Emily regresó a su casa al día siguiente de San Esteban, día de los aguinaldos. La casa en la ciudad de los Ashworth era grande y sumamente elegante. George había hecho decorar de nuevo gran parte de ella para satisfacer el gusto de Emily durante el año siguiente al de su boda y, de acuerdo con su carácter, había sido muy generoso. Nada que pudiera añadir encanto o personalidad había sido negado, y aun así el efecto final de conjunto no había sido ostentoso. No se habían empleado elementos ornamentales franceses, no se veían volutas ni capas doradas; el mobiliario era de estilos Regencia y Rey Jorge, en consonancia con la propia arquitectura de la casa. En aquella época Emily había hablado con George de la afición de los padres de éste por las borlas y flecos y había relegado la mayoría de los insulsos retratos de familia a las habitaciones de los invitados que no solían usarse. El resultado había sorprendido y agradado a George, quien lo había admirado en comparación con las concurridas casas de sus amigos.
Ahora, mientras Emily permanecía en medio del vestíbulo y observaba cómo los sirvientes obedecían sus instrucciones llevando baúles y preparando algo de comer para Edward y ella misma, se sintió rodeada por un vacío de soledad, como si aquella casa le fuera extraña.
Respiró hondo y quiso decirles que pararan, que volvía a la casa, mucho más pequeña, de Charlotte. No había comparación posible entre ambas: la casa de su hermana estaba amueblada con muebles de segunda mano y situada en una calle estrecha y nada elegante. Pero Emily había sido feliz en ella. Durante unos días se había olvidado por completo de su recién adquirido estado de viudedad. Las diferencias materiales habían carecido de relevancia, habían convivido todos juntos y, si bien es verdad que se despertaba una o dos veces por la noche, sola en la cama, pensando que Charlotte estaba al otro lado de la pared en una cama caliente con Thomas, había sido por breves momentos, rechazados al pronto por un recobrado sueño.
Ahora el contraste era tajante como un cuchillo afilado: hacía que el espacioso aire de aquella casa, de la que ella era sola señora, fuera frío, como si el agua fría le rozara la piel.
¡Qué ridiculez! Los sirvientes habían encendido el fuego de todos los hogares y se oía por doquier el ruido de los pasos rápidos y ajetreados, el tintineo de la plata en el comedor y la cháchara de las doncellas en el descansillo. La puerta tapizada de terciopelo verde se abrió con un golpe sordo y entró un criado.
Ella subió con rapidez los escalones mientras se quitaba el abrigo. Su doncella personal se le acercó y se lo cogió, junto con el sombrero. Desharía las maletas, separaría lo que necesitaba lavarse y colgaría los vestidos. La niñera haría lo propio con Edward.
Al volver a la planta baja, el cocinero llamó a la puerta del tocador y le pidió instrucciones para la cena y le preguntó sobre las comidas de los días inmediatos. Emily sólo tenía que tomar decisiones sobre las cuestiones más perentorias, pero ése era el problema. Ante ella se extendía una sucesión indefinida de días vacíos de cualquier ocupación necesaria o interesante: tendría que llenar los tristes días de enero haciendo alguna tarea doméstica, escribiendo cartas, tocando el piano en una habitación vacía o yendo de aquí para allá con sus pinceles y pinturas para intentar y no conseguir crear lo que anhelaba.
Sea lo que fuera lo que fuese a hacer, no quería hacerlo sola.
Pero la mayoría de la gente que conocía sólo eran meros conocidos, considerarlos amigos hubiera sido devaluar el término. Su compañía rompería el silencio sin proporcionarle un sentimiento de comprensión mutua, y todavía no estaba tan desesperada como para implorar compañía, cualquiera que ésta fuese, al margen de su calidad.
En la parte sensible de su mente radicaba el convencimiento de que cualquier compañía valiosa significaba relacionarse, y Emily no sabía para qué tipo de relación estaba preparada, aparte de la familiar. Aunque su madre también había enviudado recientemente, Emily sentía que tenía poco en común con ella. Caroline Ellison había estado casada durante mucho tiempo, y se había sentido sin duda agradecida con las comodidades materiales del matrimonio. Pero con la viudez había descubierto una soledad no exenta de sentimientos vivificadores. Por primera vez en su vida no tenía que darle cuentas a nadie, ni a su autocrático padre, ni a su ambiciosa madre, ni a su agradable pero inflexible marido. Hasta su madre política había dejado de ser la vieja matriarca dictatorial que había sido en vida de su hijo. Caroline, por fin, era libre para expresar sus ideas. En más de una ocasión había provocado en la vieja dama un paroxismo de rabia al decirle que se ocupara de sus propios asuntos, cosa que jamás se hubiera atrevido a hacer en vida del padre de Emily. Sencillamente, no hubiera valido la pena pasar por el consiguiente disgusto, ni hubiera habido posibilidad de explicación.
Pero el padre de Emily había muerto en paz tras una breve enfermedad a los sesenta y cinco años. George había sido asesinado en su juventud, y Emily nunca había echado en falta en realidad la libertad para hacer las cosas que tal vez en otras circunstancias hubiera deseado. Las únicas restricciones que pesaban sobre ella eran las que imponía la vida social, y se sentía más atada por ellas ahora que George había muerto de lo que lo hubiera estado si todavía viviera. Aquel profundo sentimiento de soledad la espantaba. Y aquello sólo podía empeorar, por lo que se sentía impulsada a llenar su vida con actividades concretas y conversaciones banales.
La alternativa parecía atractiva: ahondar en la amistad con Jack Radley. Por el momento no tenía el sentimiento de que hubiera de ser muy difícil expulsar de su mente el tipo de cuestiones que el lado más racional de su ser plantearía: ¿cabía pedirle a aquel hombre algo más aparte de ser encantador con ella, mostrar su sentido del humor, tener la facilidad para hacer que hasta los más simples pasatiempos parecieran divertidos y ser tan comprensivo que rara vez fuese necesaria una explicación y nunca lo fuese una justificación?
Para ser amigos es importante gustarse, claro está. Pero Emily sabía que para casarse con un hombre tiene que haber también confianza, el conocimiento de que los valores importantes se comparten, de que si ella cae enferma o se siente desgraciada, si es difamada por alguien, va a contar con el apoyo de él. Y que si él llegara a serle infiel —aquel pensamiento le producía casi un dolor físico, pues las heridas que George le había causado no estaban cicatrizadas por completo—, si él le fuera infiel alguna vez, no tendría mayor importancia y sería lo suficientemente discreto como para que ni ella ni sus amigos nunca lo supieran.
Y tenía que haber respeto. ¿Qué podía llegar a compartir con alguien que no poseyera el valor necesario para luchar por lo que cree, o la grandeza de corazón suficiente para sentir compasión? Muy pronto dejaría de sentir aprecio por un hombre cuya imaginación no fuera más allá de sus propias preocupaciones.
Se sorprendió con el asomo de un sentimiento de horror y vergüenza. Pero ¿qué estaba pensando? ¿Casarse? ¡Debía estar loca! Jack necesitaba casarse por el dinero. Lo sabía desde que frecuentaba Cardington Crescent. Ésa era la razón por la que tío Eustace le había invitado en un principio: como posible marido adecuado para Tassie, ya que él aportaría las relaciones familiares y ella el dinero. Aunque Emily era mucho más rica que Tassie March, ahora que había heredado la fortuna de George. Pero tenía que olvidar este horrible pensamiento. Era una viuda rica. Los cazadores de fortuna comenzarían a acudir y a dar vueltas en torno a ella como a la carroña, a la espera de la ocasión: no demasiado pronto, si no querían parecer poco decorosos y malgastar sus posibilidades, ni demasiado tarde, si no querían ver cómo otro se llevaba la presa.
Aquel pensamiento era tan repugnante que le daba náuseas. La primera vez que se había lanzado al mercado matrimonial, Emily había disfrutado del juego. Lo tenía todo para ganar y había ganado. Se lo había merecido, había jugado de forma soberbia. Poseía toda la inocencia y la arrogancia de la inexperiencia.
Ahora se sentía mucho menos segura de sí misma. Había probado la amargura de una relación malograda, además muy recientemente, y lo tenía todo que perder.
¿Estaba Veronica York en la misma posición? ¿Había cavilado aquellos mismos pensamientos? Su marido había sido asesinado también y presumiblemente le había dejado en herencia la fortuna de los York, fuera la que fuese. ¿Observaría ahora a los admiradores con recelo, les sometería en su mente a pruebas imaginarias para ver si su amor era de verdad hacia ella y no hacia sus bienes?
¡Qué arrogancia! Jack Radley jamás había mencionado el matrimonio, ni le había mostrado a Emily el menor indicio que le hiciera suponer que tal era su intención o su deseo. Tenía que aprender a dominar sus pensamientos, ¡o acabaría por decir alguna estupidez en voz alta delante de él que la traicionase por completo y que provocase una situación insostenible!
¡Si al menos hubiese algún crimen urgente con el que Charlotte y ella pudieran enfrentarse cara a cara, algo real e innegablemente importante que expulsase de su mente todas aquellas especulaciones y ensoñaciones ridículas! ¿Cómo podía una mujer mínimamente inteligente ocupar la totalidad de sus pensamientos dando órdenes a los sirvientes, que en cualquier caso sabían muy bien lo que tenían que hacer? ¡La doncella podía haber organizado fácilmente las tareas de una casa que sólo iban a ocupar una mujer y un niño pequeño!
Así que fue con un cúmulo de emociones mezcladas y algo turbulentas como Emily saludó al mayordomo a la mañana siguiente cuando éste entró en la sala de estar para anunciar que Jack Radley presentaba sus respetos. Estaba en la salita de espera y deseaba saber si lady Ashworth tendría a bien recibirle.
Ella tragó saliva y se sentó en silencio un momento, mientras componía su aspecto; tampoco era cosa que el mayordomo advirtiera su confusión.
—Qué hora tan rara para hacer una visita —dijo como sin importancia—. Hay un asunto del que le pedí que se ocupara por mí, a lo mejor tiene alguna noticia. Sí, Wainwright, dígale que pase.
—Sí, milady. —Si Wainwright había notado algo, no lo demostraba en su tranquilo rostro. Se volvió con lentitud y salió de la habitación, como si estuviera en una procesión. Estaba con los Ashworth desde que era un chiquillo, y su padre antes que él, como jardinero jefe. Emily todavía se sentía incómoda ante Wainwright.
Jack entró al cabo de un momento, sin prisa, tal como requerían las normas de corrección, pero en sus pasos se advertía cierta premura y en el rostro impaciencia. Iba, como siempre, vestido con elegancia y a la moda, pero llevaba la ropa con tal desenvoltura que aquella elegancia parecía una feliz casualidad más que algo premeditado. Había conseguido una imagen por la que muchos hombres hubieran pagado una fortuna.
Vaciló en el momento de decirle a ella que tenía un aspecto magnífico, y al final descartó aquella mentira en favor de una sonrisa fugaz y de la verdad.
—Pareces tan aburrida como yo, Emily. Detesto el mes de enero, y ya lo tenemos casi encima. Tenemos que hacer algo interesante para conseguir que pase rápido.
Ella no pudo evitar una sonrisa.
—¿De veras? ¿Y qué sugieres? Por favor, siéntate.
Él obedeció con elegancia y le miró con una sonrisa franca.
—Deberíamos proseguir nuestro trabajo detectivesco —replicó—. Seguro que Charlotte volverá a casa de los York, ¿no te parece? Tengo la indudable impresión de que estaba tan entusiasmada como nosotros. De hecho, ¿no fue idea suya?
Ésa era la excusa ideal, y Emily se agarró a ella sin pensarlo.
—¡Sí que lo fue! Estoy segura de que le encantaría que se le presentase una ocasión para repetir la visita.
No necesitaba añadir que ello requeriría la colaboración de Jack, ambos lo sabían. Ninguna mujer soltera en la situación por la que Charlotte había pretendido hacerse pasar insistiría por ella misma en forzar una amistad como aquélla. Por otra parte, Charlotte no disponía de los medios económicos necesarios ni siquiera para desplazarse en un carruaje, no digamos para vestir convenientemente. Emily podía aportar todas esas cosas, pero no su compañía. Ahora tenían que espolear a Charlotte, por si se había olvidado de los York con el ajetreo y la ilusión de la Navidad.
—Le enviaré una nota —añadió en voz alta—. Además, siempre cabe la posibilidad de que Pitt descubra algo nuevo, así que deberíamos estar al tanto también de sus pesquisas.
Jack parecía pensativo, con la mirada perdida en el suelo.
—Por mi parte he intentado, con extrema discreción, sondear a un par de amistades acerca de los Danver, pero no he averiguado casi nada. El padre, Garrard Danver, es uno de los miembros más antiguos del Foreign Office, a través del cual debió conocer a los York con tanta intimidad. Aunque la sociedad del «gran mundo» es sorprendentemente pequeña. Todos se conocen entre sí, al menos de vista o de oídas. Aunque, claro está, eso no es lo mismo que visitar a alguien con regularidad. Había dos hijos: a uno lo mataron en la India hace algún tiempo, el otro es Julian Danver, que para saber si se casará o no se casará con Veronica York confiamos en las indagaciones de Pitt.
Emily dio un pequeño respingo de enojo. Estaba desarrollando una empatía con Veronica York que convertía en irritante todo lo que podía suponer una sombra a su reputación.
—¡Me pregunto si alguien se habrá molestado en pensar si él es suficientemente bueno para ella! —dijo con aspereza Emily, pero se arrepintió de haber pronunciado aquellas palabras. Mejor se hubiera mordido la lengua, antes que decir algo que traicionaba tan claramente sus aborrecibles suspicacias. ¡Quisiera Dios que Jack no estableciera la asociación! Abrió la boca para apresurarse a tapar el desliz con la conversación, pero tuvo miedo de que él se diera cuenta. En lugar de ello adoptó una actitud arrogante.
Jack la miraba un tanto perplejo.
—¿Te refieres a la reputación de Danver?
Ahora ella se quedó sin respuesta. Esperar que la reputación de un hombre fuese tan inmaculada como la de una mujer era absurdo. Se delataría como una idiota excéntrica si sugería tal cosa.
Pero la alternativa era la verdad, lo que era peor aún. ¿Cómo podía entonces dar marcha atrás a la discusión sin ser cogida en mentira? Sentía el calor de la sangre que le subía a las mejillas. ¡Tenía que decir algo! Aquel silencio la aguijoneaba.
—Bueno, deben de estar preocupados porque sea un hombre de honor, tal como aparenta —dijo, apresurándose a añadir algo que sonase mejor, más concreto—. Hay hombres con los hábitos más vergonzosos. Tal vez tú no lo sepas, pero después de haber colaborado en la investigación de uno o dos crímenes, me he enterado de cosas terribles que les eran totalmente desconocidas a los familiares de esos individuos. —Se obligó a mirar a Jack, consciente de que estaba hablando en exceso.
—¿Lo que dices tiene algo que ver con el asesinato de Robert York? —preguntó él. Sus ojos no revelaban nada en absoluto.
—No —dijo ella con parsimonia—. A menos que él le matara, claro.
—¿Julian Danver?
—¿Por qué no?
—¿Te refieres a que podía ser ya entonces el amante de Veronica? —Se dejó llevar por la suposición—. Sí, es posible. —Lo había dicho con firmeza. No parecía encontrar la idea inverosímil.
A Veronica no le hubiera estado permitido el divorcio, ni siquiera con pruebas fundadas de un eventual adulterio, ¡no digamos ya sin fundamento ninguno! Emily lo sabía muy bien. Sólo los hombres podían divorciarse por infidelidad, y aun en tal caso ello era causa de ruina para la mujer. Lo que se esperaba de ésta era que o bien fuera capaz de prevenir ese género de infortunios, o bien, y dado el caso, lo sobrellevara con elegancia. Si Veronica, por tanto, hubiera sido repudiada por adúltera, Julian Danver hubiera en tal caso perdido cualquier expectativa de carrera pública si se casaba con ella; de hecho, ni siquiera se les hubiera recibido en sociedad. Hubieran dejado de existir a todos los efectos.
—¿Piensas que podía estar tan loco por ella que perdiera la cabeza y el sentido de la moral hasta el punto de hacer una cosa así? —preguntó Emily, no porque creyera que Jack pudiera saberlo, sino para comprobar su opinión acerca de Veronica. ¿La veía como una mujer capaz de inspirar una pasión tan temeraria?
La respuesta fue la que temía.
—No conozco a Danver. Pero si fuera capaz de tal cosa, Veronica sería la mujer indicada para despertar un sentimiento como ése.
—Oh —dijo Emily—. Entonces deberíamos haber proseguido con ese asunto sin dilación, aunque sólo fuera por respeto a la justicia. —Sonó muy formal—. Escribiré a Charlotte para que llegue hasta el final con lo de la invitación a ver la exposición de invierno, y tú deberías hacer lo posible para que la inviten a conocer a todas las personas que puedan estar involucradas. —Su frustración se había exacerbado de repente a pesar de sus intenciones—. ¡Desearía no estar aquí encerrada como una ermitaña! ¡Es detestable! Podría hacer tantas cosas, sólo con que fuera libre para relacionarme… ¡oh, demonios!
Él se quedó perplejo, pero sus ojos sonreían.
—No creo que estés preparada todavía para el salón de visitas de la honorable señora Piers York, Emily —dijo con ironía.
—Todo lo contrario —saltó ella, con la cara enrojecida—. ¡Estoy más que preparada!
Pero no podía hacer nada, de modo que su única opción era decidir entre aceptarlo de buen talante o a las malas. Después de unos minutos de charla sobre cuestiones más generales, Jack se despidió con el encargo de ingeniárselas para obtener la invitación pertinente. Emily volvía a quedarse sola para darle vueltas y más vueltas en la cabeza a todo lo que ella misma había dicho, cambiando una palabra aquí y allá, una inflexión al decir esto o lo otro, para hacer su discurso más encantador y menos revelador. Hubiera deseado volver atrás y reconducir de nuevo la entrevista entera, y ser esta vez más superficial, decir incluso en alguna ocasión algo ingenioso. A los hombres les gustaban las mujeres capaces de divertirles, siempre que no fueran demasiado listas o demasiado maledicentes.
¿Podía ser que estuviera enamorada de Jack? Eso sería indecoroso, con la muerte de George tan cercana en el tiempo. ¿O se trataba simplemente de que él le gustaba, y ella estaba tan aburrida, tan abrumadoramente sola?
Fue seis días más tarde, pasado el Año Nuevo y ya de pleno en el mes de enero, con todo su lúgubre y desesperante frío, con la nieve cubriendo las calles y la gélida niebla arrastrándose como un blanco presagio de muerte, agarrada a las gargantas, devoradora de la luz, distorsionadora de los sonidos y aisladora de todas las personas que se aventuraban a salir al exterior, cuando el carruaje de Emily pasó a recoger a Charlotte a última hora de la tarde. La condujo a casa de Emily, donde se cambió y se puso un vestido de gala de seda de un azul majestuoso, mientras Emily y su doncella la acicalaban con mimo. Luego, arropada en lanas y pieles, fue en el carruaje de Jack hasta la casa de Garrard Danver y su familia en Mayfair, al otro extremo de Hanover Close.
El carruaje se desplazaba con lentitud a través de los remolinos de niebla y Charlotte apenas podía ver la difuminada luminosidad de las farolas de gas, un momento de un amarillo límpido y al siguiente envueltas y cegadas por blancos y polvorientos jirones de vapor.
Estaba contenta cuando se detuvieron y volvía a ser el momento de convertirse de nuevo en Elisabeth Barnaby. Era más fácil sumirse en la actividad que sentarse cabizbaja en la oscuridad dándole vueltas a la mente y preocupándose por todas las cosas que podían salir mal. Si la descubrían, ¿qué explicación daría? Sería espantoso: quedaría en evidencia, atrapada y debatiéndose como una mariposa clavada en un alfiler, mientras todos la mirarían pensando qué estúpida y desagradable era. Tendría que admitir que había perdido el seso, no habría más excusa posible.
Pero incluso si conseguía engañarlos con éxito, ¿quién le decía que fuera a descubrir algo que arrojara alguna luz sobre la muerte de Robert York? Tal vez todo aquel montaje no tuviera nada que ver con Robert ni con Veronica York, sino que era una tonta y mera farsa para distraer la mente de Emily del aburrimiento y una oportunidad para que Charlotte pudiera emitir un juicio sobre Jack Radley, ¡con lo que el éxito sería de lo más pasajero!
La portezuela del carruaje estaba abierta y el sirviente esperaba con la mano extendida para ayudarla a descender. Ella se apeó, contenta por un momento de sentir el contacto de su mano, mientras el frío y cortante aire le golpeaba el rostro como muselina húmeda. Entonces subió deprisa las escaleras y entró en el amplio y cálido vestíbulo.
No había tiempo para contemplar el mobiliario o los cuadros junto al tramo de escaleras que llevaba al descansillo del primer piso. El mayordomo se llevó su abrigo y la bufanda y una doncella aguantaba abierta la puerta que conducía al salón de invitados. Charlotte se cogió del brazo de Jack y trató de cruzar el umbral confiada, con la barbilla alta y su blusa de seda ondeando a sus pasos —o, para ser más exactos, la camisa de seda de Emily.
Jack le propinó un leve codazo para darle a entender que estaba exagerando la nota. Se le suponía modesta y agradecida por la ayuda recibida. Bajó la vista con un sentimiento de irritación. Estaba cansada de ser agradecida.
Habían sido los últimos en llegar, que era lo procedente, por cuanto eran los únicos a los que el resto no conocían íntimamente. Las seis personas que se encontraban en la estancia se volvieron para mirarles con diverso grado de interés. La primera en hablar fue una mujer joven cercana a la treintena con un rostro de gran personalidad que casi era bello; la punta de su nariz se inclinaba de un modo muy alejado de los cánones y había una franqueza en sus oscuros ojos que parecía fuera de lugar en una mujer soltera. Su figura no era lo suficientemente redondeada, de acuerdo con los gustos de la moda, aunque su negro cabello era lo bastante denso y reluciente como para agradar a cualquiera. Se adelantó para saludar a Charlotte con una sonrisa cargada de buenos modales.
—Qué tal, señorita Barnaby. Yo soy Harriet Danver. Estoy muy contenta de que haya podido venir. ¿Encuentra Londres de su agrado, al margen de este condenado tiempo?
—Cómo está usted, señorita Danver —replicó Charlotte con cortesía—. Oh, sí, gracias por su interés. Incluso con esta niebla es un cambio muy agradable con el campo, y la gente es tan amable.
Un alto y encorvado caballero, con un rostro aguileño de aspecto elevadamente ascético, se acercó desde el lugar en que había estado medio sentado en el respaldo de un gran butacón. Charlotte calculó su edad en torno a los cuarenta y cinco años, hasta que pasó justo por debajo de la araña del techo y vio que el tono grisáceo de las sienes alcanzaba también al resto de la cabeza; las líneas del rostro eran más finas y numerosas de lo que las sombras habían revelado.
—Yo soy Garrard Danver. —Su voz sonó con un timbre refinado—. Estoy encantado de conocerla, señorita Barnaby. —No le cogió la mano, sino que sonrió a Jack, ante el que se inclinó también a modo de bienvenida, y los presentó al resto de personas de la sala.
De entre éstas, la más interesante era Julian Danver. No en balde era la razón principal por la que Charlotte se había mostrado tan deseosa de asistir. Era más o menos de la misma talla que su padre, con una constitución más atlética, pero fue el rostro lo que llamó su atención. Debía haber heredado los rasgos de su madre, ya que Charlotte no pudo apreciar parecido familiar alguno con Garrard, en tanto que en Harriet era harto reconocible, sobre todo en los ojos. Julian era guapo, tenía los ojos grises o azules —no podía decirlo bajo la luz de la araña— y el pelo castaño con una linda mecha que le cruzaba la frente. Los rasgos de la cara eran marcados y en su porte había inteligencia y autodominio. Podía imaginar muy bien que Veronica York le encontrase de lo más atractivo.
El último miembro de la familia Danver era la hermana solterona de Garrard, la señorita Adeline Danver. Era de gran delgadez, aunque llevada con elegancia, y su vestido verde oscuro no conseguía disimular las prominencias óseas de sus hombros. Sus rasgos faciales eran una exageración de las imperfecciones del rostro de Harriet —la barbilla era más pequeña, la nariz más prominente—, pero tenía los mismos ojos oscuros y la misma espléndida mata de pelo, algo más apagado pero todavía espeso.
—Tía Adeline es dura de oído —le susurró Harriet a Charlotte con suavidad—. Si hace algún comentario sorprendente, por favor sonríe y no hagas caso. Le pasa muchas veces que interpreta mal lo que se dice.
—Naturalmente —murmuró ella con educación.
Los únicos invitados que quedaban eran Felix Asherson y su esposa. Hombre de aspecto imponente, de pelo negro y ojos grises vivaces, trabajaba en el Foreign Office con Julian Danver. Pero fue su boca lo que llamó la atención de Charlotte. No consiguió formarse una opinión cierta sobre ella: ¿era fuerte y sensual, o era aquel labio tan grueso una señal de inmoderación? Su esposa Sonia era una hermosa mujer de suaves y regulares facciones, vacía de expresión, el tipo de rostro que les gusta a los profesionales de la moda porque al menos es capaz de llevar un sombrero sin que la atención se desvíe hacia la modelo. Tenía una figura bien proporcionada y llevaba para la ocasión un vestido de una tonalidad rosa coralina de lo más acertada que dejaba ver unos hombros regordetes de un color blanco lechoso.
Tras el intercambio formal de salutaciones, comenzó la habitual y convencional conversación. Puesto que todos los demás se conocían muy bien, ésta se centró en Charlotte y Jack Radley, y ésta se esforzó por dar respuestas objetivas que tuvieran sentido y se acomodaran con el personaje que interpretaba. Se suponía que era una mujer joven de recursos modestos y buena educación, y que se dedicaba, como era natural, a buscar esposo. El desempeño de aquel papel requería toda su atención, por lo que hasta que no estuvieron sentados para la cena en torno a una mesa que brillaba con toda su plata y su cristalería, compartiendo una sopa más bien salada, no le fue posible tomarse el tiempo necesario para observar al resto de los reunidos.
La conversación continuaba por derroteros muy generales: comentarios acerca de la inclemencia del tiempo, de cuestiones menores sobre las últimas novedades —nada que tuviera que ver con la política o que pudiera ser remotamente conflictivo— y observaciones en torno a una representación teatral a la que la mayoría de ellos había asistido. Charlotte intervenía sólo cuando los buenos modales lo requerían, lo que le proporcionaba tiempo para pensar. Tal vez no volviera a presentársele aquella oportunidad, de modo que debía aprovecharla al máximo.
Pocas cosas esperaba descubrir, pero podía añadirlas a las menos que sabía por Pitt. ¿Cuánto tiempo haría que Julian Danver y Veronica se conocían? ¿Era su amor anterior a la muerte de Robert York, y había sido por tanto su causa? ¿Era Julian Danver un hombre ambicioso, tanto profesional como socialmente? ¿Se había producido una diferencia apreciable en la situación financiera de ambos, tanto que el dinero pudiera ser un motivo para Veronica o para él?
Charlotte había crecido en un hogar en el que se admiraba la calidad, incluso en aquellas ocasiones en que no se podía costear. Formaba parte de los atributos de una señorita de buena educación el que fuera capaz de distinguir lo excelente de lo bueno sin más, y naturalmente que supiera también valorar su coste. Había visto el vestíbulo y el salón de visitas de la casa de los York y estaba en condiciones de poder estimar que poseían dinero desde hacía el tiempo suficiente como para sentirse cómodos con él. No se apreciaba la tendencia a la ostentación que tantas veces acompaña al enriquecimiento reciente. No sentían la necesidad de proveerse de un mobiliario o una decoración nuevas, o de colocar objetos de arte en lugares preeminentes.
Por supuesto, era perfectamente consciente de que las circunstancias de las personas cambian. Había visto muchas casas con salones muy elegantes para recibir invitados, mientras el resto del edificio carecía hasta de alfombra y las chimeneas no se encendían más que por Navidad. Y algunos preferían mantener un equipo completo de sirvientes, mientras ellos mismos apenas comían más que para seguir vivos, antes que ser vistos con una pobre servidumbre. Pero Charlotte se había fijado en los vestidos de las mujeres. Eran de corte reciente y no tenían cosidos en los puños o en los codos; no se había retocado nada para que sirvieran para una temporada más, ni se les había dado la vuelta para disimular remiendos. Y bastante había tenido que hacer ella ese tipo de cosas como para saber dónde había que mirar exactamente para descubrir los detalles reveladores o la mínima diferencia en la tonalidad del tejido.
Ahora, mientras simulaba seguir la conversación que se desarrollaba en la mesa, inspeccionaba discretamente el comedor y su mobiliario. El efecto general que se recibía era el de los colores plata y azul, pálido en el inmaculado papel pintado de las paredes, y oscuro azul marino en las cortinas, que parecían carecer de las habituales marcas descoloridas que el sol produce tan rápidamente en los azules, lo que indicaba que no tenían más de una temporada de uso. ¿Apuntaba aquel dato hacia una tendencia al derroche? En la pared de enfrente había un cuadro que representaba una escena veneciana, pero Charlotte no distinguía si era excelente o simplemente bonito. La mesa en que cenaban era de caoba, o al menos las patas, por cuanto la superficie estaba cubierta por un grueso mantel de damasco de exquisita calidad. Las sillas y dos aparadores eran de estilo Robert Adam, tal vez auténticos.
Tras comprobar que nadie la observaba, lanzó una rápida ojeada al contraste impreso en el reverso de su cuchara de plata. Quizá la sopa salada había sido un mero infortunio; hasta las personas más distinguidas podían tener un accidente culinario. Tal vez incluso les gustara así.
Volvió a fijarse de reojo en los vestidos de las mujeres para valorar también el carácter de sus propietarias que podía deducirse de ellos. Presumiblemente, tanto Harriet como tía Adeline, como mujeres solteras que eran, dependían para su manutención de la aportación de Garrard. El vestido de Adeline no tenía el garbo de la alta confección, pero, por otra parte, nada de lo que pudiera llevar lo hubiera tenido. No era de ese tipo de personas, y Charlotte adivinaba que nunca lo había sido. De todos modos, el vestido tenía buen corte y era de una tela excelente. Prácticamente lo mismo podía decirse del de Harriet.
A no ser que existiera un factor oculto, alguna herencia o algo por el estilo, no parecía que el dinero interviniese en aquella unión.
—¿Usted no, señorita Barnaby?
Advirtió con un ligero sobresalto que Felix Asherson le hablaba a ella, pero ¿qué diantre habría dicho?
—Encuentro las óperas de Wagner un poco largas y recargadas, y me siento cansado antes de llegar al final —repitió él con una leve sonrisa—. Prefiero algo más cercano a la vida, ¿usted no? No me interesan todos esos sucesos mágicos.
—No me sorprende —intervino tía Adeline de improviso, antes de que Charlotte hallase una respuesta—. Ya tenemos demasiados en la vida real de los que no podemos desprendernos.
Todos se quedaron mirándola. Charlotte estaba totalmente confundida, el comentario no parecía tener el menor sentido.
—Ha dicho «sucesos mágicos», tía Addie —dijo Harriet con calma—, no «trágicos».
Ella guardó la compostura.
—Ah, ¿sí? A mí tampoco me interesan mucho los sucesos mágicos. ¿Y a usted, señorita Barnaby?
Charlotte tragó saliva.
—No lo sé, señorita Danver. No estoy muy segura que alguna vez haya presenciado ninguno.
Jack tosió con discreción en su servilleta y Charlotte advirtió de que se estaba riendo.
Julian sonrió y le ofreció más vino. Un criado y dos doncellas sirvieron el pescado.
—El amor no correspondido es el tema de muchas grandes óperas y obras de teatro —dijo Charlotte para romper el silencio—. De hecho, es casi un requisito.
—Supongo que es algo que cabe en la imaginación de la mayoría de nosotros, aun en caso de que hayamos sido afortunados y no lo hayamos padecido —contestó Julian.
—¿Piensa usted que esas historias suceden en la vida real? —preguntó Charlotte con gentileza, y observó si su rostro expresaba simpatía o desdén.
Él tuvo la cortesía de brindarle una respuesta seria.
—Tal vez no en los pormenores. La obra teatral tiene que estar condensada o si no, como dice Felix, se hace demasiado aburrida. Nuestra capacidad de atención tiene sus límites. Pero las emociones son reales, al menos para cada uno de nosotros… —De pronto había callado y bajado la vista hacia la superficie de la mesa, y enseguida levantó otra vez los ojos hacia ella. En aquel momento ella se dio cuenta de que le tenía simpatía. Había dicho algo sin pensar, pero ella estaba segura de que el embarazo que sentía no era por él mismo —no se apreciaba en él enojo ni resentimiento alguno—, sino por otra persona de la mesa.
—Mi querido Julian —dijo Garrard irritado—. Vas demasiado lejos. No creo que la señorita Barnaby pretendiera decir nada tan serio.
—No, claro que no —convino enseguida Julian—. Lo siento.
Charlotte tuvo la certeza de que estaban hablando acerca de algo real y conocido por ambos. Tenía que tratarse de Adeline o de Harriet. Harriet había pasado la edad en que alguien pudiera fijarse para casarse en una mujer de buen parecer y buena educación y con buenas perspectivas financieras. ¿Por qué no le habrían buscado una pareja adecuada para ella?
Charlotte esbozó una encantadora sonrisa, de una calidez sentida casi con autenticidad.
—La verdad es que sólo pensaba, como usted, en que cuando en una obra hay demasiados sucesos mágicos o demasiadas coincidencias estropean la credibilidad de la historia, y por tanto nuestra identificación emotiva con los personajes. Sólo era una observación banal. —Decidió ir más lejos—. La señora York ha tenido la amabilidad de invitarme a acompañarla a la exposición de invierno en la Royal Academy. ¿Alguno de ustedes la ha visto ya?
—Yo he ido —dijo Sonia Asherson con suavidad—. Pero no puedo decir que conserve en la memoria nada en particular.
—¿Había retratos? —se interesó tía Adeline—. Me encantan los rostros.
—A mí también —convino Charlotte—. Sobre todo si no están idealizados hasta el punto de eliminar todas las imperfecciones. Muchas veces pienso que la auténtica naturaleza de la persona se halla en esas líneas y proporciones que se apartan de los cánones clásicos… y que es donde se revela la individualidad y el sello de la experiencia.
—Qué sensible por su parte —dijo tía Adeline con súbito placer, y por primera vez la miró con verdadero interés.
Charlotte intuyó la vivaz criatura que había en el interior de aquella vulnerable y más bien pintoresca fachada. Qué superficial era juzgar a partir de aspectos tan anodinos y convencionales como el de Sonia Asherson. De forma instintiva sus ojos se orientaron hacia Felix. Qué banalidad por su parte haber preferido a una criatura tan insustancial como Sonia en lugar de alguien tan poco convencional pero llena de sentimiento como Harriet.
Aunque tal vez no lo prefería. No tenía derecho a suponer que aquel hombre fuera feliz. Bajo los educados modales y el esquivo rostro de Felix podía esconderse cualquier cosa. En cualquier caso, aquélla era otra cuestión, se dijo Charlotte, que no tenía nada que ver con Veronica York ni con la muerte de Robert.
—La señora York ha sido muy amable al invitarme a que la acompañara —repitió Charlotte de forma un tanto abrupta. No debía desviar la conversación del asunto—. ¿Saben ustedes si pinta? A mí también me gustan los retratos, pero lo que más me gusta son esas acuarelas que pintan algunos viajeros, tan claras y con tanta sensibilidad que uno se imagina que está allí. Recuerdo algunas maravillosas acuarelas de África, casi podía sentir el calor de las piedras, de tan bien como estaban pintadas.
Todos la miraron. Sonia Asherson estaba sorprendida de aquella repentina locuacidad, mientras que Felix parecía divertido. Harriet miraba pero no escuchaba, sus pensamientos estaban en alguna otra parte. Garrard miraba a Charlotte con educación. Sólo tía Adeline tenía un brillo en los ojos acorde con su sentimiento. Jack permanecía silencioso, en contra de su costumbre. Parecía como si le dejara a ella el campo libre.
Fue Julian quien contestó.
—No, que yo sepa no pinta. Al menos nunca hemos hablado de ello.
—¿Hace mucho que la conoce? —preguntó Charlotte, tratando de mostrarse natural, aunque sin poder evitar preguntarse si habría sido demasiado directa—. Supongo que en el servicio diplomático habrá tenido que viajar usted mucho.
—Pero no a África —dijo él con una sonrisa—. Aunque desde luego me gustaría.
—¡Demasiado calor! —repuso Felix con una mueca.
—Puedo entender que a usted no le guste la idea —dijo tía Adeline dirigiéndole una penetrante mirada—, pero aun así debe ser una experiencia fantástica.
Harriet contenía la respiración. Agarraba el pie de su copa de vino con tanta fuerza, que los nudillos de los dedos se le habían puesto blancos. En aquel instante se agolparon en la mente de Charlotte una docena de recuerdos referentes a cómo se había sentido antes de conocer a Thomas, cuando todavía estaba enamorada de Dominic, el marido de su hermana mayor. Recordó el miedo mortal, la desesperación de no ser tenida en cuenta, los locos momentos de imaginada intimidad, una mirada, un roce casual, el corazón alborozado cuando él parecía dispensarle una atención especial mientras le hablaba, la ternura que ella creía ver en él y, por debajo de todo ello, la fría y sensata renuncia. Pero entonces no hubiera soñado casarse con ningún otro hombre, por muchos esfuerzos que hiciera su madre. ¿No era aquello mismo lo que veía ahora en los ojos bajados, los labios pálidos y las mejillas encendidas de Harriet?
—Él no ha dicho que nunca iría, tía Addie —corrigió Julian—. Sólo ha dicho que hace demasiado calor. Supongo que pensaba en Veronica, por si ella me acompañaba.
Tía Adeline rechazó la idea con desdén.
—¡Tonterías! Hay una inglesa, he olvidado su nombre, que fue al Congo ella sola. ¡Me encantaría hacer eso yo también!
—Qué idea tan estupenda —dijo Garrard mordaz—. ¿Y cuándo irías, en invierno o en verano?
Ella le miró con ojos radiantes de desprecio.
—Eso está en el ecuador, querido, así que apenas importa. ¿Es que no os enseñan nada en el Foreign Office?
—Desde luego nada como remontar el Congo en canoa —replicó él—. No nos parece demasiado útil. Eso lo dejamos para las damas solteronas aficionadas a tales deportes.
—¡Vaya! —saltó ella—. ¡Pues podías habernos dejado algo mejor!
Jack acudió al rescate. Se volvió hacia Julian:
—Conocí a la señora York hace unos años, antes de su matrimonio con Robert, pero no recuerdo si le interesaban los viajes, y además uno cambia de intereses. Yo me atrevería a decir que casarse con alguien del Foreign Office debió ampliar su campo de conocimientos, y tal vez sus ambiciones.
Charlotte le bendijo en silencio, mientras recomponía su expresión para afectar un gran interés.
—¿Y el señor York? ¿Era viajero?
Se produjo un silencio. Se oyó el sonido de un cuchillo en un plato. En el vestíbulo resonaron los pasos de un sirviente.
—No —contestó Julian—. Creo que no lo era, aunque no llegué a conocerle bien. Yo entré en el departamento del Foreign Office sólo un par de meses antes de su muerte. Felix le conocía mejor.
—Le gustaba París —dijo Sonia Asherson de improviso—. Recuerdo habérselo oído decir. No me sorprendía en absoluto, era un hombre encantador, elegante e ingenioso. París tenía que gustarle por fuerza. —Miró a su marido—. Me gustaría que pudiéramos salir a veces al extranjero, a algún lugar sofisticado como París. África debe de ser un sitio espantoso, y la India no mucho mejor.
Charlotte miró a Harriet, esta vez casi segura que su suposición era acertada. La oscura y tétrica expresión de sus ojos, el aura de pérdida que la envolvía era exactamente lo que la propia Charlotte había sentido en una ocasión, cuando Sarah y Dominic habían mencionado un tanto a la ligera la posibilidad de irse a vivir a otro lugar. Sí, Harriet estaba enamorada de Felix Asherson. ¿Lo sabría él? Dominic jamás había tenido la menor idea del torbellino que causaba en la cabeza de su hermana política, ni de la agonía, la confusión o los tontos sueños.
Miró a Felix Asherson, pero éste tenía la vista puesta en el blanco mantel de damasco.
—Yo no prometo nada —contestó él irritado—. No puedo imaginar ninguna circunstancia por la que pudieran enviarme a ningún lugar de Europa, a excepción quizá de Alemania. Todo el interés de mi departamento se centra en el Imperio, sobre todo en África y en quién coloniza qué. Y si alguna vez tuviera que ir allí sería por asunto de negocios. Estaría de vuelta en cuestión de semanas y la mayor parte del tiempo la habría empleado en los viajes.
Harriet seguía todavía demasiado absorta tratando de ocultar sus sentimientos a los demás como para decir nada. Garrard se recostaba hacia atrás en su silla, admirando la transparencia del vino en su copa al ser atravesado por la luz de la araña. «Es de una elegancia un tanto tímida», decidió Charlotte, aunque presentía que detrás de aquel rostro tan reservado había muchas más emociones de lo que había imaginado en principio —unas líneas más profundas en torno a la boca, una curvatura más pronunciada de los labios, unos gestos que delataban un continuo autodominio y una inquietud interior—. No era tan diferente de Adeline como le había parecido al principio.
—Le pediré a la señora York que me hable de París —dijo con una sonrisa esplendorosa dirigida a nadie en particular—. Yo no he viajado, y casi podría decir que no creo que nunca tenga ocasión, pero me encanta escuchar las experiencias de otras personas.
—Debe referirse a experiencias acerca de comidas infames y cañerías que no funcionan. —Garrard la miraba con ironía—. Una afición muy sobrestimada, señorita Barnaby, se lo aseguro. Pasaría demasiado frío o demasiado calor, alguien le extraviaría el equipaje, la travesía del Canal la pondría enferma y una vez llegara a Calais no entendería ni una palabra de lo que oyese.
Charlotte estuvo a punto de replicarle con aspereza que hablaba francés, pero se dio cuenta de que le estaban tomando el pelo, para diversión de él, no de ella.
—¿De veras? —Arqueó las cejas—. Todas ellas experiencias a las que estoy habituada en Inglaterra, salvo la travesía del Canal. ¿Y usted, ha salido de Londres últimamente, señor Danver?
—¡Bravo! —exclamó tía Adeline—. Te ha calado a la primera, querido.
Esbozó una leve sonrisa.
—Sí —dijo, más como pregunta que como confirmación.
—No deberías desbaratar los sueños de la gente, papá. —Julian siguió masticando con lentitud—. Además, puede que la señorita Barnaby descubriese que las cosas son muy diferentes si comienza a viajar. Recuerdo que a la madre de Robert le gustaban mucho los viajes. Solía hablar sobre todo de Bruselas.
—¿Hace mucho de eso? —preguntó Charlotte con impaciencia—. A lo mejor las cosas han mejorado mucho desde que estuvo usted, señor Danver.
Su rostro se endureció. La luz hacía brillar la tersa y tirante piel de sus mejillas y Charlotte sintió cómo crecía una intensa cólera en aquel hombre. ¿Cómo podía afectarle una cosa tan trivial? Nadie había demostrado que estuviera en un error, sólo se le había expresado una diferencia de opinión. ¿Tan inestable era su temperamento?
—Tal vez nunca pueda realizar mis sueños —añadió ella con calma—, pero es agradable tenerlos.
—¡Dios nos libre de las mujeres que sueñan! —dijo Garrard elevando los ojos al techo, con un tono de voz por el que en circunstancias normales Charlotte le hubiera pedido explicaciones.
—Muchas veces es la única forma en que podemos obtener algo —dijo tía Adeline, mientras alzaba su copa y apreciaba el aroma del chablis—. Naturalmente, tú nunca lo comprenderías.
Todo el mundo se quedó perplejo. Felix miró a Julian. El rostro de Sonia, con sus regulares facciones y su piel impecable, expresaba lo que Charlotte consideraba estupidez, aunque no fuera justo juzgarla de manera tan implacable. Se estaba situando de forma muy poco imparcial del lado de Harriet y lo sabía.
—Le ruego nos disculpe, señorita Danver —dijo Jack con ceño.
—No es culpa suya —repuso ella condescendiente—. Además, yo diría que está usted en una situación similar.
Jack se volvió hacia Charlotte, confundido.
—¿De qué estás hablando, tía Addie? —le preguntó Harriet con amabilidad.
—De las mujeres que engañan. —Tía Adeline arqueó las cejas por encima de sus brillantes ojos, demasiado redondos para ser bellos—. ¿Es que no estás escuchando, querida?
—¡Henderson! —llamó Garrard—. ¡Por el amor de Dios, trae el pudín, sea de lo que sea!
—«Mujeres que sueñan», tía Addie —dijo Julian con paciencia—. Papá dijo «de las mujeres que sueñan», no «que engañan».
—Oh, ¿de verdad? —Se volvió hacia Jack y le sonrió incongruentemente—. Lo siento, señor Radley, tiene usted que perdonarme.
—No hay nada que perdonar —la tranquilizó—. Una cosa puede fácilmente llevar a la otra, ¿no le parece? Uno empieza por soñar y, si no cuenta con el freno de la moralidad, ¿no sucede con demasiada frecuencia que acaba por idear medios no del todo claros para obtener aquello que quiere?
Charlotte paseó la mirada por todos los rostros, uno tras otro, sin atreverse a detenerla en Julian. ¿Tendrían sospechas de por qué estaba ella allí? ¿Era tal vez mucho más transparente de lo que suponía y aquellas personas no hacían sino jugar con ella?
—Sobrestima usted la moralidad de la gente. —La sonrisa de Garrard seguía curvando las comisuras de sus labios, pero había en ella más sorna que placer—. La mayoría de las veces lo que usted llama moralidad no es más que una percepción de lo que es práctico y lo que no lo es aunque, Dios nos asista, algunas veces se producen excepciones espantosas. Gracias, Henderson… ¡vamos, hombre, sírvalo! —Dejó que le sirviera el humeante pudín de caramelo, el almíbar y el jarabe de brandy—. Señorita Barnaby, hablemos de cosas menos sórdidas. ¿Tenía pensado ir al teatro? Ahora hay un montón de obras divertidas en cartel. No hay por qué limitarse al señor Wagner.
La conversación cambiaba así de tema y se dio cuenta que no podría volver más adelante al mismo sin recurrir al empleo de muy malos modos. Y aunque lo hiciera, ya no sería de ningún provecho, podría delatarse y arruinar planes futuros.
—Oh, en verdad me gustaría —dijo con impaciencia—. ¿Me recomienda algo en especial? Sería encantador ir al teatro, ¿verdad, Jack?
Y así concluyó la cena, sin que se dijera nada más que tuviera que ver con la vida o la muerte de Robert York, o con la relación entre las familias Danver y York.
Las señoras se levantaron de la mesa antes de que sirvieran el oporto y volvieron al salón de invitados. Charlotte había imaginado que la conversación sería artificiosa, una vez se había dado cuenta de cuáles eran los sentimientos de Harriet hacia Felix. Fuera o no Sonia consciente de ellos, era muy posible que las dos mujeres no se sintieran cómodas una en presencia de la otra. En cuanto al propio Felix, Charlotte todavía no estaba segura de si era sabedor del amor de Harriet, ni si correspondía a él ni, en tal caso, con qué grado de sinceridad o de honestidad. No parecía probable que la afilada lengua y el romo oído de tía Adeline pudieran contribuir para facilitar las cosas.
Charlotte estaba dispuesta a poner todo de su parte para suavizar la violencia de la situación con una conversación desenfadada, pero descubrió que había cometido un error de apreciación. Por lo que parecía, hacía el suficiente tiempo que se conocían todos como para haber encontrado cada uno una posición cómoda con respecto a los demás. Ya fuera por raciocinio o por instinto, sabían perfectamente qué inocuos comentarios hacer sobre moda, qué chismes intercambiar acerca de amistades comunes o qué artículos de la London Illustrated News habrían leído todos.
Charlotte no tenía tiempo ni dinero para dedicar a dicha revista, ni había oído hablar de ella a sus amigos. Permaneció sentada con una sonrisa de educado interés que se iba haciendo más estática y menos natural a medida que pasaban los minutos. Una o dos veces captó en la expresión de tía Adeline un destello de diversión y apartó la mirada.
Por fin, tía Adeline se levantó.
—Señorita Barnaby, anteriormente manifestó usted un interés por el arte. Tal vez le gustase contemplar un paisaje que hay colgado en el tocador. Era la estancia preferida de mi hermana política, quien era además bastante aficionada a los viajes. Deseaba visitar tantos lugares…
—¿Y no pudo hacerlo? —preguntó Charlotte, mientras se ponía también en pie.
Adeline abría la marcha.
—No. Murió joven. Tenía veintiséis años. Harriet apenas si andaba todavía y Julian tenía siete u ocho años.
Charlotte sintió una repentina punzada de compasión por la mujer cuya vida se había truncado cuando se hallaba en el comienzo de tantas cosas: un marido y unos niños, uno de ellos todavía bebé. ¿Cómo se sentiría ella si tuviera que dejar a Daniel y Jemima, y a Thomas, para que se las apañaran solos?
—Cuánto lo siento —dijo.
—Ha pasado mucho tiempo —replicó tía Adelina por encima del hombro mientras atravesaba el vestíbulo y recorría un amplio pasillo, al final del cual abrió la puerta que comunicaba con una sala de estar femenina, el tocador, que suele conocerse como boudoir. Estaba decorado en color crema y en una tonalidad apagada del color de la tierra seca, con matices de verde líquido frío y un toque de coral pálido que lo daba una única silla. Era bastante inhabitual en conjunto y por completo diferente del carácter del resto de la casa. Aquello provocó en Charlotte la repentina idea de que tal vez la joven señora Danver no se había sentido en su casa en aquella mansión. ¿Había convertido quizá aquella estancia en un refugio particular que había hecho que contrastara con las demás dependencias de la casa tanto como se lo había permitido su atrevimiento?
En la pared situada frente al hogar había un cuadro del Bósforo, visto desde lo alto del palacio Topkapi en el Cuerno de Oro. Flotas de pequeñas embarcaciones surcaban las aguas verdeazuladas y, en la distancia, borrosa por la calina y la reverberación del sol, se vislumbraba la costa de Asia. Un hombre fuerte podía cruzar el estrecho a nado, como Leandro había hecho por Hero. ¿Lo escogería la señora Danver pensando en esta leyenda?
—No dice usted nada —observó tía Adeline.
Charlotte estaba hastiada de su personaje trivial. Tenía ganas de despachar a la señorita Barnaby maniatada por los convencionalismos y ser ella misma, especialmente con aquella mujer por la que sentía una simpatía cada vez mayor.
—¿Qué podría decir capaz de expresar el encanto de esta pintura o todas las ideas y sueños que una puede extraer de ella? —preguntó—. No quiero añadir más tópicos a la velada.
—Oh, mi querida niña, ¡estás condenada al desastre! —dijo Adeline con franqueza—. Te pondrás unas alas como Ícaro y, como Ícaro, caerás en el mar. La sociedad no les permite a las mujeres volar, como sin duda descubrirás por ti misma. Por el amor de Dios, no te cases por conveniencia, sería como meterse en el agua fría, centímetro a centímetro, hasta que te cubriera la cabeza.
Charlotte tuvo un impulso de decirle a Adeline que ya estaba casada, que su matrimonio no era precisamente de conveniencia y que era muy feliz. Pero retuvo la lengua en el último instante.
—¿Debo buscar un esposo poco conveniente, si puedo? —preguntó con una sonrisa no del todo abierta. Aquella pregunta era sarcástica y, como ella misma veía, un poco desagradable.
—No creo que su familia se lo permitiera —objetó tía Adeline—. La mía no, al menos.
Charlotte respiró hondo para pedir disculpas de nuevo, pero se dio cuenta de que sonaría demasiado condescendiente. Adeline no era del tipo de personas por las que uno pudiera sentir la menor brizna de compasión sin que fuera acompañada de un sentimiento de afecto. No creía que Adeline Danver retrocediera por cobardía ante ninguna clase de decisión. Pero aun si lo hiciera, Charlotte no tenía derecho, ni era su deseo tampoco, a ponerla en tela de juicio en aquel momento.
En vez de eso, lo que hizo fue aportar algo de sinceridad, recordando lo que le había sucedido a ella realmente.
—Mi abuela es la que armaría más alboroto —dijo.
Adeline sonrió sombría, pero sus ojos no demostraban autocompasión. Se sentó de costado en el brazo de una de las grandes sillas de color arena.
—Mi madre disfrutaba de una salud pobre. Lo exageraba para obtener de ello toda la obediencia y atención que podía. Pero cuando yo era joven, todos creíamos que podía morir de uno de sus «ataques». Hasta que un día fue Garrard quien la descubrió, motivo por el que siempre sentiré respeto por él. Pero entonces ya era demasiado tarde para mí. —Respiró hondo—. Desde luego que si yo hubiera sido una belleza podría haber vivido una vida de fascinantes pecados. Pero como nunca nadie me lo propuso, estoy obligada a fingir que jamás lo hubiera aceptado. —Los castaños ojos le brillaban—. ¿Se ha dado cuenta alguna vez cómo uno juzga con mucho más puritanismo lo que nunca ha tenido la oportunidad de hacer?
—Sí —convino Charlotte con una sonrisa—. Claro que sí. A eso se le puede aplicar la frase «hacer de la necesidad virtud». Es una de las hipocresías que más me irritan.
—Pues te lo encontrarás por doquier. Harás bien si escondes tus sentimientos y aprendes a conversar contigo misma.
—Me temo que tiene razón.
—Estoy segura de tenerla. —Adeline guardó silencio. Era en verdad una mujer muy flaca, pero había en ella una fortaleza vital que la convertía en la persona más interesante de la casa. Miró de nuevo la pintura—. ¿Sabías que hubo una cortesana llamada Teodora que llegó a emperatriz de Bizancio? —dijo con desenfado—. Me pregunto si vestiría con colores llamativos. Me encanta el azul intenso y el verde brillante y el escarlata y el amarillo azafrán, sólo los nombres ya me gustan, pero yo no me atrevería a llevarlos. Garrard no me dejaría en paz ni un momento. Seguro que me quitaría la asignación para vestuario. —Continuaba mirando fijamente el cuadro como si pudiera ver más allá de él—. ¿Sabes? Me acuerdo de una mujer que visitó esta casa hace un tiempo, una o dos veces, siempre de noche, muy hermosa, como un cisne negro. Llevaba vestidos de un color cereza brillante, pero no de un tono encendido, no como el amarillo color fuego, sino tornasolado de azul. Un color horrendo en cualquier otra persona. A mí me sentaría como un tiro. —Se volvió con fingido asombro—. A ella en cambio le sentaba de maravilla. No se me ocurre qué es lo que debía hacer aquí, de no ser venir a ver a Julian, quizá, pero desde luego debería haber sido más discreta. Garrard se hubiera puesto furioso. Y la verdad, cuando él empezó a cortejar a Veronica York, por lo que yo sé, había estado a salvo de críticas. Pero eso es lo que, razonablemente, una puede esperar en el caso de un hombre. El pasado de un hombre es asunto suyo y sólo suyo. Me gustaría que así fuese también en el caso de una mujer, pero no soy tan ingenua como para creer que alguna vez vaya a ser así.
La cabeza de Charlotte era un torbellino. Adeline había dicho tanto en tan poco tiempo, que necesitaba tiempo para desenmarañarlo.
—Tengo una tía con la que haría buenas migas —dijo, al tiempo que se daba cuenta de lo osada que se había vuelto—. Lady Cumming-Gould. Tiene casi ochenta años, pero es maravillosa. Cree en el voto femenino para las elecciones al Parlamento y se está preparando para luchar por él.
—Qué altruista por su parte. —Los ojos de Adeline brillaban, aunque en ellos había tanto entusiasmo como burla—. No vivirá para verlo.
—¿De verdad lo cree así? Si todas presionamos con todas nuestras fuerzas, ¿no llegará el día en que los hombres vean la injusticia de la situación y…? —La expresión de Adeline hizo que Charlotte se sintiera ingenua y su voz se apagase.
—Querida —dijo Adeline meneando la cabeza—. Por supuesto, si todas uniésemos nuestras voces podríamos persuadir a los hombres, o incluso obligarles… Pero nunca unimos nuestras voces. ¿Cuántas veces has visto a media docena de mujeres ponerse de acuerdo y asociarse para la defensa de una causa, y no digamos ya a medio millón de nosotras? —Sus finos dedos acariciaban el terciopelo negro de la silla—. Vivimos todas nuestras vidas por separado, metidas en nuestras propias cocinas si somos pobres, o en nuestros salones de recibir si somos de clase acomodada. Y no cooperamos en nada, sino que nos vemos unas a otras como rivales en la consecución de los pocos hombres económicamente prósperos disponibles. Los hombres, en cambio, trabajan juntos con aceptable honestidad y se imaginan a sí mismos como protectores y provisores de la nación, obligados a hacer todo lo que pueden para preservar la situación precisamente tal y como está (o sea, bajo su control), en el supuesto asumido de que ellos saben mejor lo que es conveniente para nosotras y que deben intentar que lo hagamos, contra viento y marea. —Hizo un brusco movimiento con la cabeza—. Y encima hay un montón de mujeres felices de poder ayudarles, por cuanto la situación establecida les conviene también a ellas: son invariablemente las personas que detentan el poder.
—¡Señorita Danver! ¡Creo que es usted una revolucionaria! —dijo Charlotte encantada—. Tiene usted que conocer a la tía abuela Vespasia, se entenderán de maravilla.
Antes de que Adeline pudiera responder oyeron pasos en el pasillo y Harriet apareció por la puerta, con el rostro pálido y los ojos pesados, como si estuviera falta de sueño.
—Los caballeros han venido a buscarnos. ¿No viene, tía Addie? —Entonces recordó sus buenos modales—. ¿Y usted, señorita Barnaby?
Por el rostro de Adeline cruzó una expresión de compasión que se desvaneció con tanta rapidez que Charlotte dudó si realmente lo había visto; tal vez sólo había imaginado un eco de su propia comprensión.
—Desde luego. —Adeline se dirigió hacia la puerta—. Estábamos admirando el cuadro de tu madre del Bósforo. Venga, señorita Barnaby, el refugio cierra por esta noche. Tenemos que dejar a Teodora y a Bizancio y regresar al mundo y a los apremiantes problemas del presente, como el de si la señorita Weatherly se comprometerá con el capitán Marriott este mismo mes o al próximo, o si quizá él le seguirá dando evasivas —hizo un encogimiento de sus delgados hombros— y se hará a la mar sobre un cedazo.
Harriet estaba perpleja y miraba dubitativa a Charlotte.
—Edward Lear —aventuró Charlotte una explicación—. «Sus cabezas eran azules y sus manos verdes», o al revés, y se hicieron a la mar sobre un cedazo… me parece. Pero fue también un artista excelente. Sus cuadros de Grecia son muy bellos.
—Oh. —Harriet pareció aliviada, pero no más sabia.
—¿Y bien? —le preguntó Jack tan pronto estuvieron solos en el carruaje, apretujados contra el frío cortante y exhalando un aliento blanco como el vapor.
Fuera el viento gemía y azotaba el vehículo y las cunetas estaban llenas de fango congelado, negro por la tierra y el estiércol petrificado, por una vez inodoro. Los cascos de los caballos golpeaban pesadamente sobre el hielo.
—De todo un poco —respondió con un castañeo de dientes. Decidió no decirle que Harriet estaba enamorada de Felix Asherson, ya que eso era una pena privada de la señorita Danver y si él no lo había advertido, así debía permanecer—. Parece que tienen como mínimo tanto dinero como los York, así que no parece éste un motivo. Y se diría que las dos familias se conocen desde hace tiempo, así que Julian y Veronica podrían haberse enamorado antes de que Robert muriera. Por otra parte, y esto es mucho más interesante, tía Addie…
—Que a ti te ha encantado…
—Que a mí me ha encantado —admitió ella—. Pero no tanto como para taparme los ojos.
—Claro que no.
—¡Pues no! Tía Adeline me ha dicho que al menos dos veces vio a una extraña y bella mujer en la casa, por la noche, hace más de tres años, ¡y que no la ha vuelto a ver desde entonces! Y dice que siempre llevaba puesta alguna prenda de color cereza.
—«Siempre» querrá decir las dos veces…
—Muy bien, las dos veces. Pero ¿quién sería? Tal vez fuera la espía que iba tras los secretos de Julian sobre el Foreign Office. Tal vez le engatusara.
—Y entonces, ¿por qué no se la ha vuelto a ver más?
—Tal vez después de la muerte de Robert York huyera, o se ocultara. O puede que fuera éste el que poseyera los secretos, y al morir él ya no tuviera ella nada que hacer. O quizá Julian Danver no se rindiera a sus encantos… por cuanto estaba enamorado de Veronica. ¡No lo sé!
—¿Vas a contárselo a Thomas?
Aspiró profundamente y exhaló el aire poco a poco. Las manos, a pesar de estar enfundadas en el manguito de Emily, las tenía ateridas por el frío. Se había hecho tan tarde que iba a tener que pasar la noche con Emily y volver a casa a la mañana siguiente, lo que no agradaría a Pitt. Podría decirle que Emily se encontró mal y por eso se había quedado con ella, lo que era verdad en cierto modo. Pero en el fondo era mentira, y ella odiaba mentirle.
La alternativa era contarle la verdad, junto con los motivos para inmiscuirse en aquel caso.
—Sí —dijo con lentitud—. Creo que sí.
—¿Crees que es aconsejable? —preguntó él con tono dubitativo.
—Soy muy mala mentirosa, Jack.
—¡Es asombroso! —dijo éste con voz burlona—. ¡Nunca lo hubiese dicho!
—¿Cómo? —repuso ella con tono tajante.
—Yo diría que esta noche he sido testigo de una representación prodigiosa.
—Oh… eso es diferente. Eso no cuenta.
Él se echó a reír y, aunque estaba furiosa, a ella le gustó aquello. Tal vez Emily no anduviese desencaminada.
A la mañana siguiente, Charlotte se levantó antes del alba y a las siete estaba en la cocina de su casa friendo beicon de primera y huevos frescos, propuesta de pacificación sugerida por Emily.
—¿Está Emily enferma? —Pitt parecía preocupado, pero ella sabía que estaba en disposición de enojarse si su respuesta no era satisfactoria. Se daba cuenta además de que tenía un aspecto demasiado animado, que parecía demasiado orgullosa de sí misma como para haber pasado toda la noche levantada junto al lecho de una enferma.
—Thomas… —Había pensado en aquel momento largo rato, al menos una hora durante la noche.
—¿Sí? —La voz de Pitt sonó cautelosa.
—Emily no está enferma, pero está muy sola, y estar de duelo es muy triste.
—Lo sé, querida. —Ahora había compasión en su voz, lo que a ella la hizo sentirse culpable.
—De modo que pensé que debíamos emprender algo juntas —dijo con precipitación. Removió el beicon, que soltó un siseante y agradable sonido, junto con un aroma exquisito.
—¿Emprender algo? —instó Pitt con rígido escepticismo. La conocía demasiado bien como para que aquello pudiera tener éxito.
—Sí, algo que la absorbiera por completo… un misterio, por ejemplo. Así que empezamos a considerar la muerte de Robert York, de la que tú me habías hablado. —Cogió un huevo y lo vació en la sartén, y luego otro—. Jack Radley… y eso era otro motivo: de verdad que quiero llegar a conocerlo mucho mejor, por si se diera el caso —dijo a toda prisa, y respiró hondo— de que Emily considerara la posibilidad de casarse con él. Alguien tiene que velar por sus intereses…
—¡Charlotte!
—Bueno, tenía dos razones —insistió, antes de continuar con premura—. El caso es que fui a tomar el té con Veronica York y su madre política. Emily lo planeó todo para que Jack Radley me acompañara… de modo que yo pudiera observarle también a él mientras hacía algunos descubrimientos sobre los York. —Podía sentir la presencia de Pitt detrás de ella mientras daba la vuelta a los huevos con suavidad, los sacaba de la sartén y los colocaba en el plato de su marido junto con el beicon—. Aquí tienes —dijo con una dulce sonrisa—. Anoche cené con los Danver. Los conocí a todos, y son de lo más interesante. Por cierto, los York y los Danver aparentan disfrutar del mismo nivel económico, así que ni Veronica ni Julian Danver se casarían el uno con el otro por dinero. —Mientras hablaba preparó el té y lo dejó sobre la mesa, sin cruzar en ningún momento la mirada con Pitt—. Y tía Adeline me dijo lo más extraño de todo: vio a una hermosa y atractiva mujer en la casa que llevaba un extremado vestido color cereza. ¿Crees que pudiera tratarse de una espía? —Por fin miró a su marido y se sintió aliviada al ver asombro en su rostro. Tenía los ojos abiertos de par en par y había detenido el tenedor a medio camino de la boca.
—¿Una mujer vestida de color cereza? —dijo él tras un momentáneo silencio—. ¿Dijo de color cereza?
—Sí. ¿Por qué? ¿Habías oído hablar de ella? ¿Es una espía? ¡Thomas!
—No lo sé. Pero la doncella de los York también la vio.
Ella se dejó caer en la silla enfrente de él y se inclinó hacia delante, olvidándose de su propio beicon.
—¿Qué te contó la doncella? ¿Cuándo la vio ella? ¿Sabes quién es?
—No. Pero volveré y hablaré otra vez con esa doncella, creo, y le pediré que me haga una descripción más detallada, y que me diga cuándo vio exactamente a esa mujer. Tengo que averiguar quién es, si puedo.
Pero antes de volver a Hanover Close se pasó por la comisaría de Bow Street para ocuparse de otras investigaciones, en especial de un robo cometido en el Strand. Había leído la mitad de los informes cuando entró un agente con una taza de té en la mano. La dejó sobre el escritorio de Pitt.
—Gracias —dijo Pitt sin reparar en él.
—Pensé que le gustaría saber, señor —dijo el agente sorbiéndose las narices mientras cogía un gran pañuelo de algodón, con el que se las sonó ruidosamente—, que ayer se produjo un accidente, señor, en Hanover Close. Algo muy lamentable. Una de las doncellas cayó por una ventana del piso superior, pobre muchacha. Debió asomarse demasiado para mirar algo, o a lo mejor para llamar a alguien. En cualquier caso, la pobre chica está muerta, señor.
—¿Muerta? —Pitt levantó los ojos, paralizado de asombro—. ¿Cómo se llamaba?
El agente miró el papel que llevaba en la mano.
—Dulcie Mabbutt, señor. Doncella de compañía.