EL RELATO DEL HOMBRE LOBO
La verdad es que conozco a tu madre desde que éramos niños. Nos criamos en Idris. Es un lugar hermoso, y siempre he lamentado que no lo hayas visto nunca. Te encantarían las relucientes coníferas en invierno, la tierra oscura y los ríos que son como cristal helado. Existe una pequeña red de poblaciones y una única ciudad, Alacante, que es donde la Clave se reúne. La llaman la Ciudad de Cristal porque, para dar forma a sus torres, se ha usado la misma sustancia repele demonios de que están hechas nuestras estelas; a la luz del sol centellean igual que el cristal.
Cuando Jocelyn y yo fuimos lo bastante mayores, se nos envió a la escuela en Alacante. Fue allí donde conocí a Valentine.
Él tenía un año más que yo, y era con mucho el chico más popular de la escuela. Era apuesto, inteligente, rico, dedicado, un guerrero increíble. Yo no era nada: ni rico ni brillante, procedía de una familia campesina común y corriente. Y tuve que esforzarme en mis estudios. Jocelyn era una cazadora de sombras nata; yo no. No conseguía soportar la más leve Marca ni aprender las técnicas más simples. En ocasiones pensé en huir, en regresar a casa cubierto de oprobio. Incluso en convertirme en un mundano. Así de abatido me sentía.
Fue Valentine quien me salvó. Vino a verme a mi habitación; jamás se me había ocurrido que siquiera supiera mi nombre. Se ofreció a adiestrarme. Dijo que sabía que tenía grandes dificultades, pero que veía en mí las semillas de un gran cazador de sombras. Y bajo su tutela realmente mejoré. Aprobé los exámenes, lucí mis primeras Marcas, maté a mi primer demonio.
Le adoraba. Pensaba que el sol salía y se ponía sobre Valentine Morgenstern. Yo no era el único inadaptado que había rescatado, desde luego. Había otros. Hodge Starkweather, que se llevaba mejor con los libros que con las personas; Maryse Trueblood, cuyo hermano se había casado con una mundana; Robert Lightwood, a quien aterraban las Marcas; Valentine los tomó a todos bajo su tutela. Entonces, pensé que era bondad por su parte; ahora no estoy tan seguro. Ahora creo que se estaba forjando un culto.
Valentine estaba obsesionado con la idea de que en cada generación había cada vez menos cazadores de sombras: que éramos una raza en extinción. Estaba seguro de que sólo con que la Clave hiciera un uso más liberal de la Copa de Raziel, podrían crearse más cazadores de sombras. Para los profesores, tal idea era un sacrilegio: elegir quién puede o no puede convertirse en cazador de sombras no es tarea de cualquiera. Petulante, Valentine preguntó: ¿por qué no convertir a todos los hombres en cazadores de sombras, entonces? ¿Por qué no otorgarles a todos la habilidad para ver el Mundo de las Sombras? ¿Por qué guardarnos ese poder egoístamente para nosotros?
Cuando los profesores respondieron que la mayoría de los humanos no pueden sobrevivir a la transición, Valentine afirmó que mentían, que intentaban mantener el poder de los nefilim limitado a una pequeña élite. Eso era lo que afirmaba por entonces; ahora pienso que probablemente consideraba que los daños colaterales compensaban el resultado final. En cualquier caso, convenció a nuestro grupito de que su punto de vista era el correcto. Formamos el Círculo, declarando que nuestro objetivo era salvar a la raza de los cazadores de sombras de la extinción. Por supuesto, teniendo diecisiete años, no estábamos muy seguros de cómo lo haríamos, pero estábamos convencidos de que acabaríamos por conseguir algo importante.
Entonces llegó la noche en que el padre de Valentine murió en un ataque rutinario a un campamento de hombres lobo. Cuando Valentine regresó a la escuela, tras el funeral, llevaba las Marcas rojas del luto. Había cambiado. Su amabilidad aparecía entremezclada con ramalazos de cólera que rayaban en la crueldad. Atribuí su nuevo comportamiento a la pena e intenté, con más ahínco que nunca, complacerle. Jamás respondí a su ira con ira. Me limité a sentir la horrible sensación de que le había decepcionado.
La única persona capaz de calmar sus ataques de cólera era tu madre. Siempre se había mantenido un poco aparte de nuestro grupo, en ocasiones incluso llamándonos burlonamente el club de fans de Valentine. Eso cambió cuando el padre de Valentine murió. Su dolor despertó la simpatía de Jocelyn. Se enamoraron.
Yo también le quería: era mi amigo más íntimo, y me hacía feliz ver a Jocelyn con él. Cuando abandonamos la escuela, se casaron y fueron a vivir a la finca de la familia de Jocelyn. Yo también regresé a casa, pero el Círculo continuó. Había empezado como una especie de aventura escolar, pero creció en escala y poder, y Valentine creció con él. Sus ideales también habían cambiado. El Círculo todavía reclamaba la Copa Mortal, pero desde la muerte de su padre, Valentine se había convertido en un franco defensor de la guerra contra todos los subterráneos, no tan sólo contra los que rompían los Acuerdos. Este mundo era para los humanos, argüía, no para los que eran en parte demonios. No se podía confiar totalmente en los demonios.
Me sentía incómodo con la nueva dirección que había tomado el Círculo, pero me mantuve en él; en parte porque seguía sin poder soportar defraudar a Valentine, en parte porque Jocelyn me había pedido que siguiera. Tenía alguna esperanza de que yo podría llevar moderación al Círculo, pero fue imposible. No había forma de moderar a Valentine, y Robert y Maryse Lightwood, casados ya, eran casi igual de radicales. Sólo Michael Wayland se mostraba inseguro igual que yo, pero a pesar de nuestros recelos nos mantuvimos a su lado; como grupo dábamos caza a subterráneos incansablemente buscando a aquellos que habían cometido la más mínima infracción. Valentine jamás mató a una criatura que no hubiese roto los Acuerdos, pero hizo otras cosas. Le vi sujetar monedas de plata sobre los párpados de una niña lobo, cegándola, para conseguir que nos dijera dónde estaba su hermano… Le vi…, pero no es necesario que lo escuches. No. Lo siento.
Lo que sucedió a continuación fue que Jocelyn quedó embarazada. El día que me lo contó, me confesó también que había empezado a sentir miedo de su esposo. Su comportamiento se había vuelto raro, errático. Desaparecía en el interior de los sótanos durante noches seguidas. En ocasiones oía gritos a través de las paredes…
Fui a verle y él se rio, desechando los temores de su esposa como los nervios de una mujer en su primer embarazo. Me invitó a ir de caza con él esa noche. Todavía seguíamos intentando limpiar el nido de seres lobo que había matado a su padre años atrás. Éramos parabatai, un perfecto equipo de caza de dos, guerreros capaces de morir el uno por el otro. Así que cuando Valentine me dijo que me vigilaría la espalda esa noche, le creí. No vi al lobo hasta que lo tuve encima. Recuerdo sus dientes cerrados sobre mi hombro, y nada más de esa noche. Cuando desperté, yacía en casa de Valentine, con el hombro vendado, y Jocelyn estaba allí.
No todos los mordiscos de un hombre lobo dan como resultado la licantropía. La herida curó y pasé las semanas siguientes sumido en el suplicio de la espera. Aguardando la luna llena. La Clave me habría encerrado en una celda de observación de haberlo sabido. Pero Valentine y Jocelyn no dijeron nada. Tres semanas más tarde, la luna se alzó llena y brillante, y empecé a cambiar. El primer cambio es siempre el peor. Recuerdo un desconcertante suplicio, una negrura, y despertar horas más tarde en un prado a kilómetros de la ciudad. Estaba cubierto de sangre, con el cuerpo desgarrado de un pequeño animal del bosque a mis pies.
Me encaminé de vuelta a la casa solariega, y salieron a recibirme a la puerta. Jocelyn me abrazó, llorando, pero Valentine la apartó violentamente. Permanecí allí de pie, ensangrentado y temblando. Apenas podía pensar, y el sabor de la carne cruda permanecía aún en mi boca. No sé qué había esperado, pero supongo que debería de haberlo sabido.
Valentine me arrastró escalones abajo y hacia el interior del bosque con él. Me dijo que debería matarme él mismo, pero que al verme entonces, era incapaz de hacerlo. Me dio una daga que había pertenecido a su padre. Dijo que debía hacer lo correcto y poner fin a mi vida. Besó la daga cuando me la entregó, y volvió a entrar en la finca, y atrancó la puerta.
Corrí toda la noche, a veces como un hombre, a veces como un lobo, hasta que crucé el límite. Irrumpí en medio del campamento de los hombres lobo, blandiendo mi daga, y exigí enfrentarme en combate al licántropo que me había mordido y convertido en uno de ellos. Riendo, señalaron al líder del clan. Con manos y dientes ensangrentados aún por la cacería, se alzó para enfrentarse a mí.
Yo jamás había sido gran cosa en el combate cuerpo a cuerpo. La ballesta era mi arma; poseía una visión y puntería excelentes. Pero nunca había sido muy bueno en distancias cortas; era Valentine quien era experto en el combate cara a cara. Pero yo sólo deseaba morir, y llevarme conmigo a la criatura que me había arruinado la vida. Supongo que pensaba que si podía vengarme y matar a los lobos que habían asesinado a su padre, Valentine me lloraría. Mientras forcejeábamos, a veces como hombres, a veces como lobos, vi que él se sorprendía ante mi ferocidad. A medida que la noche se desvanecía para dar paso al día, empezó a cansarse, pero mi rabia no se aplacó en ningún momento. Y cuando el sol empezó a ponerse otra vez, le hundí mi daga en el cuello y murió, empapándome con su sangre.
Esperaba que la jauría me saltara encima y me hiciera pedazos.
Pero se arrodillaron a mis pies y desnudaron sus gargantas en sumisión. Los lobos tienen una ley: quienquiera que mata al líder del clan ocupa su lugar. Había ido al lugar donde estaban los lobos, y en lugar de hallar muerte y venganza, encontré una nueva vida.
Dejé atrás mi antigua personalidad y casi olvidé lo que era ser un cazador de sombras. Pero no olvidé a Jocelyn. Pensar en ella era mi compañía constante. Temía por ella porque estaba junto a Valentine pero sabía que si me acercaba a la casa, el Círculo me daría caza y me mataría.
Al final, ella vino a mí. Dormía en el campamento cuando mi segundo en el mando vino a decirme que había una joven cazadora de sombras que aguardaba para verme. Supe inmediatamente quién debía de ser, y vi la desaprobación en los ojos de mi segundo cuando corrí a su encuentro. Todos sabían que había sido un cazador de sombras, desde luego, pero era considerado un secreto vergonzoso, que nunca se mencionaba. Valentine se habría reído.
Ella me esperaba justo fuera del campamento. Ya no estaba embarazada, y tenía un aspecto demacrado y pálido. Había tenido a su hijo, dijo, un chico, y le había dado el nombre de Jonathan Christopher. Lloró al verme. Estaba furiosa porque no le había hecho saber que seguía vivo. Valentine había contado al Círculo que me había quitado la vida voluntariamente, pero ella no le había creído. Sabía que yo jamás haría tal cosa. Pensé que su fe en mí era injustificada, pero me sentí tan aliviado al volver a verla que no la contradije.
Pregunté cómo me había encontrado. Dijo que había rumores en Alacante sobre un hombre lobo que había sido antes un cazador de sombras. Valentine también había oído los rumores, y ella había cabalgado hasta allí para advertirme. Él llegó poco después, pero me oculté de él, como pueden hacerlo los hombres lobo, y se marchó sin derramamiento de sangre.
Después de eso empecé a reunirme con Jocelyn en secreto. Era el año de los Acuerdos, y en todo el Submundo bullían los rumores respecto a ellos y los probables planes de Valentine para desbaratarlos.
Oí que había discutido ardientemente con la Clave en contra de los Acuerdos, pero sin éxito. Así que el Círculo preparó un nuevo plan, en el mayor secreto. Se aliaron con demonios, los peores enemigos de los cazadores de sombras, para procurarse armas que se pudieran introducir sin ser detectadas en el Gran Salón del Ángel, donde se firmarían los Acuerdos. Y con la ayuda de un demonio, Valentine robó la Copa Mortal, dejando una buena imitación en su lugar. Transcurrieron meses antes de que la Clave advirtiera que la Copa había desaparecido, y para entonces ya era demasiado tarde.
Jocelyn intentó averiguar qué pensaba hacer Valentine con la Copa, pero no pudo. Con todo, sabía que el Círculo planeaba caer sobre los desarmados subterráneos y asesinarlos en el Salón. Tras tal matanza sistemática, los Acuerdos fracasarían.
No obstante el caos, de un modo extraño, aquellos fueron días felices. Jocelyn y yo enviamos mensajes encubiertamente a las hadas, los brujos e incluso a aquellos antiquísimos enemigos de la raza de los lobos, los vampiros, advirtiéndoles de los planes de Valentine e invitándoles a prepararse para el combate. Trabajamos juntos, los hombres lobo y los nefilim.
El día de los Acuerdos, observé desde un escondite cómo Jocelyn y Valentine abandonaban la casa solariega. Recuerdo el modo en que ella se inclinó para besar la cabeza de su hijo, de un rubio casi blanco. Recuerdo el modo en que el sol brillaba sobre sus cabellos; recuerdo su sonrisa.
Viajaron a Alacante en carruaje; les seguí corriendo a cuatro patas, y mi jauría corrió conmigo. El Gran Salón del Ángel estaba atestado con todos los miembros de la Clave congregados y docenas y docenas de subterráneos. Cuando se presentaron los Acuerdos para su firma, Valentine se puso en pie, y el Círculo se levantó con él, echándose hacia atrás las capas para alzar sus armas. Mientras el caos estallaba en el Salón, Jocelyn corrió a las enormes puertas dobles de la estancia y las abrió de par en par.
Mi jauría ocupaba el primer lugar ante la puerta. Irrumpimos en el Salón, desgarrando la noche con nuestros aullidos, y nos siguieron los caballeros del mundo de las hadas con armas de cristal y espinas retorcidas. Tras ellos entraron los Hijos de la Noche con los colmillos al descubierto y brujos que blandían fuego y hierro. Mientras las masas aterrorizadas huían del Salón, caímos sobre los miembros del Círculo.
Jamás se había visto tal derramamiento de sangre en el Salón del Ángel. Intentamos no hacer daño a aquellos cazadores de sombras que no pertenecían al Círculo; Jocelyn los marcó, uno a uno, con el hechizo de un brujo. Pero muchos murieron, y me temo que fuimos responsables de algunas muertes. Por supuesto, después, se nos culpó de muchas más. En cuanto al Círculo, eran muchos más de lo que habíamos imaginado, y se enfrentaron ferozmente a los subterráneos. Me abrí paso por entre la multitud hasta llegar a Valentine. Mi único pensamiento había sido él…, poder ser yo quien lo matara, poder disfrutar de ese honor. Finalmente, lo encontré junto a la gran estatua del Ángel, acabando con un caballero de las hadas con un amplio golpe de su ensangrentada daga. Al verme, sonrió, feroz y salvaje.
—Un hombre lobo que lucha con espada y daga —se burló— es tan antinatural como un perro que come con tenedor y cuchillo.
—Conoces la espada y conoces la daga —respondí—. Y sabes quién soy. Si quieres dirigirte a mí, usa mi nombre.
—No conozco los nombres de los mediohombres —replicó Valentine—. En una ocasión tuve un amigo, un hombre de honor que habría muerto antes que permitir que su sangre se contaminara. Ahora un monstruo sin nombre con su rostro se encuentra ante mí. —Alzó su arma—. Debería haberte matado cuando tuve la oportunidad —exclamó, y se abalanzó sobre mí.
Esquivé el golpe, y peleamos de un lado al otro de la tarima, mientras la batalla rugía a nuestro alrededor y uno a uno los miembros del Círculo caían. Vi a los Lightwood soltar las armas y huir; Hodge ya no estaba, pues había huido al inicio del enfrentamiento. Y entonces vi a Jocelyn, que ascendía corriendo los peldaños con el rostro convertido en una máscara de miedo.
—¡Valentine, detente! —gritó—. Este es Luke, tu amigo, casi tu hermano…
Con un gruñido Valentine la agarró y la arrastró frente a él, colocándole la daga sobre su garganta. Solté mi arma. No quería arriesgarme a que le hiciera daño. Él vio lo que había en mis ojos.
—Siempre la quisiste —siseó—. Y ahora vosotros dos habéis conspirado juntos para traicionarme. Lamentaréis lo que habéis hecho, durante el resto de vuestras vidas.
Diciendo eso, arrancó el guardapelo que Jocelyn llevaba alrededor de la garganta y me lo arrojó. El cordón de plata me quemó como un latigazo. Chillé y retrocedí, y en ese momento él desapareció entre el tumulto, arrastrándola con él. Le seguí, quemado y sangrando, pero fue demasiado rápido, abriéndose paso a cuchilladas por entre el grueso de la multitud y por encima de los muertos.
Salí tambaleante a la luz de la luna. El Salón ardía y el cielo estaba iluminado por el fuego. Podía verlo todo, desde los verdes céspedes de la capital hasta el oscuro río, y la carretera que reseguía la orilla del río por la que la gente huía para perderse en la noche. Por fin, encontré a Jocelyn junto a la orilla. Valentine se había marchado, y ella estaba aterrada por Jonathan, desesperada por llegar a casa. Encontramos un caballo, y salió disparada. Adoptando la forma de un lobo, la seguí pegado a sus talones.
Los lobos son veloces, pero un caballo descansado lo es más. Me quedé muy atrás, y llegó a la casa antes de que yo lo hiciera.
Supe, incluso mientras me aproximaba a la casa, que algo iba terriblemente mal. También allí el olor a fuego impregnaba el aire, y había algo que lo recubría, algo espeso y dulzón: el hedor de la brujería demoníaca. Volví a convertirme en hombre mientras ascendía cojeando por la larga avenida, blanca bajo la luz de la luna, como un río de plata que conducía… a unas ruinas. Pues la mansión había quedado reducida a cenizas, una capa tras otra de blancura tamizada, que el viento nocturno desperdigaba por el césped. Únicamente los cimientos, igual que huesos quemados, eran aún visibles: aquí una ventana, allí una chimenea inclinada…, pero la sustancia de la casa, los ladrillos y el mortero, los libros inapreciables y los antiguos tapices transmitidos a través de generaciones de cazadores de sombras, eran polvo que flotaba ante el rostro de la luna.
Valentine había destruido la casa con fuego de demonios. Sin duda eso fue lo que hizo. Ningún fuego en este mundo quema a tanta temperatura, ni deja tan poco tras de sí.
Me abrí paso al interior de las ruinas aún humeantes. Encontré a Jocelyn arrodillada en lo que tal vez habían sido los peldaños de la entrada. Estaban ennegrecidos por el fuego. Y había huesos. Carbonizados hasta quedar negros, pero visiblemente humanos, con jirones de tela aquí y allí, y partes de joyas que el fuego no había destruido. Hilos rojos y dorados todavía se aferraban a los huesos de la madre de Jocelyn, y el calor había derretido la daga de su padre en su mano esquelética. Entre otro montón de huesos brillaba el amuleto de plata de Valentine, con la insignia del Círculo ardiendo resplandeciente sobre su superficie… y entre los restos, desperdigados como si fueran demasiado frágiles para mantenerse unidos, había los huesos de una criatura.
«Lamentaréis lo que habéis hecho», había dicho Valentine. Y mientras me arrodillaba con Jocelyn sobre el pavimento quemado, supe que tenía razón. Lo lamenté y lo he lamentado todos los días desde entonces.
Esa noche volvimos a cruzar a caballo la ciudad, entre los fuegos que seguían ardiendo y la gente que chillaba, y luego salimos a la oscuridad del campo. Pasó una semana antes de que Jocelyn volviera a hablar. La saqué de Idris. Huimos a París. No teníamos dinero, pero ella se negó a ir al Instituto que había allí y pedir ayuda. No quería saber nada de los cazadores de sombras, me dijo, no quería saber nada del Mundo de las Sombras.
Me senté en la diminuta habitación del hotel barato que habíamos alquilado e intenté razonar con ella, pero no sirvió de nada. Era obstinada. Al final me dijo el motivo: volvía a estar embarazada, y hacía semanas que lo sabía. Se crearía una nueva vida para ella y su bebé, y no quería que ningún susurro de la Clave o la Alianza contaminaran jamás su futuro. Me mostró el amuleto que había cogido de entre el montón de huesos; lo vendió en el mercado de las pulgas de Clignancourt, y con el dinero compró un billete de avión. No quiso decirme a dónde se dirigía. Cuanto más pudiera alejarse de Idris, dijo, mejor.
Yo sabía que dejar su antigua vida atrás significaba dejarme atrás también a mí, y discutí con ella, pero en vano. Sabía que de no haber sido por la criatura que esperaba, se habría quitado la vida, y puesto que perderla en beneficio del mundo de los mundanos era mejor que perderla a manos de la muerte, finalmente accedí de mala gana a su plan. Y así fue como la despedí en el aeropuerto. Las últimas palabras que Jocelyn me dijo en aquella deprimente sala de embarque me helaron los huesos:
«Valentine no está muerto».
Después de que ella se marchara, regresé con mi jauría, pero no hallé la paz allí. Siempre había un vacío doloroso en mi interior, y siempre despertaba con su nombre sin pronunciar en los labios. No era el líder que había sido; lo sabía. Era justo y equitativo, pero distante; no conseguía encontrar amigos entre los seres lobo, ni una compañera. Era, al fin y al cabo, demasiado humano, demasiado cazador de sombras, para estar en paz entre los licántropos. Cazaba, pero la caza no me proporcionaba satisfacción, y cuando llegó el momento de firmar por fin los Acuerdos, entré en la ciudad para firmarlo.
En el Salón del Ángel, bien fregada ya la sangre, los cazadores de sombras y las cuatro ramas de los medio humanos se sentaron otra vez para firmar los documentos que traerían la paz entre nosotros. Me quedé estupefacto al ver a los Lightwood, a los que pareció sorprender igualmente que yo no estuviese muerto. Ellos mismos, dijeron, junto con Hodge Starkweather y Michael Wayland, eran los únicos miembros del antiguo Círculo que habían escapado de la muerte aquella noche en el Salón. Michael, destrozado de dolor por la pérdida de su esposa, se había ocultado en su finca del campo con su joven hijo. La Clave había castigado a los otros tres con el exilio: se iban hacia Nueva York, para dirigir el Instituto que había allí. Los Lightwood, que tenían conexiones con las familias más importantes de la Clave, escaparon con una sentencia mucho más leve que Hodge. A este le impusieron una maldición: iría con ellos, pero si alguna vez abandonaba el terreno consagrado del Instituto, se le daría muerte inmediatamente. Estaba dedicado a sus estudios, dijeron, y sería un magnífico tutor para sus hijos.
Una vez firmados los Acuerdos, me levanté de la silla y abandoné la sala, bajando al río donde había encontrado a Jocelyn la noche del Levantamiento. Mientras contemplaba cómo fluían las oscuras aguas, supe que jamás podría hallar la paz en mi país: tenía que estar con ella o en ninguna parte. Decidí buscarla.
Abandoné a mi jauría, nombrando a otro para que ocupara mi puesto; creo que se sintieron aliviados al verme marchar. Viajé como viaja un lobo sin jauría: solo, de noche, siguiendo las sendas apartadas y los caminos rurales. Regresé a París, pero no encontré ninguna pista allí. Luego fui a Londres. De Londres tomé un barco a Boston. Permanecí un tiempo en las ciudades, luego en las White Mountains del helado norte. Viajé muchísimo, pero me encontré pensando cada vez más en Nueva York, y en los cazadores de sombras exiliados allí. Jocelyn, en cierto modo, también era una exiliada. Por fin llegué a Nueva York con una única bolsa de lona y sin la menor idea de dónde buscar a tu madre. Me habría resultado fácil localizar una jauría de lobos y unirme a ella, pero me resistí a ello. Tal y como había hecho en otras ciudades, envié mensajes a través del Submundo, buscando cualquier señal de Jocelyn, pero no había nada, ni una noticia; era como si sencillamente hubiese desaparecido en el mundo de los mundanos sin dejar rastro. Empecé a desesperar.
Al final, la encontré por casualidad. Rondaba por las calles del SoHo, al azar, y mientras permanecía parado sobre los adoquines de la calle Broome, una pintura colgada en el escaparate de una galería me llamó la atención.
Era el estudio de un paisaje que reconocí de inmediato: la vista desde las ventanas de la casa solariega de su familia, la enorme y verde extensión de césped descendiendo hasta la línea de árboles que ocultaban la calzada situada al otro lado. Reconocí el estilo, el manejo del pincel, todo. Golpeé la puerta de la galería, pero estaba cerrada y con llave. Regresé a la pintura, y en esta ocasión vi la firma. Era la primera vez que había visto su nuevo nombre: Jocelyn Fray.
Llegada la tarde, ya la había encontrado, viviendo en el quinto piso de un edificio sin ascensor, en aquel refugio de artistas que es el East Village. Subí las mugrientas escaleras pobremente iluminadas con el corazón en un puño, y llamé a su puerta. La abrió una niñita con trenzas color rojo oscuro y ojos inquisitivos. Y luego, detrás de ella, vi a Jocelyn andando hacia mí, con las manos manchadas de pintura y el rostro exactamente igual a como había sido cuando éramos niños…
El resto ya lo conoces.