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—¡La comisaría, señor! —dijo el cochero en voz alta, antes incluso de que se hubieran detenido los cascos del caballo. Su voz expresaba desagrado; no le gustaba aquella clase de sitios. El hecho de que aquél en concreto estuviera situado en medio de la elegancia aristocrática de Mayfair no era compensación alguna.

Pitt descendió, le pagó y subió los escalones de piedra, para entrar a continuación.

—¿Sí, señor? —dijo el sargento sentado a la mesa de recepción.

—Soy el inspector Pitt, de Bow Street —dijo éste con tono tajante—. Quisiera ver al oficial superior de guardia.

El sargento respiró hondo mientras lo observaba con ojo crítico. Pitt no se correspondía con la idea que el sargento tenía de un oficial de graduación superior: tenía un aspecto descuidado. De hecho vestía con franco desaliño, con la ropa mal conjuntada y los bolsillos llenos de porquerías. Era descorazonador verle. Parecía como si nunca se las hubiera entendido con las tijeras de un barbero —como mucho con unas de podar—. Con todo, el sargento había oído el nombre de Pitt y contestó con cierto respeto.

—Sí, señor. Tendrá que ser con el inspector Mowbray. Le informaré de que está usted aquí. ¿Puede decirme el motivo de su visita, señor?

Pitt esbozó una sonrisa.

—Lo siento. Se trata de un asunto confidencial.

—Muy bien, señor. —El sargento se volvió impasible y salió, mientras Pitt permanecía de pie.

Regresó unos minutos más tarde.

—Si entra por aquella puerta, la segunda a la izquierda, señor, el inspector Mowbray le recibirá.

Mowbray era un hombre moreno, parcialmente calvo y de rostro inteligente. Parecía sentir curiosidad cuando Pitt entró y cerró la puerta.

—Soy Pitt —se presentó éste, mientras extendía la mano.

—He oído hablar de usted. —Mowbray le dio la mano con firmeza—. ¿Qué se le ofrece?

—Necesito ver los informes de su investigación del robo cometido en una casa de Hanover Close, hace unos tres años, el 17 de octubre de 1884, para ser exactos.

El rostro de Mowbray expresó sorpresa compungida.

—Mal asunto. No es habitual que el robo en una casa acabe en asesinato, no en esa zona. Malo, muy malo. No pudimos descubrir nada. —Arqueó las cejas—. ¿Tiene usted algo? ¿Se ha encontrado por fin alguno de los objetos de valor?

—No, no se trata de eso. Lo siento —se excusó Pitt. Se sentía culpable por meterse en el caso del otro inspector y al mismo tiempo enojado porque aquella indagación era una maniobra, no su objetivo real, además de que probablemente iba a resultar inútil.

Pitt detestaba el modo en que le habían metido en aquel caso. Mowbray debía ser quien hiciera aquello, pero, como el asunto implicaba la delicada cuestión de la reputación de una mujer, una víctima distinguida de una poderosa familia y, sobre todo, como había levantado el leve rumor de la posibilidad de una traición, el Foreign Office había usado su influencia para traspasar la investigación a Ballarat, pues de este modo pensaban ejercer algún control sobre la misma. El superintendente Ballarat era un hombre con una aguda sensibilidad para captar lo que deseaban sus superiores y con una bien nutrida ambición para ascender lo suficiente en su profesión como para ser socialmente aceptable, casi se le podía considerar un gentleman hecho a sí mismo. No se daba cuenta de que aquéllos a los que más deseaba impresionar eran capaces en todo momento de distinguir los orígenes de un hombre simplemente por la forma en que se desenvolvía, o por la manera de pronunciar una vocal en una palabra determinada.

Pitt era hijo de un guardabosques y se había criado en una gran finca campestre. Lo habían educado con el hijo de la casa y se desenvolvía de una forma bastante aceptable con la gente bien. Además, se había casado con una mujer de clase social superior a la suya, lo que le había valido poder relacionarse con un mundo vedado para la mayoría de los policías. A Ballarat no le gustaba Pitt, cuyos modales consideraba insolentes, pero tenía que admitir que era sin duda el hombre idóneo para aquella investigación. Y lo admitía, aunque a regañadientes.

Mowbray lo miró con un leve sentimiento de decepción que desapareció con rapidez. Al parecer no imaginaba nada.

—Ah, ya. Bien, será mejor que hable primero con el agente Lowther, que fue quien encontró el cadáver. Naturalmente puede leer los informes que se redactaron en su momento. No es mucho. —Sacudió la cabeza—. Lo intentamos de veras, pero no había testigos, ni jamás se halló ninguno de los objetos de valor robados. Pensamos en la posibilidad de que hubiera sido alguien de dentro… Interrogamos a todo el personal, pero no conseguimos nada.

—Creo que comenzaré por hacer eso mismo —dijo Pitt a modo de cumplido indirecto.

—¿Le apetece una taza de té mientras mando llamar a Lowther? —le ofreció Mowbray—. Hace un día de perros. No me extrañaría que nevase antes de Navidad.

—Gracias —aceptó Pitt.

Diez minutos más tarde, estaba sentado en otra pequeña y gélida habitación con una siseante lámpara de gas en la pared, por encima de una mesa muy rayada. Un fino legajo de papeles descansaba sobre la misma, mientras enfrente de Pitt acababa de presentarse solícito un agente con aire tímido y rígido, de botones relucientes.

Pitt le dijo que se sentara.

—Sí, señor —obedeció Lowther nervioso—. Recuerdo el crimen de Hanover Close con bastante claridad, señor. ¿Qué le interesa saber?

—Todo, —cogió la tetera y llenó una taza sin preguntar nada. Se la pasó a Lowther, quien abrió los ojos sorprendido.

—Gracias, señor. —Dio un trago agradecido, recuperó la compostura y comenzó en voz baja—: Eran las tres y cinco de la madrugada del 17 de octubre de hace ahora tres años. Yo estaba de servicio nocturno y hacía la ronda por Hanover Close…

—¿Cada cuánto tiempo? —le interrumpió Pitt.

—Cada veinte minutos, señor. A intervalos regulares.

Pitt esbozó una leve sonrisa.

—Ya sé que la norma es ésa. Pero ¿está seguro de que aquella noche no le retuvo nada en algún otro lugar? —Le dio deliberadamente la oportunidad a Lowther de rehuir la culpa si era necesario sin necesidad de faltar a la verdad—. ¿No se encontró con ningún problema en ningún otro sitio?

—No, señor. —Lowther le miraba con unos ojos azules totalmente inocentes—. Hay veces que surge algún incidente que me retrasa, pero aquella noche no. Llevaba la ronda casi con toda exactitud, minuto arriba minuto abajo. Por eso me llamó la atención la ventana rota del número dos, porque sabía que no estaba rota veinte minutos antes. Aparte de que era una ventana delantera, lo que no dejaba de ser curioso. Los ladrones suelen actuar por la parte de atrás, van con un chiquillo lo bastante delgaducho como para pasar entre los barrotes y abrirles la puerta.

Pitt asintió.

—De modo que me llegué hasta la puerta del número dos y llamé —prosiguió Lowther—. Armé un follón de mil demonios… —Se ruborizó—. Disculpe, señor, el caso es que tuve que llamar con mucha insistencia para que bajaran a abrir. Un criado abrió al cabo de unos cinco minutos. Estaba medio dormido y llevaba un abrigo por encima del camisón. Le pregunté por la ventana rota y él se sobresaltó, y me llevó a la habitación de delante, que era la biblioteca. —El agente respiró hondo, pero sostenía la mirada de Pitt sin pestañear—. Enseguida vi que había pasado algo: dos pesadas butacas estaban tumbadas de lado, había media docena de libros tirados por el suelo, vueltos del revés, y un jarrón volcado y roto encima de una mesa, y el suelo lleno de cristales que reflejaban la luz.

—¿La luz? —preguntó Pitt.

—El criado había encendido las lámparas de gas —explicó Lowther—. Estaba asustado, podría jurarlo.

—¿Qué más?

—Entré hasta el centro de la habitación. —Su rostro se ensombreció ante el punzante recuerdo de la mortalidad humana—. Vi el cuerpo de un hombre en el suelo, señor. Se le veía la mitad de la cara y las piernas las tenía un poco dobladas, como si le hubieran sorprendido por la espalda. El cabello estaba enmarañado de sangre —se acarició la sien derecha— y sobre una mesita había un caballo de bronce grueso, de unos veinticinco centímetros de alto, situado a menos de medio metro del hombre. Llevaba puesta una bata por encima de un camisón de dormir de seda, y zapatillas en los pies.

»Me acerqué para comprobar si había algo que pudiera hacer por él, aunque desde el primer momento supuse que estaba muerto. —La expresión de la compasión que siente un adulto hacia un niño cruzó por su rostro—. El criado no pasaría de los veinte años, si es que los tenía, y tuvo que sentarse porque se sintió mal de pronto. Dijo: “¡Oh, Dios mío! ¡Es el señor Robert! ¡Pobre señora York!”.

—¿Y el hombre estaba muerto? —dijo Pitt.

—Sí, señor. Pero todavía estaba caliente. Y desde luego la ventana no estaba rota cuando yo pasé veinte minutos antes.

—¿Qué hizo usted entonces?

—Bueno, era evidente que se trataba de un asesinato, y todo parecía indicar que lo había cometido alguien que había forzado la ventana desde el exterior: los cristales estaban dentro y el pestillo no estaba echado. —Se le ensombreció el rostro de nuevo—. Pero vaya un trabajo sucio: ni cortacristales ni nada, ¡y menudo desorden!

Pitt no necesitaba preguntar qué era un cortacristales. Muchos ladrones expertos usaban el sistema de encolar papel sobre el vidrio para que no se desparramaran los fragmentos de cristal mientras cortaban un limpio y silencioso círculo que podía ser desprendido hacia fuera para poder pasar la mano y descorrer el pestillo. Un desvalijador profesional podía hacer el trabajo en quince segundos.

—Le pregunté al criado si tenían uno de esos aparatos telefónicos —continuó Lowther—. Dijo que sí, así que salí de la biblioteca y le dije que se quedara junto a la puerta. Fui a buscar el teléfono, llamé a la comisaría y di parte del crimen. Luego bajó el mayordomo. Debió oír mis golpes al llamar y al ver que no volvía el criado bajó a ver qué pasaba. Identificó oficialmente al hombre muerto como Robert York, hijo del honorable Piers York, el dueño de la casa. Pero éste estaba fuera por asunto de negocios, de modo que no había más remedio que avisar a la señora York, madre de la víctima. El mayordomo fue a buscar a la doncella de la dama, por si ésta se impresionaba ante la noticia. Pero cuando bajó y se lo dijimos, la señora reaccionó con mucha calma, con una actitud muy digna. —Suspiró con admiración—. Esas cosas te hacen ver lo que es la auténtica nobleza. Estaba blanca como un fantasma y parecía ella la muerta, pobre señora, pero en ningún momento lloró delante de nosotros, tan sólo le pidió a su doncella que la ayudara a sostenerse un poco.

Pitt conocía a muchas mujeres distinguidas que habían sido criadas para soportar el dolor físico, la soledad o la aflicción mostrando al mundo siempre un rostro sereno y derramando las lágrimas en privado. Eran el tipo de mujeres que habían enviado a sus maridos e hijos a los campos de batalla de Waterloo y Balaklava, o a explorar el Hindú Kush, o a la búsqueda de las fuentes del Nilo Azul, y luego a colonizar y administrar el Imperio. Muchas de ellas habían ido también a tierras desconocidas y habían resistido privaciones terribles y la pérdida de toda imagen y sonido familiar. En su mente, la señora York era una mujer como ésas.

Lowther seguía hablando con calma mientras rememoraba la sombría casa y el dolor que albergaba.

—Les pregunté si echaban en falta algo. Era duro tener que interrogar a una dama en un momento como aquél, pero teníamos que saber los detalles. Recorrió con toda calma y meticulosidad la habitación y nos dijo que, según lo que nos podía decir entonces, faltaban dos retratos enmarcados en plata y fechados en 1773, un pisapapeles de cristal grabado con figuras de volutas y de flores, una jarrita de plata que usaban para poner flores (cosa que no era difícil comprobar, ya que las flores estaban esparcidas por el suelo y el agua vertida sobre la alfombra) y una primera edición de una obra de Jonathan Swift. Nos dijo que no veía que faltara nada más.

—¿De dónde faltaba el libro?

—De la estantería. Estaba con los demás libros, señor Pitt, ¡lo que quiere decir que el ladrón sabía que estaba allí! Le pregunté y me dijo que no tenía nada especial en el lomo si estaba junto con otros libros corrientes.

—Ah. —Pitt suspiró con lentitud. Cambió de tema—. ¿Estaba casado el fallecido? —preguntó.

—Oh, sí. Pero no quise molestar a su esposa, pobre criatura. No se había despertado y no vi qué podía obtener sacándola del sueño en mitad de la noche. Mejor era dejar que su familia se encargase del asunto.

Pitt no lograba culparle por ello. Tener que dar las malas noticias a los seres queridos de la víctima era una de las tareas más duras en un caso de asesinato. Sólo había una cosa más difícil, que era ver las caras de las personas que aman al culpable cuando por fin comprenden la verdad.

—¿Pruebas materiales? —dijo.

Lowther meneó la cabeza.

—Nada, señor. Por lo menos nada que signifique mucho. No había nada en la casa que no fuera de aquel lugar, nada que hiciese suponer que el intruso hubiera penetrado en otras dependencias aparte de la biblioteca. Nada de huellas, ni de cabellos, ni pedazos de ropa, nada tangible. Al día siguiente preguntamos a todos los sirvientes de la casa, pero ninguno oyó nada. Nadie había oído la rotura de la ventana. Claro que los sirvientes duermen en lo más alto de la casa, en los áticos, así que tal vez no oyeran nada.

—¿No encontraron nada en el exterior? —insistió Pitt.

Lowther sacudió de nuevo la cabeza.

—Nada, señor. No había huellas en las inmediaciones de la ventana, si bien había helado aquella noche, hacía un tiempo infernal, y el suelo estaba duro como el acero. Yo mismo no dejé huellas y peso casi noventa kilos.

—¿Y el suelo estaba tan seco como para no dejar siquiera huellas en la alfombra? —preguntó Pitt.

—Ni una, señor, ya pensé en ello.

—¿Ningún testigo?

—No, señor Pitt. Yo tampoco vi a nadie, ni encontré a nadie que me dijera que hubiera visto a alguien. Verá, Hanover Close es un pasaje muy discreto, no es una calle de paso, de modo que nadie que no viva allí se adentraría en ella, y menos en una fría noche de invierno como aquélla. Y tampoco es precisamente zona de fulanas.

Aquello era más o menos lo que Pitt había esperado escuchar, claro que siempre había que intentarlo. Probó con el último camino evidente.

—¿Qué me dice de los objetos robados?

Lowther hizo un gesto expresivo.

—Nada. Y lo intentamos de veras, puesto que su sustracción había acarreado un asesinato.

—¿Se le ocurre alguna otra cosa?

—No, señor. Mowbray se ocupó de hablar con la familia. Tal vez él pueda decirle algo más.

—Se lo preguntaré. Gracias.

Lowther parecía perplejo y sólo ligeramente aliviado.

—Gracias, señor.

Pitt volvió al despacho de Mowbray.

—¿Consiguió lo que quería? —preguntó Mowbray, mientras su moreno rostro se fruncía en una expresión de curiosidad y resignación—. Lowther es un buen agente: si hubiese habido algo, lo habría encontrado.

Pitt se sentó cerca del fuego. Mowbray se desplazó un poco para hacerle sitio, levantó la tetera y le ofreció más té arqueando las cejas. Pitt asintió con la cabeza. Estaba marrón oscuro, pasado, pero todavía caliente.

—¿Fue usted al día siguiente? —insistió Pitt con su tema.

Mowbray frunció el entrecejo.

—Tan temprano como lo permite el decoro. Odio tener que hacer esas cosas, ir a hablar con la gente en los momentos de mayor aflicción, sin haberles dejado sobreponerse siquiera a la primera impresión. Pero hay que hacerlo. Una lástima. York no estaba en la casa, sólo la madre y la viuda…

—Hábleme de ellas —le interrumpió Pitt—. No se limite a los hechos, ¿qué impresión le causaron?

Mowbray respiró hondo y exhaló despacio.

—La anciana señora York me pareció una mujer notable. Debió ser una belleza en su juventud, creo, y todavía tenía una presencia agradable, muy…

Pitt no le ayudó, quería escuchar las propias palabras de Mowbray.

—Muy femenina. —Mowbray no se sentía satisfecho con aquella descripción. Arrugó la frente y parpadeó varias veces—. Suave como… como esas flores de los jardines botánicos… —Su rostro se distendió al dar con la imagen—. Camelias. Unos colores pálidos y una forma perfecta. Todo orden, nada del caos de las flores silvestres o de las rosas tardías que caen completamente abiertas.

A Pitt le gustaban las rosas tardías: eran magníficas, exuberantes. Claro que todo era cuestión de gustos. Tal vez Mowbray las encontrara un poco vulgares.

—¿Qué me dice de la viuda? —Pitt mantenía el tono equilibrado para no delatar ningún interés particular.

Pero Mowbray era muy receptivo. La boca se le curvó con una ligera sonrisa y clavó los ojos en Pitt.

—Estaba tan afectada por la impresión que se había quedado blanca como un cadáver, puedo asegurárselo. He visto un montón de mujeres afligidas, es una de las facetas más repugnantes de este trabajo. Las que intentan exagerar, suelen llorar y desmayarse y hablar sin parar sobre cómo se sienten. La señora York apenas articuló palabra y parecía ausente. No nos miró a los ojos, como hacen los mentirosos. De hecho no creo que le importara lo que pensáramos nosotros.

Pitt sonrió contra su voluntad.

—¿No era una camelia?

Un humor tétrico brilló en los ojos de Mowbray.

—Era un tipo de mujer por completo diferente, mucho más…

Una vez más, Pitt esperó.

—Más delicada, más fácil de herir. En parte supongo que porque era más joven, pero me da la impresión de que no tenía la misma fortaleza interior. Pero por muy afectada que estuviera, era una de las mujeres más hermosas que he visto jamás, alta y muy delgada, como una flor primaveral. Frágil, se podría decir. Uno de esos rostros que no se olvidan, diferente al de la mayoría. Altas mejillas, finos huesos. —Sacudió ligeramente la cabeza—. Un rostro lleno de sentimiento.

Pitt guardó silencio mientras trataba de formarse una imagen de la mujer. ¿Qué temía en realidad el Foreign Office, el asesinato, la traición o el mero escándalo? ¿Cuál era el verdadero motivo por el que le habían pedido a Ballarat que reabriera aquel caso? ¿Se trataba tan sólo de asegurarse de que no había nada sórdido que pudiera salir a la superficie más tarde y arruinar la carrera de un embajador? Aun en tan breve entrevista Pitt se había formado una opinión respetuosa de Mowbray. Era un buen policía profesional. Si Mowbray creía que Veronica York estaba conmocionada por la impresión, lo más probable era que Pitt así lo habría juzgado también.

—¿Qué dijo la familia? —preguntó.

—Las dos damas habían salido aquella noche a cenar con unos amigos. Habían vuelto a casa hacia las once y se habían ido directamente a la cama. Los sirvientes confirmaron este punto. Robert York había tenido que salir para resolver cierto asunto. Trabajaba en el Foreign Office y era frecuente que tuviera asuntos que resolver por la noche. Volvió a casa después que las señoras, aunque no sabían a qué hora. Tampoco los sirvientes lo sabían. El propio York les había dicho que no le esperaran levantados.

»Todo parece indicar que estaba todavía despierto cuando irrumpió el ladrón. Debió bajar las escaleras, sorprendería al intruso en la biblioteca y fue asesinado por éste. —Mowbray hizo una mueca—. Pero ¿por qué? Quiero decir por qué el ladrón no se escondió, sin más o mejor aún, ¿por qué no se conformó con volver a salir por la ventana? El pestillo no estaba echado. Era innecesario. Todo resulta muy poco profesional.

—¿Cuál es entonces su conclusión?

Mowbray arqueó las cejas.

—Caso sin resolver —dijo, y vaciló dudando unos segundos, como si sopesara la posibilidad de seguir o no adelante.

Pitt apuró el té y dejó la taza vacía sobre el hogar.

—Un caso raro —dijo—. El tipo sabía con exactitud cuándo podía introducirse en la casa sin que el agente de policía Lowther le viera ir y venir, aunque éste pasara cada veinte minutos. Y en lugar de rodear la casa hasta la parte de atrás, lejos de la calle, y utilizar a un compinche que quepa entre los barrotes de la cocina, o en vez de usar un trinquete y un piñón para aflojarlos, lo que hace es romper una ventana delantera, y sin molestarse en servirse de un cortacristales para evitar el ruido y disimular el agujero. Pero sí sabe lo suficiente como para encontrar una primera edición de Swift, que no era cosa fácil de reconocer (Lowther me ha dicho que estaba en las estanterías junto con los demás libros), aunque en cambio es tan torpe que llama la atención de Robert York, que baja del piso de arriba y le sorprende. Y cuando oye venir a York, en lugar de esconderse o huir, el intruso le ataca con tanta furia que lo mata.

—Y no vende nada del botín —concluyó Mowbray—. Sí, ya lo sé. Extraño, muy extraño. Llegué a preguntarme si no habría algún caballero del círculo de amistades del señor York que le hubiera dado por robar a sus amigos. Comencé a investigar por esa vía, con mucha discreción. Hasta abordé al azar a alguna de sus amistades… y los que mandan me dijeron con suma elegancia y frialdad que mejor me mantenía en mi sitio y no empeoraba la desgracia de quienes sufrían ya bastante aflicción. Nadie me dijo en realidad que el caso iba a quedar sin resolver. No hablan de un modo tan directo. Bastaba con una expresión de simpatía hacia la familia y una mirada gélida para mí. Tampoco necesito que me expliquen las cosas masticaditas.

Era lo que Pitt esperaba. Él también había vivido aquella inexpresable pero inconfundible experiencia. No es que nadie te crea culpable de nada, es sólo el respeto por la educación, por el dinero y el vasto e indefinible poder que traen consigo.

—Supongo que lo mejor será que intente otra vía. —Pitt se puso en pie de mala gana. Fuera llovía. Podía ver los largos regueros de humedad deslizarse por la ventana y desdibujar las sombras de los tejados y hastiales del exterior—. Gracias por su colaboración, y por el té.

—No le envidio —dijo Mowbray con tono irónico.

Pitt le devolvió una sonrisa. Le gustaba Mowbray y lamentaba tener que desandar los pasos dados por aquel hombre como si fuera poco menos que incompetente. ¡Condenados Ballarat y el Foreign Office!

Fuera, Pitt se levantó el cuello del abrigo, se ajustó la bufanda y agachó la cabeza para enfrentarse a la lluvia. Caminó un pequeño trecho, con los pies chapoteando en los charcos, el cabello cayéndole enganchado a la frente y meditando sobre lo que acababa de conocer. ¿Qué buscaba el Foreign Office? ¿Una resolución digna para un caso en el que estaba involucrado uno de sus hombres, de modo que no pudiera convertirse en un asunto molesto en el futuro, como había dicho Ballarat? La viuda de Robert York se había comprometido de forma no oficial con cierto Julian Danver. Si éste estaba destinado a un cargo de embajador, o a un puesto superior, no debía haber ninguna sombra sobre los miembros de su familia, especialmente de su mujer.

¿O es que se había producido algún descubrimiento nuevo en relación con el asesinato de Robert York que apuntara a la traición, por lo que habían decidido recurrir a Pitt para desentrañarlo? Sobre él caería la culpa de la tragedia y el escándalo que habrían de suceder de forma inevitable, con la consiguiente ruina de carreras y reputaciones.

Era un trabajo muy feo, y todo cuanto Mowbray le había dicho lo hacía más feo aún. ¿Quién sería el otro visitante de la biblioteca? ¿Y por qué?

Al llegar a Piccadilly, Pitt bajó por St. James, cruzó por el Mall y descendió junto a Horse Guard’s Parade por los árboles sin hojas y la hierba azotada por el viento del parque, subió por Downing Street hasta llegar a Whitehall y al Foreign Office.

Empleó un cuarto de hora en persuadir a los severos oficiales para que le permitieran acceder al departamento en que había trabajado Robert York hasta el momento de su muerte.

Le recibió un hombre distinguido que rozaría los cuarenta, con el pelo negro y unos ojos que en un primer momento parecían también oscuros, pero que al volverse a la luz se convertían en unos ojos de una llamativa y luminosa tonalidad gris. Se presentó con el nombre de Felix Asherson y se ofreció a prestar toda la ayuda que estuviera en sus manos. Pitt tomó el ofrecimiento en su justa y limitada medida.

—Gracias, señor. Se nos ha presentado la ocasión de revisar el caso de la trágica muerte de Robert York, hace tres años.

El rostro de Asherson mostró preocupación, pero en el Foreign Office los modales impecables formaban parte del negocio.

—¿Han atrapado a alguien?

Pitt abordó el tema de forma indirecta.

—No, me temo que no, pero lo cierto es que junto con el crimen se produjo el robo de varios objetos. Parece muy posible que el ladrón no fuera un desvalijador cualquiera, sino una persona con educación, alguien que tal vez buscara algo en particular.

Asherson esperaba paciente.

—¿De veras? ¿Y no sabían eso cuando sucedió?

—Sí lo sabíamos, señor. Pero algunas personas de rango —Pitt esperaba que el aprendizaje de la discreción en Whitehall fuera suficiente para que Asherson se abstuviera de preguntar quiénes— me han pedido que reanude las investigaciones.

—Oh. —El rostro de Asherson se tensó casi imperceptiblemente, un ligero movimiento de músculos alrededor de la mandíbula, un engrosamiento del cuello que hacía que el rígido cuello de puntas le abrazara la piel—. ¿En qué podemos ayudarle?

Interesante el uso del plural, por el que se erigía a sí mismo en representante de la secretaría y rehuía involucrarse personalmente.

Pitt escogió las palabras con cuidado.

—Puesto que el ladrón eligió la biblioteca, en lugar de una estancia más lógica, como el comedor por ejemplo, donde estaban los objetos de plata, debemos considerar que lo que buscaba eran documentos, tal vez algo en lo que el señor York estuviera trabajando en aquella época.

Asherson no deseaba comprometerse.

—¿De veras?

Pitt esperó.

Asherson respiró hondo.

—Supongo que es posible… quiero decir que el ladrón tal vez esperara encontrar algo. Pero ¿eso sirve de algo ahora? Después de todo, han pasado tres años.

—Nunca abandonamos por completo un caso de asesinato —replicó Pitt con suavidad. Aunque aquel caso lo habían enterrado después de seis infructuosos meses. ¿Por qué lo habrían reabierto ahora?

—Claro, claro… por supuesto —acató Asherson—. ¿Qué puede hacer el Foreign Office por ayudarle?

Pitt decidió hablar sin tapujos. Sonrió ligeramente mientras aguantaba la mirada de Asherson.

—¿Desapareció alguna información de esta secretaría desde que el señor York entró a trabajar aquí? No pretendo que pueda saberse cuándo fuera sustraída, tan sólo cuándo se descubrió la sustracción.

Asherson dudó.

—Nos hace aparecer notablemente incompetentes, inspector. Nosotros no extraviamos la información, es demasiado importante.

—Entonces, si la información llega a canales no autorizados, ¿es porque se ha hecho llegar deliberadamente? —preguntó Pitt con inocencia.

Asherson dejó escapar el aire lentamente, mientras se daba tiempo para pensar. La confusión se manifestó por un momento en su rostro. No sabía adónde quería ir a parar Pitt, ni por qué.

—Ha habido informaciones que… —dijo Pitt con tiento, a modo de prueba, mitad pregunta mitad aseveración.

Asherson fingió ignorancia.

—¿Ah, sí? Entonces a lo mejor fue por eso por lo que el pobre Robert fue asesinado. Si se llevó documentos a casa y el hecho llegó a saberse, un ladrón quizá… —Dejó la frase sin concluir.

—Pero en ese caso, hubiera dispuesto de varias ocasiones para llevarse los papeles —insistió Pitt—. ¿O sugiere usted tal vez que sólo pudo hacerlo una vez y que por una extraordinaria coincidencia el ladrón eligió la noche precisa?

Aquello era absurdo, y ambos lo sabían.

—No, claro que no. —Asherson esbozó una sonrisa imperceptible. Había caído, pero si sentía rencor por ello lo escondía de forma admirable—. Yo no sé lo que pasó, pero si él fue indiscreto, o si tenía amigos que no merecían su confianza, eso apenas importa ya. El pobre hombre está muerto, y la información no puede haber llegado a manos de nuestros enemigos, pues a estas alturas ya habríamos sufrido las consecuencias. Y no ha sido así. Eso sí puedo decírselo con certeza. Si de verdad hubo una tentativa en este sentido, fracasó. ¿No pueden dejar en paz a su memoria… por no mencionar a su familia?

Pitt se levantó del asiento.

—Gracias, señor Asherson. Ha sido usted muy franco. Buenos días, señor.

Y dejó al aparentemente indeciso Asherson de pie sobre la brillante alfombra turca roja y azul en medio de la habitación.

De vuelta a Bow Street en el gélido atardecer, Pitt subió las escaleras hasta el despacho de Ballarat y llamó a la puerta. Al recibir el permiso, entró.

Ballarat estaba de pie frente al fuego, al que obstruía. Su habitación era muy diferente a los funcionales alojamientos cuartelarios para los policías de servicio de graduación inferior situados en la planta baja. El amplio escritorio tenía incrustaciones de cuero verde y la butaca estaba acolchada y se movía para mayor comodidad sobre un soporte giratorio. En el cenicero de piedra había una colilla de cigarro. Ballarat era un hombre de estatura media, corpulento y algo corto de piernas. Pero llevaba las abundantes patillas recortadas con pulcritud y olía a colonia. Vestía una ropa impecablemente planchada, desde las relucientes botas granate oscuro hasta la corbata marrón a tono sujeta alrededor del rígido cuello blanco. Era la antítesis del desgreñado Pitt, cada una de cuyas prendas desconjuntaba con el resto y cuyos bolsillos caían por el peso de los innumerables objetos que albergaban. En ese momento, un trozo de cuerda colgaba de uno de ellos, mientras la bufanda confeccionada a mano le tapaba sólo a medias el cuello blando de la camisa.

—¿Y bien? —exigió Ballarat de mal humor—. ¡Cierre la puerta, hombre! No quiero que se entere la mitad de la comisaría. Se trata de un asunto confidencial, ya se lo dije. Bueno, ¿qué ha descubierto?

—Muy poco —replicó Pitt—. Eran muy cuidadosos por aquel entonces.

—¡Eso ya lo sé, maldita sea! ¡He leído lo que se escribió sobre el caso! —Ballarat hundió aún más sus cortos dedos en los bolsillos, con los puños cerrados, mientras se balanceaba muy ligeramente hacia atrás y adelante sobre los talones—. ¿Fue un allanamiento fortuito? ¿Algún aficionado atrapado con las manos en la masa que, presa del pánico, asesinó al joven York en vez de escapar como un profesional? Estoy seguro de que cualquier relación con el Foreign Office es accidental. He sido informado por la más alta autoridad —y repitió las últimas palabras con una pronunciación bien marcada—, por la más alta autoridad, de que nuestros enemigos no tenían conocimiento del trabajo en el que York estaba inmerso.

—Lo más probable es que fuera algún amigo de York que tenía una deuda y que decidió recurrir al robo para salir del apuro —contestó Pitt, mientras observaba la mirada de desagrado de Ballarat—. Sabía dónde estaba la primera edición de Swift.

—Contaría con ayuda de alguien de la casa —adujo Ballarat—. Sobornaría a una criada.

—Es posible. Suponiendo que hubiera una criada capaz de reconocer una primera edición de Swift al verla. No creo que el honorable Piers York hablara de esa clase de cosas con el servicio.

Ballarat abrió la boca para decirle que no gastara sarcasmos con él, pero cambió de idea.

—Bien, si lo hizo alguien perteneciente al círculo de sus amistades, ¡mejor que tenga mucho cuidado con sus preguntas, Pitt! Ésta es una investigación muy delicada. Una palabra de más y podría usted arruinar unas cuantas reputaciones, por no hablar de su propia carrera. —Parecía cada vez más incómodo, con el rostro sonrojado—. Todo lo que el Foreign Office quiere que demostremos es que no hubo nada… reprochable, nada impropio en la conducta del señor York. Manchar el nombre de un fallecido no forma parte de su trabajo, y menos cuando se trata de un hombre honorable que se distinguió en el servicio a su reina y a su país.

—Bueno, ha desaparecido información del Foreign Office —dijo Pitt con tono de frustración—, y el robo en casa de los York necesita de una explicación.

—¡Pues adelante, hombre! —espetó Ballarat—. ¡Encuentre qué amigo fue el que lo hizo, o mejor aún, demuestre que no era un amigo! Elimine la menor traza de sospecha sobre la persona de Veronica York y todos le estaremos muy agradecidos.

Pitt abrió la boca para replicar, pero percibió la inutilidad del intento. Se tragó su irritación.

—Sí, señor.

Salió a la calle con la mente en ebullición. El aire frío, mezclado con la lluvia, le aguijoneó el rostro mientras los transeúntes le empujaban. Los carruajes pasaban tintineando junto a él, las tiendas tenían los escaparates iluminados y las farolas de gas estaban encendidas. Notó el olor de las castañas que se asaban en un brasero. Alguien entonaba una canción navideña y Pitt se vio asaltado por otros pensamientos. Imaginó las caras de sus hijos la mañana de Navidad. Eran suficientemente mayores para sentirse impacientes. Daniel preguntaba cada noche si al día siguiente era ya Navidad y Jemima, con su superioridad de hermana mayor de seis años, le decía que tenía que esperar. Pitt sonrió. Le había construido a Daniel un tren de madera, con una máquina y seis vagones. Para Jemima había comprado una muñeca, mientras Charlotte tejía vestidos, falditas y un bonito gorro para ella. Últimamente se había dado cuenta que cuando llegaba a casa a una hora inesperada, ella escondía la labor hecha un manojo debajo de un cojín y le miraba con exagerada inocencia.

Su sonrisa se ensanchó. Sabía que ella estaba tejiendo algo para él. Por su parte, estaba satisfecho con lo que había encontrado para ella: un jarrón de alabastro rosa de unos veinticinco centímetros de altura, sencillo y perfecto. Había tardado siete semanas en ahorrar lo suficiente. El único problema era Emily, la hermana viuda de Charlotte. Se había casado por amor, aunque su marido poseyera título y riquezas. Después de la conmoción de la terrible pérdida el verano anterior, era natural que ella y su hijo Edward de cinco años fueran a pasar las fiestas navideñas con su hermana. Pero ¿qué regalo para Emily podía encontrar Pitt que le gustara a ella?

Seguía sin hallar solución al problema cuando llegó a la puerta principal de su casa. Al entrar, se desprendió del abrigo mojado y lo colgó de la percha, se quitó las botas empapadas y se encaminó a la cocina en calcetines.

Jemima le salió al encuentro a mitad del pasillo, con las mejillas coloradas y los ojos chispeantes.

—Papá, ¿verdad que ya es Navidad? ¿Verdad que ya es Nochebuena?

—Todavía no. —La levantó en el aire y la abrazó.

—¿Estás seguro?

—Sí, cariño, estoy seguro. —La llevó a la cocina y la dejó en el suelo. Gracie, la doncella, estaba en el piso de arriba con Daniel. Charlotte estaba sola, dándole los últimos retoques al pastel de Navidad, con una mecha de pelo ensortijado cayéndole sobre la ceja. Ella le sonrió.

—¿Algún caso interesante?

—No. Un viejo asunto que no conducirá a nada. —Le dio un beso, para luego volver a besarla con mayor efusión.

—¿Nada, entonces? —insistió ella.

—Nada. Meras formalidades.