16

ÁNGELES CAÍDOS

Hodge estaba enfurecido. Los esperaba en el vestíbulo, con Isabelle y Alec detrás de él, cuando Clary y los chicos entraron cojeando, sucios y cubiertos de sangre, e inmediatamente se embarcó en un sermón del que la misma madre de Clary se habría sentido orgullosa. No olvidó incluir la parte sobre haberle mentido respecto al lugar al que iban —lo que Jace, al parecer, había hecho— o la parte sobre nunca volver a confiar en Jace, e incluso añadió adornos extra, como algunas partes sobre violar la Ley, ser expulsado de la Clave y traer el deshonor al antiguo y orgulloso nombre de Wayland. Relajándose, clavó en Jace una mirada iracunda.

—Has puesto en peligro a otras personas con tu terquedad. ¡Este es un incidente ante el que no permitiré que te limites a encogerte de hombros!

—No planeaba hacerlo —replicó Jace—. No puedo encogerme de hombros ante nada. Tengo el hombro dislocado.

—Ojalá pudiera creer que el dolor físico realmente te iba a cambiar —siguió Hodge con sombría furia—. Pero pasarás los próximos días en la enfermería con Alec e Isabelle desviviéndose por ti. Probablemente incluso te gustará.

Hodge había estado en lo cierto en dos terceras partes: Jace y Simon fueron a parar a la enfermería, pero sólo Isabelle estaba desviviéndose por ellos cuando Clary, que había ido a lavarse, entró unas cuantas horas más tarde. Hodge se había ocupado de la magulladura, cada vez más hinchada, de su brazo, y veinte minutos en la ducha habían eliminado la mayor parte del asfalto incrustado en su piel, pero todavía se sentía en carne viva y dolorida.

Alec, sentado en el alféizar y con mirada tormentosa, puso mala cara cuando la puerta se cerró tras ella.

—Ah, eres tú.

Ella no le hizo el menor caso.

—Hodge dice que viene hacia aquí y que espera que ambos podáis aferraros a vuestras trémulas chispas de vida hasta que llegue —dijo a Simon y a Jace—. O algo por el estilo.

—Ojalá se dé prisa —replicó Jace enojado.

Estaba sentado en la cama, recostado en un par de mullidas almohadas blancas, vestido aún con su ropa mugrienta.

—¿Por qué? ¿Te duele? —preguntó Clary.

—No; mi umbral de dolor es muy alto. De hecho, no es tanto un umbral como un vestíbulo enorme y decorado con sumo gusto. Pero sí me aburro con facilidad. —La miró con ojos entrecerrados—. ¿Recuerdas allá en el hotel cuando prometiste que si vivíamos, te vestirías de enfermera y me darías un baño con esponja?

—En realidad, creo que lo oíste mal —repuso ella—. Fue Simon quien te prometió el baño con esponja.

Jace dirigió involuntariamente la mirada a Simon, que le sonrió ampliamente.

—En cuanto vuelva a estar en pie, guapetón.

—Ya sabía yo que deberíamos haberte dejado convertido en rata —bromeó Jace.

Clary rio y fue hacia Simon, que parecía terriblemente incómodo rodeado por docenas de almohadas y con mantas apiladas sobre las piernas.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Clary, sentándose en el borde de la cama.

—Como alguien al que han dado un masaje con un rallador de queso —respondió Simon, haciendo una mueca de dolor al subir las piernas—. Me rompí un hueso del pie. Estaba tan hinchado, que Isabelle tuvo que cortar el zapato para quitármelo.

—Me alegro de que se ocupe tan bien de ti. —Clary dejó que una pequeña cantidad de ácido se deslizara al interior de su voz.

Simon se inclinó hacia adelante, sin apartar los ojos de Clary.

—Quiero hablar contigo.

Clary asintió un poco reacia.

—Voy a mi habitación. Ven a verme después de que Hodge te arregle, ¿de acuerdo?

—Claro.

Ante su sorpresa, él se inclinó y la besó en la mejilla. Fue un beso que apenas la rozó, un veloz contacto de labios sobre la piel, pero mientras se apartaba, supo que estaba ruborizada. Probablemente, se dijo poniéndose en pie, por el modo en que todos los demás les miraban fijamente.

En el pasillo, se tocó la mejilla, perpleja. Un beso en la mejilla no significaba gran cosa, pero era tan poco típico de Simon. ¿Tal vez intentaba dejarle algo claro a Isabelle? Hombres, se dijo Clary, resultaban tan desconcertantes. Y Jace, montando su numerito del príncipe herido. Ella se había marchado antes de que él pudiera empezar a quejarse del número de hilos de las sábanas.

—¡Clary!

Se dio la vuelta sorprendida. Alec corría a pasos largos por el pasillo hacia ella, apresurándose para alcanzarla. Se detuvo cuando ella lo hizo.

—Necesito hablar contigo.

Le miró sorprendida.

—¿Sobre qué?

Él vaciló. Con la tez pálida y los ojos azul oscuro resultaba tan atractivo como su hermana, pero a diferencia de Isabelle, hacía todo lo posible por quitar importancia a su aspecto. Los suéteres deshilachados y los cabellos, que parecía como si se los hubiera cortado él mismo a oscuras, eran sólo parte de ello. Parecía incómodo en su propia piel.

—Creo que deberías irte. Irte a casa —soltó.

Había sabido que ella no le gustaba, pero con todo, le sentó como un bofetón.

—Alec, la última vez que estuve en mi casa, estaba infestada de repudiados. Y rapiñadores. Con colmillos. Nadie quiere irse a casa más que yo, pero…

—¿Debes tener parientes con los que puedas quedarte? —Había un deje de desesperación en su voz.

—No, además Hodge quiere que me quede —contestó ella en tono cortante.

—No es posible que lo quiera. Quiero decir, no después de lo que has hecho…

—¿Qué he hecho?

Alec tragó saliva con fuerza.

—Casi haces que maten a Jace.

—¡Que yo casi…! ¿De qué estás hablando?

—Salir corriendo detrás de tu amigo de ese modo… ¿Sabes en cuánto peligro le pusiste? ¿Sabes…?

—¿A él? ¿Te refieres a Jace? —Clary le interrumpió en mitad de la frase—. Para tu información todo eso fue idea suya. Fue él quien preguntó a Magnus dónde estaba la guarida. Él fue a la iglesia en busca de armas. Si yo no hubiese ido con él, él habría ido igualmente.

—No lo comprendes —insistió Alec—. Tú no le conoces. Yo sí. Cree que tiene que salvar el mundo; estaría encantado de morir intentándolo. A veces pienso que incluso quiere morir, pero eso no significa que debas animarle a hacerlo.

—No lo entiendo —replicó ella—. Jace es un nefilim. Esto es lo que vosotros hacéis, rescatáis a la gente, matáis demonios, os ponéis en peligro. ¿En qué fue diferente anoche?

El control de Alec se hizo añicos.

—¡Porque me dejó atrás! —gritó—. Normalmente yo estaría con él vigilándole, cubriéndole la espalda, manteniéndolo a salvo. Pero tú…, tú eres un peso muerto, una mundana.

Escupió la palabra como si fuera una obscenidad.

—No —corrigió Clary—. No lo soy. Soy nefilim… igual que tú.

El labio del muchacho se crispó en las comisuras.

—Quizá —repuso—. Pero sin preparación, sin nada, sigues sin servir de demasiado, ¿no es cierto? Tu madre te crio en el mundo de los mundanos, y ahí es donde perteneces. No aquí, haciendo que Jace actúe como…, como si no fuera uno de nosotros. Haciendo que viole su juramento a la Clave, haciendo que infrinja la Ley…

—Noticia de última hora —le espetó Clary—. Yo no obligo a Jace a hacer nada. Él hace lo que quiere. Deberías saberlo.

La miró como si ella fuese una clase de demonio especialmente repulsivo que no había visto nunca antes.

—Vosotros los mundanos sois totalmente egoístas, ¿verdad? ¿Es qué no tienes ni idea de lo que ha hecho por ti, qué clase de riesgos personales ha corrido? No hablo simplemente de su seguridad. Podría perderlo todo. Ya perdió a su padre y a su madre; ¿quieres asegurarte de que también pierda la familia que le queda?

Clary retrocedió y la rabia se alzó en su interior igual que una negra ola; rabia contra Alec, porque en parte tenía razón, y rabia contra todo y todos los demás: contra la carretera helada que le había arrebatado a su padre antes de que ella naciera, contra Simon por conseguir que casi lo mataran, contra Jace por ser un mártir y no importarle vivir o morir. Contra Luke por fingir que ella le importaba cuando todo era una mentira. Y contra su madre por no ser la madre aburrida, normal e incoherente que siempre fingió ser, sino otra persona totalmente distinta: alguien heroico, espectacular y valeroso a quien Clary no conocía en absoluto. Alguien que no estaba allí en aquel momento, cuando Clary la necesitaba desesperadamente.

—Tú no eres quién para hablar de egoísmo —siseó, con tanta ferocidad que él dio un paso atrás—. A ti no te importa nadie en este mundo excepto tú, Alec Lightwood. No me extraña que no hayas matado a un solo demonio, tienes demasiado miedo.

Alec se mostró atónito.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Jace.

Pareció como si le hubiese abofeteado.

—No puede ser. Él no diría eso.

—Pues créetelo.

Clary vio cómo le hería al decirlo, y eso le produjo satisfacción. Alguien más debería sentir dolor, para variar.

—Puedes despotricar todo lo que quieras sobre honor y honestidad, y sobre cómo los mundanos no tienen ninguna de las dos cosas, pero si realmente fueras honesto, admitirías que esta pataleta se debe simplemente a que estás enamorado de él. No tiene nada que ver con…

Alec se movió, a una velocidad cegadora, y un agudo chasquido resonó en la cabeza de Clary. La había empujado con tal fuerza que la parte posterior del cráneo había golpeado contra la pared. El rostro de Alec estaba a centímetros del de ella, los ojos enormes y negros.

—Que no se te ocurra jamás —susurró, con la boca convertida en un línea pálida— jamás, decirle nada o te mataré. Lo juro por el Ángel, te mataré.

El dolor en sus brazos, donde él los sujetaba, era intenso, y en contra de su voluntad, lanzó una exclamación ahogada. Alec pestañeó como si despertara de un sueño y la soltó, apartando las manos tan violentamente como si su piel le hubiese quemado. Sin una palabra, se volvió y se alejó corriendo de regreso a la enfermería. Daba bandazos al andar, como alguien borracho o mareado.

Clary se frotó los brazos doloridos, siguiéndole con la mirada, consternada ante lo que había hecho.

«Buen trabajo, Clary. Ahora sí que has conseguido hacer que te odie».

Se habría ido inmediatamente a la cama, pero a pesar de su agotamiento, el sueño seguía estando fuera de su alcance. Finalmente sacó su bloc de dibujo de la mochila y empezó a dibujar, apoyando el cuaderno contra las rodillas. Garabatos al principio…, un detalle de la fachada medio desmoronada del hotel de los vampiros: una gárgola con colmillos y ojos saltones. Una calle vacía, con una única farola proyectando un charco de luz amarilla y una figura borrosa colocada en el filo de la luz. Dibujó a Raphael con su camisa blanca ensangrentada y con la cicatriz de la cruz en la garganta. Y luego dibujó a Jace de pie en el tejado, contemplando la distancia de diez pisos que lo separaba del suelo. No asustado, sino más bien como si el descenso significara un desafío; como si no existiera un espacio vacío que no pudiera llenar con su confianza en su propia invencibilidad. Como en su sueño, lo dibujó con alas que se curvaban hacia afuera tras los hombros en un arco, como las alas de la estatua del ángel de la Ciudad de Hueso.

Intentó dibujar a su madre, por último. Había dicho a Jace que no se sentía en absoluto diferente tras leer el Libro Gris, y era cierto en su mayor parte. En aquel momento, no obstante, mientras intentaba visualizar el rostro de su madre, comprendió que había una cosa que era diferente en sus recuerdos de Jocelyn: veía las cicatrices de su madre, las diminutas marcas blancas que le cubrían la espalda y los hombros como si hubiese estado de pie bajo una nevada.

Dolía, dolía saber que el modo en que siempre había visto a su madre, toda su vida, había sido una mentira. Deslizó el bloc de dibujo bajo la almohada, con los ojos ardiendo.

Sonó un golpe en la puerta… suave, vacilante. Se restregó los ojos a toda prisa.

—Adelante.

Era Simon. Clary no se había dado cuenta realmente del estado en que estaba su amigo. Este no se había duchado, y su ropa estaba desgarrada y manchada, y tenía los cabellos enmarañados. El muchacho vaciló en la entrada, curiosamente formal.

Ella se hizo a un lado, dejándole espacio en la cama. No había nada extraño en sentarse en la cama con Simon; habían dormido el uno en casa del otro durante años, habían construido tiendas de campaña y fuertes con mantas cuando eran pequeños, habían permanecido despiertos leyendo cómics cuando eran más mayores.

—Has encontrado tus gafas —exclamó ella.

Una lente estaba resquebrajada.

—Estaban en mi bolsillo. Salieron mejor paradas de lo que habría esperado. Tendré que escribir una nota de agradecimiento a la óptica. —Se acomodó junto a ella con cautela.

—¿Te ha curado Hodge?

—Sí —contestó él, asintiendo—. Todavía me siento como si me hubiesen dado una paliza con una llave de ruedas, pero no hay nada roto…, ya no.

Se volvió para mirarla. Sus ojos tras las gafas destrozadas eran los ojos que recordaba: oscuros y serios, bordeados por la clase de pestañas que a los muchachos les traían sin cuidado y que las chicas matarían por tener.

—Clary, que vinieras a por mí… que arriesgaras tan…

—No. —Alzó una mano torpemente—. Tú lo habrías hecho por mí.

—Desde luego —afirmó él, sin arrogancia ni pretensiones—, pero siempre pensé que así era como eran las cosas entre nosotros. Ya sabes.

Clary torció el cuerpo para mirarle a la cara, perpleja.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir —dijo Simon, como si le sorprendiera verse explicando algo que debería haber sido obvio—, que yo he sido siempre el que te necesitaba más de lo que tú me necesitabas a mí.

—Eso no es cierto. —Clary estaba anonadada.

—Lo es —repuso Simon con la misma tranquilidad desconcertante—. Tú nunca has parecido necesitar realmente a nadie, Clary. Siempre has sido tan… contenida. Todo lo que has necesitado han sido tus lápices y tus mundos imaginarios. Tantísimas veces he tenido que decir cosas seis, siete veces antes de que me respondieras, de tan lejos como estabas. Y entonces te volvías hacia mí y me dedicabas esa curiosa sonrisa tuya, y yo sabía que te habías olvidado completamente de mí y acababas de acordarte…, pero nunca me enfadé contigo. La mitad de tu atención es mejor que toda la de cualquier otra persona.

Ella intentó cogerle la mano, pero le cogió la muñeca. Pudo percibir el pulso bajo la piel.

—Únicamente he querido a tres personas en mi vida —explicó Clary—. Mi madre, Luke y tú. Y las he perdido a todas excepto a ti. No imagines nunca que no eres importante para mí…, no lo pienses siquiera.

—Mi madre dice que sólo se necesitan tres personas en las que puedas confiar para poder sentirte realizado —indicó Simon; el tono era ligero, pero su voz se quebró antes de terminar «realizado»—. Dice que tú pareces muy realizada.

Clary le sonrió con pesar.

—¿Ha tenido tu madre algunas otras sabias palabras respecto a mí?

—Sí. —Le devolvió la sonrisa con una igual de torcida—. Pero no voy a decirte cuáles fueron.

—¡No es justo guardar secretos!

—¿Quién ha dicho que el mundo sea justo?

Al final, se tumbaron el uno junto al otro como hacían cuando eran niños: hombro con hombro, las piernas de Clary sobre las de Simon. Los dedos de los pies de ella llegaban justo por debajo de la rodilla de él. Tumbados sobre la espalda, contemplaron el techo mientras hablaban, una costumbre que les había quedado de la época en que el techo de Clary había estado cubierto con estrellas encoladas que brillaban en la oscuridad. Si Jace había olido a jabón y limoncillos, Simon olía como alguien que ha estado rodando por el estacionamiento de un supermercado, pero a Clary no le importó.

—Lo extraño es… —Simon enrolló un rizo de los cabellos de la joven en su dedo— que había estado bromeando con Isabelle sobre vampiros justo antes de que todo sucediera. Sólo intentando hacerla reír, ¿sabes?, con tonterías del tipo: «¿Qué repele a un vampiro judío? Una estrella de David de plata».

Clary rio.

Simon pareció complacido.

—Isabelle no se rio.

Clary pensó en cierto número de cosas que quería decir, y no las dijo.

—No estoy segura de que sea la clase de humor que le gusta a Isabelle.

Simon le lanzó una mirada de soslayo por debajo de las pestañas.

—¿Se acuesta con Jace?

El chillido de sorpresa de Clary se convirtió en tos. Le dirigió una mirada fulminante.

—Oh, no. Prácticamente son como parientes. No, qué va. —Hizo una pausa—. No lo creo, al menos.

Simon se encogió de hombros.

—Tampoco es que me importe —afirmó con firmeza.

—Seguro que no.

—¡Claro que no! —Rodó sobre el costado—. Ya sabes, inicialmente pensé que Isabelle parecía, no sé… guay. Excitante. Diferente. Entonces, en la fiesta, comprendí que en realidad estaba loca.

Clary le miró entrecerrando los ojos.

—¿Te dijo que bebieras el cóctel azul?

Él negó con la cabeza.

—Fue cosa mía. Te vi marchar con Jace y Alec, y no sé… Estabas tan diferente de como eres siempre. Muy distinta. No pude evitar pensar que ya habías cambiado, y que este nuevo mundo tuyo me dejaría fuera. Quise hacer algo que me hiciera formar más parte de él. Así que cuando el tipejo verde pasó con la bandeja de bebidas…

—Eres un idiota —gimió Clary.

—Jamás he afirmado lo contrario.

—Lo siento. ¿Fue horrible?

—¿Ser una rata? No. Al principio fue un tanto desorientador. De repente, me encontraba a la altura del tobillo de todo el mundo. Pensé que había bebido una poción reductora, pero no podía entender por qué tenía aquellas enormes ganas de masticar envoltorios usados de chicle.

Clary lanzó una risita divertida.

—No, me refiero al hotel de los vampiros… ¿fue eso horrible?

Algo titiló detrás de los ojos de Simon. Desvió la mirada.

—No. Realmente no recuerdo gran cosa del período entre la fiesta y el aterrizaje en la zona de aparcamiento.

—Probablemente sea mejor así.

Él empezó a decir algo, pero se detuvo en mitad de un bostezo. La luz se había desvanecido lentamente en la habitación. Desenredándose de Simon y de las sábanas, Clary se levantó y apartó a un lado las cortinas de la ventana. Fuera, la ciudad estaba bañada por el resplandor rojizo de la puesta de sol. El tejado plateado del edificio Chrysler, a cincuenta manzanas de allí, en el centro, refulgía como un atizador dejado demasiado tiempo sobre el fuego.

—El sol se pone. Quizá deberíamos ir en busca de algo de cena.

No hubo respuesta. Se volvió y vio que Simon estaba dormido, con los brazos cruzados bajo la cabeza, las piernas extendidas. Suspiró, se acercó a la cama, le quitó las gafas y las dejó sobre la mesilla de noche. No podía contar las veces que él se había quedado dormido con ellas y lo había despertado el sonido de lentes al romperse.

«¿Ahora dónde voy a dormir?». No era que le importara compartir una cama con Simon, pero él no le había dejado mucho espacio. Consideró despertarlo con un golpecito, pero parecía tan tranquilo. Además, ella no tenía sueño. Alargaba la mano para sacar el bloc de dibujo de debajo de la almohada cuando llamaron a la puerta.

Cruzó la habitación descalza sin hacer ruido y giró el pomo silenciosamente. Era Jace. Limpio, con vaqueros y una camiseta gris, los cabellos lavados convertidos en un halo de oro húmedo. Las magulladuras del rostro se desvanecían ya, pasando del morado a un gris tenue, y llevaba las manos a la espalda.

—¿Dormías? —preguntó.

No había contrición en la voz, sólo curiosidad.

—No. —Clary salió al pasillo, cerrando la puerta tras ella—. ¿Por qué lo has pensado?

Él echó una mirada a su conjunto de camiseta azul sin mangas y pantalón corto de pijama.

—Por nada.

—He pasado en la cama la mayor parte del día —explicó ella, lo que era técnicamente cierto.

Al verle, los nervios se le habían disparado a mil por hora, pero no veía motivo para compartir esa información.

—¿Qué tal tú? ¿No estás agotado?

Él negó con la cabeza.

—Como el servicio postal, los cazadores de demonios nunca duermen. «Ni la nieve, ni la lluvia, ni el calor, ni la oscuridad de la noche pueden detener a estos…».

—Tendrías un gran problema si la oscuridad de la noche te detuviera —indicó ella.

Jace sonrió abiertamente. Al contrario que sus cabellos, sus dientes no eran perfectos. Un incisivo superior estaba ligera y atractivamente roto.

Clary se abrazó los codos. Hacía frío en el pasillo y notaba como empezaba a ponérsele la carne de gallina en los brazos.

—¿Qué haces aquí, de todos modos?

—¿«Aquí» indicando tu dormitorio o «aquí» indicando la gran cuestión espiritual de nuestro propósito en este planeta? Si estás preguntando si es todo simplemente una coincidencia cósmica o existe mayor propósito metaético en la vida, entonces, bien, ese es el eterno rompecabezas. Me refiero a que el simple reduccionismo ontológico es a todas luces un argumento falaz, pero…

—Me vuelvo a la cama. —Clary alargó la mano hacia el pomo de la puerta.

Él se deslizó ágilmente entre ella y la puerta.

—Estoy aquí —dijo— porque Hodge me recordó que era tu cumpleaños.

Clary soltó aire, exasperada.

—No hasta mañana.

—No hay motivo para no empezar a celebrarlo ahora.

Le miró con atención.

—Estás evitando a Alec y a Isabelle.

—Los dos están tratando de pelearse conmigo —respondió él, asintiendo.

—¿Por el mismo motivo?

—No sabría decir. —Dirigió furtivas miradas arriba y abajo del pasillo—. Hodge, también. Todo el mundo quiere hablar conmigo. Excepto tú. Apuesto a que tú no quieres hablar conmigo.

—No —repuso ella—. Quiero comer. Estoy hambrienta. Jace sacó la mano de detrás de la espalda. En ella sujetaba una bolsa de papel ligeramente arrugada.

—Pillé un poco de comida en la cocina cuando Isabelle no miraba. Clary sonrió ampliamente.

—¿Un picnic? Es un poco tarde para ir a Central Park, ¿no crees? Está lleno de…

Él agitó una mano.

—Hadas. Ya lo sé.

—Iba a decir atracadores —replicó Clary—. Aunque compadezco al atracador que vaya a por ti.

—Esa es una actitud sensata, y te alabo por ella —replicó él, mostrándose satisfecho—. Pero no pensaba en Central Park. ¿Qué tal el invernadero?

—¿Ahora? ¿De noche? ¿No estará… oscuro?

Él sonrió como si tuviera un secreto.

—Vamos. Te lo mostraré.