9

EL CÍRCULO Y LA HERMANDAD

Clary se adelantó para tocar el brazo de Jace, para decir algo, cualquier cosa; ¿qué se le dice a alguien que acaba de ver a los asesinos de su padre? Su titubeo resultó no importar; Jace se quitó de encima su mano como si le escociera.

—Deberíamos marcharnos —dijo, abandonando a grandes zancadas la oficina y penetrando en la salita, seguido apresuradamente por Clary y Simon—. No sabemos cuándo puede regresar Luke.

Salieron por la puerta trasera, con Jace usando su estela para cerrarla con llave detrás de ellos, y se encaminaron hacia la calle silenciosa. La luna flotaba como un relicario sobre la ciudad, proyectando reflejos nacarados en el agua del East River. El zumbido lejano de los coches al pasar sobre el puente Williamsburg inundaba el aire húmedo con un sonido parecido al de un aleteo.

—¿Quiere decirme alguien adónde vamos? —dijo Simon.

—A tomar la línea L —respondió Jace con tranquilidad.

—Tienes que estar tomándome el pelo —replicó Simon, pestañeando—. ¿Los matademonios toman el metro?

—Es más rápido que ir en coche.

—Pensaba que sería algo más molón, como una furgoneta con «Muerte a los demonios» pintado en el exterior, o…

Jace no se molestó en interrumpirle. Clary lanzó al muchacho una mirada de soslayo. A veces, cuando Jocelyn estaba realmente enfadada por algo o se sentía disgustada, adoptaba lo que Clary llamaba una «calma alarmante». Era una calma que recordaba a Clary el fuerte brillo engañoso del hielo justo antes de resquebrajarse bajo el peso. Jace mostraba esa calma alarmante. Su rostro era inexpresivo, pero algo ardía en el fondo de sus ojos leonados.

—Simon —dijo Clary—. Es suficiente.

Simon le lanzó una mirada como diciendo: «¿De qué lado estás?», pero Clary hizo caso omiso. Seguía observando a Jace cuando giraron para tomar la avenida Kent. Las luces del puente a su espalda le iluminaban el cabello en un improbable halo. La joven se preguntó si estaba mal que, en cierto modo, se alegrara de que los hombres que se habían llevado a su madre fueran los mismos que habían matado al padre de Jace años atrás. Al menos, de momento, tendría que ayudarla a encontrar a Jocelyn, tanto si quería como si no. Al menos, de momento, no podía dejarla sola.

—¿Vives aquí? —Simon se detuvo alzando una sorprendida mirada hacia la vieja catedral, con los ventanales forzados y las puertas selladas con cinta policial amarilla—. Pero si es una iglesia.

Jace introdujo la mano en el cuello de la camisa y sacó una llave de latón colgada de una cadena. Parecía una de esas llaves que se usan para abrir un viejo arcón en un desván. Clary le observó con curiosidad; el muchacho no había cerrado con llave la puerta tras él cuando habían abandonado el Instituto antes, simplemente había dejado que se cerrara de un portazo.

—Nos resulta útil habitar en terreno sagrado.

—Eso ya lo entiendo, pero, sin ánimo de ofender, este lugar es un basurero. —Comentó Simon, contemplando con recelo la reja de hierro torcida que rodeaba el antiguo edificio y la basura apilada junto a los escalones.

Clary dejó que su mente se relajara. Se imaginó a sí misma tomando uno de los trapos mojados de trementina de su madre y frotando con él la vista que tenía ante ella, borrando la imagen como si fuera pintura seca.

Ahí estaba: la visión auténtica, brillando a través de la falsa como una luz a través del cristal oscuro. Vio las elevadas agujas de la catedral, el brillo apagado de las ventanas emplomadas, la placa de latón fijada a la pared de piedra junto a la puerta con el nombre del Instituto grabado. Retuvo la visión por un momento antes de dejarla marchar casi con un suspiro.

—Es una imagen, Simon —dijo—. En realidad no tiene este aspecto.

—Si esta es tu idea de lo que es una imagen, empiezo a pensármelo mejor sobre dejar que cambies la mía.

Jace encajó la llave en la puerta, echando una mirada por encima del hombro a Simon.

—No estoy seguro de que seas del todo consciente del honor que te estoy haciendo —dijo—. Serás el primer mundano que haya estado jamás dentro del Instituto.

—Probablemente el olor mantiene alejados al resto.

—No le hagas caso —dijo Clary a Jace, y dio un codazo a Simon en el costado—. Siempre dice exactamente lo que le viene a la cabeza. Carece de filtros.

—Los filtros son para los cigarrillos y el café —masculló Simon por lo bajo mientras pasaban al interior—. Dos cosas que no me irían mal ahora, por cierto.

Clary pensó con nostalgia en el café mientras ascendían por un curvo tramo de peldaños de piedra, cada uno tallado con un glifo. Empezaba a reconocer algunos de ellos; estos atraían su vista del modo que palabras medio escuchadas en un idioma extranjero atraían a veces su oído, como si simplemente concentrándose más pudiera extraerles algún significado.

Clary y los dos muchachos llegaron al ascensor y subieron en silencio. Ella todavía pensaba en café, enormes tazas de café en las que la mitad era leche, tal y como su madre lo preparaba por las mañanas.

Luke les traía bolsas de bollos de la panadería «El Carruaje Dorado» en Chinatown. Al pensar en Luke, Clary sintió que se le hacía un nudo en el estómago y su apetito se desvanecía.

El ascensor se detuvo con un siseo, y volvieron a estar en el vestíbulo que Clary recordaba. Jace se sacó la chaqueta, la arrojó sobre el respaldo de una silla cercana y silbó entre dientes. En cuestión de segundos, Iglesia hizo su aparición, avanzando muy pegado al suelo, con los ojos amarillos brillando en el polvoriento aire.

Iglesia —dijo Jace, arrodillándose para acariciar la cabeza gris del gato—. ¿Dónde está Alec? ¿Dónde está Hodge?

Iglesia arqueó el lomo y maulló. Jace arrugó la nariz, algo que Clary podría haber encontrado mono en otras circunstancias.

—¿Están en la biblioteca?

Se puso en pie, e Iglesia se sacudió, trotó un corto tramo por el pasillo y volvió la cabeza por encima de la espalda. Jace siguió al felino como si fuera lo más natural del mundo, indicando con un gesto de la mano que Clary y Simon debían acompañarle.

—No me gustan los gatos —se quejó Simon, con el hombro chocando contra el de Clary mientras maniobraban por el estrecho pasillo.

—No es nada probable —indicó Jace—, conociendo a Iglesia, que a él le gustes tú.

Pasaban por uno de los pasillos bordeados de dormitorios. Simon enarcó las cejas.

—¿Cuánta gente vive aquí, exactamente?

—Es un instituto —explicó Clary—. Un lugar donde los cazadores de sombras pueden alojarse cuando están en la ciudad. Como una especie de combinación entre un refugio seguro y un centro de investigación.

—Pensaba que era una iglesia.

—Está dentro de una iglesia.

—Ya, como que ahora me lo has dejado más claro.

La muchacha percibió el nerviosismo bajo su tono displicente y, en lugar de hacerle callar, alargó el brazo y le tomó la mano, enlazando los dedos con los dedos helados de su amigo. Este tenía la mano sudorosa, pero devolvió la presión con un apretón agradecido.

—Sé que resulta raro —dijo ella en voz baja—, pero simplemente tienes que aceptarlo. Confía en mí.

Los ojos oscuros de Simon estaban serios.

—Confío en ti —afirmó—. No confío en él.

Lanzó la mirada hacia Jace, que andaba unos cuantos pasos por delante de ellos, aparentemente conversando con el gato. Clary se preguntó de qué hablarían. ¿Política? ¿Ópera? ¿El elevado precio del atún?

—Bueno, prueba —repuso ella—. Justo ahora él es la mejor posibilidad que voy a tener de encontrar a mi madre.

Un estremecimiento recorrió a Simon.

—Este lugar no me da buena espina —musitó.

Clary recordó cómo se había sentido al despertar allí esta mañana; como si todo fuera a la vez desconocido y familiar. Era evidente que, para Simon, no existía nada de esa familiaridad, únicamente la sensación de lo extraño, lo desconocido y hostil.

—No tienes que quedarte conmigo —dijo ella, aunque se había peleado con Jace en el metro por el derecho de mantener a Simon con ella, indicando que tras los tres días que había pasado vigilando a Luke, podría muy bien saber algo que pudiera serles útil una vez que tuvieran la oportunidad de desglosarlo en detalle.

—Sí —respondió él—, debo hacerlo.

Y le soltó la mano cuando giraron hacia una entrada y se encontraron dentro de una cocina. Era enorme y, a diferencia del resto del Instituto, totalmente moderna, con encimeras de metal y anaqueles acristalados, que contenían hileras de piezas de loza. Junto a una cocina roja de hierro colado estaba Isabelle, con una cuchara redonda en la mano y los cabellos oscuros sujetos en lo alto de la cabeza. Del puchero surgía vapor, y había ingredientes desperdigados por todas partes: tomates, ajos y cebollas picados, ristras de hierbas oscuras, montones de queso rallado, algunos cacahuetes pelados, un puñado de aceitunas y un pescado entero, cuyo ojo miraba vidrioso hacia lo alto.

—Estoy haciendo sopa —anunció Isabelle, agitando la cuchara ante Jace—. ¿Tienes hambre?

Entonces echó una ojeada detrás de él, y su mirada oscura captó la presencia de Simon y Clary.

—Ay, Dios mío —dijo en tono concluyente—. ¿Has traído a otro mundi aquí? Hodge te matará.

Simon carraspeó.

—Me llamo Simon —dijo.

Isabelle hizo como si no existiera.

—JACE WAYLAND —exclamó—. Explícate.

Jace miraba iracundo al gato.

—¡Te dije que me llevaras hasta Alec! Traidor.

Iglesia rodó sobre el lomo, ronroneando con satisfacción.

—No culpes a Iglesia —repuso Isabelle—. No es culpa suya. Hodge te va a matar. —Volvió a hundir la cuchara en la olla.

Clary se preguntó qué sabor tendría exactamente una sopa de cacahuetes, pescado, aceitunas y tomate.

—Tuve que traerle —replicó Jace—. Isabelle…, hoy he visto a dos de los hombres que mataron a mi padre.

Los hombros de la muchacha se tensaron, pero cuando se dio la vuelta, parecía más alterada que sorprendida.

—¿Supongo que él no es uno de ellos? —inquirió, apuntando a Simon con la cuchara.

Ante la sorpresa de Clary, Simon no dijo nada. Estaba demasiado ocupado mirando fijamente a Isabelle, embelesado y boquiabierto. Por supuesto, comprendió Clary con una aguda punzada de irritación. Isabelle era exactamente el tipo de Simon: alta, sofisticada y hermosa. Bien pensado, quizás era el tipo de todo el mundo. Clary dejó de hacerse preguntas sobre la sopa de cacahuetes, pescado, aceitunas y tomate, y empezó a pensar en qué sucedería si vertía el contenido de la olla sobre la cabeza de Isabelle.

—Desde luego que no —replicó Jace—. ¿Crees que estaría vivo si lo fuera?

Isabelle lanzó una mirada indiferente a Simon.

—Supongo que no —contestó, dejando caer distraídamente un trozo de pescado al suelo, sobre el que Iglesia se arrojó con voracidad.

—No me sorprende que nos trajera aquí —espetó Jace con indignación—. No puedo creer que hayas estado atiborrándolo de pescado otra vez. Se le ve claramente rechoncho.

—No está rechoncho. Además, ninguno de vosotros come nunca nada. Conseguí esta receta de un duendecillo acuático en el mercado de Chelsea. Dijo que era deliciosa…

—Si supieras cocinar, a lo mejor yo comería —masculló Jace.

Isabelle se quedó totalmente quieta, con la cuchara alzada en el aire de un modo amenazador.

—¿Qué has dicho?

Jace se acercó lentamente a la nevera.

—He dicho que voy a buscar un tentempié.

—Eso es lo que he pensado que decías.

Isabelle devolvió su atención a la sopa. Simon siguió con la mirada fija en Isabelle. Clary, inexplicablemente furiosa, dejó caer la mochila al suelo y siguió a Jace a la nevera.

—No puedo creer que estés comiendo —siseó.

—¿Qué debería hacer entonces? —inquirió él con exasperante calma.

El interior de la nevera estaba repleto de envases de leche cuyas fechas de caducidad se remontaban a varias semanas atrás, y de recipientes de plástico con tapa etiquetados con cinta adhesiva protectora en la que estaba escrito en tinta roja: HODGE. NO COMER.

—¡Vaya! Es como un compañero de piso chiflado —comentó Clary, momentáneamente divertida.

—¿Quién, Hodge? Simplemente le gusta tener las cosas en orden. —Jace sacó uno de los recipientes de la nevera y lo abrió—. ¡Um! Espaguetis.

—No eches a perder tu apetito —le indicó Isabelle.

—Eso —respondió Jace, cerrando la nevera de una patada y cogiendo un tenedor de un cajón— es exactamente lo que pienso hacer. —Miró a Clary—. ¿Quieres un poco?

Ella negó con la cabeza.

—Claro que no —dijo él mientras tomaba un bocado—, te has comido todos aquellos emparedados.

—No había tantos.

Clary miró hacia donde estaba Simon, que parecía haber conseguido trabar conversación con Isabelle.

—¿Podemos ir a buscar a Hodge ahora?

—Pareces terriblemente ansiosa por salir de aquí.

—¿No quieres contarle lo que hemos visto?

—No lo he decidido aún. —Jace depositó el recipiente sobre la encimera y lamió cuidadosamente un poco de salsa de espagueti que tenía en el nudillo—. Pero si tantas ganas tienes de ir…

—Las tengo.

—Estupendo.

Parecía terriblemente tranquilo, se dijo ella, no alarmantemente tranquilo como había estado antes, pero más contenido de lo que debería estar. Se preguntó con qué frecuencia permitía que atisbos de su auténtico yo asomaran a través de una fachada que era tan resistente y brillante como la capa de laca de las cajas japonesas de su madre.

—¿Adónde vais?

Simon alzó los ojos cuando ellos alcanzaban la puerta. Mechones irregulares de cabello oscuro se le metieron en los ojos; parecía tontamente aturdido, como si alguien le hubiese dado una colleja en el cogote, se dijo Clary con crueldad.

—A buscar a Hodge —contestó ella—. Necesito contarle lo sucedido en casa de Luke.

Isabelle alzó los ojos.

—¿Vas a contarle que viste a esos dos hombres, Jace? A los que…

—No lo sé —la interrumpió él—. Así que guárdatelo para ti por ahora.

—De acuerdo —repuso ella, encogiéndose de hombros—. ¿Vais a regresar? ¿Queréis algo de sopa?

—Nadie quiere sopa.

—Yo quiero un poco de sopa —dijo Simon.

—No, no la quieres —repuso Jace—. Sólo quieres acostarte con Isabelle.

Simon estaba consternado.

—Eso no es cierto.

—Qué halagador —murmuró Isabelle mirando la sopa, pero sonreía con suficiencia.

—Ah, sí que lo es —replicó Jace—. Anda, pídeselo; entonces ella podrá rechazarte y el resto de nosotros podrá seguir con sus vidas mientras tú supuras miserable humillación. —Chasqueó los dedos—. Date prisa, chico mundi, tenemos trabajo que hacer.

Simon desvió la mirada, colorado y violento. Clary, que un momento antes se habría sentido mezquinamente complacida, sintió una oleada de cólera hacia Jace.

—Déjale tranquilo —masculló—. No hay necesidad de mostrarse como un sádico sólo porque él no es uno de vosotros.

—Uno de nosotros —le corrigió Jace, pero la dura expresión había desaparecido de sus ojos—. Voy en busca de Hodge. Venid o no, vosotros elegís.

La puerta de la cocina se cerró tras él, dejando a Clary sola con Simon e Isabelle.

Isabelle echó un poco de sopa en un cuenco y lo empujó a través de la encimera hacia Simon sin mirarle. Seguía sonriendo con suficiencia, no obstante; Clary podía percibirlo. La sopa era de color verde oscuro, tachonada de cosas marrones que flotaban.

—Me voy con Jace —dijo Clary—. ¿Simon…?

Vodarmequí —farfulló él, mirándose los pies.

—¿Qué?

—Voy a quedarme aquí. —Simon se instaló en un taburete—. Tengo hambre.

—Muy bien.

Clary sentía una sensación tirante en la garganta, como si se hubiera tragado algo o bien muy caliente o muy frío. Abandonó majestuosamente la cocina, con Iglesia escabullándose junto a sus pies como una nebulosa sombra gris.

En el pasillo, Jace se dedicaba a hacer girar uno de los cuchillos serafín entre los dedos. Lo guardó en el bolsillo cuando la vio.

—Muy amable por tu parte dejar a los tortolitos a lo suyo.

Clary le miró con cara de pocos amigos.

—¿Por qué eres siempre tan imbécil?

—¿Imbécil? —Jace parecía a punto de echarse a reír.

—Lo que dijiste a Simon…

—Intentaba ahorrarle un poco de dolor. Isabelle hará trocitos su corazón y lo pisoteará con sus botas de tacón alto. Eso es lo que hace a chicos como él.

—¿Es eso lo que te hizo a ti? —inquirió ella, pero Jace se limitó a menear la cabeza antes de volverse hacia Iglesia.

—Hodge —dijo—. Y que sea realmente Hodge esta vez. Llévanos a cualquier otra parte, y te convertiré en una raqueta de tenis.

El gato persa lanzó un bufido y se escabulló por el pasillo delante de ellos. Clary, yendo un poco por detrás de Jace, pudo ver la tensión y el cansancio en la línea de los hombros del muchacho. Se preguntó si la tensión lo abandonaba realmente alguna vez.

—Jace.

El joven la miró.

—¿Qué?

—Lo siento. Siento haberte hablado con brusquedad.

—¿Qué vez? —inquirió él con una risita divertida.

—Tú también me hablas con brusquedad, ya lo sabes.

—Lo sé —respondió él, sorprendiéndola—. Hay algo en ti que resulta tan…

—¿Irritante?

—Perturbador.

Quiso preguntarle si lo decía como algo bueno o como algo malo pero no lo hizo. Tenía demasiado miedo de que hiciera un chiste con la respuesta. Intentó buscar otra cosa que decir.

—¿Siempre os hace la cena Isabelle? —preguntó.

—No, gracias a Dios. La mayoría de las veces los Lightwood están aquí, y Maryse, la madre de Isabelle, cocina para nosotros. Es una cocinera increíble.

Adoptó una expresión soñadora, igual que lo había hecho Simon al contemplar a Isabelle preparando la sopa.

—Entonces ¿por qué no enseñó a Isabelle?

En aquel momento, cruzaban la sala de música donde había encontrado a Jace tocando el piano esa mañana. Las sombras se habían acumulado rápidamente en las esquinas.

—Porque —contestó Jace despacio—, hace poco tiempo que las mujeres se han convertido en cazadores de sombras junto con los hombres. Me refiero a que siempre ha habido mujeres en la Clave, dominando el conocimiento de las runas, creando armamento, enseñando las Artes de Matar, pero únicamente unas pocas eran guerreras, las que poseían habilidades excepcionales. Tuvieron que luchar para que las adiestraran. Maryse formó parte de la primera generación de mujeres de la Clave adiestradas con total naturalidad… y creo que nunca enseñó a Isabelle a cocinar porque temía que si lo hacía, Isabelle quedaría permanentemente relegada a la cocina.

—¿La habrían relegado? —inquirió ella con curiosidad. Clary se acordó de Isabelle en el Pandemónium, en la confianza en sí misma que había mostrado y la seguridad con que había usado su sanguinario látigo. Jace rio con suavidad.

—No, Isabelle es uno de los mejores cazadores de sombras que he conocido.

—¿Mejor que Alec?

Iglesia, que corría raudo y silencioso delante de ellos en la oscuridad se detuvo de improviso y maulló. Estaba agazapado a los pies de una escalera de caracol, que se izaba en espiral hacia el interior de una neblinosa penumbra sobre su cabeza.

—Así que está en el invernadero —dijo Jace. Clary tardó un instante en comprender que le hablaba al gato—. No es ninguna sorpresa.

—¿El invernadero? —inquirió Clary.

Jace ascendió de un salto al primer peldaño.

—A Hodge le gusta estar ahí arriba. Cultiva plantas medicinales, cosas que podemos usar. La mayoría de ellas sólo crecen en Idris. Creo que le recuerda el hogar.

Clary le siguió. Sus zapatos taconeaban en los peldaños de metal; los de Jace no.

—¿Es mejor que Isabelle? —continuó preguntando—. Alec, quiero decir.

Jace se detuvo y bajó la mirada hacia ella, inclinándose desde los peldaños como si se preparara para dejarse caer. Clary recordó su sueño: ángeles que caían y ardían.

—¿Mejor? —repitió—. ¿Matando demonios? No, no realmente. Él nunca ha matado a un demonio.

—¿De veras?

—No sé por qué no. A lo mejor porque siempre nos está protegiendo a Izzy y a mí.

Habían llegado a lo alto de la escalera. Un juego de puertas dobles apareció ante ellos, esculpidas con dibujos de hojas y enredaderas. Jace las abrió empujando con los hombros.

El olor azotó a Clary en cuanto cruzó las puertas: un fuerte olor a Plantas, el olor de cosas vivas y en crecimiento, de tierra y de raíces que crecían en tierra. Había esperado algo de mucha menor envergadura, algo del tamaño del pequeño invernadero que había detrás de San Javier, donde los alumnos de biología de nivel avanzado clonaban guisantes, o hacían lo que fuera que hiciesen. Lo que tenía ante sí era un enorme recinto con paredes de cristal, bordeado de árboles cuyas ramas profusamente pobladas de hojas perfumaban el aire con un fresco aroma vegetal. Había arbustos cubiertos de lustrosas bayas rojas, moradas y negras, y árboles pequeños de los que colgaban frutos de formas curiosas que no había visto nunca antes.

Exhaló.

—Huele a…

«Primavera —pensó—, antes de que llegue el calor y aplaste las hojas convirtiéndolas en pulpa y marchite los pétalos de las flores».

—A casa —concluyó Jace—, para mí.

Apartó una fronda que colgaba y se agachó para pasar por el lado. Clary le siguió.

El invernadero estaba diseñado sin seguir un orden concreto, según le pareció al ojo inexperto de la joven, pero dondequiera que mirara había un derroche de color: flores azul morado derramándose por el costado de un brillante seto verde, una enredadera tachonada de capullos naranja que brillaban como joyas.

Salieron a un espacio despejado donde un banco bajo de granito descansaba contra el tronco de un árbol llorón con hojas de un verde plateado. En un estanque de roca con un reborde de piedra brillaba tenuemente el agua. Hodge estaba sentado en el banco, con su pájaro negro posado en el hombro. Había estado contemplando pensativo el agua, pero miró al cielo cuando se acercaron. Clary siguió la dirección de su mirada y vio el techo de cristal del invernadero, brillando sobre ellos como la superficie de un lago invertido.

—Parece como si estuvieras esperando algo —comentó Jace, rompiendo una hoja de una rama próxima y enroscándola en los dedos. Clary pensó que, para ser alguien que parecía tan contenido, Jace tenía gran cantidad de hábitos nerviosos. A lo mejor simplemente le gustaba estar siempre en movimiento.

—Estaba absorto en mis pensamientos.

Hodge se alzó del banco, alargando el brazo para Hugo. La sonrisa le desapareció del rostro cuando los miró.

—¿Qué ha pasado? Parecéis como si…

—Nos han atacado —contestó Jace sucintamente—. Repudiados.

—¿Guerreros repudiados? ¿Aquí?

—Un guerrero —explicó Jace—. Sólo vimos uno.

—Pero Dorothea dijo que había más —añadió Clary.

—¿Dorothea? —Hodge alzó una mano—. Sería más fácil si me explicaseis los acontecimientos por orden.

—De acuerdo.

Jace dedicó a Clary una mirada de advertencia, acallándola antes de que pudiera empezar a hablar. Luego se embarcó en una enumeración de los acontecimientos del día, omitiendo sólo un detalle: que los hombres del apartamento de Luke habían sido los mismos hombres que habían matado a su padre hacía siete años.

—El amigo de la madre de Clary, o lo que sea que es en realidad, se hace llamar Luke Garroway —finalizó por fin Jace—. Pero mientras estábamos en su casa, los hombres que afirmaban ser emisarios de Valentine se refirieron a él como Lucian Graymark.

—Y sus nombres eran…

—Pangborn —dijo Jace—. Y Blackwell.

Hodge se había puesto muy pálido. En contraste con su piel grisácea, la cicatriz de su mejilla destacaba como un torzal de alambre rojo.

—Es lo que me temía —masculló, medio para sí—. El Círculo vuelve a alzarse.

Clary miró a Jace en busca de una aclaración, pero él parecía tan perplejo como ella.

—¿El Círculo? —preguntó.

Hodge sacudía la cabeza como si intentara expulsar telarañas de su cerebro.

—Venid conmigo —dijo—. Es hora de que os muestre algo.

Las lámparas de gas estaban encendidas en la biblioteca, y las lustrosas superficies de roble del mobiliario refulgían como sombrías joyas. Surcados de sombras, los rostros austeros de los ángeles que sostenían el enorme escritorio parecían aún más llenos de dolor. Clary se sentó en el sofá rojo, con las piernas dobladas bajo la barbilla; Jace permaneció apoyado nerviosamente en el brazo del sofá, junto a ella.

—Hodge, si necesitas ayuda para buscar…

—En absoluto. —Hodge emergió de detrás del escritorio, sacudiéndose el polvo de las rodillas de los pantalones—. Lo he encontrado.

Sostenía un enorme libro encuadernado en piel marrón. Fue pasando páginas con un ansioso dedo, pestañeando como un búho desde detrás de sus gafas y mascullando.

—Dónde… dónde… ¡ah, aquí está! —Se aclaró la garganta antes de leer en voz alta—: «Por la presente rindo obediencia incondicional al Círculo y a sus principios… Estaré preparado para arriesgar mi vida en cualquier momento por el Círculo, con el fin de preservar la pureza de los linajes de Idris, y por el mundo mortal cuya seguridad se nos ha encomendado».

Jace hizo una mueca.

—¿De dónde era eso?

—Era el juramento de lealtad del Círculo de Raziel, hace veinte años —explicó Hodge, con una voz que sonó extrañamente cansada.

—Suena escalofriante —repuso Clary—. Como una organización fascista o algo así.

Hodge dejó el libro en la mesa. Su expresión era tan afligida y grave como la de las estatuas de los ángeles bajo el escritorio.

—Eran un grupo de cazadores de sombras —dijo despacio—, dirigidos por Valentine, dedicados a eliminar a todos los subterráneos y devolver el mundo a un estado «más puro». Su plan era aguardar a que los subterráneos llegaran a Idris para firmar los Acuerdos. Los Acuerdos deben renovarse cada quince años, para mantener potente su magia —añadió, en consideración a Clary—. Valentine y su gente deseaban asesinar a todos los subterráneos en ese momento, desarmados e indefensos. Pensaban que este acto terrible encendería la chispa de una guerra entre humanos y subterráneos…, una que tenían la intención de ganar.

—Eso fue el Levantamiento —concluyó Jace, reconociendo por fin en el relato de Hodge uno que ya le era familiar—. No sabía que Valentine y sus seguidores tenían un nombre.

—Ese nombre no se pronuncia a menudo en la actualidad —indicó Hodge—. Su existencia sigue siendo un motivo de vergüenza para la Clave. La mayoría de los documentos relativos a sus miembros han sido destruidos.

—Entonces, ¿por qué tienes una copia de ese juramento? —inquirió Jace.

Hodge vaciló… sólo un momento, pero Clary lo vio, y sintió un leve e inexplicable estremecimiento de aprensión que le subía por la espalda.

—Porque —respondió él por fin— yo ayudé a escribirlo.

Jace alzó los ojos.

—¡Tú estabas en el Círculo!

—Lo estuve. Muchos de nosotros estuvimos. —Hodge miraba directamente al frente—. La madre de Clary también.

Clary se echó hacia atrás como si la hubiese abofeteado.

—¿Qué?

—He dicho…

—¡Ya sé lo que ha dicho! Mi madre jamás habría pertenecido a algo como eso. Una especie de… una especie de grupo extremista.

—No era… —empezó Jace, pero Hodge le atajó.

—Dudo que ella tuviera mucha elección —dijo lentamente, como si pronunciar esas palabras le apenaran.

Clary le miró fijamente.

—¿De qué está hablando? ¿Por qué no habría tenido elección?

—Porque —contestó Hodge— era la esposa de Valentine.