Pitt no tenía ni idea de que Charlotte hubiera ido a Hanover Close. Él sabía de su preocupación por Emily y la comprendía, y esperaba que ella utilizara todos sus poderes de observación y deducción para averiguar los sentimientos de Emily hacia Jack Radley y para calibrar la valía de éste si de verdad Emily estaba interesada en él. Y si resultaba que aquel hombre no era satisfactorio, sería todo un reto o bien disuadir a Emily de llevar el asunto más lejos, o bien desalentar al propio Radley. Pitt sospechaba que sería necesario todo el talento de Charlotte para que la cuestión concluyera del modo menos doloroso posible para Emily. Por eso no volvió a mencionarle a Charlotte el robo en casa de los York ni la muerte de Robert York, ni la mantenía tampoco al corriente de sus propias indagaciones.
Ballarat se mostraba evasivo cuando se trataba de dar una explicación a la reapertura del caso. No estaba claro si lo que esperaban era descubrir quién había matado a Robert York después de tanto tiempo, o si el verdadero propósito de la investigación era averiguar el móvil. Tal vez lo que querían era eliminar toda duda de la versión más inmediata, según la cual no se habría tratado más que de un simple robo que había acabado con un acto violento no previsto, y de este modo poner fin de una vez por todas a los rumores de traición. ¿O les inquietaba de verdad que Veronica York pudiera estar de algún modo implicada, que hubiera actuado quizá como catalizador inconsciente de un crimen pasional burdamente encubierto para que pareciera un robo? ¿O es que acaso sabían la verdad, y tan sólo querían asegurarse por partida doble de que quedaría enterrado con éxito para siempre por medio de la certificación policial, y si no llegaba a desvelarse podían descansar tranquilos y seguros de que estaba a salvo de la memoria de quien fuera?
Pitt consideró desagradable la última conjetura, y probablemente no hacía justicia a sus superiores al darle entrada en su pensamiento, pero estaba decidido a agotar todas las posibilidades hasta poder presentarse ante Ballarat con una respuesta incontestable e incontrovertible.
Empezó por los objetos robados, y el hecho curioso de no haber encontrado ninguno de ellos en los lugares donde podía esperarse hallarlos, a pesar de la búsqueda de la policía, había centrado la atención durante todo el año siguiente. Todos los peristas, prestamistas y coleccionistas de objetos de arte menos exigentes conocidos habían sido interrogados con regularidad de forma sistemática, y en todas las ocasiones los objetos de los York estaban en la lista de bienes mencionados. Pero Pitt llevaba en la Policía Metropolitana casi veinte años y conocía a gente de la que Ballarat no había oído hablar jamás, gente a la sombra, y peligrosa, que le admitían por favores pasados y futuros. Y a esas personas fue a ver Pitt mientras Charlotte disponía su visita a los salones de Hanover Close.
Salió de Bow Street y caminó a buen paso hacia el este, en dirección al Támesis, hasta desaparecer en una de las extensas barriadas ribereñas. Pasó junto a los edificios atiborrados y deformes, oscuros bajo el encapotado cielo y llenos del hedor acre de la niebla que avanzaba a ras de suelo procedente de las lentas aguas grises y oscuras del río. No había allí carruajes con lámparas ni lacayos esperando, tan sólo algunos lúgubres remolques cargados con bultos para los muelles y los carretones con unas pocas verduras mustias para la venta. Un hojalatero hacía tintinear sus cacerolas mientras se contoneaba sobre los irregulares adoquines, mientras un ropavejero gritaba «¡Ropa vieja! ¡Ropa vieja!» con una voz lastimera y penetrante. Los cascos de su caballo no emitían eco alguno en medio de aquella envolvente penumbra.
Pitt caminaba deprisa, con la cabeza gacha y los hombros encorvados. Llevaba unas botas viejas y una chaqueta sucia y rasgada por la espalda que reservaba para aquel tipo de visitas. Se había levantado el delgado cuello hasta taparse las orejas, pero la lluvia seguía colándosele por la nuca, como un gélido dedo resbaladizo que le hizo estremecer. Nadie le prestaba atención, salvo las miradas ocasionales de algún buhonero o un vendedor ambulante que tal vez llegaba a pensar que podía comprarle algo. Pero no tenía aspecto de hombre con dinero y, añorando el calor que había dejado en su casa, se apresuró a dejarse engullir por las callejuelas y pasajes de aquel laberinto.
Por fin encontró la puerta que buscaba, con la madera ennegrecida por el tiempo y la suciedad y los clavos de metal redondeados por el incontable número de manos que los habían rozado. Llamó con dos golpes secos, y luego insistió con dos golpes más.
Pasados unos segundos se abrió una pequeña rendija, hasta donde lo permitía la cadena que tenía echada. Aunque era a media mañana, la luz del día apenas si penetraba aquellas callejuelas, cuyos pisos superiores casi se tocaban en lo alto y cuyos aleros goteaban perpetuamente con una cadencia incesante e irregular. Una rata chilló y se escabulló a toda velocidad. Alguien tropezó con un montón de desperdicios y soltó una blasfemia. A lo lejos se oyó una vez más como un lamento: «¡Ropa vieja!», mientras del río llegaba el lastimero sonido de una sirena. El olor a podrido llenaba la garganta de Pitt.
—Pinhorn —dijo con calma—, vengo por un asunto de negocios.
Se produjo un momentáneo silencio y luego apareció en la penumbra la llama de una vela. Poco podía ver más allá de la misma salvo el perfil de una nariz grande y afilada y las negras cuencas de dos ojos que le miraban. Pero él sabía que siempre abría la puerta el propio Pinhorn, temeroso de que sus aprendices pudieran cerrar el trato sin contar con él y le privaran de unos pocos peniques.
—Es usted —dijo con acritud al reconocerle—. ¿Qué quiere? ¡No tengo nada que decirle!
—Quiero información, Pinhorn, y también hacerte una advertencia.
Pinhorn emitió un sonido gutural como si estuviera a punto de escupir, que luego cambió por una especie de ladrido con el que expresaba su desprecio.
—Robar es una cosa, y asesinar otra muy diferente —dijo Pitt con tiento, pero sin alterarse. Hacía más de diez años que conocía a Pinhorn y aquel recibimiento era exactamente lo que esperaba—. Pero la traición es algo mucho más serio.
Se hizo de nuevo el silencio. Pitt sabía lo que se llevaba entre manos. Pinhorn vendía objetos robados desde hacía cuarenta años; conocía muy bien los peligros de su negocio, de lo contrario no estaría todavía vivo y prisionero tan sólo de su propia pobreza, ignorancia y codicia. Habría acabado en una de las prisiones de Su Majestad, como la de Coldbath Fields, donde el duro trabajo habría podido hasta con su fuerte y robusto cuerpo.
La cadena tintineó al quitarla del pestillo, mientras la puerta se abría sin ruido al girar sobre sus engrasados goznes.
—Pase, Pitt.
Cerró la puerta tras él y le condujo a través de un pasillo repleto de muebles viejos que olía a humus. Doblaron una esquina y entraron en una habitación caldeada. El fuego de un hogar desparramaba una luz trémula sobre las manchadas paredes. Delante del hogar y entre dos butacas afelpadas, se extendía una gruesa alfombra roja, producto sin duda de algún robo. Aparte de aquel espacio despejado, el resto de la habitación estaba atiborrado de objetos apenas distinguibles en la media penumbra de la estancia: sillas grabadas, cuadros, cajas, relojes, jarros con aguamaniles, pilas de platos. Torcido en un ángulo imposible, un espejo devolvía el resplandor del fuego y les guiñaba su ojo rojizo.
—¿Qué quiere, Pitt? —volvió a preguntar Pinhorn, mirándolo a través de la estrecha rendija de sus ojos. Era un hombre muy corpulento, con un tórax que era un tonel y la cabeza como un globo, con un corte de pelo de terrier como el que llevan los prisioneros, aunque él nunca había sido encarcelado, ni siquiera encausado. En su juventud había disfrutado de la dudosa reputación de ser un gran luchador a puño desnudo, y todavía era capaz de tumbar a un hombre y dejarlo sin sentido cuando perdía los estribos, cosa que sucedía de forma violenta y repentina de vez en cuando.
—¿Has visto un par de retratos en miniatura? Siglo XVII, un hombre y una mujer. ¿Y un jarrón de plata, o un pisapapeles de cristal grabado con adornos florales, o una primera edición de Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift?
Pinhorn parecía sorprendido.
—¿Eso es todo? ¿Se ha molestado en venir aquí para preguntarme por esas cosas? Todas juntas no deben valer mucho.
—No las quiero para nada. Sólo quiero saber si has oído hablar de ellas. Hace unos tres años, seguramente.
Pinhorn arqueó las cejas con incredulidad.
—¡Hace tres años! ¡Maldita sea! ¿Acaso cree que me acuerdo de esa clase de cosas al cabo de tres años?
—Eres capaz de recordar cualquier cosa que hayas comprado o vendido, Pinhorn —dijo Pitt con calma—. Tu negocio depende de ello. Eres el mejor estraperlista a este lado del río y sabes el precio de todo al penique. No olvidarías una rareza como una primera edición de Swift.
—De acuerdo, por mis manos no ha pasado ninguna.
—¿Quién la tiene? No quiero el libro, sólo quiero saber.
Pinhorn entornó sus diminutos ojos negros y arrugó su ostensible nariz con suspicacia. Se quedó mirando a Pitt.
—Usted no sería capaz de mentirme, ¿verdad, Pitt? Sería poco inteligente por su parte, ya que no podría volver a ayudarle más. —Ladeó la cabeza—. No querrá tener que abandonar estas incursiones suyas a sitios donde los polis no son precisamente lo más habitual… Sitios como éste, por ejemplo.
—Pierdes el tiempo, Pinhorn —replicó Pitt con una sonrisa—. Da igual que me mientas. ¿Has oído hablar del libro de Swift?
—¿Qué dijo antes acerca de asesinatos y traiciones? Eso son palabras mayores.
—Son palabras por las que le cuelgan a uno, Pinhorn. Lo del asesinato es seguro; lo de la traición, sólo posible. ¿Has oído a alguien hablar del ejemplar de Swift, quienquiera que sea? A este lado del río se oyen muchas cosas.
—¡No, no he oído a nadie! Si alguien robara una cosa como ésa la vendería fuera de Londres, o bien a un comprador privado del que se supiera que la quería. ¿Por qué alguien iba a querer robarla?, no lo sé. Tampoco debe ser tan valiosa. Ha dicho primera edición, nada de manuscrito, ¿no?
—Eso, eso. Una primera edición impresa.
—No puedo ayudarle.
Pitt le creyó. No era tan ingenuo como para creer que la gratitud por los pequeños favores del pasado pudiera tener algún peso, pero sabía que Pinhorn deseaba tenerle de su parte en el futuro. Pinhorn era demasiado poderoso como para tener ningún miedo de sus rivales y no tenía el menor sentido de la lealtad. Si sabía algo cuya confesión a Pitt pudiera reportarle algún interés, sin duda se lo habría dicho.
—Si me entero de algo se lo diré —añadió Pinhorn—. Está en deuda conmigo, Pitt.
—Lo sé, Pinhorn —dijo Pitt con tono tajante—. Pero no tanto como supones. —Y se volvió para emprender el camino de vuelta hacia la gran puerta de madera y la callejuela goteante.
Conocía a otros muchos comerciantes de objetos robados. Estaban las tiendas de muñecas, que albergaban a los más pobres de los prestamistas, quienes dejaban unos pocos peniques a personas lo suficientemente desesperadas como para deshacerse hasta de sus potes y cazuelas, o de los útiles de su propio oficio, con el fin de comprar comida. Odiaba aquel tipo de sitios. Sentía una lástima tan intensa como si le dieran una patada en el estómago. Se sentía tan impotente que se puso furioso por no llorar. Tenía ganas de gritarles a los ricos, al Parlamento, a quienquiera que llevara una vida cómoda, o que permaneciese en la ignorancia de aquellas decenas de miles de personas que se agarraban a la vida de un hilo tan frágil y peligroso y que no habían sido criados más que para conocer el lado más crudo de la moralidad.
Esta vez podía evitar aquel tipo de establecimientos, al igual que las cocinas de ladrones, donde una serie de instructores dirigían escuelas donde entrenaban a los niños para que robasen y les aportasen los beneficios. De igual modo, tampoco necesitaría recurrir al comercio más bajo: el de quienes comerciaban con ropa vieja, retales y zapatos usados, que recogían y convertían en artículos nuevos para los pobres que no podían aspirar a otra cosa. Hasta los peores harapos se descosían muchas veces con meticulosa laboriosidad para volver a tejer la fibra para hacer de ellos una especie de paño reciclado: lo único para cubrir a aquellos que, de otro modo, irían desnudos.
Los objetos robados en casa de los York habían sido sustraídos por un ladrón que tenía no sólo buen gusto, sino también cierta cultura, por lo que habría elegido un camino acorde con estas características para venderlos. Eran lujos que no podían ser convertidos en nada útil por los patrones de las tiendas de muñecas.
Volvió caminando a través del laberinto de callejas que, partiendo del río, conducían a Mayfair y Hanover Close. Los ladrones solían operar en su ambiente más familiar. Puesto que no podía seguir la pista de los objetos sustraídos, el mejor lugar por donde empezar era entre aquellos que conocían el género. Si había sido uno de ellos, la noticia del asesinato habría llegado probablemente a los más viejos oídos. Si había sido un extraño, también habría llegado a saberlo alguien. En su momento, la policía había realizado sus investigaciones, de modo que no era un secreto. El mundo del hampa tendría su propia información.
Una vez en Mayfair, le costó media hora dar con el individuo al que buscaba, un hombrecillo chupado y de piernas cortas, de edad indeterminada, llamado William Winsell pero conocido como «el Armiño». Lo encontró en el rincón más oscuro de una taberna de reputación especialmente mala, con su turbia mirada perdida en la pinta de cerveza que contenía una sucia jarra.
Pitt se deslizó sobre el asiento vacío que había a su lado. El Armiño se volvió hacia él con mirada hostil.
—¡Qué está haciendo aquí, maldito polizonte! ¿Quién se va a fiar de mí si me ven con tipos como usted? —Lanzó una ojeada a las desaliñadas prendas de Pitt—. ¿Cree que no le hemos calado, sólo porque va vestido así? Sigue teniendo las mismas pintas de polizonte, con esas manos tan limpias que no han trabajado nunca y esas botas —no se molestó en mirarle los pies— como dos condenadas barcas. ¡Mi ruina, eso es lo que quiere!
—No voy a quedarme —dijo Pitt con calma—. Voy a comer a El Perro y el Pato, a una milla de aquí. Había pensado que a lo mejor te gustaría venir a comer conmigo, digamos… ¿dentro de media hora? Comeré bistec y pastel de riñones, bien calentito. La señora Billows lo prepara de muerte. Y pintada, hecha con manteca y con montones de pasas, y nata. Y a lo mejor un par de vasos de sidra del oeste.
El Armiño tragó saliva.
—Es usted un tipo cruel, Pitt. ¡Ya debe andar tras la cabeza de algún pobre bastardo! —Hizo un expresivo gesto con la mano a la altura del cuello, como si tirara de un nudo corredizo por debajo de la oreja.
—Es posible, quizá cuando todo acabe. Por ahora sólo busco información sobre cierto robo. El Perro y el Pato, dentro de media hora. Más vale que estés allí, Armiño, de lo contrario tendré que venir por ti y nos encontraremos en un sitio menos agradable… y menos privado. —Se puso de pie y, sin volverse a mirar atrás, con la cabeza agachada, se abrió paso entre los bebedores y salió a la calle.
Treinta y cinco minutos más tarde se encontraba en la sala más adecentada de El Perro y el Pato, con una jarra de sidra delante, clara y luminosa, cuando el Armiño, muy nervioso, entró en el local, se pasó los dedos alrededor del mugriento cuello de la chaqueta, como para separarlo de su garganta, y se deslizó en la silla enfrente de Pitt. Lanzó unas miradas en torno al lugar que ocupaban, pero sólo vio clientes indiferentes y pequeños comerciantes, nadie a quien él conociera.
—¿Bistec y pastel de riñones? —propuso Pitt innecesariamente.
—Primero, ¿qué quiere de mí? —dijo el Armiño con suspicacia, si bien se le habían abierto las ventanas de la nariz, que sorbían el delicioso aroma de los frescos y dulces alimentos. Era casi como si aquellos efluvios le sirvieran ya de alimento—. ¿A quién está buscando?
—A alguien que cometió hace tres años un robo en una casa de Hanover Close —replicó Pitt, mientras asentía al dueño del local por encima de la cabeza del Armiño.
Éste miró furioso alrededor, con la frente fruncida por la rabia.
—¿A quién le ha hecho esa señal? —gruñó—. ¿Quién está ahí?
—El patrón del local. —Arqueó las cejas—. ¿Es que no quieres comer?
El Armiño se calmó, con un ligero rubor en su piel grisácea.
—Un robo cometido hace tres años en Hanover Close —repitió Pitt.
El Armiño hizo una mueca desdeñosa.
—¿Tres años? Un poco tarde, ¿no cree? Hoy en día el que no corre, vuela. ¿Qué se llevaron?
Pitt describió los artículos de manera detallada. Los labios del Armiño se retorcieron en una sonrisa.
—¡No es eso lo que busca! ¡Usted busca al que se cargó al tipo que le descubrió mientras robaba esas cosas!
—Eso también podría interesarme. Pero lo que más me interesa es demostrar la inocencia de una persona.
—¡Pues qué suerte tiene! —dijo el Armiño con sarcasmo—. ¿Es amigo suyo?
—¿No tienes hambre? —Sonrió Pitt.
El dueño apareció con dos platos humeantes que contenían una montaña de carne con salsa envuelta en una finísima corteza de manteca y decorada con un puñado de verduras. Junto a él, una sirvienta sostenía en la mano una jarra de loza con una sidra tan dulce como las manzanas maduras.
Al Armiño le brillaban los ojos.
—El asesinato no es aconsejable para los negocios —dijo Pitt con calma—. Le da al robo muy mala fama.
—¡Pero también realce! —soltó el hombrecillo, y se humedeció los labios y sonrió—. Tiene razón… fue algo muy torpe e innecesario. —Miró extasiado el plato que acababan de servirle, mientras inhalaba los delicados vapores y la boca se le hacía agua al ver la sidra rebosar por los bordes de su jarra.
—¿Qué sabes del asunto, Armiño? —preguntó Pitt antes de que pudiera tomar el primer bocado.
El Armiño abrió los ojos desmesuradamente. Eran de un gris claro: el rasgo redentor de una cara chupada. Tuvieron que ser hermosos alguna vez. Se llenó la boca de comida y masticó despacio, mientras le daba vueltas con la lengua.
—Nada —dijo por fin—. Pero es que además no hay nada, si sabe lo que quiero decir. Generalmente oyes una palabra, cuando no una conversación directa, al cabo de un mes o dos. O bien, si el tipo ha estado en remojo porque el caso se había puesto feo, después de un año quizá. ¡Pero de éste no hay ni rastro!
—Si estuviera en remojo en algún agujero de los bajos fondos, ¿tú lo sabrías? —insistió Pitt. «En remojo» significaba en algún lugar oculto para la policía, pero el Armiño le daba a entender que aquel ladrón se había evaporado.
Se llenó la boca de nuevo y habló con dificultad mientras masticaba.
—¡Claro que lo sabría! —dijo con desdén—. Conozco todos los comederos, ratoneras, agujeros, abrevaderos y pocilgas en millas a la redonda.
Pitt le entendió muy bien. Se refería a fondas, escondrijos, posadas baratas, pubs de criminales y cuchitriles.
—Y le diré una cosa —continuó tras beber un sorbo de sidra—. Eso no fue obra de un profesional. Por lo que sé, actuó sin garza, y sin anguila, y quién si no un loco se iba a poner a forzar una ventana delantera en un sitio como Hanover Close. ¡Todo el mundo sabe que los polis de ronda pasan cada veinte minutos!
Una «anguila» era un niño muy delgado o desnutrido capaz de colarse por entre los barrotes de una ventana y, una vez dentro, abrirle la puerta al verdadero ladrón. Una «garza» era un vigía, con frecuencia una mujer, que avisaba cuando se acercaba la policía o un extraño. Pitt ya sabía que no había sido un profesional desde la conversación con el agente Lowther, pero no dejaba de ser interesante que el Armiño también lo supiera.
—De modo que lo hizo un aficionado —dijo Pitt—. ¿Ha hecho algo más, ha vuelto a actuar desde entonces? El Armiño meneó la cabeza, pues tenía la boca llena, hasta que tragó por fin.
—Ya se lo he dicho… ni rastro. No había actuado nunca antes, ni ha actuado después. No es de los nuestros, Pitt. Nunca oí ni una palabra de los objetos robados, ni de nadie que tuviera que estar en remojo por ese asunto… y lo habría necesitado. No se trata de una condena en Coldbath, ni de cumplir la pena en la armada, como antes se hacía: se trata de un asesinato, no hay paseo ni azote que valgan; lo que le espera al asesino es Newgate, y un salto en el vacío una mañana temprano con una soga atada al cuello. Un salto y debajo sólo el demonio esperándole.
Con «paseo» el Armiño se refería a la cinta sin fin, un artilugio utilizado en las prisiones con el que se obligaba al reo a permanecer en perpetuo movimiento; «azote» era la condena a recibir cierto número de latigazos.
Se reclinó en la silla y se dio unas palmaditas en el vientre.
—No ha estado mal la merienda, Pitt —dijo mientras contemplaba el plato vacío—. Le ayudaría si pudiera. Lo mejor que puedo aconsejarle es que intente encontrar algún pimpollo que se creyera que robar era fácil y descubriera demasiado tarde que no lo es. —Se acercó el plato de Pitt con el pudín de pintada, lleno de fruta, y hundió en él la cuchara, pero entonces levantó la vista con una idea repentina—. O a lo mejor la señora de la casa tenía un amante, y éste se cargó al marido y resulta que no se trataba para nada de un robo. ¿Había pensado en esto, señor Pitt? Lo que es seguro es que no fue nadie de los nuestros.
—Sí, Armiño, ya lo había pensado —dijo Pitt mientras le acercaba su plato de nata.
El Armiño sonrió, dejando ver unos dientes afilados y dispersos y sirvió nata con generosidad.
—¡No es usted nada tonto, para ser un poli, vaya que no! —dijo con respeto a su pesar.
Pitt había creído al Armiño, pero aun así se sentía obligado a seguir hasta el final todos los contactos que había previsto hasta la Nochebuena. No encontró nada más que una completa ignorancia y una total ausencia de miedo, que era en sí misma algo así como una prueba. Recorrió millas a través de oscuras callejas que discurrían por detrás de las fachadas de las calles principales. Preguntó a rufianes, peristas, atracadores y administradores de casas de citas, pero nadie le dijo nada de ningún ladrón que hubiera irrumpido en Hanover Close e intentado vender o disponer de los objetos desaparecidos, ni de nadie que estuviera escondiéndose por una inculpación de asesinato. Los moradores de los bajos fondos respondían a sus preguntas con un rostro sucio y cómplice, pero completamente inocente.
Se presentaba una noche perfectamente desapacible. Tras un breve atardecer de una tonalidad pálida y verdosa, a las cuatro y media ya había oscurecido. Las lámparas de gas ardían con llama muy amarilla, los carruajes iban de aquí para allá sobre la brillante película de hielo que cubría los adoquines. La gente se saludaba a voces, los cocheros lanzaban improperios y los vendedores ambulantes proclamaban sus mercancías: castañas calientes, cerillas, cordones, espliego seco, tartas recién hechas, flautines de metal, soldaditos de plomo. Aquí y allá había corrillos de jóvenes cantando canciones navideñas; sus voces sonaban finas y penetrantes en el aire gélido.
Pitt se sentía cada vez más limpio a medida que remitía el olor a desesperación y el tono gris que le rodeaba se iba iluminando con destellos de color. La alegría que reinaba ahora a su alrededor le sacaba de su ensimismamiento y le devolvía al optimismo, y hasta conseguía eliminar los sentimientos de lástima y de culpabilidad que solían invadirle siempre que abandonaba los bajos fondos para volver a su confortable hogar. Aquel día, en cambio, expulsó tales sentimientos como quien se desprende de un abrigo sucio y se sintió lleno de gratitud. Abrió la puerta principal y gritó:
—¡Hola!
Se produjo un instante de silencio, y entonces oyó a Jemima saltar de un taburete y el tableteo de sus zapatitos sobre el linóleo mientras corría por el vestíbulo para recibirle.
—¡Papá! Papá, ¿ya es Nochebuena? Ya es Nochebuena, ¿verdad?
Él la levantó en el aire.
—Sí, tesoro, ya es Nochebuena. ¡Ya estamos en Navidad!
Le dio un beso y la sentó en el brazo, mientras se dirigía a la cocina. Ardían todas las luces. Charlotte y Emily estaban sentadas a la mesa, dándole los últimos retoques a la capa de caramelo de un gran pastel, mientras Gracie rellenaba el ganso. Emily había llegado hacía una hora, con un sirviente cargado de papel, cajas y cintas de colores. Edward, Daniel y Jemima se habían apiñado a su alrededor, mudos por la excitación, Edward brincando sobre uno y otro pie, con su rubia cabellera dando saltitos sobre la cabeza como si fuera una tapadera chapada en oro y plata. Daniel se había puesto a dar vueltas y vueltas hasta caer sobre el piso.
Pitt dejó a Jemima en el suelo, besó a Charlotte, dio la bienvenida a Emily y saludó con un gesto la presencia de Gracie. Se quitó las botas y las dejó frente a la cocina, mientras se calentaba los pies y las piernas y observaba con satisfacción cómo Gracie colocaba sobre la superficie caliente una olla con agua y cogía de la alacena la tetera y su taza grande del desayuno.
Después de la cena apenas podía esperar a que los niños se fueran a la cama para sacar sus regalos, escondidos con tanto cuidado, y comenzar a envolverlos. Él, Emily y Charlotte se sentaron alrededor de la mesa recién fregada, llena ahora de tijeras, papel brillante y trozos de cinta y cuerda. De vez en cuando, y a intervalos frecuentes, alguien desaparecía en el salón, tras pedir que no se moviera nadie de la cocina, y volvía con una sonrisa satisfecha y los ojos relucientes.
Se fueron a la cama poco antes de la medianoche. Pitt oyó levantarse a Charlotte en la oscuridad cuando, en una ocasión, una vocecita preguntó desde el descansillo de las escaleras:
—¿Todavía no es de día?
Se despertó a la prudencial hora de las siete para encontrarse en la puerta a Daniel con el camisón de dormir puesto y a Charlotte en la ventana, completamente vestida.
—Creo que está nevando —dijo ella con dulzura—. Todavía está demasiado oscuro, pero hay como una especie de resplandor en el aire. —Se volvió y vio a Daniel—. Feliz Navidad, cielo —le dijo mientras se inclinaba para darle un beso.
El niño permanecía en silencio; tenía casi cinco años y no estaba seguro de que tuvieran que seguir dándole besitos, al menos no delante de otras personas.
—¿Ya es Navidad? —susurró por entre el suave cabello que le caía por las mejillas.
—Sí, ¡ya es Navidad! Levántate, Thomas, ya es Navidad. —Le dio la mano a Daniel—. ¿Quieres venir a ver si hay algo al pie del árbol del salón antes de vestirte?
Él asintió sin apartar sus ojos, abiertos de par en par, del rostro de su madre.
—¡Pues vamos! —Y tiró de él, dejando la puerta abierta y llamando a Edward y Jemima para que les siguieran.
Pitt se levantó, se vistió con mayor desaliño del habitual y, después de refrescarse la cara con el agua del cántaro que había sobre la cómoda, bajó las escaleras. Charlotte, Emily y los niños estaban de pie en el salón con los ojos clavados en el árbol y en la pila de paquetes brillantes bajo el mismo. No hablaba nadie.
—Primero a desayunar y luego a misa. Después ya veremos lo que hay ahí —dijo Pitt, rompiendo el encantamiento. No quería que Emily se volviera y viera su rostro, y que éste le recordara a George.
Jemima abrió la boca para protestar, pero se lo pensó dos veces.
—¿Dónde está Gracie? —preguntó Pitt.
—Anoche le dije que podía irse a casa —contestó Charlotte—. Entre dos podemos arreglárnoslas muy bien.
—¿Y no hubiera preferido quedarse aquí, con nosotros? —Pitt pensaba en la diferencia entre la casa de Gracie y aquella casa llena de calor, alegría, y con un ganso en el horno.
—Tal vez sí —convino su esposa, que abría la marcha hacia la cocina—. Pero su madre seguro que no. Emily le regaló un pollo —añadió en voz baja, y después dijo con animación—: el desayuno dentro de treinta minutos. Todo el mundo a vestirse, ¡vamos! —Dio unas palmadas y Emily se llevó a los niños al piso de arriba mientras ella se quedaba para preparar gachas de avena, beicon, huevos, tostadas, mermelada, miel y té. Pitt fue también arriba para afeitarse.
Fuera se veía un fino polvillo de nieve y jirones de nubes gris perla que cruzaban el azul invernal del cielo entre los tejados de las casas. Caminaron juntos hasta la iglesia una media milla. Por todas partes repicaban las campanas, cuyo sonido llenaba el frío aire.
El servicio fue breve, y durante el mismo estuvieron apretadamente sentados en los estrechos bancos mientras el vicario explicaba la familiar historia y el órgano hacía resonar los familiares himnos. Todos cantaron Oh, fieles, venid y Dios os acoja felices hasta que el sonido pareció envolverlos como un manto.
Caminaron de vuelta en medio de la nieve que caía, en cuya blancura inmaculada dejaron impresas sus huellas, y echaron otro vistazo a la pila de paquetes bajo el árbol. Tras dar rienda suelta a su excitación por breves momentos en la cocina, se sentaron todos a comer el ganso asado con su sabroso relleno y las crujientes patatas y chirivías asadas que lo adornaban, junto con un excelente vino francés y un pudín de ciruela flambeado con brandy, para deleite de los niños, y cubierto con nata. Charlotte lo había preparado y cortado con sumo cuidado de modo que a todos les tocara una moneda de tres peniques.
Pero los regalos no podían esperar más. Exultantes de emoción, fueron todos en tropel al salón para repartirlos y contemplar cómo tres niños rasgaban los envoltorios, los desparramaban por el suelo y se entregaban a una borrachera de felicidad sin límite. Para Daniel eran la máquina y los vagones que Pitt había hecho para él y una caja sorpresa que le había traído Emily; para Edward, una caja de figuras de todos los colores, formas y tamaños que Pitt había tallado y pintado, y un juego de soldaditos de plomo de parte de Emily; y para Jemima, una muñeca para la que Charlotte había confeccionado tres conjuntos de ropa diferentes, y de parte de Emily un caleidoscopio que al moverlo y mirar por un agujero ofrecía un mundo mágico y cambiante de diseños luminosos.
La madre de Charlotte les había enviado libros para todos: Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, para Jemima; Los niños del agua, de Charles Kingsley, para Daniel; y La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, para Edward.
A Charlotte le hizo mucha ilusión el jarrón de alabastro rosa y el broche granate que le regaló Emily; y ésta se quedó encantada con el cuello de encaje de Pitt y Charlotte. Pitt estaba feliz con las camisas que Charlotte le había confeccionado y con las lustrosas botas Wellington de piel que Emily le había traído. Le estaba sinceramente agradecido, no sólo por el obsequio, sino por el tacto que demostraba al no hacerle un regalo demasiado ostentoso. Ella sabía muy bien que en su época de agente de policía ganaba poco más o menos lo mismo que un deshollinador, y que incluso ahora que era inspector todo su salario mensual era inferior a lo que ella se asignaba cada mes para ropa.
Emily estaba a su vez muy agradecida por el cálido afecto y el sentimiento de familia que había recibido de ellos, y, a través del placer que expresaba, había sabido demostrárselo y agradecérselo de la forma más delicada. Cuando el aluvión de regalos y muestras de gratitud remitió al fin, se sentaron frente al fuego, sin cerrar el tiro de la chimenea para que sus llamas rojas y amarillas ardieran con toda viveza. Emily y Charlotte hablaban, mientras Pitt dormitaba con los pies sobre el guardafuegos. Por la noche, cuando los niños se fueron a la cama exhaustos, apretando contra sí los regalos, Charlotte, Pitt y Emily sacaron un rompecabezas gigante que representaba la coronación de la reina Victoria. Estuvieron sentados en torno a él hasta medianoche, cuando Emily colocó por fin la última pieza con un grito de triunfo.
Dos días después, en medio de un cortante viento invernal que congelaba el barrizal de la calzada formando resbaladizas y quebradizas crestas y que esparcía el hielo de los desagües como si fueran cristales rotos, Pitt volvió al trabajo. Una vez dejadas las instrucciones pertinentes en relación con otros robos a su cargo, salió de Bow Street en dirección a Hanover Close. Sentía una curiosidad cada vez mayor por conocer a los York, y se le ocurrió una idea.
Un hasta cierto punto sorprendido cochero le llevó hasta la tranquila y elegante calle con sus fachadas georgianas y las complicadas filigranas que formaban los negros árboles sin hojas al recortarse contra un cielo nítidamente blanco. Le preguntó a Pitt si estaba seguro que era allí adonde quería ir, pero al ver la expresión de su rostro lo dejó correr. El cochero cogió el dinero e hizo chascar las riendas sobre la grupa del caballo, de la que se desprendía un ligero vaho.
Pitt se encaminó a la puerta principal, se preparó para la displicencia del sirviente, que le diría que un policía, si llegara jamás a darse el caso de recibir tal visita, debía entrar por la puerta de servicio. Estaba acostumbrado a aquel trato, pero aun así no podía evitar una tensión a la altura de los hombros.
La puerta se abrió casi de inmediato y apareció un sirviente que rondaría la treintena y que no pudo evitar mostrar en su rostro una ligera sorpresa.
—Me llamo Thomas Pitt. —Prefirió no mencionar por el momento su rango—. Es posible que tenga cierta información en relación con un asunto que podría resultar de interés para el señor York. Le estaría muy agradecido si usted le preguntara si puedo verle.
El sirviente no se atrevió a rechazar un requerimiento como aquél sin consultarlo con su amo, cosa con la que Pitt había contado.
—Puede esperar en el salón, señor. Iré a preguntar. —El sirviente se apartó y abrió del todo la puerta para invitarle a entrar. Llevaba una bandeja en la mano, pero Pitt no tenía tarjeta de visita alguna que depositar en ella. Tal vez debiera considerarlo: podría hacerse una de lo más sencillo, con su nombre y nada más.
El salón era espacioso y confortable, una estancia varonil, con los muebles de color verde claro y estampas deportivas en las paredes. Había libros con cubiertas de piel en dos armarios con puertas de cristal y un globo terráqueo bastante elegante sobre una mesa junto a la ventana, con todas las naciones del imperio señaladas en rojo y un grueso trazo circular alrededor de Canadá, Australasia, la India, la mayor parte de África hasta Egipto y diverso número de islas de todos los continentes. Un meridiano de latón encastado abrazaba el globo por entero.
El sirviente permanecía inmóvil.
—¿Puedo decirle al señor York con qué está relacionado ese asunto del que usted quiere hablar con él? —dijo con toda seriedad.
—Con la muerte del señor Robert York —contestó Pitt con una verdad a medias.
El sirviente no halló respuesta para aquello, por lo que hizo una cumplida reverencia y salió cerrando la puerta tras él.
Pitt sabía que no tendría que esperar mucho y que no merecía la pena examinar los libros de la sala con la esperanza de deducir a partir de ellos las personalidades de los dueños de la casa. Los libros caros se adquieren muchas veces por su aspecto exterior más que por su contenido. En lugar de eso, repasó mentalmente lo que debía decir, para prepararse para mentir a un hombre por el que sentía una profunda piedad y por el que muy bien podía desarrollar un sentimiento de afecto.
El honorable Piers York hizo su aparición al cabo de cinco minutos. Era alto, tenía la constitución del hombre que ha sido esbelto en sus mejores años. Próximo a los setenta, se mantenía erguido, a pesar de ser ya algo cargado de hombros, mientras que su rostro enjuto rebosaba un sentido del humor irónico y muy personal que estaba profundamente enraizado bajo la actual pátina que habían creado la aflicción y los muchos años de autorrepresión.
—¿Señor Pitt? —preguntó, mientras cerraba la puerta y señalaba una de las butacas a modo de invitación tácita—. John me ha dicho que tenía usted algo que decirme en relación con la muerte de mi hijo. ¿Es así?
Pitt se sentía más avergonzado de lo que había supuesto, pero ya era demasiado tarde para marcharse sin exponer su mentira completa.
—Sí, señor. —Tragó saliva—. Es posible que se haya descubierto alguno de los artículos robados. Si pudiera usted facilitarme una descripción más detallada del jarrón y del pisapapeles…
Los ojos de York mostraban perplejidad. En ellos se apreciaba la huella de la pérdida, pero también un destello de algo que podía ser ironía o cierto humor al reparar en las relucientes e impecables botas de Pitt.
—¿Es usted policía? —preguntó. A Pitt le ardía el rostro.
—Sí, señor.
York tomó asiento con un movimiento elegante a pesar de la leve rigidez de su espalda.
—¿Qué han encontrado?
Pitt tenía una historia preparada. Se sentó enfrente y eludió la mirada de los ojos de York al contestar.
—Hemos hallado hace muy poco una gran partida de género robado, entre la que se cuentan diversos objetos de plata y de cristal.
—Ya veo. —Sonrió sombrío—. No creo que ahora eso tenga mucha importancia. No eran objetos de un gran valor. Tan sólo se trataba de un pequeño jarrón, que yo mismo ya casi ni recuerdo cómo era… El pisapapeles estaba grabado, con dibujos de flores o algo por el estilo, me parece. No quiero que nadie se moleste en perder el tiempo por esas cosas, señor Pitt. Seguro que usted tiene asuntos más importantes que atender.
No quedaba más alternativa que mencionarlo.
—Podría ser que esos objetos nos pusieran tras la pista del ladrón, y por tanto del hombre que mató a su hijo —explicó con gravedad.
York sonrió, cortés pero abatido. Había conseguido separar aquel asunto de sus emociones.
—¿Después de tres años, señor Pitt? Seguro que desde entonces han cambiado de manos muchas veces. —Aquello era una observación, no una pregunta.
—No lo creo, señor. Tenemos muchos contactos con los traficantes de género robado.
—Supongo que esto es necesario —suspiró York—. Puede figurarse usted lo que me importa a mí ese jarrón, o a mi esposa. Robert era nuestro único hijo. ¿Le parece a usted que nosotros…? —Sus palabras quedaron ahogadas antes de salir.
¿Era aquello necesario? ¿De verdad toda aquella farsa que había planeado podía proporcionarle alguna información sobre el asesino de Robert York? ¿Podía llegar a arrojar alguna luz sobre la presunta participación de su viuda? ¿No serviría más que para infligir más dolor a una familia que ya había sido duramente golpeada?
Pero había en este crimen algo diferente. No se trataba de un robo en una casa cualquiera. Creía a Pinhorn y a todos los demás que como él habían dicho que el golpe no se había gestado en los bajos fondos. Quizá algún conocido del círculo de los York se había vuelto un criminal y, cuando Robert le había reconocido, el ladrón le había matado presa del pánico de que le denunciara. O tal vez incluso fuera antes que nada un asesinato, y sólo circunstancialmente un robo: Robert York podría haber sorprendido a su mujer con un amante y éste podría haber sustraído los objetos en cuestión para encubrir el verdadero crimen. O peor todavía, quizá se tratara de una acción premeditada.
También estaba, por supuesto, la posibilidad temida por el Foreign Office: que el auténtico robo incluyera documentos que Robert York se hubiera llevado a casa y que, por tanto, no sólo constituyera un crimen de asesinato sino también de traición.
—Sí, me temo que es necesario —dijo Pitt con firmeza—. Lo siento, señor, pero estoy seguro de que incluso en su aflicción, la señora York no deseará que un asesino ande suelto cuando podamos atraparle.
York le miró con serenidad y luego se levantó lentamente.
—Supongo que sabe usted lo que hace, señor Pitt. —No había en su voz intención alguna de ofender. Hablaba de caballero a caballero. Tiró de la cuerda de la campanilla junto a la puerta y cuando contestó el sirviente le mandó en busca de la señora York.
Tardó varios minutos en bajar, pero ninguno de los dos habló hasta que apareció ella. Pitt se puso en pie de inmediato y la observó con interés. Aquélla era la mujer cuya compostura tanto había impresionado a Lowther la noche de la muerte de su hijo, y a Mowbray al día siguiente. Apenas superaba la mediana edad, su esbelta figura se apreciaba un poco robustecida a la altura de la cintura, llevaba los hombros tapados por completo y el blanco cuello envuelto por un bordado, no un bordado de señora mayor, sino un caro y tupido bordado francés, del estilo del que podría haber elegido la tía abuela Vespasia. Incluso a una distancia de más de dos metros, Pitt pudo oler el suave aroma de un perfume tan liviano y dulce como el de la gardenia. Tenía unos rasgos suaves y redondeados, una nariz casi griega, y labios todavía bien definidos. Su cutis era impecable y el cabello, aunque había perdido algo de color, conservaba toda su rica textura y consistencia y un ondulado natural. Había tenido que ser una belleza, en su estilo. Miraba al inspector con fría sorpresa.
—El señor Pitt es de la policía —explicó York—. Es posible que haya encontrado alguna de las pertenencias que nos robaron. ¿Podrías describirle el jarrón de plata? Me temo que yo no podría reconocerlo aunque lo viera.
La dama arqueó las cejas.
—Después de tres años, ¿ahora dicen que me van a devolver un jarroncito de plata? Comprenderá que no me sienta impresionada, señor Pitt.
La crítica era legítima y él lo sabía. La voz de Pitt sonó más áspera de lo que pretendía.
—Con frecuencia la justicia es lenta, señora, y a veces el inocente sufre por ello. Lo siento.
La dama se obligó a sonreír, lo que hizo que él sintiera respeto por ella.
—Tendría unas nueve pulgadas de altura, era de base redonda pero cuerpo cuadrangular y terminaba en una boca acanalada. Era de plata maciza y cabían cinco o seis tallos. Solía poner rosas en él.
Era una descripción muy precisa, sin ningún elemento vago o contradictorio. La miró con detenimiento. Era una mujer inteligente, tenía un completo dominio de sí misma, aunque en su rostro había emoción. De hecho a Pitt no le era difícil imaginar una gran pasión tras él. Bajó la vista hacia las pequeñas y fuertes manos a ambos lados de la silueta y comprobó que estaban tensas, pero no cerradas.
—Gracias, señora. ¿Y el pisapapeles?
—Esférico, con dos rosas de la casa Tudor grabadas; y también algo más, una cinta o una espiral. Tenía tres o cuatro pulgadas de alto y era pesado, desde luego. —Frunció el ceño—. ¿Han descubierto al ladrón? —Había ahora un ligero estremecimiento en su voz y un diminuto músculo tembló por debajo de la pálida piel de las sienes.
—No, señora —al fin y al cabo aquello era toda la verdad—, tan sólo los artículos sustraídos, a través de un traficante en género robado. Pero tal vez él nos lleve al ladrón.
York estaba de pie a un par de metros de ella. Por un momento Pitt creyó que iba a extender los brazos hacia la mujer en un gesto de consuelo, o de mera condolencia, pero cambió de intención, si no es que Pitt había malinterpretado el leve movimiento percibido. ¿Qué había detrás del desdeñoso y patricio rostro del hombre y de la belleza regular y cuidadosamente preservada de la dama? ¿Sospechaban que su nuera pudiera haber tenido un amante? ¿O que su hijo hubiera sido asesinado a causa de un secreto de estado? ¿O que algún allegado, un amigo de la familia tal vez, hubiera contraído grandes deudas y hubiera recurrido en su desesperación al robo, en lugar de afrontar la desgracia e incluso quizá la cárcel, consecuencia de la ruina económica? No iba a sacar nada de mirarles. Su educación en el seno de la fría y obediente infancia de la aristocracia les había inculcado el autodominio y la conciencia del deber hacia la dignidad y hacia su clase. Si algún miedo o aflicción se escondían en el interior, ningún policía, ningún hijo de guardabosques iba a descubrirlo a través de una voz o de una mano temblorosas. Pitt casi deseaba que Charlotte hubiera podido verles. Ella tal vez hubiera sido capaz de leer un poco más a través de sus maneras.
No podía prolongar aquella situación por más tiempo, ni se le ocurría ninguna excusa apropiada que le permitiera conocer a la viuda. Les dio las gracias y dejó que el sirviente le acompañara a la puerta y a la gris y gélida calle.
Tardó tres días en encontrar un jarrón que encajase con la descripción de la señora York, y aun así era una pulgada y media más corto y tenía cinco caras en vez de cuatro, pero sería suficiente. Con el pisapapeles no hubo forma: los botines de género robado no ofrecían nada que se le pareciera remotamente, y el engaño se haría demasiado notorio si llevaba consigo uno que difiriera en exceso de la descripción que le habían dado.
Era la víspera de Año Nuevo y nevaba copiosamente. Tras rodar por calles silenciosas en las que las ruedas de la calesa apenas producían sonido alguno al desplazarse sobre el blanco manto, se apeó frente al número 2 de Hanover Close poco después de las tres. Le había preguntado al agente de ronda y se había informado de que aquél era el mejor momento para encontrar a la joven señora York en casa, mientras la señora York madre se hallaba fuera de visita.
Esta vez abrió la puerta una camarera bastante joven con un delantal rígido de encaje y una cofia sobre su negra cabellera. Miró a Pitt de arriba abajo con recelo, desde el cabello despeinado que asomaba por debajo de su sombrero alto y el abrigo elegante pero usado cuyos bolsillos rebosaban de todo tipo de objetos que había pensado que podrían serle de alguna utilidad, hasta las bonitas botas de Emily.
—¿Sí, señor?
Él le sonrió.
—Vengo a ver a la señora York. Espera mi visita para uno de estos días.
Ella atendió más a su sonrisa que a la información que le brindaba, que consideraba difícil de creer.
—La señora York está con otra visita en este momento, señor, pero si quiere usted pasar a la salita le diré que está aquí.
—Gracias. —Entró y le entregó una de las tarjetas que se había hecho desde su última visita. Tal vez fuera un poco presuntuoso para un policía tener tarjeta, pero le gustaba, y algún día quizá pudiera justificar el gasto. No se lo había dicho a Charlotte por temor a que ésta le considerase un tonto.
La salita estaba igual que la otra vez, con un atiborrado fuego consumiéndose poco a poco en el hogar. Esta vez Pitt abrió deliberadamente la puerta del vestíbulo una vez se había ido la doncella y se quedó junto al paso para poder oír cualquier conversación sin ser visto. Lo más probable es que los visitantes fueran irrelevantes, pero sentía curiosidad. No había visto ningún carruaje fuera, así que fuera quien fuera, debía tener intención de permanecer el suficiente tiempo como para considerar que valía más enviar el coche de vuelta a los establos; aquello suponía más de la media hora habitual para una visita de media tarde.
El malentendido deseado se había producido. Era a la joven señora York a la que la camarera había informado y, después de unos diez minutos, fue ella la que acudió, acompañada por un hombre con el cabello muy bien cuidado de unos cuarenta años, con un rostro no demasiado bello, pero de facciones inteligentes y atractivas. Se trataban de un modo muy cortés aunque en extremo circunspecto.
Veronica York era una mujer en verdad muy hermosa, muy esbelta, con unos hombros y un pecho muy delicados, y se movía con una gracia poco usual. Su rostro era más sensible que el de su madre política, con unos ángulos más suaves, que atrajo a Pitt de forma instintiva. En aquel rostro había algo obsesivo, y tuvo la impresión de que bajo aquella calma se escondía una intensa pasión a punto para irrumpir al exterior.
—¿Señor Pitt? —dijo con manifiesta extrañeza—. Espero que no le importe que el señor Danver me acompañe. Lamento reconocer que no recuerdo que nos conozcamos.
Danver la rodeó apenas con el brazo, como si hubiera de protegerla de algún ataque o de alguna descortesía. Pero no se apreciaba hostilidad en su rostro, sino tan sólo precaución y la conciencia de la vulnerabilidad de la mujer.
—Lo siento —se disculpó Pitt—. Es la señora Piers York quien espera mi visita. Debí ser más explícito. Pero tal vez, si no tiene inconveniente, usted misma pueda ayudarme. —Se sacó el jarroncito de plata del bolsillo del abrigo y lo mostró—. Es posible que sea éste el jarrón que les robaron hace ahora tres años. Si es así, ¿tendría la amabilidad de asegurarse usted misma y así confirmármelo a mí?
Su rostro se quedó lívido y abrió los ojos de par en par como si se tratase aquél de un objeto espantoso e incomprensible.
Danver aumentó la presión del brazo con que la rodeaba como si temiera que fuera a desmayarse. Entonces se volvió hacia Pitt con furia.
—Por el amor de Dios, señor, ¿es que no tiene usted ninguna piedad? ¡Se introduce en esta casa sin la menor advertencia y sostiene ante nosotros un jarrón que fue robado la misma noche en que asesinaron salvajemente al esposo de la señora York! —Miró a Veronica York y alzó la voz al ver cómo crecía la ansiedad de ésta—. ¡Me quejaré a sus superiores de su gran falta de sensibilidad! ¡Podía al menos haber preguntado por el señor York!
Pitt sí sentía compasión por la mujer, pero muchas veces le había sucedido haberla sentido por un culpable al que había juzgado inocente. Para Julian Danver era diferente: o era un actor soberbio, o nunca se había encontrado con que la verdad fuera otra cosa que lo que todo el mundo había supuesto.
—Lo siento —se disculpó Pitt—. El señor York me dijo en una visita previa que no sería capaz de reconocer el jarrón. Fue la señora Piers York quien me lo describió. Puedo preguntarle a un sirviente, si lo prefieren. Con su permiso, claro está.
Veronica luchaba por dominarse.
—No seas injusto, Julian —dijo. Tragó saliva con esfuerzo y recuperó la respiración. Seguía muy pálida—. El señor Pitt sólo está cumpliendo con su deber. No sería más agradable para mamá. —Levantó la vista hasta encontrarse con la de Pitt, quien se sintió de nuevo sorprendido por la emoción que desprendían sus ojos. No era una simple cara bonita en el seno de la vida social, sino una mujer que sería única y atractiva en todas partes—. Me temo que no puedo decirle con seguridad si se trata o no de nuestro jarrón —dijo en un esfuerzo por no perder el control de la voz—, nunca reparé demasiado en él. Estaba en la biblioteca, que es una estancia que no frecuento mucho. Si quisiera usted preguntarle a uno de los sirvientes, mejor que molestar a mi madre política con una imagen que puede resultarle muy desagradable…
—Por supuesto. —Pitt esperaba encontrar una excusa para hablar con el servicio y aquélla era la ideal—. Si tiene la amabilidad de notificarle al mayordomo o al ama de llaves que cuentan con su permiso, me dirigiría a las dependencias del servicio y a lo mejor podría encontrar a la doncella que realizaba la limpieza de la biblioteca en aquel tiempo.
—Sí —convino ella, incapaz de disimular su alivio—. Sí, me parece una idea excelente.
—Yo me encargaré —se ofreció Danver—. ¿Quieres ir un rato a tu habitación, querida? Yo te disculparé ante Harriet y papá.
Ella se volvió con rapidez.
—Por favor, no les digas nada.
—Claro que no —la tranquilizó—. Sólo les diría que estabas un poco mareada y fuiste a estirarte media hora y que irías con ellos más tarde. ¿Quieres que llame a tu doncella o a tu madre política?
—¡No! —Esta vez había cierta fiereza en su voz y la mano con que le agarraba del brazo le atenazó como una zarpa—. No… ¡Por favor, no lo hagas! Estoy perfectamente. No molestes a nadie más. Voy arriba a ponerme un poco de colonia y vuelvo al salón reservado. Si eres tan amable de llamar a Redditch y explicarle la presencia del señor Pitt y lo del jarrón…
Él accedió con cierta reticencia, mientras la incertidumbre planeaba todavía en su rostro.
—Buenas tardes, señor Pitt —dijo ella con cortesía, mientras se volvía y se marchaba. Danver le abrió la puerta y la mujer desapareció en el vestíbulo.
Danver llamó al mayordomo, un hombre apacible de mediana edad y expresión ligeramente preocupada que conservaba algo de la inocencia pasmada de la primerísima juventud. Todo ello resultaba una combinación bien curiosa con la dignidad y responsabilidad de su posición. Tras explicársele la presencia de Pitt, Danver se disculpó y el mayordomo condujo a Pitt por el vestíbulo, a través de la puerta tapizada de verde, hasta el salón del ama de llaves, que en aquellos momentos estaba desocupado.
—No estoy seguro de quién era la doncella del piso de abajo en aquella época, señor —dijo el mayordomo con vacilación—. La mayor parte del personal de servicio ha cambiado desde el asesinato del señor Robert. Yo soy nuevo también, al igual que el ama de llaves. Pero la fregona ya estaba aquí entonces. Ella se debe acordar.
—Si tiene usted la bondad —aceptó Pitt.
Mientras se quedó solo, esperando sentado por espacio de unos veinte minutos, daba vueltas en su cabeza a pensamientos que le llevaban una y otra vez a Veronica York, hasta que por fin entró una muchacha de presencia agradable que apenas sobrepasaba los veinte años. Llevaba un vestido de paño azul y delantal y cofia de reducido tamaño. Era evidente que no era la fregona; su aspecto era pulcro y amable y no tenía las manos enrojecidas por el continuo contacto con el agua. Hacía mucho que aquella muchacha no fregaba un suelo. Vino acompañada por el mayordomo, quien probablemente quería asegurarse de que ella era discreta en sus respuestas.
—Yo soy Dulcie, señor —dijo con una leve inclinación. Los policías no merecían una reverencia completa; eran casi como los sirvientes—. Yo era aquí aprendiz cuando el señor Robert fue asesinado. Además de mí, sólo queda Mary, la fregona. El señor Redditch me ha dicho que a lo mejor podía ayudarle, señor.
Era una lástima que se hubiera quedado el mayordomo, pero Pitt debió habérselo supuesto: cualquier sirviente veterano de su posición lo hubiera hecho.
—Sí, si es tan amable. —Pitt extrajo de nuevo el jarroncito y lo sostuvo ante ella—. Obsérvelo con atención, Dulcie, y dígame si éste era el jarrón que había en la biblioteca en la época de la muerte de Robert York.
—¡Oh! —La muchacha miraba con asombro. Al parecer Redditch había actuado con gran sensatez y sólo le había dicho que querían hablar con ella porque había sido una criada hacía tres años. Ella abrió los ojos desmesuradamente y no los apartaba del jarrón que sostenía la mano de Pitt. No lo tocó.
—¿Y bien, Dulcie? —la instó Redditch—. ¿Es el jarrón, muchacha? Debiste quitarle el polvo unas cuantas veces.
—Se parece mucho, señor, pero creo que no es éste. Tal como lo recuerdo, tenía cuatro caras. Pero puedo equivocarme.
Era la mejor respuesta que podía haber dado. Aquello le permitía a Pitt insistir en el tema.
—No importa —dijo con una sonrisa—. Sólo tiene que pensar en lo que solía hacer tres años atrás. ¿Recuerda, por ejemplo, la semana en que sucedió?
—Oh, sí —dijo ella en un susurro.
—Cuénteme algo de aquellos días. ¿Tuvo la casa muchas visitas?
—Oh, sí. —El recuerdo hizo que apareciera en su rostro una momentánea sonrisa—. Entonces venían montones de gente. —La luz se desvaneció—. Como es natural, después de la muerte del señor Robert todo aquello se acabó, la gente sólo venía a dar el pésame.
—Muchas visitas de señoritas por las tardes —sugirió Pitt.
—Sí, duró muchos días, venían a ver tanto a la señora Piers como a la señora Robert. Siempre solía haber una de ellas en casa y la otra rindiendo visita a su vez en otras casas.
—¿Cenas?
—No demasiado a menudo. Más bien eran ellas las que cenaban fuera o iban al teatro.
—Pero ¿alguna vez venían a cenar aquí?
—¡Sí, claro!
—¿El señor Danver?
—El señor Julian Danver y su padre el señor Garrard, y la señorita Harriet —contestó—. Y los señores Asherson. —Mencionó media docena más de nombres que Pitt anotó bajo la desaprobadora mirada del mayordomo.
—Intente ahora recordar un día en concreto —prosiguió Pitt—, y repase mentalmente sus tareas domésticas una por una.
—Sí, señor. —Bajó la vista hacia sus manos cruzadas y recitó con lentitud—: Me levantaba a las cinco y media y bajaba las escaleras para limpiar todos los hogares, y recogía las cenizas y las llevaba a la parte de atrás. Mary solía prepararme una taza de té, luego me aseguraba de que todos los hogares estuviesen limpios con los atizadores y las demás cosas negras y sin ceniza, como debe ser: las chapas de metal, los morillos, todo bien pulido. Luego encendía las luces y los fuegos para que cuando los miembros de la familia bajasen encontrasen las habitaciones calientes. Me cercioraba de que el criado había traído el carbón y que las carboneras estaban llenas. A veces tienes que estar detrás de ellos continuamente. Después de desayunar empezaba a limpiar y a quitar el polvo…
—¿Limpiaba usted la biblioteca? —Tenía que insistir en el asunto de la identificación para justificar su presencia.
—Sí, señor. Pero… Ahora lo recuerdo: se parece mucho al jarrón que teníamos, ¡pero no lo es!
—¿Estás segura? —intervino el mayordomo de forma abrupta.
—Sí, señor Redditch. Éste no es nuestro jarrón. Podría jurarlo.
—Gracias. —A Pitt no se le ocurría qué más podía preguntar. Al menos contaba con algunos nombres y podía comenzar a buscar a un ladrón aficionado. Se levantó y les dio las gracias.
Pero Redditch se ablandó.
—¿Le apetecería venir a la cocina a tomar una taza de té, señor Pitt?
Pitt aceptó de inmediato. Tenía sed y le apetecía una taza de té caliente. No le agradaba menos la idea de poder observar al mayor número de sirvientes posible. Media hora más tarde, después de tres tazas de té y dos porciones de tarta de Madeira, volvió al vestíbulo principal y abrió la puerta de la biblioteca. Era una estancia muy elegante, con armarios librerías alineados a ambos lados, mientras que la pared de enfrente estaba ocupada por ventanales que iban del suelo hasta el techo, tapados con cortinas de terciopelo de color granate. En la cuarta pared había un gran hogar de mármol flanqueado por mesas semicirculares taraceadas con maderas exóticas. También había un escritorio de roble macizo y piel verde arrimado junto a las ventanas y tres amplias butacas tapizadas de piel.
Pitt se adentró hasta el centro de la habitación. Imaginaba la escena que tuvo lugar la noche en que Robert York fue asesinado. Oyó un ligero ruido tras él y se volvió para encontrarse con la doncella, Dulcie, junto a la puerta. Tan pronto como él la vio, la muchacha entró en la estancia. Tenía el ceño fruncido y los ojos brillantes.
—¿Ha recordado alguna otra cosa? —le preguntó con premura, seguro de que así era.
—Sí, señor. Antes preguntó acerca de los invitados, de la gente que venía de visita…
—Sí…
—Pues bien, aquella semana fue la última vez que la vi a ella o a algo que le perteneciera. —Se detuvo, mordiéndose el labio, dudando de si debía o no ser tan indiscreta.
—¿Que vio a quién, Dulcie? —Tenía que ser amable, no podía darle mucha importancia para no asustarla—. ¿A quién vio?
—No sé cómo se llamaba. Una mujer que se ponía vestidos de color cereza, siempre llevaba algo de ese tono. No era ninguna invitada… o por lo menos nunca entraba por la puerta principal con los demás, y nunca le vi la cara excepto una vez en el descansillo de las escaleras, a la luz de la lámpara de gas. Fue sólo un momento, duró apenas un segundo. Pero siempre llevaba algo de color cereza, el vestido, o los guantes, o una flor, o cualquier otra cosa. Conozco las prendas de la señorita Veronica y ella no tiene nada de ese color. Pero un día encontré un guante en esta sala que asomaba por debajo de un cojín. —Señaló hacia la silla más alejada—. Y una vez allí había un pedazo de cinta.
—¿Está segura de que no pertenecían a la señora York madre?
—Oh, sí, señor. Conocía a las doncellas de entonces de la señora y solíamos hablar de sus ropas. Es un color muy extremado. Sé muy bien que ninguna de ellas se lo ponía. Era de la mujer que vestía de color cereza, señor, pero puedo jurarle que no sé quién era. Sólo sé que iba y venía como una sombra, como si nadie debiera verla, y no la he vuelto a ver desde aquella semana, señor. Deseo que pueda coger a quien hizo aquello. No es por la plata: el señor Piers dice que siempre se puede recuperar el dinero del seguro, como hizo cuando la señora Loretta perdió su collar de perlas con el alfiler de zafiro. —Se mordió el labio y calló de repente.
—Gracias, Dulcie. —Pitt miraba su rostro de preocupación—. Ha hecho muy bien en decírmelo. No le diré nada al señor Redditch de no ser que sea imprescindible. Ahora acompáñeme a la puerta y nadie se dará cuenta de que ha estado aquí.
—Sí, señor. Gracias, señor. Yo… —dudó, como si fuera a decir algo más, pero cambió de idea y esbozó una breve reverencia antes de conducirle a través del amplio vestíbulo y abrir la puerta de la entrada principal.
Al cabo de un momento se encontraba en la calle silenciosa, con el hielo crujiendo bajo sus botas. ¿Quién sería aquella mujer que vestía de color cereza, que al parecer nunca había vuelto a visitar la casa después del asesinato de Robert York, y por qué nadie más le había hablado de ella?
Tal vez no fuera importante. Podía ser una amiga de Veronica, una amistad que tenía un comportamiento excéntrico o socialmente inaceptable. O también podía ser aquello que el Foreign Office no deseaba que él indagara: una espía. Tendría que hablar con Dulcie de nuevo, cuando supiera un poco más.