22

LAS RUINAS DE RENWICK

Durante un largo rato después de que Luke acabara de hablar, reinó el silencio en la celda. El único ruido era el tenue goteo del agua por las paredes de piedra.

—Di algo, Clary —pidió él finalmente.

—¿Qué es lo que quieres que diga?

—¿Tal vez que lo comprendes? —sugirió él con un suspiro.

Clary notaba la sangre latiéndole en los oídos. Sentía como si su vida hubiese estado edificada sobre una capa de hielo tan fina como el papel, y en aquellos momentos, el hielo empezara a agrietarse, amenazando con hundirla en la helada oscuridad que había debajo. Al interior de las oscuras aguas, se dijo, donde todos los secretos de su madre iban a la deriva en las corrientes, los restos olvidados de una vida arruinada.

Alzó los ojos hacia Luke. Este parecía fluctuar, poco definido, como si lo mirara a través de un cristal empañado.

—Mi padre —inquirió—. Esa foto que mi madre siempre tuvo sobre la repisa de la chimenea…

—Ese no era tu padre —afirmó Luke.

—¿Existió siquiera? —La voz de Clary aumentó de intensidad—. ¿Hubo alguna vez un John Clark, o también lo inventó mi madre?

—John Clark existió. Pero no era tu padre. Era el hijo de los vecinos de tu madre cuando vivíais en el East Village. Murió en un accidente de automóvil, tal y como tu madre te contó, pero ella nunca le conoció. Tenía su foto porque los vecinos le encargaron que pintara un retrato de él en su uniforme del ejército. Les entregó el retrato, pero se quedó la foto, y fingió que el hombre que aparecía en ella había sido tu padre. Creo que pensó que era más fácil de ese modo. Al fin y al cabo, de haber afirmado que había huido o desaparecido, habrías querido buscarle. Un hombre muerto…

—No contradecirá tus mentiras —finalizó Clary por él con amargura—. ¿No se le ocurrió que estaba mal, todos esos años, dejarme pensar que mi padre estaba muerto, cuando mi padre auténtico…?

Luke no dijo nada, dejando que encontrara el final de la frase ella misma, dejando que pensara por sí misma aquello que era inconcebible.

—Es Valentine. —Su voz tembló—. Eso es lo que me estás diciendo, ¿verdad? ¿Qué Valentine era… es… mi padre?

Luke asintió; los dedos contraídos eran la única señal de la tensión que sentía.

—Sí.

—¡Ah, Dios! —Clary se puso en pie de un salto, incapaz de permanecer sentada sin moverse; fue hacia los barrotes de la celda—. Eso no es posible. Simplemente no es posible.

—Clary, por favor, no te alteres…

—¿No te alteres? Me estás diciendo que mi padre es un tipo que es básicamente un gran Señor del mal, ¿y quieres que no me altere?

—No era malvado al principio —repuso Luke, dando a la voz un tono casi de disculpa.

—Ah, si se me permite, quisiera discrepar. Creo que era claramente malvado. Todo eso que soltaba sobre mantener la raza humana pura y la importancia de la sangre no contaminada…, se parecía a uno de esos tipos repulsivos del poder blanco. Y vosotros dos os lo tragasteis por completo.

—No era yo quien hablaba sobre «asquerosos» subterráneos apenas hace unos minutos —repuso Luke en voz baja—. O sobre cómo no se podía confiar en ellos.

—¡Eso no es lo mismo! —Clary pudo oír las lágrimas en su voz—. Yo tenía un hermano —prosiguió, y se le hizo un nudo en la garganta—. También abuelos. ¿Están muertos?

Luke asintió, bajando la mirada hacia sus enormes manos, que tenía abiertas sobre las rodillas.

—Están muertos.

—Jonathan —inquirió ella con dulzura—. ¿Habría sido mayor que yo? ¿Un año mayor?

Luke no dijo nada.

—Siempre quise un hermano —comentó tristemente.

—No —repuso él en tono desconsolado—. No te tortures. Puedes ver por qué tu madre te ocultó todo eso, ¿no es cierto? ¿Qué bien podría haberte hecho saber lo que habías perdido ya antes de haber nacido?

—Esa caja —insistió Clary, con la mente trabajando de un modo febril—. Con las letras J. C. en ella. Jonathan Christopher. Era por eso por lo que siempre lloraba, ese era el mechón de cabello…, el de mi hermano, no el de mi padre.

—Sí.

—Y cuando tú dijiste «Clary no es Jonathan», te referías a mi hermano. Mi madre me protegía excesivamente porque ya había perdido a un hijo.

Antes de que Luke pudiera responder, la puerta de la celda se abrió con un estrépito y entró Gretel. El «equipo de curación», que Clary había imaginado como una caja de plástico rígido con el emblema de la Cruz Roja sobre ella, resultó ser una gran bandeja de madera, repleta de vendajes doblados, cuencos humeantes de líquidos no identificados y hierbas que despedían un olor acre a limón. Gretel dejó la bandeja junto al catre e hizo una seña a Clary para que se sentara, lo que esta hizo de mala gana.

—Eso es, buena chica —exclamó la mujer lobo, sumergiendo una tela en uno de los cuencos y alzándola hasta el rostro de Clary para limpiar con suavidad la sangre seca—. ¿Qué te ha sucedido? —preguntó en tono desaprobador, como si sospechara que la joven se había pasado un rallador de queso por la cara.

—Eso me preguntaba yo —terció Luke, observando el procedimiento con los brazos cruzados.

Hugo me atacó. —Clary intentó no hacer una mueca de dolor cuando el líquido desinfectante le escoció en las heridas.

—¿Hugo? —Luke parpadeó sorprendido.

—El pájaro de Hodge. Creo que era su pájaro, al menos. Quizá pertenecía a Valentine.

Hugin —murmuró Luke—. Hugin y Munin eran los pájaros mascotas de Valentine. Sus nombres significan «Pensamiento» y «Recuerdo».

—Bueno, pues deberían significar «Ataca» y «Mata» —replicó Clary—. Hugo casi me arranca los ojos.

—Eso es lo que se le enseñó a hacer. —Luke hacía tamborilear los dedos de una mano sobre el otro brazo—. Hodge debe de habérselo llevado tras el Levantamiento. Pero seguiría siendo la criatura de Valentine.

—Igual que lo era Hodge —repuso Clary.

Hizo una mueca mientras Gretel le limpiaba el largo tajo del brazo, que estaba recubierto de suciedad y sangre seca. Cuando terminó, la mujer loba se puso a vendarlo pulcramente.

—Clary…

—Ya no quiero seguir hablando sobre el pasado —soltó ella con ferocidad—. Quiero saber qué vamos a hacer ahora. Ahora Valentine tiene a mi madre, a Jace… y la Copa. Y nosotros no tenemos nada.

—Yo no diría que no tenemos nada —replicó Luke—. Tenemos una poderosa jauría de lobos. El problema es que no sabemos dónde está Valentine.

Clary sacudió la cabeza. Lacios mechones de cabello le cayeron sobre los ojos, y los echó hacia atrás con gesto impaciente. Cielos, estaba hecha una porquería. Lo que deseaba más que nada, casi más que nada, era una ducha.

—¿No tenía Valentine alguna especie de escondite? ¿Una guarida secreta?

—Si la tenía —respondió Luke—, la mantuvo muy en secreto.

Gretel soltó a Clary, que movió el brazo con cuidado. El ungüento verdoso que la mujer había extendido sobre el corte había minimizado el dolor, pero el brazo todavía estaba entumecido y rígido.

—Espera un segundo —exclamó Clary.

—Nunca he comprendido por qué la gente dice eso —repuso Luke, sin dirigirse a nadie en concreto—. No iba a ir a ninguna parte.

—¿Podría estar Valentine en alguna parte de Nueva York?

—Posiblemente.

—Cuando le vi en el Instituto, vino a través de un Portal. Magnus dijo que sólo hay dos Portales en Nueva York. Uno es el de casa de Dorothea y el otro el de Renwick. El de Dorothea fue destruido, y realmente tampoco me lo imagino ocultándose allí, de todos modos, así que…

—¿Renwick? —Luke pareció desconcertado—. Renwick no es el nombre de un cazador de sombras.

—¿Y si Renwick no es una persona? —inquirió Clary—. ¿Y si es un lugar? Renwick. Como un restaurante, o… o un hotel o algo.

Los ojos de Luke se abrieron de par en par de improviso. Se volvió hacia Gretel, que se le acercaba con el equipo médico.

—Consígueme un listín telefónico —pidió.

Ella se detuvo en seco, extendiendo la bandeja hacia él en actitud acusatoria.

—Pero señor, sus heridas…

—Olvídate de mis heridas y consígueme un listín telefónico —le espetó él—. Estamos en una comisaría. Yo diría que tendría que haber gran cantidad de listines antiguos por ahí.

Con una mirada de desdeñosa exasperación, Gretel depositó la bandeja sobre el suelo y abandonó la habitación. Luke miró a Clary por encima de las gafas, que le habían resbalado parcialmente sobre la nariz.

—¡Buena idea!

Ella no respondió. Tenía un fuerte nudo en el centro del estómago y se encontró intentando respirar alrededor de él. El inicio de una idea le cosquilleaba al borde de la mente, queriendo transformarse en un pensamiento completo. Pero ella lo alejó con firmeza. No podía permitirse dedicar sus recursos, su energía, a nada que no fuera la cuestión que tenía ante ella.

Gretel regresó con unas páginas amarillas de aspecto húmedo y se las arrojó a Luke. Este consultó el libro mientras la mujer loba atacaba su costado herido con vendajes y tarros de ungüentos pegajosos.

—Hay siete Renwick en la guía —informó él por fin—. No hay restaurantes, hoteles ni otros lugares. —Se subió las gafas; estas volvieron a resbalar al instante—. No son cazadores de sombras —indicó—, y no me parece probable que Valentine fuera a instalar su cuartel general en la casa de un mundano o un subterráneo. Aunque tal vez…

—¿Tienes un teléfono? —interrumpió Clary.

—No conmigo. —Luke, sosteniendo aún el listín telefónico, bajó la vista hacia Gretel—. ¿Podrías traer el teléfono?

Con un bufido indignado, la mujer arrojó al suelo el montón de telas ensangrentadas que había estado sosteniendo y abandonó la habitación con aire ofendido por segunda vez. Luke depositó el listín sobre la mesa, tomó un rollo de vendas, y empezó a enrollarlo alrededor del corte en diagonal que tenía sobre las costillas.

—Lo siento —se disculpó mientras Clary le miraba fijamente—. Sé que no es agradable.

—Si cogemos a Valentine —inquirió ella con brusquedad—, ¿podemos matarle?

Luke estuvo a punto de dejar caer las vendas.

—¿Qué?

La muchacha jugueteó con un hilillo que sobresalía del bolsillo de sus vaqueros.

—Mató a mi hermano mayor. Mató a mis abuelos. ¿No es cierto?

Luke depositó las vendas sobre la mesa y se bajó la camisa.

—¿Qué crees que conseguirás matándole? ¿Borrar esas cosas?

Gretel regresó antes de que Clary pudiera replicar. Lucía una expresión de mártir y entregó a Luke un anticuado teléfono móvil de aspecto tosco y pesado. Clary se preguntó quién pagaría las facturas telefónicas.

—Deja que haga una llamada —dijo la muchacha, extendiendo la mano.

Luke pareció vacilar.

—Clary…

—Es sobre Renwick. Sólo llevará un segundo.

Él le entregó el teléfono con recelo, y ella pulsó los números y medio le dio la espalda para darse la ilusión de privacidad.

Simon contestó al tercer timbrazo.

—¿Diga?

—Soy yo.

La voz de su amigo ascendió una octava.

—¿Estás bien?

—Estoy perfectamente. ¿Por qué? ¿Te ha dicho algo Isabelle?

—No. ¿Qué tendría que haberme dicho Isabelle? ¿Pasa algo malo? ¿Es Alec?

—No —respondió ella, no queriendo mentir y decir que Alec estaba perfectamente—. No es Alec. Oye, simplemente necesito que mires algo en Google para mí.

Simon lanzó un bufido.

—Estás de broma. ¿No tienen un ordenador ahí? Sabes qué, no respondas a eso.

La muchacha oyó los sonidos de una puerta que se abría y el maullido del gato de la madre de Simon al ser expulsado de su puesto sobre el teclado del ordenador de su amigo. Imaginó con toda claridad a Simon sentándose y moviendo los dedos con rapidez sobre el teclado.

—¿Qué quieres que busque?

Clary se lo dijo. Percibía los ojos preocupados de Luke fijos en ella mientras hablaba. La había mirado igual cuando ella tenía once años y había tenido gripe con fiebre muy alta. Le había traído cubitos de hielo para que los chupara y le había leído sus libros favoritos, haciendo todas las voces.

—Tienes razón —dijo Simon, sacándola bruscamente de su ensueño—. Es un lugar. O al menos, era un lugar. Está abandonado ahora.

La mano sudorosa de la joven resbaló sobre el teléfono y tuvo que aferrarlo con más fuerza.

—Háblame de él.

—«El más famoso de los manicomios, prisiones para deudores y hospitales construidos en la isla Roosevelt en 1800 —leyó Simon diligentemente—. El hospital para la viruela Renwick lo diseñó el arquitecto Jacob Renwick y estaba destinado a poner en cuarentena a las víctimas más pobres de la incontrolable epidemia de viruela que asoló Manhattan. Durante el siglo siguiente, el hospital fue abandonado y se deterioró. El acceso público a las ruinas está prohibido».

—De acuerdo, eso es suficiente —interrumpió Clary, sintiendo que le martilleaba la cabeza—. Tiene que ser eso. ¿La isla Roosevelt? ¿No vive gente allí?

—No todo el mundo vive en el Slope, princesa —repuso Simon, con una buena cantidad de fingido sarcasmo—. De todos modos, ¿necesitas que te vuelva a llevar en coche o algo así?

—¡No! Estoy perfectamente, no necesito nada. Sólo quería la información.

—De acuerdo.

El muchacho parecía un tanto dolido, pensó Clary, pero se dijo que no importaba. Estaba a salvo en su casa, y eso era lo principal.

Colgó y se volvió hacia Luke.

—Hay un hospital abandonado en el extremo sur de la isla Roosevelt llamado Renwick. Creo que Valentine está allí.

Luke volvió a subirse las gafas.

—La isla Blackwell. Por supuesto.

—¿Qué quieres decir con Blackwell? Dije…

Él la interrumpió con un ademán.

—Así era como se acostumbraba a llamar a la isla Roosevelt. Blackwell. Era propiedad de una antigua familia de cazadores de sombras. Debería haberlo adivinado. —Se volvió hacia Gretel—. Llama a Alaric. Vamos a necesitar a todo el mundo de vuelta aquí tan pronto como sea posible. —Sus labios se curvaron en una media sonrisa que recordó a Clary la fría mueca que Jace lucía durante los combates—. Diles que se preparen para la batalla.

Ascendieron hasta la calle a través de una ruta tortuosa de celdas y pasillos, que finalmente fue a salir a lo que en una ocasión había sido el vestíbulo de una comisaría. En la actualidad el edificio estaba abandonado, y la luz oblicua de mediada la tarde proyectaba sombras extrañas sobre las mesas vacías, los armaritos con candados cubiertos de agujeros negros de termitas, las baldosas agrietadas del suelo, que deletreaban el lema de la policía de Nueva York: Fidelis ad Mortem.

—Fieles hasta la muerte —tradujo Luke, siguiendo la dirección de la mirada de la joven.

—Deja que lo adivine —repuso Clary—. En el interior es una comisaría abandonada; en el exterior, los mundanos sólo ven un edificio de apartamentos declarado en ruina, o un solar vacío, o…

—En realidad tiene el aspecto de un restaurante chino —respondió Luke—. Sólo para llevar, sin servicio de mesas.

—¿Un restaurante chino? —repitió ella, incrédula.

Él se encogió de hombros.

—Bueno, estamos en Chinatown. Esto fue el edificio del segundo distrito policial, en el pasado.

La gente debe de pensar que es raro que no haya un número de teléfono al que llamar para hacer pedidos.

Luke sonrió ampliamente.

—Lo hay. Simplemente no respondemos muy a menudo. A veces, si están aburridos, algunos de los cachorros le entregan a alguien un poco de cerdo mu shu.

—Me tomas el pelo.

—En absoluto. Las propinas vienen bien.

Empujó la puerta principal para abrirla, dejando entrar un chorro de luz solar.

Todavía no muy segura de si le tomaba el pelo o no, Clary siguió a Luke a través de la calle Baxter hasta el lugar donde estaba aparcado su vehículo. El interior de la furgoneta resultaba reconfortantemente familiar. El tenue olor a astillas de madera y a papel viejo y jabón, el descolorido par de dados dorados de felpa, que ella le había regalado cuando tenía diez años porque se parecían a los dados dorados que colgaban del retrovisor del Halcón Milenario. Los envoltorios de goma de mascar y las tazas de café que rodaban por el suelo. Clary se subió al asiento del copiloto, y se acomodó contra el reposacabezas con un suspiro. Estaba más cansada de lo que le habría gustado admitir.

Luke cerró la puerta tras ella.

—Quédate aquí.

Le observó mientras hablaba con Gretel y Alaric, que estaban de pie sobre los escalones de la vieja comisaría, aguardando pacientemente. Clary se divirtió dejando que sus ojos se enfocaran y desenfocaran, contemplando cómo el glamour aparecía y desaparecía. Primero era una vieja comisaría, luego era una ruinosa fachada que lucía un toldo amarillo en el que se leía: EL LOBO DE JADE. COCINA CHINA.

Luke hacía señas a su segundo y su tercero, señalando calle abajo. Su furgoneta era la primera en una hilera de camionetas, motocicletas, jeeps e incluso un viejo autobús escolar de aspecto desvencijado. Los vehículos se extendían en fila a lo largo de la manzana y doblando la esquina. Un convoy de hombres lobo. Clary se preguntó cómo habrían pedido, tomado prestado, robado o se habrían apropiado de tantos vehículos en un espacio tan corto de tiempo. En el lado de los pros, al menos no tendrían que ir todos en el teleférico.

Luke aceptó una bolsa blanca de papel de Gretel, y con un asentimiento, regresó a la carrera junto a la furgoneta. Acomodando el larguirucho cuerpo tras el volante, entregó a Clary la bolsa.

—Tú estás a cargo de esto.

Ella la escrutó con suspicacia.

—¿Qué es? ¿Armas?

Los hombros de Luke se estremecieron con una risa muda.

—En realidad son bollos bao cocidos al vapor —contestó, introduciendo la furgoneta en la calle—. Y café.

Clary abrió la bolsa mientras se dirigían a la zona residencial, con el estómago gruñéndole con furia. Partió un bollo, paladeando el intenso y sabroso sabor salado del cerdo, la untuosidad de la masa blanca. Lo acompañó de un trago de café, y ofreció un bollo a Luke.

—¿Quieres uno?

—Claro.

Era casi como en los viejos tiempos, se dijo, mientras viraban para entrar en la calle Canal, cuando iban a buscar bolsas de pastelitos calientes de fruta a la panadería El Carruaje Dorado y devoraban la mitad de ellos durante el trayecto a casa sobre el puente de Manhattan.

—Háblame de este Jace —pidió Luke.

Clary casi se atragantó con el bollo. Alargó la mano para tomar el café, sofocando las toses con líquido caliente.

—¿Qué pasa con él?

—¿Tienes alguna idea de lo que Valentine puede querer de él?

—No.

Luke frunció el entrecejo mirando el sol que se ponía.

—Pensaba que Jace era uno de los chicos Lightwood.

—No —Clary mordió su tercer bollo—, su apellido es Wayland. Su padre era…

—¿Michael Wayland?

Ella asintió.

—Y cuando Jace tenía diez años, Valentine lo mató. A Michael, quiero decir.

—Eso suena a algo que él haría —repuso Luke.

El tono de su voz era neutral, pero había algo en él que hizo que Clary le mirara de soslayo. ¿No la creía?

—Jace lo vio morir —añadió, como para reafirmar su declaración.

—Eso es terrible —repuso Luke—. Pobre chiquillo con la vida destrozada.

En aquellos momentos pasaban sobre el puente de la calle Cincuenta y Nueve. Clary echó un vistazo abajo y vio que el río se había vuelto rojo y dorado debido a la puesta de sol. Desde aquel punto distinguió el extremo sur de la isla Roosevelt, aunque no era más que una mancha borrosa situada al norte.

—No está tan destrozado —aseguró—. Los Lightwood se han ocupado bien de él.

—Puedo imaginarlo. Siempre estuvieron muy unidos a Michael —comentó Luke, desviándose bruscamente al carril izquierdo.

Por el retrovisor lateral, Clary pudo ver cómo la caravana de vehículos que les seguía alteraba su curso para imitarlos.

—Querrían ocuparse de su hijo —siguió diciendo él.

—Así pues, ¿qué sucederá cuando salga la luna? —preguntó ella—. ¿Os vais a convertir todos en lobos de improviso, o qué?

La boca de Luke se crispó.

—No exactamente. Únicamente los jóvenes, los que acaban de cambiar, no pueden controlar su transformación. La mayoría de los adultos ha aprendido cómo hacerlo, a lo largo de los años. La luna sólo puede forzar un cambio en mí cuando está totalmente llena.

—¿Así que cuando la luna sólo está llena en parte, te limitas a sentirte un poco lobuno? —inquirió Clary.

—Podrías decir eso.

—Bueno, por mí puedes sacar la cabeza fuera de la ventanilla si quieres.

Luke lanzó una carcajada.

—Soy un hombre lobo, no un golden retriever.

—¿Cuánto tiempo hace que eres el líder del clan? —preguntó ella de improviso.

Luke vaciló.

—Aproximadamente una semana.

Clary se volvió en redondo para mirarle con sorpresa.

—¿Una semana?

Luke suspiró.

—Sabía que Valentine se había llevado a tu madre —explicó sin demasiada inflexión—. Sabía que, yo solo, tenía pocas posibilidades contra él y que no podía esperar ayuda de la Clave. Tardé un día en localizar la posición de la jauría de licántropos más cercana.

—¿Mataste al líder del clan para poder ocupar su puesto?

—Era el camino más rápido que se me ocurrió para adquirir un número considerable de aliados en un corto espacio de tiempo —concluyó Luke sin mostrar pesar en su tono, aunque tampoco orgullo.

Clary recordó cuando le habían espiado en su casa; había notado los profundos arañazos de las manos y el rostro, y la mueca de dolor que él había hecho al mover el brazo.

—Lo había hecho antes. Estaba bastante seguro de poder hacerlo otra vez. —Luke se encogió de hombros—. Tu madre había desaparecido. Sabía que había hecho que me odiaras. No tenía nada que perder.

Clary apoyó sus zapatillas verdes de deporte contra el salpicadero. A través del resquebrajado parabrisas, por encima de las puntas de los dedos de los pies, la luna se alzaba sobre el puente.

—Bueno —dijo—. Ahora lo tienes.

Por la noche el hospital situado en el extremo sur de la isla Roosevelt estaba iluminado con luz artificial, con sus espectrales contornos curiosamente visibles en contraste con la oscuridad del río y la iluminación más potente de Manhattan. Luke y Clary se quedaron callados mientras la furgoneta bordeaba la diminuta isla, y la carretera asfaltada por la que iban se convertía en grava y finalmente en tierra apisonada. La carretera seguía la curva de una alta alambrada, en cuya parte superior se retorcía el alambre afilado como si se tratara de festivos bucles de cinta.

Cuando la carretera se volvió demasiado irregular para seguir adelante en coche, Luke detuvo la furgoneta y apagó las luces. Miró a Clary.

—¿Hay alguna posibilidad de que si te pido que me esperes aquí, vayas a hacerlo?

Ella negó con la cabeza.

—No tiene por qué ser más seguro quedarse en el coche. ¿Quién sabe lo que Valentine tiene patrullando este perímetro?

Luke rio en voz baja.

—Perímetro. Qué cosas dices.

Salió del interior de la furgoneta y la rodeó para ir al otro lado y ayudar a bajar a Clary. Ella podría haber saltado al suelo desde la furgoneta, pero fue agradable tenerle para ayudarla, tal y como había hecho cuando era demasiado pequeña para bajar sola.

Sus pies golpearon la tierra apisonada, levantando volutas de polvo. Los coches que los habían estado siguiendo iban parando, uno a uno, formando una especie de círculo alrededor de la furgoneta de Luke. Los faros barrieron su campo visual, iluminando la alambrada hasta darle un color blanco plateado. Más allá de la valla, el hospital mismo era una ruina bañada en una fuerte luz que destacaba su lamentable estado: las paredes sin tejado sobresalían del desigual terreno como dientes rotos, los parapetos almenados estaban recubiertos por una alfombra verde de hiedra.

—Está destrozado —se oyó decir en voz baja, con un destello de aprensión en la voz—. No veo cómo Valentine podría estar oculto aquí.

Luke miró más allá de ella en dirección al hospital.

—Es un glamour potente —avisó—. Intenta mirar más allá de las luces.

Alaric avanzaba hacia ellos por la carretera, y una ligera brisa le abría la chaqueta vaquera con un revoloteo para mostrar el pecho cubierto de cicatrices que había debajo. Los hombres lobo que se acercaban tras él, parecían gente totalmente corriente. Pero de haberlos visto a todos juntos en alguna parte, habría pensado que se conocían entre sí de algo; había cierto parecido no físico, una franqueza en sus miradas, una fuerza en sus expresiones. Podría haber pensado que eran granjeros, puesto que parecían más tostados por el sol, enjutos y huesudos que el típico habitante de ciudad, o tal vez los habría tomado por una pandilla de moteros. Pero no tenían el menor aspecto de monstruos.

Se reunieron para celebrar un rápido consejo junto a la furgoneta de Luke, igual que un corrillo de rugby. Clary, sintiéndose excluida del todo, se volvió para contemplar de nuevo el hospital. En esa ocasión intentó mirar con atención alrededor de las luces, o a través de ellas, del modo en que a veces se puede mirar más allá de una fina capa superior de pintura para ver lo que hay debajo. Como acostumbraba a suceder, pensar en cómo lo dibujaría le ayudó. Las luces parecieron perder intensidad, y entonces se encontró mirando más allá de un césped salpicado de robles a una ornamentada construcción neogótica, que parecía alzarse imponente por encima de los árboles como el baluarte de un barco enorme. Las ventanas de los pisos inferiores estaban oscuras y cerradas con porticotes, pero se escapaba luz a través de los arcos de las ventanas del tercer piso, igual que una línea de llamas ardiendo a lo largo de la cresta de una cordillera lejana. Un grueso porche de piedra daba al exterior, ocultando la puerta principal.

—¿Lo ves?

Era Luke, que se había acercado por detrás con los andares silenciosos de… bueno, de un lobo.

Ella seguía con la vista fija en el edificio.

—Parece más un castillo que un hospital.

Sujetándola por los hombros, Luke la hizo volverse de cara a él.

—Clary, escúchame. —Sus manos la sujetaron con dolorosa fuerza—. Quiero que permanezcas junto a mí. Muévete cuando me mueva. Sujétate a mi manga si es necesario. Los demás van a estar a nuestro alrededor, protegiéndonos, pero si sales fuera del círculo, no podrán custodiarte. Van a cubrirnos hasta la puerta.

Le apartó las manos de los hombros, y al moverse, ella vio el destello de algo de metal justo dentro de su chaqueta. No se había dado cuenta de que llevaba una arma, pero luego recordó lo que Simon había dicho sobre lo que había en el interior de la vieja bolsa de lona verde de Luke y supuso que tenía sentido.

—¿Prometes que harás lo que digo?

—Lo prometo.

La alambrada era real, no parte del glamour. Alaric, todavía al frente, la zarandeó experimentalmente, luego alzó una mano con indolencia. Largas zarpas brotaron de debajo de las uñas, y acuchilló la alambrada con ellas, haciendo jirones el metal, que cayó en un tintineante montón, igual que unos bloques de construcción.

—Adelante.

Hizo una seña a los demás para que pasaran. Avanzaron en tropel, como una sola persona, un mar coordinado de movimiento. Agarrando el brazo de Clary, Luke la empujó por delante de él, agachándose para seguirla. Se irguieron una vez al otro lado de la valla, alzando los ojos hacia el hospital para enfermos de viruela, donde unas formas oscuras, concentradas en el porche, empezaban a descender los escalones.

Alaric tenía la cabeza alzada y olisqueaba el viento.

—El hedor a muerte flota con fuerza en el aire.

La respiración de Luke abandonó sus pulmones en un sibilante torrente.

—Repudiados.

Empujó a Clary a su espalda; esta avanzó, trastabillando levemente sobre el suelo irregular. La jauría empezó a moverse hacia ella y Luke; a medida que se acercaban, se dejaban caer a cuatro patas, gruñendo con los labios tensados hacia atrás para mostrar los colmillos cada vez más largos; los brazos y las piernas se les alargaban para convertirse en ágiles extremidades peludas, las ropas se cubrían de pelaje. Una tenue voz instintiva en lo más recóndito del cerebro de Clary empezó a chillarle: «¡Lobos! ¡Huye!». Pero la combatió y permaneció donde estaba, aunque percibía el movimiento incontrolado de los nervios en sus manos.

La jauría los rodeó, mirando hacia fuera. Más lobos flanqueaban el círculo a ambos lados. Era como si ella y Luke fueran el centro de una estrella. De ese modo, empezaron a avanzar hacia el porche delantero del hospital. Todavía detrás de Luke, Clary ni siquiera vio a los primeros repudiados cuando atacaron. Oyó aullar a un lobo como de dolor. El aullido ascendió y ascendió, convirtiéndose rápidamente en un gruñido. Se oyó un sonido sordo, luego un grito en forma de gorgoteo y un ruido parecido al papel al desgarrarse…

Clary se encontró preguntándose si los repudiados serían comestibles.

Alzó los ojos hacia Luke. Este tenía el rostro tenso. Clary podía verlos ya, más allá del anillo de lobos, la escena iluminada con brillantez por reflectores y por el titilante resplandor de Manhattan: docenas de repudiados, su piel lívida como la de un cadáver a la luz de la luna y abrasada por runas que parecían lesiones. Se arrojaban sobre los lobos con la mirada ausente, y estos los recibieron de frente, desgarrando con las garras, perforando con los dientes y rasgando la carne. Vio a uno de los guerreros repudiados, una mujer, que caía hacia atrás con la garganta abierta y los brazos agitándose aún. Otro asestaba machetazos a un lobo con un brazo mientras el otro yacía en el suelo a un metro de distancia, la sangre surgiendo del muñón. Sangre negra, salobre como el agua de una ciénaga, corría a raudales, volviendo resbaladiza la hierba. Clary perdió pie. Luke la sujetó antes de que cayera.

—Quédate conmigo.

«Estoy aquí», quiso decirle ella, pero las palabras se negaron a salir de su boca. El grupo seguía avanzando por el césped en dirección al hospital con una lentitud exasperante. Luke la sujetaba con mano rígida como el hierro. Clary no sabía quién iba ganando, si era que lo hacía alguien. Los lobos tenían el tamaño y la velocidad de su parte, pero los repudiados se movían con una denodada inevitabilidad y resultaban sorprendentemente difíciles de matar. Vio al enorme lobo leonado que era Alaric abatir a uno desgarrándole las piernas, para luego saltar sobre su garganta. El ser siguió moviéndose mientras él lo hacía trizas, y los golpes del hacha abriendo un largo corte rojo sobre el reluciente pelaje del hombre lobo.

Trastornada, Clary apenas advirtió al repudiado que se abrió paso a través del círculo protector, hasta que este se alzó frente a ella, como surgido de la hierba a sus pies. Con los ojos en blanco y los cabellos enmarañados alzó un cuchillo chorreante.

Clary chilló. Luke se volvió en redondo, arrastrándola a un lado, y agarró la muñeca de la criatura, retorciéndola. La muchacha oyó el chasquido del hueso, y el cuchillo cayó a la hierba. La mano del repudiado colgó inerte, pero él siguió avanzando hacia ellos, sin mostrar ninguna señal de dolor. Luke empezó a gritar con voz ronca el nombre de Alaric. Clary intentó alcanzar la daga que llevaba en el cinturón, pero Luke le sujetaba el brazo con demasiada fuerza. Antes de que pudiera gritarle que la soltara, una llamarada de fino fuego plateado se abrió paso entre ellos. Era Gretel. Aterrizó con las patas delanteras sobre el pecho del repudiado, derribándolo. Un feroz aullido de rabia surgió de la garganta de Gretel, pero el repudiado era más fuerte; la arrojó a un lado como a una muñeca de trapo y rodó para ponerse en pie.

Algo alzó a Clary en el aire. Esta chilló, pero era Alaric, luciendo a medias su forma de lobo y con las manos terminadas en afiladas zarpas, que la sujetaron con delicadeza mientras él la alzaba en brazos.

Luke les hacía señas.

—¡Sácala de aquí! ¡Llévala a las puertas! —gritaba.

—¡Luke! —Clary se retorció en las manos de Alaric.

—No mires —dijo este con un gruñido.

Pero ella sí miró. El tiempo suficiente para ver a Luke echar a correr hacia Gretel, arma en mano, pero llegaba demasiado tarde. El repudiado agarró su cuchillo, que había caído en la hierba húmeda de sangre, y lo hundió en la espalda de Gretel, una y otra vez mientras ella le arañaba, forcejeaba y finalmente se desplomaba, con la luz de sus ojos plateados oscureciéndose hasta desaparecer. Con un alarido, Luke dirigió su arma a la garganta del repudiado…

—Te dije que no miraras —gruñó Alaric, moviéndose de modo que la línea de visión de la joven quedó bloqueada por su imponente mole.

Corrían ya escalones arriba, con el sonido de sus pies terminados en garras arañando el granito igual que clavos sobre una pizarra.

—Alaric —dijo Clary.

—¿Sí?

—Lamento haberte arrojado un cuchillo.

—No lo lamentes. Fue un tiro muy bueno.

La muchacha intentó mirar más allá de él.

—¿Dónde está Luke?

—Estoy aquí —contestó este.

Alaric volvió la cabeza. Luke ascendía los escalones, devolviendo su espada a la vaina, que llevaba sujeta al costado, bajo la chaqueta. La hoja estaba negra y pegajosa.

Alaric dejó que Clary resbalara hasta el porche y esta aterrizó, dándose la vuelta. No podía ver a Gretel ni al repudiado que la había matado, sólo una masa de cuerpos hormigueantes y el destello del metal. Tenía el rostro húmedo. Se llevó la mano libre a la cara para ver si estaba sangrando, pero comprendió que lo que sucedía era que estaba llorando. Luke la miró con curiosidad.

—No era más que una subterránea —soltó.

A Clary le ardían los ojos.

—No digas eso.

—Ya veo. —Volvió la cabeza hacia Alaric—. Gracias por ocuparte de ella. Mientras nosotros seguimos adelante…

—Voy a entrar con vosotros —afirmó este.

Había realizado casi toda la transformación a la forma humana, pero sus ojos seguían siendo los ojos de un lobo, y los labios estaban echados hacia atrás para mostrar dientes que eran tan largos como palillos. Flexionó las manos de largas uñas.

Luke le miró con expresión inquieta.

—Alaric, no.

La voz retumbante de Alaric sonó apagada.

—Eres el líder de la manada. Yo soy tu segundo ahora que Gretel ha muerto. No sería correcto que te dejara ir solo.

—Te… —Luke miró a Clary, y luego de nuevo al terreno frente al hospital—, te necesito aquí fuera, Alaric. Lo siento. Es una orden.

Los ojos del otro llamearon resentidos, pero se hizo a un lado. La puerta del hospital era de gruesa madera profusamente tallada, con dibujos familiares para Clary: las rosas de Idris, runas enroscadas, soles con rayos. Al patearla Luke cedió con el chasquido de un pestillo partido. Este empujó a Clary al frente cuando la puerta se abrió de par en par.

—Entra.

Ella entró por delante de él con un traspié y se volvió en el umbral. Captó una única y breve visión fugaz de Alaric con la cabeza vuelta hacia ellos y los ojos de lobo centelleantes. Detrás de él, el césped situado frente al hospital estaba cubierto de cuerpos, y el polvo teñido de sangre, negra y roja. Cuando la puerta se cerró con un portazo tras ella, impidiéndole ver, se sintió agradecida.

Luke y ella permanecieron inmóviles en la semipenumbra, en una entrada de piedra iluminada por una única antorcha. Tras el estruendo de la batalla, el silencio era como una capa asfixiante. Clary se encontró inhalando bocanadas de aire, un aire que no estaba lleno de humedad y del olor de la sangre.

Luke le oprimió el hombro con la mano.

—¿Te encuentras bien?

Ella se secó las mejillas.

—No deberías haber dicho eso. Sobre que Gretel no era más que una subterránea. Yo no pienso eso.

—Me alegro de oírlo. —Alargó el brazo para tomar la antorcha del soporte de metal—. Odiaba la idea de que los Lightwood te hubieran convertido en una copia de ellos.

—Bueno, pues no lo han hecho.

La antorcha se negó a pasar a la mano de Luke; este frunció el entrecejo. Buscando en el bolsillo, Clary extrajo la lisa piedra-runa que Jace le había dado el día de su cumpleaños, y la alzó en alto. La luz brotó entre sus dedos, como si hubiese cascado una semilla de oscuridad y dejado salir la luz atrapada en su interior. Luke soltó la antorcha.

—¿Luz mágica? —preguntó.

—Jace me la dio.

Podía percibir cómo palpitaba en su mano, igual que el latido de una ave pequeña. Se preguntó dónde estaría Jace en aquel montón de habitaciones de piedra gris, si estaba asustado o se habría preguntado si la volvería a ver.

—Hace años que no peleo bajo una luz mágica —comentó Luke, e inició la ascensión por las escaleras, que crujieron sonoras bajo sus botas—. Sígueme.

El fulgurante resplandor de la luz mágica proyectaba sus sombras, extrañamente alargadas, sobre los lisos muros de granito. Se detuvieron en un rellano de piedra que describía una curva en forma de arco. Por encima de ellos, Clary distinguió luz.

—¿Es este el aspecto que tenían los hospitales hace cientos de años? —musitó Clary.

—Bueno, los huesos de lo que Renwick construyó siguen aquí —respondió Luke—. Pero yo diría que Valentine, Blackwell y los demás restauraron el lugar para que fuera un poco más a su gusto. Mira aquí.

Arrastró una bota sobre el suelo; Clary bajó la mirada y vio una runa tallada en el granito bajo sus pies: un círculo, en cuyo centro había un lema en latín: In Hoc Signo Vinces.

—¿Qué significa eso? —preguntó.

—Significa «Por este signo conquistaremos». Era el lema del Círculo.

La joven alzó los ojos, en dirección a la luz.

—Así que están aquí.

—Están aquí —aseguró Luke, y había expectación en el deje afilado de su tono—. Vamos.

Ascendieron por la escalera de caracol, describiendo círculos bajo la luz hasta que esta les rodeó por completo y se encontraron de pie en la entrada de un pasillo largo y estrecho. Ardían antorchas a lo largo del corredor. Clary cerró la mano sobre la luz mágica, y esta se extinguió como una estrella apagada.

Había puertas colocadas a intervalos a lo largo del pasillo, todas ellas perfectamente cerradas. Se preguntó si habrían sido salas cuando aquello había sido un hospital, o tal vez habitaciones privadas. Mientras avanzaban por el corredor, Clary vio las marcas de barro de pisadas de botas, que se entrecruzaban en el pasillo. Alguien había pasado por allí recientemente.

La primera puerta que probaron se abrió con facilidad, pero la habitación situada tras ella estaba vacía: no había más que un suelo de lustrosa madera y paredes de piedra, iluminado todo de un modo fantasmal por la luz de la luna, que se derramaba a través de la ventana. El débil estruendo del combate en el exterior inundaba la habitación, tan rítmicamente como el sonido del océano. La segunda habitación estaba llena de armas: espadas, mazas y hachas. La luz de la luna discurría igual que agua plateada sobre una hilera tras otra de frío metal desenvainado. Luke silbó por lo bajo.

—Vaya colección.

—¿Crees que Valentine usa todas esas?

—No es probable. Sospecho que son para su ejército —respondió Luke, dándose la vuelta.

La tercera habitación era un dormitorio. Las colgaduras que rodeaban la cama con dosel eran azules, la alfombra persa mostraba motivos en azul, negro y gris, y el mobiliario estaba pintado de blanco, como el de la habitación de una criatura. Una fina y espectral capa de polvo lo cubría todo, centelleando tenuemente a la luz de la luna.

En la cama yacía Jocelyn, dormida.

Estaba tumbada sobre la espalda, con una mano arrojada descuidadamente sobre el pecho, los cabellos extendidos sobre la almohada. Llevaba una especie de camisón blanco que Clary no había visto nunca, y respiraba de un modo regular y tranquilo. Bajo la penetrante luz de la luna, Clary pudo ver el aleteo de los párpados de su madre mientras esta soñaba.

Con un gritito, Clary se abalanzó hacia ella… pero el brazo extendido de Luke la detuvo, atravesándose sobre su pecho igual que una barra de hierro para retenerla.

—Aguarda —dijo con su propia voz tensa por el esfuerzo—. Debemos tener cuidado.

Clary le miró airada, pero él miraba más allá de ella, con expresión furiosa y apenada. Ella siguió la dirección de su mirada y vio lo que no había querido ver antes. Unas esposas de plata cerradas alrededor de las muñecas y pies de Jocelyn, con los extremos de las cadenas profundamente hundidos en el suelo de piedra a ambos lados de la cama. La mesa situada junto a la cama estaba cubierta por un extraño despliegue de tubos y botellas, tarros de cristal e instrumentos largos y de puntas afiladas de centelleante acero quirúrgico. Un tubo recauchutado discurría desde uno de los tarros de cristal hasta una vena en el brazo izquierdo de Jocelyn.

Clary se desasió violentamente de la mano de Luke y se lanzó hacia la cama, rodeando con los brazos el cuerpo insensible de su madre. Pero era como intentar abrazar una muñeca mal ensamblada. Jocelyn siguió inmóvil y rígida, con la lenta respiración inalterada. Una semana antes, Clary habría llorado como había hecho aquella primera noche terrible en que había descubierto que su madre había desaparecido. Pero ahora no salieron lágrimas, mientras soltaba a su madre y se erguía. No había terror en ella, ni autocompasión; sólo una amarga cólera y la necesidad de encontrar al hombre que había hecho eso, al responsable de todo.

—Valentine —dijo.

—Desde luego.

Luke estaba a su lado, tocando a su madre con suavidad, alzándole los párpados. Los ojos bajo ellos estaban tan en blanco como canicas.

—No está drogada —afirmó—. Alguna clase de hechizo, supongo.

Clary soltó el aliento en un medio sollozo.

—¿Cómo la sacamos de aquí?

—No puedo tocar las esposas —indicó Luke—. Plata. Tienes…

—La sala de armas —dijo Clary, poniéndose en pie—. Vi un hacha allí. Varias. Podríamos cortar las cadenas…

—Esas cadenas son irrompibles.

La voz que habló desde la puerta era baja, resuelta y familiar. Clary giró en redondo y vio a Blackwell. Sonreía burlón, ataviado con la misma túnica del color de la sangre coagulada de la otra ocasión, con la capucha echada hacia atrás y botas enlodadas visibles bajo el borde.

—Graymark —exclamó—. Qué agradable sorpresa.

Luke se levantó.

—Si estás sorprendido es que eres un idiota —espetó—. No he llegado precisamente de un modo silencioso.

Las mejillas de Blackwell enrojecieron adoptando un tono aún más púrpura, pero no avanzó hacia Luke.

—¿Eres líder del clan otra vez? —inquirió, y soltó una carcajada desagradable—. No puedes quitarte esa costumbre de hacer que los subterráneos te hagan el trabajo sucio, ¿verdad? Las tropas de Valentine están ocupadas desparramando pedazos de ellos por todo el césped, y tú estás aquí, a salvo con tus amiguitas. —Hizo una mueca despectiva en dirección a Clary—. Esa parece un poco joven para ti, Lucian.

Clary enrojeció furiosa, apretando las manos hasta convertirlas en puños, pero la voz de Luke, al responder, fue educada.

—Yo no llamaría precisamente tropas a esos, Blackwell —replicó—. Son repudiados. Seres humanos martirizados. Si lo recuerdo correctamente, la Clave no ve nada bien todo eso…, torturar personas, llevar a cabo magia negra. No puedo imaginar que vayan a sentirse demasiado contentos.

—Al infierno con la Clave —gruñó Blackwell—. No les necesitamos, ni a ellos ni a sus actitudes tolerantes hacia los mestizos. Además, los repudiados no serán repudiados durante mucho más tiempo. Una vez que Valentine use la Copa en ellos, serán cazadores de sombras tan buenos como el resto de nosotros; mucho mejores que lo que la Clave está haciendo pasar como guerreros en la actualidad. Afeminados amantes de los subterráneos. —Mostró los romos dientes.

—Si ese es su plan para la Copa —preguntó Luke—, ¿por qué no lo ha hecho aún? ¿A qué espera?

Las cejas de Blackwell se enarcaron.

—¿No lo sabías? ¿Tiene a su…?

Una risa sedosa le interrumpió. Pangborn había aparecido justo a su lado, todo vestido de negro y con una correa de cuero atravesada sobre el hombro.

—Es suficiente, Blackwell —le cortó—. Hablas demasiado, como de costumbre. —Mostró los afilados dientes a Luke—. Una jugada interesante, Graymark. No pensaba que fueras a atreverte a conducir a tu recién adquirido clan a una misión suicida.

Un músculo se crispó en la mejilla de Luke.

—Jocelyn —dijo—. ¿Qué le ha hecho?

Pangborn lanzó una risita melodiosa.

—Pensaba que no te importaba.

—No veo para qué la quiere ahora —siguió Luke, haciendo caso omiso de la pulla—. Tiene la Copa. Ella ya no puede serle de utilidad. Valentine nunca fue dado al asesinato inútil. El asesinato con un motivo, bien, eso podría ser algo distinto.

Pangborn se encogió de hombros con indiferencia.

—A nosotros nos da lo mismo lo que haga con ella —replicó—. Era su esposa. Quizá la odia. Eso es un motivo.

—Dejadla ir —sugirió Luke—, y nos marcharemos con ella; haremos que el clan se retire. Os deberé una.

—¡No!

El furioso arranque de Clary hizo que Pangborn y Blackwell desviaran las miradas hacia ella. Ambos parecieron levemente incrédulos, como si ella fuera una cucaracha parlante. La joven volvió la cabeza hacia Luke.

—Todavía está Jace. Está aquí, en alguna parte.

Blackwell reía por lo bajo.

—¿Jace? Nunca he oído hablar de un Jace —indicó—. Bien, podría pedir a Pangborn que la soltara. Pero preferiría no hacerlo. Jocelyn siempre fue un mal bicho conmigo. Pensaba que era mejor que el resto de nosotros, con su aspecto y su linaje. Simplemente era una perra con pedigrí, eso es todo. Sólo se casó con él para poder restregárnoslo a todos.

—¿Decepcionado porque no pudiste casarte tú con ella, Blackwell? —Eso fue todo lo que Luke dijo como respuesta, aunque Clary pudo percibir la fría cólera de su voz.

Blackwell, con el rostro enrojeciendo violentamente, dio un furioso paso al interior de la habitación.

Y Luke, moviéndose a una velocidad tal que Clary apenas pudo verle hacerlo, agarró un escalpelo de la mesilla y se lo arrojó. El arma giró dos veces sobre sí misma en el aire y se hundió con la punta por delante en la garganta de Blackwell, cortando en seco su mascullada réplica. Dio una boqueada, los ojos se le pusieron en blanco y cayó de rodillas, sujetándose la garganta con las manos. Líquido escarlata brotó rítmicamente por entre los dedos extendidos. Abrió la boca como para hablar, pero sólo surgió un fino hilillo de sangre. Las manos le resbalaron fuera de la garganta y se desplomó contra el suelo igual que un árbol que cae.

—Cielos —exclamó Pangborn, contemplando el cuerpo caído de su camarada con remilgado desagrado—. Qué desagradable.

La sangre de la garganta perforada de Blackwell se iba extendiendo por el suelo en un viscoso charco rojo. Luke, agarrando a Clary por el hombro, le susurró algo al oído. No le oyó. Clary era sólo consciente de un sordo zumbido en su cabeza. Recordó otro poema de su clase de inglés, algo sobre como tras la primera muerte que uno veía, ninguna otra muerte importaba. Aquel poeta no sabía de lo que hablaba.

Luke la soltó.

—Las llaves, Pangborn —ordenó.

Pangborn empujó suavemente a Blackwell con un pie y alzó la mirada. Parecía irritado.

—¿O qué? ¿Me lanzarás una jeringuilla? Sólo había un cuchillo sobre esa mesa. No —añadió, llevándose una mano hacia la espalda y sacando de detrás del hombro una espada larga y afilada—. Me temo que si quieres las llaves, tendrás que venir a cogerlas. No porque me importe Jocelyn Morgenstern en un sentido u otro, ya sabes, sino sólo porque yo, por mi parte, he estado deseando matarte… durante años.

Alargó la última palabra, saboreándola con delicioso júbilo mientras avanzaba al interior de la habitación. Su espada centelleó, un haz relampagueante a la luz de la luna. Clary vio que Luke estiraba una mano hacia ella, una mano extrañamente alargada, rematada con uñas que eran como diminutas dagas, y comprendió dos cosas: que Luke estaba a punto de cambiar, y que lo que le había susurrado al oído era una sola palabra.

«Corre».

Corrió. Zigzagueó alrededor de Pangborn, que apenas le dirigió una mirada, esquivó el cuerpo de Blackwell, salió por la puerta y llegó al pasillo, con el corazón latiéndole violentamente, antes de que la transformación de Luke se hubiese completado. No miró atrás, pero oyó un aullido, largo y penetrante, el sonido de metal contra metal y algo que caía con un gran estruendo. Cristal que se rompía, pensó. Tal vez habían volcado la mesilla de noche.

Corrió por el pasillo hasta la habitación de las armas. Una vez en el interior, trató de coger una desgastada hacha con empuñadura de acero, pero esta se mantuvo firmemente sujeta a la pared, sin importar lo fuerte que ella tirara. Intentó coger una espada, y luego una horca de guerra, incluso una daga pequeña, pero ni una sola arma se quedaba en su mano. Por fin, con las uñas rotas y los dedos sangrando por el esfuerzo, tuvo que darse por vencida. Había magia en aquella habitación, y no era magia rúnica: era algo salvaje y extraño, algo siniestro.

Salió de la habitación. No había nada en aquel piso que pudiera ayudarla. Cojeó pasillo adelante, porque empezaba a sentir el dolor del auténtico agotamiento en las piernas y brazos, y se encontró en el rellano de las escaleras. ¿Arriba o abajo? Abajo, recordó, todo había estado sin luz y vacío. Desde luego, estaba la luz mágica que tenía en el bolsillo, pero algo en ella sentía pavor ante la idea de entrar en aquellos espacios vacíos sola. Escaleras arriba vio el resplandor de más luces y distinguió un parpadeo de algo que podría haber sido movimiento.

Subió. Las piernas le dolían, los pies le dolían, todo le dolía. Le habían vendado los cortes, pero eso no impedía que le escocieran. También le dolía el rostro allí donde Hugo le había herido la mejilla y notaba en la boca un sabor metálico y amargo.

Alcanzó el último rellano. Tenía una suave forma curva como la proa de un barco, y había tanto silencio allí como lo había habido abajo; ningún sonido de la pelea que se libraba fuera llegaba a sus oídos. Otro largo pasillo se extendía frente a ella, con las mismas múltiples puertas, pero aquí había algunas abiertas, que derramaban aún más luz al pasillo. Avanzó, y algún instinto la atrajo hacia la última puerta a la izquierda. Miró al interior cautelosamente.

Al principio, la habitación le recordó una de las exhibiciones de reconstrucciones de época del Museo Metropolitano de Arte. Era como si hubiese penetrado en el pasado; las paredes estaban recubiertas con paneles que relucían como si acabaran de sacarles brillo e igual que sucedía con la mesa de comedor, infinitamente larga y dispuesta con delicada porcelana. Un espejo de marco dorado adornaba la pared opuesta, entre dos retratos al óleo en gruesos marcos. Todo centelleaba bajo la luz de las antorchas: los platos sobre la mesa, repletos de comida; las copas aflautadas en forma de lirios; las mantelerías tan blancas que resultaban cegadoras. Al fondo de la habitación había dos amplias ventanas, cubiertas con cortinas de grueso terciopelo. Jace estaba de pie ante una de las ventanas, tan inmóvil que por un momento imaginó que era una estatua, hasta que reparó en que podía ver la luz brillando en sus cabellos. La mano izquierda del muchacho mantenía apartada la cortina, y en la oscura ventana, Clary vio el reflejo de las docenas de velas del interior de la estancia, atrapadas en el cristal igual que luciérnagas.

—Jace —exclamó.

Oyó su propia voz como si viniera de muy lejos: asombro, gratitud, un anhelo tan agudo que resultaba doloroso. Él se volvió, soltando la cortina, y ella vio la expresión de asombro de su rostro.

—¡Jace! —repitió, y corrió hacia él.

El muchacho la agarró cuando se abalanzó sobre él, rodeándola con fuerza entre sus brazos.

—Clary. —Su voz era casi irreconocible—. Clary, ¿qué haces aquí?

—He venido a buscarte —contestó ella, y la voz quedó ahogada en la camisa del muchacho.

—No deberías haberlo hecho. —Los brazos que la rodeaban se aflojaron repentinamente; dio un paso atrás, sujetándola un poco alejada de él—. Dios mío —exclamó, tocando su rostro—. Idiota, ¡mira que hacer esto!

Su voz sonó enojada, pero la mirada que le recorrió el rostro, los dedos que le apartaron con delicadeza los cabellos hacia atrás, eran tiernos. Jamás le había visto con aquel aspecto; había una especie de fragilidad en él, como si pudiera estar no simplemente conmovido sino incluso dolido.

—¿Por qué no piensas nunca? —susurró Jace.

—Estaba pensando —replicó ella—. Pensaba en ti.

Él cerró los ojos durante un momento.

—Si algo te hubiese sucedido… —Sus manos recorrieron la línea de los brazos de la muchacha con suavidad, hasta alcanzar las muñecas, como para asegurarse de que ella estaba realmente allí—. ¿Cómo me has encontrado?

—Luke —respondió—. He venido con Luke. A rescatarte.

Sujetándola aún, desvió la mirada de su rostro a la ventana, mientras una leve expresión desaprobadora fruncía las comisuras de su boca.

—Así que esos son… ¿has venido con el clan de lobos? —preguntó con un curioso tono en la voz.

—El clan de Luke —respondió ella—. Es un hombre lobo, y…

—Lo sé —la interrumpió Jace—. Debería habérmelo imaginado…, las esposas. —Echó una ojeada a la puerta—. ¿Dónde está?

—Abajo —respondió Clary despacio—. Ha matado a Blackwell. Yo he subido a buscarte.

—Va a tener que decirles que se vayan —repuso Jace.

Ella le miró sin comprender.

—¿Qué?

—Luke —explicó Jace—. Va a tener que decir a su jauría que se vaya. Ha habido un malentendido.

—¿Cuál, te secuestraste tú mismo? —Su intención había sido que sonara burlón, pero su voz era demasiado débil—. Vamos, Jace.

Le tiró de la muñeca, pero él se resistió. La miraba de hito en hito, y ella advirtió con un sobresalto lo que no había advertido en su primer arrebato de alivio.

La última vez que lo había visto, había estado herido y magullado, las ropas manchadas de mugre y sangre, los cabellos cubiertos de icor y polvo. Ahora iba vestido con una amplia camisa blanca y pantalones oscuros, con los cabellos limpios y peinados cayéndole alrededor del rostro, sueltos y brillando con aquel pálido tono dorado. Jace se apartó unos cuantos pelos de los ojos con una delgada mano, y ella vio que el grueso anillo de plata había regresado a su dedo.

—¿Esta es tu ropa? —le preguntó, desconcertada—. Y… te han vendado… —Su voz se apagó—. Valentine parece estar cuidando muy bien de ti.

Él le sonrió con fatigado afecto.

—Si te contara la verdad, dirías que estoy loco —soltó.

Clary sintió que el corazón le palpitaba con fuerza dentro del pecho, como el veloz aleteo de un colibrí.

—No, no lo haría.

—Mi padre me dio estas ropas —dijo él.

El aleteo se convirtió en un veloz martilleo.

—Jace —repuso con cuidado—, tu padre está muerto.

—No.

El muchacho negó con la cabeza, y ella tuvo la sensación de que le ocultaba algún enorme sentimiento, como de horror o alegría…, o ambas cosas.

—Pensaba que lo estaba, pero no lo está. Todo ha sido un error.

Recordó lo que Hodge había dicho sobre Valentine y su capacidad para contar mentiras encantadoras y convincentes.

—¿Esto te lo ha contado Valentine? Porque es un embustero, Jace. Recuerda lo que Hodge dijo. Si te está diciendo que tu padre está vivo, es una mentira para conseguir que hagas lo que él quiere.

—He visto a mi padre —respondió él—. He hablado con él. Me dio esto. —Tiró de la camisa nueva y limpia, como si fuera una prueba irrefutable—. Mi padre no está muerto. Valentine no lo mató. Hodge me mintió. Todos estos años he creído que estaba muerto, pero no lo estaba.

Clary miró frenéticamente a su alrededor, a la habitación con su refulgente porcelana, sus antorchas que ardían con luz parpadeante y sus espejos vacíos y cegadores.

—Bien, si tu padre realmente está en este lugar, entonces, ¿dónde está? ¿También lo ha secuestrado Valentine?

Los ojos de Jace brillaban. El cuello de la camisa estaba abierto, y Clary vio las finas cicatrices blancas que le cubrían la clavícula, como grietas en la suave piel dorada.

—Mi padre…

La puerta de la habitación, que Clary había cerrado tras ella, se abrió con un crujido, y un hombre entró en la habitación.

Era Valentine. Sus cabellos plateados, muy cortos, brillaban como un casco de acero bruñido y su boca era dura. Llevaba una vaina a la cintura sobre su grueso cinturón y la empuñadura de una larga espada sobresalía por la parte superior.

—Bien —comenzó, posando una mano en la empuñadura mientras hablaba—, ¿has recogido tus cosas? Nuestros repudiados pueden contener a los hombres lobos durante sólo…

Al ver a Clary se interrumpió en mitad de la frase. No era la clase de persona a quien se puede coger nunca realmente por sorpresa, pero ella vio un parpadeo de asombro en sus ojos.

—¿Qué es esto? —preguntó, volviendo la mirada hacia Jace.

Pero Clary se había llevado ya las manos a la cintura en busca de la daga. La agarró por la empuñadura, la sacó de la funda y echó la mano atrás. La rabia latía con fuerza tras sus ojos igual que un tamborileo. Podía matar a aquel hombre. Lo mataría.

Jace le agarró la muñeca.

—No.

Ella fue incapaz de contener su incredulidad.

—Pero, Jace…

—Clary —afirmó él con firmeza—. Este es mi padre.