara, se alejaba a paso rápido de Loretta y del mayordomo con los diarios de la mañana recién planchados, y cruzaba el vestíbulo en dirección al comedor.

—Sí, señora Crawford —dijo Emily con docilidad, recordando por qué estaba allí.

Estaba tan sedienta que notaba la boca seca, y tenía la espalda dolorida de tanto agacharse e incorporarse. ¡Pero no iba a permitir que ningún ama de llaves la derrotara! Aquél era el único sitio donde podía descubrir quién había asesinado a Robert York y por qué, y quién había empujado a la pobre Dulcie por la ventana y la había matado.

Había aprendido ya muchas más cosas acerca de cómo eran aquellas dos mujeres de lo que hubiera podido saber en un mes de visitas sociales. Era Loretta, y no Veronica, la que dormía entre sábanas de raso de color rosa nacarado con las fundas de las almohadas bordadas de sedas de colores. O bien Veronica estaba contenta con el lino, o no le habían ofrecido otra posibilidad. Era Loretta la que usaba cremas caras y perfumes intensos embotellados en frascos de cristal y de Lalique con tapones de filigrana de plata. Veronica tenía una mayor belleza natural, con su pequeña estatura y su gracia y aquellos ojos perturbadores. Pero era Loretta la que se mostraba más femenina y elegante. Se preocupaba por los detalles del cuidado personal: el perfume en los pañuelos y las enaguas para dejar un aroma en el aire a su paso, o el tafetán para hacer un ruido susurrante al caminar, el gran número de pares de botas y zapatillas para poderlas combinar adecuadamente con cada vestido y mostrarlas fugazmente por debajo de la falda. ¿No pensaba Veronica en esa clase de cosas, o era que las eludía con sutileza? ¿Había alguna razón que explicase una diferencia que Emily todavía no comprendía?

Era evidente que había un fuerte vínculo emocional entre las dos mujeres, si bien a Emily se le escapaba todavía cuál era su naturaleza exacta. Loretta aparentaba ser una mujer protectora que custodiaba a la otra mujer, más joven y aparentemente más frágil, de los rigores de la viudez, aunque al mismo tiempo tenía muy poca paciencia y era altamente crítica. Y Veronica guardaba algún tipo de resentimiento hacia su madre política, si bien parecía a la vez depender de ella en gran medida.

Cuando se cambiaron para el almuerzo después del paseo matutino, Emily estaba ocupada con los abrigos húmedos y las faldas sucias, las llevaba en el hombro de aquí para allá para secarlas, cepillarlas, airearlas y doblarlas; y tenía que encargarse de la ropa de las dos mujeres, por cuanto Edith había vuelto a desaparecer. Oyó una abrupta conversación entre Veronica y Loretta, durante la cual la voz de aquélla subió de tono y la segunda guardó un tranquilo y frío silencio a modo de lo que parecía ser una advertencia. Emily trató de seguir escuchando, pero justo cuando estaba a punto de agacharse hacia el ojo de la cerradura, llegó la doncella del piso superior y se vio obligada a continuar con su quehacer.

Al almuerzo en el salón de los criados se le llamaba comida, y Emily, a la que pillaron en falta al llamarla con la palabra equivocada, recibió una curiosa mirada de la cocinera.

—Tú te consideras del piso superior, ¿verdad, señorita? —le dijo el ama de llaves con aspereza—. Bueno, pues aquí abajo no tienes por qué darte esos aires, ¡y será mejor que lo recuerdes! Eres exactamente igual que el resto de las criadas. De hecho ni siquiera eres tan buena como ellas en tanto no lo demuestres.

—¡Oh, a lo mejor algún caballero conocido de la señorita Veronica se encapricha de ella y se convierte en duquesa! —dijo Nora con cara de desprecio—. Sólo que necesitarías ser camarera para conocer a algún duque, y te falta hermosura para eso. Para empezar, no eres lo bastante alta. Ni tienes tampoco muy buen color. ¡Estás más bien paliducha!

—Tampoco creo que haya en circulación duques para todas —replicó Emily—. ¡Así que hasta las camareras tendrán que esperar a que todas las damas estén servidas!

—¡Bueno, pero tengo más oportunidades que tú! —respondió Nora—. Al menos yo conozco mi trabajo, ¡no necesito tener una aprendiz que me enseñe cómo hacerlo!

—¡Duquesa! —exclamó Edith con una risita—. Ese nombre le va que ni pintado. Se pasea por ahí moviendo la cabeza como si llevara una tiara y tuviera miedo de que le cayera en las narices. —Hizo una burlona inclinación—. ¡No sacuda tanto la cabeza, su alteza!

—¡Ya está bien! —dijo el mayordomo con desaprobación—. Esta mañana ha hecho la mayor parte de vuestro trabajo. ¡Deberíais estarle agradecidas! Eso no ha sido muy bonito de vuestra parte.

—Edith estaba atareada zurciendo, y no se encuentra muy bien. —El ama de llaves miró a Redditch con irritación, de un modo que hubiera hecho callar a cualquiera que no hubiese sido un mayordomo—. No tienes por qué censurarla.

—Edith es una haragana, y no seguiría aquí si no fuera la mejor costurera de la ciudad —respondió Redditch con rapidez, pero aquella réplica perdió parte de su mordacidad por el aire de cautela que adoptó a renglón seguido.

—Le agradeceré que se ocupe de sus propias responsabilidades, señor Redditch. Las doncellas son cosa mía y me ocuparé de ellas a mi manera, que se ajusta bastante bien con la de la señora York.

—Muy bien, señora Crawford, desde luego conmigo no va ver cómo las chicas se rebajan mutuamente y se ríen las unas de las otras, y si vuelvo a oír algo parecido alguna se llevará una seria advertencia.

Aquello pareció zanjar la cuestión de forma momentánea, pero Emily supo al contemplar sus rostros que se habían trazado las líneas para la batalla y que ninguno de ellos olvidaría lo que se había dicho. Se habían declarado sus enemigas tanto Edith como Nora, y de ahora en adelante haría muy feliz al ama de llaves si dejaba que la sorprendiera en algún fallo. Si quería sobrevivir, tendría que cultivar el aprecio del mayordomo hasta que la misma posición de ella se convirtiera para él también en una cuestión de orgullo.

La tarde fue calamitosa. Emily había supervisado el trabajo de su propia doncella muchas veces y se había imaginado que conocía sus obligaciones, pero vigilar cómo otra manejaba la plancha con las prendas de encaje arrugadas era una empresa muy diferente de hacerlo una misma, y era más difícil de lo que creía. La única buena noticia fue que no chamuscó nada, así que fue posible que Joan viniera a rescatarla, lo que tuvo como resultado quedar en deuda con Joan. Emily no había parado en toda la tarde, ni siquiera para tomar una taza de té, y por fin subió al piso de arriba a las cinco y media, exhausta, con la cabeza a punto de estallar, la espalda dolorida y los pies con rozaduras por el uso de unas botas que no eran las suyas, y con el tiempo justo para ayudarle a Veronica a cambiarse para la cena de gala.

Después de haber recibido varias visitas para tomar el té, Veronica parecía también cansada y más nerviosa de lo previsible. Ella no era la anfitriona, la responsabilidad en el éxito de la cena recaía en su madre política, de modo que ella sólo tenía que mostrarse encantadora. Sin embargo, cambió de parecer tres veces a la hora de elegir vestido, se mostró insatisfecha con su peinado y cuando Emily lo había deshecho del todo y vuelto a hacer, seguía sin estar segura. Se puso delante del espejo y frunció el entrecejo ante su imagen reflejada.

Emily estaba exhausta, con la mente llena de pensamientos referentes a cuán egoísta era aquella mujer. En todo el día no había hecho nada más que recibir visitas, comer y charlar, mientras que Emily había trabajado como una esclava, sin poder parar siquiera para tomar el té de la tarde, y la habían criticado y se habían burlado de ella, y después de eso todo lo que Veronica era capaz de pensar era en decirle que le deshiciese una vez más el peinado y lo rehiciera por tercera vez.

—Le quedaba muy bien la primera vez, señora. —Emily apenas podía controlar su tono de voz.

Veronica cogió el frasco de perfume y se le escurrió entre los dedos, derramándose el perfume en la delantera de la falda.

Emily se hubiera echado a llorar. Ahora había que cambiarle todo, no había más alternativa. Y para colmo no sabía cómo quitar la mancha y tendría que preguntárselo a Edith, quien se jactaría de su ignorancia, se lo diría casi con toda seguridad a la señora Crawford y con gran probabilidad al resto del personal. No se atrevió a decir nada. Sólo cuando estaba en el cuarto ropero eligiendo un cuarto vestido se dio cuenta de que ella tampoco solía prestar más atención a los sentimientos de su propia doncella de lo que lo hacía Veronica ahora.

De vuelta en el dormitorio con el vestido nuevo, vio a Veronica sentada en la cama, en enaguas y camisa, con la cabeza gacha y el cabello cayéndole hacia adelante. Parecía muy frágil, con los hombros casi infantiles, y dolorosamente vulnerable. Era un momento muy íntimo. ¿La había visto nunca alguien más en aquella situación, sin su encanto personal ni su confianza en sí misma? Emily tuvo ganas de rodearla con los brazos, de tan amargamente sola como parecía. Ella también vivía una viudedad con la sombra del asesinato. Pero sabía que aquello era imposible. Se extendía un abismo entre ellas, al menos del lado de Veronica.

—¿No se encuentra usted bien, señora? —dijo con amabilidad—. Puedo traerle una tisana, si le apetece. Con lo adorable que es usted, a nadie le importará que se retrase uno o dos minutos. ¡Baje después de las otras damas y arme un poco de revuelo!

Veronica levantó la vista y Emily se quedó sorprendida al ver gratitud en su rostro. Esbozó una ligera sonrisa.

—Gracias, Amelia. Sí, me vendrá bien una tisana. La tomaré mientras me peinas.

Emily tardó cinco minutos en identificar los ingredientes disponibles y seleccionar una sedante manzanilla, y esperó otros tres a que hirviera el agua, operación tras la cual tenía que subir de nuevo las hierbas al primer piso. En el vestíbulo se encontró con el ama de llaves.

—¿Qué estás haciendo aquí abajo, Amelia?

—Cumplo un encargo de la señora York —repuso con aspereza, mientras se recogía la falda para pasar junto al poste de las escaleras, que comenzó a subir sin mirar atrás.

La señora Crawford resopló y le advirtió con voz apagada:

—¡Ya nos encargaremos de usted, señorita! —Pero ahora no tenía tiempo que perder con aquello.

Veronica la recibió con gusto y sorbió de la tisana como si de verdad fuera un restaurador de vida. No puso reparos cuando Emily la peinó como la primera vez y la ayudó con la cuarta elección de vestido, uno de tafetán negro con abalorios. Era muy extremado, y en una mujer no tan bella como Veronica hubiera resultado excesivo.

—Tiene un aspecto maravilloso, señora —dijo Emily con sinceridad—. Ningún hombre en la sala tendrá ojos para nadie más.

Veronica se ruborizó, primera vez en todo el día que Emily veía color en sus mejillas.

—Gracias, Amelia. No me adules o harás que peque de inmodestia.

—Una pequeña confidencia no hace ningún daño. —Emily recogió el vestido manchado para llevárselo. Lo mejor sería tratar la mancha de inmediato. A lo mejor Joan podría ayudarla.

Acababa de cruzar la puerta del cuarto ropero y se volvía para cerrarla cuando oyó que se abría la puerta del dormitorio y vio entrar a Loretta. Llevaba un vestido color gris pluma de paloma y plata y tenía un aspecto muy femenino.

—¡Dios bendito! —Arqueó las cejas al ver a Veronica—. ¿De verdad crees que eso es lo más adecuado? Es muy importante que ofrezcas una impresión favorable al embajador francés, querida, y sobre todo en presencia de los Danver.

Veronica aspiró profundamente y dejó escapar el aire poco a poco. Emily podía ver su mano agarrada con fuerza al dobladillo de la falda.

—Sí, creo que es perfectamente adecuado —dijo con escasa firmeza—. Garrard Danver es un gran admirador de la ropa elegante, no le interesa lo corriente.

El rostro de Loretta enrojeció brevemente.

—Como quieras. —Su voz sonó tensa—. Pero no entiendo por qué te estás retrasando tanto. Subiste con tiempo de sobra. ¿Es que no es buena la nueva doncella?

—Sí es buena… la verdad es que es excelente. He cambiado de idea varias veces sobre lo que iba a ponerme. No ha sido culpa de Amelia.

—Lástima. Seguramente te habían aconsejado mejor la primera vez. Vamos, es ya muy tarde. ¿Eso es una taza de tisana?

—Sí.

Hubo un silencio. Luego la voz de Loretta se apaciguó, conservaba un cierto matiz de tensión, pero la mantuvo perfectamente controlada. Se había desplazado ligeramente, de forma que Emily no podía seguir viéndole el rostro.

—Veronica, no empieces a dejarte dominar por los nervios. Es un lujo que no te puedes permitir. Si te sientes mal, llamaremos al médico. Si no, debes imponerte una pequeña autodisciplina, poner una sonrisa en la cara y venir abajo. Tú ya estás a punto de llegar tarde. ¡Pero yo no!

Se hizo de nuevo el silencio. Emily abrió la puerta unos centímetros, pero no se atrevió a abrirla más para no llamar la atención de Loretta.

—Estoy preparada —dijo Veronica por fin.

—¡No, no lo estás! Estar preparada es algo más que ponerse un vestido y peinarse, Veronica. —Había bajado el timbre de voz, que sonaba ahora con cierto apremio—. También tienes que tener preparada la mente. Vas a casarte con Julian Danver. No des motivo a nadie para dudar de tu felicidad, y menos al propio Julian. Sonríe. A nadie le gusta una mujer nerviosa o de mal humor… De una mujer se espera que contribuya al bienestar y placer de un hombre, que sea una compañera agradable, ¡no un motivo de tensión! Y nadie se casa por voluntad propia con una mujer sin una salud robusta. Debemos ocultar nuestras pequeñas quejas. Lo que se espera de nosotras es valor y dignidad… De hecho se nos exige.

—Hay veces que te odio —dijo Veronica quedamente, pero con una pasión que a Emily le puso la carne de gallina.

—Eso —repuso Loretta con frialdad glacial— es otro lujo que tampoco puedes permitirte, querida, no más que yo misma.

—¡A lo mejor valdría más que sí! —dijo Veronica entre dientes.

—Oh, recapacita, querida, recapacita —replicó Loretta con suavidad. Entonces, su voz cambió súbitamente y se hizo áspera, sofocada por el furor—. ¡Sobreponte de una vez y deja ya esos gimoteos débiles y estúpidos! ¡Yo sólo puedo llevarte hasta un límite, a partir de ahí tienes que valerte por ti misma! He hecho por ti todo lo que he podido, y no ha sido para mí tan fácil como a veces tú pareces pensar.

Se produjo un frufrú de faldas y luego la puerta exterior se abrió y Emily escuchó una voz totalmente nueva, una voz de hombre, inteligente y personal.

—¿Estás lista, querida? Es hora de ir a saludar a nuestros invitados. —Aquél tenía que ser Piers York, la única persona de la casa a la que Emily no conocía—. Veronica, estás arrebatadora.

—Gracias, papá. —La voz de Veronica se quebró incluso al pronunciar aquellas breves palabras.

—Sé muy bien la hora que es, Piers —dijo Loretta de forma enérgica, sin rastro de la anterior emoción, que había transformado en una ligera irritación al haber sido reconvenida—. Estaba esperando a Veronica. Tiene una doncella nueva, y con las doncellas nuevas siempre se tarda un poco más.

—Ah, ¿ya la tiene? —dijo él con suavidad—. Creo que no la he visto todavía.

—No había razón para que la vieras —repuso Loretta—. Ya tienes suficiente trabajo con organizar a los criados.

Veronica estaba dispuesta a discutir.

—No ha sido culpa de Amelia, sino mía. He cambiado de idea varias veces.

—Una cosa que resulta cara. —Había un tono de advertencia en la educada observación de Loretta, y sólo Piers pareció pasarlo por alto.

—Tonterías, querida. Privilegios de una dama.

Esta vez Loretta no discutió. Una vez más cambió de tono de voz, que se hizo más amable y familiar.

—Oh, Veronica y yo nos conocemos muy bien. Hemos compartido mucho dolor, por lo que puedo asegurarte, querido, que no puede haber malentendidos entre nosotras. Ella sabe exactamente lo que yo quiero decir. Venga, hace rato que deberíamos estar abajo. Es un deber para con nuestros invitados, y los Hollingsworth al menos nunca llegan tarde. De lo más aburridos.

—Yo creo que todos ellos son bastante aburridos —dijo él con franqueza—. No sé por qué seguimos recibiéndoles. No veo la necesidad.

El resto de la velada fue muy triste. La cocina era un auténtico caos, con la cocinera supervisando y ultimando el servicio de una docena de platos diferentes. Mary estaba frenética con las pastas, las salsas, los zumos y los pudines. Redditch se ocupaba de la bodega y del comedor, donde estaba John, mientras que Albert iba sin parar de uno a otro. Nora se paseaba por todas partes, acicalada, con las faldas ondulando y el delantal tan blanco y recargado de bordados que parecía un espumoso mar de olas rompientes, sin dejar de dar órdenes a las doncellas con gran autoritarismo. Prim tenía los brazos metidos en el fregadero hasta los codos, intentando dar un buen empujón a su trabajo, al menos con las cazuelas, pero tan pronto como acababa con una pila le bajaban otra del comedor. Todo el mundo con los nervios a flor de piel y, cuando hubo ocasión, Emily no pudo probar bocado, ya que sólo quedaba pastel de caza frío, lo último que le apetecía comer.

Aunque no entrara dentro de sus obligaciones, Emily ayudó limpiando, fregando y abrillantando la cristalería y apartando la plata y las bandejas. No podía irse tranquilamente a la cama dejando a Mary, Prim y Albert con aquella monstruosa pila, además de que necesitaba todos los aliados que pudiera conseguir. La señora Crawford era ahora una enemiga implacable, desde el momento que el mayordomo había expresado desgraciadamente con claridad su postura. Nora estaba celosa y seguía refiriéndose a Emily como «la duquesa», y Edith no disimulaba lo más mínimo su desprecio.

Era la una menos cuarto, el viento gemía en el exterior y buscaba cualquier hendidura en las ventanas y cualquier puerta abierta para enviar sus afiladas ráfagas. El aguanieve batía los cristales cuando Emily subió el último tramo desnudo de las escaleras del ático y se arrastró hasta su pequeña y gélida habitación. Sólo había una vela para encender y la cama estaba tan fría que parecía húmeda al tacto.

Se puso el camisón de dormir encima de la ropa interior y luego se deslizó en la cama. Estaba tan fría que se puso a tiritar y las lágrimas asomaron a sus ojos a pesar de toda su determinación. Se puso boca abajo y hundió el rostro en la almohada congelada. Lloró hasta dormirse.