19

ABBANDON

Clary no estaba segura de qué había esperado; exclamaciones de placer, tal vez algunos aplausos. En su lugar hubo silencio, roto sólo por Jace:

—En cierto modo, pensaba que sería más grande —comentó este.

Clary contempló la Copa que tenía en la mano. Era del tamaño de una copa de vino corriente, sólo que mucho más pesada. El poder latía en ella, como sangre corriendo por las venas.

—Es un tamaño perfecto —replicó Clary con indignación.

—Ah, es grande desde luego —repuso él en tono condescendiente—, pero de algún modo esperaba algo… ya sabes.

Gesticuló con las manos, indicando algo aproximadamente del tamaño de un gato doméstico.

—Es la Copa Mortal, Jace, no la Taza del Inodoro Mortal —se burló Isabelle—. ¿Hemos acabado ya? ¿Podemos marcharnos?

Dorothea tenía la cabeza ladeada, los ojillos brillantes e interesados.

—¡Pero está dañada! —exclamó—. ¿Cómo ha pasado?

—¿Dañada?

Clary miró la Copa con perplejidad. A ella le parecía que estaba perfectamente.

—Aquí —insistió la bruja—, deja que te lo muestre.

Y la mujer dio un paso hacia Clary, alargando las manos de uñas rojas para coger la Copa. Clary, sin saber el motivo, se echó hacia atrás. De improviso, Jace estaba entre ellas, con la mano flotando cerca de la espada que llevaba sujeta a la cadera.

—Sin ánimo de ofender —dijo con tranquilidad—, pero nadie toca la Copa Mortal excepto nosotros.

Dorothea le miró por un momento, y aquella misma extraña vacuidad regresó a sus ojos.

—Veamos —comenzó—, no nos precipitemos. Valentine se disgustaría si algo fuera a sucederle a la Copa.

Con un suave sonido metálico, la espada que Jace llevaba a la cintura quedó libre y la punta se detuvo en el aire justo debajo de la barbilla de la mujer. La mirada de Jace era firme.

—No sé de qué va todo esto —indicó—. Pero nos vamos.

Los ojos de la anciana brillaron.

—Por supuesto, cazador de sombras —dijo, retrocediendo hasta la pared cubierta por la cortina—. ¿Te gustaría usar el Portal?

La punta de la espada de Jace vaciló mientras él se quedaba mirando en momentánea confusión. Entonces Clary vio que se le tensaba la mandíbula.

—No toque esa…

Dorothea lanzó una risita, y como un rayo tiró hacia abajo de las cortinas que colgaban a lo largo de la pared. Estas cayeron con un sonido blando. El Portal situado detrás estaba abierto.

Clary oyó que Alec, detrás de ella, aspiraba violentamente.

—¿Qué es eso?

Clary había llegado a atisbar lo que resultaba visible a través de la puerta —turbulentas nubes rojas atravesadas por negros relámpagos, y una terrible y veloz forma oscura que se dirigía como una exhalación hacia ellos— cuando Jace les gritó que se agacharan. El muchacho se dejó caer al suelo, derribando a Clary con él. Tumbada sobre el estomago en la alfombra, la muchacha alzó la cabeza a tiempo de ver como la veloz forma oscura golpeaba a madame Dorothea, que chilló, alzando los brazos. En lugar de tirarla al suelo, la cosa oscura la envolvió como una mortaja y su oscuridad pareció filtrarse dentro de ella igual que tinta penetrando en un papel. La espalda de la mujer se encorvó monstruosamente y toda su figura se alargó a medida que se alzaba más y más en el aire, su forma estirándose y reformándose. Un agudo tintineo de objetos golpeando el suelo hizo que Clary mirara hacia allí: eran los brazaletes de Dorothea, retorcidos y rotos. Desparramadas por entre las joyas había lo que parecían pequeñas piedras blancas, y Clary tardó un momento en darse cuenta de que eran dientes.

Junto a ella Jace murmuró algo. Sonó como una exclamación de incredulidad. Cerca de él, oyó a Alec hablar con voz estrangulada.

—Pero tú dijiste que no había demasiada actividad demoníaca… ¡dijiste que los niveles eran bajos!

—Eran bajos —gruñó Jace.

—¡Tu versión de bajo debe de ser distinta de la mía! —gritó Alec, mientras la cosa que había sido Dorothea aullaba y se retorcía.

El ser parecía extenderse, jorobado, nudoso y grotescamente deforme…

Clary apartó con un esfuerzo los ojos mientras Jace se ponía en pie, tirando de ella. Isabelle y Alec se incorporaron penosamente, sujetando con fuerza sus armas. La mano que empuñaba el látigo de Isabelle temblaba ligeramente.

—¡Moveos!

Jace empujó a Clary hacia la puerta del apartamento. Cuando ella intentó mirar por encima del hombro, vio sólo una espesa masa gris arremolinada, como nubes de tormenta, con una figura oscura en su centro…

Los cuatro salieron disparados al vestíbulo del edificio, con Isabelle en cabeza. La muchacha corrió hacia la puerta principal, intentó abrirla, y se volvió con el rostro aterrado.

—Se resiste. Debe de ser un hechizo…

Jace lanzó un juramento y rebuscó en su chaqueta.

—¿Dónde demonios está mi estela?

—Yo la tengo —contestó Clary, recordándolo.

Mientras metía la mano en el bolsillo, un sonido parecido a un trueno estalló a través de la habitación. El suelo se alzó bajo sus pies y ella dio un traspié y casi cayó, antes de agarrarse a la barandilla de la escalera para sostenerse. Cuando alzó la vista, vio un enorme agujero nuevo en la pared que separaba el vestíbulo del apartamento de Dorothea, con bordes irregulares de madera y restos de yeso, a través del cual algo trepaba…, rezumaba casi…

—¡Alec!

Era Jace quien gritaba; Alec estaba de pie frente al agujero, con el rostro blanco y una expresión horrorizada. Con una imprecación, Jace corrió hasta él y lo agarró, arrastrándolo hacia atrás justo en el momento en que la cosa rezumante se liberaba de la pared y penetraba en el vestíbulo.

Clary sintió que se le cortaba la respiración. La carne de la criatura era lívida y como magullada. A través de la rezumante piel, sobresalían huesos…, no huesos nuevos y blancos, sino huesos que parecían haber estado bajo tierra un millar de años, negros, agrietados y mugrientos. Los dedos estaban descarnados y esqueléticos; los brazos, apenas cubiertos de carne, llenos de llagas negras rezumantes, a través de las cuales se veían más huesos amarillentos. El rostro era una calavera; la nariz y los ojos, agujeros hundidos. Los dedos, terminados en zarpas, rozaron el suelo. Enredadas alrededor de las muñecas y los hombros había tiras brillantes de tela: todo lo que quedaba de los pañuelos de seda y el turbante de madame Dorothea. La criatura medía casi tres metros.

Contempló a los cuatro adolescentes con las vacías cuencas de sus ojos.

—Dadme la Copa Mortal —dijo, en una voz que era como el viento arrastrando basura por una acera vacía—. Dádmela, y os dejaré vivir.

Presa del pánico, Clary clavó la vista en los demás. A Isabelle la visión de aquella cosa parecía haberle hecho el mismo efecto que un puñetazo en el estómago. Alec estaba inmóvil. Fue Jace, como siempre, quien habló.

—¿Qué eres? —preguntó con voz firme, aunque parecía más nervioso de lo que Clary lo había visto jamás.

La cosa inclinó la cabeza.

—Soy Abbadon. Soy el Demonio del Abismo. Míos son los lugares vacíos entre los mundos. Mío es el viento y la oscuridad aullante. Soy tan distinto de esas cosas lloriqueantes que llamáis demonios como un águila lo es de una mosca. No tenéis la menor posibilidad de vencerme. Dadme la Copa o morid.

El látigo de Isabelle tembló.

—Es un Demonio Mayor —exclamó—. Jace, si nosotros…

—¿Qué hay de Dorothea? —La voz de Clary surgió aguda de su boca antes de que pudiera impedirlo—. ¿Qué le ha sucedido?

Los ojos vacíos del demonio giraron para contemplarla.

—Era un recipiente tan sólo —respondió—. Abrió el Portal y tomé posesión de ella. Su muerte fue rápida. —Su mirada se trasladó a la Copa que ella sostenía—. La tuya no lo será.

Empezó a avanzar hacia la muchacha. Jace le cerró el paso, la espada reluciente en una mano en tanto que un cuchillo serafín hacía su aparición en la otra. Alec le observaba aterrado.

—Por el Ángel —dijo Jace, mirando al demonio de arriba abajo—. Sabía que los Demonios Mayores tenían que ser feos, pero nadie me advirtió jamás sobre el olor.

Abbadon abrió la boca y siseó. En el interior de esta había dos hileras de dientes irregulares afilados como cristales.

—No estoy muy seguro sobre esto del viento y la oscuridad aullante —prosiguió Jace—, me huele más a vertedero. ¿Estás seguro de no proceder de Staten Island?

El demonio saltó sobre él. Jace movió rápidamente las armas arriba y afuera a una velocidad casi terrorífica; ambas se hundieron en la parte más carnosa del demonio, su abdomen. El ser aulló y le golpeó, arrojándolo a un lado igual que un gato podría apartar con la pata a una cría. Jace rodó por el suelo y se incorporó, pero Clary advirtió por el modo en que se sujetaba el brazo que había resultado herido.

Aquello fue suficiente para Isabelle. Lanzándose al frente, asestó un latigazo al demonio. El látigo golpeó el pellejo gris de la criatura y apareció un verdugón rojo del que manó sangre. Abbadon no prestó la menor atención a la muchacha y avanzó hacia Jace.

Con la mano ilesa, Jace sacó un segundo cuchillo serafín. Le susurró y este se abrió, brillante y luminoso. Lo levantó mientras el demonio se alzaba imponente ante el arma; resultaba terriblemente pequeño frente a aquel ser, una criatura empequeñecida por un monstruo. Y el muchacho sonreía burlón, incluso mientras el demonio alargaba la mano para cogerle. Isabelle, chillando, volvió a asestarle un latigazo, arrojando una espesa rociada de sangre por todo el suelo…

El demonio golpeó, la zarpa afilada descendiendo sobre Jace. El muchacho retrocedió tambaleante, pero seguía indemne. Algo se había arrojado entre él y el demonio, una delgada sombra negra que empuñaba una centelleante arma. Alec. El demonio lanzó un chillido agudo; la horca de guerra del joven le había perforado la carne. Con un gruñido, volvió a atacar, las zarpas de hueso asestando a Alec un feroz golpe, que lo levantó por los aires y lo arrojó contra la pared opuesta. El muchacho chocó contra ella con un chasquido escalofriante y resbaló hasta el suelo.

Isabelle chilló el nombre de su hermano, pero este no se movió. Bajando el látigo, echó a correr hacia él. El demonio, girando, le asestó un golpe de revés que la envió rodando al suelo. Tosiendo sangre, Isabelle empezó a incorporarse; Abbadon la golpeó de nuevo, y en esta ocasión ella ya no se movió.

El demonio se volvió en dirección a Clary.

Jace estaba paralizado, con la vista fija en el cuerpo desmadejado de Alec, como quien está atrapado en un sueño. Clary chilló cuando Abbadon se aproximó a ella. Empezó a retroceder escaleras arriba, dando un traspié en los peldaños rotos. La estela ardía contra su carne. Si al menos tuviera una arma, cualquier cosa…

Isabelle había conseguido incorporarse hasta sentarse y, echando hacia atrás los cabellos ensangrentados, chilló a Jace para advertirle. Clary oyó su propio nombre en los gritos de la joven y vio a Jace, pestañeando como si le hubiesen despertado a bofetones, que se volvía hacia ella y empezaba a correr. El demonio estaba lo bastante cerca ya para que Clary pudiera distinguir las negras úlceras de su carne, pudiera distinguir que había cosas que reptaban por su interior. El ser alargó las manos hacia ella…

Pero Jace ya estaba allí, apartando la mano de Abbadon de un golpe. Arrojó el cuchillo serafín al demonio; este se clavó en el pecho de la criatura, cerca de las dos cuchillas que ya había allí. El demonio gruñó como si los cuchillos fueran simplemente un incordio.

—Cazador de sombras —rugió—, será un placer para mí matarte, oír cómo se aplastan tus huesos igual que hicieron los de tu amigo…

Saltando sobre la barandilla, Jace se arrojó contra Abbadon. La fuerza del salto lanzó al demonio hacia atrás; el ser se tambaleó, con el cazador de sombras aferrado a su espalda. Jace extrajo el cuchillo serafín que le había clavado en el pecho, lanzando hacia lo alto un chorro de icor, y volvió a clavar la hoja, una y otra vez, en la espalda del demonio, cuyos hombros empezaron a cubrirse de un fluido negro.

Rugiendo, Abbadon retrocedió hacia la pared. Jace tenía que saltar o lo aplastaría. Cayó al suelo, aterrizó con suavidad y volvió a levantar el cuchillo. Pero el demonio fue demasiado veloz para él; su mano salió disparada, derribando a su oponente contra la escalera. Jace cayó al suelo con un círculo de zarpas sobre la garganta.

—Diles que me den la Copa —gruñó Abbadon, las zarpas flotando justo por encima de la piel del muchacho—. Diles que me la den. Y les dejaré vivir.

Jace tragó saliva.

—Clary…

Pero Clary jamás llegaría a saber qué habría dicho, porque en ese momento, la puerta de entrada se abrió de golpe. Por un instante, todo lo que vio fue luminosidad. Luego, pestañeando para desprenderse de la llameante imagen residual, vio a Simon de pie en la entrada abierta. Simon. Había olvidado que él estaba en la calle, casi había olvidado su existencia.

Él la vio, acurrucada en la escalera, y su mirada pasó veloz por ella y se dirigió a Abbadon y Jace. Alargó el brazo atrás por encima de la cabeza, y ella advirtió que su amigo sostenía el arco de Alec y que llevaba el carcaj sujeto a la espalda. Simon sacó una flecha de él, la encajó en la cuerda y alzó el arco expertamente, como si hubiera hecho la misma cosa cientos de veces antes.

El proyectil salió volando, emitiendo un zumbido parecido al de un abejorro, mientras pasaba raudo por encima de la cabeza de Abbadon, se precipitaba en dirección al techo…

Y hacía añicos el tragaluz. El sucio cristal ennegrecido cayó convertido en una lluvia de fragmentos, y a través del cristal roto penetró a raudales la luz del sol, una gran cantidad de luz solar, enormes haces dorados de ella, que descendieron hacia el suelo e inundaron el vestíbulo de luz.

Abbadon aulló y retrocedió tambaleante, protegiéndose la deforme cabeza con las manos. Jace se llevó una mano a la indemne garganta, contemplando con incredulidad cómo el demonio se encogía, entre alaridos, sobre el suelo. Clary medio esperó verlo estallar en llamas, pero en vez de eso, empezó a doblarse sobre si mismo. Las piernas se plegaron hacia el torso, el cráneo se encogió igual que papel ardiendo, y en un minuto todo él ya había desaparecido por completo, dejando únicamente manchas de quemaduras.

Simon bajó el arco. Pestañeaba detrás de las gafas y tenía la boca entreabierta. Parecía tan atónito como lo estaba Clary.

Jace yacía en la escalera, donde el demonio lo había arrojado. Intentaba incorporarse cuando Clary bajó por los peldaños y cayó de rodillas junto a él.

—Jace…

—Estoy bien.

Se sentó, limpiándose la sangre de la boca. Tosió y escupió rojo.

—Alec…

—Tu estela —le interrumpió ella, llevándose la mano al bolsillo—. ¿La necesitas para curarte?

Jace la miró. La luz del sol, que entraba a raudales por el tragaluz roto, le iluminó el rostro. Pareció como si se contuviera de hacer algo con un terrible esfuerzo.

—Estoy bien —volvió a decir, y la apartó a un lado, sin demasiados miramientos.

Se puso en pie, se tambaleó y estuvo a punto de caer; la primera cosa falta de elegancia que le veía hacer.

—¿Alec?

Clary le observó cojear por el vestíbulo en dirección a su inconsciente amigo. Luego metió la Copa Mortal en el bolsillo con cremallera de su sudadera y se levantó. Isabelle se había arrastrado junto a su hermano y le acunaba la cabeza en el regazo, acariciándole los cabellos. El pecho del muchacho ascendía y descendía… respiraba lentamente. Simon, apoyado contra la pared contemplándoles, parecía totalmente exhausto. Clary le oprimió la mano al pasar por su lado.

—Gracias —musitó—. Eso fue alucinante.

—No me des las gracias a mí —respondió él—, dale las gracias al programa de tiro con arco del campamento de verano B’nai B’rith.

—Simon, no…

—¡Clary! —Era Jace, llamándola—. Trae mi estela.

Simon la dejó ir de mala gana. La muchacha se arrodilló junto a los cazadores de sombras, con la Copa Mortal golpeándole pesadamente el costado. El rostro de Alec estaba lívido, salpicado de gotas de sangre, los ojos de un azul que no era normal. Su mano, apretada sobre la muñeca de Jace, dejó manchas de sangre.

—Le… —empezó a decir, luego pareció ver a Clary, como por primera vez.

En la expresión del herido había algo que ella no había esperado. Triunfo.

—¿Le maté?

El rostro de Jace se contrajo dolorosamente.

—Tú…

—Sí —afirmó Clary—. Está muerto.

Alec la miró y rio. A su boca asomaron burbujas de sangre. Jace se soltó la muñeca y acercó los dedos a ambos lados del rostro de Alec.

—No —dijo—. Quédate quieto, simplemente quédate quieto.

Alec cerró los ojos.

—Haz lo que tengas que hacer —murmuró.

Isabelle tendió su estela a Jace.

—Tómala.

Él asintió, y pasó la punta de la estela a lo largo de la parte delantera de la camiseta de Alec. La tela se abrió como si la hubiera cortado con un cuchillo. Isabelle le observó con ojos frenéticos mientras él separaba de un tirón los dos trozos de camiseta para dejar al descubierto el pecho del herido. Este tenía la piel muy blanca, marcada aquí y allá por viejas cicatrices traslúcidas. También había otras heridas: un entramado de marcas de zarpas que se oscurecía por momentos, cada agujero rojo y supurante. Con la boca muy apretada, Jace colocó la estela sobre la piel de Alec, moviéndola de un lado a otro con la facilidad propia de una larga práctica. Pero algo no funcionaba. A medida que dibujaba las marcas curativas, estas parecían desvanecerse como si estuviera escribiendo sobre agua.

—Maldita sea —exclamó Jace, apartando la estela.

La voz de Isabelle sonó muy aguda.

—¿Qué es lo que pasa?

—Le hirió con las zarpas —indicó Jace—. Hay veneno de demonio en su interior. Las Marcas no funcionan. —Volvió a tocar el rostro de Alec con suavidad—. Alec. ¿Me oyes?

Alec no se movió. Las sombras bajo sus ojos tenían un tono azul y eran tan oscuras como moretones. De no ser por su respiración, Clary habría pensado que ya estaba muerto.

Isabelle inclinó la cabeza y los cabellos cubrieron el rostro de Alec. Le rodeaba con sus brazos.

—Quizá —susurró— podríamos…

—Llevarle al hospital. —Era Simon, inclinado sobre ellos, con el arco balanceándose en su mano—. Os ayudaré a transportarlo a la furgoneta. Hay uno metodista en la Sexta Avenida…

—Hospitales no —dijo Isabelle—. Tenemos que llevarle al Instituto.

—Pero…

—No sabrían cómo tratarlo en un hospital —explicó Jace—. Le ha herido un Demonio Mayor. Ningún médico mundano sabría cómo curar esas heridas.

—De acuerdo —repuso Simon, asintiendo—. Llevémosle al coche.

Por un golpe de suerte, ninguna grúa se había llevado la furgoneta. Isabelle extendió una manta sucia sobre el asiento trasero y tendieron a Alec encima, con la cabeza en el regazo de su hermana. Jace se acuclilló en el suelo junto a su amigo. Tenía las mangas y la parte delantera de la camiseta llena de manchas oscuras de sangre, de demonio y de humano. Cuando miró a Simon, Clary vio que todo el color dorado parecía haber sido borrado de sus ojos por algo que nunca antes había visto en ellos. Pánico.

—Conduce deprisa, mundano —pidió—. Conduce como si el infierno te persiguiera.

Simon condujo.

Descendieron a toda velocidad por Flatbush y entraron como una bala en el puente, manteniéndose a la altura del metro de la línea Q, que cruzaba estruendosamente por encima de las azules aguas. El sol resultaba dolorosamente brillante en los ojos de Clary, arrancando destellos dorados al río. Se aferró a su asiento cuando Simon tomó la rampa en curva que salía del puente a ochenta kilómetros por hora.

Pensó en las cosas horribles que había dicho a Alec, en el modo en que este se había lanzado sobre Abbadon, con una expresión triunfal en su rostro. Se volvió y vio a Jace arrodillado junto a su amigo mientras la sangre empapaba la manta. Pensó en el niño con el halcón muerto. «Amar es destruir».

Clary volvió otra vez la cabeza al frente, con un fuerte nudo en la garganta. Isabelle resultaba visible en el retrovisor mal orientado, colocando la manta alrededor de la garganta de Alec. Alzó los ojos y los trabó con los de Clary.

—¿Cuánto falta?

—Tal vez diez minutos. Simon conduce tan deprisa como puede.

—Lo sé —respondió Isabelle—. Simon…, lo que hiciste, fue increíble. Actuaste tan deprisa. Jamás habría pensado que a un mundano se le pudiera ocurrir algo así.

Simon no pareció inmutarse por un elogio proveniente de un lugar tan inesperado; sus ojos estaban puestos en la carretera.

—¿Te refieres a disparar al tragaluz? Se me ocurrió después de que vosotros entrarais. Pensaba en el tragaluz y en lo que habíais dicho sobre que los demonios no soportaban la luz directa del sol. Así que, en realidad, tardé un poco en atar cabos. No te sientas mal —añadió—, esa claraboya no se ve, tienes que saber que está allí.

«Yo sabía que estaba allí —pensó Clary—. Yo tendría que haber actuado. Incluso sin tener un arco y una flecha como Simon, podría haberle arrojado algo o mencionado su existencia a Jace». Se sintió estúpida, inútil y torpe, como si tuviera la cabeza repleta de algodón. Lo cierto era que había estado asustada. Demasiado asustada para pensar correctamente. Sintió una oleada de vergüenza que estalló tras sus párpados como un pequeño sol.

Jace habló entonces.

—Fue algo muy bien hecho —le elogió.

Los ojos de Simon se entrecerraron.

—Bien, si no tenéis inconveniente en decírmelo… esa cosa, el demonio… ¿de dónde salió?

—Era madame Dorothea —respondió Clary—. Quiero decir, era más o menos ella.

—Jamás fue una mujer atractiva, pero no la recuerdo con tan mal aspecto.

—Creo que la poseyeron —repuso Clary lentamente, intentando componer el rompecabezas en su mente—. Quería que le diera la Copa. Luego abrió el Portal…

—Fue algo inteligente —explicó Jace—. El demonio la poseyó, luego ocultó la mayor parte de su forma etérea justo fuera del Portal, donde el sensor no pudiera registrarla. De modo que entramos esperando enfrentarnos a unos pocos repudiados y en su lugar nos encontramos ante un Demonio Mayor, Abbadon…, uno de los Antiguos. El Señor de los Caídos.

—Bueno, pues parece que los Caídos tendrán que aprender a apañárselas sin él a partir de ahora —replicó Simon, girando para entrar en la calle.

—No está muerto —respondió Isabelle—. No hay apenas nadie que haya conseguido matar a un Demonio Mayor. Tienes que matarlos en sus formas físicas y etéreas para que mueran. Simplemente le ahuyentamos.

—Vaya. —Simon pareció decepcionado—. ¿Qué hay de madame Dorothea? ¿Estará bien ahora que…?

Se interrumpió, porque Alec había empezado a boquear, la respiración convertida en estertores. Jace lanzó una palabrota por lo bajo con feroz precisión.

—¿Por qué no hemos llegado aún?

—Sí hemos llegado. Simplemente no quiero estrellarme contra un muro.

Mientras Simon frenaba con cuidado en la esquina, Clary vio que la puerta del Instituto estaba abierta, con Hodge de pie bajo el arco. La furgoneta paró con una sacudida, y Jace saltó fuera, alargando luego los brazos al interior para alzar a Alec como si este no pesara más que un niño. Isabelle le siguió por el sendero, sosteniendo la horca de guerra ensangrentada de su hermano. La puerta del Instituto se cerró de golpe tras ellos.

Con el cansancio apoderándose de ella, Clary miró a Simon.

—Lo siento. No sé cómo le vas a explicar toda la sangre a Eric.

—Al diablo con Eric —respondió él con convicción—. ¿Tú estás bien?

—Ni un arañazo. Todos los demás resultaron heridos, pero yo no.

—Es su trabajo, Clary —repuso él con suavidad—. Pelear con demonios…, es lo que hacen. No lo que haces tú.

—¿Qué hago yo, Simon? —preguntó ella, escudriñando su rostro en busca de una respuesta—. ¿Qué es lo que hago yo?

—Bueno…, conseguiste la Copa —respondió él—. ¿No es cierto?

Ella asintió, y dio unos golpecitos sobre el bolsillo.

—Sí.

El muchacho pareció aliviado.

—Casi no me atrevía a preguntar —dijo—. Eso está bien, ¿verdad?

—Sí —respondió ella. Pensó en su madre, y su mano se cerró con más fuerza sobre la Copa—. Muy bien.

Iglesia fue a su encuentro en lo alto de la escalera, maullando como una sirena de niebla, y la condujo a la enfermería. Las puertas dobles estaban abiertas, y a través de ellas pudo ver la figura inmóvil de Alec, tendida en una de las camas blancas. Hodge estaba inclinado sobre él; Isabelle, situada junto a este, sostenía una bandeja de plata en las manos.

Jace no les acompañaba. No estaba con ellos porque se encontraba de pie fuera de la enfermería, apoyado contra la pared, con las manos desnudas y ensangrentadas cerradas a los costados. Cuando Clary se detuvo frente a él, sus párpados se abrieron de golpe, y vio que las pupilas de los ojos estaban dilatadas, todo el dorado engullido por el negro.

—¿Cómo está? —preguntó con toda la delicadeza de que fue capaz.

—Ha perdido una barbaridad de sangre. Los envenenamientos provocados por demonios son corrientes, pero puesto que era un Demonio Mayor, Hodge no está seguro de si el antídoto que acostumbra a usar será viable.

La muchacha alargó la mano para tocar su brazo.

—Jace…

Él se echó hacia atrás.

—No.

Ella aspiró con fuerza.

—Jamás habría querido que le sucediera nada a Alec. Lo siento tanto.

Él la miró como si la viera allí por primera vez.

—No es tu culpa —afirmó—. Es la mía.

—¿Tuya? Jace, no es…

—Oh, claro que sí —respondió, con una voz tan quebradiza como una astilla de hielo—. Mea culpa, mea máxima culpa.

—¿Qué significa eso?

—Mi culpa —tradujo—, mi propia culpa, mi grandísima culpa. Es latín. —Se apartó un mechón de cabellos de la frente con aire ausente, como si no se diera cuenta de que lo hacía—. Es parte de la misa.

—Pensaba que no creías en la religión.

—Tal vez no crea en el pecado —repuso él—, pero sí siento culpabilidad. Nosotros, los cazadores de sombras, vivimos según un código, y ese código no es flexible. Honor, culpa, penitencia, esas cosas son reales para nosotros, y no tienen nada que ver con la religión y todo que ver con lo que somos. Esto es quien yo soy, Clary —insistió con desesperación—. Soy un miembro de la Clave. Está en mi sangre y mis huesos. Así que dime, si estás tan segura de que no fue mi culpa, ¿cómo es que el primer pensamiento que cruzó mi mente cuando vi a Abbadon no fue para mis compañeros guerreros sino para ti? —Alzó las manos; ahora sostenía el rostro de la joven entre las dos palmas—. Sé…, sabía…, que Alec no estaba actuando como era normal en él. Sabía que algo no iba bien. Pero en lo único que podía pensar era en ti…

Inclinó la cabeza hacia adelante, de modo que sus frentes se tocaron. Clary sintió cómo su aliento le agitaba las pestañas. Cerró los ojos, dejando que la cercanía del muchacho la envolviera como una marea.

—Si muere, será como si le hubiera matado —dijo él—. Dejé morir a mi padre, y ahora he matado al único hermano que he tenido nunca.

—Eso no es cierto —susurró ella.

—Sí, lo es.

Estaban lo bastante cerca como para besarse. Y con todo él la sujetaba con fuerza, como si nada pudiera darle la seguridad de que ella era real.

—Clary —exclamó—. ¿Qué me está sucediendo?

Ella rebuscó en su mente para encontrar una respuesta… y oyó que alguien carraspeaba. Abrió los ojos. Hodge estaba junto a la puerta de la enfermería, con el pulcro traje manchado con marcas de óxido.

—He hecho lo que está en mi mano. Está sedado, no tiene dolor, pero… —Meneó la cabeza—. Debo contactar con los Hermanos Silenciosos. Esto va más allá de mis capacidades.

Jace se apartó despacio de Clary.

—¿Cuánto tardarán en llegar aquí?

—No lo sé. —Hodge empezó a recorrer el pasillo, sacudiendo la cabeza—. Enviaré a Hugo inmediatamente, pero los Hermanos acuden siguiendo su propio criterio.

—Pero por esto…

Incluso Jace tenía que corretear para poder seguir las largas zancadas del hombre; Clary se había quedado irremediablemente por detrás de ambos y tenía que aguzar el oído para captar lo que él decía.

—Podría morir de lo contrario.

—Podría —fue todo lo que Hodge dijo como respuesta.

La biblioteca estaba oscura y olía a lluvia. Habían dejado abierta una de las ventanas y se había formado un charco de agua bajo las cortinas. Hugo gorjeó y saltó sobre su percha cuando Hodge avanzó a grandes zancadas hacia él, deteniéndose sólo para encender la lámpara que había sobre su escritorio.

—Es una lástima —se lamentó Hodge, alargando la mano en busca de papel y una pluma— que no recuperarais la Copa. Habría proporcionado, creo, cierto consuelo a Alec y desde luego a sus…

—Sí que la hemos recuperado —dijo Clary, sorprendida—. ¿No se lo has dicho, Jace?

Jace parpadeaba, aunque si era debido a la sorpresa o a la repentina luz, Clary no estuvo segura.

—No tuve tiempo… estaba llevando a Alec arriba…

Hodge se había quedado muy quieto, con la pluma inmóvil entre sus dedos.

—¿Tenéis la Copa?

—Sí.

Clary sacó la Copa del bolsillo: seguía estando fría, como si el contacto con su cuerpo no pudiera calentar el metal. Los rubíes parpadearon igual que ojos rojos.

—La tengo aquí.

La pluma resbaló de la mano de Hodge y golpeó el suelo a sus pies. La luz de la lámpara, proyectada hacia arriba, no fue benévola con su rostro: mostró cada una de las líneas dibujadas por el rigor, la preocupación y la desesperanza.

—¿Esa es la Copa del Ángel?

—Esa es —afirmó Jace—. Estaba…

—Eso ya no importa —le interrumpió Hodge.

Depositó el papel sobre el escritorio, fue hacia Jace y le cogió por los hombros.

—Jace Wayland, ¿sabes lo que has hecho?

Jace alzó los ojos hacia Hodge, sorprendido. Clary reparó en el contraste: el rostro contorsionado del hombre de más edad y el rostro sin arrugas del muchacho, con los pálidos mechones de cabello cayéndole sobre los ojos y haciendo que pareciera aún más joven.

—No estoy seguro de lo que quieres decir —dijo Jace.

El aliento de Hodge siseó por entre sus dientes.

—Te pareces tanto a él.

—¿A quién? —preguntó Jace con asombro; estaba claro que nunca antes había oído a Hodge hablar de aquel modo.

—A tu padre —respondió el hombre, y alzó los ojos hacia donde Hugo, con las negras alas agitando el aire húmedo, revoloteaba sobre su cabeza.

Hodge entrecerró los ojos.

Hugin —dijo, y con un graznido sobrenatural el ave se lanzó directamente al rostro de Clary, con las garras extendidas.

Clary oyó chillar a Jace, y luego el mundo fue un remolino de plumas, y un pico y unas garras que atacaban. Sintió un fuerte dolor a lo largo de la mejilla y lanzó un alarido, alzando instintivamente las manos para cubrirse la cara.

Sintió cómo le arrancaban la Copa Mortal de la mano.

—No —chilló, intentando sujetarla.

Un dolor atroz le recorrió el brazo. Las piernas parecieron doblársele. Resbaló y cayó, golpeándose violentamente las rodillas contra el duro suelo. Unas garras le arañaron la frente.

—Es suficiente, Hugo —dijo Hodge con su voz sosegada.

Obediente, el ave se alejó de Clary. Boqueando, la joven pestañeó para eliminar la sangre de los ojos. Sentía el rostro desgarrado.

Hodge no se había movido; estaba en el mismo sitio, sosteniendo la Copa Mortal. Hugo daba vueltas a su alrededor, describiendo agitados círculos mientras graznaba en voz baja. Y Jace…, Jace yacía en el suelo a los pies de Hodge, muy quieto, como si se hubiera quedado dormido de repente.

Cualquier otro pensamiento desapareció de la mente de Clary.

—¡Jace!

Hablar le causaba daño; el dolor de la mejilla era sobrecogedor y notaba el sabor de la sangre en la boca. Jace no se movió.

—No está herido —dijo Hodge.

Clary empezó a ponerse en pie, con la intención de abalanzarse sobre él…, luego retrocedió tambaleante al chocar contra algo invisible pero tan duro y resistente como el cristal. Enfurecida, golpeó el aire con el puño.

—¡Hodge! —chilló. Dio una patada, magullándose casi el pie en la misma pared invisible—. No sea estúpido. Cuando la Clave averigüe lo que ha hecho…

—Hará mucho que me habré ido —concluyó él, arrodillándose sobre Jace.

—Pero… —Sintió como si una descarga la recorriera, una especie de sacudida eléctrica de comprensión—. Nunca envió un mensaje a la Clave, ¿verdad? Por eso se puso tan raro cuando le pregunté sobre ello. Quería la Copa para usted.

—No —respondió Hodge—, no para mí.

La garganta de Clary estaba seca como el polvo.

—Trabaja para Valentine —musitó.

—No trabajo para Valentine —contradijo él.

Alzó la mano de Jace y sacó algo de ella. Era el anillo grabado que Jace siempre llevaba. Lo deslizó en su propio dedo.

—Pero pertenezco a Valentine, es cierto.

Con un veloz movimiento hizo girar el anillo tres veces alrededor del dedo. Por un momento nada sucedió; luego Clary oyó el sonido de una puerta al abrirse y volvió la cabeza instintivamente para ver quién entraba en la biblioteca. Cuando volvió otra vez la cabeza, vio que el aire junto a Hodge brillaba, como la superficie de un lago vista desde lejos. La reluciente pared de aire se abrió igual que una cortina de plata, y entonces un hombre alto apareció junto a Hodge, como si hubiera cobrado forma a partir del aire húmedo.

—Starkweather —dijo el recién llegado—, ¿tienes la Copa?

Hodge alzó la Copa que tenía en las manos, pero no dijo nada. Parecía paralizado, aunque si era de miedo o de estupefacción, era imposible decirlo. A Clary siempre le había parecido alto, pero en aquellos momentos parecía encorvado y pequeño.

—Mi señor Valentine —dijo Hodge, finalmente—, no esperaba que acudieseis con tanta rapidez.

Valentine. Se parecía muy poco al apuesto joven de la fotografía, aunque sus ojos seguían siendo negros. El rostro no era lo que ella había esperado: una cara sobria, reservada, interiorizada, la cara de un sacerdote, con los ojos apesadumbrados. Asomando de debajo de los negros puños de su traje hecho a medida, aparecían las irregulares cicatrices blancas que hablaban de años de uso de la estela.

—Te dije que vendría a ti a través de un Portal —dijo; su voz era resonante y extrañamente familiar—. ¿No me creíste?

—Sí; es sólo que… pensé que enviaríais a Pangborn o a Blackwell, no que vendríais vos mismo.

—¿Crees que les enviaría a recoger la Copa? No soy un estúpido. Conozco su atractivo. —Valentine tendió la mano, y Clary vio, reluciendo en su dedo, un anillo que era el gemelo del de Jace—. Dámela.

Pero Hodge agarró con fuerza la Copa.

—Primero quiero lo que me prometisteis.

—¿Primero? ¿No confías en mí, Starkweather? —Valentine sonrió, y fue una sonrisa no carente de humor—. Haré lo que pediste. Un trato es un trato. Aunque debo decir que me sentí atónito al recibir tu mensaje. No se me habría ocurrido que te molestase una vida de oculta contemplación, por así decirlo. Nunca fuiste muy dado al campo de batalla.

—No sabéis lo que es —repuso Hodge, soltando aire con un jadeo sibilante—. Estar asustado todo el tiempo…

—Eso es cierto. No lo sé.

La voz de Valentine sonó tan afligida como lo estaban sus ojos, como si compadeciera a Hodge. Pero también había desagrado en sus ojos, un vestigio de desdén.

—Si no tenías intención de entregarme la Copa —dijo—, no deberías haberme hecho venir aquí.

El rostro de Hodge se crispó.

—No es fácil traicionar aquello en lo que crees…, y a aquellos que confían en ti.

—¿Te refieres a los Lightwood, o a sus hijos?

—Ambos —respondió Hodge.

—Ah, los Lightwood.

Valentine alargó un brazo, y con una mano acarició el globo de latón que había sobre el escritorio, resiguiendo con los largos dedos los contornos de continentes y mares.

—Pero ¿qué les debes, realmente? El tuyo es el castigo que debería haber sido el suyo. De no haber tenido conexiones a tan alto nivel en la Clave, los dos habrían recibido la maldición junto contigo. Tal y como están las cosas, ellos son libres de ir y venir, de andar a la luz del sol igual que personas corrientes. Son libres de ir a casa.

Su voz cuando dijo «casa» estaba cargada de la emoción que conllevaba todo el significado de la palabra. El dedo había dejado de moverse sobre el globo; Clary tuvo la seguridad de que tocaba el lugar en el que se encontraba Idris.

Los ojos de Hodge se apartaron veloces.

—Hicieron lo que cualquiera haría.

—Tú no lo habrías hecho. Yo no lo habría hecho. ¿Dejar que un amigo sufra en mi lugar? Y sin duda debe engendrar cierta amargura en ti, Starkweather, saber que ellos te dejaron con tanta facilidad ese destino a ti…

Los hombros de Hodge se estremecieron.

—Pero no es culpa de los niños. Ellos no han hecho nada…

—Nunca imaginé que te gustaran tanto los niños, Starkweather —repuso Valentine, como si la idea le divirtiera.

El aliento traqueteó en el pecho de Hodge.

—Jace…

—No quiero que hables de Jace.

Por primera vez Valentine pareció enojado. Dirigió una ojeada a la figura inmóvil en el suelo.

—Sangra —observó—. ¿Por qué?

Hodge apretó la Copa contra su corazón. Los nudillos estaban blancos.

—No es su sangre. Está inconsciente, pero no herido.

Valentine alzó la cabeza con una sonrisa afable.

—Me pregunto —dijo— qué pensará de ti cuando despierte. La traición no es nunca algo bonito, pero traicionar a un niño…, eso es una doble traición, ¿no te parece?

—No le haréis daño —murmuró Hodge—. Jurasteis que no le haríais daño.

—No juré nada —respondió Valentine—. Vamos, dámela.

Se apartó del escritorio, avanzando hacia Hodge, que se echó hacia atrás como un animalillo atrapado. Clary advirtió su suplicio.

—¿Y qué harías si yo te dijese que planeaba hacerle daño? ¿Pelearías contra mí? ¿Me impedirías tener la Copa? Incluso aunque pudieras matarme, la Clave jamás levantará tu maldición. Te ocultaras aquí hasta que mueras, sintiendo terror incluso de abrir demasiado una ventana. ¿Qué no darías a cambio de no sentir miedo nunca más? ¿A qué no renunciarías por regresar a casa?

Clary apartó violentamente la mirada. Ya no podía soportar la expresión del rostro de Hodge.

—Decidme que no le haréis daño, y os la daré —dijo este, con una voz entrecortada.

—No —respondió Valentine, en voz aún más baja—. Me la darás de todos modos.

Y alargó la mano.

Hodge cerró los ojos. Por un momento, su rostro fue el rostro de uno de los ángeles de mármol que sujetaban el escritorio, dolorido, serio y aplastado bajo un peso terrible. Luego lanzó una imprecación, patéticamente entre dientes, y alargó la Copa Mortal para que Valentine la cogiera, aunque su mano temblaba como una hoja bajo un vendaval.

—Gracias —dijo Valentine; tomó la Copa y la observó pensativamente—. Realmente creo que habéis abollado el borde.

Hodge no dijo nada. Tenía el rostro ceniciento. Valentine se inclinó y recogió a Jace del suelo; mientras lo alzaba con facilidad, Clary vio que la americana de impecable corte se tensaba sobre los brazos y la espalda, y comprendió que era un hombre más enorme de lo que parecía, con un torso como el tronco de un roble. En comparación, Jace, flácido en sus brazos, parecía una criatura.

—Estará con su padre pronto —comentó Valentine, bajando la mirada hacia el rostro blanco del muchacho—. Donde pertenece.

Hodge retrocedió alarmado. Valentine le dio la espalda y se encaminó de regreso a la titilante cortina de aire de la que había salido. Sin duda había dejado el Portal abierto tras él, advirtió Clary. Mirarlo era como contemplar la luz del sol rebotando en la superficie de un espejo.

Hodge alargó un brazo en actitud implorante.

—¡Aguardad! —gritó—. ¿Qué hay de vuestra promesa? Jurasteis poner fin a mi maldición.

—Es cierto —aceptó Valentine.

El hombre hizo una pausa, y miró intensamente a Hodge, que jadeó y retrocedió, llevándose rápidamente la mano al pecho como si algo le hubiese golpeado en el corazón. Un fluido negro se filtró al exterior entre los dedos abiertos y separados, y goteó al suelo. Hodge alzó el rostro desfigurado hacia Valentine.

—¿Ya está? —preguntó muy excitado—. La maldición… ¿se ha roto?

—Sí —respondió Valentine—. Y espero que la libertad que has comprado te proporcione felicidad.

Y dicho eso atravesó la cortina de refulgente aire. Por un instante, él mismo pareció titilar, como si estuviera bajo el agua. Luego desapareció, llevándose a Jace con él.